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Sat, 30 Dec 2023 in Croma
Subordinación y agencia: el personaje principal de la película Juliana
RESUMEN
Este ensayo analiza interseccionalmente al personaje principal de la película Juliana (1989) con el fin de resaltar el espacio marginal que la enmarca y en el que se desplaza físicamente, así como el espacio donde predominan las relaciones de poder y subordinación que la condicionan frente a la figura masculina, exigiéndole aceptar la sumisión como una herencia materna. Se recalca cómo a estos factores se superponen la raza y la clase social, con lo que se crean subordinaciones simultáneas. No obstante, se sostiene que, a pesar de estas múltiples capas de opresión, Juliana resiste y desarrolla una agencia que la sitúa en una posición constante de cuestionamiento, lo que le permite desafiar el orden establecido.
Main Text
Juliana (1989) es una película peruana codirigida por Fernando Espinoza y Alejandro Legaspi, y producida por el Grupo Chaski, que toma conciencia de la marginalidad en la ciudad de Lima y busca rescatar historias silenciadas que transgredan las narrativas imperantes. Al articular estas historias marginales, el filme posibilita la generación de una conciencia social. La relevancia de la película reside en que, a pesar de haber sido estrenada en un periodo muy convulsionado (la presencia de Sendero Luminoso y la debacle económica producida por el gobierno de Alan García) logró alcanzar una audiencia de cerca de 700 000 espectadores, solo en las salas limeñas, con lo que se posicionó en un lugar central en la historia del cine peruano. En el año 2018, el filme ganó el «Concurso Nacional de Proyectos de Preservación Audiovisual del Ministerio de Cultura», lo que permitió su remasterización y reestreno. Como consecuencia de ello, en el año 2020, Juliana multiplicó su audiencia y mantuvo su vigencia treinta años después.
La perspectiva de género como categoría analítica ayuda a visibilizar y explicar las construcciones sociales que fomentan las desigualdades entre hombres y mujeres. Asimismo, dicha teoría examina cómo se ejerce el poder y cómo se producen discursos, categorías e identidades que se asumen como «normales». Esta postura ayuda a evidenciar cómo estas construcciones se naturalizan, ejecutándose sobre los cuerpos, pero también hace visible la agencia de las identidades en contextos de subordinación. La perspectiva de género adquiere entonces complejidad, ya que, al entrecruzarse con otros factores como la raza y clase, permite ver las múltiples formas de dominación.
Asimismo, para Crenshaw (2012), la interseccionalidad, como herramienta analítica, visibiliza las conexiones de estructuras de poder interrelacionadas y que condicionan las vivencias de las mujeres. Estas estructuras también se articulan en la violencia doméstica, la inmigración, el idioma y las barreras culturales. Para Alcalde, «si bien el género es una fuente significativa de subordinación, está lejos de ser el único marcador de identidad -o incluso el más importante-para dar forma a la violencia que experimentan» (2014, p. 95).
En el análisis de Juliana, sostengo que el personaje central se encuentra afectado por una multiplicidad de factores como el género, la raza y la clase social, los cuales se superponen y crean, así, una condición de marcada desigualdad. Sin embargo, debemos notar también que, a pesar de estas múltiples capas que la oprimen, Juliana desarrolla una agencia y resiste, insertándose en una posición de constante cuestionamiento que le permite desafiar lo normado, tanto en hechos cotidianos como en decisiones que luego cambiarán el rumbo de su vida.
En lo que continúa me concentraré en las escenas que evidencian el entrecruce de estos factores. En esa línea, llama la atención el uso de los primeros planos, pues nos sumergen al espacio material, social e íntimo de Juliana: la precariedad de los márgenes de la ciudad, como un factor determinante de exclusión; su condición subordinada al padrastro; el persistente cuestionamiento a su madre; y la decisión de vestirse de niño para poder introducirse en un espacio creado para hombres. Comentaré también la escena en la cual a Juliana se le transfieren cualidades negativas de un grupo social subordinado por la «raza» y la clase. Será clave, además, la escena en la que este personaje se mira al espejo buscando su identidad.
La precariedad de los márgenes
En 1989, año del estreno de esta película, el Perú se encontraba sumergido en una grave crisis (económica, política y social), además de estar golpeado por la violencia política. Por ello, no es de extrañar que la historia se desarrolle en las cercanías del Cementerio el Ángel, en Barrios Altos, barrio antiguamente criollo, pero en ese momento empobrecido y tomado por los migrantes andinos en la capital.
