https://doi.org/10.18800/derechopucp.202201.003
El problema del mal moral y del consentimiento en la violación sexual: un análisis filosófico*
The Problem of the Moral Evil and Consent in Rape: A Philosophical Analysis
JOSÉ ENRIQUE SOTOMAYOR TRELLES**
Pontificia Universidad Católica del Perú (Perú)
Resumen: El presente artículo aborda el problema de la incorrección o mal moral presente en la violación sexual. Para ello, emprende un análisis de la propuesta de John Gardner sobre el asunto. A continuación, identificando lo que Gardner llama un «caso puro de violación», explora la naturaleza y las características del consentimiento como transformador normativo. Con ese objeto, se aborda la discusión, en el seno de la filosofía de la acción, sobre cuál es la ontología del consentimiento. Finalmente, y como consecuencia de sostener que el consentimiento es un estado mental, se plantean algunos problemas relacionados al conocimiento de estados mentales de otras personas, tradicionalmente abordado como el problema de las otras mentes en la filosofía de la mente. De dicho análisis se extraen algunas consecuencias para el análisis probatorio en casos de delitos de violación.
Palabras clave: Mal moral, consentimiento, violación sexual, probanza de estados mentales, filosofía del derecho
Abstract: This article addresses the problem of the moral wrong present in rape. To do so, it undertakes an analysis of John Gardner’s proposal on the subject. Then, identifying what Gardner calls a pure case of rape, it explores the nature and characteristics of consent as a normative transformer. To this end, it addresses the discussion, within the philosophy of action, on what is the ontology of consent. Finally, and as a consequence of holding that consent is a mental state, some problems related to the knowledge of other people’s mental states, traditionally addressed as the problem of other minds in the philosophy of mind, are raised. Some consequences for the evidentiary analysis in cases of rape crimes are drawn from this analysis.
Key words: Moral wrong, consent, rape, proof of mental states, philosophy of law
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL PROBLEMA DEL MAL MORAL DE LA VIOLACIÓN SEXUAL.- III. EL PROBLEMA DE LA ONTOLOGÍA DEL CONSENTIMIENTO.- IV. CONSECUENCIAS PROBATORIAS.- V. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
El consentimiento para mantener relaciones sexuales ha sido conceptualizado por alguna literatura filosófica como un «transformador normativo», es decir, como una habilitación que justifica un importante nivel de instrumentalización de un cuerpo humano ajeno (Wertheimer, 1996; 2003, pp. 119 y ss.; De Lora, 2019; Raja, 2020). No obstante, como Germaine Greer (2019) ha sostenido en un elocuente ensayo reciente, el consentimiento es una suerte de «rompecabezas irresoluble», pues en su faceta jurídica parece demandar no solo la posesión de un estado mental que habilita el traspaso de ciertos límites brindados por un derecho moral o jurídico (un derecho de no traspaso de tales límites), sino que también requiere el conocimiento por parte del solicitante de que tal consentimiento le ha sido otorgado (Greer, 2019, p. 27). ¿Ambos componentes forman parte de la ontología del consentimiento? Esta es una de las preguntas que abordaremos en el presente artículo.
En un influyente trabajo para la filosofía del derecho penal, John Gardner (2012, pp. 23-53) propuso el experimento mental de un caso «puro y simple» de violación sexual; esto es, uno en el que dicha acción no va acompañada de lo que el autor llamaba «epifenómenos», tales como violencia, daños físicos y traumas psicológicos, entre otros. El objetivo de tal ejercicio es filosóficamente interesante: rastrear el mal moral específico de la violación, más allá de otros efectos con los que empíricamente se encuentra usualmente asociada. La conclusión de Gardner es que el consentimiento evita un uso instrumental del ser humano, en una reformulación del imperativo kantiano de no instrumentalización. Podemos encontrar razonamientos parcialmente equivalentes, aunque filosóficamente menos depurados, en sectores de la doctrina penal sobre los delitos contra la libertad sexual (Salinas Siccha, 2013, pp. 678 y ss.).
Ahora bien, nuestro problema no termina en la determinación del mal moral de la violación, pues como han argumentado Tadros (2021, pp. 293-318) y otros autores en un número especial de la revista Ethics, el consentimiento opera de múltiples formas en el mundo real. Si aceptamos la tesis de que el mundo se encuentra permeado por relaciones de poder que generan asimetría, el consentimiento no puede ser conceptualizado como una aceptación en el vacío —esto es, libre de cualquier tipo y nivel de coacción— para mantener relaciones sexuales. Una tesis contraria ha llevado a autoras como Catharine MacKinnon1 o, más célebremente, Andrea Dworkin (2006), a postular la ubicuidad de las violaciones sexuales como un rasgo constitutivo de las sociedades patriarcales. A una conclusión contraria, más en la línea de la propuesta de Tadros, llega Tom Dougherty (2021, pp. 319-344) cuando propone que entre el consentimiento plenamente válido —que elimina el mal moral de la violación— y la ausencia plena de consentimiento —que configura un mal moral pleno— podemos encontrar complejos casos de consentimiento parcialmente válido que poseen un efecto mitigante respecto de la instrumentalización de otra persona. Como vemos, la propuesta de Dougherty nos pone de lleno en el terreno de la vaguedad moral, lo que requiere un análisis depurado desde el punto de vista de la filosofía de la acción humana.
En el panorama hasta aquí delineado, el presente artículo busca, en primer lugar, responder a la pregunta sobre cuál es, en específico, el mal moral de la violación, planteando para ello una discusión con la tesis gardneriana. En segundo término, partiendo del «caso puro y simple» propuesto por Gardner, exploramos el problema de la ontología del consentimiento. Para ello, plantearemos una discusión con el influyente trabajo de Larry Alexander sobre dicha temática.
En la última sección se aborda el complejo problema de la probanza —o falta de esta— del consentimiento para mantener relaciones sexuales, partiendo de la premisa de que el consentimiento es una categoría vaga. En este punto, una discusión con un trabajo clásico de Herbert Hart (2019, pp. 65-84) sobre responsabilidad penal y excusas será relevante.
Finalmente, resulta pertinente realizar algunas precisiones sobre las limitaciones del presente artículo. La primera de estas es que si bien se señala algunas aproximaciones desde tradiciones filosóficas alternativas —principalmente, desde la fenomenología existencial—, estas no son tratadas a profundidad en el presente ensayo. En ese sentido, un proyecto prometedor consiste en comparar los abordajes que se han planteado, desde distintas perspectivas filosóficas, sobre experiencias como la de la violación sexual. Esta es una tarea que dejo para un trabajo futuro y más abarcador. Por otra parte, el presente artículo no discute a profundidad los desarrollos jurisprudenciales que se han elaborado sobre la temática, tanto a nivel peruano como internacional. Nuevamente, el análisis de los presupuestos filosóficos de importantes líneas jurisprudenciales es una tarea que reservo para investigaciones futuras, pero que parece ser un fructífero camino para integrar a la filosofía del derecho con ramas más aplicadas de la disciplina.
II. EL PROBLEMA DEL MAL MORAL DE LA VIOLA-CIÓN SEXUAL
Los experimentos mentales son un medio fructífero que emplea la filosofía para explorar el poder explicativo de los conceptos. En el presente caso, también serán un medio fundamental para avanzar en nuestra investigación. Comencemos, entonces, imaginando un primer caso en el que Daniel va a una fiesta con Gonzalo y toma alcohol en exceso. En estado de embriaguez, Daniel aprueba mantener relaciones sexuales con Gonzalo en el departamento de este último, ubicado cerca del lugar de la fiesta. No obstante, ya en el lugar de destino, y cuando Gonzalo trata de besar a Daniel, este opone resistencia. En respuesta, Gonzalo golpea a Daniel y este, finalmente, deja de resistirse y el acto se consuma.
