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Sat, 30 Dec 2023 in Croma
El arte como espejo del horror: entrevista con Juan Manuel Echavarrí
RESUMEN
Por más de 25 años, el artista colombiano Juan Manuel Echavarría se ha dedicado a investigar la violencia del conflicto armado en Colombia a través del arte. Principalmente a través de la fotografía, pero también experimentando con otros medios como el video y la instalación, su obra ha intentado revelar aspectos de la guerra que han permanecido invisibles, imperceptibles. Dentro de la avalancha de imágenes y relatos de la violencia que existen hoy en Colombia, y en muchos otros países que han sufrido la guerra, es importante preguntarse por el papel del arte, por aquello que lo diferencia de uno u otro modo, y que le permite construir memoria desde lugares inesperados.
Main Text
Juan Manuel Echavarría nació en Medellín, Colombia en 1947. Sus primeras creaciones se dan en el terreno de la escritura. En 1981 escribió La Gran Catarata en la que explora la mitología y la metáfora, y en 1991 publica un libro de relatos, Moros en la Costa, producto de su investigación en el Archivo General de Indias de Sevilla y de sus lecturas de los relatos de los cronistas de Indias. En 1995 entra en lo que él mismo describe como una “crisis personal de creatividad con la palabra escrita”, que lo lleva, a partir de 1996, a investigar la violencia en Colombia a través de la fotografía. De allí surge su primera serie de imágenes titulada Retratos (1996). Fue en 2003, sin embargo, cuando se dio uno de los giros más importantes en su carrera: esas investigaciones sobre la violencia abandonaron las cuatro paredes de su estudio y empezó a recorrer el país. Desde ese momento ha caminado, junto a un gran equipo de trabajo, diversas regiones de Colombia buscando distintas huellas que puedan hablar de la violencia que allí se ha vivido. Esa práctica del caminar, de recorrer y buscar ha dado origen a obras emblemáticas como Bocas de Ceniza (2003), Réquiem NN (2006-2013), La guerra que no hemos visto (2007-2009), Silencios (2010-2022), y ¿De qué sirve una taza? (2014-2022), entre otras. Sus obras han sido expuestas internacionalmente en importantes museos como el Tate Modern, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el MALBA, el Museo de Arte Contemporáneo de Sydney, el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo; y en importantes eventos como la Bienal de Venecia, la Bienal de Sydney, y la Bienal de Cuenca, entre otros.
En octubre de 2022 conversamos en su estudio en Bogotá acerca de algunas de sus obras y de su trayectoria, y sobre todo sobre la relación entre la creación artística y la violencia. Colombia ha atravesado más de seis décadas de un conflicto interno que ha dejado millones de víctimas. Diversas manifestaciones artísticas han intentado crear múltiples imágenes y relatos que profundicen nuestra percepción de esa violencia, de sus muchos matices, de sus innumerables causas y, sobre todo, de sus desgarradoras consecuencias. El trabajo de Juan Manuel Echavarría ha sido emblemático en este intento de producir memorias complejas de la guerra1.
Juan Carlos Arias: Entre 2007 y 2009 realizaste un importante proyecto dentro del arte en Colombia titulado La guerra que no hemos visto en el que se generaron una gran cantidad de pinturas realizadas por excombatientes del conflicto en el país. Quisiera empezar preguntándote de dónde surge esa idea de invitar a excombatientes a pintar. ¿Por qué invitarlos a crear imágenes? Es decir, en la época que se creó esa obra existía una amplia tendencia a escuchar a las personas que habían participado, que habían sufrido la guerra, pero la mayoría de las veces se hacía a través de la palabra hablada. ¿Cómo surge la idea de invitarlos a pintar? ¿Y cuál crees que es el valor de relacionarse con ellos a través de la imagen? Es decir, ¿cuál es la singularidad de crear imágenes con ellos?
