«¿Qué puede aprender el derecho de la literatura?»: notas sobre la importancia de la discusión derecho/literatura en el pensamiento jurídico
«What can the Law learn from Literature?»: Notes on the Significance of the Law/Literature Discussion in Legal Thought
María Jimena Sáenz*
Universidad Nacional de La Plata (Argentina)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina)
Resumen: «Derecho y literatura» designa un espacio de encuentro entre los que quizás sean las disciplinas y los objetos más dispares dentro del panorama de explosión de estudios interdisciplinarios que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XX. Ese espacio se desarrolló bajo la forma del «movimiento derecho y literatura». No solo demostró y demuestra una vitalidad siempre creciente, sino también una importancia muchas veces pasada por alto que lo transforma en más que una «moda», un «espacio recreativo», una excentricidad o una subespecialidad inocua que se mantiene al margen de las disciplinas que lo integran. En este trabajo me propongo repasar brevemente la trayectoria del movimiento «derecho y literatura» y abrir algunas líneas de lectura sobre la importancia de la discusión derecho/literatura durante el trayecto que va desde 1970 hasta los primeros años del nuevo milenio. Durante ese recorrido, me interesará dar cuenta de las deudas profundas y a veces inadvertidas que algunos de los desplazamientos, discusiones nodales o cambios fundamentales de perspectiva en el pensamiento jurídico mantienen con el «derecho y la literatura».
Palabras clave: movimiento derecho y literatura, narración, interpretación, estudios culturales, pensamiento jurídico
Abstract: «Law and Literature» names a space of encounter between the strangest objects and disciplines. That space took the form of the «Law and Literature movement», and since the 70s, it has evolved, grown and expanded into multiple directions. The importance of «law and literature» can be measured in terms of this expansion, but also considering the profound debts to the movement held by many legal scholars and many of the most important discussions in the field of law. This paper reconstructs the trajectory of the law and literature movement in order to show the importance of this discussion in the legal field since the institutional foundation in the 70s to the first years of the new millennium.
Key words: law and literature movement, narration, interpretation, cultural studies, legal thought
CONTENIDO: I. Introducción.- II. «La imaginación JURÍDICA»: el ingreso de la literatura al derecho.- III. La revolución interpretativa.- IV. El momento «narrativo»: el lugar de la generalidad y la abstracción en el pensamiento jurídico.- V. Los «estudios culturales»: el debate sobre el Estatus del derecho en el mundo académico.- VI. CONCLUSIONES.
I. Introducción
«Derecho y literatura» designa tanto un espacio de encuentro entre los que quizás sean las disciplinas y los objetos más dispares dentro del panorama de explosión de estudios interdisciplinarios que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XX; una serie de esfuerzos dedicados a pensar las relaciones que existen entre el derecho y la literatura, los usos y los efectos de esa alianza a ambos lados de la frontera disciplinar; así como un «movimiento» dentro de la academia jurídica que cobra visibilidad a partir de la década de 1970 en el mundo angloamericano y que intenta cubrir bajo un manto único esa serie de esfuerzos. A pesar de su extrañeza, de haber estado casi desde su nacimiento atado a un «decreto de muerte» (el mismo que asedió desde sus inicios a uno de los pares del movimiento, la «extraña institución» que llamamos literatura), el movimiento no solo demostró y demuestra una vitalidad siempre creciente, sino también una importancia muchas veces pasada por alto que lo transforma en más que una «moda», un «espacio recreativo», una excentricidad o una subespecialidad inocua que se mantiene al margen de las disciplinas que lo integran. En este trabajo me propongo repasar brevemente la trayectoria del movimiento «derecho y literatura» y abrir algunas líneas de lectura sobre la importancia de la discusión derecho/literatura durante ese trayecto. En otras palabras, me propongo retomar la pregunta que obsesionó a una de las figuras fundacionales del movimiento, James Boyd White, que da título a este trabajo: «¿Qué puede aprender el derecho de la literatura?» (White, 1989). Esa pregunta no tiene una respuesta única, unívoca o uniforme. En parte sigue la heterogeneidad del movimiento mismo que la alberga y, por otra, adquiere matices diferentes a lo largo del tiempo. Una forma de abordarla sin reducirla a una receta o una fórmula es repasar los caminos transitados y tratar de recortar aquello que aprendió el derecho de la literatura allí. Recorrer los avatares del «movimiento derecho y literatura» siguiendo los contextos de sus mutaciones y giros pretende, entonces, poner de manifiesto la participación de la discusión sobre por qué, para qué y cómo introducir alguna variante de lo literario en el pensamiento jurídico en una discusión o una serie de discusiones más amplias sobre qué es hacer derecho, cómo pensamos el derecho y cuáles son los confines del derecho como disciplina.
Con esos objetivos a la vista, el trabajo se organiza siguiendo las etapas que suelen identificarse en el movimiento desde la década de 1970. En este punto deben precisarse una serie de cuestiones sobre el alcance y el ámbito de este trabajo. En primer lugar, tomo como ámbito de exploración del movimiento el ámbito angloamericano. Las razones son varias. Es allí donde surgió, al menos de forma institucional, y es allí también donde el movimiento tiene un desarrollo más amplio. De manera que, para seguir el camino de reconstrucción histórica que aquí interesa, ese parece el ámbito más adecuado1. Por otro lado, más que una reconstrucción de cada momento identificable en el movimiento, o una revisión exhaustiva de los postulados y miradas de cada uno de sus autores clave, interesará mostrar, o al menos sugerir, cómo el impulso y las coordenadas que marcó el movimiento encendieron y alimentaron replanteos más amplios en el mundo del derecho; y señalar con ello, entonces, las deudas profundas y muchas veces inadvertidas que algunas discusiones jurídicas clave mantienen con el «derecho y la literatura».
