Consideraciones de política criminal sobre el delito de negociaciones incompatibles con la función pública: una reconstrucción de su ilicitud como puesta en peligro contra la voluntad estatal
Criminal Policy Considerations on The Offense of Conflict of Interest in The Public Sector: Reconstruing its Wrongness as Endangerment Against Government Decisions
Bruno Rusca*
Universidad Austral de Chile (Chile)
Resumen: A partir de la distinción elaborada por R. A. Duff entre ataques y puestas en peligro como dos categorías diferentes de ilicitud, el trabajo defiende una concepción del delito de negociaciones incompatibles como puesta en peligro en abstracto contra la voluntad estatal. Para ello, se recurre al apoyo de diferentes estudios empíricos, los cuales demuestran que, en situaciones de conflicto de intereses, aunque los agentes no obren con un propósito deliberado de beneficiarse, sus decisiones tienden a privilegiar sus intereses particulares. Además, se argumenta que, conforme a la perspectiva defendida, el alcance del delito debería incluir a intereses y actos de carácter no económico. Cabe aclarar que el trabajo pretende contribuir al desarrollo de una teoría normativa de las negociaciones incompatibles con la función pública que determine cómo debería regularse este delito, independientemente del modo concreto en que cada legislación define a tal comportamiento.
Palabras clave: Delito de negociaciones incompatibles, delitos contra la Administración pública, corrupción pública, puesta en peligro, sesgos implícitos, política criminal
Abstract: Based on the distinction drawn by R. A. Duff between attacks and endangerments as two different kind of wrongs, this paper advocates a view of the crime of conflict of interest in the public sector as implicit endangerment against government decisions. This view is supported by different empirical studies, which demonstrate that, in scenarios of conflict of interest, although agents do not act with a deliberate purpose of benefiting themselves, their decisions tend to privilege their private interests. In addition, it is argued that, according to the perspective defended, the scope of the offense should include interests and acts of a non-economic nature. It should be clarified that the purpose of this paper is to contribute to the development of a normative theory of negotiations incompatible with public office which determines how this crime should be regulated, regardless of the specific way in which each legislation defines such behavior.
Keywords: Prohibited negotiations to public officers, crimes against Public Administration, public corruption, endangerment, implicit biases, criminal policy
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. SOBRE LA REGULACIÓN DEL DELITO DE NEGOCIACIONES INCOMPATIBLES EN EL DERECHO COMPARADO.- III. SOBRE ATAQUES Y PUESTAS EN PELIGRO.- IV. Sobre la evidencia empírica de la influencia del sesgo interesado en el procesamiento de la información y la toma de decisiones.- v. La definición de los conflictos de intereses relevantes.- V.I. Sobre el carácter del interés implicado en el acto.- V.II. Sobre la clase de actos objeto de la intervención interesada.- vI. CONSECUENCIAS DE LA PERSPECTIVA DEFENDIDA.- VII. CONCLUSIONES.
I. Introducción
Como cualquier persona a la cual se le ha confiado el cuidado de intereses ajenos, los funcionarios públicos tienen un deber de lealtad. En líneas generales, ser leal significa ser sincero o fiel a «alguien» o a «algo»; esto es, hacer todo lo posible para promover aquello a lo que se debe fidelidad, aun cuando hacerlo pueda ir en contra de los intereses propios (Green, 2005, p. 154). Probablemente, el fundamento de algunas de las obligaciones más relevantes que las personas tienen como agentes morales residen en el deber de ser leal a otro, como las que surgen de la amistad, el matrimonio o la familia. Empero, también la lealtad puede recaer sobre entidades impersonales, como una causa política —v. gr.: la revolución—, una institución —v. gr.: el Club Atlético Talleres— o ideales de justicia —v. gr.: los principios constitucionales o el Estado de derecho—1.
Los funcionarios públicos están obligados a ser leales a las personas que representan o, eventualmente, como los jueces u otros agentes del Estado, a los principios que rigen su función o cargo2. Cuando ellos anteponen sus intereses personales a tales obligaciones, actúan deslealmente. Así, pues, si un legislador vota en favor de una ley por el dinero que le ofrece una empresa interesada en su aprobación, es desleal con sus representados, pues privilegia sus intereses frente a los de ellos3. Pero también actúa con deslealtad la jueza que, sin aceptar un soborno, decide absolver a un dirigente político por creer que, de ese modo, su carrera judicial resultará favorecida. En definitiva, la lealtad requiere que, ante un conflicto de intereses4, el funcionario no ceda a la tentación de privilegiar sus intereses personales, sino que, por el contrario, defienda los intereses de sus representados o actúe conforme a los deberes de su cargo.
Por supuesto, en una situación de intereses contrapuestos, el funcionario puede efectivamente decidir motivado por los deberes de su cargo y no por lo que conviene a sus intereses personales. Sin embargo, como en toda relación en la que a alguien se le ha confiado el ejercicio de una potestad en interés de otro, recae sobre el agente un deber de evitar colocarse en algunas situaciones de conflicto de intereses en las que podría verse tentado a perjudicar al titular de dicho interés (Clark, 1996, pp. 71-72). Esta obligación, que suele considerarse como una de las manifestaciones del denominado «deber fiduciario»5, requiere que, ante dicha situación, o bien el agente se abstenga de intervenir (Villoria, 2006, p. 324) o bien, si ello fuera posible, se desprenda del interés personal en conflicto con su función —v. gr.: mediante la venta de las acciones que tuviera en cierta compañía— (Clark, 1996, p. 85)6.
En el ámbito de la Administración pública, es frecuente que el derecho establezca prohibiciones específicas para los funcionarios, cuyo fundamento consiste en evitar conflictos entre sus intereses privados y la función pública (Clark, 1996, pp. 73-75)7. Tales prohibiciones operan con independencia de si el agente, frente a dicho conflicto, actúa con deslealtad; esto es, sin importar si, finalmente, decide privilegiar sus intereses privados a los intereses que, por su cargo, está obligado a resguardar. Paradigmáticamente, las normas que prohíben a los funcionarios públicos aceptar regalos otorgados en consideración a su función responden a este fundamento; en efecto, aun cuando la aceptación de regalos no involucra el compromiso de realizar un acto a cambio, sitúa al funcionario en una posición en la que él podría inclinarse a compensar al dador del obsequio8. Así, por ejemplo, el médico de un hospital público que recibe con regularidad regalos de compañías farmacéuticas crea el riesgo de que, al momento de recetar medicamentos, sus intereses económicos interfieran con las decisiones médicas que debe adoptar. De acuerdo con ciertas legislaciones, se prevé para dicho comportamiento una sanción de carácter penal, aunque de menor intensidad que la prevista para la aceptación de sobornos9.