Juan Manuel Echavarría: Creo que todo se originó en un proyecto que hice con siete mujeres secuestradas de la iglesia de La María en Cali, un secuestro masivo que hizo el ELN en 1999. Fue un secuestro de más de 30 personas. Fue tan numeroso que a los secuestrados los dividieron en grupos; y yo pude trabajar con siete mujeres que habían estado juntas durante cinco meses en los Farallones de Cali, en medio de la selva. Durante el secuestro, ellas se dedicaron a coleccionar insectos. Cuando yo pude comunicarme con ellas y les pregunté si podía fotografiar esa colección de insectos, también les propuse registrar la narración oral de sus historias. En una de esas conversaciones le pregunté a Melisa, una de ellas: “¿usted sintió miedo por la muerte?”. Recuerdo que ella me dijo que no, porque los muchachos combatientes del ELN que las custodiaban eran de la edad de sus propios hijos; eran niños. Así fue como, en el 2001, me enteré de que había niños en la guerra en Colombia. Y allí quedó sembrada una semilla. En ese momento pensé: algún día tengo que oír historias desde la otra orilla, desde los que pelearon la guerra.
Tiempo después, en el 2007, visité la casa cultural de La Ceja, Antioquia, y vi una pequeña exposición de algunos excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia que se habían desmovilizado con la ley de Justicia y Paz (2005). Ese día pude conocer por primera vez a tres excombatientes del paramilitarismo. Y fue allí donde vi sus pinturas por primera vez, y vi la posibilidad que el pincel podría dar para narrar sus historias. Decidí invitarlos a seguir pintando... Primero empezó con tres muchachos exparamilitares, y luego fue creciendo. Ellos traían a otros muchachos excombatientes del paramilitarismo a los talleres de pintura. Y me pareció muy interesante la obra que ellos hacían.
Ellos no contaban sus historias desde el inicio. Era necesaria una construcción de confianza, de escucharlos, de aprender de ellos. Cuando me di cuenta de todo lo que ellos estaban pintando, los horrores que iban saliendo, sus historias personales, las memorias subjetivas que ellos nos iban contando, dije: hay que tener otra voz, la voz de los muchachos excombatientes de la guerrilla de las FARC-EP. Hicimos entonces un nuevo taller con muchachos de la guerrilla. Y luego, un taller con excombatientes del Ejército Nacional, soldados heridos en combate. Ese taller se realizó en el Batallón de Sanidad del Ejército en Bogotá. Finalmente, hicimos un taller con mujeres excombatientes de las FARC-EP, con el fin de tener voces diferentes y poder tener un panorama mucho más amplio de lo que se vivió en esta guerra.
Fueron talleres que duraron mucho tiempo, siete u ocho meses con cada grupo. Fuimos tres talleristas, Fernando Grisalez, Noel Palacios y yo. La idea nunca fue enseñarles a pintar. Nunca se les dijo cómo pintar, sino que cada uno encontró poco a poco su “estilo” propio. Y nunca se les dijo exactamente qué debían pintar. Ellos escogieron los temas y, con el tiempo, fueron capaces de mostrar vivencias muy personales en medio de la guerra. En lugar de darles un solo lienzo, les entregábamos tabletas de madera. Eso hizo que todos ellos compusieran imágenes con varias tabletas, variando su tamaño y sus formas.
En ese momento, el pincel era una herramienta desconocida para ellos, que seguramente iba a ir muy dentro del inconsciente y les iba a permitir una forma diferente de expresar sus historias; no a través de la palabra. Después de pintar cada obra, yo les preguntaba: “¿qué pintó usted?”. Y ahí surgía la palabra oral. Pero siempre estaba primero la pintura; el pincel les permitía luego contar historias que no habían podido contar, ni habían podido verbalizar.