Algunos lectores podrían sentirse tentados a sostener que el mal moral de la violación en este caso hipotético radica en que el consentimiento inicial que obtuvo Gonzalo fue de una persona en estado de embriaguez. Pero esto nos lleva de retorno al problema de la vaguedad con relación a los hechos, pues la validez del consentimiento dependerá del nivel de conciencia de Daniel como agente que lo otorga. Como sostiene elocuentemente Kukla (2021) sobre este asunto:
it is frequently treated as obvious that drunk or high people cannot consent. Someone who is incoherently black-out drunk almost certainly doesn’t have enough awareness or self-control to have consensual sex, but in fact a huge swath of perfectly normal, fun sex happens after a few drinks or tokes. While such situations raise ethical and social challenges and risks, it is unrealistic to count all such sex as nonconsensual, and hence in effect rape (p. 275).
No obstante, por el momento me interesa explorar con mayor detalle una segunda hipótesis. Un segundo grupo de lectores podría sostener que el mal moral de la violación en el caso propuesto radica en los daños físicos que Gonzalo produce a Daniel, pero a continuación dicha postura se toparía con algunos problemas, dos de los cuales parecen especialmente relevantes.
En primer lugar, no queda claro que todas las relaciones sexuales que no son consideradas casos de violación no acarreen daños físicos y, de hecho, muchas de nuestras prácticas sexuales relativamente normalizadas suponen formas de daño físico más o menos grave (cachetadas, golpes, entre otros). En un interesante estudio de revisión de la literatura especializada, Song y Fernandes (2017) hallaron que la proporción de víctimas de agresión sexual que presentan lesiones genitales es similar a la de personas que practican sexo consentido (entre 6 % y 87 % en el primer caso, y entre 6 % y 73 % en el segundo, teniendo a la variación como dependiente de las técnicas de análisis y diagnóstico empleadas por los especialistas). En todo caso, es importante precisar que, en el marco del estudio mencionado, dichas proporciones excluyen el caso de lesiones graves.
Pero, por otra, parte, si lo que condenamos en el acto son solamente las consecuencias sobre la integridad física, ello quiere decir que no hay nada específicamente relevante en la aceptación y posterior resistencia para mantener relaciones sexuales. La agresión física parece ser un mal distinto de aquel que debería suponer la violación, y esta aparenta ser una conclusión natural que emana del análisis de un caso como el de Daniel y Gonzalo.
Pero, ahora, imaginemos un segundo caso: en este, Daniel aprueba, no sin cierta ambigüedad, mantener relaciones sexuales con Gonzalo, pero ya en casa de este último opone cierta resistencia —también interpretable, de acuerdo con nuestras prácticas sexuales culturalmente admitidas, como una variante de «juego sexual»— a los avances de este antes de caer profundamente dormido. A la mañana siguiente, no siente dolor alguno y simplemente no recuerda nada de lo ocurrido la noche anterior. No podríamos sostener que hay algún tipo de daño físico y tampoco se presentan sensaciones de humillación, culpa o vergüenza, pues Daniel no recuerda nada de lo sucedido. Este segundo caso quedaría excluido como uno de violación sexual moralmente relevante si se adoptara lo que voy a llamar «perspectiva molecular», que podría subyacer a la postura del primer ejemplo. Trataré ahora de articular conceptualmente ambos ejemplos.
En el primer caso, el defensor de que estamos ante un caso de violación sexual sostiene una tesis que llamo «perspectiva molecular». Para esta, un caso de violación sexual es moralmente relevante cuando a la ausencia de aceptación o consentimiento se suma lo que John Gardner (2012) llama «epifenómenos» (p. 29), tales como daños físicos o psicológicos, humillación, etc. Desde luego que muchos —probablemente, la gran mayoría— de los casos del mundo real que conocemos sobre violaciones sexuales contienen también elementos de violencia, así como de daño físico y psicológico, con lo cual el defensor de la perspectiva molecular podría sostener que una teoría más refinada sobre el mal moral de la violación sexual es un vano entretenimiento filosófico. No obstante, suponer que la única variante de «perspectiva molecular» relevante es aquella defendida por personas desinteresadas por las sutilezas filosóficas es una sobresimplificación por dos razones.
La primera es que podríamos encontrarnos ante un defensor solo aparente de tal perspectiva. Este tipo de contrincante intelectual en apariencia sostiene que la aceptación o consentimiento es relevante, pero en realidad cree que no lo es. Puede sostener tal postura por una variedad de razones, algunas de las cuales podrían relacionarse con la convicción de vivir en una sociedad patriarcal inherentemente violenta que hace de todo consentimiento solamente una apariencia de las estructuras invisibles del poder social2. En tal caso, lo relevante son los daños asociados a la relación sexual y no tanto la existencia o no de un consentimiento. Si la realidad social aparece permeada —puede continuar nuestro objetor— por un discurso legitimador de la violencia sexual, toda aceptación es una forma ideológica para perpetuar la disponibilidad de cuerpos para la satisfacción de deseos sexuales. Con riesgo de exagerar aspectos de su postura, algunos fragmentos de la obra de la importante teórica feminista Rita Segato parecen adoptar esta perspectiva. Por ejemplo, en una entrevista, la antropóloga y teórica sostiene que «transformamos al violador en un chivo expiatorio, pero él en realidad fue el actor, el protagonista de una acción de toda la sociedad» (Sietecase, 2017). Una aseveración equivalente se encuentra en un ensayo recogido en 2016, donde sostiene que las violaciones son actos que acontecen en la sociedad, con la interpenetración y comprensión sociales como trasfondo (pp. 38 y ss.). Más aún, mi elección de dos personas de sexo masculino tiene la finalidad de mostrar que en perspectivas como la de Segato lo importante son los roles que adoptan los sujetos de las relaciones sociales, más que sus sexualidades. Al respecto, señala la autora que:
la producción de la masculinidad obedece a procesos diferentes a los de la producción de femineidad. Evidencias […] indican que la masculinidad es un estatus condicionado a su obtención —que debe ser reconfirmada con una cierta regularidad a lo largo de la vida— mediante un proceso de aprobación y conquista y, sobre todo, supeditado a la exacción de atributos de otro que, por su posición naturalizada en este orden de estatus, es percibido como el proveedor del repertorio de gestos que alimentan la virilidad. […] En condiciones sociopolíticas “normales” del orden de estatus, nosotras, las mujeres, somo las dadoras del tributo [sexual]; ellos, los receptores y beneficiarios (2016, p. 40).
La versión radical de una postura de estas características relega al consentimiento a un lugar secundario o hasta irrelevante, y lo importante pasa a ser el entramado social —la «malla de poder», para ponerlo en términos empleados por Foucault (1999, pp. 235-254)— que subyace a la relación sexual3. De esta forma, el mal moral de las relaciones sexuales es ubicuo y supone una forma de injusticia a escala social. Reconstruyendo la postura de MacKinnon, De Lora (2019) sostiene que, para dicha autora, «el deseo sexual femenino es […] una construcción social, la perversa arma de dominación de los hombres» (p. 45). En todo caso, lo que distingue a las violaciones, es decir, lo que las hace punibles en comparación con otros casos en los que hay consentimiento, son las consecuencias físicas o psicológicas. Si todo consentimiento es un velo ideológico de una estructura de dominación social, lo que diferencia unos casos de otros es la manifestación violenta de tal dominación.
