https://doi.org/10.18800/derechopucp.202201.009
Equilibrios epistémicos frente a la crisis ambiental: un estudio a partir del Caso del Atún Rojo del Sur del Tribunal del Mar en la antesala de sus cuarenta años de creación
Epistemic Balances in the Face of the Environmental Crisis: A Study Based on the Bluefin Tuna Case of the Tribunal of the Sea on the Eve of its Forty Years of Creation
JULIO FRANCISCO VILLARREAL*
Universidad Continental (Perú)
Resumen: El presente trabajo intenta acreditar que la solución dada por el Tribunal del Mar en el Caso del Atún Rojo del Sur, si bien resultó ser epistémicamente superadora a aquella que hubiera supuesto atenerse a considerar únicamente el dictum de los expertos que asesoraran a cada una de las partes enfrentadas, sería de todos modos subóptima. Ello desde que los magistrados de tal foro, pese a las provisiones en tal sentido del artículo 289 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, se abstendrían de consultar y debatir con los expertos la naturaleza de la cuestión sometida a su examen. Cual implicancia directa de ello, el Tribunal del Mar no podría haber contribuido a que las propias partes enfrentadas conocieran los fundamentos de sus pretensiones, trascendentalmente a los términos en los que estas los plantearan. En consecuencia, el Tribunal del Mar se privó de realizar un aporte veraderamente consistente a la solución del conflicto, independientemente de lo que en tal sentido dictara el Tribunal Arbitral. En esa línea, este trabajo intenta acreditar la relación de estricta causalidad existente entre dejar de considerar el dictum de la alteridad y tomar decisiones epistémicamente deficientes.
Palabras clave: Epistemología de la argumentación judicial, Tribunal del Mar, Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, inconmensurabilidad de paradigmas, alteridad
Abstract: This paper attempts to demonstrate that the solution rendered by the International Tribunal for the Law of the Sea in the Southern Bluefin Tuna Case, although epistemically superior to the one that would have involved only considering the experts advising of each of the opposing parties dicta, would, in any case, prove to be sub-optimal. Indeed, such a forum, despite the provisions to that effect of the United Nations Convention on the Law of the Sea 289 article, would refrain from consulting and discussing with the experts the merits of the question submitted to its consideration. As a direct implication of such decision, the International Tribunal for the Law of the Sea could not have contributed to the knowledge, by the opposing parties, of the merits of their claims in a transcendental manner to the terms in which those parties raised, initially, their own claims. As a straight consequence of such a decision, the International Tribunal for the Law of the Sea deprived itself of any possibility of providing a truly consistent contribution to such dispute resolution, regardless of the following Arbitral Tribunal’s decision merits. In this sense, this paper attempts to prove the strict causal relationship between failing to consider the otherness dictum and making epistemically deficient decisions by means of the International Tribunal for the Law of the Sea ruling in the Southern Bluefin Tuna Case.
Key words: Judicial argumentation epistemology, International Tribunal for the Law of the Sea, United Nations Convention on the Law of the Sea, incommensurability of paradigms, otherness
CONTENIDO: I. INTRODUCCION.- II. CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE UNA HEURÍSTICA EPISTÉMICA EN RELACIÓN A LA ADJUDICACIÓN JUDICIAL EN LA LABOR DEL TRIBUNAL DEL MAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR.- III. LA INCIDENCIA DE LAS CONSIDERACIONES CIENTÍFICAS EN EL CONTENIDO DE LA SENTENCIA.- IV. LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL DEL MAR COMO (PARCIAL) PRESUPUESTO PARA DEJAR ATRÁS LA INCONMENSURABILIDAD DE LOS PARADIGMAS DE LAS PARTES.- V. BREVE CONSIDERACIÓN SOBRE LA RELACIÓN ENTRE EL PRINCIPIO PRECAUTORIO, LAS MEDIDAS PROVISIONALES Y EL RECURSO A LAS PROPIAS PARTES CUAL PRESUPUESTO PARA SOSLAYAR LA CONSULTA A LOS EXPERTOS DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR.- VI. EL TRIBUNAL DEL MAR FRENTE AL DEBER DE COOPERACIÓN ENTRE LAS PARTES EN RELACIÓN A SU SOLIPSISMO EPISTÉMICO.- VII. CONTROVERSIAS «CIENTÍFICAS» Y CONTROVERSIAS «JURÍDICAS»: EN LA ANTESALA DEL ANÁLISIS DE LA RETICENCIA DEL TRIBUNAL DEL MAR A APELAR A LAS DISPOSICIONES DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR.- VIII. PRIVILEGIOS HEURÍSTICOS Y COMUNIDADES EPISTÉMICAS: MÁS ALLÁ DEL DEBATE JURÍDICO RELATIVO AL RECELO DEL TRIBUNAL DEL MAR A APELAR A LAS DISPOSICIONES DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR.- IX. CONCLUSIÓN.
I. Introducción
A efectos de comenzar con el presente trabajo, pareciera ser por demás conducente evocar la idea de gestalt a la que hiciera otrora referencia Kuhn (2004, p. 240). De conformidad a la misma, resulta heurísticamente impracticable abocarse a todo intento de comprensión de un universo de significaciones determinado de ser este analizado exclusivamente por medio de un esquema conceptual ajeno al propio. Ello desde que, según tal teoría gestáltica, la posibilidad de avizorar la racionalidad inmanente a un paradigma opuesto a este último devendría en plausible únicamente si se hubiese formado parte o se hubiese contribuido al desarrollo del primero1. De este modo, y como consecuencia de la mentada tesis, si una determinada comunidad epistémica2 se encontrara radicalmente inserta en tal paradigma, la propia concurrencia de terceras interpretaciones de la realidad (tributarias, evidentemente, a terceros paradigmas) no sería susceptible de ser siquiera contrastada con la propia desde que, en definitiva, estas últimas podrían no llegar a ser, incluso, concebidas como sistemas heurísticamente inteligibles. En concreto, y siempre de conformidad a tal tesis, la propia ontología o existencia de un hecho y del conjunto proposicional conducente a dar cuenta de este dependerá, en última instancia, de la propia preexistencia, a tales elementos, de un determinado esquema normativo que los haga inteligibles para los sujetos cognoscentes situados al interior de este último.
En tal sentido, según Kuhn (2004), nuestras condiciones de posibilidad de entender al universo empírico o ideal no siempre obedecen a la selección de un determinado modelo explicativo relativo al modo de abocarse, por medio de una determinada heurística, al estudio de este. Por el contrario, incluso si se adaptasen tesituras similares respecto a cómo comprender las relaciones de causalidad, conexidad o imputación de una determinada realidad sub examine, podrían concebirse esquemas hermenéuticos distintos —e incluso opuestos— a partir de consideraciones ciertamente ajenas o extrañas a la propia voluntad interpretativa de aquel sujeto llamado a dar cuenta de tal realidad (pp. 218-225). Si se llevara tal tesis a un extremo, incluso puede sostenerse que no resulta necesario que se desee abrazar un sistema de representación del mundo contestatario al de una tercera comunidad cognoscente para sepultar cualquier instancia de debate o ejercicio reflexivo con esta última.
Claro que la mentada desarticulación entre una posición hermenéutica y las preferencias de tal sujeto cognoscente no siempre se dan de este modo. En concreto, tal y como se explicará más adelante, los disímiles intereses a los que los Estados parte en el litigio que aquí se comenta se habrían ceñido no solo parecen haber influido sobre la conformación de los diversos paradigmas a los cuales estos se circunscribirían a la hora de presentar jurídicamente sus argumentos; sino que, por otro lado, fueron tales paradigmas los que terminarían incidiendo sobre el parecer de los expertos a los que tales Estados apelaron luego. Tal sería la razón de que, como se referirá más adelante, los dictámenes y estudios redactados por tales técnicos resultasen ciertamente no solo inconsistentes, sino también, en el peor escenario, ininteligibles entre sí.
En otras palabras, los propios sistemas de representación de la realidad con los que las diversas partes (Australia y Nueva Zelanda, por un lado, y Japón, por el otro) en la presente controversia comulgaban no hubieran podido en modo alguno lograr conciliar, por su propia potencia heurística, las pretensiones contrarias de estas. En efecto, Japón referió en repetidas ocasiones, en su contestación a los Memoriales, tanto de Australia como de Nueva Zelanda, que el diferendo relativo a la utilidad y eventual inocuidad de su Programa de Pesca Experimental (Experimental Fishing Programme, EFP en lo sucesivo), a practicarse sobre la población del atún rojo del sur (south bluefin tuna, SBT en lo sucesivo), suponía una disputa de criterios eminentemente científicos, por lo cual el propio Tribunal del Mar no debía haberse declarado competente en el diferendo (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 175).
La particularidad del presente caso se estructura, por lo tanto, en virtud del hecho de que, cual implicancia de los disímiles modos de examinar la realidad que finalmente diera lugar a la intervención del Tribunal del Mar, las partes de la querella entendieron a esta última como únicamente susceptible de ser resuelta bien en términos jurídicos (Australia y Nueva Zelanda) o ajurídicos (Japón). Tal y como se evidencia, tales supuestos resultan ostensiblemente incompatibles entre sí3. En este punto, resulta provechoso invocar las palabras de Huerta Ochoa (2003), según quien «Los conceptos pueden a su vez contradecirse, lo cual implica que se excluyen mutuamente, pero no que uno haga imposible al otro» (p. 51). En supuestos como el presente, el predicar que adscribir a los términos de un esquema de representación de la realidad no supone nominalmente que el contrario sea, de suyo, «imposible», no obstaría, de todos modos, a la recíprocamente percibida inverosimilitud de los paradigmas enfrentados.
Bajo un tal supuesto, cada comunidad de sentido, en su propia doxa, comulgaría —exclusiva y excluyentemente en relación a terceras otras— con el contenido de verdad de las tesis que la representan, lo cual habría de implicar la necesidad epistémica de cuestionar el dictum de terceros esquemas de representación de la realidad. Nuevamente, este último extremo supone, tal y como alegara el Estado nipón (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 175.), la falta de competencia en la litis del Tribunal del Mar. Por el contrario, tanto Australia (Request for the prescription of provisional measures submitted by Australia, 1999, p. 76) como Nueva Zelanda (Request for the prescription of provisional measures submitted by New Zealand, 1999, p. 5) sostuvieron que el diferendo debe resolverse en términos estrictamente jurídicos, lo que, de suyo, habilitaba la mentada competencia.
Dado tal particular escenario, el presente trabajo discurrirá sobre el análisis de la labor del Tribunal del Mar en tanto foro de adjudicación en supuestos en los cuales las mentadas partes adscriben a paradigmas o modos de entender la realidad radicalmente disímiles. A tal fin, se analizará la retórica en virtud de la cual cada una de las partes en el conflicto de referencia presenta la viabilidad y eventual peligrosidad del EFP en relación al SBT, las condiciones de posibilidad de juzgar los méritos del EFP en términos únicamente científicos en contraposición a aquellos exclusivamente jurídicos, la incidencia de tales y otros problemas jurídicos en el contenido de la sentencia, y, finalmente, las propias virtudes y falencias del Tribunal del Mar como promotor de una solución epistémicamente óptima. Este último punto resultará, en este opúsculo, particularmente relevante, puesto que en la segunda parte del artículo se argüirá que, en puridad, el propio Tribunal incurrió en los mismos vicios que, en última instancia, intentó conjurar. En efecto, la categórica reticencia de los propios magistrados de tal foro respecto a consultar el parecer de los expertos, a cuyo dictum refiere el artículo 289 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar en lo sucesivo), replicó la propia dialéctica insular y solipsista a la que los Estados de la controversia sub examine apelaron a la hora de evitar un debate comprometido y profundo con las tesis de la alteridad.
