Escenas, retratos y reflexividad. Tensiones en el trabajo de Sergio Zevallos1

Mijail Mitrovic Pease2

Resumen

El texto discute las interpretaciones de trabajos realizados por Sergio Zevallos y el Grupo Chaclacayo a inicios de los ochenta en Lima. Se reflexiona sobre las categorías empleadas para dar cuenta de su obra, así como los discursos que enmarcan su circulación en el circuito institucional del arte contemporáneo, a partir de la discusión de la curaduría de la exhibición Un cuerpo ambulante. Sergio Zevallos en el Grupo Chaclacayo (1982-1994) (MALI, 2014). Se plantean algunas interrogantes respecto a la historicidad de las obras de Zevallos y su significación actual.


Palabras clave: Sergio Zevallos, fotografía, performance, curaduría, arte contemporáneo


Peter Bürger (2009) se preguntaba si la potencia de shock de los montajes surrealistas no podría reducirse con el tiempo. Visto como un efecto confinado a la confrontación entre una obra y un individuo, el shock depende de aquello que configure la experiencia “normal” del receptor. Si su cotidianidad está saturada de imágenes que exhiben los horrores de la guerra, un montaje que emplee aquellos materiales tendrá un desafío formal para producir una experiencia desestabilizadora. Parte del debate sobre las posibilidades críticas del arte contemporáneo orbita alrededor del anterior diagnóstico: para transgredir la estabilidad social, el arte debe subvertir la percepción cotidiana. Pero, ¿qué sucede cuando la percepción cotidiana ya se encuentra marcada por la dinámica de la transgresión a través de las imágenes?

Una de las falencias principales de la lógica antes descrita consiste en que depende enteramente de qué se supone que es la normalidad social en un momento determinado. Para ello, se debe poner en juego un diagnóstico sobre cómo se organiza socialmente la experiencia sensible a fin de determinar si el arte la transgrede, refuerza o sencillamente no hace nada con ella. Para ello, el teórico de la vanguardia tendrá que movilizar saberes de orden histórico con el propósito de pensar el presente en que la obra apareció ante una audiencia e intentar reconstruir qué efectos generó en esta. El caso que presento muestra cómo los discursos que se articulan recientemente alrededor de un conjunto de obras de Sergio Zevallos (Lima, 1962) opacan el presente histórico en que fueron producidas, mientras su inserción en el campo del arte contemporáneo se formula a través de un abordaje posthistórico, que asume como dada su inserción misma (Smith, 2010, pp. 302-305).

La muestra Un cuerpo ambulante. Sergio Zevallos en el Grupo Chaclacayo (1982-1994)3 privilegió la experiencia subjetiva bajo la que se desarrollaron las obras de Zevallos y su articulación con formas recientes de conceptualizar la sexualidad disidente, las políticas de la identidad y la diferencia, etc. Al mismo tiempo, las categorías con las que se describieron algunas piezas resultan indiferentes ante sus procesos de producción. Por ello, mi comentario tiene más que ver con la forma de abordarlas que con las obras mismas, aunque confío en que ambos problemas están íntimamente relacionados. La experiencia del Grupo Chaclacayo se desarrolló en un espacio privado en las afueras de Lima en el contexto de una crisis que, conforme avanzó la década de los ochenta, se generalizó al intersecar el colapso urbano producto de las masivas migraciones del campo a la ciudad, la hiperinflación del primer gobierno de Alan García y el avance de Sendero Luminoso en su llamada “guerra popular”.4 Así, el trabajo de Chaclacayo obliga a pensar cómo una experiencia privada, de convivencia íntima entre tres personas, se articuló –o no– con los procesos que la ciudad vivía durante la década.