Esta primera variante me parece problemática principalmente por dos razones. La primera es que solo una perspectiva en exceso ingenua sostendría que las decisiones autónomas se dan en el vacío. Aceptamos empleos porque necesitamos dinero, pero también por otras razones, como la realización personal o para conocer a nuevas personas; aceptamos invitaciones por compromiso, pero también por otras razones, como complacer a personas que nos importan; y todo hace creer que consentimos mantener relaciones sexuales, aunque una multiplicidad de discursos e ideologías configuren nuestro universo conceptual. Como sostiene Tadros (2021), «the decision to have sex is often made in, and shaped by, unjust circumstances. For example, a person’s self-conception, including her sexual self-conception, may result from powerful sexist social norms that influence her decision to have sex» (p. 293). Es importante para la filosofía social, así como para los estudiosos de la ideología, identificar estos discursos y formas de presión social que se traducen y cristalizan en relaciones de poder, pero de ahí a negar la agencia de quienes aceptan mantener relaciones sexuales hay un salto lógico injustificado. Más aún, recientes análisis del poder político, como el que ofrece Rainer Forst (2015), muestran que es posible mantener el componente agencial en las relaciones de poder sin negar con ello que estas se insertan en dimensiones estructurales que, en cierta medida, condicionan el espacio de las razones del agente.
La segunda razón por la cual la postura que venimos analizando es problemática es porque al negar la relevancia del consentimiento en las relaciones sexuales, esta emplea como criterio determinante la violencia física o psíquica, o indicadores de esta como el daño físico o la desproporción de la fuerza entre los sujetos involucrados. El problema con ello es, como ya mencioné antes, que muchas de las prácticas sexualmente recurrentes y admisibles en nuestras sociedades implican importantes niveles de violencia física y psíquica, así como desproporción en la fuerza de los agentes involucrados. Una lectura de estas características podría subyacer a la airada reacción de activistas políticas en España a propósito del caso La Manada. Una de las preguntas relevantes en este caso consiste en determinar si una mujer joven puede consentir mantener relaciones sexuales con cinco hombres desconocidos y en un entorno intimidante. En la reconstrucción del caso que realiza De Lora (2019), dos de los tres magistrados consideraron que estábamos ante un caso de abuso sexual con prevalecimiento regulado en el Código Penal español, pues
los procesados configuraron una situación de preeminencia: a la mujer no le quedaba opción alguna de resistirse a las pretensiones de los miembros de ‘La Manada’, tanto por el número de quienes eran como por su superioridad física, la diferencia de edad y madurez sexual (los condenados tenían entre 24 y 27 años y ella 18) y la ubicación —angosta y de difícil escapatoria— en que los hechos tuvieron lugar (p. 46).
Pero, en todo caso, de la existencia de circunstancias de desproporción e intimidantes no podemos inferir la inexistencia de consentimiento, con lo cual a esta postura solo le queda buscar el mal moral de la violación sexual en otra ubicación, ajena a la ausencia de consentimiento. Si ubica dicho locus en las consecuencias físicas y/o psíquicas de la acción, esta ya no es más propiamente un atentado contra la autonomía o libertad sexual, sino una forma de agresión o detrimento de la integridad física. Tal conclusión no carece de consecuencias prácticas, pues debería acarrear una modificación de la dogmática penal sobre el delito de violación sexual, a la vez que un replanteamiento del bien jurídico protegido que se protege. Pero, por otra parte, esta postura tiene una consecuencia ulterior, pues podría suponer una forma de perfeccionismo moral inserto en la sexualidad humana de tales características que nos dice que es solo admisible aquella variante de relaciones sexuales que cumple con ciertos parámetros de no violencia. Asumiendo que los Estados constitucionales contemporáneos se construyen sobre premisas que guardan importantes similitudes con un liberalismo político como el que filosóficamente han delineado autores como John Rawls (2019), ello supondría la intromisión de una doctrina comprehensiva —esto es, de razones no públicas— al interior del espacio político del derecho penal (pp. 255 y ss.).
Abandonemos por ahora al defensor aparente de la «perspectiva molecular» y pasemos a analizar a quién defiende tal enfoque. Esta variante responde a quienes consideran que la violación sexual se compone de dos elementos: a) la ausencia de consentimiento para mantener relaciones sexuales; y b) los epifenónemos que rodean al acto sexual, tales como daños físicos o psíquicos, sentimiento de poca valía o humillación, miedo, etc. Lo primero que corresponde en este caso es elucidar completamente las consecuencias de tal perspectiva. Así, la consecuencia más notable parece ser que la violación sexual cuenta con dos condiciones independientemente necesarias y conjuntamente suficientes para su configuración, y esto puede ser demasiado exigente para otros enfoques. Será demasiado exigente en aquellos casos de tipo «puro y simple» de violación sexual, en los cuales el único daño parece ser haber traspasado los límites de un derecho moral o jurídico sin consentimiento de su titular; pero será también demasiado exigente para quienes creen que el consentimiento es irrelevante, dado el carácter ideológico y permeado por mallas de poder del consentimiento, y en su lugar, ponen el énfasis en los epifenómenos. En todo caso, la perspectiva molecular salva algunos de los problemas de la perspectiva enteramente epifenoménica al otorgar importancia también al consentimiento y no solamente a las consecuencias o circunstancias que rodean al acto sexual. Pero, al hacerlo, la perspectiva se vuelve demasiado exigente en un último sentido: tanto quienes enfaticen en el elemento consensual como en el elemento epifenoménico tenderán a realzar la importancia de uno u otro requisito para que opere el transformador normativo que convierte a la violación en una relación sexual consentida, pero estos intentos serán vanos pues, como hemos identificado, las dos condiciones son necesarias. Con ello, se hace menester postular una categoría intermedia entre el mal moral absoluto de una violación sexual y categorías intermedias de relaciones sexuales moralmente dudosas: por excelencia, aquellas en las que se da una de las condiciones, mas no la otra. Más aún, si aceptamos que ambos componentes se presentan en la realidad en grados variables —es decir, en casos más o menos claros de consentimiento y en daños físicos o psíquicos más o menos graves—, el resultado es una compleja tipología plagada de vaguedad moral. El análisis de Kukla (2021) muestra esta problemática para el caso del consentimiento, pensando escenarios como aquellos que involucran a personas bajo los efectos de drogas, alcohol o en medio de relaciones de subordinación, entre otras. Asimismo, esta perspectiva filosófica debería acarrear consecuencias penales al transformar al delito de violación en uno de carácter pluriofensivo (una discusión de estas características, principalmente con referencia a modalidades agravadas de violación, se ha dado en el ámbito penal)4.
Es frente a los problemas que exhiben las propuestas hasta aquí analizadas que sostenemos que el mejor enfoque para identificar el mal moral de la violación sexual es el que propone John Gardner (2012). Para dicho autor, la identificación del mal moral de la violación sexual demanda una exploración de casos desprovistos de factores epifenoménicos. Este tipo de caso —un nuevo experimento mental— es el de una violación pura y simple. Su carácter de pureza y simplicidad radica en que la acción del perpetrador no deja rastros en la memoria o cuerpo de la víctima, a la vez que socialmente resulta desconocida para el resto del mundo (pp. 28 y ss.). Con este segundo componente, se elimina la posibilidad de un daño social a través del entorno de la víctima.