Por ende, la hipótesis de este trabajo sostendrá que la labor del Tribunal del Mar en el presente caso, si bien contribuiría a amalgamar la retórica mutuamente irreconciliable que condujera inicialmente a las partes al diferendo (al interpelarse a estas a cumplir con el deber de cooperar con el fin de arribar a una solución amistosa), de todos modos resultaría ser un remedio epistémicamente subóptimo (en el mejor de los supuestos) o íntrinsecamente deficiente (en el peor) a tal fin. En este sentido, se defenderá la idea conforme a la cual, a efectos de arribar a una sentencia que hubiese contribuido a dejar atrás tales diferencias definitivamente (por medio de conocerse el verdadero estado de situación sobre la variabilidad genética del SBT producto del EFP, independientemente de que tal indagación se realizara, en efecto, en el marco del dictado de la Orden de Medidas Provisionales), expertos como aquellos a los que los Estados separadamente hubieran acudido a la hora de preparar sus presentaciones deberían haber sido sometidos a consulta y deliberación por parte de los magistrados del Tribunal, tal y como dispone, en efecto, el mentado artículo 289 de la Convemar.
II. CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE UNA HEU-RÍSTICA EPISTÉMICA EN RELACIÓN A LA ADJUDICACIÓN JUDICIAL EN LA LABOR DEL TRIBUNAL DEL MAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR
Ciertamente, es razonable pensar que el debate en torno al carácter científico del propio sistema de representación de la realidad puede suponer severas consecuencias sobre la legitimidad de nuestra hermenéutica del mundo. Vale decir, enfrentados dos paradigmas, aquel que logre presentar en términos científicos sus propias tesis será el que, se espera, habrá de primar dialécticamente (Kuhn, 2004, pp. 240-256). Ello, como es natural, en tanto la universalidad de sujetos cognoscentes sea tributaria a una cultura científica o cientificista. Sin embargo, el caso sub examine permite sugerir, al menos en un principio, una excepción a tal regla particularmente sugerente. En efecto, en tanto se estudie la retórica a la que Japón apelara a la hora de presentar ante el Tribunal del Mar la viabilidad, utilidad e inocuidad de su EFP, el mentado por Kuhn no necesariamente debe de ser el supuesto que forzosamente habría de primar.
Ello se debe al hecho de que, en el presente conflicto, los paradigmas en virtud de los cuales cada parte elabora su sistema de representación de la realidad no solo podrían revelarse como radicalmente disímiles entre sí, sino también, al menos para el caso de Japón, como jurídicamente improcedentes en tanto inconducentes a los fines buscados por tal Estado. Tómese, por caso, la constante insistencia nipona respecto a la mentada utilidad e inocuidad de su EFP en relación a la variabilidad genética del SBT con el fin de refrendar jurídicamente sus actos (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 173). Como se comentara, de conformidad a la posición de tal Estado, debió dictarse la falta de competencia del Tribunal del Mar desde que la materia sub examine resultaba únicamente susceptible de ser analizada en términos de un debate científico4. Tal supuesto se encuentra, naturalmente, en las antípodas de aquel predicado por Australia y Nueva Zelanda, Estados que sostuvieron consistentemente a lo largo de sus presentaciones el carácter eminentemente jurídico del diferendo.
En concreto, en sus presentaciones ante el Tribunal del Mar, las actoras (tanto Australia como Nueva Zelanda) sostuvieron que la continuidad del EFP ponía en riesgo a la propia supervivencia de la especie del SBT, por lo que concluían que el proceder de Japón era violatorio del principio precautorio. Para Australia (Request for the prescription of provisional measures submitted by Australia, 1999, p. 80) y Nueva Zelanda (Request for the prescription of provisional measures submitted by New Zealand, 1999, pp. 11-12), tal principio constituía una norma de derecho internacional consuetudinaria destinada a la conservación y gestión ictícola, extremo que Japón cuestionó en su Contramemoria, lo cual importaba la violación de los artículos 64, 116, 117, 118, 119 y 300 de la Convemar, dado el carácter unilateral del EFP de Japón. Ello desde que tal Estado había lanzado un programa cercenando las provisiones de la Convención para la Conservación de Atún Rojo del Sur de 1993 (Convention for the Conservation of Southern Bluefin Tuna of 1993, CCSBT en lo sucesivo), en función de la cual tal Estado, junto a Australia y Nueva Zelanda, habían acordado establecer una cuota nacional y otra total de pesca de la mentada especie.
Por otro lado, en la contestación a la Memoria, Japón sostuvo, como se comentara, la inexistencia de una controversia sobre cuestiones de derecho, toda vez que esta se trataba de una discrepancia de carácter científico entre las partes relativa a los resultados del mentado programa y su impacto en la pesca del SBT. Asimismo, Japón alegó que su EFP no ponía en peligro a la población de tal especie, sino que, por el contrario, tal programa constituía un medio conducente y adecuado para su preservación futura. Asimismo, Japón afirmó que las demandantes habían actuado de mala fe al negarse a negociar una solución según las disposiciones del artículo 300 de la Convemar (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 182).
Dadas las implicancias que las mentadas consideraciones científicas supusieron en la propia decisión del Tribunal del Mar, las próximas secciones de este trabajo se abocarán al examen de estas.
III. LA INCIDENCIA DE LAS CONSIDERACIONES CIEN-TÍFICAS EN EL CONTENIDO DE LA SENTENCIA
Ya predicada su efectiva competencia5, la resolución más significativa que el propio Tribunal estipuló sería el dictado de una Orden de Medidas Provisionales a fin de garantizar que la población del SBT, en función de la continuidad del EFP, no corriese riesgos respecto a su variabilidad genética antes de que el Tribunal Arbitral6 pudiera emitir un laudo. La consideración de mayor gravitación, que incidió en el dictado de tal manda, sería justamente la resultante de la específica y puntual merituación de los elementos de convicción científicos exclusivamente presentados por las propias partes, los cuales, en el punto, habían sido desagregados por el Tribunal (en forma implícita) en dos grandes unidades de sentido:
Los datos obtenidos del EFP piloto de 1998 demostraron que dicho programa podría diseñarse adecuadamente para obtener información útil [... por otro lado, los resultados producto de tal programa piloto de 1998] arrojando variaciones en las densidades en el tiempo y el espacio [de la población del SBT] que justifican la investigación a gran escala (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, p. 165).
Se puede postular, por ende, que la sentencia (al ordenarles el Tribunal a los Estados, entre otras disposiciones, garantizar que no se instrumentara ninguna medida que agravase o extendiese la disputa, o que perjudicara la ejecución de cualquier decisión sobre el objeto de la misma hasta la constitución del Tribunal Arbitral) no supuso ser sino una necesaria implicancia de la ponderación del carácter radicalmente irreconciliable de los modos en los que las partes en conflicto se representaban los eventuales peligros y virtudes que el EFP suponía para la población del SBT. Aun así, y pese a lo paradójico que ello pueda resultar, el contenido de tal decisión no lograría soslayar categórica y definitivamente tal carácter desde que tal resolución no dispuso promover (merced a evitarse recurrir al mecanismo de consulta regulado en el artículo 289 de la Convemar) un debate amplio de las condiciones que, en última instancia, explicaban la materialidad del propio diferendo de fondo. Más adelante se volverá sobre dicha consideración.
IV. LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL DEL MAR COMO (PARCIAL) PRESUPUESTO PARA DEJAR ATRÁS LA INCONMENSURABILIDAD DE LOS PARADIGMAS DE LAS PARTES
Partiendo de la premisa de que el estado de conservación del SBT era, conforme al común dictum de las contrapartes, ciertamente grave, así como también del hecho de que estas últimas no habían podido arribar a un acuerdo en lo relativo a los modos de amalgamar o superar el estado de situación susceptible de producirse por la continuidad del EFP8, el Tribunal concluyó que únicamente devenía en plausible dictar una orden en función de la cual se determinase mantener el statu quo hasta tanto el Tribunal Arbitral se expidiese sobre la propia legalidad del EFP, materia que, de suyo, constituía el fondo del litigio.
En efecto, la íntima relación de causalidad entre la ponderación de las precedentes consideraciones 1 y 2, y el propio contenido de la sentencia del Tribunal del Mar, se explican en función del hecho de que los magistrados entendieron que los litigantes debían abstenerse de continuar, tal y como advierte Romano (2010), no solo con el EFP, sino con «cualquier programa de pesca experimental» (p. ٣٢٦). Ello salvo que estos últimos lograran arribar a un consenso respecto a la eventual y ulterior nueva puesta en práctica del programa, y siempre y cuando las cuotas de pesca del SBT que se consensuaran en función de tal nueva puesta en práctica se descontaran de la integración del total de las asignaciones anuales nacionales ya previstas en la propia CCSBT (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, 1999, p. 299).
Más adelante se indagará respecto a las razones en virtud de las cuales tales magistrados evitaran apelar en el propio proceso a un mayor caudal de tal evidencia científica. Por el momento, lo relevante será tener presente que, en todo caso, los tribunos habrían de entender que, a falta de tales elementos de convicción respecto a la inocuidad de la pesca del SBT que se efectuase en el marco del EFP en excedencia de lo inicialmente estipulado en la CCBST, la única solución jurisdiccional posible sería aquella conducente (dictando la Orden de Medidas Provisionales mentadas) a lograr un ulterior concordato entre las partes.
Puede señalarse, de todos modos, que el mentado sería un consenso amalgamado desde que la plausibilidad de modificar las cuotas de referencia quedaría, en cuanto condición de posibilidad, supeditada a las propias provisiones de la CCSBT. Sin embargo, puede argüirse, a su vez, que el origen de esta última fue el resultante de una negociación y, en última instancia, de un acuerdo entre las partes del propio litigio. Sucede que, en definitiva, tal y como sostiene Jon Elster (2000), en determinados supuestos un Estado puede beneficiarse de ciertas restricciones, lo que no obstaría, de todos modos, a que resultase poco plausible que este se las impusiese a sí mismo (p. 157). Por ello, el filósofo noruego sostiene que, a menos que tales limitaciones le sean aplicadas por un tercero, «es posible que no se produzca, de hecho, la autovinculación normativamente deseable» (p. 157).
De hecho, el presente trabajo predica la hipótesis conforme a la cual, frente a severas desavenencias, el Tribunal del Mar, en tanto organismo de adjudicación, actuó tal y como otrora lo hiciera Ulises. En concreto, tal foro habría de conminar a las partes a someter su entonces presente volición a aquella otra que estas, de modo más pacífico y sopesado, hubiesen antaño abrazado. En este sentido, tal y como sostiene Ezquerra Gómez (2007) citando a Spinoza,
La ley delata a la vez un fracaso y un triunfo de la racionalidad humana. Un fracaso porque los hombres, esclavizados por las pasiones, “con frecuencia son arrastrados [por ellas] en distintas direcciones y son contrarios entre si”, delatando esta discrepancia que son contrarios a la razón […] Y un triunfo, porque esa concordia y mutua ayuda son garantizadas por la ley, si bien “no con la razón sino con amenazas” (p. 221).
De tal modo, la radical falta de acuerdo entre los Estados en litigio respecto a la posibilidad de determinar cuotas de pesca que no afectaran la variabilidad genética del SBT explica la decisión pretoriana de retrotraer el estado de situación a aquel escenario en el cual, por el contrario, existía y se cumplía un acuerdo cuyo carácter jurídicamente vinculante se veía vigorizado por el contenido científicamente consensuado y, por ende, pacífico de las provisiones del mismo. De hecho, bajo los términos de la regulación de las cuotas de pesca contenidas en la CCSBT, la totalidad de las partes en el litigio habían entendido que la mentada variabilidad genética se encontraba asegurada9.