II. «La imaginación JURÍDICA»: el ingreso de la literatura al derecho
El momento fundacional del movimiento suele fecharse en 1973, cuando James Boyd White publicó la primera edición de The Legal Imagination (TLI). Pensado como un libro dirigido a estudiantes de derecho que incluye ejercicios prácticos y adelanta la experiencia del curso «Derecho y Literatura» que inauguró White en la Universidad de Chicago, y en este sentido impulsa la «ambición educativa» del movimiento —un programa de reforma de la educación jurídica (Ward, 1993 y 1995)—, es también un libro demasiado ecléctico para considerarse un «manifiesto» o fundar una empresa unificada y monolítica. Aun así, y quizás por ello, en él se sientan las bases de las distintas líneas y agendas de lo que se transformaría en un movimiento difícil de clasificar y domesticar en categorías, de algunos términos clave que se pueden rastrear durante todo su trayecto y, sobre todo, algo del impulso que lo lanzó a la existencia. Aquí me interesa detenerme en un rasgo de la propuesta del libro que creo condensa también uno de los motivos fuerza que llevó a los juristas a girar su mirada hacia la literatura.
A lo largo de todo TLI, la literatura —varios de los textos y fragmentos de Dickens, R. Frost, Twain, Conrad, Norman Mailer, entre otros— ingresa como el puntapié para iniciar un proceso de auto reflexividad —o, en términos literarios, de «extrañamiento»— sobre la propia práctica, la forma de pensar, de hablar, de escribir de los abogados. Así, por ejemplo, distintos modos literarios de ver (y describir) un paisaje son usados para pensar en los modos de construir paisajes legales, en lo que ve un abogado, lo que cuenta como legal y las preguntas que usualmente hace un abogado en la mitad de la historia que cuenta su cliente. Y así también lo señala White años después, escribiendo sobre el contexto de TLI y comparando lo que se proponía con la introducción de la literatura al derecho, con el aprendizaje de otras lenguas —clásicas en su caso—: «el estudio de otros lenguajes […] nos enseña cómo pensamos, sobre nuestras formas de imaginarnos a nosotros mismos y al mundo que habitamos, y que estas formas no son las únicas […] el estudio de otras lenguas pone en cuestión la nuestra y sus asunciones implícitas» (2011, p. 33). Más allá del resto de las líneas de investigación que abre TLI y que luego White continúa expandiendo a lo largo de su obra, hay en esta comparación y en este uso de la literatura un impulso que se mantiene a lo largo de todo aquello y que está vinculado a la capacidad de volver al derecho sobre sí mismo, hacerlo reflexionar sobre su ámbito, sobre sus incumbencias, sobre lo que es y lo que podría ser2. De manera que la literatura no funciona entonces como un ornamento, como un mero añadido que deja intacto el territorio en el que se introduce, sino que parece movilizar una reflexión y un replanteo de ese territorio. En TLI, ese replanteo se dirige contra la «visión dominante en el mundo angloparlante [que entiende al derecho] como un conjunto de normas: como un sistema de reglas que emanan de un soberano particular hacia una población que se encuentra atada a él», «una visión con tonos cientificistas», «que se oponía, y en parte era una reacción, a otra anterior, usualmente llamada “del derecho natural”, en la que las concepciones de justicia y derecho estaban fusionadas en vez de separadas. En esta tradición el derecho era visto como objeto de reverencia» (White, 1985 [1973], p. XII). White pretende en TLI no solo poner a los estudiantes de derecho a pensar sobre lo que estas concepciones del derecho hacen de la práctica (su práctica), sino también crear espacio para abrir nuevas posibilidades: de igual manera que el aprendizaje de otro lenguaje ponía en cuestión el nuestro, y también sugería que nuestra forma de ver el mundo no era la única disponible; la introducción de la literatura pone en cuestión los límites del lenguaje del derecho tal como se conocía a principios de los setenta, y también pone en escena el mundo de posibilidades que aparece cuando esa visión deja de ser la única disponible. En ese espacio de posibilidad, la visión que propone White es la del derecho como un lenguaje, como un medio en el que construimos y disputamos el significado de vivir juntos como comunidad. Consecuentemente, la educación jurídica —que es el tema del libro—supone más que brindar y adquirir información: es aprender «a hacer algo», a involucrarse con una actividad de creación de sentido.
Este impulso autorreflexivo que lleva la literatura al derecho, haciéndolo pensar sobre sí mismo y abriendo posibilidades nuevas, se mantiene a lo largo de la trayectoria del movimiento con distintos matices. En lo que sigue, me interesa recorrer esa trayectoria, señalando esos matices y los modos en los que la introducción de la literatura alimentó replanteos profundos en el mundo jurídico.
III. La revolución interpretativa
Luego de la década inicial del movimiento durante la década de 1970 y en los años inmediatamente posteriores que se extienden durante toda la década de 1980 —pero, sobre todo, en sus primeros tramos—, el impulso de introducir alguna variante de lo literario con el objetivo de hacer girar al derecho sobre sí mismo, repensar sus preocupaciones centrales, así como la extensión de sus dominios y el tipo de cosa en la que se involucran los abogados habitualmente cuando lidian con el derecho, cobró una visibilidad inusitada. Quizás este sea el punto más conocido, difundido y reconocido de las deudas literarias que están detrás de momentos de transformación profunda en el mundo del derecho. Y este es con certeza el momento identificable en el que el movimiento «derecho y literatura» dejó de ser un espacio marginal, excéntrico o menor, y se introdujo en el mainstream de la academia jurídica bajo la forma de su momento «hermenéutico»3.