Las imágenes

Entre un amplio conjunto de trabajos realizados en distintos medios, una de las piezas centrales de la exhibición fue la serie de fotografías Suburbios (1983). La componen seis subseries: Ambulantes, Libreta militar, Martirios, Cuartel, Velatorio, Casona y Basural. Zevallos es quien le otorga continuidad a la serie; lo vemos siempre maquillado con el rostro de blanco y los labios oscuros; con una cabeza de muñeca clavada en un palo de madera y un puñal, vestido con mallas y cuernos, como parte de un ritual (Fig. 1); echado junto al cuerpo de otro individuo (se trata del poeta Frido Martín, colaborador en la serie), con los genitales al aire y un gesto entre la fatiga sexual y la muerte (Fig. 2); o cargado por el mismo cuerpo mientras suben las escaleras, con los brazos extendidos como un crucificado. En otro espacio, aparece tendido sobre piedras en medio de un descampado, atado y semidesnudo (Fig. 3). Aparece también penetrado por otra persona y abajo se delinea la imagen de santa Rosa de Lima. En suma, la serie presenta múltiples variaciones de las escenas antes mencionadas.

El imaginario de la femineidad católica se muestra una y otra vez en estas fotografías. Zevallos encarna a las santas con un maquillaje mortuorio, semidesnudo y con atavíos que aluden a un cuerpo que goza. De alguna manera, extrae y expone ese goce divino que los propios retratos de las santas dejan entrever en los rostros y camuflan con el hábito, pero que el artista hace fluir hasta desfigurar la imagen original. Así como en Suburbios se alude múltiples veces a la santa que se martiriza y autoflagela, en la serie de dibujos Estampas (1982) se deshace la imagen de santa Rosa entre fragmentos de cuerpos que se penetran mutuamente, senos y penes emergen de su cuerpo tapado, aparecen bocas que gritan de placer (Fig. 4). Se trata, entonces, de mostrar que el goce configura la experiencia mística de la santa y está anclado en su cuerpo, aquello “que está hecho para gozar (…) de sí mismo” (Lacan, 1986, p. 92). En alguna pieza, el retrato de Sergio como un sonriente niño vestido con un terno se fragmenta, su cabeza se monta sobre un cuerpo femenino y otro ser emerge de su torso (Fig. 5).

Algunos sostienen que la santa Rosa de esta serie es “más real” que la imagen tradicional que prevalece en la sociedad, pues mostraría el reverso de la imagen pretendidamente pura (Podestá, 2013). Así, los cuerpos deseantes negarían la imagen de la santa, en vez de comprender que en ella están ya presentes las marcas del goce, como Zevallos parece indicar. Lejos de negarla o denunciarla como una imagen que conviene desechar, vemos aquí una identificación extrema con ella, al punto de usarla como una matriz para pensar la propia identidad. Como sostiene Zevallos, ese imaginario religioso le permitió al Grupo “pensar lo que estaba ocurriendo en el presente” y aterrizaba localmente sus “primeras discusiones al abordar cuestiones relacionadas con el cuerpo y sus represiones” (López, 2015, p. 8). Así entendida, la serie Estampas sugiere algo más interesante que una simple oposición entre la imagen tradicional de la represión y su subversión sexualizada. Zevallos desea revelar la conexión interna entre ambas dimensiones, pues ello le permite reconocerse a través de la santa y plantearse, como lo hará en Suburbios, a sí mismo como el centro de la representación5.

Aquí conviene volver a la serie Suburbios para preguntarnos si no habrá una tensión que no se resuelva enteramente en el terreno de la imagen. La curaduría de Miguel López sugiere ver en Suburbios una acción o performance, por lo que la cámara fotográfica sería un medio de registro que congela el flujo de la acción. Sin embargo, si atendemos a las propias frases que el catálogo ofrece para cada subserie, encontramos fórmulas interesantes: “Autorretratos de un candidato al servicio militar”, “Escenas de un ritual profano”, “Retrato erótico de un soldado”, “Escenas en la vida de un cuerpo ambulante” y “Autorretrato como Mater Dolorosa”. Por una parte, se nos sugieren “escenas” que remiten –en su acepción más simple– a cierta acción que se desarrolla ante un público ausente; por otra parte, vemos “retratos” y “autorretratos”, que sugieren más bien que el énfasis reposa en cómo Zevallos entabla, a través de la fotografía, una relación con su propia representación. Sin embargo, aún no comprendemos cómo fueron producidas esas fotografías.