En líneas generales, el delito de negociaciones incompatibles describe la conducta del funcionario público que interviene en un acto de su competencia en el cual tiene un interés de carácter privado. Con dicho comportamiento, se produce un «desdoblamiento de la personalidad» del agente, ya que él obra en el doble carácter de órgano del Estado e interesado en la realización del acto (Soler, 1970, p. 189). Así, por ejemplo, realiza objetivamente esta conducta el funcionario administrativo que, siendo titular de acciones en una empresa constructora, resuelve conceder un contrato de obra pública a dicha compañía. De todos modos, conforme al modo en que se regula este delito en varias legislaciones, no basta con que se produzca tal conflicto de intereses, sino que es necesario, además, que el funcionario obre con el fin de beneficiarse10; o, expresado de otra forma, el agente debe actuar con deslealtad al intentar privilegiar el interés privado a los intereses que le han sido confiados. Si bien, de acuerdo con otras legislaciones, como el Código Penal chileno (art. 250), no surge de la interpretación literal del delito que sea necesario ese elemento subjetivo especial11, una parte de la doctrina sostiene que, de todos modos, ello constituye un requisito del tipo penal12.
El trabajo cuestiona esta concepción del delito de negociaciones incompatibles. A este respecto, se sostiene que existen argumentos sólidos para criminalizar los conflictos de intereses en la función pública aun cuando el funcionario no obre deslealmente. La razón de ello radica, grosso modo, en que cuando un funcionario público, en tal carácter, interviene en un acto en el cual, a su vez, concurre su interés privado, ya desencadena un riesgo serio de interferir con la objetividad del proceso decisorio de la Administración. Y, para que ocurra la creación de ese peligro, es suficiente con que el agente intervenga en la toma de una decisión propia de su cargo, con conciencia de que sus intereses de carácter privado se hallan implicados en dicho asunto. En este sentido, realizaría la conducta ilícita de las negociaciones incompatibles el funcionario administrativo que decide adjudicar un contrato a una compañía de la cual es accionista, aun cuando decida motivado por lo que considera más conveniente para el interés público.
Desde el punto de vista metodológico, el trabajo se propone contribuir al desarrollo de una teoría normativa del delito de negociaciones incompatibles, lo cual supone la elaboración de lineamientos acerca de cómo debería regularse dicha conducta. Aunque para este propósito, eventualmente, podría ser de utilidad examinar argumentos de interpretación del derecho vigente de carácter local, comparado o internacional, tales consideraciones nunca son concluyentes de lege ferenda. Ello se explica porque, aun cuando el legislador tenga plena legitimidad democrática, hay razones para sostener que no debería criminalizar cualquier conducta, como, por ejemplo, la acción de comportarse de modo descortés en privado. En este sentido, tanto la cuestión de las condiciones materiales que debe reunir una conducta para poder ser legítimamente criminalizada —i. e., concepto material de delito— como la pregunta de si cierto comportamiento cumple dichas condiciones trascienden la tarea de interpretación del derecho vigente, incluso el de carácter constitucional, pues, en definitiva, constituyen problemas de la ciencia jurídica penal (Roxin, 2007, p. 443), cuya solución depende de los fundamentos, valores y fines que se atribuyan al derecho penal.
Para la defensa de la concepción de las negociaciones incompatibles propuesta, la estructura del trabajo se organiza de la siguiente forma: en primer lugar, se presenta una descripción de la legislación comparada en la materia con referencias a las interpretaciones doctrinales de este delito (I). En segundo lugar, se explica la distinción —desarrollada por R. A. Duff— entre ataques y puestas en peligro como dos clases de ilicitud diferentes (II). Posteriormente, se argumenta que, mientras la concepción predominante, tanto en la legislación como en la interpretación doctrinal, concibe al delito de negociaciones incompatibles como un ataque contra la Administración, existen razones importantes para incluir en el ámbito de aplicación de la norma también las puestas en peligro (III). La fundamentación de esta idea responde a que, como demuestran numerosos estudios empíricos, en contextos de conflictos de intereses los agentes tienden a resolver lo que resulta conveniente para ellos mismos, aun cuando no tengan el propósito deliberado de beneficiarse. En cuarto lugar, se analiza el problema del tipo de interés que debe estar implicado en el acto para que se configure el ilícito de las negociaciones incompatibles (IV). A este respecto, se defiende una concepción amplia, la cual incluye la relevancia de la injerencia de intereses no económicos en el ámbito del delito. Por último, se prevé un apartado que describe las distintas consecuencias de la perspectiva defendida (V) y, además, un apartado final que resume las conclusiones más relevantes del trabajo (VI).
II. Sobre la regulación del delito de negociaciones incompatibles en el derecho comparado
Para presentar una definición del delito de negociaciones incompatibles, lo cual constituye el objetivo principal de este trabajo, se requiere, previamente, determinar en qué consiste su ilicitud, pues lo que debe o no debe ser incluido en la definición del delito depende de las razones por las cuales se considera desvalioso a este comportamiento13. De todos modos, hasta que sea posible brindar la definición del delito que se deriva de la concepción propuesta, solo puede presentarse una descripción del modo en que distintos ordenamientos jurídicos regulan este comportamiento.
La mayoría de las legislaciones14 definen la conducta típica de las negociaciones incompatibles como la acción, en principio realizada por un funcionario público, de interesarse en un acto propio de su ámbito de competencia15. De todos modos, la definición legal suele incluir también la posibilidad de que la acción típica sea realizada, además de por el propio funcionario, por interpósita persona, mediante la utilización de expresiones, como la empleada por el Código Penal chileno
(art. 240), de interesarse «directa o indirectamente» (Rodríguez Collao & Ossandón Widow, 2021, pp. 495-496)16. A menudo se afirma que el verbo descrito en este tipo penal admite diferentes significados: por un lado, puede referirse a la acción de obtener «aquello en que consista el interés del funcionario» (Sancinetti, 1986, p. 880); por otro lado, interesarse puede significar también intervenir con miras a obtener dicho interés (p. 880). La segunda interpretación, de carácter más amplio, es la que tiende a predominar en la doctrina. A este respecto, se sostiene que, para condicionar la voluntad de la Administración, alcanza con el hecho de que, al tomar parte en el asunto, el funcionario decida promover su interés particular; empero, es irrelevante si, finalmente, él logra conseguir el beneficio pretendido (Mañalich, 2015, p. 100; Sancinetti, 1986, pp. 880-881)17.
Esta interpretación se fundamenta en una concepción del delito de negociaciones incompatibles como de peligro abstracto. De acuerdo con esta idea, para la consumación del delito es suficiente objetivamente con el hecho de que, frente a un conflicto de intereses que obliga al funcionario a abstenerse de intervenir, este actúe. No se requiere tampoco que el agente dicte una resolución contraria al derecho u ocasione un perjuicio a la Administración18. Aunque la definición del bien jurídico protegido por el delito de negociaciones incompatibles no siempre reviste suficiente claridad, según una opinión extendida en la doctrina argentina, de este modo se resguardaría «el fiel y debido desempeño de las funciones de la administración en sentido amplio, de manera que la actuación de los órganos no sólo sea imparcial, sino que se encuentre a cubierto de toda sospecha de parcialidad» (Soler, 1970, p. 189)19. En definitiva, con ello se expresa que, si bien el acto concreto realizado por el agente puede ser inocuo, la actuación interesada de los funcionarios produciría, en general, más perjuicios que si las decisiones se adoptaran con imparcialidad (p. 189)20.