Se evidencia, por lo tanto, que a falta de un criterio científico unívoco entre los litigantes en virtud del cual determinar no solo la corrección, sino incluso la propia razonabilidad de los argumentos de estos, el Tribunal del Mar estipuló que los pregoneros de aquellos paradigmas o sistemas de representación de la realidad que al momento de la controversia pudiesen representarse no solo como mutuamente incontrastables, sino también como eventualmente inconmensurables, deberían hacer sus mayores esfuerzos para, dejando atrás sus previas adscripciones, volver a interpelarse recíprocamente.
En términos prácticos, a efectos de superar tal estado de situación, el Tribunal del Mar apeló al siguiente iter procesal. En primer lugar, dictó una Orden de Medidas Provisionales a fin de evitar que la extensión en el tiempo del diferendo (en el punto, la continuidad del EFP japonés y la objeción respecto a la misma por parte de Australia y Nueva Zelanda) pudiese dar lugar a que la propia controversia deviniese en abstracta, en tanto el objeto de la litis se extinguiera en función de la pérdida del piso de variabilidad genética que aseguraba la supervivencia del SBT. En efecto, en este sentido, el Tribunal del Mar ponderaría
los intentos fallidos de las partes de negociar un acuerdo así como también la existencia de un consenso entre las mismas respecto al hecho de que la población del SBT se encontraba gravemente agotada y que su número se hallaba en un mínimo histórico. En este sentido, aunque el EFP del año en curso casi había llegado a su fin, Japón no había ofrecido garantías en cuanto a sus programas futuros (Sturtz, 2001, p. 472).
Consistentemente, tal y como sostiene Romano (2001), los jueces parecen haber aceptado como válidas las razones que tanto Australia como Nueva Zelanda alegaran con la finalidad de solicitar las mentadas Medidas Provisionales desde que, «si bien la temporada del EFP debía en principio finalizar el 31 de agosto [de 1999], la pesca normal del SBT habría de extenderse más allá de esa fecha» (p. 326). Ello explicaría, sostiene Romano, que el fin último de las mentadas medidas se orientase a reducir la captura de tal especie, por lo cual puede razonablemente concluirse que la veda de pesca, al menos hasta que el Tribunal Arbitral emitiese un pronunciamiento sobre el fondo del asunto, fue concebida por el Tribunal del Mar como una medida de conservación del SBT10.
Finalmente, huelga referir que, al margen del dictado de tales Medidas Provisionales, el Tribunal del Mar dispuso que las partes se avinieran a negociar nuevamente las cuotas de referencia lo más pronto posible, a fin de obtener un acuerdo destinado a la conservación y explotación sostenible del SBTB.
Dado lo hasta aquí consignado, se puede concluir que tales medidas resultaron ser más epistémicamente conducentes que estarse al propio parecer de cada uno de los grupos de expertos al que los litigantes separadamente apelaran en el marco de sus propias presentaciones. Sin embargo, tales medidas resultaron ser subóptimamente eficientes en los mentados términos epistémicos en relación a la posibilidad de que los propios magistrados pudieran discutir e interpelar, en el propio seno del proceso, los pareceres y hallazgos de tales técnicos. En otras palabras, los jueces del Tribunal realizaron relevantes contribuciones a efectos de poder amalgamar las diferencias entre las posiciones a las que se adscribieron los Estados en conflicto. No obstante, la propia tradición procesal y hermenéutica de tal foro obstó a que tales aportes fueran, en virtud de un debate amplio e incondicionado, lo suficientemente conducentes y concluyentes como para trascender los elementos de conocimiento y juicio de los que las partes inicialmente hubieran dispuesto al desencadenarse el conflicto. Luego de la pequeña consideración de la siguiente sección, los subsiguientes apartados indagarán ambas cuestiones.
V. BREVE CONSIDERACIÓN SOBRE LA RELACIÓN ENTRE EL PRINCIPIO PRECAUTORIO, LAS ME-DIDAS PROVISIONALES Y EL RECURSO A LAS PROPIAS PARTES CUAL PRESUPUESTO PARA SOSLAYAR LA CONSULTA A LOS EXPERTOS DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR
Bien puede sostenerse que la limitación a la cuota de pesca establecida en la propia CCSBT también se explica en función del hecho de que, tal y como sostuviera el magistrado ad hoc Shearer, el Tribunal no poseía potestades para actuar ultra petita, razón por la cual este se encontraba impedido de disponer de medidas para reducir la mentada asignación de captura, más allá de los términos de tal Convención (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Declaration of Judge Shearer, 1999, p. 327). Ello explicaría, como sostuvo Shearer, que el Tribunal debiera apelar «disimuladamente» al principio precautorio, ya que, pese a decretar tales Medidas Provisionales, este no se había explayado respecto a si aquellas eran emitidas —o no— en función del mismo (p. 327).
La referencia al carácter solapado del principio precautorio en virtud del cual se adoptaran las Medidas Provisionales, tal y como lo entendiera el magistrado Shearer, no supondría ser la única posición tímida que el Tribunal del Mar habría de adoptar en relación a cómo entender al primero. En efecto, tal y como recordara el juez Treves, en su voto mayoritario el Tribunal evitó explayarse sobre la cuestión relativa a si tal principio, en tanto conducente a otorgar las medidas solicitadas por Australia y Nueva Zelanda en el caso, tributaba a la costumbre del derecho internacional público (Order of ٢٧ August ١٩٩٩, Separate Opinion of Judge Treves, 1999, p. 318). En el punto, Treves evitó explayarse sobre tal consideración puntual al argüir que, en tanto dicho principio resultara inherente al propio dictado de las medidas de referencia, el análisis relativo a la naturaleza jurídica del mismo resultaba innecesario.
En este sentido, si se parte de la premisa conforme a la cual «existiría una evidente afinidad conceptual entre el Principio de Precaución y el procedimiento inherente al dictado de las Medidas Provisionales» (Stephens, 2009, p. 45), el hecho de que el propio Tribunal se haya mostrado lapidariamente taciturno respecto a identificar tal principio como el fundamento del dictado de tales medidas o que no se haya expedido en lo relativo a su condición jurídica no supone una consideración irrelevante. En efecto, esta podría explicar el hecho de que tal Tribunal adoptara una posición igualmente conservadora respecto a evitar vigorizar la fundamentación de tales Medidas Provisionales por medio de permitir el concurso de la opinión de los expertos a la hora de discutir, en función del procedimiento regulado por el artículo 289 de la Convemar, el sentido y la necesidad de estas.
Tal hipótesis no puede entenderse como irrazonable o inverosímil. El propio juez Laing, en su Opinión Separada, sostuvo que dado que no existía evidencia científica concluyente ni manifiesta respecto de la producción de un daño a la población del SBT por parte del EFP, la facultad del Tribunal Internacional del Mar relativa a preservar los recursos marinos debía ser ejercida con cautela (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Separate Opinion of Judge Laing, 1999, p. 305). Ello explicaría, al decir de Laing, que el Tribunal adoptase un «enfoque precautorio» en lugar del así llamado «principio precautorio» (p. 305), siendo este último un criterio ciertamente más laxo en sus requisitos a fin de merituar la imposición de tales Medidas Provisionales.
A la luz de las consideraciones formuladas por los precedentes magistrados, el presente trabajo postula que existe una relación de causalidad entre amalgamar el fundamento del dictado de tales Medidas Provisionales (ya sea en función de negar el carácter de costumbre del derecho internacional público al mentado principio precautorio, de promover su reemplazo por el «enfoque precautorio» o bien de apelar al instituto de la proscripción de las decisiones ultra petita por parte del Tribunal) y soslayar un debate amplio, profundo y consistente respecto a los alcances de estas. No resulta azaroso, en el punto, que el propio magistrado Laing sugiriese que, a falta de la práctica de un debate científico por parte del Tribunal sobre las implicancias del EFP sobre el SBT, debía exigírsele a Japón que probase —en aplicación de una inversión de la carga de la prueba— la falta de consecuencias nocivas de tal programa (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Separate Opinion of Judge Laing, 1999, pp. 314-315). Supuestos como este último contribuyen a explicar, al margen de las restantes consideraciones que se formulan en este trabajo, el hecho de que los magistrados apelasen —como presupuesto para lograr una resolución de la controversia— a la propia iniciativa y al consenso que las partes exteriorizaran antes que a consultar por el dictum de terceras comunidades epistémicas (cual, en el caso, la determinada por los expertos a los que el artículo 289 de la Convemar remitiese).
VI. EL TRIBUNAL DEL MAR FRENTE AL DEBER DE COOPERACIÓN ENTRE LAS PARTES EN RELA-CIÓN A SU SOLIPSISMO EPISTÉMICO
Llegados a este punto, bien vale reconsiderar el papel del Tribunal del Mar en relación a aquellos supuestos en los cuales, tal y como se consignara en el punto 2 de la sección IV de este artículo, existía una severa diferencia entre las partes de criterios relativos a consideraciones de eminente carácter científico (en el punto, tanto la utilidad como —más relevantemente— la propia eventual peligrosidad de la puesta en práctica del EFP en relación a la variabilidad genética del SBT).
En efecto, el presente trabajo sostiene que el papel del Tribunal del Mar, en tanto foro de regulación jurídica de una praxis epistémicamente constructivista, en la medida de que permita que las tesituras e ideas en discusión en el litigio sean susceptibles de ser cabalmente ponderadas, resulta ser más solidario al examen y contrastación de tales consideraciones de carácter científico que el propio proceder consuetudinario de las comunidades epistémicas enfrentadas, cuyo telos debería ser, en términos ideales, ontológicamente solidario a tal fin11. La referencia es, claro está, al conjunto de expertos que, en defensa de las tesis de ambas partes, presentaran sus argumentos en contra y a favor12, respectivamente, de la viabilidad e inocuidad del EFP japonés. De la propia consideración del Memorial de Australia y Nueva Zelanda, como particularmente del Contramemorial de Japón, deviene en evidente que tales técnicos no solo no contribuyeron a amalgamar tales desavenencias; sino que, a su vez, sería la dialéctica en virtud de la cual estos se expresaran aquella que resultaría conducente para la profundización de las diferencias relativas a la viabilidad e inocuidad del EFP13.
En las antípodas de tal proceder y, en gran medida, en función de la orden del Tribunal a los litigantes con el fin de que estos se avinieran a negociar nuevamente sobre la materia lo más pronto posible, en abril de 2001, Australia, Nueva Zelanda y Japón consensuaron detener la pesca del SBT en el marco del EFP. A tales efectos, resultaría de trascendental relevancia que las partes, en virtud de un tal requerimiento, aceptaran el dictum de un panel científico «independiente». Asimismo, de conformidad a este, el mentado EFP no suponía efecto positivo, conducente o provechoso alguno respecto a la eventual y pretendida defensa de la especie de referencia (Romano, 2001, p. 334).
Por ende, la propia interpelación a los Estados a cumplir con su deber de cooperar de buena fe supondría una opción epistémicamente superadora a aquella que relegara al dictum insular y solipsista de los propios expertos de cada uno de estos el examen de la eventual inocuidad del EFP en relación a la variabilidad genética del SBT. Ello no obstaría, de todos modos, a que la solución que el Tribunal dictó resultara, en el punto, epistémicamente perfectible en relación a aquella que, de conformidad a las disposiciones del artículo 289 de la Convemar, requiriera a los mentados expertos a discutir sus propias premisas, hallazgos y conclusiones con tales magistrados. Será en las próximas secciones en las que se analizará la razón de ser de la necesidad de tal deliberación y la consistente reticencia del Tribunal del Mar a celebrar el mentado ejercicio.