Como me lo comentó durante algunas conversaciones, Sergio deseaba exponerse ante los demás. Para ese fin, la fotografía aparecía como un medio capaz no solo de presentarlo ante aquellos que estaban ausentes cuando fueron capturadas las imágenes, sino que aportaba, en cuanto objeto, cierta posibilidad fetichista. Esto lo llevó a emplear fotógrafos ambulantes, que ofrecían sus servicios en lugares turísticos o fuera de cuarteles militares y edificios burocráticos de la ciudad. Así, el desafío principal para el artista consistía en convencer a los fotógrafos para que retraten las escenas que construía. Las primeras subseries de Suburbios no superan las cuatro fotografías y ello está directamente relacionado con la capacidad del artista para sostener la relación laboral con los fotógrafos. Algunos se incomodaron ante las escenas que veían tras la cámara e incluso temían que la irrupción de un policía podría comprometerlos o señalarlos como perversos criminales. Sin embargo, como las siguientes series lo muestran –la más grande alcanza las sesenta imágenes–, Zevallos pudo generar una relación de confianza con los fotógrafos, dejando en claro que ante cualquier problema él asumiría la responsabilidad del caso.

Zevallos sostiene: “Las tomas se hicieron con una antigua cámara de fuelle de formato mediano, directamente sobre papel fotográfico y sin usar negativo de celuloide”. La cámara iba conectada a una caja negra donde “revelaban el papel expuesto, luego lo fijaban y lo lavaban en un balde con agua. Todo el procedimiento se hacía en la vía pública. Esta forma de hacer fotografía con los mínimos recursos y a la intemperie dejaba un amplio margen a ‘errores’ e ‘impurezas’ técnicas” (Zevallos, s. f.). Así se explica el aspecto precario de las imágenes, sus bordes difusos, manchas y porciones desenfocadas. Todo aquello que, enmarcando a los personajes, objetos y locaciones, configura cierta idea de lo abyecto. En el proceso intervinieron otra clase de contingencias: papeles que estaban ya velados sin que el fotógrafo lo informase previamente; falta o exceso de tiempo en la caja de revelado; las manos y destreza del fotógrafo no siempre precisas, etc. Las huellas de todo lo anterior determinan directamente las obras. Además de construir los entornos y prepararse como personaje, el papel de Sergio fue el de dirigir a los fotógrafos, quienes a su vez aportaban sus contingencias y su propia creatividad6. En suma, aquí se trata menos de una performance que de un proceso de producción de imágenes en el que las locaciones y emplazamientos, los objetos y las poses, así como los resultados esperados fueron pensados para ser fotografiados. Las locaciones fueron un cuartel militar, una casona abandonada, un terreno baldío y un espacio de acopio de deshechos. En ningún caso se trató de un espacio donde transcurriera una acción ante una audiencia –fuera del fotógrafo y quienes colaboraron con Zevallos–, de manera que, nuevamente, habría que entender las locaciones como tal y no como escenarios para el desarrollo de una acción.

Ahora bien, la discusión sobre las categorías adecuadas para leer estas fotografías ha sido un primer paso, pero hace falta discutir otro nivel de interpretación. Puede que por sostener una mirada demasiado enfocada en el significado supuesto de estas series, su carácter fotográfico parezca irrelevante. Miguel López afirma que en Suburbios “Zevallos ha explorado otras formas de sociabilidad y sexualidad, afecto y erotismo entre lo vivo y lo inerte, entre lo artificial y lo humano. Sus imágenes registran entidades en un desplazamiento permanente: cuerpos transgéneros, hermafroditas, migrantes, cuerpos intersexuales, vagabundos” (López, 2014, p. 18). López ofrece un nombre para lo que las imágenes registran: identidades en acción que desafían la heteronormatividad y el patriarcado, el catolicismo y la represión de la sexualidad, la dominación del hombre blanco occidental, la primacía de la ciudad sobre el campo y del trabajador sobre el lumpen. Sin embargo, creo que estas fotografías desafían esa interpretación precisamente porque nos presentan, en primer lugar, a un individuo que merece ser pensado en su presente antes de (y no en vez de) catalogarlo bajo las categorías que la curaduría propone.