¿Qué queda de una violación sexual cuando removemos todo componente epifenoménico? Queda, básicamente, la comisión de una acción no consentida por la persona que es titular de un derecho a no ser violada. No obstante, identificar cuál es la justificación de dicho derecho es una cuestión harto compleja que Gardner (2012) analiza, pero que aquí podemos sobresimplificar. La lectura más evidente del asunto sostendría que la violación supone un traspaso no consentido del derecho de la víctima sobre su propio cuerpo, pero la razón por la cual la víctima ostenta un derecho tal sobre su propio cuerpo no termina de ser del todo obvia5. Como Gardner correctamente apunta, hay una importante tradición filosófica que deposita los caracteres distintivos de la identidad personal en la mente o sustancia pensante, en la terminología cartesiana (Descartes, 2013, segunda meditación). Si es así, el sujeto de la autonomía —es decir, el sujeto kantiano que puede tomar decisiones libres y comportarse moralmente— es un sujeto noumenal. Adoptar la tesis de un derecho sobre el cuerpo supone una forma de aceptación de que el cuerpo es, por lo menos, una extensión necesaria del sujeto de tales características que este adquiere un derecho de propiedad sobre el mismo y el derecho a consentir (o no hacerlo) a los traspasos de ciertos límites con relación a tal cuerpo de su propiedad. Descartando la perspectiva cartesiana, Gardner (2012) señala lo siguiente:
Existe una antigua tradición en la filosofía occidental que menosprecia la centralidad del cuerpo. El cuerpo se transforma en algo así como un recipiente arbitrario en el que simplemente habita la verdadera vida humana —esa cosa interna especial llamada “el ser”—. Este es un parecer apenas inteligible. Las personas son, en parte, sus cuerpos y su relación con sus cuerpos no puede, salvo extraños casos patológicos (¿esquizofrenia?) o de ciencia ficción conceptual (¿cerebros en frascos?), ser entendida como la extensión artificial de uno mismo. El ser encarnado no es el ser extendido; en la distinción entre el yo y el mundo, el cuerpo está al lado del “yo” sin que sea necesario o posible que se extienda en él (pp. 34-35).
No seguiré en lo demás a Gardner pues, para nuestros efectos, hemos identificado dónde radica el mal moral de la violación sexual: consiste en el traspaso no consentido de un límite protegido por un derecho moral (que se puede hacer jurídico) sobre el propio cuerpo, no solo en tanto extensión del ser, sino como parte constitutiva de este. La libertad sexual consiste, entonces, en un complejo haz de derechos para la disposición del propio cuerpo —en tanto componente del «yo»— para realizar comportamientos de índole sexual6.
Uno de los aspectos centrales que De Vidgemont (2020) identifica como «estados fundamentales del cuerpo» es el de la conciencia de propiedad sobre este (pp. 85 y ss.). La idea fundamental es que la sensación de propiedad sobre el cuerpo no puede ser reducida a la idea de familiaridad con nuestro propio cuerpo ni a la noción de identidad (entendida como identidad corporal). Si bien estoy de acuerdo con que la noción de propiedad sobre el cuerpo no puede reducirse a la de familiaridad, la explicación sobre por qué se diferencia del concepto de identidad me parece circular y, finalmente, insatisfactoria.
De Vidgemont (2020) sostiene que la conciencia de propiedad sobre el cuerpo no puede ser reducida a la idea de familiaridad porque esta parece ser muy débil: hay otros cuerpos que nos son familiares y que poseen para nosotros una significación personal. Esta observación es correcta y se explica por la vaguedad del propio concepto de familiaridad. En términos sencillos, no hay un lindero que determine (sin ser arbitrario) con precisión dónde se ubica el límite entre lo familiar y lo que no es familiar. Por ello, salvo que se especifique algún sentido particular para el término, esta estrategia parece defectuosa.
Por otra parte, el autor que venimos analizando sostiene que la noción de propiedad sobre el cuerpo tampoco puede ser analogada a la noción de identidad porque, si bien usualmente el sentido de identidad y el de propiedad sobre el cuerpo se encuentran juntos, cumplen roles epistémicos distintos y pueden dar lugar a situaciones en las que se ven separados. El autor propone el ejemplo de un trasplante de cara, en el que enfrentamos tanto el problema de reconocer la nueva cara como nuestra como el de reconocernos a nosotros mismos al ver el espejo (De Vidgemont, 2020, p. 88). El primer problema se refiere a la propiedad sobre el cuerpo, mientras que el segundo remite a la noción de identidad. Ahora bien, que dos conceptos puedan cumplir en algunos casos roles epistémicos distintos no implica que no puedan ser definidos por remisión el uno al otro. Pensemos el ejemplo que De Vidgemont analiza: mediante juicios de identidad podemos aseverar enunciados como «yo estoy levantando la mano», mientras que mediante juicios de propiedad sobre el cuerpo enunciados como «esta es mi mano levantándose». En el primer caso, podemos señalar que uno de los indicadores de la identidad es la conciencia sobre un objeto físico que canaliza la intencionalidad mental; mientras que, en el segundo caso, observamos que dicha identidad posee una dimensión corporal. Por ello, a diferencia de De Vidgemont, considero que no es problemático definir la noción de propiedad sobre el cuerpo en términos de identidad personal. En todo caso, el autor defiende más adelante una visión matizada de su tesis al sostener que la sensación de propiedad corporal se compone de dos elementos: una fenomenología sensorial de los órganos del cuerpo y una fenomenología afectiva sobre el mismo, que vincula las percepciones con una individualidad agrupada alrededor de la noción de identidad (p. 98).
Ahora bien, existen algunos casos en los que la identidad no está relacionada con la propiedad sobre el propio cuerpo. Esto ocurre, por ejemplo, en dos escenarios que De Vidgemont (2020) identifica correctamente: el de la ilusión de la mano de goma, en el que algunas personas reportan sentir la mano de goma como si fuera suya; y casos como el de la despersonalización, que hacen que dejemos de sentir algunos órganos de nuestros cuerpos como «nuestros» (pp. 88, 95 y ss.). Lo que estos casos muestran es que la propiedad sobre el propio cuerpo, si bien guarda relación con la extensión física sobre la cual se predica la identidad personal, puede ser más amplia o restringida que tal extensión física, excluyendo o incorporando elementos que van más allá de nuestro cuerpo. En tales escenarios, deberíamos aceptar que es teóricamente posible que alguien no considere que debe otorgar su consentimiento porque no percibe una parte de su cuerpo como suya, o que alguien sienta que ha sido violado en la medida en que no se ha obtenido su consentimiento para el uso de un objeto que percibe como parte de su cuerpo. De hecho, con referencia al primer caso, autoras como Coy (2009) han analizado la descorporalización (dis-embodiment) que experimentan personas que ejercen la prostitución, empleando para ello una aproximación fenomenológica. Los resultados, basados en testimonios de primera mano, no muestran que el desencarnamiento nos lleve directamente a dejar de hablar de casos de violación sexual, sino que exhiben la alienación nociva que muchas personas que ejercen la prostitución comienzan a sentir sobre sus cuerpos, alienación que suele ir acompañada de la sensación de impotencia ante la fuerza de posibles atacantes-clientes (pp. 68-69). Entonces, la percepción de propiedad sobre el cuerpo parece una condición natural para una identidad sana que se extiende sobre los linderos físicos que hacen posible la agencia humana7. En todo caso, dado el carácter excepcional de los dos supuestos propuestos por De Vidgemont (2020), aquí no profundizaré más sobre el asunto.