Desde el comienzo, la película nos enfrenta a una ciudad que se construye creando sistemas que esconden la inseguridad y la violencia. Adentrarse a la configuración de esos espacios muestra la dificultad de interrelación entre ellos. Hacer una lectura de ese entorno permite observar una sociedad erigida a partir de la subordinación de grupos sociales, de sus memorias y de diversas realidades. De este modo, habría que afirmar que estos espacios son los que han producido y moldeado la subjetividad del personaje. Desde ahí es preciso observar cómo estos personajes buscan crear sus propias estrategias de sobrevivencia.
Esta representación de los espacios urbanos encierra historias muchas veces subordinadas, pero que pueden ser visibilizadas y mostrar narrativas alternas. Es en ese sentido, la historia de Juliana ayuda a disipar las fronteras de una Lima centralista, rompiendo con su supuesta uniformidad y mostrando la diferencia y la exclusión. El trabajo improvisado de la madre y de Juliana (vender comida en la calle y limpiar las lápidas del cementerio, respectivamente) se nutre de las carencias de este espacio. En una de las escenas iniciales, donde madre e hijos empujan la carretilla para comenzar su día, se percibe el peso de la vida diaria sobre las generaciones de excluidos. Para Bhabha (1990), la subalternidad irrumpe dentro del discurso de la nación como su negación, vale decir, como la imposibilidad de construir una comunidad de iguales. Los propios personajes expresan su posición frente a una ciudad en la cual sienten que no tienen cabida. En una escena posterior, el personaje de «El Cobra» confirma que, para integrarse a ese espacio en la Lima supuestamente «moderna», es necesario desarrollar estrategias de asimilación: «―Vamos al centro comercial, pero todos bien tizas» (1h07m5s.), afirma en un momento.
Masculinidad patriarcal
Juliana no solo tiene que lidiar con un entorno marginal, sino también con la masculinidad patriarcal, que le exige aceptar la sumisión como una herencia materna. El padrastro la obliga a permanecer en un espacio doméstico, sometiéndola constantemente al maltrato físico y psicológico, y a asumir funciones que, según él, toda mujer «debe» cumplir. Para el padrastro, Juliana es una extensión de la madre y, por tanto, cree tener toda la autoridad para permitirse tratos dominantes: «―Ya sabes cómo es; cuando te llamo, vienes; cuando te digo que me sirves, me sirves» (Legaspi y Espinoza, 1989, 0:19:05). De esta forma, el discurso patriarcal emerge siempre para remarcar el lugar donde debe estar posicionada Juliana. A la vez de las obligaciones con el padrastro, a Juliana se le conmina a trabajar para suplir las necesidades que él no cumple, ya que sus exigencias no corresponden a los roles de género que se asientan en la idea del hombre como «único proveedor».
El padrastro subordina el valor del trabajo doméstico sobre el realizado en la calle, pero no es capaz de realizar este último que, en suma, es el que provee de dinero a la familia. En una de las escenas, Juliana escucha desencajada el reclamo nervioso de su madre a su esposo: «―¿Por qué no vas a trabajar si tú estás sano?» (Legaspi y Espinoza, 1989, 0:06:34), a lo que él responde: «―Para eso trabajas tú» (1989, 0:06:36). De hecho, el esposo construye una identidad que amenaza con su falta: «―Me voy a largar», señala constantemente (0:06:38). Juliana observa cómo este personaje (y todo lo que él representa) obstaculiza sus posibilidades de desarrollo; por eso, no duda en remarcar su rechazo: «―No es mi papá» (0:05:01).
En otro de sus cuestionamientos, Juliana no comprende qué es lo que lleva a su madre a continuar asumiendo una actitud de sumisión frente al padrastro. «―¿Por qué no lo botas?» (0:20:38) dice, pero ella responde: «―Comprende, hijita; es mi segundo compromiso», exteriorizando así la necesidad de tener una figura masculina a su lado, a pesar de que esta sea abusiva y no provea al hogar. Juliana duda de ese argumento y afirma con agencia: «―Mi mamá nada hace» (0:21:01).
Subrayemos entonces que Juliana está inscrita dentro de un sistema de poder que se erige sobre ella y su madre. Foucault (2005) explica que el poder se construye de una forma productiva, creando identidades y categorías que se fijan sobre los cuerpos y que se instalan en las relaciones sociales. De otro lado, Butler (2007) señala que no hay que pensar la categoría de «mujeres» como una identidad común, ya que cada «rol de mujer» surge en contextos históricos específicos y se entrecruza con otros factores anteriormente mencionados. Esta autora afirma también que insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres niega la multitud de intersecciones sociales en que se construye. Para ella, es mejor subrayar el carácter incompleto de la categoría «mujeres». El personaje de Juliana, en efecto, se construye dentro de un sistema muy complejo, y que no reduce ni esencializa su historia; por el contrario, muestra la sobredeterminación de su particularidad.