En relación con el objeto sobre el cual tiene que recaer el interés del funcionario, algunas legislaciones lo definen de modo especialmente restringido. En particular, el Código Penal argentino (art. 265) y el Código Penal peruano (art. 399) hacen referencia a un «contrato» u «operación»; de acuerdo con cierta interpretación, en ambos casos, se trataría de disposiciones de carácter económico, ya sean bilaterales
—contratos— o unilaterales —disposiciones— (Donna, 2018, p. 321). En cambio, otras legislaciones, como el Código Penal chileno (art. 240) y el Código Penal español (art. 439), contienen una definición más amplia, la cual incluye expresiones como cualquier clase de «actuación», «negociación», «operación», «gestión» o, simplemente, «asunto»21. De esta forma, se argumenta, cualquier acto en el que el agente intervenga en su calidad de funcionario público puede ser objeto del delito de negociaciones incompatibles y no solo aquellos de carácter económico (Matus Acuña & Ramírez Guzmán, 2021, p. 311)22.
Un aspecto particularmente discutido de la interpretación de este delito consiste en la clase de interés que resulta relevante para la tipicidad de la conducta. Para algunos autores, solo se configuraría el tipo penal si recae sobre el acto un interés económico del funcionario (Balmaceda Hoyos, 2021, p. 1057). Los argumentos que fundamentan esta postura, normalmente, son consecuencia de una interpretación literal o sistemática del derecho. En el caso de la legislación chilena, se aduce que dicha exigencia surge de la ubicación sistemática del delito en la sección de fraudes, como también de que la ley ordene realizar el cálculo del monto de la multa en función del valor del interés que el autor hubiera tomado en el negocio (Balmaceda Hoyos, 2021, p. 1057; Rodríguez Collao & Ossandón Widow, 2021, p. 495). De todos modos, respecto de otras legislaciones, como el Código Penal peruano23, el Código Penal uruguayo24 y el Código Penal español25, por la ubicación y la forma de redacción del tipo penal, tales argumentos no resultan aplicables; por ello, las negociaciones incompatibles, en principio, también abarcarían en estos casos la injerencia de intereses no económicos26.
Sobre la cuestión de la titularidad del interés, la mayoría de las disposiciones penales expresamente reconocen que el funcionario puede cometer el delito tanto si interviene en función de un interés propio como de un tercero27. En este aspecto, la regulación del Código Penal chileno se diferencia de las demás en que la injerencia del funcionario por interés ajeno solo es punible en caso de intereses de personas especialmente vinculadas a él, como el cónyuge, parientes cercanos, terceros asociados o empresas en las cuales tuviera cierto grado de participación28. En contraposición con esta tendencia, el Código Penal español únicamente reconoce la posibilidad de que el delito se cometa por interés propio29.
Desde el punto de vista subjetivo, varias legislaciones requieren que, frente al conflicto de intereses, el agente actúe motivado por el interés privado que tiene sobre el asunto; es decir, con el propósito de obtener dicho beneficio. Así, por ejemplo, el Código Penal argentino define la conducta prohibida como «interesarse en miras de un beneficio propio o de un tercero» (art. 265). Del mismo modo, el Código Penal español establece que comete este delito el funcionario que, con motivo de su intervención en un acto de su competencia, «se aproveche de tal circunstancia para forzar o facilitarse cualquier forma de participación» (art. 439)30; por ello, no es típica la acción del funcionario que obra sin la finalidad de perseguir ese beneficio (Córdoba Roda & García Arán, 2004, pp. 2104-2105)31. En cambio, de acuerdo con otras legislaciones, no surge de la interpretación literal de la ley la necesidad de que el agente obre con una finalidad específica. A este respecto, el Código Penal chileno hace referencia, simplemente, al «empleado público que directa o indirectamente se interesare en cualquier negociación» (art. 240); empero, un sector de la doctrina chilena sostiene que, de todos modos, el delito requiere dolo directo (Bullemore & Mackinnon, 2018, p. 102; Balmaceda Hoyos, 2021, p. 1058)32.
Por último, es frecuente que la prohibición de las negociones incompatibles, además de su aplicación a los funcionarios públicos, se extienda a agentes del sector privado que actúan como administradores de intereses ajenos. A modo de ejemplo, varias legislaciones criminalizan la conducta de interesarse en un asunto de su competencia funcional cuando es realizada por árbitros, peritos, contadores, tutores, curadores o síndicos, entre otros profesionales. En particular, así lo disponen el Código Penal argentino (art. 265 in fine), el Código Penal chileno
(art. 240, incs. 2-7)33 y el Código Penal español (art. 440).
iii. Sobre ataques y puestas en peligro
En el ámbito continental europeo, el principio de lesividad u ofensividad es el criterio de criminalización más destacado (Mir Puig, 1991, p. 205). A grandes rasgos, este principio establece que la prohibición penal de una conducta se halla justificada solo si está orientada a la protección de un bien jurídico (Roxin, 1997, pp. 51-53; Rodríguez Collao, 2005, p. 328), aunque la determinación de lo que legítimamente puede constituir un bien jurídico no está exenta de desacuerdos34. Conforme a una opinión extendida, es posible sostener que tal concepto refiere, grosso modo, al conjunto de condiciones fundamentales, tanto de carácter individual como colectivo, necesarias para el libre desarrollo de las personas (Roxin, 2007, pp. 445-446). Con ello se expresa que constituyen bienes jurídicos no solo intereses individuales como la vida, la integridad física o la libertad ambulatoria, sino también instituciones como el sistema monetario o la administración de justicia, las cuales son fundamentales para la preservación del orden social (Greco, 2004, p. 116).
En el ámbito de la protección de bienes colectivos, se incluye el conjunto de delitos que tienen por finalidad sancionar conductas que atentan contra la función pública. Dicho bien jurídico puede definirse como el correcto desempeño de las distintas actividades estatales, lo cual abarca, además de la actividad administrativa, las funciones legislativa y judicial (Rodríguez Collao, 2005, p. 332). En líneas generales, mayoritariamente se entiende que la protección de la función pública persigue la satisfacción de intereses generales de la comunidad por medio del aseguramiento de ciertos criterios que deben informar la actuación del Estado, en particular, principios como la objetividad, imparcialidad y eficacia de la Administración pública (Rodríguez Collao & Ossandón Widow, 2021, p. 104).
Ahora bien, aunque el principio de lesividad requiera que la prohibición penal de cualquier conducta sirva a la protección de un bien jurídico, ello no implica que la ilicitud penal consista exclusivamente en la lesión o peligro de un bien jurídico. Ciertamente, la afectación del bien jurídico se relaciona solo con el desvalor de resultado, pero la ilicitud penal está determinada también por el desvalor de acción (Roxin, 1997, p. 318); esto es, las cualidades de la conducta que hacen a su incorrección intrínseca, más allá de sus eventuales consecuencias.
En relación con los delitos de corrupción, como señala Greco (2016), es frecuente que el análisis jurídico-penal se concentre casi exclusivamente en la cuestión del bien jurídico protegido y se desatienda el análisis del desvalor de acción. Normalmente, esta clase de enfoques sobrecargados en el resultado, además de no ofrecer demasiadas pautas útiles para la interpretación del derecho (p. 46), son incapaces de orientar al legislador sobre cómo debería regular cierta conducta. Así, por ejemplo, si el bien jurídico protegido por el delito de cohecho fuera el correcto funcionamiento de la Administración, su imparcialidad o la confianza depositada en ella, por mencionar solo algunos escenarios, tales intereses podrían ser afectados no solo por el ofrecimiento de sobornos, sino también por el ejercicio de la coacción sobre los funcionarios35. La razón por la cual nadie consideraría sensato incluir esta última conducta en el concepto de cohecho se explica no por una ausencia de afectación del bien jurídico, sino porque, desde el punto de vista del desvalor de acción, se trata ya de un comportamiento cualitativamente distinto. Las mismas consideraciones son aplicables, en definitiva, al análisis de la ilicitud de las negociaciones incompatibles.