Sergio es el principal objeto de la construcción visual que propone Suburbios y no es poco relevante el que su propia declaración sea tan escueta en cuanto al “tema” de las imágenes: “SUBURBIOS muestra momentos en la vida de un vagabundo. El personaje y las escenas de su vida están construidos a partir de imágenes que se venden en la calle: revistas de modas, cómics, estampas religiosas, pornografía, diarios escandalosos, etc.” (Zevallos, s. f.). Al leer las imágenes desde esta clave, la vida del vagabundo discurre en múltiples espacios siempre desolados, donde encuentra momentáneamente la compañía de otro ambulante y gozan mutuamente de sus cuerpos. Se cobijan el uno al otro. El personaje se imagina a sí mismo como una santa y nos muestra instantes de su gozoso suplicio. Construye altares con pedazos de objetos que encuentra en su merodeo. Carga un cráneo consigo y parece que es importante para sus ritos. Esta vida vagabunda está construida solo a partir de fragmentos y las imágenes nos permiten acceder a dicha construcción narrativa.

Richard Schechner propuso la noción de conducta restaurada para pensar las secuencias de acción que ponemos en práctica tanto en la vida cotidiana y el ritual, como en las construcciones escénicas del teatro y la performance. Lo central aquí es que a través de ella “el yo puede actuar en otro o como otro; el yo social o transindividual es un rol o conjunto de roles” (2011, p. 36). Sin embargo, el autor delimita este principio a acciones en las que la conducta restaurada establece una suerte de partitura que asigna roles a quienes participan en ella, a fin de que la ejecución de la secuencia produzca un efecto de reconocimiento como colectividad. La serie Suburbios, sin embargo, plantea un ejercicio de dislocación del individuo y su identidad –como ya lo sugerí a través de la serie Estampas– que no se resuelve en una narrativa social, sino profundamente individual (aunque tal oposición es realmente engañosa). Un proceso de exploración personal que, desde luego, atraviesa y hace visibles ciertas dimensiones del contexto social en que se desarrolla, pero cuyo vínculo hace falta reconstruir. Al contrario, la interpretación del trabajo de Zevallos, hoy inscrita en el campo artístico, ha optado por borrar ese carácter individual para hacer aparecer una dimensión política que lo presenta como alguien que explora “identidades no hegemónicas” en general –la lista de López antes citada es bastante ilustrativa– y su historia singular se convierte así en una suerte de ideal-tipo de un arte queer. Y aquí arribamos al problema de la historia. La exhibición y su catálogo describen la historia de Zevallos y el Grupo Chaclacayo. Como no podría ser de otra manera, la historia que presentan es narrada con el sesgo de su propia agenda teórico-política, pero ello no se evidencia en la propia escritura. Quiero decir que lo que Zevallos realizó en su momento (principios de los ochenta en Lima) se hace equivalente a las categorías y conceptos empleados por los intérpretes más recientes. Así, se elimina tanto la historicidad de las obras como la reflexividad de la interpretación que se ofrece sobre ellas.