JCA: ¿Qué crees que logra la imagen que no logra el relato oral? ¿Crees que hay algo que, en la imagen, en la creación de imágenes se logra hacer visible, se logra intuir que no se logra en el relato oral? Tú dices algo importante: para ellos esa forma de expresión era nueva, no era algo que ya tenían codificado. Creo que las formas de narrar ya están incorporadas, hay códigos narrativos del conflicto que se reconocen y cualquiera puede repetir. En ese sentido, ¿hay algo que logre la imagen que no logra el discurso?
JME: Hay algo importante sobre el relato: que en el discurso uno puede “editar” sus palabras, puede adaptarlas a modos de hablar que ya ha escuchado. En cambio, en la pintura, a través del pincel se enfrentaban a un modo de expresión inédito, por lo menos para ellos. Eso fue lo fascinante de las pinturas, que ellos fueron contando sus historias con el pincel, y narrando con el pincel y con los colores. Porque todas las pinturas son narraciones, finalmente, pero a través del color y del pincel. Eso les abrió una ventana muy diferente para contar sus experiencias.
JCA: Hay una presencia constante en tus obras de figuras animales. Pienso en el video Guerra y Pa (2001) donde los animales son protagonistas, pero también en muchas imágenes donde los animales aparecen de modos muy distintos. ¿Cómo fue el proceso de ese video? ¿Y de dónde surge la decisión de trabajar con animales en obras sobre la guerra en Colombia?
JME: Fueron dos loros entrenados que repiten las palabras “guerra y pa”. Fueron entrenados después de las conversaciones de paz fallidas con la guerrilla de las FARC durante el gobierno del expresidente Andrés Pastrana. En esa época yo veía las noticias y, mientras se daban esas conversaciones, yo sentía que políticos, guerrilleros, el Estado, todos hablaban de “guerra y paz”, de “paz y guerra”. Esa repetición incesante me llevó a sentir que decían esas palabras sin la profundidad que ellas realmente tienen.
Algún tiempo después de que se rompieran las conversaciones entre las FARC y el gobierno colombiano, pensé: hay que entrenar un par de loros para que repitan estas palabras. El loro para mí es un animal muy querido, muy cercano al ser humano; que nos entretiene, que es parte de las familias, sobre todo de las familias en el Caribe colombiano. En el pueblo de Barú, a dos horas de Cartagena, siempre oía historias de loros. Recuerdo a una señora llamada Margot, que contaba cómo ella se iba de su casa en Barú hacia Cartagena a hacer las compras. Ella tenía un loro, y cuando volvía, después de dos o tres días, el loro le contaba a ella los nombres de las mujeres que su esposo había traído a su casa en su ausencia.
Todas esas historias que yo escuchaba sobre los loros me parecían fascinantes. Por eso fui al pueblo de Barú, a la casa de un amigo llamado Bonifacio, que tiene una mano muy cercana a los pájaros, una mano muy cuidadosa con las aves, y le dije: “¿si yo le traigo dos loros pequeños, usted les enseñaría a decir ‘guerra y paz’?”. Y él aceptó.
Bonifacio les fue enseñando, y a través del tiempo me contaba sobre el proceso. Un día me llama y me dice: “Juancho, ya los loros hablan”. Y cuando yo llego al pueblo de Barú veo a los loros, los escucho hablar y lo que dicen es “guerra y pa, guerra y pa”. “Pero Bonifacio, ¿no era guerra y paz?”. Y me responde: “Sí, Juancho, por eso, es guerra y pa”. Barú es un pueblo afro, un pueblo negro. En su pronunciación, muy propia del Caribe colombiano, eliminan el sonido final de la S en muchas palabras. En este caso, el sonido de la Z. Esa anécdota me hizo pensar que finalmente en Colombia no hemos podido decir “Paz”. Es una palabra incompleta, mutilada, es Guerra y Pa. En ese proyecto yo busqué a los animales para poder hablar de esas dos palabras que se repiten sin ninguna trascendencia en Colombia, y quizás en el mundo, en muchas partes del mundo.