Una escena que llama la atención, por mostrar que la desigualdad de género no explica completamente las experiencias de opresión de Juliana, es cuando se la observa viendo televisión junto con una anciana mujer blanca. De manera abrupta, el padrastro irrumpe con gritos y violencia física, y reclama que Juliana debe estar disponible para servirle la comida. Cabe aclarar que Juliana y la mujer veían la telenovela mexicana Los ricos también lloran, lo cual evidencia, imaginariamente, que el sufrimiento puede atravesar todo espacio social y racial, pero, también hace notar cómo este mismo sufrimiento puede acrecentarse si es interceptado con otras formas de opresión, como la violencia patriarcal que el padrastro impone a Juliana.
Desde ahí, Juliana tiene que enfrentarse, además, a un espacio público donde las reglas siguen siendo opresivas. Por eso, el único espacio conquistado para ella es el cementerio. Es ahí donde pelea y se posiciona a la par que otros niños trabajadores y marginalizados. Sin embargo, pronto ve en este lugar algunas de sus limitaciones. A Juliana, en cambio, le interesan la calle y las oportunidades de trabajo que esta puede proporcionarle para alcanzar una primera independencia. Juliana observa a su hermano y ve en él algo que ella quiere obtener. Se da cuenta entonces que hay algo en la masculinidad que ella necesita
Así, Juliana decide que su única opción para escapar del sometimiento del padrastro y de la resignación de su madre es vestirse de hombre. Esta transformación le permitirá ingresar en un espacio dominado también por un opresor: don Pedro, quien se aprovecha de un grupo de niños abandonados para explotarlos laboralmente. En este contexto, Juliana tomará una posición estratégica en la que claramente se ve que «la adaptación y la resistencia pueden ser casi inseparables» (Alcalde, 2014, p. 108). De este modo, ella observa cómo funciona el poder y, con el fin de maniobrar con él, cambia de género y pasa a ser Julián, que no es más que una astuta estrategia de resistencia que deviene en emancipación. Ahora, como dice don Pedro, ella, como todos los demás, tiene que ser «el pendejito, el bacán» (Legaspi y Espinoza, 1989, 0:29:32) para poder sobrevivir.
Ahora bien, la película muestra, como contraparte, momentos de no adaptación y de conflicto. Por ejemplo, la escena en la que los chicos ven revistas pornográficas, que muestran el poder patriarcal al objetivizar el cuerpo de la mujer. Seguidamente, en otra escena, Juliana toma distancia cuando una prostituta se acuesta con el explotador de los niños y estos se disputan el espacio por mirar, de forma oculta, el acto sexual. Mientras que para los niños este comportamiento es una forma de afirmar su masculinidad, para ella, como mujer adolescente, expresar su sexualidad tan abiertamente no está permitido, ese acto de desinhibición haría dudar de su entereza como mujer. Para ella, adaptarse a esta situación sería un exceso. Por eso, esta resistencia a ver las revistas pornográficas o el acto sexual es lo que genera una sospecha, una duda sobre su hombría en los otros niños y, en consecuencia, será juzgada como débil y afeminado, como «maricón».
La mala raza y la mala clase
Juliana no solo está subordinada por el espacio marginal y el género que la enmarcan, sino que también se ve afectada por un espacio designado racialmente que la clasifica por su fenotipo (el color de piel, facciones, estatura y color de cabello), lo que la oprime aún más. La escena en la que el personaje «El Cobra» propone a los niños y a Juliana hacer una visita al Centro Comercial Arenales, ubicado en el distrito de Lince, ejemplifica esta situación de subordinación. Juliana acepta el ofrecimiento y decide acompañarlos, pero esta experiencia la hace constatar que el solo hecho de tener características físicas y un aspecto que no están «acorde» con las personas que frecuentan este espacio, la exponen directamente a ser clasificada y marginalizada.
El personaje «el Cobra» crea un plan para vengarse de Juliana, ya que le genera mucha incomodidad su personalidad tan resuelta. Él es consciente de lo que va a ocurrir, porque probablemente lo ha experimentado con anterioridad. Ya en el centro comercial, mientras Juliana, los niños y las otras personas observan un pequeño espectáculo de modelaje, «el Cobra» aprovecha la distracción para robar la billetera a una mujer; luego logra escabullirse y escapar con el botín. La mujer, al darse cuenta del hecho, voltea y mira directamente a Juliana acusándola de ladrona, deduciendo arbitrariamente por su fenotipo que es la única culpable. Esta práctica expone a la protagonista a una circunstancia injustificada, y es reafirmada por los cuidadores del centro comercial que, sin ningún fundamento, la persiguen ferozmente.