La tesis hasta aquí desarrollada posee, entonces, un corolario que podría desagradar a algunas de nuestras creencias arraigadas. En efecto, aceptando que el mal moral de la violación radica en la inexistencia de consentimiento para rebasar los límites de un derecho sobre el propio cuerpo, queda por analizar la naturaleza de tal derecho. Este derecho es un derecho moral que sostiene que la autonomía moral del sujeto no lo es solo del sujeto noumenal, sino de un sujeto encarnado que es, a la vez, mente y cuerpo. No obstante, hemos visto también que el caso puro y simple de violación sexual acarrea la inexistencia de epifenómenos que circundan la ausencia de consentimiento; es decir, la mente no guarda recuerdos ni fue consciente del acto, y el cuerpo no preserva rastros de este. Si ello es así, surge la pregunta sobre si el derecho moral a no sufrir una violación se debe transformar en todos los casos en un derecho jurídico traducible en una norma penal que condene la violación sexual en cualquier caso, tanto en los de violación con circunstancias epifenoménicas como en los de violación pura y simple. Y este problema nos lleva al centro mismo de la disputa sobre la relación entre derecho y moral. Así, quienes consideran que todo derecho moral es, a la vez, un derecho jurídico, sostendrán que toda violación sexual supone una infracción o delito jurídico; mientras que quienes preserven la autonomía del derecho frente a la moral admitirán que algunas violaciones sexuales no sean jurídicamente relevantes. Más aún, esta cuestión nos pone ante el problema de si todo traspaso de un derecho moral supone una forma de daño subsumible en el principio liberal del daño. Pensemos nuevamente en el caso de una violación sexual realizada a una persona inconsciente, pero sin que genere dolor o sufrimiento físico o psíquico posterior, y sin que haya sido conocida por nadie más fuera del autor: ¿constituye el solo traspaso de un derecho moral un daño en el esquema liberal que inspira al derecho penal?
Ambos son problemas que no puedo resolver en esta ocasión, pero que me parecen bastante complejos. En todo caso, es pertinente concluir dos cuestiones. Primero, que la incompleta yuxtaposición entre derechos morales y jurídicos que sostiene el positivismo jurídico (en la variante hartiana se trataría de una conexión contingente entre derecho y moral) nos lleva a concluir que el mal moral de la violación, que se manifiesta como ausencia de consentimiento, es una razón para que el derecho adopte un esquema equivalente, aunque no deberíamos esperar una completa yuxtaposición. En segundo lugar, la no transformación del derecho moral a no ser violado en un derecho jurídico puede responder a un equilibrio de derechos y libertades al interior del derecho. Fenómenos de este tipo se presentan al comprender que varios derechos morales y jurídicos coexisten en el mismo escenario, haciéndose posible su interacción y colisión. Todos estos son asuntos que requieren de un análisis más detallado.
III. EL PROBLEMA DE LA ONTOLOGÍA DEL CON-SENTIMIENTO
Van Inwagen (2015) sostiene que existen, por lo menos, dos sentidos en los que en filosofía podemos referirnos a la ontología. En el significado aquí relevante, el término hace referencia a la pregunta sobre qué tipos de cosas contiene el mundo y cuáles son sus atributos (p. 304). En el plano social, ello significa que la ontología social se pregunta por la naturaleza y las propiedades del mundo social o de las entidades que componen las interacciones sociales (Epstein, 2018). Uno de estos componentes del mundo social son las relaciones entre agentes, que incluyen al consentimiento. Cabe, entonces, plantearse la pregunta sobre qué tipo de fenómeno es el consentimiento y por qué consideramos que este puede ser un transformador normativo o moral.
Desde el punto de vista de Wertheimer (2003), existen tres aproximaciones para responder a la pregunta por la naturaleza y las propiedades del consentimiento: a) el enfoque subjetivo, para el cual el consentimiento es un fenómeno psicológico analogable a un estado mental; b) el enfoque performativo, que demanda que exista un comportamiento que exprese el consentimiento de forma adecuada; y c) el enfoque híbrido, que mantiene que tanto el estado mental como la expresión del mismo son necesarios para que el consentimiento posea la propiedad de ser un transformador normativo (p. 144).
En este panorama, Wertheimer (2003) agrupa a diversos autores que se han embarcado en la discusión, llegando a la conclusión de que la mejor postura depende de los propósitos que busquemos, pues es distinto tratar de resolver el problema metafísicamente puro del consentimiento que tratar de resolver la cuestión de las relaciones sexuales efectuadas con consentimiento. Esta razón de orden pragmático le lleva a elegir una variante cualificada del enfoque performativo (p. 146), aunque aquí deseo alejarme de la conclusión de Wertheimer y plantear el problema tratando de seguir un orden metodológico distinto. Para ello, seguiré de cerca el análisis que propone uno de los adversarios de Wertheimer en el debate sobre la ontología del consentimiento: Larry Alexander (1996, 2014).
Alexander (2014) considera que las teorías performativas sobre el consentimiento, como la que sostiene Wertheimer, son erróneas por dos razones principales: a) no hay una forma canónica para ordenar las palabras y/o acciones que cuente como consentimiento; y b) en estas no parece haber un estado mental implícito como precondición para el acto de habla del consentimiento (pp. 103-104).
La primera objeción es débil y el mismo autor parece ser consciente de ello. La vaguedad interpretativa del acto de habla del consentimiento es análoga a la que encontramos en otros actos de habla como los de prometer, saludar o amenazar. Así como no hay una forma canónica de consentir, tampoco la hay para prometer. De esa manera, si alguien emplea expresiones como «te lo juro», «por mi madre» o «por la Sarita Colonia» podremos reconocer formas que son utilizadas para prometer, y la interpretación sobre si se trata de una promesa en serio o en broma representa el mismo tipo de problema de vaguedad que enfrentamos al interpretar un acto de consentimiento.
En todo caso, descartando el primer error de las teorías performativas apuntado por Alexander (2014), queda el segundo —y mucho más importante— defecto. Efectivamente, en el acto de habla de prometer —para seguir con la analogía— una persona emplea determinadas formas lingüísticas para comunicar una decisión previa de comprometerse a realizar o abstenerse de algo; en concreto, aquello sobre lo cual versa la promesa. Una promesa vacía —es decir, sin un estado mental subyacente— parece no tener sentido. Algo análogo ocurre con el acto de habla de consentir pues, para poder consentir, el agente necesita un contenido que aparece como precondición: consentir respecto de alguien sobre algo en determinadas circunstancias. Si bien ello no sirve para descartar componentes performativos en el acto de prometer —es decir, no sirve para descartar lo que Wertheimer llamaba «enfoques híbridos»—, sí basta para descartar una teoría enteramente performativa del consentimiento.
Un segundo adversario es precisamente el que representan quienes consideran que el consentimiento consiste en a) un estado mental acompañado de b) una significación intencional por parte de la persona que consiente (Alexander, 2014, p. 104). Alexander discrepa de esta perspectiva porque considera que el consentimiento es directamente solo el estado mental, por lo que su significado comunicado no es de carácter constitutivo. Ello es así pues podemos imaginar casos en los que alguien otorga su consentimiento, pero quien lo solicita no llega a entender el mensaje e interpreta que el consentimiento no le ha sido otorgado. Aun así, el solicitante prosigue con el acto. En este caso, la persona que solicita el consentimiento es culpable de actuar creyendo que no ha obtenido el consentimiento, pero objetivamente no ha cometido una infracción, pues sí lo recibió (p. 105). Desde su punto de vista, el error de la contraparte aparece como un error de interpretación en la comunicación de su consentimiento, lo que presupone que este existe como algo independiente y previo a su comunicación.