VII. CONTROVERSIAS «CIENTÍFICAS» Y CONTROVERSIAS «JURÍDICAS»: EN LA ANTESALA DEL ANÁLISIS DE LA RETICENCIA DEL TRIBUNAL DEL MAR A APELAR A LAS DISPOSICIONES DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR
Frente a las manifiestas diferencias en virtud de las que el propio análisis de la evidencia relativa a la utilidad e inocuidad de la puesta en práctica del EFP en relación al SBT fuera presentado por Australia y Nueva Zelanda, por un lado, y Japón, por el otro, bien vale preguntarse cuál sería, de existir, la dinámica de adjudicación judicial ideal de tribunales como el aquí interviniente en lo relativo a la interdicción de tales desavenencias. Ello desde que, tal y como se mentara, tanto el paradigma japonés, por un lado, como el australiano y neozelandés, por el otro, se representaban como refractarios en gran medida respecto a la posibilidad de considerar los argumentos y elementos de convicción de la alteridad. Tal condición explicaría, a su vez, el contraintuitivo hecho de que la producción de evidencia científica elaborada por cada una de las partes en el litigio no resultara ser la opción más conducente a la hora de considerar y armonizar las pretensiones de tales Estados.
Deviene en evidente, por lo tanto, que independientemente de la retórica con la cual pudiera identificarse un conjunto de expertos determinados (ya se tratase de la que promovía la posición australiana y neozelandesa, por un lado, o la de aquellos sobre la que hiciera lo propio la japonesa, por el otro), existirían en el caso considerables limitaciones que obstarían a un examen no comercial, económica o políticamente mediado de las mentadas cuestiones que en el propio proceso se presentan como pretendidamente «técnicas». Pese a que Japón argumentó consistentemente que «el EFP de 1998 supuso una pérdida económica sustancial, y se anticipa una pérdida similar para 1999. Esta pérdida se tolera solo porque el EFP posee un fin científico, no comercial, como se alega» (Public sitting held on Thursday, 19 August 1999, at 10.00 a.m., 1999, p. 9).
Pese a tal consideración, podrían invocarse buenas razones para sostener una tesis contraria a la nipona. En este sentido, deviene en conducente apelar a la presentación del agente australiano Crawford ante los magistrados, sintetizada por Lee (2000), quien recordó que
Dado que podía predicarse la existencia de un consenso generalizado en torno a la idea conforme la cual el stock del atún se encontraba en niveles [mínimos] récord, [no podía sino concluirse que el] EFP suponía una práctica pesquera comercial mimetizada. [Por ello, el] Tribunal no debería detenerse a [exclusivamente] discutir los méritos de los datos científicos proporcionados [por Japón] (p. 245).
En otras palabras, incluso cuando las mentadas comunidades de técnicos o expertos pudieran, en términos ideales, declarar abrazar aquellos valores tributarios a la definición más puritana de la praxis científica14, objetivos comerciales, políticos o económicos podrían incidir negativamente en la exteriorización de tal telos. Considérese, nuevamente, los cambios en los dicta de los «paneles científicos independientes» precedentemente referidos. Dada la aparente maleabilidad del parecer de estos, resulta razonable sugerir que tales dicta supusieron una refracción de los intereses contrarios de los Estados nacionales en litigio, inicialmente, y de la propia interpelación del Tribunal del Mar a arribar a un acuerdo consensuado, a posteriori. Evidentemente, al decir de Resnik (2008), «Las normas científicas prescriben, pero no necesariamente describen, la conducta científica: son estándares ideales que los investigadores individuales o las comunidades de investigación a veces no cumplen» (p. ٢٢٢).
Dada la complejidad de la discusión relativa a los efectos del EFP sobre la población del SBT, hubiera resultado razonable y conducente que el Tribunal, en el presente caso, dispusiera de lo necesario con el propósito de intentar que la mentada producción científica se acercase en la mayor medida posible a los estándares referidos por Resnik (2008). Probablemente, de este modo, se podría haber soslayado, al menos de cierto sentido15, la aparente parcialidad que los peritos tanto de Australia y Nueva Zelanda, por un lado, como de Japón, por el otro, expresaran en sus respectivos dictámenes. Paradójicamente, tal posibilidad, pese a no haber sido utilizada por el Tribunal a lo largo del debate conducente al dictado de la sentencia, se encontraba, en tanto explícitamente regulada por el propio artículo 289 de la Convemar, a plena disposición del mismo. De conformidad al mentado precepto,
En toda controversia en que se planteen cuestiones científicas o técnicas, la corte o tribunal que ejerza su competencia conforme a esta sección podrá, a petición de una de las partes o por iniciativa propia, seleccionar en consulta con las partes por lo menos dos expertos en cuestiones científicas o técnicas elegidos preferentemente de la lista correspondiente, preparada de conformidad con el artículo 2 del Anexo VIII, para que participen sin derecho a voto en las deliberaciones de esta corte o tribunal.
Ahora bien, pese a las posibilidades epistémicas que tal mecanismo de consulta puede suponer, huelga referir que, precedentemente al caso sub examine, el Tribunal del Mar ya había adoptado una tesitura contraria a acudir al dictum de los especialistas de referencia. De hecho, en el caso de reclamación de tierras de Malasia contra Singapur (Case concerning Land Reclamation by Singapore, 2003), los magistrados del Tribunal rehuyeron toda posibilidad de incorporar la opinión de tales técnicos a sus deliberaciones. Por el contrario, delegaron a las propias partes el deber de consultar a tales investigadores, ordenándoles a Singapur y Malasia la creación de un grupo de trabajo de expertos independientes a fin de realizar un estudio para determinar los efectos de la recuperación de tierras que el primer Estado le había despojado al segundo (Order of 8 October 2003, 2003, p. 27). Más adelante se volverá sobre tales consideraciones.
En cualquier caso, por el momento, lo relevante será recordar que el recurso al dictamen de los mentados peritos no resultó inútil o inconducente en la controversia entre tales Estados asiáticos. Por el contrario, a partir del contenido de este, las partes llegaron a un acuerdo con el que se pondría fin a la disputa, limitándose finalmente el Tribunal Arbitral designado por el Tribunal del Mar a ratificar el concurso de voluntades de los primeros. Podría argüirse, en este sentido, que ello demostró, incluso de no haber sido requeridos tales técnicos por el propio Tribunal del Mar, «cuán valioso puede ser apelar a la designación conjunta […] de especialistas que habrían de emitir un reporte que representase el parecer de los litigantes en lo relativo a determinadas cuestiones científicas» (Anderson, 2007, p. 595).
La referencia al concurso de voluntades logrado en función de la intervención de los mentados especialistas no es en modo alguno caprichosa: la misma ilustra, tal vez, el iter procesal que Japón hubiera adoptado de haber podido sustraerse de la jurisdicción del Tribunal del Mar. En efecto, tal Estado sostendría que la eventual resolución del diferendo no requería de la intercesión de tal foro desde que, como se explicara precedentemente, al decir de los representantes de tal parte, las pretensiones tanto de Australia como de Nueva Zelanda no eran relativas a cuestiones de derecho, sino a terceras otras, de apreciación científica.
Debe referirse, en el punto, que tal posibilidad ya había sido receptada por diversos tribunales internacionales, por lo cual, recurrir a esta no importaba un ejercicio inverosímil o extravagante por parte de Japón. Tómese, por caso, lo dispuesto en el Acuerdo General de Paz del 9 de enero de 2005 celebrado entre el Estado de Sudán y el Movimiento de Liberación de Sudán. Según tal concordato, debía conformarse una comisión de expertos, la cual, en función de sus conocimientos relativos a la historia, la geografía y la antropología, emitiría un dictamen de carácter exclusivamente científico con el objetivo de delimitar las fronteras entre ambas partes. Al decir de Ragni (2020), «El asunto sometido a la Comisión de Expertos sólo implicaba una constatación de hechos cualificada, cuya valoración debería haber sido suficiente para tomar una decisión, sin necesidad de recurrir a criterios jurídicos» (p. 130). En el punto, no resulta relevante hacer referencia a las circunstancias en virtud de las cuales tal resolución fuera impugnada ante un Tribunal Arbitral creado en el seno de la Corte Permanente de Arbitraje; mas, en cualquier caso, lo conducente será recordar que tal tribunal determinaría «muy bien la diferencia entre el diferendo jurídico y el científico, destacando el disímil método seguido en uno y otro para llegar a una decisión» (p. 127).
El que la posición de Japón no fuera la que finalmente resultase aceptada por parte del Tribunal del Mar no obstó a que tal pretensión, de todos modos, se representara como lógica y jurídicamente posible. En efecto, no existe inconsistencia alguna entre predicar, por un lado, que la controversia resultaba, eventualmente, susceptible de resolverse por la vía jurídica y, por el otro, que los elementos de convicción científicos fueran en tales términos relevantes a efectos de adjudicar una decision. Parece indudable, por tanto, que en la resolución del caso del SBT intervendrían tales consideraciones de carácter científico y, en tal sentido, no hubiera resultado insensato que el propio Tribunal apelara al parecer de diversos expertos, de conformidad al mecanismo dispuesto por el artículo 289 de la Convemar.
Por otro lado, e independientemente de que Australia y Nueva Zelanda sostuvieran que el caso debía resolverse en términos antes jurídicos que científicos, estos últimos no solo habían contribuido al debate científico con los informes de sus propios especialistas; sino que, a su vez, habían permitido que la competencia de los mismos fuera sometida a examen por parte de Japón en virtud de la práctica del voir dire. En efecto, la invitación de Australia y Nueva Zelanda a que Japón pudiera comprobar «tanto la credibilidad como la capacidad de [que el experto por tales Estados presentado, el professor Beddington, pudiera] ofrecer conocimientos especializados sobre asuntos relevantes para el caso ante el tribunal» (Minutes of the Public Hearings held from 18 to 20 august 1999, 1999, p. 39) no resultó inconsistente con la pretensión de tales Estados de conferirle a su presentación un fundamento jurídico antes que científico. Dada tal conducta de las partes, tributaria a la idea de ampliar los fundamentos científicos del debate, ¿cómo entender, entonces, la mentada reticencia del Tribunal respecto a consultar a tales expertos? Seguidamente, se considerará tal interrogante.
VIII. PRIVILEGIOS HEURÍSTICOS Y COMUNIDADES EPISTÉMICAS: MÁS ALLÁ DEL DEBATE JURÍ-DICO RELATIVO AL RECELO DEL TRIBUNAL DEL MAR A APELAR A LAS DISPOSICIONES DEL ARTÍCULO 289 DE LA CONVEMAR EN EL CASO DEL ATÚN ROJO DEL SUR
Como se comentara, a lo largo del proceso, la propia conducta de los litigantes configuró un antecedente consistente con una eventual requisitoria, por parte del Tribunal, de la colaboración de los técnicos a los que el artículo 289 de la Convemar remitía con la finalidad de terminar de analizar científicamente los fundamentos de las pretensiones de las partes. La necesidad de recurrir a tales peritos resultaría más ostensible en la medida que se partiese del reconocimiento que el Tribunal deslizara en torno a sus limitaciones epistémicas en el caso. En efecto, los propios magistrados admitieron que no se encontraban en condiciones de «evaluar de forma concluyente las pruebas científicas presentadas por las partes» (Award on Jurisdiction and Admissibility, Decision of 4 August 2000, 2000, p. 20). Tal confesión, en el marco del proceso, resultó incluso en mayor medida sugerente en tanto se pudo observar que, inmediatamente después de pronunciarse esta, el Tribunal optaría por prescindir de cualquier ulterior estudio científico para abocarse a «adoptar las medidas necesarias […] a los fines de preservar los derechos de las partes y evitar un mayor deterioro de la población del SBT» (p. 20).