Si la interpretación era hasta los primeros años de la década de 1980 un problema marginal de la teoría del derecho y del derecho constitucional, durante esos años, y empujada por la discusión derecho/literatura, parece transformarse en la cuestión crucial. En este punto, la literatura registra un «giro interpretativo» que atraviesa todo el derecho (Coombe, 1989; West, 2000), donde lo que sucedía en las humanidades y, sobre todo, en la teoría literaria tuvo una gravitación mayor. En palabras de Rosemary Coombe, «el giro interpretativo [que tuvo lugar en la década de 1980] debe entenderse como un reconocimiento de los juristas de que los modernos desarrollos en las humanidades […] tienen implicancias profundas sobre los estudios del derecho y el sistema legal» (Coombe, 1989, p. 605). Algo semejante señalan Sanford Levinson y Steven Mailloux en un volumen clásico del periodo:
[l]a teoría literaria reciente ha enfatizado la ubicuidad de la interpretación en el proceso de leer un texto […] incluso el texto más simple no es inmune a la controversia interpretativa […] todos estos planteos son directamente relevantes para la hermenéutica legal y por eso no sorprende que los teóricos del derecho hayan girado hacia la teoría literaria para ganar perspectiva sobre la interpretación jurídica (1988, pp. X-XI).
Por otro lado, y como parte neurálgica de este giro, la práctica interpretativa presionó por redefinir lo que consideramos la práctica misma del derecho. Así, quien sería el filósofo del derecho faro de la década y de los años venideros, Dworkin, señalaba en un trabajo publicado en 1982 lo siguiente:
argumentaré que la práctica del derecho es, sobre todo, un ejercicio de interpretación […] [y] propongo que podemos mejorar la manera en que entendemos al derecho comparando la interpretación legal con aquella que tiene lugar en otros campos del conocimiento, particularmente en la literatura (1982, p. 179)4.
Si bien el giro interpretativo en el derecho puede ser caracterizado de distintos modos (West, 2000) —y lo mismo ocurre con este momento «hermenéutico» en el movimiento «derecho y literatura» (Binder & Weisberg, 2000; Levinson & Mailloux, 1989)—, sí puede señalarse un amplio consenso sobre el contexto político en el que se desarrolló el interés y la centralidad de la «interpretación», al menos dos líneas o rumbos que tomó y algunos intereses y agendas comunes. En relación con lo primero, como señalan Levinson y Mailloux, «las invocaciones a la Constitución y las disputas sobre las reglas para su interpretación son más intensas en tiempos de conflicto político» (1989, p. 3). Ese clima se vivió durante la victoria de la derecha conservadora de la década de 1980, con su énfasis en reordenar la justicia para dejar atrás el «activismo judicial» de las décadas pasadas5. En dicho clima, la literatura —o, más precisamente, la teoría literaria—pareció proveer al derecho de herramientas para «liberarse de la atadura a un texto arcaico y de un grupo de hombres blancos que pretendían custodiarlo […] y desafiar a las teorías originalistas y textualistas de la interpretación que sostenían las posiciones de una Corte crecientemente reaccionaria» (Peters, 2005, p. 445).
En este punto, se pueden distinguir al menos dos grandes líneas que, usando diferentes herramientas de la teoría literaria, pusieron a la interpretación en el centro de las preocupaciones de y sobre el derecho, y dieron respuestas distintas al problema que Levinson y Mailloux resumen como «la ansiedad a veces ligada al reconocimiento de la inevitabilidad de la interpretación» y la posibilidad, ante ello, de «encontrar reglas seguras para guiarnos en ese peligroso camino», definir «qué cuenta como “reglas seguras”, si pueden ser “científicamente” establecidas y si puede lograrse una independencia de la política u otras perspectivas “interesadas”» (1988, pp. IX-X). Esas dos líneas pueden esquematizarse, siguiendo a Coombe, como «una búsqueda en el arsenal de la teoría literaria de armas para (a) apoyar la legitimidad judicial y (b) cuestionarla» (1989, p. 604). Entre los primeros, se encuentran los esfuerzos de cuño liberal reconstructivos que —aun reconociendo la centralidad y la inevitabilidad de la interpretación (junto con sus riesgos)—pusieron a la interpretación en el centro de la empresa del derecho y buscaron las «reglas seguras» o el límite a la discrecionalidad en las «convenciones o reglas disciplinares» y en las «comunidades interpretativas» (Fiss, 1982; Dworkin, 1982). Entre los segundos, se encuentra el grupo de autores reunidos en los «estudios críticos del derecho». Ellos abandonan la «hermenéutica de la interpretación objetiva» que caracterizaba al grupo anterior para reemplazarla por lo que Gerald Graff llamó la «hermenéutica del poder»: dada la indeterminación del derecho (y su apertura inevitable a la interpretación), la política y la contingencia histórica se filtran siempre y terminan determinando los resultados legales. Por ello, la hermenéutica debe dedicarse a rastrear los determinantes políticos y sociales en las lecturas jurídicas, ya sea en los escritos doctrinarios o en las sentencias judiciales. Una variante destacada de este tipo de análisis es la «deconstructiva». Vale la pena señalarla aquí porque pone en escena otro de los grandes aportes y aperturas que el «derecho y la literatura» llevó al mundo del derecho: en efecto, muestra cómo el movimiento funcionó también, en parte, como la puerta de ingreso del pensamiento continental a un campo en donde el ofrecimiento de «lecturas», la historización o las genealogías, y las «deconstrucciones» eran nulas o marginales en relación con los métodos de resolución de problemas concretos que traía la filosofía angloamericana tradicional. Todas estas herramientas se orientaban, más que a la elaboración o sofisticación de estándares normativos o modelos ideales sobre la base de los cuales juzgar las prácticas existentes, a la comprensión del significado de esas prácticas y de lo que estaba en juego en ellas, lo que será uno de los puntos centrales de discusión en momentos más avanzados del movimiento6. Así, examinando el «camino» de la deconstrucción hacia las escuelas de derecho, Balkin señala que «fue primero importada de la filosofía continental a los departamentos de literatura americanos y luego de allí migró a las escuelas de derecho», en donde sufrió una serie de transformaciones para adecuarse a «los propósitos críticos o normativos» de los juristas (2005, p. 719). Si en el ámbito literario la deconstrucción «mostraba la ambigüedad, la incertidumbre y la impenetrabilidad de todos los textos literarios, la reversibilidad de todas las posiciones y de todas las concepciones teóricas», en el derecho debía transformarse en «una serie de estrategias retóricas para criticar ciertas doctrinas y argumentos legales para poder así mostrar que son injustos, ideológicamente sesgados, incompletos o incoherentes. Necesariamente deberá discriminar entre mejores y peores interpretaciones, y planteará entonces sus conclusiones en el lenguaje de la prescripción normativa» (Balkin, 2005, p. 721, cursivas añadidas). En este nuevo esquema «pragmáticamente orientado» hacia la crítica de posiciones injustas, la deconstrucción proporcionaba un repertorio de maniobras que incluían centralmente «la manipulación de oposiciones conceptuales» para identificar la jerarquización de uno de los polos y luego desmontarla o revertirla; la identificación de los «contraprincipios» marginales dentro de un cuerpo de doctrina o una sentencia para demostrar que tienen una importancia mayor que la que se les adjudica en el sostenimiento de la coherencia de esa doctrina; o bien mostrar cómo esos elementos marginales pueden desafiar la doctrina (Balkin, 2005, pp. 725-726).