Reflexividad histórica

Al año siguiente de la muestra, López y Zevallos dialogaron sobre las categorías artísticas que circulaban en el momento en que operó el Grupo Chaclacayo. Dice Zevallos: “no solamente nosotros, sino también los teóricos [Hugo Salazar del Alcázar, Gustavo Buntinx, quienes comentaron favorablemente sus trabajos] no manejaban toda la terminología internacional que luego se ha convertido en hegemónica. Que no existiera un aparato teórico para hablar de estas cosas, como lo hay ahora, era una ventaja porque nos daba más filo, más fuerza” (en López, 2015, p. 14). Esa ausencia de categorías adecuadas a su práctica, sin embargo, hoy parece superada por nuevos discursos. Los textos que presentan López, Fernanda Carvajal y Paul B. Preciado –entonces llamado Beatriz–, leen la obra de Zevallos a partir de nuevas categorías que efectivamente superan la lectura conservadora de estas obras que hicieron críticos como Luis Lama (1989) en los ochenta y que calificaron como “complacientes”, “perversas” e inclusive “terroristas” –y no en el sentido de subversión artística–. Veamos este pasaje de Preciado:

Es este trabajo de recodificación y resignificación de las técnicas de muerte el que permite explicar los innumerables motivos sadeanos (no sadomasoquistas) que constituyen las ficciones construidas por el Grupo Chaclacayo (y en particular la obra de Sergio Zevallos): cuerpos atados, suspensiones, inversiones de la boca y el ano, del rostro y de las nalgas, crucifixiones, usos ‘impropios’ de signos y símbolos religiosos, formación de nuevas corporalidades a partir del ensamblaje de miembros y órganos dispares, inversiones de las posiciones históricas de lo masculino y de lo femenino, de lo humano y de lo animal… (…) Como en las diferentes fotografías de la serie Suburbios (1983) de Zevallos, en las que dos cuerpos ocupan lo que parece ser una arquitectura en ruinas (eclesiástica, representación del poder estatal, cámaras de tortura o de masturbación) entregándose a una serie de acciones que van desde la mímica vertical y beata de la pose de los santos, hasta la dislocación total y horizontal de los cuerpos caídos, pasando por una combinatoria febril de posiciones y de agenciamientos múltiples de órganos, miembros y orificios que aunque explícitamente sexuales, no se dejan representar de acuerdo con la economía de la muerte ni tampoco con la reproductiva. (2014, p. 55)

Preciado disecciona las partes que componen las imágenes y las presenta como unidades de sentido (cuerpos atados, suspensiones, inversiones de la boca y el ano, etc.), pero no las reenvía a la narrativa totalizadora que Zevallos propone (la vida de un vagabundo). Así, la operación de decodificación que realiza Preciado impone a las imágenes ese carácter decodificador –valga la redundancia– que disuelve incluso la propia narrativa del artista y logra que las fotografías aparezcan como ejemplos de las “técnicas de muerte” del poder. Lejos de un ejercicio interpretativo que ubique el fragmento como parte de un panorama más amplio, que lo haga dialogar con un contexto mayor, aquí el fragmento no solo caracterizaría a las imágenes, sino que aseguraría su virtud crítica. Vistos como fragmentos, parece que “no se dejan representar” bajo ningún sistema simbólico7.

López realiza una estrategia opuesta a la anterior, al comentar Suburbios de la siguiente manera:

Las imágenes presentan una coreografía ritual de dos cuerpos andróginos, pobremente travestidos, que escenifican la crueldad de la iconografía cristiana. Como si estuvieran inmersos en un arrebato devocional, ambos cuerpos simulan episodios de tortura, crucifixión y muerte, así como de placer, erotismo y éxtasis. Originalmente titulada Pasiones de un cuerpo ambulante, las imágenes convertían el vocabulario visual del martirio en una autopsia social, señalando cómo los esfuerzos máximos de purificación del alma iban de la mano de los gestos más atroces de destrucción del cuerpo. (2014, p. 14)

Aquí las categorías funden lo específico de las imágenes en un cuadro general que, aunque persuasivo, no dialoga con la figura simple del vagabundo que hemos explorado, es decir, con una explicación del autor que suplementa la carencia de pies de foto y el carácter sobrio de los títulos de cada subserie8. Acaso por ello las imágenes admiten ser significadas con otras ideas y están dispuestas a ser interpretadas para decirlo, una vez más con Preciado, como reflexiones sobre el “funcionamiento de la necropolítica en las sociedades postcoloniales (…) sus relaciones con las máquinas de semiotización mítico-religiosas y (…) su metabolización sensorial y sexual a través del cuerpo social” (2014, p. 53).