En tal sentido, el hecho de renunciar a considerar —siquiera elípticamente— posiciones científicas complementarias a aquellas que habían provisto anteriormente las partes, incluso mediando un sinceramiento como el ya mentado, no necesariamente debe leerse como un acto revolucionario o contestatario a su propia tradición jurisprudencial por parte de los jueces del Tribunal. En efecto, a decir de Treves (2012), tales magistrados, históricamente, se han sentido «incómodos» en razón de convocar a científicos que, deliberando junto a ellos, y debiendo ser titulares no solo de conocimientos técnicos, sino también jurídicos, se encontrarían «demasiado cerca de ser jueces o árbitros» (p. 486). El razonamiento desarrollado por Treves pareciera ser, ciertamente, atractivo y sugerente, desde que este podría explicar de un modo no forzado el hecho de que, consuetudinariamente, «el recurso a la información científica nunca ha sido utilizado por tal órgano como argumento a favor de uno de los litigantes» (p. 486). Huelga referir que el proceder de tales magistrados, tal y como es descrito por el jurisconsulto italiano, no necesariamente debería ser entendido como arbitrario o, peor aún, antijurídico. En efecto, no existe inconsistencia alguna en predicar, por un lado, que el abandono de un determinado conjunto de elementos de convicción pueda ser presentado (tal como lo hace Treves) en función de consideraciones psicológicas y el que tal decisión, igualmente, se ajuste a derecho. Al decir de Ragni (2021),
El hecho de que el desacuerdo entre las partes se refiera a un elemento que sólo puede verificarse en presencia de información y/o conocimientos técnicos y/o científicos, es decir, que en principio se cumplan los requisitos previos en presencia de los cuales el litigio sería calificado como científico, no implica per se la pérdida del carácter jurídico del litigio […] si la solución del caso depende de la aplicación de una norma de derecho internacional en la que se basa la pretensión de una de las partes (p. 125).
De conformidad a lo suscrito por Ragni, no supondría antinomia alguna sostener que corresponde que el caso sea decidido en exclusiva consideración a argumentos jurídicos, incluso cuando la materialidad empírica del diferendo pudiera ser explicada, en gran medida, apelando a una retórica y semántica científica. Aún así, y desde una perspectiva jurídica (y ya no psicológica, como la presentada por Treves), tal explicación no puede dar cuenta de las razones en función de las cuales los propios jueces habrían decidido, discrecionalmente, prescindir de apelar a un mayor caudal de elementos de convicción científicos, evitando así comprender más acabadamente las propias condiciones que llevaron a las partes a presentar su diferendo ante el Tribunal.
Lo contrario supondría sostener que, a efectos de un pronunciamiento en el presente caso, tales elementos científicos no solo no debieron ser considerados de modo sustancial; sino incluso, elípticamente, a la hora de brindar una decisión más reflexiva y mesurada por parte de los jueces. Ello importaría, sin ir más lejos, tornar en abstracta la discusión que anima al presente artículo y, en definitiva, al propio telos del recurso a los técnicos al que alude el artículo 289 de la Convemar. Ahora bien, la propia relación hermenéutica de los magistrados con el universo de dictámenes y opiniones de tales especialistas refrenda nuestra tesis desde que, incluso en casos como el del propio SBT, en el cual la «información científica puesta a disposición del Tribunal nunca se utilizara como argumento decisivo, se la consideraría suficiente a los fines de determinar que existía “incertidumbre científica” en relación con el asunto sometido al Tribunal» (Treves, 2012, p. 486).
Llegados a este punto, tal vez resulte heurísticamente conducente hacer una consideración metodológica. Es cierto que, en la medida de que se parta del supuesto de conformidad,
corresponde al juez establecer los criterios de valoración de la prueba, que, sobre todo en el caso de aquellas dirigidas a acreditar hechos científicos, no servirían para examinar su contenido, sino, dadas las facultades de que dispone el juez como tal, para verificar el cumplimiento del parámetro exigido por la norma (Ragni, 2021, p. 125).
En ese sentido, el proceder de los magistrados del Tribunal no resulta intrínsecamente reprochable. En efecto, pareciera no existir contradicción lógica alguna entre predicar, por un lado, que tales funcionarios no contaban con los elementos de convicción científicos para terminar de evaluar la fiabilidad de la prueba (también) científica aportada por las partes y el que tales jueces pudieran, de todos modos, analizar el efectivo cumplimiento del parámetro exigido por la norma a la luz de la cual se dictaran las medidas provisionales del caso. De hecho, como se recordará, el propio criterio de ponderación, en función del cual se había examinado el efectivo cumplimiento del parámetro exigido por la norma que regulaba la legalidad del EFP de Japón, terminaría siendo el relativo al carácter unilateral de tal programa. En efecto, en el caso, «el Tribunal afirmó que la solicitud de Australia y Nueva Zelanda revestía la condición suficiente y urgente para analizar una eventual Orden de Medidas Provisionales» (Villarreal, 2021, p. 86), dada la efectiva violación al deber de cooperación de Japón (regulado en los artículos 64, 116, 117, 118, 199 y 300 de la Convemar) en lo relativo a «la explotación económica y conservación de las especies altamente migratorias» (p. 86), cual era el caso del SBT.
En otras palabras, el Tribunal estableció implícitamente que el criterio de cumplimiento del parámetro exigido por tales normas podía ser examinado prescindiendo del recurso a consideraciones científicas. De lo contrario, tal Tribunal, con el objeto de motivar su decisión relativa al dictado de las Medidas Provisionales de referencia, habría acudido a las disposiciones del artículo 289 de la Convemar, evitando utilizar la información científica solo para concluir que esta era incierta (Treves, 2012, p. 487). Pareciera, por lo tanto, que la posición de los jueces del Tribunal era tributaria de aquella que abrazaran ciertos juristas, de conformidad a la cual
el problema de la interpretación del concepto de “investigación científica” […] debería tratarse de forma más profunda [que aquel que únicamente tiene en consideración elementos de valoración exclusivamente científicos, de modo tal de poder apelarse al] uso de los cánones hermenéuticos previstos en el derecho internacional de los tratados (Ragni, 2021, p. 146).
La labor de los jueces del Tribunal en el caso del SBT puede entenderse, bajo una perspectiva como la mentada, como un ejercicio intelectual que ampliaría las fonteras del conocimiento. En efecto, el hecho de que los magistrados apelasen a los mentados cánones hermenéuticos, ignotos para la propia comunidad científica a ser interpelada por tales juristas, podría ser leído como un acto que, de suyo, buscase «determinar nuevos tipos de evidencias, enriqueciendo el corpus explicativo de éstas sin extender ninguna suerte de privilegio a la heurística de la realidad a ser analizada» (Bachelard, 1966, p. 58). En otras palabras, al prescribir los jueces que, incluso frente a un ostensible déficit de información técnica, no resultaba necesario apelar al dictamen de un conjunto de expertos a fin de subsanar tamaña circunstancia, limitándose el Tribunal —tal como sostiene Mbengue (2011), apelando al dictum de la Corte Internacional de Justicia en el caso de la plataforma continental del mar del Norte (North Sea Continental Shelf Cases, 1969)— a «“hallar” hechos científicos “solo en la medida de que éstos fueran requeridos a los efectos de la aplicación del Derecho Internacional”» (p. 56), puede afirmarse que los magistrados buscarían elaborar nuevos «criterios y métodos de razonamiento a la luz de los cuales valorar la fiabilidad y pertinencia» (Ragni, 2021, p. 152) del material científico sub examine. En conclusión, puede sostenerse que tal heurística científica sería privada de cualquier tipo de privilegio que antaño hubiera impedido que la misma fuera evaluada e interpelada por terceras comunidades epistémicas.
Ahora bien, el presente trabajo sostiene que, a contrario sensu de la mentada hipótesis, de haber existido una prerrogativa heurística, esta nunca parece haber abandonado, en casos como el del SBT, el dominio de lo jurídico. Ello explicaría, en concreto, el porqué del hecho de que los magistrados del Tribunal no hubieran apelado, incluso frente a un confeso déficit de conocimientos sobre una materia tan compleja como aquella relativa a los efectos del EFP sobre la variablidad genética del SBT, al dictamen de los expertos en la misma. Considérese, en el punto, las palabras de Mbengue (2011), quien sostuvo que
La determinación científica de los hechos puede entenderse como un método para descubrir el “no-hecho” (el suceso incierto), mientras que los procesos tradicionales de determinación de los acontecimientos ante las cortes y tribunales internacionales se orientan hacia la “congelación” de los hechos (p. 59).
Evidentemente, aquellos predicados formulados por la corporación científica no gozan, para la comunidad jurídica, del mismo estándar o jerarquía epistémica que los enunciados por esta última. En efecto, a la circunstancia de que los primeros no solo resultarían ser inherentemente «volátiles, circulares, escasos, impalpables» (Mbengue, 2011, p. 62), debería sumarse la consideración conforme a la cual «las cortes y tribunales internacionales no suelen prestar atención a los elementos fácticos más controvertibles» (p. 60). Aquí no asistimos, por lo tanto, a un problema relativo a no extenderle a la otredad determinados privilegios hermenéuticos, sino a conservarlos impretéritamente para la propia comunidad de sentido desde la cual se formula —y legítima— un determinado sistema de representación de la realidad. En esta línea, bien vale recordar que, conforme señala Latour (1987), «Dado que el arreglo de una controversia es la causa de la representación de la Naturaleza, no su consecuencia, nunca podemos usar esta consecuencia a los fines de explicar cómo o por qué se ha resuelto la primera» (p. 258).
Si se adopta el razonamiento de Latour (1987), la percepción de reputar como cierto un sistema de representación de la realidad no guarda, por lo tanto, relación de causalidad con aquellas condiciones trascendentes al modo en el cual este es analizado por parte de una determinada comunidad de sentido. En efecto, en última instancia, el estatus epistémico de todo sistema de análisis y representación de la realidad no resulta ser una propiedad intrínseca a este último, sino tributario y causalmente dependiente de la propia doxa del sujeto cognoscente (individual o colectivo) que adjudica a tal esquema la mentada condición.
En virtud de tal consideración, con prescindencia del análisis de la praxis del propio Tribunal del Mar, el que magistrados tan destacados como los de la Corte Internacional de Justicia, en el asunto de las plantas de celulosa sobre el río Uruguay (Pulp Mills on River Uruguay, 2010), sin el concurso de sus técnicos especializados, discrecionalmente «se encarguen de elegir qué pruebas científicas son las mejores, descartando otras y evaluando y sopesando los datos brutos» (Dissenting opinion of Judge ad hoc Vinuesa, 2010, p. 285), no debería ser interpretado como una herejía analítica ni, mucho menos, profesional. Ello desde que, independientemente de la solidez o validez intrínseca que los predicados científicos de suyo puedan suponer para valorar el universo probatorio que pudiera decidir un caso, la comunidad epistémica de jueces de foros como los ya mentados habría de decidirse, siempre que les resultase posible, por una heurística que fuese tributaria a sus propias categorías (en el caso, jurídicas) de representación de la realidad. Ello ya que, por lo general, los individuos exteriorizan cierto «conservadurismo categorial, lo que los lleva a éstos a mostrar una preferencia por aquellas estructuras “arraigadas” […] Como consecuencia de ello, tales individuos no complementan ni revisan a la ligera sus propios esquemas interpretativos» (Goldman, 1993, pp. 279-280).