Para comprender la concepción del desvalor de acción que subyace al modo en que la mayoría de las legislaciones regula el delito de negociaciones incompatibles, resulta de utilidad recurrir a la distinción, desarrollada por R. A. Duff (2005), entre ataques (attacks) y puestas en peligro (endangerments). Según este autor, un ataque se caracteriza por la intención de dañar un interés determinado y la realización de un acto que, desde un punto de vista objetivo, involucra ya una amenaza para dicho interés. En este sentido, apuntar un arma contra otra persona no configura un ataque si el agente carece de la intención de dañar a la víctima; empero, tener la intención de dañar a otro tampoco es un ataque si el agente no avanza objetivamente lo suficiente como para poner en riesgo a la víctima —i. e., realiza actos que actualicen esa intención—. De acuerdo con Duff, la manifestación de una actitud de hostilidad hacia el objeto sobre el que esta recae es característica de un ataque. Ello no implica que el agente deba sentir odio o alguna clase de animadversión hacia la víctima; no obstante, en la medida en que la acción se dirige contra los intereses de la persona atacada, su estructura intencional está determinada por el daño que pretende causar y, por tal razón, expresa hostilidad hacia dichos intereses (p. 943).
Ahora bien, aunque un ataque involucra la creación de un riesgo contra el objeto al cual se dirige, es posible ocasionar tal riesgo sin llevar adelante un ataque. Para referirse a esta clase de comportamientos, Duff (2005) emplea el término de «puestas en peligro» (endangerments). A este respecto, tiene lugar una puesta en peligro si el agente, por acción u omisión, crea un riesgo significativo de daño contra los intereses de la víctima. En contraposición a los ataques, desde el punto de vista subjetivo, el paradigma de la responsabilidad por las puestas en peligro es la temeridad (recklessness), no la intención. Es decir, alguien es culpable por poner en peligro a otro si, a pesar de ser capaz de evitar la creación de un riesgo de daño contra sus intereses, no toma las medidas adecuadas para evitarlo —v. gr.: el automovilista que, sin intención de ocasionar un accidente, circula a doscientos kilómetros por hora por una calle muy transitada—. Según Duff, mientras que los ataques manifiestan hostilidad hacia los intereses de la víctima, las puestas en peligro expresan una actitud de indiferencia (pp. 944-945).
De acuerdo con esta idea, los ataques y puestas en peligro constituyen dos clases diferentes de hechos ilícitos, con distintas estructuras internas. Un ataque es una acción estructurada por la intención de dañar. Si alguien ataca a otro y falla en lograr su cometido —i. e., no logra consumar el daño que pretende causar—, ello determina el fracaso de su acción. En cambio, si alguien pone en peligro a otro y no tiene lugar el daño que podría haber ocurrido, no puede afirmarse que haya fracasado su acción; de hecho, tal circunstancia podría eventualmente ser una fuente de alivio para el agente (Duff, 2005, p. 945). Para Duff, la clasificación entre ataques y puestas en peligro refleja en parte una distinción de carácter moral; más específicamente, la diferencia que existe entre ser guiado por las razones equivocadas y no ser guiado por las razones correctas. Cuando tiene lugar un ataque, el daño que el agente intenta causar constituye una de las razones para actuar de ese modo; empero, esa no es una razón por la cual él debería decidir realizar una acción. En cambio, si alguien pone en peligro a otro, sus razones para actuar como lo hace pueden ser por completo legítimas —v. gr., conducir un automóvil a doscientos kilómetros por hora para no llegar tarde a una cita importante—; sin embargo, lo que resulta incorrecto en este caso es que el agente no se guía por la razón que el riesgo de daño que ocasiona esa acción provee —i. e., la razón en contra de llevar a cabo dicha conducta—36.
Esta distinción se torna especialmente relevante para justificar la criminalización de conductas que no dan lugar al daño que podrían causar. En efecto, en los que casos en que el agente —tanto si lleva adelante un ataque como una puesta en peligro— ocasiona efectivamente un daño a los intereses de la víctima, el contenido de ilicitud de su acción deriva, en parte, del hecho de haber causado ese daño, además de la relación subjetiva que exista entre el autor y tal resultado. Empero, según Duff (1996), cuando la acción no da lugar al daño que podría causar, la distinción entre ataques y puestas en peligro adquiere mayor importancia. Los ataques son esencialmente, y no solo en potencia, dañinos. Con ello se expresa que, en la medida en que la acción está dirigida a dañar un interés, su estructura está determinada por la expectativa de causar tal daño. Es decir, la efectiva producción del resultado, como, por ejemplo, que ocurra la muerte de la víctima, simplemente actualiza o completa el carácter intrínsecamente homicida ya presente en la acción. En cambio, las puestas en peligro son solo potencialmente dañinas. El agente que, sin pretender matar, no toma las medidas adecuadas para evitar la muerte de la víctima, comete homicidio si, finalmente, ella muere; sin embargo, en este caso, la efectiva producción de la muerte no es parte intrínseca de la acción riesgosa. Por consiguiente, el hecho de que tenga lugar el resultado marca una diferencia más importante en las puestas en peligro, pues confiere a la acción un carácter —i. e., su carácter dañino— que anteriormente no tenía (p. 365).
En este sentido, aunque la distinción entre ataques y puestas en peligro no involucra, al menos necesariamente, una afirmación acerca de la mayor probabilidad de la acción de ocasionar un daño, desde el punto de la relación del agente con el resultado los ataques están conectados más íntimamente con el daño que pretenden causar. Esta mayor conexión interna se advierte ya en el hecho de que, a diferencia de las puestas en peligro, el que ataca a otro no puede, sin arrepentirse de su acción, tener la expectativa de que el daño no ocurra ni sentirse aliviado si falla. Por ello, si se acepta la premisa de que las personas solo deben responder por sus acciones en la medida en que ellas se relacionen culpablemente con cierto daño, según Duff (1996), existen razones más fuertes para criminalizar los ataques fallidos que las puestas en peligro que no ocasionan un daño. En este último caso, además de que no ha ocurrido efectivamente un perjuicio, desde el punto de vista de la estructura interna de la acción la relación del agente con tal resultado es más lejana —i. e., se trata de acciones solo potencialmente dañinas— (p. 366).
iv. La negociación incompatible como delito de puesta en peligro contra la voluntad estatal
Tal como la mayoría de las legislaciones define el tipo penal de negociaciones incompatibles, la intervención de un funcionario público en un conflicto de intereses solo constituye delito si él decide deliberadamente beneficiarse, lo cual responde a una concepción de la ilicitud de su acción como un ataque contra la Administración pública37. Así pues, para que la conducta del funcionario sea penalmente relevante no es suficiente con el hecho de que él se abstenga de tomar parte en el asunto, sino que, además, es necesario que actúe por las razones equivocadas; esto es, que intente privilegiar el interés de carácter privado implicado en el acto por sobre el interés público que él está obligado a resguardar. Esta exigencia surge de expresiones que, como las empleadas por el Código Penal argentino (art. 265) o el Código Penal español (art. 439), requieren que el agente estatal «se interese en miras de un beneficio propio o de un tercero», o actúe para «facilitarse cualquier forma de participación».
