https://doi.org/10.18800/derechopucp.201901.012

Convenios arbitrales desequilibrados en los contratos públicos bajo la ley de contrataciones del Estado*

One-sided Arbitration Agreements in Government Contracts under the Law of Public Procurement

Oscar Alejos**

CMS Grau (Perú)

Resumen: El convenio arbitral reside, por naturaleza, en la voluntad de las partes de someter sus controversias al fuero arbitral, renunciando a la jurisdicción ordinaria. Sin embargo, en el marco de los contratos públicos, el convenio arbitral no presenta las notas de voluntariedad que existen en los contratos privados, precisamente por la naturaleza pública de la entidad contratante, lo que significa que esta se sujeta al principio de legalidad, no teniendo autonomía de la voluntad. En este trabajo se pretende demostrar que, como consecuencia de ello, se producen convenios arbitrales desequilibrados a favor de las entidades públicas que predisponen su contenido. En efecto, la inexistente posibilidad del contratista de determinar el contenido del convenio arbitral tiene como efecto que la entidad contratante predisponga su contenido, de manera tal que le beneficie de forma desproporcionada en detrimento del contratista, provocando una situación ineficiencia. El legislador, consciente de ello, ha dispuesto progresivamente reglas que buscan otorgar mayores derechos al postor y restringir la discrecionalidad de la entidad; sin embargo, dichas medidas no parecen ser suficientemente satisfactorias. En dicho contexto, se propone una respuesta desde la intervención legal en el contenido del referido convenio, de manera que se asegure, desde su regulación ex ante, que el contenido del convenio arbitral será equilibrado.

Palabras clave: contratación pública, convenio arbitral, arbitraje, arbitraje administrativo, convenios desequilibrados

Abstract: The arbitration agreement has its origin, by nature, in the free will of the parties who want to summit their controversies to arbitration, instead of the ordinary jurisdiction. However, in the case of the public contracts, the arbitration agreement does not have the same characteristics of free will, as they have in civil contracts, precisely because of the public nature of the authority, which means that they are subject to the legality principle instead of having free will. In this paper I will try to prove that, as a consequence of it, our legal framework produces one-sided arbitration agreements which benefit the public authorities who draft those agreements. In fact, the lack of possibilities for the contracting party to negotiate the content of the agreement allows the public authority to draft such content in a way that only benefit them and negatively affects the contractor, creating a situation of inefficiency. The legislator, aware of the problem, has enacted rules that seek to recognize rights to the bidder and restrict the discretionary powers of the authority; however, those measures are not good enough. In this scenario, I propose a solution which requires legal regulation in the content of the aforementioned agreements, in a way that can be granted, from an ex-ante regulation, that the arbitration agreement will be balanced.

Key words: public procurement, arbitration agreement, arbitration, administrative arbitration, one-sided agreements

CONTENIDO: I. Introducción.- II. Breve referencia al contrato público y la sujeción de la administración al principio de legalidad.- III. La naturaleza del arbitraje y la importancia del convenio arbitral.- IV. El arbitraje del Estado (Con especial referencia al arbitraje en las compras públicas).- V. El convenio arbitral en los contratos celebrados bajo la Ley de Contrataciones del Estado.- VI. Convenios arbitrales desequilibrados.- VII. Propuesta de solución.- VII.1. Necesidad de descartar los mecanismos de mercado.- VII.2. Necesidad de intervención estatal.- VIII. Conclusiones.

I. INTRODUCCIÓN

La esencia del arbitraje como mecanismo de solución de conflictos reside en la voluntariedad plasmada en el convenio arbitral1. Las partes deciden voluntariamente someter sus controversias al arbitraje, sustrayéndose de la jurisdicción ordinaria. La regla es, entonces, que nadie puede ser obligado al arbitraje2.

En el Perú, sin embargo, se ha dispuesto mediante ley un tipo particular de arbitraje. Así, en los contratos públicos, la Ley 30225 —ley de contrataciones del Estado—establece que todos deben contener un convenio arbitral. Por ello, no existe la posibilidad de someter las controversias derivadas de estos contratos a la jurisdicción ordinaria.

Para evitar el oxímoron3 y salvar la voluntariedad de los contratistas en estos arbitrajes —que algunos han llamado «arbitrajes obligatorios» (así, por ejemplo, Linares, 2005, p. 303)—, se ha señalado que, si bien por ley es obligatorio someter las controversias al arbitraje, es voluntario en la medida en que libremente se decide celebrar el contrato con una entidad estatal. En la medida en que los contratistas saben que al momento de participar en un proceso de selección eventualmente (de resultar adjudicatarios) firmarán un contrato con convenio arbitral, su decisión de firmar el contrato y someterse al arbitraje es voluntaria al fin y al cabo4. En términos sencillos, si voluntariamente decides contratar con el Estado, voluntariamente también aceptas el arbitraje como mecanismo de solución de conflictos. Claro está que esta teoría, si bien puede servir para justificar la «voluntad» del contratista, deja abierta la discusión sobre la «voluntad» de la entidad contratante, tema que analizaré brevemente en el siguiente punto.

Ahora bien, sin perjuicio de la discusión sobre la «voluntariedad» en el caso del arbitraje en los contratos con el Estado (discusión que abarca desde la misma pertinencia de hablar de voluntariedad hasta la discusión sobre su existencia en el caso del contratista), la problemática que planeo describir, explicar y desarrollar en este artículo consiste en revelar que, en la práctica, el diseño del arbitraje en estos casos impone al contratista convenios arbitrales con cláusulas que pueden terminar siendo abusivas o desequilibradas5. En efecto, aun cuando pueda hablarse de voluntariedad del contratista, lo cierto es que, en términos concretos, el contratista no tiene la posibilidad de negociar el contrato con el Estado y, en esa misma línea, no puede negociar tampoco el convenio arbitral al cual se sujeta.

En ese contexto, la problemática se presenta porque, dado que es el Estado quien predetermina el contenido del convenio arbitral, este tiene incentivos para estipular dicho contenido de forma que lo favorezca a él en perjuicio del contratista. El problema radica, entonces, en la posibilidad de que se suscriban convenios arbitrales abusivos o desequilibrados, entendiendo por tales a aquellos que benefician desproporcionadamente a una de las partes en detrimento de la otra.

Este problema deja de ser solamente teórico cuando se observa que dichos convenios arbitrales desequilibrados producen, a su vez, un incremento de las controversias entre contratistas y entidades públicas. De este modo, no solo encarecen los arbitrajes, sino que además incrementan los costos de ejecutar los contratos públicos, con los efectos negativos indirectos que ello genera para la ciudadanía. En ese sentido, el propósito de este artículo es revelar y explicar dicha problemática para que, entendiendo sus causas, se pueda plantear una solución.

En línea con ello, pretendo demostrar que, en estos casos, los mecanismos de mercado no son suficientes para corregir oportunamente los efectos perniciosos de dichas cláusulas, de manera que la alternativa de «no hacer nada» no es una opción. Así, considerando que los efectos negativos no alcanzan solo a los contratistas, sino también al mismo Estado y al sistema de arbitraje en general, restándole la confianza que debe generar, propongo una alternativa de solución desde la regulación.

II. BREVE REFERENCIA AL CONTRATO PÚBLICO Y LA SUJECIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

Como he de explicar más adelante, en el presente artículo hago referencia al contrato público, pero centrando mi atención en los contratos regidos bajo la Ley 30225 de contrataciones del Estado. Ello no impide, sin embargo, que exista una cuestión previa que es necesario precisar para adentrarnos en el tema de fondo. No obstante, en la medida en que no es el tema central del artículo, me permitiré hacer solo una breve referencia, dejando al lector las fuentes que puede consultar para profundizar mejor en el asunto.

Me refiero al tema de la «voluntad» con la que actúa el Estado al momento de contratar. Como he explicado anteriormente, el arbitraje encuentra su razón de ser en el convenio arbitral y este, a su vez, en la voluntad de las partes. Ya que esto es así, no es ocioso preguntarse si la Administración goza de una «autonomía de la voluntad», como acontece con las partes de un contrato regido por el derecho privado.