La referencia a la obra de Goldman da cuenta del hecho de que las limitaciones inherentes a tales estructuras «arraigadas» en la praxis cognitiva y hermenéutica de los tribunales internacionales trascienden los condicionamientos que el universo de competencias, saberes y experiencias previas le impone a cada uno de los miembros de los mismos. En efecto, la doxa de cada comunidad determinaría la totalidad de los criterios de validez, pertinencia y verdad tanto para su objeto de trabajo como de estudio. Ello desde que, al interior de cada una de tales comunidades,
Todas las propiedades “lógicas” y “metodológicas” de su ejercicio [cognoscente y reflexivo], cada característica de tal actividad, de su facticidad, de su objetividad, de su racionalidad, de su difusión, sin excepciones, supondrían, en cuanto tales, una exteriorización de las prácticas socialmente organizadas (Garfinkel, 1972, p. 323).
Lo hasta aquí suscrito implica, en definitiva, dos condiciones. En primer lugar, que el propio contenido y la percibida legitimidad de todo sistema de representación de la realidad no habrán de quedar librados a un proceso en mayor o menor medida deliberativo y epistémicamente libre e incondicionado, sino profesionalmente determinado por las adscripciones, prácticas y valores de tal comunidad. En segundo lugar, que en la medida en que la hermenéutica de la realidad que se desarrolle al interior de tales comunidades resulte ser únicamente tributaria a un conjunto de premisas, perspectivas y axiomas que provengan exclusivamente del interior de tal corporación, tal hermenéutica puede ser radicalmente ajena al propio universo analítico de terceros esquemas. Por ello, resulta profundamente irrelevante para cualquier tribunal el que, verbigracia, todo demandante reaccionase «ante el incumplimiento de un acuerdo invocando normas morales, de equidad o señalando la falta de sensatez política de tal proceder» (Schreuer, 2008, p. 966). En efecto, muy probablemente tal foro solo intervendría en la disputa si en esta se invocasen «normas jurídicas contenidas, por ejemplo, en un tratado o una ley y si se solicitasen determinados recursos legales, como la restitución o la indemnización por daños y perjuicios» (p. 96).
Por lo tanto, y en estricta relación al debate del caso sub examine, el que el propio Tribunal del Mar se negase a escuchar el parecer de la comunidad científica a la que podría haber apelado, de conformidad a lo normado por el artículo 289 de la Convemar, no solo implica cercenar toda posibilidad de consideración de la eventual atinencia —y, en definitiva, verosimilitud— del dictamen de la misma; sino también, en suma, de la propia materialidad empírica por tal comunidad descrita (en el caso, aquella relativa a los efectos del EFP sobre la variabilidad genética del SBT). En consecuencia, el hecho de que los magistrados de un tal foro, incluso frente al reconocimiento de su insuficiencia técnica en el caso, rechazasen sopesar el parecer de tales expertos demuestra que, trascendentemente a la propia normatividad jurídica, subyace una tercera de carácter epistémico. En virtud de esta última, «las cuestiones de hecho serían definidas únicamente como el producto de decisiones metodológicas, siendo que las consecuencias prácticas derivadas de la aplicación de tales decisiones quedarían, por ende, excluidas de toda suerte de reflexión» (Habermas, 1971, p. 280).
Ahora bien, ¿qué debería entenderse, en el punto, por tales «consecuencias prácticas»? En particular, y si examináramos a estas últimas a partir de una doxa jurídica, ¿qué sentido tendría el análisis de tales consecuencias si, en definitiva, aquello sobre lo que un juez de un tribunal internacional se abocaría a pronunciarse no sería sino la exégesis jurídica del caso? A la luz de esta última consideración, cualquier tipo de respuesta puede resultarnos intrínsecamente poco atractiva, sugerente o, incluso, conducente; es más, podría decirse que esta no aportaría, en principio, ninguna información de la que no dispusiéramos precedentemente. Ello desde que indagar por las «consecuencias prácticas» relativas al uso de categorías estrictamente jurídicas —desde tal exclusiva perspectiva— solo podrá darnos respuestas que resultarán superfluas (verbigracia, las ya bosquejadas y por tales jueces explicadas en sus decisiones) o que, en tanto jurídicas, ya podían preveerse o darse por sentadas o probables de adjudicación.
Son aquellas consideraciones las que explicarían, al decir de Habermas (1971), el hecho de que ciertas decisiones metodológicas (en el presente caso, aquellas que se tomarían por parte de los miembros del Tribunal del Mar en casos como el del SBT) impedan reflexionar sobre las propias consecuencias prácticas que la adopción de las mismas supondría. Ello debido a que tales decisiones «generan definiciones más o menos consensuadas de problemas, así como de soluciones» (Schugurensky, 1998, p. 126), lo cual implicaría, en tal sentido, que «una vez que dicho marco de referencia se desarrolla y consolida, es difícil imaginar otras alternativas» (p. 126).
En otras palabras, la imposibilidad de advertir tales consecuencias se opera por medio de una praxis de generalización simbólica estructurada en mayor o menor medida en torno a dos instancias, siendo la primera relativa a la delimitación de uno o una serie de problemas. En este caso, por tales «problemas» debe entenderse aquellos que, con radical prescindencia del parecer de cualquier otra comunidad epistémica (en este caso, la científica), fuesen concebidos por el mentado tribunal como los únicos atendibles. La referencia es, claro está, a aquellos de naturaleza jurídica. La segunda es relativa a la solución de los mismos: tal y como se refiriera, si existiese la posibilidad de que el caso fuese susceptible de ser resuelto en términos jurídicos, aquella sería la dialéctica última a la que, incondicionadamente, apelaría el tribunal a la hora de pronunciarse. En este sentido, el acto de examinar las razones en función de las cuales una comunidad epistémica únicamente considerara una serie de problemas y soluciones (en este caso, aquellos de naturaleza «jurídica») en detrimento de terceros otros (en este caso, aquellos de naturaleza «científica») puede no importar un ejercicio consciente, reflexivo o incluso inteligible por parte de los miembros de la misma. Ello desde que, al decir de Kuhn (2004),
Lo que ve un hombre depende tanto de lo que mira como de lo que su experiencia visual y conceptual previa lo ha preparado a ver. En ausencia de esa preparación sólo puede haber, en opinión de William James, “una confusión floreciente y zumbante” (p. 179).
Tal circunstancia importa severas implicancias que, incluso, trascienden las propias habilidades y modos de resolución de tales problemas por parte de toda comunidad epistémica. En efecto, la delimitación de estos últimos y, eventualmente, sus propias soluciones —o, en términos de Kuhn (2004), sus «piezas de rompecabezas» (p. 70)—, determinarían, al definir el «contenido» de su paradigma, la propia identidad de la comunidad de sentido que se adscribiese al mismo. Ello desde que el binomio problema-solución constituiría el presupuesto necesario con el que todo integrante de tal esquema de representación de la realidad elabora su propia lectura de esta última. A decir de Enrique Marí (1991), toda disciplina del conocimiento «es un estatuto que incluye […] en el interior de su práctica, sus mismas condiciones de aplicación. Así la división clásica entre teoría y aplicaciones de la teoría es rechazada, incorporando dicha práctica sus condiciones de aplicación» (p. 326).
Llegados a este punto, reconducir el debate a las razones en función de las cuales el Tribunal del Mar no apelara al dictum de los mentados expertos, de conformidad a las disposiciones del artículo 289 de la Convemar, pareciera ser una materia ciertamente más sencilla que ab initio. Ello desde que recurrir al parecer de tales peritos no dependería, en última instancia, de la relevancia o, incluso, necesidad epistémica objetiva16 de contar con la opinión de estos últimos; sino de que la dialéctica de los mismos resulte tributaria al universo de condiciones que estructuran la propia doxa a la que, inevitablemente, apela la comunidad de sentido de la que los jueces de tal foro forman parte. Por tales «condiciones» podría entenderse, por lo tanto, la adscripción profesional y hermenéutica a la que los magistrados del Tribunal del Mar habrían de apelar. De conformidad a esta, como se mentara, cualquier diferendo entre las partes que pudiera ser susceptible de evaluarse y, eventualmente, zanjarse por medio de una solución jurídica sería, excluyentemente en relación a terceras otras, resuelto en tal sentido.
En concreto, el presente trabajo sostiene que incluso en aquellos supuestos en los cuales existieran los medios normativos para considerar el dictum de terceras comunidades epistémicas, el Tribunal del Mar, independientemente de su necesidad objetiva en tal sentido, optaría por soslayar el recurso a este último. En efecto, en casos como el del SBT, en los cuales la opinión de la otredad (en el punto, la propia comunidad científica en relación a la jurídica) resultase imprescindible a fin de poder dictar una decisión jurisdiccional fundada (en concreto, la propia Orden de Medidas Provisionales), los magistrados de tal foro evitarían practicar «un examen ciertamente aséptico e incondicionado del parecer de la alteridad» (Tatman, 2001, p. 112). Dada tal reticencia, la única opción con la que tal Tribunal contaría no sería otra que aquella que permitiese legitimar jurídicamente la pérdida epistémica que supondría prescindir de la opinión de los expertos en una materia en la que únicamente estos podrían pronunciarse.
Asimismo, el propio juez Warioba, en su voto (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Declaration of Judge Warioba, 1999, p. 303), fue preclaro al referir que dado que el propio Tribunal había reconocido que este no podría evaluar de manera definitiva y concluyente la evidencia científica presentada por las partes, no devendría en plausible establecer provisionalmente, por parte del mismo, una cuota determinada de pesca del SBT. En virtud de tal consideración, según Warioba, una decisión relativa a la materia únicamente podría ser, tal y como solicitaran las partes demandates, tomada por el propio Tribunal Arbitral, el cual contaría a tal fin —arguyó el mentado— con el necesario caudal de elementos de convicción a efectos de expedirse fundadamente en tal sentido. La retórica de Warioba es sugerente y da cuenta de las persistentes reticencias que el Tribunal del Mar, consuetudinariamente, manifestara a considerar el dictum de las comunidades de técnicos a su disposición (el propio Warioba no referirá, siquiera elípticamente, la posibilidad de recurrir a las disposiciones del artículo 289 de la Convemar). Asimismo, y cual forzosa implicancia de ello, tal retórica también explica la razón en función de la cual tal celo daría lugar a que, en casos como el presente, el papel del mentado foro resultase subóptimo en términos epistémicos.
En tal sentido, pese a que la validez jurídica de la Orden de Medidas Provisionales dictada por el Tribunal del Mar descansa en la naturaleza unilateral del acto en virtud del cual Japón iniciase el EFP, de ello no se sigue que procedimientos de consulta y deliberación como aquel al que remite el artículo 289 de la Convemar no resulten intrínsecamente conducentes a efectos de que los propios litigantes puedan reconsiderar la razonabilidad y las implicancias de aquellas decisiones que, en definitiva, los llevaran a la controversia. De hecho, la posibilidad de que los actores puedan lograr una mayor comprensión no solo de la causa y naturaleza del litigio, sino fundamentalmente de la apreciación que de tales consideraciones se represente el contrario, dependerá de que ambos litigantes puedan acceder a los mismos e idénticos elementos de juicio y convicción. Tal y como se ha explicado en este trabajo, el acto de consultarse autónomamente por parte de cada uno de los contendientes a la comunidad científica de sus propios expertos no solo no garantizaría tal estándar epistémico, sino que muy probablemente (tal y como acaeciera en el caso sub examine) lo mutilaría. Es por ello que contar con un ámbito dialógicamente democrático en el cual los mentados especialistas sean equitativamente designados por las propias partes, pudiendo tales expertos no solo debatir sus respectivas tesis, sino también ser interpelados por los propios magistrados del Tribunal, supone una vía procesal mucho más conducente a fin de componer el conflicto que aquella que se limita, simplemente, a invocar genéricamente el deber de cooperación entre las mismas.