A pesar de sus diferentes orientaciones, es posible identificar algunos puntos en común entre estas dos líneas del momento hermenéutico del «derecho y la literatura», vinculados a sus objetos de estudio y a sus agendas de investigación —por otra parte, estos serán los puntos de debate en los momentos subsiguientes del movimiento—. Ambas líneas se interesan por un tipo de actividad interpretativa —a saber, la que sucede en los espacios de las altas cortes— y, consiguientemente, en un tipo de definición de «interpretación» que está ligado a lo que sucede allí. Entonces, la interpretación legal o judicial se limita a la lectura de documentos legales autoritativos —leyes y, sobre todo, constituciones— que hacen los jueces, dejando fuera todo otro tipo de cuestiones. Coombe señala en este punto una amplia gama de materiales permeados por la interpretación que quedan fuera del enfoque estrecho de los «hermenéuticos»: evidencia; argumentos orales; testimonios; actitudes de los jurados; moralidad comunitaria; «el proceso por el que las personas con disputas se vuelven “litigantes”, que está permeado por interpretaciones legales»; cómo los abogados traducen realidades sociales en argumentos legales; y, sobre todo, la determinación de los hechos, que es también «claramente un ejercicio de interpretación»; así como toda actividad interpretativa que sucede fuera de los tribunales en, por ejemplo, salones de clases o prisiones (Coombe, 1989, pp. 12-13). La ampliación de la definición de interpretación, de los materiales involucrados y de los sujetos que interpretan serán algunas de las cuestiones que se retoman en las siguientes etapas del movimiento.
IV. El momento «narrativo»: el lugar de la generalidad y la abstracción en el pensamiento jurídico
Durante la década de 1990 —y sobre todo luego del simposio «Legal Storytelling» en la Universidad de Michigan, que suele señalarse como el hito de inicio de un nuevo periodo7— se abre el momento «narrativo» en el movimiento «derecho y literatura». Este nuevo avatar del movimiento puede ser considerado simplemente como un grupo que pretendía incluir a las narraciones y al análisis narrativo al derecho, ofreciendo allí dos tipos de «potencia crítica» respectivamente:
i) si el derecho es un tipo de violencia dirigida por ciertas narrativas maestras, la revelación de la naturaleza, origen y estructura de estas narraciones puede redirigir la fuerza del derecho; ii) si esas narrativas maestras controlan tanto las historias que pueden contarse en los tribunales como aquellas que cuentan en las decisiones judiciales, deberían narrarse historias «de oposición», de aquellos usualmente excluidos, para hacer audibles sus perspectivas (Peters, 2005, p. 447).
Sin embargo, la propuesta de estos narrativistas del movimiento no consistía solo en la inauguración de una línea novedosa pero aislada de investigación, sino que puede ligarse a discusiones y modificaciones más amplias en el mundo del derecho que se sucedían en aquellos años. El contexto en el que emergió el interés por la narrativa está directamente vinculado con la entrada a la academia legal de nuevas voces y presencias antes excluidas; y, con ellas, de la generación de nuevas perspectivas teóricas y herramientas metodológicas que ayudasen a expresar esos nuevos puntos de vista. Así, Paul Gewirtz señaló que «el giro hacia la narrativa refleja una percepción general de que los modos tradicionales de análisis legal están de alguna forma ligados a la preservación del statu quo político, y son insuficientes para expresar los intereses y preocupaciones de ciertos grupos políticos, particularmente las mujeres y las minorías» (1996, p. 12). Tanto las mujeres como los negros habían entrado a la academia legal durante las décadas de 1970 y 1980. Durante la década de 1990, consolidaron un cuerpo de producción propia y distintiva: el feminismo jurídico y los estudios críticos de la raza8. En ambos, la narrativa, en parte por su flexibilidad y densidad contextual, proporcionó la forma para expresar las experiencias particulares de mujeres y negros en el derecho que quedaban invisibilizadas en el registro abstracto y generalizante de la teoría legal.