La consecuencia principal de esta concepción restrictiva del delito es que, finalmente, excluye del ámbito de la norma las puestas en peligro contra la Administración. El funcionario que, a pesar de incumplir el deber de abstenerse de intervenir en un conflicto de intereses, toma parte en el asunto, no comete el delito si obra por buenas razones; esto es, si él decide conforme a lo que considera mejor para el interés público. No obstante, aunque, en tal caso, el agente no pretenda beneficiarse, se sitúa peligrosamente en una posición en la que sus intereses personales, o los de terceros cercanos a él, podrían interferir con sus decisiones. Y, consecuentemente, tal como sucede con los funcionarios mal intencionados, ello puede dar lugar al dictado de actos contrarios a los fines de la Administración.
De todos modos, alguien podría sostener que, en verdad, existen buenas razones en defensa de la concepción restrictiva del delito. En primer lugar, si se acepta el argumento de Duff, las puestas en peligro contra la Administración son acciones solo potencialmente dañinas; en tanto que, desde el punto de vista interno, la relación del agente con el daño es más lejana y, consecuentemente, su criminalización anticipada resultaría más problemática. En segundo lugar, si bien a nivel conceptual la distinción entre ataques y puestas en peligro no depende de una evaluación empírica del nivel de riesgo ocasionado por la conducta, es probable que, en general, las acciones orientadas a ocasionar un daño sean ex ante más riesgosas que las acciones que carecen de tal finalidad38. Por ello, en la medida en que los delitos de peligro abstracto constituyen un adelanto excepcional de la criminalización a una etapa previa a la producción efectiva del daño39, solo tendría sentido emplear dicha técnica legislativa respecto de las acciones que involucren un mayor riesgo. De acuerdo con este argumento, entonces, únicamente se justificaría la criminalización anticipada de los ataques contra la Administración, mas no de las puestas en peligro pues, en general, las decisiones de los agentes que actúan motivados por el interés público —i. e., funcionarios leales— no involucrarían un riesgo tan elevado para la Administración.
Sin embargo, un razonamiento como el planteado no resulta para nada contundente. Por un lado, porque, como el propio Duff (2005) reconoce, su argumentación tiende a cuestionar la creación de un delito de carácter general que abarque la sanción de toda clase de puestas en peligro sin distinción, mas no la creación de delitos particulares que criminalicen puestas en peligro en determinados ámbitos. Así pues, ya sea por la importancia de los intereses potencialmente afectados como por el nivel de riesgo ocasionado por la conducta, en ocasiones podría estar justificada la criminalización anticipada de ciertas acciones de puestas en peligro (pp. 958-959). Por otro lado, tampoco convence la idea de que solo las decisiones de los funcionarios motivadas por la obtención de un interés particular ocasionarían un riesgo relevante como para justificar su criminalización. En cambio, hay razones para pensar que los intereses particulares introducen sesgos en la toma de decisiones que, además de su carácter extendido, crean un peligro serio de distorsión de los actos de la Administración, aun cuando no surjan de una decisión deliberada del funcionario de beneficiarse. Precisamente, al análisis de este problema se dedica el apartado siguiente.
IV.1.Sobre la evidencia empírica de la influencia del sesgo interesado en el procesamiento de la información y la toma de decisiones
En las últimas décadas se han multiplicado las investigaciones empíricas sobre el modo en que los estereotipos, prejuicios y actitudes pueden interferir con actos de las autoridades. Uno de los hallazgos destacados de estos estudios consiste en haber demostrado la importante influencia que ejercen los denominados sesgos implícitos, los cuales operan de modo sutil e imperceptible, e incluso más allá de la decisión consciente de las personas40. Tanto por medio de estudios de campo como mediante experimentos de laboratorio, diferentes investigadores han concluido que tales sesgos se hallan ampliamente extendidos, poseen una intensidad considerable y, además, dan lugar a efectos concretos en las prácticas sociales (Kang et al., 2012, p. 1126). Así, por ejemplo, hay evidencia en apoyo de la idea de que, en ciertos contextos, los sesgos implícitos de carácter racial pueden afectar la opinión de los jueces y, bajo determinadas circunstancias, plasmarse también en sus decisiones (Rachlinsky et al., 2009, pp. 1121-1122).
Respecto del sesgo que puede introducir el interés en la opinión de los agentes, existe un corpus importante de estudios empíricos. Un ámbito que ha sido objeto de especial indagación es el relativo a la aceptación de regalos, ya que, en ocasiones, dicho comportamiento da lugar a conflictos entre intereses profesionales e intereses financieros del receptor del obsequio. Paradigmáticamente, es frecuente que las compañías farmacéuticas ofrezcan distintos regalos a profesionales de la medicina como, por ejemplo, pasajes para asistir a congresos, invitaciones a cenas o financiamiento de actividades de formación profesional41, con lo cual el acto de recetar medicamentos puede tornarse un asunto no solo con consecuencias para la salud del paciente, sino también con efectos económicos para el médico (Dana & Loewenstein, 2003, p. 252). De hecho, algunas investigaciones en esta materia destacan que tales regalos, efectivamente, tienen la aptitud para interferir con las prescripciones médicas. A modo de ejemplo, un estudio revela que los médicos que asistieron a varios seminarios patrocinados por dos compañías farmacéuticas tuvieron una mayor predisposición para recetar los medicamentos de estas empresas en comparación con quienes no asistieron a dichos eventos; sin embargo, de los veinte médicos que participaron de los seminarios, diecinueve habían afirmado previamente que ello no interferiría con sus decisiones (p. 254)42.
Los efectos distorsionadores del sesgo interesado han sido comprobados también en relación con la adopción de criterios de justicia. En un experimento llevado a cabo por Messick y Sentis (1979), se presentó a los participantes una descripción de un escenario laboral hipotético en el cual, supuestamente, ellos y otro estudiante habían trabajado como ayudantes de un profesor (p. 422). La situación descrita podía variar en función de tres modalidades: en la primera, se suponía que el participante había trabajado diez horas en el proyecto y el otro estudiante, siete horas; en la segunda, el participante había trabajado siete horas en el proyecto y el otro estudiante, diez horas; y, en la tercera, ambos habían trabajado diez horas en el proyecto (p. 423). Posteriormente, los participantes debían responder una serie de preguntas relacionadas con la distribución del pago de su trabajo. En función de los resultados del experimento, Messick y Sentis concluyen que, en líneas generales, las personas que trabajan más horas tienden a creer que deben ganar más, mientras que las personas que trabajan menos horas tienden a creer que el salario debe ser igual para todos43.