Como bien ha anotado Víctor Baca, el tema no ha estado exento de debate:

Al respecto, podemos distinguir entre quienes creen que la contratación pública es sustancialmente idéntica a la privada, pues en ella la Administración actuaría como lo hacen los particulares en el mercado, de aquellos que afirman que existe una diferencia esencial, en tanto también cuando contrata la Administración pública actúa en base a potestades administrativas, lo que explica, por ejemplo, que carezca de autonomía de la voluntad (2014, p. 272).

Sobre el particular, considero que la segunda posición es la correcta6. En realidad, lo que sucede es que, si bien puede parecer7 que la Administración contrata en función de una suerte de «autonomía de la voluntad», lo cierto es que siempre actúa sujeta al principio de legalidad8. Precisamente, estamos frente a conceptos opuestos que se niegan el uno al otro. En la medida en que la Administración se sujeta al principio de legalidad, no puede nunca decirse que tiene autonomía de la voluntad.

Las razones —explicadas brillantemente en España por Manuel Rebollo (2004, pp. 46-56)se encuentran en la esencia misma de la «autonomía de la voluntad», concepto que se erige a partir de las nociones de libertad y derecho subjetivo, situaciones que son desconocidas para la Administración. En efecto, aun cuando contrata, la Administración no lo hace en procura de la satisfacción de un interés propio (como acontece cuando se ejerce un derecho subjetivo), sino que siempre lo hace en procura de satisfacer el interés público que, por ello, es causa del contrato público9.

En ese sentido, es claro que la Administración, cuando contrata, no lo hace legitimada por una «autonomía de la voluntad», sino en función de una potestad discrecional que le confiere la ley y, como tal, lo hace sujeta al principio de legalidad. Si bien puede considerarse que actúa con cierto margen de decisión que le permite negociar y pactar con los particulares10, lo cierto es que ello deriva de una potestad discrecional que se sujeta al principio de legalidad11 y no porque goce de autonomía de la voluntad.

Sin perjuicio de ello, lo cierto es que, precisamente en ejercicio de dicha potestad discrecional sujeta al principio de legalidad, la Administración contrata y, asimismo, diseña las cláusulas contractuales. Entre ellas se encuentra el convenio arbitral. Precisamente, el correcto uso de su potestad discrecional en el diseño del convenio arbitral es lo que se pretende analizar en este artículo.

III. LA NATURALEZA DEL ARBITRAJE Y LA IMPORTANCIA DEL CONVENIO ARBITRAL

El arbitraje es un mecanismo de solución de controversias privado. En el Perú goza de particular respaldo; en efecto, es uno de los países que más ha impulsado el arbitraje como una adecuada alternativa al fuero judicial, debido a que garantizaría celeridad, especialización y eficiencia12.

Dado que es un mecanismo privado, es necesario que sean las partes las que expresamente acuerden someter sus controversias a arbitraje. Dicho acuerdo se plasma en un convenio arbitral que, como contrato, posee características particulares13. Ahora bien, en vista de que el convenio arbitral es un contrato, la voluntariedad es pieza clave del mismo. Sin manifestación de voluntad no hay contrato o, en la lógica de nuestra legislación civil, el contrato sería nulo. Lo cierto es que la voluntad de las partes es esencial en la configuración del convenio (Barchi, 2013, p. 95).

La cuestión, entonces, pasa por determinar qué grado de voluntariedad se requiere para entender como válidamente celebrado un convenio arbitral. Sobre el particular, no existe mayor problema en asimilar lo que la doctrina señala respecto de los contratos en general, al diferenciar entre lo que se denomina la «libertad de contratar» y la «libertad contractual»14. Mediante la primera se reconoce el derecho de las personas a celebrar voluntariamente contratos, decidiendo con quién contratan y cuándo contratan. Por la segunda se reconoce el derecho a configurar el contenido del contrato, es decir, a negociar los pactos particulares que llenan de contenido el contrato.

En la realidad, esta teoría se ha visto flexibilizada en función de algunos tipos de relaciones contractuales, en las cuales no es posible vislumbrar con claridad la «libertad contractual». Ello sucede con los contratos en masa o los contratos por adhesión. En estos casos, es una de las partes quien configura el contenido del contrato, mientras la otra solamente se adhiere al mismo, ejerciendo su libertad de contratar (mas no su libertad contractual).

Para justificar la continuación y utilidad de la teoría antes mencionada, pero aplicada al fenómeno de los contratos masivos, se ha sostenido que basta con que exista la libertad de contratar para asegurar que se ha celebrado un contrato perfectamente válido. Si bien el adherente no participa en la configuración interna del contrato, su adhesión garantiza que voluntariamente acepta el diseño contractual del estipulante. En otras palabras, mediante su libertad de contratar se ejerce también la libertad contractual15.

Regresando al tema del arbitraje, vemos que, en el de índole comercial (ámbito privado), los conceptos de libertad de contratar y libertad contractual entran a tallar perfectamente, en la medida en que los convenios arbitrales suelen encontrarse dentro de contratos que son negociados por las partes. En la misma línea, dichos convenios arbitrales también son negociados.

Sin embargo, en el caso del arbitraje con el Estado, especialmente en aquel regulado en la Ley 30225 —ley de contrataciones del Estado—, vemos un fenómeno parecido al de los contratos en masa. En efecto, como explicaré con más detalle en breve, en estos casos los contratos no son negociados en los términos en los que tradicionalmente se habla de negociación. Y en el caso particular del convenio arbitral, veremos que al contratista solo le queda adherirse al mismo.

Ahora bien, lo cierto es que la necesidad de que exista negociación no se sustenta solo en la exigencia conceptual de mantener la «voluntad» o la «libertad contractual» como base de los contratos. Existe una razón económica subyacente. En efecto, la negociación de un contrato reduce las probabilidades de que se presente una controversia en el futuro, porque contribuye a generar contratos más completos16 y a tener clara la intención de las partes como criterio interpretativo del mismo contrato. Mientras más negociación haya, es menos probable que en el futuro las partes discutan sobre el significado de la regulación contractual17.

De ahí que en teoría económica (Posner, 2005, p. 1584) se sostenga que el grado de completitud del contrato depende de cómo las partes quieren asignar los costos. Mientras más completo el contrato, más costos serán asignados a la etapa de negociación previa a la suscripción. Si, en cambio, se opta por dejar el contrato incompleto reduciendo así los costos de negociación, se incrementarán las posibilidades de controversia (esencialmente porque pueden presentarse situaciones no previstas en el contrato o porque las reglas del contrato no son lo suficientemente claras) luego de la suscripción, incrementando así los costos de ejecución del contrato18.

En principio, entonces, puede decirse (manteniendo otras variables intactas) que, mientras exista más negociación, existirán menos controversias en la ejecución contractual. Esa es, entonces, una de las principales finalidades de la negociación19. Sobre la base de ello, en los contratos por adhesión, la única forma de evitar esos costos de ejecución contractual es asegurarse de que las cláusulas del contrato sean lo suficientemente claras, de manera tal que se evite en el futuro una controversia sobre el sentido de las mismas.

Pero este no es el único problema. Las cláusulas no solo deben ser claras, sino que deben ser balanceadas, en el sentido de mantener una equilibrada asignación de riesgos. Si ello no es así, la parte adherente necesariamente sentirá la necesidad de discutir las cláusulas que resulten «desequilibradas» si en la ejecución del contrato los efectos de dichas cláusulas le pudieren resultar palmariamente perjudiciales. Si bien su «aceptación» de dichas cláusulas puede restarle fuerza a su argumento, no parece ser una razón suficientemente disuasiva para no discutirla. Prueba de ello es la inmensa cantidad de casos (por lo menos en el ámbito de consumo) en donde se discuten las cláusulas denominadas abusivas. Como veremos en seguida, lo expuesto no es diferente en el caso de los convenios arbitrales.