En este punto, las narrativas pueden ligarse a una serie de reclamos más amplios y revisiones de momentos pasados del movimiento. En primer lugar, si durante el momento hermenéutico del auge del «derecho y la literatura» la interpretación como problema común a ambas disciplinas se pensaba en torno a una escena reducida del derecho —los jueces de las altas cortes que formaban las «comunidades interpretativas» junto a académicos y otros profesionales del derecho, y las formas en que debían leerse documentos legales—, durante el momento narrativo esa escena se expande. Las «comunidades interpretativas» incluyen también a quienes quedaban fuera de los circuitos del saber jurídico autorizado y entonces también empiezan a pluralizarse. En este sentido, Robert Cover explicitaba: «[y]o voy a comenzar con la interpretación de quienes no son jueces ni funcionarios públicos, y solo me ocuparé en la conclusión de la forma en que los jueces y funcionarios crean y destruyen significado jurídico» (2002, p. 47). Desde esta perspectiva, el problema de la «angustia interpretativa» y la posibilidad del nihilismo no es ya uno centrado en los límites de la capacidad de los jueces de «crear significado jurídico», sino que el problema es la capacidad «destructiva» de los jueces de imponer un significado allí donde las variadas comunidades proponen (y viven en función de) uno distinto: «[e]l desafío planteado por la ausencia de una interpretación única, “objetiva”, es, en cambio, la necesidad de mantener el sentido del significado jurídico a pesar de la destrucción de toda pretensión de superioridad de un nomos con respecto a los demás» (Cover, 2002, p. 74). Por otro lado, otro de los límites de la escena interpretativa que se recortaba en el momento «hermenéutico» del movimiento estaba vinculado a qué era lo que los jueces interpretaban. En el caso de la teoría interpretativa desarrollada durante la década de 1980, el centro no solo eran los jueces de las altas cortes, sino también el tipo idealizado de actividad que ellos llevaban a cabo y que se reducía a la interpretación de documentos legales autoritativos (con una preferencia teórica hacia el texto de la Constitución). Los narrativistas del movimiento sugerían en cambio «mirar los hechos tanto como las normas […] y porque su centro de atención son las historias tanto como las reglas, [esta perspectiva] incentiva a atender a las vidas humanas particulares que son sujeto u objeto del derecho» (Gewirtz, 1996, p. 3)9.
En segundo lugar, el interés por la inclusión de narrativas en el derecho está también vinculado a una insatisfacción con el rol de la teoría —y la abstracción y generalidad asociada a ella— en el pensamiento jurídico, y también con una crítica interna a la preponderancia de la teoría y sus derivaciones dentro del movimiento «derecho y literatura» durante el periodo anterior, la década de 1980. En este último sentido, Binder y Weisberg entienden al giro narrativo como uno que reacciona frente al exceso de «encriptación» de la teoría literaria que dominó el momento hermenéutico de la década de 1980, y propone en su reemplazo no alzar la mirada hacia arriba (hacia la teoría, hacia las obras literarias de la alta cultura) sino «hacia abajo», hacia las narraciones de los grupos silenciados y marginalizados10. En relación con la preponderancia de la abstracción y la generalidad en el pensamiento jurídico, el momento narrativo parece presentar la misma «connotación anti-teoría» que Binder y Weisberg veían en relación al momento anterior del movimiento11. Para «dar voz» y elevar los reclamos de quienes estaban excluidos, eran necesarias nuevas formas y estilos de escritura, y la forma más fluida, vívida y cercana a la experiencia de las narraciones parecía más adecuada que el discurso proposicional y abstracto de la teoría y la argumentación jurídica tradicional12. Las narraciones, por otro lado, no solo proveían una forma o un estilo más adecuado a la experiencia de los «otros» para introducirla al mundo del derecho; también tendían a cuestionar la forma misma en la que estaba construido ese mundo. Así, según Elaine Scarry, las narrativas oponían «la particularidad o singularidad de una historia a una forma de discurso […] que es expansiva, incluso universal»; «la narración es más cercana a la experiencia concreta, vívida y corporizada que el pensamiento abstracto y vaciado de contenido material»; y, finalmente, «las narraciones interpelan nuestra capacidad para la empatía y la emoción, frente a la alternativa que descansa en un tipo de argumentación racional estrecha» (1996, p. 165)13.
Por último, ligado a lo anterior, la introducción de narraciones intenta reformular las formas de concebir la racionalidad y, consiguientemente, la agencia. Los relatos particulares que despliegan intentan generar un argumento que no persuade a una razón descorporizada y distante, sino que incluye también a las emociones y la empatía. Al persuadir de esa manera singular, también son un intento de reducir la fuerza de nuestros propios esquemas de percepción para dar lugar a una cierta pasividad o receptividad frente a los planteos de quienes son diferentes. Aquí, las narraciones no solo pretenden hacer audibles otras voces, sino también hacerlo de formas que tiendan a generar las condiciones de receptividad de esas voces diferentes14.
V. Los «estudios culturales»: el debate sobre el Estatus del derecho en el mundo académico
A fines de la década de 1990, el movimiento «derecho y literatura» siguió la línea de ampliación que ya se sugería en una de las primeras y emblemáticas publicaciones especializadas que vieron la luz en 1988, el Yale Journal of Law and the Humanities. De reunir inicialmente al par discreto del derecho y la literatura, avanzó hacia el derecho y las humanidades. Además, en este momento incluyó también a la cultura bajo la denominación ampliada «derecho, cultura y humanidades» o «estudios culturales del derecho»15. Sin pretender recorrer y mapear este terreno heterogéneo de trabajos16, me interesa detener la mirada en cómo este segmento del «derecho y la literatura» se transformó en la arena de disputa sobre el estatus mismo del derecho en el mundo académico, en el espacio en el que se discutió el tipo de cosa que significa «hacer y estudiar derecho» y, sobre todo, donde se cuestionó una de las dimensiones usualmente considerada clave del estudio del derecho: la normatividad o el punto de vista normativo. De hecho, los trabajos de algunos de los proponentes de los estudios culturales del derecho incluyen como parte del impulso cultural una crítica más o menos fuerte a la «normatividad» del trabajo académico legal y propugnan por una reforma de ese trabajo que asuma una mirada más externa a la práctica del derecho misma, de manera semejante a como se estudian los diversos objetos de las otras disciplinas académicas.