Además de los loros, ha habido muchos otros animales que he ido encontrando, como el burro en el video Una lección (2014): el burro frente al tablero abandonado en una escuela en Montes de María. ¿Qué hace un burro en un aula escolar? Eso es precisamente lo que hace la guerra: rompe muchos límites, hace que los espacios de lo humano y de lo animal se mezclen, en muchos sentidos. La guerra ha tenido víctimas animales, y también los animales se han instrumentalizado para ejercer la violencia. Pero también se puede pensar en una “animalización” de muchos de los que vivieron la guerra. En algunos grupos paramilitares, por ejemplo, a las víctimas las llamaban como animales para sentir que su muerte no importaba, que no se estaba asesinando a un ser humano. Y al mismo tiempo, muchos excombatientes asumían alias de nombres animales: pantera, serpiente, tigre. El perpetrador se hacía un animal de caza, mientras la víctima un animal de sacrificio.
En Una lección ese burro estaba allí, en medio de la escuela abandonada, y siento que yo tuve una comunicación muy extraña con él. Él se quedó quieto mirando la cámara, como si supiera que yo lo necesitaba filmar. Allí hubo una comunicación; es extraño lo que pasó con ese burro, igual que con el caballo blanco en la fotografía El testigo (1999), con quien también tuve una comunicación muy bella. En todas las imágenes de animales en mi obra, el animal nos mira. Esa es la comunicación de la que hablo. No es una comunicación verbal, obviamente. Sino una interpelación por la mirada. A los animales nunca los pusimos ahí para tomar las fotografías, sino que ellos entraron en los espacios mientras nosotros los visitábamos. Irrumpieron con su presencia. O ya estaban ahí, porque muchas escuelas abandonadas fueron convertidas en corrales y depósitos. Muchos de esos animales vieron la violencia, fueron testigos de ella. Entonces, ¿qué hace la mirada del animal en la imagen? ¿Cómo nos interpela? Esa mirada nos obliga a pensar de otro modo nuestra relación con esos lugares, con la violencia.
JCA: Hay algo interesante en la presencia del animal en ese espacio particular. Tú te has dedicado a buscar escuelas abandonadas por la guerra, y a fotografiarlas, y no es gratuito que sean escuelas. No es otro espacio el que te interesa, y ese interés ha dado origen a la serie Silencios (2010-2022), la cual sigue creciendo hasta hoy. Es decir, la guerra ha hecho que haya muchos espacios que han sido reconfigurados en sus usos, o abandonados o destruidos, pero te ha interesado particularmente el espacio de la escuela. Y, como tú mismo lo dices, la presencia del animal en la escuela es paradójica, parece hablar de algo singular que ha pasado con ese espacio. ¿Cuál es tu interés en la escuela? Porque, además, es un interés que implica una práctica muy exigente: ir a buscarlas en regiones remotas del país, horas de caminatas, encontrarlas en distintos estados, buscar la imagen adecuada.
JME: El centro de ese espacio de la escuela es el tablero, es el protagonista: el tablero de ese espacio abandonado o rehabitado en algunos casos. Pero siempre el tablero está presente, porque yo pienso que detrás de ese tablero está el desplazamiento forzado de muchas familias campesinas. Detrás de ese tablero pueden estar las masacres, pueden estar las ejecuciones. Detrás de ese tablero está la fractura en la educación de los niños y las niñas. Entonces, creo que ese tablero me permite, como el escudo de Perseo, la mirada indirecta de la guerra, que es lo que yo siempre busco. La Medusa era un monstruo mitad animal, mitad mujer; una cabeza de mujer llena de serpientes. En el mito griego, ella, el símbolo del terror, petrificaba a quien la miraba de frente. Entonces Perseo, para poder ver el rostro de la Medusa y matar al monstruo, tiene que usar su escudo como un espejo. Y allí está la mirada indirecta. Y yo creo que estos tableros son el Escudo de Perseo: la mirada indirecta del horror que es y que ha sido la guerra.