IV. EL ARBITRAJE DEL ESTADO (CON ESPECIAL REFERENCIA AL ARBITRAJE EN LAS COMPRAS PÚBLICAS)

El tema del arbitraje con el Estado es sumamente rico en discusión dogmática, incluso entre los mismos administrativistas20. No es este el lugar para ahondar en detalles de dicho debate; sin embargo, sí me parece necesario hacer referencia a algunos puntos.

Un primer tema importante es si el arbitraje de derecho administrativo puede existir en términos conceptuales o si es, más bien, un sinsentido. La controversia no gira en torno a la libertad del contratista —la misma que se soluciona recurriendo a la tesis antes descrita, según la cual la libertad de contratar garantiza que se ejerce también la libertad contractual—. Así, el problema radica, más bien, en la «libertad» que tendría el Estado, la que —como he explicado líneas atrásse encuentra ausente, porque el Estado no posee autonomía de la voluntad, sino que contrata en función de una potestad discrecional que se sujeta al principio de legalidad.

En tal sentido, quienes se oponen sostienen que el Estado no tiene disponibilidad sobre sus derechos, que son, en realidad, potestades21. Dado que ello es así, las controversias que versen sobre dichas situaciones no son o no deberían ser arbitrables22. Quienes sostienen lo contrario, argumentan que quien dispone de sus derechos es efectivamente el particular, de ahí que su voluntad de someterse a arbitraje sea necesaria. El Estado, por el contrario, no dispone, sino que se somete al arbitraje por imperio de la ley, a la cual está sometido. Entonces, no es que la Administración «decida» someter sus «potestades» a arbitraje, sino que la ley ya lo ha hecho por ella23. Sería, entonces, un condicionamiento más a su discrecionalidad al momento de contratar, impuesta en virtud del principio de legalidad.

El tema, claramente, no es poco polémico ni aquí ni en el derecho comparado24. Sin embargo, fuera de la discusión conceptual, lo cierto es que la ley peruana reconoce la legitimidad y legalidad del arbitraje administrativo en nuestro ordenamiento jurídico en materia de contratación pública, sin mayores límites que aquellos que la misma ley establece (por ejemplo, en el caso de adicionales de obra).

Un segundo tema importante es la conveniencia de recurrir al arbitraje como mecanismo obligatorio. Jorge Danós se ha pronunciado a favor, sobre la base de la mayor celeridad de los arbitrajes respecto de los procesos contencioso-administrativos. Asimismo, sostiene que en los arbitrajes habrían «mayores garantías de imparcialidad, porque en el caso de que el arbitraje esté a cargo de un tribunal cada una de las partes puede designar a uno de los árbitros y los escogidos a su vez elegir al presidente» (2016, p. 73).

En mi opinión, el tema no es tan claro. Sobre el primer argumento, me parece que estamos frente a una solución parcial e inmediata a un problema que no se quiere enfrentar. Si el problema es el tiempo de los procesos, la reforma del Poder Judicial y, específicamente, de la jurisdicción contencioso-administrativa debería ser la solución al problema y no recurrir al arbitraje25. Es cierto que los inversionistas quieren una solución rápida a sus problemas, pero no siempre la solución más rápida es la mejor. La celeridad, por sí sola, no parece ser argumento suficiente para preferir el arbitraje sobre la jurisdicción ordinaria.

Respecto del segundo argumento, tengo también mis reservas. En primer lugar, porque se sustenta en un solo tipo de arbitraje: el que es resuelto por un tribunal, dejando sin mencionar los casos en donde el arbitraje es unipersonal. En segundo lugar, porque la designación de las partes no es condición suficiente ni necesaria para que exista imparcialidad. En realidad, lo único que garantiza la elección de los árbitros por las partes es que cada una puede minimizar el riesgo de parcialidad, considerando que su elección haya sido meditada y bien estudiada (y, por supuesto, solo respecto del árbitro que la parte está eligiendo).

En suma, aun cuando conceptualmente el arbitraje con el Estado pueda ser aceptado, en términos prácticos no es claro que sea la solución más eficiente o efectiva para las partes. Es por ello que, con el transcurrir de los años, la regulación del mismo se ha vuelto más intensa, con resultados nada satisfactorios26. Precisamente, el tema del convenio arbitral es uno de aquellos que nos permite dudar sobre la conveniencia del arbitraje con el Estado.

V. EL CONVENIO ARBITRAL EN LOS CONTRATOS CELEBRADOS BAJO LA LEY DE CONTRATACIONES DEL ESTADO

En primer lugar, es necesario precisar que en adelante haré referencia al contrato público27, pero refiriéndome específicamente a los contratos que se celebran en el marco de la Ley 30225 de contrataciones del Estado, es decir, los llamados contratos de gestión patrimonial (Baca, 2014, p. 291) o contratos sujetos al régimen de mercado o compras públicas (Huapaya, 2013, p. 866). Sin perjuicio de ello, las precisiones que realizo son aplicables a los demás contratos públicos en los que el proceso de formación de la voluntad contractual sea el mismo.

Ahora bien, el convenio arbitral en el contrato público sigue la misma suerte de formación que las demás estipulaciones del contrato. Siguiendo el esquema de la Ley 30225 y su Reglamento, existe una proforma de contrato que forma parte de las bases del concurso o licitación, a la cual tienen acceso los postores desde la convocatoria. Así, ciertamente no puede negarse que conocen de antemano (es decir, antes de participar) el contenido del convenio arbitral que eventualmente regirá su relación contractual en caso de resultar adjudicatarios.

La proforma del contrato, al ser parte de las bases, es igualmente objeto de consultas y observaciones. En los términos del Reglamento de la Ley 30225, las consultas tienen como propósito esclarecer cualquier aspecto ambiguo u oscuro de las bases28; mientras que las observaciones buscan denunciar extremos ilegales de las bases29. Fuera de estos mecanismos, no existe otro medio para modificar algún aspecto del futuro contrato y, por ende, del convenio arbitral.

Este es el esquema de negociación en el que se mueven los contratistas del Estado bajo el marco de la Ley 30225 y su Reglamento. En ese sentido, si bien la entidad contratante redacta el contrato y el contratista termina adhiriéndose al mismo30, sí tiene posibilidad de introducir modificaciones al mismo a través del esquema de consultas y observaciones.

Por ejemplo, a través de una consulta, el postor puede solicitar que se aclare el esquema de cobro de penalidades que está previsto en la proforma de contrato, incluso sugiriendo cómo debería estar redactado para ser más claro. Al absolver la consulta y modificar la proforma, se está aceptando una modificación propuesta por el postor. De esa manera, es posible sostener que el postor incide en la configuración del contrato.

Asimismo, a través de una observación, el postor puede solicitar que se modifiquen los alcances de la responsabilidad por vicios ocultos, si advierte que esta es contraria a la ley. Al contestar positivamente la observación y modificar la proforma de acuerdo con ello, se está aceptando una modificación propuesta por el postor. Nuevamente, es posible sostener que el postor incide en la configuración del contrato.

Sin embargo, hasta aquí llega la posibilidad que tiene el postor de incidir en el contenido del contrato. Modificar el contrato luego de adjudicada la buena pro y antes de la firma sería ilegal por afectar los principios de contratación pública —concretamente, los principios de transparencia e igualdad—, al perjudicar los derechos de los demás postores que cuando participaron o decidieron su participación solo tenían en mente las reglas de juego que las bases integradas establecieron31. Y modificarlo luego de firmado implica seguir los parámetros que establece la Ley 30225 de contrataciones del Estado en sus artículos 34 y 34-A, los cuales —por cómo están previstoslimitan esta opción para las ampliaciones de plazo, aprobación de adicionales o reducciones y otras que se deriven de hechos sobrevinientes32.