Tal vez aquí el énfasis esté puesto en que la obra no es lo importante, sino que la verdadera obra es la experiencia de sus productores y, por ello, los investigadores proponen conexiones con otras experiencias (Yeguas del apocalipsis en Chile, Ocaña en España, por ejemplo) que conectan con los trabajos de Zevallos en la medida en que todas son vistas como acciones de disidencia sexual, más allá de la indagación en las formas concretas en que esas apuestas ideológicas, afectivas e identitarias tomaron cuerpo –o no– en las obras y acciones que realizaron. Así, se abstraen los fragmentos de las imágenes y opacan su lectura integral, al mismo tiempo que se abstraen las obras de su propio carácter objetual y aparecen como acciones y experiencias de disidencia.

Nuevamente, esto podría realizarse de manera que se tensen las categorías hoy disponibles, por las que los intérpretes apuestan, con aquellas que operaban en el presente en que fueron producidas las obras. Así, podría discutirse el cambio de significación de una noción como travestismo, que a inicios de los ochenta en Lima pocos reivindicaban como una categoría que porta un sentido subversivo. O con la idea de marica, hoy asumida como una identificación que revierte sus usos peyorativos y plantea un reconocimiento político. Es decir, las categorías que hoy parecen inmediatamente adecuadas para significar estas obras pueden disociarlas de su historicidad e impedir que comprendamos la propia historia de las nociones que los intérpretes recientes emplean para generar resonancias con las luchas del presente.

Esto también ocurre con la propia historia del arte contemporáneo, cuyo objetivo central –a sugerencia de Terry Smith– debería consistir en “advertir los procesos, modos y motivos por los que estas expresiones [objetos, acciones, etc.] adoptaron en los últimos tiempos (o adoptan en la actualidad) determinadas formas y no otras” (2012, p. 318). Es decir, dar cuenta del proceso que llevó a que lo que hoy se rotula como arte contemporáneo se introduzca en dicha categoría y circule por su aparato institucional. Ello supone concebir las obras de arte como disyunciones temporales que aparecen ante nosotros como dadas, ya inscritas como arte, pero cuya historización debe reflexionar sobre cómo ese proceso puede desvincularlas de la historia social. Y precisamente esto es lo que considero ausente en la inscripción de las obras de Zevallos y Chaclacayo en el campo del arte contemporáneo.

El antropólogo Chris Brickell (2010) analiza las fotografías homoeróticas tomadas por el neozelandés Robert Gant entre 1887 y 1892 como parte de un esfuerzo, simultáneo en varios puntos del globo, por representar una masculinidad heterodoxa que miraba su propio cuerpo, sus expresiones y vestimenta bajo el ideal de una “amistad romántica”. Gant se retrató junto a sus compañeros mientras llevaban adelante una suerte de comuna masculina en un ámbito rural. Las fotografías se tomaron tanto en paisajes silvestres como en espacios domésticos y privados. Lo central de su análisis, sin embargo, se encuentra en el comienzo de su artículo: “¿Qué significó en el pasado el deseo por el mismo sexo?” (2010, p. 136 [traducción propia]). Una pregunta sencilla que habilita la indagación en el presente histórico de Gant, sus compañeros y su práctica fotográfica, así como en el sentido que aquellas imágenes pueden adquirir hoy para nosotros. Fotografías que nos muestran una “forma de organizar y comunicar el deseo a través de un medio visual” (2010, p. 154). Un deseo que toma la forma de una ambigüedad productiva alrededor de algo que socialmente es percibido como patológico –con la psiquiatría en auge–, pero también como una forma idílica de sociabilidad, propugnada por escritores como Walt Whitman, por ejemplo.