Algo análogo ocurre en los casos inversos, es decir, en aquellos en que la persona que solicita el consentimiento interpreta las palabras o gestos de la persona solicitada como el otorgamiento de un consentimiento, aun cuando esto de hecho no ha ocurrido. En tal caso, tenemos una infracción, pero no culpable. Ello puede ocurrir porque el significado de las palabras o gestos es ambiguo o vago, o porque se producen fallos en el canal de comunicación del mensaje (por ejemplo, cuando existe un mensajero que distorsiona el mensaje o las condiciones de transmisión son pobres).
Estos ejemplos muestran que el significado intencional es un elemento de prueba del consentimiento, pero que en sí mismo este es algo distinto: un estado mental.
La postura de Alexander (2014) se sostiene en la distinción que traza entre culpa-culpabilidad e infracción (wrongdoing), que no es análoga a la que emplean los juristas para diferenciar entre dolo y culpa en el derecho penal. En el análisis de Alexander, la culpabilidad hace referencia a la «creencia» de que se ha sobrepasado un límite sin recibir consentimiento, mientras que la infracción se da cuando un agente «traspasa» un límite jurídico o moral sin consentimiento del titular del derecho y con independencia de que se crea que se contaba o no con el consentimiento. De esta forma, se puede cometer una infracción sin ser culpable cuando el agente creyó incorrectamente que había logrado el consentimiento de la contraparte; y se puede ser culpable sin cometer una infracción cuando el agente creyó que no contaba con el consentimiento de la contraparte, pero en realidad sí lo había obtenido, o cuando cree que ha traspasado un límite, pero en realidad no lo ha hecho.
Ahora bien, ¿en qué consiste el estado mental del consentimiento? Sobre esta cuestión, Alexander (2014) analiza tres alternativas: la propuesta por Heidi Hurd (1996), la avanzada por Peter Westen (2004) y la suya propia. Para Hurd, el estado mental del consentimiento es tal que la persona que lo otorga «pretende» o espera que el solicitante se embarque en la conducta solicitada (Alexander, 2014, p. 107). Por su parte, Westen (2004) sostiene que el estado mental del consentimiento es tal que la persona que lo otorga «acepta» la conducta solicitada. Frente a estas alternativas, Alexander (2014) sostiene que el estado mental del consentimiento es tal que la persona que lo otorga «renuncia a su derecho» a que la conducta solicitada no ocurra. Introduciendo mayor detalle, el autor sostiene que dicho estado mental remite a la disposición a no objetar la conducta del solicitante basándose en el derecho preexistente, al que se ha renunciado (p. 107):
The mental state that I believe constitutes consent is that of waiving one’s right to object —or, if that sounds too much like a non-mental action, that of mentally accepting without objection another’s crossing one’s moral or legal boundary (the boundary that defines one’s rights) (p. 108).
Desde luego, esto presupone que debemos estar ante derechos alienables.
Cuando aplicamos dicho enfoque al caso del consentimiento para mantener relaciones sexuales, podemos tener escenarios como el siguiente:
Nor can Edith believe she has been raped if she mentally accepted sex with Ed, tried to convey that acceptance to him, and he then had sex with her. When she later discovers that Ed never heard her consent and instead thought she had refused consent, she can surely resent and be indignant at Ed’s lack of concern about her consent. But she cannot believe she was raped (Alexander, 2014, pp. 108-109).
En este caso, una persona consiente mantener relaciones sexuales con el solicitante de consentimiento, pero por una razón ahora no relevante dicho consentimiento no es comunicado efectivamente o no es interpretado como tal por el destinatario. Una vez que el acto sexual ha concluido y la persona que consintió descubre que su acompañante no recibió el mensaje, ello no vicia de consentimiento a la relación, sino que hace culpable al solicitante por haberse embarcado en un acto para el cual creía que no había obtenido un permiso.
Ahora bien, ¿por qué este enfoque le parece a Alexander (2014) cualitativamente superior a las propuestas de Hurd (1996) y Westen (2004)? Frente a la perspectiva de Hurd, Alexander encuentra dos problemas:
Tomando en consideración principalmente la segunda objeción, la propuesta de Alexander sobre el contenido del consentimiento es más débil que la de Hurd, pues solo requiere la renuncia a un derecho a reclamar por el traspaso de un límite de derecho, incluso cuando este va acompañado de un deseo de que el acto no se ejecute finalmente.
En segundo término, frente a Westen (2004), Alexander (2014) considera que el criterio de la aceptación que propone dicho autor es muy débil, pues uno puede aceptar algo sin haberlo consentido. Por ejemplo, se puede aceptar ser relegado de una fila por una persona abusiva más fuerte, pero ello no significa que se haya consentido perder un lugar en la fila. En la crítica de Alexander encontramos una forma de remitir a razones legítimas e ilegítimas; por ejemplo, cuando acepto haber perdido mi lugar en la fila a manos de una persona más fuerte, dicha aceptación se puede basar en razones prudenciales más que de principio, evitando, por ejemplo, ser empujado con más fuerza o, incluso, ser golpeado. Entre el trato como un sujeto capaz de dar y ofrecer razones, y mi empleo meramente instrumental, hay elementos que nos permiten establecer cierta conexión entre la crítica de Alexander a la postura de Westen y el concepto arendtiano de violencia como un empleo de potencia (en este caso, física) con carácter instrumental (Arendt, 2018, pp. 61 y ss.).
De forma adicional a la posesión del estado mental de renunciar al derecho a objetar el traspaso del límite de un derecho moral o jurídico, Alexander (2014) considera que el consentimiento requiere —para ser transformativo— que quien lo otorga comprenda en cierto grado la naturaleza y las posibles consecuencias del acto sobre el cual va a otorgar consentimiento (p. 109). ¿Cuánto grado de conocimiento se requiere? Para establecer dicha cuestión hay que distinguir entre cuánto debe conocer quien otorga el consentimiento y los problemas de culpabilidad de quien lo solicita. Por ejemplo, quien solicita el consentimiento puede ser culpable de presentar una solicitud engañosa, pero sin llegar a volver ineficaz al consentimiento otorgado: A consiente mantener relaciones sexuales con B porque B le dice que le ama y que se quiere casar con A. Este acto es un consentimiento válido incluso si B no fuese sincero. Ello es así pues A posee información suficiente sobre el acto sexual solicitado, que es la acción inmediata objeto de consentimiento. En suma, lo que se requiere, para Alexander, es un conocimiento suficiente de lo que se está consintiendo (en esta ocasión, la relación sexual). En todo caso, la discusión sobre la cantidad y relevancia de la información es compleja y puede ser dejada para una exploración ulterior.
En síntesis, si el mal moral de la violación sexual consiste en el traspaso del límite de un derecho moral (y, a veces, también jurídico) sobre el propio cuerpo como componente de la identidad personal, dicho traspaso puede ser interpretado como un acto no consentido. Por su parte, el consentimiento puede ser conceptualizado como un estado mental cuyo contenido consiste en la renuncia al derecho a objetar el traspaso del límite de un derecho moral o jurídico, para lo cual se requiere contar con información relevante sobre lo que está en juego con la solicitud de quien pide consentimiento.