Esta situación que enfrenta Juliana también es interceptada por otro factor, la clase social, lo que, como ya dije, crea subordinaciones simultáneas. Visualmente es resaltante el contraste de la infraestructura del Centro Comercial Arenales con el espacio habitual de Juliana; así como también con su vestimenta. La cultura dominante ha construido una serie de prejuicios que son adjudicados a ciertas personas solo por el hecho de pertenecer a un grupo social. Si este es de clase baja, si es pobre, muchas veces es visto como peligroso o como potencial delincuente. En este sentido, para la mujer que acusa a Juliana, el solo hecho de identificar su aspecto como pobre y «chola» hace que su sospecha aumente y que ratifique su acusación. El prejuicio ha condicionado a la mujer a relacionarse con Juliana de una manera arbitraria, transfiriendo injustamente en ella cualidades negativas y reafirmando así su superioridad y dominación.
La agencia de Juliana
Frente a todas estas circunstancias, Juliana desarrolla en sí misma una agencia para desestabilizar lo normado. Resaltemos que el tomar agencia se inscribe en una posición de cuestionamiento, de duda constante, frente a aquello que se ha naturalizado y normado. Para Belvedresi las mujeres se enfrentan «a la tensión entre abrir posibilidades o reproducir lo dado» (2018, p. 7). Frente a esto, la autora comenta que hay distintos factores que posibilitan una mayor o menor acción.
Juliana ejerce su agencia en pequeños actos contra su padrastro: mancharle la ropa, escupir en su cerveza o el código que establece con la vecina para cobrar el dinero que se niega a cancelar. Esta pequeña agencia es suficiente para descubrir un espacio de emancipación y libertad. El personaje de Juliana ejemplifica, en su adaptación y resistencia, cómo se enfrenta a la opresión un modo específico y que para ella todas estas acciones son legítimas.
Pero quizá la escena más importante de la película, en la que se evidencia que la desigualdad de género no explica completamente las experiencias de opresión, se muestra cuando Juliana se mira al espejo y se interroga. Aquí sus cuestionamientos se complejizan al entrecruzarse la marginalidad de su entorno con el género, la condición social y la raza, vertebrando una estructura que es difícil de desarmar. Con la categoría teórica, «trenza de la dominación», Francke (1989), ayuda a descubrir cómo se articulan los diferentes procesos de subalternidad. Al hablar de anudamientos se hace referencia a una estructura de poder descentrada como tejido, pero sólidamente construida. La trenza de la dominación ejemplifica el entretejido, el entrecruce, la intersección de estos diferentes factores y cómo en el transcurso se generan nudos que dejan evidencia de su permanencia e inamovilidad, pero por, sobre todo, la dificultad de ser desanudados. La autora (1989) propone desnudar y desarmar estas historias para así adentrarse en la manera en que se generan estos nudos y cómo permanecen aún vigentes.
Juliana resiste y se reconstruye desde lo marginal de una manera alternativa. Al inicio, la desconfianza la domina. Se reta a sí misma y se desafía para poder afirmarse: «―No me remedes. Bien viva eres» (Legaspi y Espinoza, 1989, 0:21:35). Juliana tiene un marco de referencia impuesto frente a su cuerpo que crea un estándar de belleza que no coincide con ella: «No te avergüences. ¿Tan fea soy? No, no soy tan fea. ¡Soy como soy!» (1989, 0:21:42). Este estándar la ha clasificado y establecido como fea, según una normativa naturalizada. El poder la discrimina con lo que ve en el espejo: no es blanca, no está bien vestida, su entorno es precario. Como explica Kilani «el racismo asocia estrechamente la realidad “corporal” y la realidad social, y ancla su significado en el cuerpo, lugar privilegiado de inscripción simbólica y la socialidad de las culturas» (como se citó en Viveros, 2001, p. 172). El no ser «blanca» no solo condiciona su cuerpo, sino también instaura un ideal de ser humano como categoría moral: bueno o malo.