De ese modo, Paul Kahn (2001) y Rosemary Coombe (2001), dos de los grandes impulsores del giro hacia los estudios culturales, recortan lo que ese giro debe dejar atrás como la «normatividad estrecha» de la academia jurídica. En este punto, coinciden con otro de los grandes críticos de la normatividad en los estudios jurídicos, Pierre Schlag (1990). Este último autor urge a abandonar la normatividad, porque esta forma es heredera del trabajo judicial, en primer término, y se mimetiza luego con este; resulta tan conservadora como lo es la normatividad de la adjudicación; y termina limitando la imaginación jurídica. Por su parte, Kahn cuestiona la normatividad en el trabajo académico porque esto no es trabajo académico alguno: no hace planteos sobre el derecho, sino de derecho, planteos de argumentación legal que, en general, son normativos; de esa forma, el académico se mimetiza con la práctica y no puede reflexionar sobre ella. Balkin y Levinson (2008) llaman a esta forma de normatividad estrecha que asume el trabajo jurídico «prescriptivismo»: «la exigencia de que cada contribución académica ofrezca algún tipo de versión, no importa que tan vaga, sobre la forma en que el derecho debe ser interpretado o modificado, o sobre cómo deberían hacer su trabajo quienes toman las decisiones». Asimismo, consideran que «[l]a exigencia de que la investigación jurídica sea formulada como prescripciones de políticas públicas circunscribe profundamente la imaginación jurídica y los límites permisibles en la academia» (2008, pp. 216-217).
Kahn y Coombe promueven entonces una forma de estudios jurídicos que asuma una perspectiva más externa, más separada de la práctica jurídica de abogados y jueces —que se mueva, en palabras de Kahn, desde la «teología» hacia una forma de «estudios de religión»—, y que «deje de lado el proyecto de reforma, no porque esté satisfecho con las cosas tal como están, sino porque quiere comprender mejor quiénes y qué somos» (Kahn, 2001, p. 46). Esa perspectiva la encuentran en los «estudios culturales», los cuales representarían el camino que la academia legal debería transitar para considerarse a sí misma una «academia» y también para entrar en un diálogo sostenido con sus pares de otros departamentos.
Para finalizar, e intentar caracterizar un área profusa y heterogénea, me gustaría partir de un caso concreto de este tipo de estudios: un ejemplo reciente que, al dedicarse a un objeto clásico de análisis legal como las sentencias judiciales, es útil para vislumbrar la propuesta diferencial del análisis cultural del derecho. Creo que este es el caso de Making the Case: The Art of the Judicial Opinion de Paul Kahn (2016). Allí no se leen sentencias para identificar su línea de argumentación, aciertos y errores, y eventualmente sugerir la solución correcta. No se sigue, pues, el modo en el que se conduciría el análisis tradicional que Kahn encuadraría en aquel «orientado hacia la reforma». Más bien, se lee a la sentencia judicial (y a los jueces) como una pieza clave de la cultura jurídica, lo que nos permite aproximarnos al modo en que nos imaginamos como individuos y como comunidad bajo el prisma del derecho. La sentencia es, entonces, más que la aplicación de una regla o principio a un caso concreto, más que el clásico silogismo: son «performances retóricas que toman a su cargo la tarea de persuasión en una comunidad democrática» (2016, p. 178). Para leerlas como una pieza de la cultura, el análisis cultural amplía el campo de visión tradicional que buscaría en ellas trozos de doctrina formulada en proposiciones. Las sentencias deben leerse desde esta perspectiva más allá del juicio, como un complejo entrelazado entre hechos y derechos, una forma de presentar una situación que nos persuada de que esa es la mejor forma de verla: si vemos más allá del juicio, en las sentencias «se puede entender como los tribunales construyen un mundo de significado» (2016, p. 10). Lo que se despliega en este estudio, entonces, no es un diagnóstico de situación sobre cierto problema jurídico, o sobre cómo están escritas y cómo son concebidas las sentencias judiciales para luego pasar al momento «reformista» y plantear cómo deberían resolverse esos problemas, o escribirse y concebirse las sentencias. Lo que se presenta, en cambio, es una arquitectura conceptual para comprender qué está en juego en las sentencias, o, en otras palabras, para autoexaminar esa pieza de nuestra práctica jurídica. De este modo, el «autoexamen» —o la reflexividad sobre la propia práctica, como la llamaba J. B. White en los estadios iniciales del movimiento— ocupa un lugar central en los estudios culturales una vez que se desplaza el énfasis exclusivo sobre los esquemas evaluativos. Así, en una entrevista reciente, Paul Kahn lo liga a un tipo de actividad filosófica entendida como «una meditación sobre las propias prácticas y creencias»; el «análisis cultural del derecho busca una disrupción similar: una pausa para el autoexamen dentro de las prácticas del derecho» (Bonilla, 2017a, p. 148). Daniel Bonilla, por su parte, también enfatiza este punto que había sido, de manera más amplia y vaga, el impulso que lanzó al movimiento a la existencia: «El análisis cultural se entiende como una forma de autoexamen, como una forma de describir y analizar las propias prácticas y creencias. El objetivo del ejercicio no es evaluarlas; el objetivo tampoco es proponer su reemplazo. El fin es comprender quiénes somos en cuanto sujetos inmersos en un horizonte de perspectivas particular» (2017b, p. 24).