Hechas estas precisiones, toca referirse a la cláusula de convenio arbitral, a fin de precisar qué tanto se negocia la misma. Como hemos visto, la única oportunidad que tendría el futuro contratista para modificar el convenio arbitral es la ronda de consultas y observaciones. Son estos los mecanismos de negociación que tiene el postor respecto del contenido del contrato. Hasta aquí parece no haber mayor problema en aceptar que el futuro contratista tiene todavía algo de injerencia en el contenido del contrato y, por ende, posee más libertad contractual que la que tienen los consumidores en un contrato por adhesión para productos de consumo masivo. Sin embargo, como explicaré en breve, ello no es tan cierto.

VI. CONVENIOS ARBITRALES DESEQUILIBRADOS

Como indiqué en el punto anterior, la aparente posibilidad que tiene el contratista de negociar los términos del contrato no es tan cierta. En realidad, la posibilidad que tiene el postor de incidir en la configuración del convenio arbitral es nula. En tal sentido, sostengo que existe la posibilidad de que el convenio arbitral termine siendo desequilibrado, es decir, favorable al predisponente que, en este caso, es la entidad. En efecto, la naturaleza del convenio arbitral y las reglas legales que lo regulan permiten que la entidad contratante y estipulante en el contrato público imponga cláusulas desequilibradas en el convenio. Me explico.

Las consultas como mecanismo para conseguir la aclaración de extremos oscuros o ambiguos no son muy útiles frente a estipulaciones desequilibradas, entendiendo por estas a aquellas que benefician a una parte de forma desproporcionada en perjuicio de la otra33. En efecto, frente a la intención del predisponente de incluir una cláusula que lo beneficie de forma desproporcionada, la consulta resulta ser una herramienta ineficaz. Incluso si se obtuviera una respuesta favorable de la entidad, solo serviría para aclarar una regla que seguirá perjudicando irrazonablemente al adherente.

Quedan, entonces, las observaciones. El problema con las observaciones es que solo proceden frente a extremos ilegales de las bases, lo cual suele llevar a las entidades a considerar que solo los extremos del contrato que infringen normas imperativas son observables. Ello tiene sentido, dado que, si las normas son supletorias o dispositivas, por naturaleza las partes pueden apartarse de las mismas sin que ello resulte ilegal.

En el caso bajo análisis, en la medida en que el convenio arbitral se rige por las reglas del arbitraje y estas son supletorias en casi todos los casos, las estipulaciones del convenio nunca son consideradas ilegales, por lo que las observaciones que se plantean son siempre rechazadas. Por ejemplo, en las Bases de la Licitación Pública 0005-2018-SEDAPAL, se incluyó la siguiente estipulación como parte de la cláusula arbitral: «Las partes convienen que las costas, costos y gastos arbitrales serán de cargo de la parte que solicite el inicio del arbitraje, siendo esta disposición vinculante para los árbitros».

Esta estipulación escapa de las reglas ordinarias en materia de arbitraje34, de las reglas supletorias previstas en el Decreto Legislativo 1071 —ley de arbitraje—35 y de la práctica arbitral36. Pero no solo ello, sino que escapa de la racionalidad que justifica la distribución de costos en cualquier proceso.

En efecto, en principio, según la práctica arbitral, cada parte asume sus costos. Ello incentiva a ambas partes a incurrir en costos eficientes (por ejemplo, honorarios de abogados), dado que serán ellos quienes exclusivamente los internalizarán. Si dicha distribución de costos se altera, la regla supletoria (en ausencia de pacto) establece que deberán ser de cargo de la parte vencida, salvo que el tribunal estime que es razonable que cada una asuma sus costos, usualmente luego de verificar que ambas tuvieron motivos justificados para litigar.

Nuevamente, la lógica económica es impecable. Si luego del proceso se determina que ambas partes tuvieron razón para litigar, se puede presumir que ambas han actuado de forma eficiente, por lo que tiene sentido que cada una internalice sus costos. En cambio, si se determina que una de las partes (la vencida) no tenía razón para litigar, los costos de ambas partes fueron provocados por su obstinación en seguir con el litigio (quizás con el único propósito oportunista de ganar tiempo), por lo que tiene sentido obligarla a asumir los costos de ambas, a fin de desincentivar dicho comportamiento oportunista.

Sobre la base de ello, una cláusula como la descrita, en donde los costos se asignan antes del proceso en función de quien inicia el litigio (sin saber si tiene o no motivos justificados para litigar) carece totalmente de racionalidad económica. En el caso concreto de los contratos públicos, dicha cláusula puede considerarse abusiva o, en cualquier caso, desequilibrada, considerando que la mayoría de arbitrajes en contratos públicos son promovidos por el contratista37. En efecto, es este quien discute las decisiones de la entidad (por ejemplo, la imposición de penalidades, la negativa a ampliaciones de plazo, la negativa a modificar el contrato, la resolución del contrato, etcétera)38.

En ese sentido, la apariencia de neutralidad de la estipulación mencionada es solo eso: apariencia. En el fondo, es una cláusula que busca desincentivar el inicio de arbitrajes que, como he precisado, suelen ser promovidos precisamente por quien no redacta la cláusula: el contratista. Pues bien, frente a esta estipulación, en el caso concreto mencionado, se planteó una observación. Sin embargo, la misma fue rechazada. Si bien el rechazo pudo haber sido elevado al OSCE —en su calidad de organismo público encargado de supervisar las contrataciones con el Estado—, lo cierto es que este organismo ya se ha pronunciado sobre el particular en reiteradas oportunidades, limitándose a señalar

que toda vez que la cláusula arbitral se produce mediante el acuerdo entre las partes contratantes y el observante ha solicitado la modificación de los términos del convenio arbitral de forma unilateral, este Organismo Supervisor ha decidido NO ACOGER la observación formulada. Sin perjuicio de lo expuesto, corresponderá precisar en las bases que en el supuesto que las partes no se pongan de acuerdo acerca de cómo se asumirán los gastos, costas y costos del arbitraje, dicha discusión podrá ser materia de controversia en un proceso arbitral (Pronunciamiento N° 061-2011/DTN en el marco del Concurso Público 39-2010-SEDAPAL).

Como puede apreciarse, el OSCE ha deslindado responsabilidad, señalando que el convenio arbitral es producto del acuerdo de las partes, por lo que no puede interferir en el mismo. Como paliativo, se indica que una eventual controversia sobre la materia podrá ventilarse en el proceso arbitral correspondiente.

Sin embargo, si los árbitros encuentran la fuente de su competencia en el mismo convenio arbitral y en el respeto a la voluntad de las partes, no parece posible que puedan desconocer dicho extremo del convenio. Incluso si lo pudieran hacer, necesariamente habrá de controvertirse dicha situación en el mismo proceso, con los costos asociados a ello (en tiempo, honorarios arbitrales mayores, etcétera)39. Ya que ello es así, es claro que el postor que busca ser contratista no tiene medios efectivos para negociar el convenio arbitral. Su libertad queda restringida a elegir participar en el concurso o licitación y, como tal, aceptar el convenio que viene redactado por la entidad. Su libertad para negociar dicho convenio es simplemente inexistente con los mecanismos de «negociación» que la ley habilita en estos casos. En esta situación, el postor o contratista no puede hacer nada más. Por ello, como explicaré en breve, considero necesario dar una respuesta a dicha problemática desde la regulación.

VII. PROPUESTA DE SOLUCIÓN

VII.1. Necesidad de descartar los mecanismos de mercado

En primer lugar, es necesario refutar la idea según la cual los mecanismos de mercado podrían operar en este caso para eventualmente corregir el abuso de la entidad contratante. La razón por la que ello podría ocurrir en el mercado de consumo masivo presupone un mercado competitivo, muchos ofertantes, acceso a información suficiente y bajos costos de entrada al mercado40. La competencia entre los vendedores haría posible que eventualmente se eliminen las cláusulas abusivas a fin de captar la preferencia del consumidor41. Se dice que no hacerlo sería condenarse a salir del mercado. Sin perjuicio de confrontar lo indicado con la realidad, lo cierto es que, al menos en términos teóricos, lo dicho tiene sentido.