Asimismo, otro ámbito en el que existe importante evidencia sobre la influencia del sesgo interesado es el relativo a la negociación. Así, pues, en un experimento realizado por Babcock et al. (1995) se intentó refutar la idea de que, cuando la información compartida por las partes en el conflicto es mayor, sus expectativas tienden a converger y, por tanto, ello facilitaría el logro de un acuerdo (p. 1337). A grandes rasgos, se presentó a los participantes un escenario de demanda por daños y perjuicios resultante de un accidente tránsito, por el cual el demandante —un motociclista— reclamaba un monto de USD 100 000 al demandado —un conductor de automóvil—. Ambas partes recibían exactamente la misma información sobre los acontecimientos (p. 1338). Luego de leer los hechos del caso, pero antes de empezar la negociación, los participantes debían formular dos juicios: por un lado, su opinión acerca de lo que consideraban un acuerdo justo desde el punto de vista de un tercero imparcial; por otro lado, su estimación del monto de la indemnización que, hipotéticamente, un juez concedería al demandado (pp. 1338-1339). Una vez terminada la negociación, se les pedía a los participantes que anotaran su percepción sobre cómo un juez calificaría en una escala del cero al diez la importancia de dieciséis argumentos preestablecidos para determinar la indemnización, de los cuales ocho argumentos eran favorables al demandante y ocho, en cambio, al demandado (p. 1339).
La principal manipulación introducida en el experimento fue el orden en que sucedían los eventos. En la variante A se asignaban los roles a los participantes —i. e., demandante y demandado— y, posteriormente, ellos leían la información del caso, predecían la indemnización judicial y daban su opinión sobre lo que consideraban un acuerdo justo. En la variante B, por el contrario, los participantes leían la información del caso, predecían la indemnización judicial y opinaban sobre lo que consideraban un acuerdo justo antes de saber sus roles, pues en esta modalidad los roles eran asignados recién antes de comenzar la negociación. La expectativa de los investigadores era que la interpretación de la información en la condición A, en que los participantes sabían desde el comienzo cuáles eran sus roles, resultaría más sesgada por el interés propio y, consecuentemente, ello daría lugar a una tasa de acuerdo menor en comparación con la alcanzada en la condición B. Los resultados del experimento confirmaron dicha hipótesis, lo cual, según los investigadores, brinda apoyo a la idea de que un mayor caudal de información compartida en una controversia no promueve necesariamente el acuerdo; en cambio, como en el experimento, tal circunstancia podría provocar una mayor divergencia entre los puntos de vista de las partes (Babcock et al., 1995, p. 1342).
En el mismo sentido, una investigación sobre la negociación salarial entre sindicatos docentes y consejos de escuelas en el estado de Pensilvania da cuenta de la influencia del sesgo interesado en el procesamiento de la información (Babcock et al., 1996, pp. 1-19). En líneas generales, la metodología del estudio consistió en encuestar a los principales negociadores del sindicato y de los consejos de escuela de todos los distritos del estado, a quienes se les pidió, entre otros datos, la lista de distritos que ellos consideraban comparables para las negociaciones contractuales. También se consultó a los encuestados si, además de los salarios docentes de otros distritos, utilizaban como grupo comparativo los salarios de otros trabajadores del mismo distrito. Posteriormente, los investigadores relacionaron los datos de la encuesta con información sobre los salarios docentes dentro del distrito, salarios docentes de distritos colindantes, niveles salariales de la comunidad, etc.
Como preveían los investigadores, los resultados del estudio confirmaron que la selección de los grupos comparables por los encuestados se hallaba sesgada por sus intereses económicos. En primer lugar, ello pudo advertirse del cálculo del promedio de los salarios docentes de los distritos que el sindicato y los consejos de escuelas, respectivamente, eligieron. En concreto, el promedio salarial de la lista del sindicato fue superior, de un modo estadísticamente significativo, al promedio de la lista elaborada por los consejos de escuela. En segundo lugar, también se advirtió la incidencia del sesgo interesado en la comparación con los salarios de otros trabajadores del mismo distrito. Así pues, mientras que los sindicatos docentes de comunidades de ingresos altos tendieron a considerar importante la comparación con el salario de otros miembros de la comunidad, los sindicatos docentes de comunidades con ingresos bajos tendieron a considerar menos relevante dicha comparación (Babcock et al., 1996, p. 15)44.
En definitiva, la evidencia que surge tanto de estudios de campo como de experimentos de laboratorio demuestra la efectiva incidencia de los intereses particulares en el procesamiento de la información y la toma de decisiones. De todos modos, además de esta comprobación, un aporte importante de tales investigaciones consiste en explicitar los mecanismos psicológicos que, frecuentemente, subyacen al comportamiento de los agentes en conflictos de intereses. A menudo, se asume que su conducta es consecuencia de una estrategia deliberada; esto es, un cálculo de costo y beneficio tendiente a la maximización de sus intereses (Mazar et al., 2008, p. 633; Dana & Loewenstein, 2003, p. 252). Sin embargo, lo que indican los estudios citados es que, en todo caso, se trata de un sesgo implícito, el cual distorsiona la opinión de los agentes aun cuando ellos intenten decidir objetivamente. Expresado de otra forma, antes que dejar de lado intencionalmente lo que consideran justo para maximizar sus beneficios —i. e., un comportamiento egoísta—, las personas tienden a adoptar, de un modo no del todo consciente, aquellas concepciones de justicia que se adecúan mejor a sus intereses particulares (Babcock et al., 1995, p. 1352; Dana & Loewenstein, 2003, p. 253)45.
Por ello, desde el punto de la vista del riesgo contra los intereses de la Administración, no existen buenas razones para defender una concepción restringida de las negociaciones incompatibles que criminalice solo la conducta de los funcionarios que, deliberadamente, optan por privilegiar sus intereses. Por el contrario, parece más conveniente adoptar una concepción amplia del delito que prescinda del requisito de que el funcionario obre con el fin de procurar un beneficio para sí o para otro —i. e., un elemento subjetivo especial—; de otro modo, quedarían fuera de su alcance comportamientos que, según la evidencia empírica, no solo son suficientemente riesgosos, sino que, además, constituyen una forma usual y extendida de privilegiar los intereses personales.
V. La definición de los conflictos de intereses relevantes
V.1. Sobre el carácter del interés implicado en el acto
La cuestión de la clase de interés relevante para la consumación del delito ha recibido especial atención en la doctrina y en la jurisprudencia. Conforme a cierta opinión, defendida por la jurisprudencia italiana, cualquier interés particular perseguido por el funcionario realizaría el tipo penal de negociaciones incompatibles. La razón de ello, se sostiene, consiste en que el fundamento de la prohibición es evitar la injerencia privada en actos de la Administración, lo cual puede producirse también por intereses de carácter distinto al económico (Donna, 2018, p. 320). En cambio, según otra perspectiva, para la consumación del delito, el interés del funcionario debe ser necesariamente de tipo económico. Esta opinión, en general, se apoya en argumentos de interpretación literal y sistemática del derecho. Así pues, en Chile, ello surgiría de la ubicación sistemática del delito en la sección relativa a fraudes, como también de que el monto de la multa a imponer al autor deba determinarse en relación con el beneficio pretendido por este. En Argentina, se apoya dicha interpretación en la descripción del objeto sobre el cual debe recaer el interés; es más, como la ley refiere solo a «contratos» u «operaciones», los cuales constituyen actos administrativos de contenido económico, se argumenta que solo cometería el delito el funcionario que persigue un interés de esa clase46.