VI. Conclusiones
Desde su momento de auge y entrada al mainstream del pensamiento jurídico en la década de 1980, el movimiento logró atraer la atención de prominentes personalidades del derecho y de la literatura como Ronald Dworkin, Stanley Fish, Richard Posner, Martha Nussbaum, Peter Brooks, Brook Thomas, Robert Cover, Robin West, Elaine Scarry, Jennifer Nedelsky, Martha Minow, Richard Delgado, Patricia Williams, Paul Kahn, entre otros. Algunas de estas firmas también dan cuenta de las deudas profundas y a veces inadvertidas que algunos de los movimientos, las discusiones nodales o los cambios fundamentales de perspectiva sobre el derecho mantienen con el «derecho y la literatura». Una de las formas de rastrear estas deudas es, entonces, seguir el uso de la literatura en el desarrollo de la obra y la perspectiva teórica de cada uno de estos autores17. Otra, más amplia y general (o cartográfica), es la que se propuso en este trabajo. Así, se planteó un recorrido por las etapas que pueden identificarse en el movimiento desde la década de 1970 —momento de surgimiento— hasta la actualidad, intentando localizar las conexiones de las discusiones que se planteaban en el seno del «derecho y la literatura» con otras más amplias que se sucedían en esos mismos años y con las mismas preocupaciones.
Desde la publicación de The Legal Imagination, el impulso inicial del movimiento puede leerse como uno que llevaba al derecho a volver sobre sí mismo, autoexaminarse y redefinir sus alcances y preocupaciones. Ese mismo impulso perduró a lo largo de su trayectoria con distintos matices, empujando reformas de diferente envergadura y con diferentes grados de éxito sobre lo que entendemos por derecho. De esta manera, varios de los cambios de perspectiva que hoy reconocemos como puntos de viraje fundamentales en el pensamiento jurídico le deben al «derecho y la literatura» el primer empujón o una de las fuentes de alimentación fundamentales. La consideración del derecho como una práctica interpretativa —es decir, de la centralidad de la empresa de la interpretación en el mundo del derecho con sus problemas y aporías— es quizás la más conocida y difundida de esas deudas. Pero también el «derecho y la literatura» ha empujado el avance de las perspectivas singulares de grupos excluidos del ámbito del derecho y de los derechos, y acompañó la entrada de las mujeres y de los afrodescendientes a la academia jurídica. En ambos casos, la narración proporcionó una forma de expresión de puntos de vista y experiencias imposibles de transmitir mediante las formas usuales del argumento legal o la abstracción teórica que dominaban las formas de «hacer derecho». Y ambos casos, transformados en corrientes del pensamiento jurídico como una rama del «feminismo jurídico» o de los «estudios críticos de la raza», fueron parte de un movimiento de cambio más profundo en el mundo del derecho, el cual presionaba para que se reconsidere el rol de la abstracción y la generalización en los modos de pensarlo y teorizarlo. En otros casos, el «derecho y la literatura» funcionó como una plataforma de discusión del estatus mismo del derecho dentro del mundo académico. Fue quizás la punta de lanza de la introducción del «pensamiento continental» al mundo del derecho, un mundo donde las «lecturas», la historización y las deconstrucciones cedían en gran medida el espacio a la resolución de problemas concretos y donde los métodos para hacerlo de maneras razonables que traía la filosofía angloamericana tradicional parecían adecuarse de manera natural al tipo de bagaje que requería un abogado. Finalmente, el «derecho y la literatura» fue también, bajo la forma ampliada de los «estudios culturales», el espacio en el que se discutió el tipo de cosa que es «hacer y estudiar el derecho». En palabras de Paul Kahn, ¿los estudios del derecho son más parecidos a la teología y los académicos entonces son profesantes de la misma fe que enseñan? ¿O deberían ser más parecidos a los «estudios de la religión», inmersos en un mundo particular pero lo suficientemente distantes para distinguirse de los practicantes? ¿Cuánto lugar debe ocupar el juicio y el argumento normativo y cuánto la comprensión y la descripción densa, o cuáles son los momentos y espacios de cada cuál?
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Recibido: 9/01/2019
Aprobado: 20/03/2019
1 Para un esbozo de las formas que asumió la migración a través de las fronteras del movimiento, ver Sáenz (2019a).
2 En una entrevista, White explicitaría sus intereses retomando aquellos planteados en el prefacio a TLI: «dirigir la atención hacia tres cuestiones: ¿cuál es el lenguaje del texto y la cultura de la que es parte?; ¿cuál es la relación que establece el hablante con este lenguaje —lo replica sin pensar o lo hace objeto de atención crítica y transformación—?, ¿cómo evaluar lo que hace?; ¿cuál es la relación del hablante con las personas de las que o a quienes les habla?, ¿cómo evaluar estas relaciones?» (White, 2007, p. 1403). Y luego explicaba que cada uno de sus libros se dedicaba a «una actividad particular de la mente y el lenguaje» e intentaba responder a esas preguntas. Así, «The Legal Imagination, se ocupa de la actividad de aprender a hablar y pensar como abogado; When Words Lose Their Meaning, de la actividad compositiva en la que nos involucramos cuando trabajamos con el lenguaje de nuestra cultura para tratar de crear un sentido propio y establecer relaciones constructivas con otros; Justice as Translation, de la actividad de traducción de la que la interpretación es una forma importante, especialmente del tipo de interpretación que representan las sentencias judiciales; Acts of Hope, de la actividad de reclamar una autoridad externa para los propios juicios, en el derecho y en otros lugares, como una actividad en la que uno reconstruye la fuente de autoridad; […] The Edge of Meaning es sobre la actividad por la que intentamos imaginar el mundo, a nosotros y a otros en él, de forma que podamos dar sentido a nuestra experiencia; Living Speech lucha por entender el imperio de la fuerza, en nosotros y en el mundo, y aprender a dejar de respetarlo». En todos los casos «comparo la actividad en cuestión en el derecho y en otros campos de la vida y el pensamiento […] y también con la experiencia ordinaria» (White, 2007, p. 1417).