IV. CONSECUENCIAS PROBATORIAS
Si, como se ha argumentado, el mal moral de la violación sexual consiste en una infracción del deber de obtener consentimiento, entendido este como un permiso para traspasar el lindero de un derecho moral sobre el propio cuerpo, entonces el problema probatorio se traslada directamente al campo de la probanza de estados mentales en la medida que el consentimiento es un estado mental. Si dicha probanza se hace inviable en algunos casos concretos, parece natural aceptar que el derecho no sanciona todos los casos teóricamente posibles de violaciones, sino solo aquellos que puedan ser conocidos por el juzgador de los hechos. De esta forma, si bien toda violación sexual supone un uso no consentido del cuerpo humano, no toda violación sexual puede ser probada. Solo lo será aquel subconjunto mediante el cual se puede conocer el contenido del estado mental del consentimiento, ya sea porque este ha sido comunicado de alguna forma o mediante el empleo de complejas técnicas de imaginería cerebral, sobre las cuales aún hay mucho por clarificar (Rodríguez, 2003).
Herbert Hart (2019) consideraba que una de las razones por las cuales las condiciones para la exclusión de responsabilidad penal encuentran un límite en su aplicabilidad es la dificultad de la prueba (p. 68). Esta dificultad se puede resolver mediante el recurso a idealizaciones como la del «hombre razonable». Lo que hacemos al emplear estándares de este tipo es imputar estados mentales a las personas a partir de las circunstancias en que se inserta la acción. Ahora bien, esta estrategia enfrenta problemas importantes, siendo el más resaltante el que algunas críticas han planteado desde el feminismo jurídico. Representantes de esta orientación teórica consideraron que el estándar de «hombre razonable», como criterio de imputación en casos como los de acoso sexual (y el argumento parece extensible al caso de violaciones sexuales), no tomaba en cuenta las vulnerabilidades y la opresión que enfrentan las mujeres en sus interacciones sociales (Dimock, 2008). Ello llevó a algunas cortes en Estados Unidos, principalmente a inicios de la década de los años noventa, a emplear un estándar distinto titulado «mujer razonable» (Ashraf, 1992, p. 483; Kenealy, 1992). Pero el estándar no fue utilizado en el derecho penal (Ashraf, 1992, p. 495) y la solución tampoco parece teóricamente solvente, pues, como concluye Ashraf, la construcción del estándar termina conteniendo demasiados elementos subjetivos. En el momento en que permitimos el ingreso de circunstancias diferenciadas que modifican los patrones de acción y elección de personas en distintas posiciones sociales, emerge nuevamente el problema de qué tan refinada debe ser nuestra tipología. Por ejemplo, ¿por qué un estándar de mujer razonable y no uno de mujer afrodescendiente razonable?, ¿por qué un estándar de mujer razonable y no uno de mujer entre los 15 y 22 años razonable?, ¿por qué un estándar de mujer razonable y no uno de mujer en un entorno rural o en un entorno urbano razonable? La carga de la argumentación sobre dónde detenerse en los esfuerzos de plantear distinciones corresponde al proponente del estándar, aunque ello no implica que la estrategia no pueda tener cierto éxito.
Finalmente, en último término, la idea de contar con un estándar diferenciado de mujer razonable se enfrenta con el problema de que el derecho penal es un derecho de última ratio y garantiza las libertades fundamentales de las personas. Condenar a un acusado empleando un esquema de estándar de persona o mujer razonable se parece mucho a condenarla empleando una presunción sobre la posesión de un estado mental, y esto es, por lo menos, discutible desde el punto de vista de los fundamentos del derecho penal8.
Una segunda salida, cercana a la de los estándares, es la de emplear máximas de la experiencia sobre las cuales no se exijan respaldos sólidos. En este caso, se replican los problemas del empleo de un estándar y son trasladados a la regla que vincula los datos probatorios con la conclusión a la que se busca arribar.
Nos queda entonces, directamente, la alternativa de tratar de probar los estados mentales en sí mismos. Y dos estados mentales son relevantes en la probanza de los casos de violación sexual: el estado mental de consentimiento, de parte de la víctima; y el estado mental de creencia de conocimiento (o falta de este) de tal consentimiento, de parte del agresor. Si, como sostiene Hart (2009), la responsabilidad penal deriva de la responsabilidad moral (p. 70), debemos aceptar que si se logra probar que el agresor tenía una creencia verdadera y fundada sobre el consentimiento de la víctima (es decir, una creencia sobre la posesión de una habilitación para traspasar los límites de un derecho moral sobre el propio cuerpo) a pesar de que no lo había obtenido, estaremos en tal caso ante un supuesto de violación sexual jurídicamente no punible. Desde luego, como ya hemos señalado, difícilmente nuestro conocimiento de los estados mentales nos permite excluir algún grado de punición.
Avramides (2020) señala correctamente que, en su formulación epistemológica, el problema de las otras mentes hace referencia al conocimiento de los atributos mentales de otras personas, entre los cuales encontramos estados mentales como los que aquí nos preocupan. El problema tiene orígenes cartesianos, pues parte de la duda sobre nuestro aparente conocimiento perceptual del mundo externo. Si bien este problema admite una formulación radical («en realidad, todo podría ser una suerte de engaño y no existe algo así como otras mentes que piensan o sienten»), la más razonable parece la formulación moderada. En esta nuestras dudas se restringen al conocimiento de estados mentales específicos, más no presupone una duda generalizada sobre la existencia de otras mentes.
Si partimos de una perspectiva moderada, una forma de verificar nuestras percepciones sobre los estados mentales de otras personas es a través de la solicitud de que los formulen como enunciados lingüísticos. De esta forma, un estado mental se externaliza y transmite a otras personas, permitiendo la corroboración de la impresión perceptual o su descarte al no coincidir con la formulación lingüística. Ello nos pone ante un conflicto potencial entre la información que nos reportan nuestros sentidos y aquella que nos transmite otra persona mediante su testimonio. Por ejemplo, María increpa a Alberto el haberla violado, pues esta no otorgó su consentimiento; pero Alberto responde señalando que algunas palabras que María dijo antes del acto y durante el mismo contaban para él como consentimiento. Si Alberto no está construyendo un discurso justificatorio de su acción, tenemos configurado un conflicto entre la evidencia que nos reporta la percepción del mundo y la que nos transmite ex post la fuente relevante de dicha información. Es este desfase el que, como vimos, explica la distinción entre infracción y culpabilidad que propone Alexander (2014).
Pero, así como el agresor puede equivocarse sobre el estado mental de la contraparte, esta puede modificar su enunciación después del acto: arrepentida por lo que ha ocurrido, María sostiene ante Alberto que este no había obtenido el consentimiento cuando, en realidad, ello sí se había dado. Aquí no hay una violación sexual, pero el testimonio de María sostiene ex post que sí la hubo.
Finalmente, puede presentarse el supuesto en que las partes se desenvuelven en un escenario de vaguedad perceptual, informacional y moral. Así, tanto Alberto pudo interpretar como consentimiento señales ambiguas por parte de María como esta pudo moverse en un continuo que va de mayor receptividad a mayor resistencia durante todo el acto sexual. En dichos supuestos debemos aceptar que, así como los propios actores guardan dudas sobre aspectos de lo que ha ocurrido, el tratamiento jurídico de lo ocurrido hereda dicha bruma informacional.