JCA: Estamos en una época en la que hay imágenes de todo. Es decir, nuestra época produce imágenes sin límites, de la guerra y fuera de ella. ¿Ahí, en esa mirada indirecta, está la diferencia entre el arte y todas esas otras imágenes? Todos hemos visto imágenes de la guerra, pareciera no ser algo desconocido porque, en muchos casos, hemos recibido un bombardeo de imágenes de la violencia. Luego, la diferencia ya no está en que el arte nos da imágenes que no hemos visto por ningún otro medio. Parecería, más bien, una diferencia entre dos tipos de imágenes. ¿Dónde crees que está la diferencia? ¿Qué hace el arte que no hacen las otras imágenes de la violencia?
JME: Creo que esa sobredosis de imágenes sobre la guerra nos ha anestesiado. Y eso hace que la tarea del arte sea buscar una forma inédita de ver o de visibilizar la guerra. Esas escuelas abandonadas, esos espacios abandonados, esos tableros buscan visibilizar lo invisible, lo que no hemos visto en ese bombardeo de imágenes. El arte nos permite la metáfora y el símbolo. Y una metáfora resuena siempre en distintos niveles. Permite que cada espectador pueda ver diferentes cosas en cada imagen; y creo que eso no está en la reportería gráfica, pues esa no es su función.
Pero, por otro lado, y más allá del componente metafórico, las fotografías tienen un valor histórico. Sin esas fotografías de esos espacios abandonados, de esos tableros, por ejemplo, esas escuelas no existirían más. Las escuelas siguen existiendo, de algún modo, en esas fotografías, que condensan un pasado y un presente. Las fotografías no sólo registran lo que fue, sino que le permiten seguir existiendo.
JCA: ¿Crees que, además, el arte puede tener algún tipo de función terapéutica? ¿Que puede aportar algo en dinámicas de sanación?
JME: En el caso del proyecto La guerra que no hemos visto, para los excombatientes que pintaron era una experiencia terapéutica; poder contar historias que guardaban muy dentro de ellos mismos, y que pudieron salir finalmente a través del pincel. Muchos de ellos nunca habían contado sus vivencias en la guerra. No habían tenido ningún espacio para hacerlo, más allá de los juzgados y espacios judiciales en donde se les exigía una declaración. En los talleres, por primera vez, encontraron el tiempo para narrarse de otro modo, para pensar lo que habían vivido, y para darle forma en las imágenes y entenderlo de alguna manera.
En Bocas de ceniza (2003) cantantes, personas que vivieron la guerra en carne propia, que fueron testigos o sobrevivientes de masacres, componen sus canciones sobre lo que vieron y lo que vivieron. Siempre he pensado que esa experiencia del canto fue catártica para ellos. Y también creo que fue una forma de guardar su tradición oral, su memoria. Los siete cantantes de Bocas de ceniza perdieron sus tierras, sus animales, sus casas, sus pueblos; pero no perdieron su voz, no perdieron su tradición oral, no perdieron sus cantos. Entonces, también son cantos de resistencia.
En ese video lo importante no es solo la voz a capela cantando, sino también la mirada de todos ellos: esos ojos que miran al espectador; y el espectador no se puede despegar de esa mirada. Eso afecta de alguna manera al espectador. Y creo que el arte también sirve para producir emociones, para afectar. No solo para hacer reflexionar al espectador, lo cual es importante, sino para afectarlos emocionalmente.
En ese sentido, tal vez el arte pueda tener muchas funciones; quizás pueda servir para algo. No en un sentido literal e inmediato. Siempre me he dicho que el Guernica de Picasso, que se pintó como una denuncia, como un grito por las crueldades de la guerra... Y seguimos haciendo guerras y más guerras, y parece que nunca se van a acabar. Pero eso no ha impedido que yo quiera hacer proyectos contra la guerra. Yo creo que las pinturas de los excombatientes de La guerra que no hemos visto son una declaración contra la guerra, hecha por las mismas personas que la hicieron y la vivieron.