De todos modos, puede argüirse que tal pérdida epistémica no necesariamente debe ser entendida en los perniciosos términos que, en el presente trabajo, se sugieren. En efecto, estudios como el de Koskenniemi (1991) predican que los tribunales internacionales no resultan ser capaces de resolver conflictos que, como el aquí sub examine, suponen severas implicancias científicas respecto a materias ecológicas.
En efecto, según Koskenniemi (1991), el remedio de una controversia de tal condición requiere, antes que una solución de naturaleza jurisdiccional, de una tercera de carácter político. Ello dada la particular lectura del diferendo que cada uno de los Estados litigantes practicaría en función de los disímiles estándares de sus propios regímenes medioambientales (pp. 74-75). Al decir del jurista finlandés, «lo que la ley protege no es la naturaleza sino lo que se refleja de la naturaleza en el ojo del soberano» (p. 75). Bajo tal premisa, el apelar a la vía diplomática y política supondría un recurso metajurídico que, de suyo, podría amalgamar y finalmente diluir, por medio de una negociación conducida por las propias partes, las inconsistencias normativas que precedentemente hubiesen conducido a estas al conflicto. Las dificultades inherentes a la labor jurisdiccional a la hora de conminar a los Estados a que reconsideren sus propios estándares medioambientales serían la razón que explica, en concreto, el proceder del Tribunal del Mar en la controversia del SBT o el de la propia Corte Internacional de Justicia en el caso relativo a los ensayos nucleares (Nuclear Tests, 1974; Stephens, 2009, p. 98).
Sin embargo, concebir el recurso a los foros internacionales como un medio únicamente circunscrito a interpelar a tales Estados a cooperar puede suponer, antes que una solución procesal, una perpetuación de las diferencias cognitivas inicialmente preexistentes entre los mismos. De hecho, tal manda, si bien implica una solución epistémicamente más conducente que aquella que perpetuase el insularismo y solipsismo de cada una de las propias comunidades de expertos que asesoraran a ambas partes, no solo no puede garantizar que los litigantes llegasen a un acuerdo17, sino que, en última instancia, dificultaría que estos cuenten con idéntica información como premisa para llegar al mismo. Ello desde que conminar a tales comunidades a que debatan sus posiciones no garantiza, en concreto, que estas procedan en tal sentido o que, en cualquier caso, lo hagan en el marco de un entorno democrático y horizontal.
El propio Koskenniemi (1991) termina reconociendo que, frente a un determinado comportamiento innovador de un Estado, en virtud del cual este desafiare el statu quo preexistente, de no lograrse soslayar la controversia por la vía de la negociación, «a falta de normas de conducta medioambiental más detalladas y de carácter vinculante, probablemente no haya más remedio que recurrir al antiguo criterio de razonabilidad» (p. 74). Pese a que Koskenniemi evita cualquier mención (siquiera marginal) en el punto, la referencia a la sentencia del Tribunal del Mar en el caso del SBT es cuasi obligada. Volviendo sobre nuestras palabras, en el mentado caso, tal foro dispuso que los Estados debían abstenerse de continuar con todo programa de pesca experimental, salvo (y ello es lo relevante) que estos lograran arribar a un consenso respecto a la nueva puesta en práctica del mismo, y siempre y cuando las cuotas de captura del SBT que se consensuaran en función de tal nueva puesta en práctica fueran descontadas de la integración del total de las asignaciones anuales nacionales ya previstas en la propia CCSBT. En otras palabras, el Tribunal conminó a las partes a conducirse de conformidad con una norma de conducta que había sido inicialmente debatida y consensuada entre estas y sus propias comunidades científicas.
Resulta evidente, por ende, que, trascendentemente a la volición política de todo actor, el recurso a aquellas instancias más epistémicamente eficientes (en el caso óptimo, a un organismo jurisdiccional internacional abocado a consultar y democratizar la totalidad de la información científica existente, al margen de que tal proceso tenga lugar en virtud del dictado de una Orden de Medidas Provisionales o merced a la decisión de fondo) resulta intrínsecamente más conducente a la finalidad de dejar atrás cualquier conflicto que el circunscribir todo debate al propio solipsismo de cada uno los actores enfrentados.
En definitiva, el dictado de una Orden de Medidas Precautorias sin la debida difusión de la universalidad de los elementos de convicción y juicio disponibles, junto a la manda a las partes a cumplir con su deber de cooperación, no pueden garantizar, de suyo, que estas últimas no terminen siendo víctimas no solo de sus condicionamientos normativos o políticos, sino fundamentalmente cognitivos, que las condujesen a tal controversia. Este trabajo predica que uno de los mayores aportes que el Tribunal del Mar puede realizar al dictar una Orden de Medidas Provisionales no se agota en las consecuencias jurídicas de la misma (en lo atinente, conminar a las partes a cooperar de buena fe), sino en la interpelación a los litigantes a que revean los propios saberes que animan sus conductas. Sucede que, en definitiva, el acto de consultar a los expertos científicos a los que alude el artículo 289 de la Convemar a la hora de expedirse tales Medidas Provisionales, al suponer intrínsecamente un mayor caudal epistémico a disposición no solo de los jueces, sino fundamentalmente de las propias partes, implica la posibilidad para estas últimas de un ejercicio inmanentemente reflexivo que
no se llevaría a cabo para optimizar de modo inmediato la situación de todo actor en relación a su entorno externo, sino para mejorar su estatus cognitivo en relación tanto a este último como al interno. Tales acciones epistémicas son determinaciones que se toman a los fines de modificar el modo en el que un agente evalúa determinada información [, en el punto, aquella con la que contaba precedentemente, proveniente de sus propios expertos, de modo tal de poder luego] modificar el entorno externo (Kirsh & Maglio, 1994, pp. 541-542).
IX. CONCLUSIÓN
Dada la exposición de razones que se practicara a lo largo del presente trabajo, puede concluirse que el proceder de los magistrados del Tribunal del Mar en el caso sub examine supuso una contribución epistémica al conminar a las partes a cumplir con su deber de cooperación, de modo tal de dejar atrás las diferencias y desavenencias que, inicialmente, explicaran la emergencia del diferendo. Sin embargo, también es cierto que tal aporte resulta, en cualquier caso, poco eficiente desde que los propios magistrados, contando con los medios normativos para disponer en tal sentido, decidieron discrecionalmente prescindir de incorporar a su propia deliberación la opinión de los expertos en la materia. Tal decisión hubiera contribuido a que los Estados litigantes pudieran advertir que sus propias prácticas, epistémicamente insulares y solipsistas, eran en definitiva las responsables de causar y agravar el conflicto.
Ya fuese en función de compeler el Tribunal a las partes a que las mismas, conforme tal deber de cooperar, se interpelaran sobre sus propias tesis relativas a las implicancias de la continuación del EFP sobre la variabilidad genética del SBT; o, eventualmente, a que se le requiriera a los expertos que participasen en las deliberaciones entre los magistrados relativas a tal materia, existiría en ambos casos una íntima relación de causalidad entre considerar el dictum de la alteridad18 y la posibilidad de comprender en términos más preclaros la propia naturaleza de la controversia y el modo de hallar una solución para esta. Resultaría irrelevante, en el punto, que tal otredad estuviera representada o bien por un Estado contrario o bien por una comunidad (en el punto, la científica) que, como se explicó, tradicionalmente resultara ser desoída por el Tribunal del Mar. Lo importante, en cualquier caso, es que escuchar el parecer de un tercero da lugar, forzosamente, a
interacciones comunicativas a través de las cuales los participantes coordinan sus planes de comportamiento, argumentando a favor o en contra de diferentes pretensiones de validez con el fin de obtener un cierto consenso acerca de ellas. El principio puente que permite la formación de ese consenso, sirviendo como regla de argumentación es el principio de universalización. Esta no es una mera exigencia gramatical o de consistencia, sino de imparcialidad (Nino, 1988, p. 95).
En la lectura epistémicamente constructivista de la labor del Tribunal del Mar que se practicara en este trabajo, el acto de poder atender, por parte de cada una de las partes en conflicto, a las razones y pretensiones de verdad que se articulasen desde la alteridad promovería tal exigencia de imparcialidad. Sin embargo, y como se comentara, tal imperativo no sería únicamente susceptible de ser predicado respecto al proceder de los propios Estados litigantes y sus comunidades científicas.
En efecto, el artículo 289 de la Convemar (aunque este no lo expresase en tales términos) puede ser entendido como tributario, en relación a los mentados magistrados, de tal exigencia, al menos en el presente caso. Como se refiriera, parece existir una íntima relación de conexidad entre no consultar a los expertos de referencia y que el Tribunal no pueda brindar una solución lo suficientemente sólida en términos jurídicos y epistémicos como para dictar una Orden de Medidas Provisionales que, en cuanto tal, pudiera dar cuenta del verdadero estado de situación del SBT en relación a la continuidad del EFP. Como se comentó, con el fin del dictado de tal manda, resultaría forzosamente necesario contar con la información necesaria para ello, so pena de incurrir en el error de adjudicación que el propio juez Warioba refiriese (independientemente de la propia opinión del mismo de delegar al Tribunal Arbitral el pronunciamiento sobre tal Orden de Medidas Provisionales).
Es en esta instancia en la que resulta conducente hacer una consideración eminentemente práctica, ajena incluso a los modos en los que articulamos nuestros debates respecto a qué puede entenderse por una «pérdida epistémica». Por supuesto, sería poco razonable privarse discrecionalmente de la posibilidad de conocer la opinión de un experto o científico respecto a una materia determinada, máxime en aquellos casos en los cuales el propio sujeto cognoscente reconociera, en términos tan categóricos como los del Tribunal del Mar, sus severas deficiencias en el punto. Pero ello no explicaría, en todo caso, la valoración eminentemente intersubjetiva y universal de nuestras posibilidades de soslayar nuestros diferendos.
De hecho, trascendentemente a fórmulas como aquellas que postulan, tal vez de manera algo dogmática, que «la búsqueda de la verdad se ha transformado en una meta de la ciencia, del conocimiento, del saber y también de los jueces y de la justicia» (Muñoz Basaez, 2012, p. 1), el propio valor normativo de tal «verdad» no podría permitir optar por una solución menos (como aquella que, sin consultar a los expertos en la materia, dictara el Tribunal por medio de sus Medidas Provisionales) o más epistémicamente eficiente (como aquella que, como se sugiriera, podría instituirse a partir del recurso a las prescripciones del artículo 289 de la Convemar). No obstante, tales adscripciones sí podrían explicar a qué estado de situación pueden llevarnos dichas elecciones.
En la medida de que se parta del presupuesto de que, a decir de Velasco Castro y Alonso de González (2009), la resolución práctica de los diferendos «sólo encuentra su espacio propio en lo dialogal, puesto que la experiencia del mundo es dialógica, la experiencia del conocer es dialógica y la experiencia de la interacción es también, necesariamente, dialógica» (p. 104), la resolución del caso, indefectiblemente, hubiera requerido del debate al que el artículo 289 de la Convemar remite. En efecto, no sería sino la propia existencia de «un acuerdo perfecto entre las estructuras mentales [la doxa de la comunidad de los magistrados internacionales, reticentes a solicitar el auxilio de la científica] y las estructuras objetivas [la exteriorización de tal doxa en las sentencias de tales magistrados]» (Bourdieu, 1997, p. 50) lo que hubiera impedido, a partir del propio dictado de la Orden de Medidas Provisionales, que los actores pudieran conocer imparcialmente la propia validez y legalidad de sus pretensiones. Aquí, al menos en términos de proveer una solución efectiva a las partes, la materia no parece debatible.