El mercado de contratación pública no presenta las mismas características. Para empezar, en estos casos, quien predispone las cláusulas abusivas es el comprador y no el vendedor. Y lo cierto es que la entidad no enfrenta competencia en sus adquisiciones y contrataciones, por lo que no tiene ningún incentivo para eventualmente eliminar las cláusulas que he denominado desequilibradas en el presente trabajo.

Su único incentivo podría ser la posibilidad de que los concursos o licitaciones queden desiertos. Sin embargo, dicha posibilidad es remota, dada la gran demanda que tienen las contrataciones con el Estado por razones distintas a las que son objeto de este artículo (buen precio, buen pagador, etcétera). Por ello, dejar las cosas al mercado no garantizaría la exclusión de cláusulas del tipo que he descrito.

VII.2. Necesidad de intervención estatal

En virtud de lo expuesto, considero que, en este caso, es necesaria la intervención estatal. La justificación no es solo que el mercado por sí mismo es incapaz de resolver el problema anotado, sino que, además, considero que la intervención (mínima) que pretendo sugerir necesariamente nos lleva a una mejor situación que la actual, en donde los costos sociales son elevados.

Antes que nada, es necesario entender por qué tiene lugar el problema. Para ello, me parece ilustrativo partir de la teoría desarrollada por Lucian Bebchuk y Richard Posner (2006) para explicar el comportamiento de los consumidores y proveedores en el mercado de consumo masivo, a propósito, justamente, de la existencia de cláusulas desequilibradas. De acuerdo con dichos autores (2006, p. 827), en un escenario en donde existen contratos equilibrados, los consumidores tienen incentivos para actuar de forma oportunista, aprovechándose de los proveedores, dado que no tienen nada que perder (en términos de reputación) y mucho por ganar. Por el contrario, en el mismo escenario, los proveedores sí tienen incentivos para actuar lealmente, porque tienen incentivos para mantener su reputación frente a los consumidores (2006, p. 828).

En ese sentido, es mejor permitir la inclusión de cláusulas desequilibradas en dichos contratos a favor de los proveedores, pues de esa manera se evita el comportamiento oportunista de los consumidores. Por su parte, los proveedores —si bien podrían usar dichas cláusulas desequilibradas a su favor—tienen incentivos para no abusar de las mismas, en la medida en que deben mantener su reputación para no perder clientes (Bebckuk & Posner, 2006, p. 828)42. Sobre la base de ello, sostienen los autores que debe permitirse el uso de las cláusulas desequilibradas en el mercado de consumo. En este caso, yo sostengo precisamente lo contrario y es porque considero que, en el mercado de contratación pública, el escenario es inverso al del mercado de consumo.

Como hemos visto, en este caso también son las entidades públicas las que tienen incentivos para actuar oportunistamente, sacando provecho de los proveedores, pero no en un escenario de contratos equilibrados, sino precisamente en un escenario de contratos desequilibrados. Y por las mismas razones antes anotadas: las entidades tienen incentivos para aprovecharse, pues saben que siempre existirán postores para concursar en sus procesos. Las entidades no tienen una reputación que proteger. Por el contrario, los postores sí tienen incentivos para actuar lealmente, sea que estén en un escenario de contratos equilibrados o desequilibrados, dado que ellos sí tienen una reputación que mantener frente a las entidades públicas43.

Dado que esto es así, el escenario de un convenio arbitral desequilibrado no es el óptimo. Los costos asociados son elevados y no se obtiene ningún beneficio: (1) costos de los postores que infructuosamente intentan «negociar» el convenio; (٢) costos de los contratistas al momento de evaluar si vale la pena litigar o no, considerando el convenio abusivo; (3) costos en el litigio en sí mismo para ambas partes (por ejemplo, porque se discute la validez del extremo abusivo del convenio); y, (4) costos para la sociedad por un contrato que puede ser mal ejecutado, debido precisamente a que el contratista puede optar por no litigar o litigar mal.

En ese contexto, no propongo —como proponen los autores citados para el mercado de consumo—un escenario de convenio arbitral desequilibrado a favor de los proveedores, lo cual me parece innecesario. Lo que propongo es más bien un escenario de convenio arbitral equilibrado. Ello es suficiente para reducir los costos antes mencionados significativamente —si no para eliminarlos—. Se evita, así, el comportamiento oportunista de la entidad.

Ahora bien, es importante destacar que un convenio equilibrado no necesariamente es aquel que estipula que los gastos los asuman cada una de las partes. Hemos visto que existe una lógica económica detrás de las reglas que supletoriamente fija nuestra Ley 30225 de arbitraje y que se encuentran también en los convenios tipo de las más conocidas instituciones arbitrales. En vista de que ello es así, son precisamente dichas reglas supletorias previstas en la Ley 30225 las que estimo equilibradas. Por ello mismo, propongo que, en el marco de los contratos públicos, dichas reglas supletorias pasen a ser imperativas. Vale notar que dichas reglas permiten a los árbitros realizar una distribución distinta de los costos sobre la base de criterios de razonabilidad.

Es importante mencionar que el texto del Reglamento de la Ley 30225 se encuentra en esta misma dirección desde la modificación realizada mediante el Decreto Supremo 056-2017-EF (a la fecha, el nuevo y vigente Reglamento se encuentra aprobado por el Decreto Supremo 344-2018-EF). En efecto, el artículo 225 del Reglamento regula el convenio arbitral y establece una limitación de los arbitrajes ad hoc, privilegiando el arbitraje institucional.

Como puede apreciarse, se nota en la regulación una lógica restrictiva de la discrecionalidad de la entidad y más propensa a otorgar derechos al postor, lo cual es saludable. Sin embargo, se mantienen las siguientes reglas que nos remiten una vez más al problema detallado en el presente artículo: (1) si se opta por el arbitraje institucional, se «puede» incorporar el convenio arbitral tipo en el contrato; y (2) las partes «pueden» estipular modificaciones al convenio arbitral mientras no contravengan disposiciones de la normativa de contrataciones del Estado.

Nuevamente se aprecia una lógica de derechos a favor del postor. Sin embargo, en la medida en que se establece como mera «posibilidad» la adopción de los convenios tipo y la modificación de los convenios arbitrales, es claro que nos encontramos en la misma situación problemática descrita en este artículo: «la falta de disposición de la entidad para negociar los convenios arbitrales y la posibilidad que tiene de imponer sus condiciones, dada la exigua capacidad legal de reacción que tiene el postor».

De ahí que mantenga mi propuesta, en el sentido de que los convenios arbitrales deben seguir un modelo tipo mandatorio, salvo que medie una negociación. Es decir, la regla debe ser la inversa a la actual: la regla debe ser el convenio arbitral tipo imposible de ser modificado unilateralmente por ninguna de las partes. La excepción es su modificación, pero solo si media acuerdo de las partes (no imposición). Dicho acuerdo tendría que proceder a solicitud del postor o de los postores (en las consultas u observaciones), frente a la cual la entidad podrá rechazar o aceptar el pedido, pero nunca imponer su propia modificación unilateralmente.

Para finalizar, es necesario destacar que dichas reglas imperativas no deben verse como una contradicción con respecto a la naturaleza del arbitraje. Hemos visto ya que, en el caso de los arbitrajes producto de los contratos públicos, la voluntariedad —tal como es entendida clásicamentese desvanece al momento de fijar el convenio arbitral. Si esto es así, sencillamente no se aprecia ningún inconveniente en imponer un poco más de regulación en la materia.

VII. CONCLUSIONES

El arbitraje en el marco de los contratos públicos constituye uno de los temas que más debate suscita. Sin embargo, poca atención se ha prestado a lo que resulta ser la semilla del arbitraje: el convenio arbitral. En este breve trabajo he pretendido demostrar que el convenio arbitral, en el marco de los contratos públicos, no reúne las características de voluntariedad que presenta en un contrato regido por el derecho privado. En primer lugar, porque el Estado simplemente carece de autonomía de la voluntad, de manera que, cuando contrata, lo hace en función de una potestad discrecional que se sujeta al principio de legalidad. En segundo lugar —y quizás más importante—, porque la libertad contractual del contratista está restringida. En el caso específico de los contratos de gestión patrimonial (regidos por la Ley 30225 de contrataciones del Estado), dicha libertad contractual solo puede ejercerse mediante la formulación de consultas y observaciones. Lamentablemente, ambos mecanismos son ineficaces cuando se trata de regular el convenio arbitral.