Una cuestión final que resulta relevante mencionar es que el medio probatorio que por excelencia acredita la posesión de los estados mentales relevantes en este caso son los testimonios de las partes. El asunto es problemático pues, como apunta Ramírez Ortiz (2020), la tradición jurídica en el derecho probatorio adhirió durante muchos siglos al precepto «testigo único, testigo nulo», más relacionado a los sistemas de prueba tasada o legal. No obstante, incluso el pensamiento ilustrado de autores como Benthan o Beccaria habría heredado la desconfianza a la figura del testimonio único (pp. 204-206). Más aún, en un escenario que es plausible en los casos de acusaciones de violación, Beccaria sostenía que «siempre es necesario más de un testigo, porque en tanto que uno afirma y otro niega no hay nada cierto, y prevalece el derecho que cada cual tiene a ser creído inocente» (Beccaria, citado por Rodríguez Ortiz, 2020, p. 206). En los casos de violación sexual puede ocurrir que la presunta víctima sostenga que no otorgó su consentimiento y que así lo comunicó oportunamente al solicitante, como puede darse que el presunto agresor sostenga que obtuvo el consentimiento o que interpretó determinadas palabras o gestos como manifestaciones de consentimiento.
Pensando en un escenario en el que las circunstancias de la presunta violación se dan en un ambiente en el que solo están las dos partes relevantes (víctima y agresor), del otro lado de la ecuación, sabemos de nuestra discusión previa que cualquier otro medio probatorio, fuera del testimonio de las partes, parece más orientado a acreditar lo que Gardner llama «epifenómenos que rodean la acción» y no a esta en sí misma.
Estamos, entonces, ante una suerte de dilema: cualquier medio que acredite epifenómenos no acredita directamente a la violación sexual como relación sexual no consentida; pero, por otra parte, los testimonios nos parecen insuficientes para acreditar en un grado suficiente el otorgamiento o no de consentimiento. Si nos adherimos a la tesis de la probanza epifenoménica, deberíamos aceptar que el derecho solo condena acciones de violación sexual acompañada de epifenónemos (o en la cual los epifenómenos son indicios de no consentimiento); mientras que si adherimos a la tesis de la probanza testimonial, debemos aceptar que la valoración de la prueba testimonial en casos límites parte de un grado mayor de incertidumbre sobre los hechos respecto de otros escenarios de probanza jurídica. En estos escenarios, podemos confiar más en uno u otro testimonio, pero dicha elección no termina de estar justificada por razones epistémicas, sino de política probatoria. En cualquier caso, la confrontación de testimonios parece ser una salida que puede mitigar el problema ante el que nos encontramos, pero ello no elimina el hecho de que la violación sexual aparece como una de las acciones de más difícil probanza en el derecho.
V. CONCLUSIONES
El presente artículo ha argumentado a favor de tres tesis fundamentales: la primera es que el mal moral de la violación sexual consiste en el traspaso no consentido de los linderos que demarcan un derecho moral sobre el propio cuerpo. Este derecho moral puede coincidir con un derecho jurídico, pero tal yuxtaposición no suele ser absoluta.
En segundo lugar, siguiendo a Larry Alexander, hemos sostenido que el estado mental del consentimiento consiste en la disposición a no objetar la conducta del solicitante, basándose en el derecho preexistente al que se ha renunciado. En este caso, como ya se mencionó, se trata de un derecho de disposición sobre el propio cuerpo.
Finalmente, hemos sostenido que, si el transformador normativo del consentimiento es un estado mental, lo que se debe probar en casos jurídicos de violación sexual es la existencia —o falta de esta— de consentimiento de parte de la víctima y la creencia de haber obtenido tal consentimiento por parte del agresor. Ello acarrea grandes problemas para el razonamiento probatorio, pues tanto el testimonio es el medio probatorio predilecto para conocer los estados mentales relevantes (que se conocen ex post a los hechos) como se puede producir un conflicto entre las percepciones de una parte y los estados mentales de la otra. Todo ello nos debería llevar a aceptar la conclusión de que no todos los casos de violación sexual son punibles por el derecho ni pueden serlo.
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Recibido: 02/11/2021
Aprobado: 22/03/2022
1 Ver, por ejemplo, MacKinnon (1997, p. 50).
2 Algunas de las estrategias de crítica feminista al derecho delineadas por Olsen podrían asemejarse a esta postura. Al respecto, ver Olsen (1990).
3 Un ejemplo claro de este discurso lo encontramos en Angulo (2019, pp. 88 y ss.).
4 Ver, por ejemplo, Fernández Cruz (2007).
5 El traspaso no consentido del derecho sobre el propio cuerpo, en el caso de la violación, se distingue por su finalidad de índole sexual. Es en este elemento en el que radica la distinción entre la violación sexual y otras formas de traspaso no consentido del derecho sobre el propio cuerpo. Agradezco a los revisores anónimos por solicitarme precisar esta cuestión.
6 Desde un enfoque filosófico inspirado en la fenomenología existencial, pero partiendo más bien de la dimensión corporal de la experiencia humana, Debra Bergoffen (2009) propone un análisis sobre la relación entre cuerpo, identidad personal y vulnerabilidad para el caso de la violación. Desde el punto de vista de dicha autora, la violación (en el caso específico de su estudio, la violación que se utiliza como arma de guerra) es una forma de explotación de la vulnerabilidad corporal humana. No obstante, tal dimensión corporal está imbricada con la identidad y dignidad personal: «we cannot reduce any of these human rights offenses [se refiere a los crímenes de esclavitud, tortura y violación empleada como arma de guerra] to matters of the material body alone. We must take account of the ways in which the human body is always the embodiment of a meaning making subject». Prosigue la autora señalando que los enfoques puramente corporales fracasan en dar cuenta de la manera en que la construcción de sentido por parte de los seres humanos está relacionada con su dimensión corporal. Este fracaso tiene consecuencias importantes, como la reducción de la violación a la noción de relaciones sexuales forzadas: «If we identify the human rights violation of rape as a weapon of war with the crime of forced intercourse (accounting […] only for the way it abuses the material body) and forget the ways in which it destroys the body’s desire for intimacy and the communal effects of destroying our trust in this desire (by forgetting that the lived body is always a lived desiring body) we will not be able to understand the effectiveness of rape as a weapon of war» (p. 313).
7 Sobre este punto, Coy (2009) añade lo siguiente: «Dissociation from the body —leaving it emotionally when it is impossible to leave physically— is a well-documented reaction to trauma, particularly sexual abuse with the violations of both body and self, and it is understood as a psychological defence strategy (Scott, 2001). Significantly, the necessity of dissociation, the separation of self from body and the need to distance the thinking, feeling self from the physical body, was discussed at length by the women as a coping mechanism during commercial sex exchanges» (p. 68).
8 Un razonamiento de similares características, con referencia a las funciones y límites del derecho penal, se encuentra en Ramírez Ortiz (2020, p. 203).
* El presente artículo fue realizado con el apoyo del Centro de Investigación, Capacitación y Asesoría Jurídica (Cicaj) del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Asimismo, agradezco a los y las integrantes del Grupo de Investigación sobre Teorías de la Justicia y Derecho (Grijus) de la PUCP —Noemí Ancí, Leandro Cornejo, Betzabé Marciani, Uber López, Andrey Chambi y Denisse Paucar— por la atenta lectura y discusión de una versión preliminar del artículo. Finalmente, agradezco los comentarios y sugerencias que dos árbitros anónimos realizaron al artículo. Los errores y defectos que persisten, desde luego, son de mi entera responsabilidad.
** Profesor de las facultades de Derecho y de Gestión y Alta Dirección, así como de las maestrías en Derecho Constitucional y Derecho de la Empresa de la PUCP (Perú). Abogado y magíster en Filosofía por la PUCP. Ex becario del Máster en Imperio de la Ley y Democracia Constitucional por la Universidad de Génova (Italia). Miembro del Grijus de la PUCP.
Código ORCID: 0000-0002-1155-0249. Correo electrónico: enrique.sotomayor@pucp.pe