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Recibido: 09/08/2021
Aprobado: 30/03/2022
1 «Kuhn comparó pasar [de un paradigma a otro con] un cambio de gestalt, lo que plantea ciertas preguntas respecto a la relación entre el mundo y las teorías que formulamos para explicarlo […] después de una revolución científica, los científicos no solo se aplican a una nueva teoría, sino que parecen trabajar en un mundo nuevo» (Wray, 2011, p. 2).
2 Como el propio Peter Haas (1992) sostuviera, si bien el término «comunidad epistémica» ha sido objeto de múltiples definiciones, la prevalente refiere a la de «comunidad científica» (p. 3), sinonimia filiada en las ideas de Kuhn de conformidad a las que se bosquejara «una perspectiva de la ciencia como sistema de prácticas [que] concibe [a] la ciencia a partir de las actividades producidas por las comunidades epistémicas» (Díaz, 2011, p. 254).
Ahora bien: si bien el propio Haas (1992) concibe el término «comunidad epistémica» como «una red de profesionales con experiencia y competencia reconocidas en un área concreta, con el suficiente ascendiente como para pronunciarse autoritativamente respecto a una determinada política dentro de tal área» (p. 3), acepción que sin óbice alguno puede utilizarse en el presente trabajo, en este opúsculo se hará indistintamente referencia tanto a «comunidades epistémicas» en tal sentido como en el relativo al de las «comunidades científicas».
Ello no obedece a un capricho semántico o, en todo caso, metodológico. Por el contrario, tal y como Haas (1992) reconociera, su propia definición de «comunidad epistémica» resulta similar a la del «paradigma» sobre el que se estructura la unidad sociológica, axiológica y cultural de las «comunidades científicas» de Kuhn. El mismo Haas cita a este último, lo que confirma lo precedentemente suscrito, al señalar que «Nuestra noción de “comunidad epistémica” se asemeja a la noción […] de Kuhn de paradigma, que es “toda una constelación de creencias, valores, técnicas, etc., compartidas por los miembros de una comunidad determinada” y que rige “no una materia sino un grupo de profesionales”» (p. 3).
3 Las posiciones que explican tal incompatibilidad han sido magistralmente resumidas por el juez ad hoc Shearer en su voto: «Todas las partes coincidieron en que la población del Atún Rojo del Sur se encontraba en niveles históricamente bajos. Sin embargo, diferían notablemente en cuanto a si los datos científicos disponibles mostraban una tendencia al alza desde ese nivel. En opinión de Japón, los datos científicos mostraban una recuperación de la población y, por tanto, tal Estado avalaba la imposición de una cuota de pesca total [a practicarse en el marco del EFP] más elevada. En opinión de Australia y Nueva Zelanda, las pruebas científicas no mostraban tal recuperación y, por tanto, no debía, al menos por el momento, autorizarse ningún aumento de tal cuota» (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Declaration of Judge Shearer, 1999, p. 325).
4 Tal consideración reviste una importancia paradigmática para Japón, desde que tal Estado se mostrara consuetudinariamente favorable «a resolver aquellas disputas técnicas relativas a la determinación de los cupos de pesca totales y nacionales del SBT por medio del recurso a […] soluciones en función de la ponderación de ciertos elementos técnicos» (Hayashi, 2001, p. 511).
5 El Tribunal del Mar apeló a dos argumentos a efectos de declararse competente en el caso. En primer lugar, sostuvo que —contrariamente a la tesis japonesa— la disputa suponía un diferendo que trasciende una mera polémica científica, ya que en el caso se debatían cuestiones de hecho y derecho susceptibles de ser entendidas como una «controversia», tal y como esta fuera calificada por la Corte Permanente de Justicia Internacional en el caso Mavrommatis (1924). En segundo lugar, el Tribunal afirmó el carácter vinculante —para el caso— de las disposiciones establecidas en los artículos 64, 116, 117, 118, 119 y 300 de la Convemar (Provisional Measures, 1999, p. 293).
6 Salvo una expresa referencia al «Tribunal Arbitral» como la aquí incorporada, cualquier referencia al «Tribunal» supondrá una alusión al Tribunal del Mar.
7 Tal y como suscribe expresamente en el punto Foster (2001), hubiera resultado materialmente impracticable establecer un estándar común para el EFP en relación al SBT que fuera reputado por todas las partes interesadas como susceptible de ser llamado «sostenible». Ello desde que, a decir del mentado, pervivían al interior de las representaciones de cada uno de los Estados interesados en tal eventual acuerdo «diferencias fundamentales sobre el diseño inicial del programa [, diferencias que se sumaron al hecho de] que el nivel de captura aceptable para éste dependía de la estipulación de los niveles de pesca permisibles, sobre los cuales [...] no hubiera sido posible que los tres países llegaran a un consenso» (p. 577).
8 Tal vez sea conducente volver sobre el punto: «Aunque la esencia del desacuerdo entre las partes se originaría en función de una divergencia fundamental de opiniones en cuanto a la situación de la población del SBT, el EFP unilateral de Japón demostraría ser el catalizador y el objeto del litigio» (Stephens, 2004, p. 181).
9 La Convención para la CCSBT formalizó la relación de cooperación entre las tres naciones y tuvo como objetivo la conservación y utilización óptima del SBT. La CCSBT estableció una Comisión, que debe facilitar los objetivos de la Convención a través del consenso. Las tres naciones, por su parte, deben alcanzar un acuerdo como presupuesto para que la Comisión pueda tomar medidas (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 161).
10 En el punto, no debe soslayarse la propia opinión del juez Vukas, quien no solo sostuvo que las Medidas Provisionales solicitadas por Australia y Nueva Zelanda no poseerían fundamento alguno que habilitara su requisitoria (habida cuenta de que el periodo del EFP del año en curso se encontraba a días de su término), sino que, en cualquier caso, de haber tales Estados verdaderamente considerado como urgente el tomar una acción a efectos de proteger el piso de variabilidad genética del SBT, los mismos podrían haber disminuido sus propios volúmenes de captura de tal especie (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Dissenting Opinion of Judge Vukas, 1999, p. 330). La referencia al dictamen del magistrado Vukas denota que, trascendentemente a sus manifestaciones, los propios Estados no siempre pueden prestarse a una colaboración autónoma y espontánea en relación a los objetivos que un acuerdo multilateral como el del CCSBT supusiera.
11 «[El propio] proceso de desarrollar y usar el conocimiento experto tiene que ser más transparente, debe rendir cuentas y se ha de proseguir con un diálogo constante entre los expertos, el público y los que toman decisiones en asuntos públicos» (Alonso & Galán, 2004, pp. 80-81).
12 Tómese, por caso, el propio reconocimiento que, en el punto, formulara la parte japonesa: «En 1996 [...] el Comité Científico de la [CCSBT] invitó a los expertos científicos independientes [... a] evaluar la probabilidad de recuperación de la población reproductora parental del SBT a su nivel de 1980 hacia el 2020 [...] Japón ponderó las perspectivas de recuperación en un 75%. Los científicos independientes calcularon la probabilidad en un 67 %. Australia y Nueva Zelanda consideraron que tal probabilidad era sustancialmente menor» (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 163).
13 Considérese la vehemente retórica a la que diversos científicos apelaran al cuestionar la razonabilidad y verosimilitud de las tesis argüidas por los expertos tributarios a la posición contraria: «La falta de riesgo inminente [en función de la puesta en práctica del EFP] para el SBT se encuentra respaldada por el testimonio de eminentes científicos. El profesor Douglas S. Butterworth, quien posee una íntima familiaridad con la dinámica del SBT y con las discusiones científicas que se han llevado a cabo sobre tal recurso, ha manifestado fuertes diferencias para con el informe científico presentado por Australia, al considerarlo discrecional y susceptible de ser cuestionado en lo relativo a su contenido e interpretación» (Response of the Government of Japan to Request for Provisional Measures, 1999, p. 187).
14 El propio Kuhn (1982) hizo alusión a «valores como la precisión, la amplitud y la fecundidad [los cuales] son atributos permanentes de la ciencia […] tales valores se han aprendido en parte de la experiencia y han evolucionado con la misma» (p. 359).
15 Tal y como sostiene Treves (2012), el hecho de que los peritos, en virtud de las disposiciones del artículo 289 de la Convemar, deban ser como mínimo dos, siendo seleccionados en consulta con las partes, daría eventualmente lugar a algún tipo de parcialidad de cada uno de estos en favor de la posición del litigante que lo sugiriese (p. 485). Puede señalarse, en el punto, que, aun así, el hecho de que tales peritos no sean elegidos directamente, sino en función del mecanismo que supone tal «consulta»; y que, por otro lado, estos deban participar en las deliberaciones del tribunal (exponiendo sus razones y siendo, por tanto, susceptibles de ser cuestionados respecto a sus eventuales inclinaciones), implicaría, de suyo, la posibilidad de contar con un informe menos parcial por parte de estos que aquel relativo a la presentación directa del mismo por los Estados litigantes. Por otro lado, tal y como el propio artículo 15, inciso 3 del Reglamento del Tribunal dispone, «Los expertos serán independientes y gozarán de la máxima reputación de imparcialidad competencia e integridad» (Tribunal Internacional del Derecho del Mar, 2009, p. 6), debiendo, en tal sentido, declarar solemnemente actuar «de forma honorable, completa e imparcial» (p. 6).
16 Recuérdese, en el punto, que el propio Tribunal reconoció un considerable déficit de información respecto a las eventuales implicancias de la continuación del EFP sobre la variabilidad genética del SBT.
17 La posición del magistrado ad hoc Shearer en el caso del SBT es, en el punto, particularmente interesante. Ello desde que la misma condena, en esencia, las propias virtudes que Koskenniemi (1991) encontró en el llamado, por parte de todo foro internacional, a que las partes se limitasen a cumplir con su deber de cooperación frente a una controversia de carácter medioambiental. En efecto, y en lo estrictamente referido a la imposición de la Orden de Medidas Provisionales por parte del Tribunal del Mar, tal juez entendió que estas debieron haber sido aplicadas de modo más terminante al que, finalmente, se decretara. Al decir de Shrearer, el Tribunal había actuado como una «agencia de diplomacia» en lugar de cual una «corte de justicia» desde que, dado que Japón había violado la costumbre internacional reconocida en la Convemar y la CCSBT al continuar unilateralmente con su EFP, al Tribunal le correspondía haber obligado ipso facto al Estado demandado a cancelar su programa (Provisional Measures, Order of 27 August 1999, Declaration of Judge Shearer, 1999, p. 324).
18 La referencia, claro está, es a que los Estados consideren el parecer de la contraparte en el litigio o a que los propios jueces incluyan el de los científicos a los que remite el artículo 289 de la Convemar.
* Abogado por la Universidad de Buenos Aires (Argentina), magíster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Buenos Aires (Argentina), y magíster en Relaciones Internacionales y Diplomacia por el College d´ Europe (Bélgica). Profesor de Derechos Humanos y Derecho de la Integración en la Universidad Continental (Perú).
Código ORCID: 0000-0001-7158-1736. Correo electrónico: j.f.villarrealg@gmail.com
El autor quisiera expresar su absoluto agradecimiento a la Dra. Chiara Ragni, quien, en virtud de su superlativa calidad humana, ayudó al autor del presente trabajo, a quien no conocía en modo alguno. Asimismo, deseo expresar mi gratitud al Dr. Leopoldo Godio, quien me permitió conocer la doctrina del derecho del mar. El autor agradece, además, las valiosísimas recomendaciones de los árbitros.