3 Así, una de las reconstrucciones más completas y abarcadoras del movimiento «derecho y literatura» lee la discusión sobre las relaciones entre ambos términos y el surgimiento, avance y consolidación del área en paralelo al problema que se tornó dominante en este periodo: la interpretación (Binder & Weisberg, 2000).
4 El trabajo titulado «Law as Interpretation» fue publicado en un número especial de Critical Inquiry que llevó por título «The Politics of Interpretation» y fue editado por W. J. T. Mitchell en 1982. Allí se reúnen una serie de ensayos de figuras prominentes de diferentes disciplinas humanísticas y de las ciencias sociales en torno al problema de la interpretación que habían sido discutidos en un simposio en noviembre de 1981. El debate se reanudaría en sede jurídica en el marco del Simposio «Derecho y Literatura», organizado por Texas Law Review y publicado en 1982 en un número especial de esa revista que reedita el trabajo de Dworkin.
5 Levinson y Mailloux destacan en este punto no solo las nominaciones de Rehnquist como Presidente de la Corte, y de Scalia y Bork como ministros, sino también que «ninguna otra administración en los tiempos modernos había conscientemente enfatizado la ideología constitucional para elegir a sus candidatos» (1988, p. 4). Por su parte, Coombe destaca que «en el interés por la comprensión hermenéutica de la decisión judicial resuena el deseo de preservar interpretaciones constitucionales establecidas por los intentos de reforma liberal de la Corte Warren (a la luz de los retrocesos y cambios que ocurrían en la era Reagan)» (1989, p. 604).
6 Ver, sobre todo, el momento de «los estudios culturales» dentro del movimiento que se trata en la quinta sección de este trabajo. Sobre este punto como el espacio principal de disputa sobre el «mal uso» de la deconstrucción en derecho, ver Schlag (1990).
7 El simposio fue publicado en un número especial de la revista de la escuela de derecho de esa universidad (Michigan Law Review, 87[8], agosto de 1989).
8 En el caso de los estudios críticos de la raza, Richard Delgado, una de las figuras fundacionales de ese espacio, también ha sido uno de los propulsores del «derecho y la narración». Dentro del feminismo, las narraciones tuvieron un lugar central desde los tiempos del «consciousness raising», pero el texto clásico que se inserta en el momento narrativo del derecho y la literatura, The Alchemy of Race and Rights, data de los primeros años de la década de 1990 (Williams, 1991).
9 La misma idea de «interpretación ampliada» durante este momento en relación con el anterior aparece en Binder y Weisberg (2000, p. 200) y en Coombe (1989, p. 614). Sobre el lugar de los «hechos» en la perspectiva tradicional y en las perspectivas humanísticas de análisis jurídico, ver Sáenz (2018).
10 En este sentido, Julie Stone Peters señala: «Shakespeare dejó de ser quien guiaría al derecho nuevamente hacia el terreno de los valores y Cicerón fue desplazado como modelo del retórico humanista para que ocupen ese lugar los marginalizados, las víctimas, los “otros” silenciados» (2005, p. 448).
11 Gewirtz resume este contrapunto con la teoría planteando que «[l]a relación de las narraciones y la teoría es también compleja. Las narraciones tienden a particularizar, mientras que las teorías se apoyan en la generalidad. Y es esa particularización de las narraciones lo que usualmente se señala como la razón por la que producen efectos distintivos […]. Aún más, ese enfoque en lo particular usualmente consiste en tomar aquellos rasgos que el carácter simplificante de los planteos teóricos generales dejaron afuera» (1996, p. 6).
12 En palabras de Milner Ball, las narrativas «atraen la atención hacia las experiencias cotidianas de las personas reales, a las que una excesiva y exclusiva confianza en la teoría y la abstracción han hecho invisibles […] y que pueden cambiar las formas que tenemos de ver, hablar y actuar» (1990, pp. 1858 y 1860).
13 Adicionalmente, Tony Massaro plantea a las narraciones como una especie de «llamada al contexto» que usualmente se encuentra ausente en las perspectivas teóricas altamente estilizadas (1989).
14 No sorprende en este punto que gran parte de las autoras, en general adscritas al feminismo, que plantean reformulaciones a las ideas tradicionales de autonomía y agencia basadas en la actividad, la autosuficiencia y la invulnerabilidad, también defiendan el uso de las narrativas en el derecho (por ejemplo, Kathryn Abrams, Jennifer Nedelsky, Martha Minow, Martha Nussbaum, entre otras).
15 «Derecho, cultura y humanidades» sería la denominación del grupo de trabajo que se reuniera por primera vez en Georgetown, en 1998, y que luego se transformaría también en una de las asociaciones fundamentales que reúne al trabajo en «derecho y literatura». Sobre el giro hacia la cultura en el movimiento, ver West (2011).
16 Un recorrido por los intereses temáticos de los estudios culturales del derecho se encuentra en Coombe (2001). Una caracterización de este espacio como una forma de «dejar atrás el realismo» y un balance del trabajo de diez años en el área se ofrece en Sarat y Simon (2001). Un mapeo de los estudios culturales del derecho, se encuentra en Mezey (2015). Para una crítica al giro hacia la cultura en el movimiento «derecho y literatura», ver Brooks (1998).
17 Para el caso de Nussbaum, ver Sáenz (2019b).
* Doctora en Derecho (Universidad de Buenos Aires, UBA), becaria posdoctoral CONICET, profesora de Derecho Constitucional (Universidad Nacional de La Plata, UNLP) y de Teoría del Derecho (UBA). Código ORCID: 0000-0002-6954-372X. Correo electrónico: mjimenasaenz@hotmail.com