Como consecuencia de ello, las entidades públicas que predisponen el contenido del convenio tienden a incluir pactos desequilibrados que resultan ser excesivamente costosos para el contratista y la sociedad en su conjunto. Frente a ello, no es admisible simplemente «no hacer nada» y dejar que el «mercado» solucione el problema, sencillamente porque dichos mecanismos de mercado no operan adecuadamente en el caso de la contratación pública, en el que las entidades contratantes no tienen suficientes incentivos para predisponer adecuadamente los convenios arbitrales. En tal sentido, se hace necesario encontrar una solución desde la regulación. Así lo ha entendido también el legislador que, progresivamente, ha ido reduciendo la discrecionalidad de las entidades en materia arbitral. Sin embargo, lo hecho hasta ahora no parece ser suficiente.

En dicho contexto, en este artículo he propuesto reconocer que el convenio arbitral en los contratos públicos en realidad no es voluntario. A partir de ello, es imprescindible que se regule su contenido para hacerlo más equilibrado. En efecto, en lugar de otorgarse al postor (y futuro contratista) «derechos» que no podrá ejercer por la naturaleza misma del proceso de negociación de los contratos públicos, considero que es mejor predeterminar de antemano el convenio arbitral. La propuesta, además, no es ajena al mercado tradicional de arbitraje, donde circulan cláusulas y convenios arbitrales «modelo» que forman parte de los beneficios de someter una controversia a una institución arbitral. En tal sentido, los modelos mismos que contienen los centros de arbitraje son una buena opción en ese sentido.

Lo expuesto no implica que el convenio no pueda ser modificado. Sin embargo, considerando la naturaleza del proceso de negociación entre contratista-entidad, lo más conveniente es que el «convenio tipo» sea obligatorio y solo susceptible de ser modificado si hay acuerdo entre ambas partes. Se evita así que la entidad pueda unilateralmente diseñar o modificar el convenio arbitral.

Claro está que esta propuesta no solucionará por sí sola los grandes problemas que presenta el arbitraje en la contratación pública en el Perú. Es necesario, pues, un diálogo crítico y constante entre los diversos actores que participan de esta problemática, a fin de obtener soluciones razonables y eficientes. Solo así se podrá avanzar en una verdadera mejora de nuestras instituciones jurídicas, entre ellas, la del convenio arbitral en los contratos del Estado, que tantas dificultades genera a todas las partes involucradas.

REFERENCIAS

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Recibido: 28/12/2018
Aprobado: 04/04/2018


1 Es categórica la frase de Gary Born al respecto: «It is elementary that “arbitration” is a consensual process that requires the agreement of the parties» (٢٠١٢, p. ٤). En el mismo sentido, sostiene Cremades lo siguiente: «Los elementos clave del arbitraje son el convenio arbitral, el sometimiento por dicho convenio a la decisión de uno o varios árbitros de cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir y la libre disponibilidad de dichas materias conforme a derecho. El arbitraje nace como genuina manifestación de la autonomía de la voluntad y siempre dentro de los límites propios de su ejercicio, establecidos por el ordenamiento jurídico» (2011, p. 659). Del mismo modo, Fernando Cantuarias y Manuel Aramburú dicen que «la voluntariedad en el acceso al arbitraje es pues una característica fundamental de esta institución, sin la cual creemos que se desnaturaliza su existencia» (1994, p. 42).

2 Como dice Bullard, «[l]a regla general es que no hay arbitraje sin acuerdo. Es decir, no hay arbitraje sin contrato» (2012, p. 18).

3 Al respecto, Trayter ha sido tajante al señalar —refiriéndose al arbitrajeque «el hacer obligatoria esta institución implica una desnaturalización de la misma, llegando entonces a hablarse de otra cosa, pero no de arbitraje. […] Por ello, y a pesar de la denominación que utilizan leyes recientes, consideramos que no estamos en presencia de auténticos arbitrajes cuando la única vía, impuesta legalmente, es la del sometimiento a la decisión de unas personas denominadas árbitros» (1997, pp. 79-80).

4 En ese sentido, por ejemplo, se pronuncian Mario Castillo y Rita Sabroso (2009, p. 28). En el mismo sentido, Derik Latorre sostiene que «nos encontramos ante un cuerpo normativo que ha establecido como obligatorio el que las entidades estatales incorporen en sus contratos cláusulas arbitrales e incluso en ausencia de estas cláusulas dispone que se entenderá incorporado el convenio tipo del Reglamento; pero no es posible sostener que se esté imponiendo el arbitraje a los privados, pues estos tienen toda la libertad del mundo para decidir si participan o no en un proceso de selección con la expectativa de contratar con el Estado» (2008, p. 288). En contra se manifiestan Ana María Arrarte y Carlos Paniagua (2007, p. 132), quienes consideran que el arbitraje sigue siendo obligatorio, en la medida en que las partes no pueden pactar en contra de lo que predispone la ley.

5 Sobre el particular, he desarrollado de forma muy preliminar la problemática mencionada en Alejos (2018).

6 En la doctrina nacional, puede leerse con provecho a Víctor Baca: «[…] la mayoría de la doctrina entiende que la actuación administrativa en la contratación es distinta a la privada, lo que justifica, por ejemplo, que no exista una verdadera autonomía de la voluntad en estos casos. […] Mientras que en el Código Civil las leyes, la moral y el orden público son un límite externo a la voluntad de los particulares, en el caso de la Administración pública el interés público, el ordenamiento jurídico y los principios de buena administración son condicionantes de su legitimación para contratar, de modo que nunca actúa con libertad, sino con discrecionalidad» (2014, pp. 273-274). En el mismo sentido, señala Juan Carlos Morón lo siguiente: «Por parte de la autoridad, actúa siguiendo el principio de legalidad que le señala los tipos de contratos a realizar, los objetos contractuales posibles de concertar, el presupuesto posible de comprometer, el tipo de procedimiento de selección a aplicar a cada caso y las reglas de ejecución contractual. Aun en las zonas en las que la Administración actúa con discrecionalidad (preparar bases, evaluar propuestas, negociar modificaciones al contrato, etc.), cada decisión debe ser motivada y sujetarse siempre a principios establecidos en la normativa» (2016, p. 58).

7 Así, se ha dicho lo siguiente: «La Administración pública no tiene nada de esta autonomía privada: no es que la tenga más limitada que los sujetos privados o que la tenga limitada o configurada de otra forma; es que, sencillamente, no la tiene ni tiene nada realmente parecido. Aquí se puede decir aquello de que cualquier parecido —que lo hay en lo superficial—es pura coincidencia» (Rebollo, 2004, p. 46).

8 En ese sentido, en la doctrina española, puede citarse a Manuel Rebollo: «Así las cosas, la libertad de pactos de la Administración no es tal y, desde luego, no es sinónimo de autonomía de la voluntad administrativa. Es, muy diferentemente, una amplia habilitación de potestad discrecional con todo lo que ello comporta y como corresponde al principio de legalidad» (2004, p. 59). Del mismo modo, Gaspar Ariño afirma lo siguiente: «La voluntad de la Administración, frente a la radical libertad (autonomía de la voluntad) que preside la contratación civil, es una voluntad vinculada, de contenido “típico”. El principio de legalidad juega en la gestación del contrato el mismo papel que en cualquier otro acto: las normas de contratación son para el órgano contratante normas de ius cogens, a diferencia de las normas del Código Civil, que son para las partes derecho dispositivo» (2007, p. 88).