A pesar de este entrecruce de opresiones, Juliana intenta identificarse consigo misma, con su deseo de independencia, dejando de lado los estereotipos que la han condicionado: «―No, no soy tan fea. Soy como soy». Desde ahí, podemos decir entonces que Juliana pasa del rechazo a la afirmación. La pregunta de si es capaz de hacer un trabajo negado para ella, hecho para hombres, le otorga una nueva agencia: «―¿Tú crees que puedo ir a cantar en un microbús?», «―Si crees, no te chupes», «―Bien huevonaza eres tú. Yo soy la primera mujer que va a cantar en un micro» (Legaspi y Espinoza, 1989, 0:21:30). Entonces, observamos la decisión que tiene el personaje de construir su propia identidad sin intermediarios. La utopía femenina se concentra en el placer de hacer, de generar un discurso propio y de manifestarse abiertamente (Hierro, 1989).
En el momento de más tensión de la película, Juliana nuevamente muestra su agencia, ya que, al ser descubierta en su falsa identidad masculina, se enfrenta a la autoridad representada por Don Pedro. Entonces, lejos de aminorarse reitera: «―Sí, soy mujer, ¿y qué?» (Legaspi y Espinoza, 1989, 1:21:44); y, por, sobre todo, utiliza la presión del momento para denunciar sus tratos: «―Usted es un mentiroso, un explotador» (1989, 1:20:45) y le reitera que con él «―No hay nada de negocio, ¡nos vamos!» (1:21:12). Su ímpetu no solo la sobrecoge a ella misma, sino que incita a sus compañeros a acompañarla «―¡Vamos! Van a estar conmigo, ¿sí o no?» (1:21:50), declara. Ellos deciden seguirla. Juliana logra ahora dos independencias: logra emanciparse de dos vínculos opresivos, con su padrastro (padre ilegítimo y opresor) y con Don Pedro (padre ilegal y explotador).
Las últimas escenas muestran un final esperanzador para Juliana y los otros niños. En estas llama la atención cómo se han apropiado de un viejo barco abandonado encallado cerca del mar. El entorno no solo les proporciona una eventual calma, sino que también les provee alimento. Esta es una imagen fuertemente alegórica porque Juliana y sus amigos se revelan de forma simbólica frente a la autoridad, manifestando la necesidad de reinventar la sociedad y neutralizar las relaciones de poder que les condicionan y subordinan. A pesar de seguir enmarcados por la precariedad y marginalidad, los niños buscan sostenerse; crean un espacio donde no hay roles determinados por el género, clase, raza y donde todas las tareas son importantes. La última escena en la que Juliana expresa: «―Sí está bien, pero es como si nos faltara algo» (1:27:28), no muestra la inconformidad de Juliana frente al espacio conquistado, más bien remarca su persistente posición de anticiparse a lo que vendrá.
El personaje de Juliana se confunde entre la realidad y la ficción, el mismo director Legaspi comentaba en una entrevista que, durante la filmación, la realidad se volvía tal, que la misma intérprete y los otros personajes terminaban exteriorizando sus propios sentimientos y urgencias frente a sus diálogos, ya que estos eran interpretados por niñas y niños de la calle, justamente pensando en darle mayor credibilidad a la historia (AricaDoc. Cine Documental, 30 de julio de 2021).
La perspectiva de género como categoría de análisis ha sido fundamental para revelar las construcciones sociales que han determinado la forma en que Juliana debería relacionarse con la figura masculina, una herencia que constantemente la coloca en una posición de sumisión y desigualdad. Muestra cómo se erige sobre ella una identidad de mujer que la esencializa, condiciona y subordina. Pero, sobre todo, esta perspectiva recalca la importancia de incorporar otros factores, como clase social y raza que ayudan a comprender la violencia que experimenta.
Después de 33 años de la proyección de Juliana, los mismos sistemas de subordinación siguen entrecruzándose y vertebrando una estructura de opresión que es difícil desarmar, afectando y condicionando las vivencias de las niñas y adolescentes en el Perú. La película, por tanto, irrumpe como un espejo y una cartografía de la compleja estructura del poder en la sociedad peruana.
Juliana nos sumerge a un espacio marginal que reduce sus posibilidades de acceder a otros espacios de manera equitativa. Sin embargo, la agencia que ejerce es un instrumento para cuestionar y desestabilizar la realidad entera. Se «adapta» estratégicamente con el fin de crear arriesgadas maniobras que le permitan persistir. El valor de esta película reside en la presencia de un personaje que desafía las trampas de la esencialización de la identidad, posibilitando su derecho a representarse por sí misma. Finalmente, muestra el carácter incompleto de la categoría de «mujeres» al narrarnos la singularidad de su historia.
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La precariedad de los márgenes
Masculinidad patriarcal
La mala raza y la mala clase
La agencia de Juliana