JCA: Precisamente en 2022 se estrena Malo pa pintar muñecos, una película realizada a partir del material recogido entre 2007 y 2009 en los talleres de La guerra que no hemos visto. En la película vuelves a mirar muchas de esas pinturas a través de la cámara y pareces descubrir, no solo detalles visuales de las pinturas, sino incluso una comprensión de la memoria distinta, atravesada por el concepto de ficción. Casi al final de la película te preguntas, precisamente, por las verdades que podríamos ver a través de una ficción. ¿Qué implicó ese ejercicio de volver a mirar una obra que habías terminado 13 años antes, y de centrarse en la noción de ficción?
JME: Fue, como tú dices, un ejercicio de volver a mirar. En los talleres de 2007 al 2009 participaron casi 80 excombatientes, que produjeron más de 450 pinturas. Desde 2009 nos dedicamos a mostrar muchas de ellas en diferentes espacios. El haber estado ahí cuando muchas de ellas fueron pintadas, y el haberlas expuesto luego durante tantos años, hizo que yo conociera muy bien muchas de esas imágenes. O que creyera conocerlas muy bien. Como lo digo en la película, cuando llegó la pandemia en 2020 no pudimos viajar más. Toda mi obra se había basado en viajar, en salir a buscar en las regiones de Colombia que habían sufrido la guerra. Con la pandemia, los viajes se acabaron. Así que decidí volver a mirar las pinturas de los excombatientes, pero esta vez a través del ojo de la cámara. Y me encontré con un mundo entero de detalles que no había visto. El primer plano de la cámara me permitió fijarme en lo mínimo: en los trazos, en las pequeñas figuras, en los colores.
Así, mirando otra vez, descubrí algunas figuras que llamaron particularmente mi atención. Las había hecho un muchacho muy joven, desmovilizado de la guerrilla de las FARC-EP. Se llamaba Diego, y yo lo recordaba muy bien, en parte porque fue el excombatiente que más pintó en los talleres; hizo 48 pinturas. Y sus figuras llamaron mi atención por muchas razones: por su trazo casi infantil, por el modo en que las ubicaba dentro del espacio de la pintura y, especialmente, por lo explícito de muchas de sus escenas de violencia. Entonces decidimos escucharlo otra vez, volver a las grabaciones de cuando él nos explicaba cada una de sus pinturas. Y ahí encontramos un nuevo mundo donde Diego nos narraba su vida en la guerra, lo que lo llevó a la guerrilla, todo lo que hizo durante sus años allí.
Y viendo de nuevo sus imágenes y escuchando de nuevo sus palabras, encontramos una concepción de la memoria que antes no había pensado. Que tal vez no había sido necesario pensar en la época que hicimos La guerra que no hemos visto. En ese momento, lo urgente era hacer visibles historias que nadie conocía, las historias de los que directamente habían vivido la guerra. Muchos, incluso, no querían escucharlos. Los llamaban “victimarios”, y me interpelaban preguntándome por qué debíamos escuchar a quienes habían secuestrado, asesinado y hecho tanto daño. Hoy, 15 años después, ya hemos aprendido a escuchar a los excombatientes; a pensar críticamente palabras como “victimarios”. Y tenemos que seguir escuchándolos. Pero también, creo, debemos empezar a preguntarnos qué tipo de memoria hemos construido colectivamente durante todos estos años. A quiénes hemos escuchado para construir esa memoria; y a quiénes hemos dejado de escuchar. Ahí es donde aparece el asunto de la ficción: cómo hacemos para pensar la memoria más allá de una división entre verdad y mentira. ¿Acaso la memoria no tiene zonas grises? ¿Y será que el arte, en un país que no supera la violencia, nos puede revelar algunas de esas zonas?
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Author
Juan Carlos Arias Herrera
Politécnico Grancolombiano. Bogotá, Colombia. juancariash@gmail.com., Colombia