9 En los términos de Manuel Rebollo: «Lo que hay que afirmar entonces, porque es lo que realmente reflejaría el sentido profundo de nuestro derecho y de la posición de la Administración, es que para las Administraciones la causa de los contratos debe ser el interés público determinado por la satisfacción de las necesidades o aspiraciones colectivas o de la propia organización administrativa y, en algunos casos, por la mejor calidad, mayor economía o plazo más adecuado en la realización de las prestaciones que fueran objeto de cada uno de ellos» (2004, p. 59).

10 En la doctrina nacional se ha sostenido lo siguiente: «[…] la Administración necesita negociar y pactar con los particulares diversos tipos de contratos, cuyo régimen jurídico precisamente no es de derecho privado, sino fundamentalmente de derecho público, en el entendido que la Administración puede pactar, pero sujeta estrictamente al principio de legalidad» (Huapaya, 2018, p. 619).

11 En ese sentido, sostiene Manuel Rebollo lo siguiente: «En la discrecionalidad no hay autonomía de la voluntad, pero hay un margen volitivo que puede ser muy amplio. Y, a partir de aquí, numerosas posibilidades de configuración. Cuando contrata, la Administración emite una declaración de voluntad, pero no en virtud de la autonomía de la voluntad, sino en ejercicio de una potestad, y ello no niega, desde luego, que se trate de un auténtico contrato» (2004, p. 57).

12 Sobre el desarrollo progresivo del arbitraje en el Perú, puede verse lo escrito por Fernando Cantuarias (2007, pp. 112-113).

13 En palabras de Luciano Barchi: «el convenio arbitral puede definirse como el acuerdo por el que dos o más partes deciden someter a arbitraje todas las controversias o ciertas controversias que hayan surgido o puedan surgir entre ellas respecto de una determinada relación jurídica contractual o de otra naturaleza» (2013, p. 90).

14 Sobre el particular, confróntese lo escrito por Manuel de la Puente y Lavalle: «Se reconoce así el principio de la libertad de contratar, más propiamente llamada libertad de configuración interna, que garantiza la libertad que tienen los contratantes para determinar entre sí el contenido del contrato que han convenido en celebrar. […] Es preciso distinguir esta libertad de la libertad de conclusión del contrato, según la cual las partes tienen la libertad de elegir cómo, cuándo y con quién contratan, que no ha sido discutida sino por los partidarios de la llamada contratación forzosa, en virtud de la cual el ordenamiento jurídico impone a las partes la obligación legal de contratar» (1996, p. 8).

15 En ese sentido se pronuncia Alfredo Bullard: «si el sistema de mercado funciona adecuadamente solo la libertad de contratar es realmente necesaria. La libertad contractual implica necesariamente negociación. Como vimos la negociación genera costos de transacción. En consecuencia, es preferible que las cláusulas sean redactadas por una de las partes y que la protección contra dichas cláusulas se dé por intermedio del rechazo o la aceptación a las mismas sin necesidad de negociarlas» (2006, p. 517).

16 Se dice que un contrato es completo cuando contiene previsiones exhaustivas respecto de cada evento que puede surgir en el marco de la ejecución del contrato. Claramente, esta noción de contrato completo es ideal; pero no se da en la realidad. Sin embargo, el concepto ayuda a entender la lógica económica detrás de los contratos, desde su formación hasta las reglas de interpretación. Sobre los conceptos de completitud e incompletitud contractual, confróntese el trabajo de Steven Shavell (2004, p. 292).

17 En los términos de Richard Posner: «The likelihood and consequences of judicial error are influenced by the parties’ and the court’s investment in the litigation but also by the parties’ investment in making the contract as clear as possible, which will facilitate an accurate and expeditious judicial decision should a dispute over the contract’s meaning arise and be brought to court» (٢٠٠٥, p. ١٥٨٤).

18 Sobre el particular, es importante notar también que, conforme señala Posner, existe una etapa intermedia antes de la controversia estrictamente judicial o arbitral: el trato directo. En ese sentido, mientras más completo el contrato, más fácil será para las partes resolver sus controversias por sí mismas. En los términos de Posner: «The more carefully drafted the contract is, the easier it will be for the parties to resolve a dispute over its meaning when the dispute first arises, in other words at the prelitigation stage» (٢٠٠٥, p. ١٦١٤).

19 En lo que concierne a la negociación de convenios arbitrales, Margaret Moses sostiene que una cláusula arbitral bien redactada contribuye efectivamente a que las futuras controversias sean resueltas de modo más eficiente, justo y a satisfacción de las partes. En sus términos: «The arbitration agreement serves the critical function of creating a framework for the parties’ own private dispute resolution system outside of national courts. To ensure proper functioning of the system, the agreement should be drafted with great care. A well-drafted arbitration clause has a significant impact on how well the parties resolve the dispute —how efficiently, how fairly, and how successfully» (٢٠١٢, p. ٤٣).

20 Véase, en sede nacional, los trabajos de Linares (2005, pp. 303-306), Baca (2006, pp. 231 y ss.) y Huapaya (2013, pp. 188-191).

21 «Las potestades son los medios jurídicos con los que la Administración procura sus fines; en ese carácter son deberes jurídicos» (Ivanega, 2008, p. 107).

22 Por ejemplo, Víctor Baca sostiene la limitación de las materias que pueden ser sometidas a arbitraje, pese a que la misma Ley 30225 de contrataciones del Estado lo permite. Así, dice que «incluso cuando las partes acuden voluntariamente al arbitraje, este encuentra ciertas limitaciones en el derecho público, pues debe tratarse de “materias disponibles”, entre las que no se incluyen ni el ejercicio de potestades ni las controversias en torno a la validez o invalidez de los actos administrativos, también cuando hayan dado origen a una relación contractual» (2006, p. 247).

23 En ese sentido, afirma Mario Linares lo siguiente: «En nuestro particular caso de solución de controversias, no es que la administración esté renunciando a la vía administrativa en pos de un arbitraje, sino que la misma ley que ha otorgado las prerrogativas es la que indica la sede arbitral» (2005, p. 303).

24 Como dice Santiago Gonzalez-Varas: «el tema o problema principal que plantea el arbitraje es el de la precisión de las materias que pueden quedar sujetas al mismo. […] Se han apuntado en este sentido distintos criterios. El hilo conductor parece estar en la índole patrimonial de la controversia. En este sentido, en el derecho comparado (derechos italiano o francés, por ejemplo) llegan a admitirse los arbitrajes administrativos siguiendo el criterio material o funcional de las “cuestiones patrimoniales”. En el propio derecho español se ha admitido la aplicación de la Ley de arbitraje respecto de la actividad mercantil de entidades administrativas de derecho privado» (2001, pp. 76-77).

25 En sentido similar, Ana María Arrarte y Carlos Paniagua afirman lo siguiente: «Sin embargo, ¿esto implicaba inexorablemente que las controversias suscitadas en las relaciones contractuales con el Estado no podrían ser resueltas por el Poder Judicial? En nuestra opinión, evidentemente, no. Esto significaba que el Estado debía proveer de un Poder Judicial autónomo e independiente, de jueces capacitados, a quienes se les respete la especialización en determinadas materias, y se les otorgue una carga procesal razonable que les permita resolver de manera pronta. En síntesis, que era imprescindible realizar una verdadera y comprometida reforma, lo que indudablemente tenía un costo importante en tiempo, esfuerzo y dinero. En términos prácticos, el Estado optó por lo urgente, lo inmediato» (2007, pp. 123-124).

26 Así lo ha notado, por ejemplo, Franz Kundmuller: «Un esquema normativo que tiende a la sobre regulación y a estructurar disposiciones que, aparentemente, no guardan coherencia o que incluso son contradictorias o de difícil o imposible cumplimiento, determinará finalmente un incentivo para las malas prácticas y por ende, para seguir mermando la poca confianza que pudiera haber en el arbitraje en contratación pública» (2015, p. 270).