Ahora bien, aun si tales argumentos resultaran contundentes de lege lata, la cuestión que interesa aquí es si, desde un punto de vista político-criminal, existen buenas razones para limitar el alcance del delito a la incidencia de intereses económicos. Y, en principio, si la ilicitud de las negociaciones incompatibles consiste en el riesgo de distorsión del contenido de las decisiones de la Administración, entonces pareciera que debería admitirse la relevancia de otros intereses. Piénsese, por ejemplo, en el funcionario que interviene en la licitación de una obra pública en la que participa la empresa de su principal enemigo político47. El peligro que puede ocasionar la injerencia de ese interés en el proceso de decisión administrativo no aparenta ser diferente al que podría producir un interés de carácter económico.
De todos modos, la tendencia a limitar el interés que puede dar lugar a la realización del delito no carece completamente de racionalidad; de hecho, la misma discusión se advierte en relación con el alcance del concepto de dádiva para la consumación del cohecho48. Conforme a cierta opinión, solo debería constituir cohecho la aceptación de objetos con valor económico. La razón que subyace al esfuerzo por limitar el objeto de este delito reside en el peligro de que una definición demasiado amplia acabe por abarcar conductas socialmente adecuadas. Si, por ejemplo, el cohecho se definiera como la aceptación de cualquier objeto de valor a cambio de la realización de un acto propio del cargo, podría quedar comprendido en el delito el intercambio de votos entre legisladores (logrolling); esto es, el legislador que acepta votar por un proyecto de ley X porque otro legislador le ha prometido votar por un proyecto de ley Y, que aquel promueve. Sin embargo, estos acuerdos, dentro de ciertos límites, constituyen prácticas legítimas, pues permiten que las leyes reflejen los intereses que representan las distintas fuerzas políticas. Para que la exclusión de esta clase de actos del alcance del cohecho no dependa de la interpretación judicial, se argumenta, sería conveniente —al menos en determinados ámbitos— limitar el concepto de dádiva a los beneficios económicos49.
De la misma forma, el problema que se presenta en relación con el delito de negociaciones incompatibles consiste en, por un lado, intentar incluir en su ámbito de aplicación conflictos de intereses de carácter no económico, que también pueden distorsionar el contenido de las decisiones de la Administración; y, por otro lado, no extender demasiado el alcance del delito, de forma que dé lugar al riesgo de abarcar conflictos de intereses que no debieran ser criminalizados. Para ello, se debe prestar atención tanto a la clase de interés que puede ocasionar un conflicto relevante como a la clase de actos sobre los cuales tal interés puede recaer.
En primer lugar, se debe tener en cuenta que no cualquier conflicto de intereses resulta significativo. En ocasiones, se espera de los funcionarios que intervengan en ciertos asuntos relativos a su función, a pesar de que la decisión que ellos adopten podría dar lugar a la obtención de algún beneficio para sí mismos. Piénsese, por ejemplo, en la jueza que debe resolver un caso de suma relevancia en el cual se juzga a una persona políticamente importante y con gran popularidad. En dicho caso, el dictado de una decisión condenatoria comprometería seriamente sus posibilidades de ser nombrada en un cargo de mayor jerarquía en la carrera judicial. Aunque en tal escenario tenga lugar un conflicto entre ciertos intereses de la funcionaria —i. e., el interés en su carrera judicial— y el correcto ejercicio de su función, no se trata de una situación que exija su apartamiento.
La razón que explica la irrelevancia de esta clase de conflictos para la realización del ilícito de las negociaciones incompatibles reside, en definitiva, en que los intereses en tensión provienen de la misma esfera de valor50. Dicho de otro modo, para que se produzca una situación que prohíba a la funcionaria intervenir, el interés involucrado en el asunto de su competencia debe ser de un carácter distinto al interés que ella debe resguardar51. En ocasiones, lo conveniente para la propia carrera judicial podría entrar en conflicto con el interés en la correcta toma de decisiones judiciales. Sin embargo, en estos casos se espera que la funcionaria efectivamente tome parte en el asunto y, además, actúe con fidelidad a los deberes de su cargo; es decir, que ella resista la tentación de favorecer sus propios intereses. El motivo por el cual ese interés no da lugar a un conflicto relevante responde a que, al pertenecer a la propia esfera judicial, no puede verse como una injerencia externa que deba a priori ser evitada. La situación sería diferente, en cambio, si el interés de la funcionaria judicial consistiera en uno de carácter político. Por ejemplo, ello ocurriría si la jueza hubiera aceptado ya un ofrecimiento de un cargo político y, antes de asumir dicha función, interviniera como jueza en un caso en que el acusado fuera, a su vez, un importante dirigente político del Gobierno. Esta mezcla de intereses de diferente carácter (judicial/político) sí constituiría una situación que obliga al apartamiento de la funcionaria52.
Por último, respecto de la titularidad del interés implicado en el acto, a diferencia de lo establecido por la legislación española, es necesario incluir en el alcance de las negociaciones incompatibles la injerencia de intereses de terceros próximos al funcionario53. En efecto, el riesgo de distorsión del contenido de las decisiones de la Administración puede ser consecuencia no solo de intereses propios del funcionario, sino también de que personas con las cuales él mantiene un vínculo cercano se hallen interesadas en el acto de su competencia (Sancinetti, 1986, pp. 885-887). Una regulación como la del Código Penal chileno, que define de modo preciso quiénes son los terceros cuyos intereses pueden dar lugar a la consumación del delito, tiene la ventaja de evitar el riesgo de que la interpretación judicial amplíe excesivamente su alcance54. De todos modos, con una enumeración taxativa se corre el riesgo de subinclusión en la medida en que se puede omitir la mención de terceros cuyos intereses también sean capaces de sesgar la actuación del funcionario; por ello, si se opta por esta alternativa, la enumeración debe procurar abarcar las situaciones de hecho más relevantes.
V.2. Sobre la clase de actos objeto de la intervención interesada
En principio, si bien no hay razones para limitar el objeto del delito solo a los actos de carácter económico, como contratos u operaciones, debe tenerse en cuenta que el asunto en el que el funcionario se interesa no puede ser de un carácter tan general que estén implicados los intereses de la mayoría de los ciudadanos (Donna, 2018, p. 319). Ello tiene relevancia, en especial en el ámbito legislativo. Piénsese, por ejemplo, en el legislador cuyos hijos estudian en la universidad y participa en la votación de una ley sobre el régimen de gratuidad de los estudios universitarios. Es claro que, en este caso, no se trata de un asunto particular que pueda ser objeto del delito de negociaciones incompatibles, aun cuando efectivamente el funcionario se halle interesado en él.
Fundamentalmente, existen dos razones para excluir esta clase de actos del alcance del delito. Por un lado, una razón de orden de práctico: en tanto se trata de asuntos generales, casi todos los ciudadanos tienen un interés directo o indirecto en ellos; en consecuencia, ningún funcionario podría tomar parte en tales decisiones si resultaran abarcadas por el delito55. El mismo problema tendría lugar, por ejemplo, respecto de asuntos como el régimen de jubilaciones, la creación de impuestos a los consumidores o la regulación del sistema de salud. Por otro lado, también puede invocarse una razón teórica: como la decisión sobre esta clase de materias involucra, directa o indirectamente, los intereses del conjunto de los ciudadanos, no solo es inevitable, sino también deseable que todos los interesados participen en ella56.