Pese a las similitudes que las fotografías de Gant y Zevallos parecen presentar al ser interrogadas del lado de la identidad, conviene pensar por qué las segundas asumen una forma obscena, oscura y degradada. Y aquí recurrimos a cómo Zevallos pensó su trabajo durante los ochenta:

La estética que desarrollo tiene además una influencia específica: la miseria, su aspecto y las escenas que genera. Estoy definido por una sensibilidad formada en la permanente percepción de muladares y degradaciones humanas, allí donde se pasea la vanidad prepotente de la clase dominante, marginándolo todo bajo una vulgar capa de maquillaje. Es en aquella mezcla que hallo lo verdaderamente obsceno. (2015 [1989], p. 19)

Como las fotos de Gant, la serie Suburbios de Zevallos ofrece el propio cuerpo a la mirada deseante del otro, impulsado por el deseo de ser visto –un exhibicionista, como dijo alguna vez–, pero, a diferencia de la amistad romántica idealizada del siglo XIX, sus imágenes asumen una forma específica a través del tipo de cámara y fotógrafo empleados, que reviste sus escenas de precariedad. Acaso un intento por contestar a esa “vulgar capa de maquillaje” que la clase dominante imprime con otro maquillaje, un intento que haga visible la obscenidad que Chaclacayo percibía como la norma en la Lima de los ochenta9. Si en aquel entonces el poder maquillaba una sociedad en proceso de crisis, ¿cómo funciona esa cosmética hoy?


1 Este texto retoma y amplía una intervención leída en la mesa de presentación del catálogo de la muestra Un cuerpo ambulante. Sergio Zevallos en el Grupo Chaclacayo (1982-1994), el 6 de mayo de 2014 en el MALI (Museo de Arte de Lima), en la que participaron Victoria Guerrero, Miguel García, Miguel López y Sergio Zevallos.

2 Docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú. mijailmitrovicpease@gmail.com

3 Curada por Miguel A. López, fue presentada en el MALI y en el Centro Cultural de España entre noviembre del 2013 y marzo del 2014.

4 El grupo estuvo integrado por Zevallos, Raúl Avellaneda y Helmut Psotta. Los dos primeros eran estudiantes de la Escuela de Arte de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde Psotta enseñaba. Tras discrepar con las autoridades de dicha Escuela, en 1982 se trasladaron a una casa en el distrito de Chaclacayo, en las afueras de Lima, donde permanecieron los siguientes seis años. Posteriormente, a fines de la década, se mudaron a Alemania, donde continuaron trabajando colectivamente hasta 1994. Ver López (2014). Para una discusión sobre las representaciones artísticas de la crisis, ver Mitrovic (2017).

5 Inclusive Zevallos sostiene que en el curso de producir esta serie de dibujos –junto a otras del mismo momento, como Rosas (1982)– Psotta lo increpó: “Si quieres dibujar esos culos, ¿por qué no tomas una foto del tuyo y lo dibujas? Eso está asociado

–continúa Zevallos– a que yo haya terminado luego haciendo la serie Suburbios…” (López, 2015, p. 10).

6 Esto no siempre ha sido bien recibido; durante un ciclo de charlas en Trujillo, un participante del público le increpó a Sergio que las fotos eran realmente obra de los fotógrafos y sostuvo que él estaba invisibilizando su papel.

7 La oposición entre fragmento y panorama ‒o totalidad‒ la tomo de Crary (2002).

8 No considero que el autor tenga la última palabra en cuanto a la significación de su trabajo, pero creo necesario introducir su propio discurso como contrapunto a las interpretaciones sobre su obra.

9 Esa idea vincula potencialmente el trabajo de Chaclacayo con obras como la Carpeta negra (1988) del Taller NN, que puede ser pensada como otra forma de responder ante ese maquillaje, pero a través del coloreado serigráfico de las imágenes mediáticas que circularon la muerte durante la guerra senderista. Al respecto, véase Mitrovic (2016).

Bibliografía

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