27 La teoría del contrato público permite unificar teóricamente los distintos tipos de contratos que celebra la Administración pública. En ese sentido, cuando se hace referencia al «contrato público» se incluye no solo a los contratos regulados en la Ley 30225. Sobre el particular, en sede nacional, recomiendo la lectura de Ramón Huapaya (2013, pp. 861-866), Víctor Baca (2014, pp. 272-279) y Juan Carlos Morón (2016, pp. 56 y ss.). En la doctrina latinoamericana, sin ánimo exhaustivo, pueden revisarse los aportes de Juan Carlos Cassagne (2009, p. 16), quien defiende la sustantividad del contrato público sobre la base de su finalidad pública.

28 «Artículo 51.- Consultas y observaciones

51.1. Todo participante puede formular consultas y observaciones respecto de las Bases. Las consultas son solicitudes de aclaración u otros pedidos de cualquier extremo de las Bases. Se presentan en un plazo no menor a diez (10) días hábiles contados desde el día siguiente de la convocatoria» (cursivas agregadas).

29 «Artículo 51.- Consultas y observaciones

51.2. En el mismo plazo, el participante puede formular observaciones a las bases, de manera fundamentada, por supuestas vulneraciones a la normativa de contrataciones u otra normativa que tenga relación con el objeto de contratación» (cursivas agregadas).

30 En palabras de Luciano Barchi: «En efecto, la Ley de Contrataciones del Estado contiene las disposiciones y los lineamientos que deben observar las entidades del sector público en los procesos de contrataciones de bienes, servicios u obras. En otras palabras, en materia de contratación, el Estado uniformiza los términos respecto de los cuales las entidades del sector público deben contratar para la adquisición de bienes y servicios. Por tanto, estamos más próximos a un supuesto de contrato por adhesión o de cláusulas generales de contratación, que a un supuesto de “arbitraje obligatorio”» (2013, p. 89).

31 En ese sentido se pronuncia Juan Carlos Morón, defendiendo una posición que comparto: «Aun cuando las partes no hayan perfeccionado el acuerdo de voluntades mediante la celebración del respectivo contrato, por regla general, estas se encuentran obligadas, desde la etapa precontractual, a suscribir el contrato según el modelo contractual que integra las bases. El sustento de ello radica en la necesidad de dotar de previsibilidad a los términos que formarán parte de la ejecución del contrato, de tal manera que tengan la posibilidad de conocer, desde la etapa de selección, las condiciones o términos en que se ejecutará la construcción de determinada obra o la adquisición de determinados bienes o servicios» (2016, p. 551). Como excepciones a esta regla general, Morón (2016, pp. 552-554) menciona la necesidad de incluir precisiones técnicas y la de incorporar cambios por hechos sobrevinientes.

32 El tema de la modificación de los contratos y de sus límites impuestos por ley es debatido en la doctrina. Una crítica contundente al respecto puede encontrarse en Morón (2016, pp. 640-665).

33 Lucian Bebchuk y Richard Posner hablan de one-sided contracts y los definen del siguiente modo: «contracts containing terms that impose a greater expected cost on one side than benefit on the other» (٢٠٠٦, p. ٨٢٧).

34 De acuerdo con Margaret Moses, al redactar el convenio arbitral existen usualmente tres opciones: (1) dejar que el tribunal decida quién asume los costos; (2) que los costos los asuma la parte vencida; y, (3) que cada parte asuma sus propios costos. En sus términos: «Parties should negotiate exactly how the issue of fees and costs will be handled —that is, whether the arbitrators will have complete discretion in determining who pays the costs and legal fees, whether the losing party will automatically bear all costs of the arbitration as well as the legal fees of the prevailing party, or whether each party will bear its own costs and fees» (٢٠١٢, p. ٥٣).

35 «Decreto Legislativo 1071–Ley de Arbitraje

Artículo 73.- Asunción o distribución de costos

1. El tribunal arbitral tendrá en cuenta a efectos de imputar o distribuir los costos del arbitraje, el acuerdo de las partes. A falta de acuerdo, los costos del arbitraje serán de cargo de la parte vencida. Sin embargo, el tribunal arbitral podrá distribuir y prorratear estos costos entre las partes, si estima que el prorrateo es razonable, teniendo en cuenta las circunstancias del caso».

36 En palabras de Huáscar Ezcurra: «Y la práctica arbitral siempre ha sido (y sigue siendo) una según la cual la regla general es que cada parte asume sus costos del proceso» (2011, p. 818).

37 Como referencia, puede considerarse que, en un estudio de mercado realizado por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) respecto de laudos emitidos en el 2011, se determinó que el 96% de los arbitrajes habían sido iniciados por los contratistas. Queda pendiente revisar las cifras actuales, pero no parece que la diferencia sea sustancial. Sobre este estudio y otras estadísticas vinculadas al arbitraje con el Estado, puede verse el estudio de Fabiola Paulet (2013, pp. 87-101).

38 En el mismo sentido, Richard Martin ha escrito recientemente: «Usualmente y dada la característica de estos contratos administrativos, el Estado, cuando tiene una discrepancia con su contraparte, no se presenta como un sujeto activo del proceso, y no plantea las respectivas demandas arbitrales. […] Para el Estado es más sencillo activar sus prerrogativas legales, a través de la emisión de actos administrativos que se imponen sobre los administrados. Frente a dichas decisiones, es que el administrado (la contraparte contractual) debe acudir a los mecanismos de solución de controversias previstos en el ordenamiento jurídico, y en su caso, a las cláusulas arbitrales que resultan de aplicación en el caso concreto» (2018, p. 144).

39 No se puede olvidar que «[l]as partes quieren que en el momento del conflicto no sea necesario discutir cómo se va a articular el procedimiento arbitral, sino que prefieren delimitarlo de antemano» (Cremades, 2011, p. 661).

40 En sentido similar se pronuncia Alfredo Bullard: «Si el sistema de mercado funciona de acuerdo a un conjunto de presupuestos básicos el consumidor se encontrará adecuadamente protegido por sus propias decisiones, y sin necesidad de que el Estado intervenga estableciendo cláusulas contractuales» (2006, pp. 513-514). Dichos presupuestos básicos serían: «]u]n número elevado de compradores y vendedores de manera que ninguno de ellos está en capacidad, por propia iniciativa, de afectar el precio y condiciones de comercialización de los productos»; «[q]ue no existan barreras de entrada y de salida al mercado» y «[q]ue todos los agentes que participan en el mercado gocen de información adecuada».

41 Así, se sostiene que «en este caso el incentivo para incluir cláusulas razonables nace de la necesidad de captar la demanda de los consumidores. Al igual como se reducen precios para competir, se ofrecerán mejores condiciones para desplazar competidores del mercado» (Bullard, 2006, p. 517).

42 En los términos de los autores citados: «In the asymmetric-reputation case, the seller has little or no incentive to behave opportunistically because if he does, he will suffer a loss of reputation, which is a cost. The buyer, however, is not deterred by concern for reputation» (٢٠٠٦, p. ٨٣٠).

43 Aquí también es cierto que los postores «prefieren no enemistarse con la Administración y evitar ser objeto de venganza en futuras licitaciones» (Diez Sastre, 2012, p. 22). Cabe resaltar que no se debe confundir este «comportamiento leal» al que hago referencia con una conducta alejada de la corrupción. En realidad, se tratan de conceptos distintos. Cuando me refiero a la conducta leal, lo hago en el sentido de que al contratista no le conviene (por razones personales vinculadas a la reputación) enemistarse con la entidad con quien contrata o con cualquier otra. Sin embargo, ello no es óbice para que, «actuando lealmente», incurra en prácticas de corrupción. Recordemos que las prácticas de corrupción, si bien son dañinas para la sociedad y el Estado, sí pueden resultar (en el corto plazo) útiles para el contratista que quiere mantener una «relación cercana» con la entidad. De ahí que el problema que se estudia en este artículo no tiene nada que ver con la corrupción. Del mismo modo, la solución que se propone tampoco ayudará a combatir la corrupción. Dejo eso para otro artículo.

* Agradezco los comentarios y sugerencias de Néstor Shimabukuro, Luis Daniel Fernández y Jorge López. Los errores son de mi exclusiva responsabilidad.

** Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Adjunto de docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Asociado de CMS Grau (Lima, Perú).

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