En cambio, ciertos actos legislativos pueden tener por objeto la resolución de asuntos particulares que afecten los intereses de un grupo muy reducido de personas entre los cuales, eventualmente, se incluyan los intereses de un miembro de la legislatura. Ello ocurriría, por ejemplo, si un legislador participa en la votación de una ley de expropiación de un inmueble de su propiedad, o en la concesión de un contrato de obra pública a una empresa de un familiar. Tales casos sí dan lugar a un conflicto entre los intereses del legislador y los deberes que surgen de su función, por lo cual, sin duda, podrían ser objeto del delito de negociaciones incompatibles.
VI. Consecuencias de LA PERSPECTIVA DEFENDIDA
En este punto, es posible formular algunas conclusiones acerca de los lineamientos que debería adoptar la regulación del delito de negociaciones incompatibles. En primer lugar, el fundamento de la prohibición consiste en que el funcionario se ubica en una posición en la que ya no es posible evitar que ciertos intereses privados, provenientes de un ámbito externo, interfieran con sus decisiones. Entendida de este modo, la ilicitud de las negociaciones incompatibles puede describirse como una puesta en peligro en abstracto contra la Administración en la medida en que el agente desatiende la principal razón en contra de intervenir en el asunto; esto es, que sus decisiones podrían resultar sesgadas por intereses de carácter privado. Por tal razón, desde el punto de vista subjetivo, el delito solo debería requerir que el agente conozca el riesgo ocasionado por su actuación en un conflicto de intereses, mas no introducir la exigencia de que él actúe con un propósito especial de beneficiarse o de favorecer a un tercero. Expresado de otro modo, basta con el hecho de que el funcionario sea consciente de la situación de riesgo; es decir, que interviene en un acto de su función en el cual se hallan involucrados intereses privados propios o de personas vinculadas a él57.
En segundo lugar, la definición de los intereses relevantes para la consumación del delito debe ser más amplia de lo que establecen algunas legislaciones como, por ejemplo, el Código Penal chileno. Una concepción economicista excluye otra clase de intereses, igualmente capaces de distorsionar las decisiones de la Administración. También, respecto del objeto sobre el cual debe recaer el interés, las legislaciones que limitan el alcance del delito a contratos u operaciones —actos de carácter económico— resultan demasiado restrictivas. Una actuación interesada del funcionario sobre otra clase de asuntos, como por ejemplo una sentencia, puede igualmente introducir el riesgo de distorsión de las decisiones de la Administración. La razón por la cual la definición legislativa suele limitarse al aspecto económico, en relación tanto con el interés como con el asunto sobre el que este debe recaer, pareciera responder al intento por no incluir conflictos de intereses que resultan, por un lado, inevitables y, por otro lado, adecuados.
Si bien la concepción del delito defendida en el trabajo es más amplia que una limitada a los conflictos de intereses puramente económicos, es necesario también introducir algunas restricciones para evitar el riesgo de sobreinclusión; esto es, que se abarquen conflictos que no deberían ser comprendidos. En primer lugar, solo los asuntos particulares pueden constituir el objeto de las negociaciones incompatibles. De este modo, quedan excluidos del alcance del delito los actos legislativos que regulan materias en las que están implicados los intereses del conjunto de los ciudadanos. En segundo lugar, para que se produzca el conflicto de intereses que fundamenta la ilicitud de las negociaciones incompatibles, el interés del funcionario debe provenir de un ámbito de valor distinto de aquel al que pertenecen los intereses que él debe resguardar. En este sentido, no configura un hecho ilícito que un funcionario judicial se interese judicialmente en un acto de su competencia, como tampoco que un funcionario se interese políticamente un acto de naturaleza política. En cambio, sí ocurriría tal conflicto si el agente se interesa políticamente en un acto de carácter judicial.
Por último, es necesario abordar la cuestión sobre la necesidad de criminalización de las negociaciones incompatibles. En ese sentido, un argumento utilizado a menudo para cuestionar las propuestas de ampliación de la legislación penal frente a conductas ilícitas cometidas por funcionarios públicos es que, de este modo, supuestamente se invadiría el ámbito del derecho administrativo sancionador58. Particularmente, en relación con el delito de negociaciones incompatibles con la función pública, se ha sostenido que la tipificación penal de este comportamiento implicaría criminalizar un mero deber administrativo de abstención59. Y, consecuentemente, ello implicaría una violación al principio de ultima ratio del derecho penal, ya que se recurriría a la legislación penal para reprochar conductas que solo merecerían una sanción de carácter administrativo.
Sin embargo, la crítica no convence. La idea de que la prohibición penal de este tipo de conductas involucraría el castigo de un mero deber de abstención omite considerar adecuadamente los serios riesgos que una actuación interesada provoca para el contenido de las decisiones del Estado. En este sentido, se trata de un deber que responde a la necesidad de evitar que los intereses privados interfieran en el funcionamiento de la Administración; esto es, que tiene como fundamento prevenir daños a intereses merecedores de protección penal60. Tal bien jurídico puede definirse como la objetividad del proceso decisorio de la Administración pública, pues, como institución orientada a la satisfacción de intereses generales, es indispensable que el poder de decisión de la Administración funcione sin la injerencia de intereses externos61. Ello no implica que, de este modo, se invada o vacíe de contenido el derecho disciplinario. Por el contrario, aún podría reservarse la imposición de sanciones administrativas para conductas de menor gravedad como, por ejemplo, el funcionario que se ubica en un conflicto potencial de intereses62, como también el que, debiendo advertir que interviene en un conflicto actual de intereses, no lo hace —i. e., que actúa de modo negligente—.
De todos modos, esta crítica parece más plausible respecto de la criminalización de las negociaciones incompatibles en el ámbito privado. La prohibición penal de la conducta de situarse en un conflicto de intereses, al menos según la concepción que se defiende en este trabajo, constituye un delito de peligro abstracto. Esta clase de delitos involucran un adelanto de la criminalización a un momento previo a la producción de un daño; en este caso, el reproche al agente se fundamenta en el riesgo que, en general, ocasiona para la toma de decisiones la injerencia de un interés externo a su ámbito de actuación. Empero, para la consumación del delito, es irrelevante que tenga lugar esa consecuencia; es decir, comete el delito el agente que, en una situación de conflicto de intereses, toma una decisión conforme con sus deberes —v. gr.: el juez que, teniendo un interés político en la causa en que interviene, dicta la sentencia correcta según las pruebas disponibles y el derecho aplicable—63.
La justificación de este adelanto de la criminalización resulta menos problemática cuando los intereses a proteger son muy valiosos, como por ejemplo la vida o la libertad de las personas. En este sentido, la objetividad del proceso de toma de decisiones de los funcionarios públicos constituye un interés de suma relevancia, pues los actos de la Administración tienen implicancias para el conjunto de los ciudadanos y, si el contenido de tales decisiones es contrario al derecho, se puede afectar bienes como la seguridad, la salud o la educación pública. En cambio, la incompatibilidad de intereses en el ámbito privado involucra la distorsión de un proceso de decisión en el cual, normalmente, no están involucrados intereses del conjunto de los ciudadanos. Así, por ejemplo, el gerente de una sociedad comercial que se interesa en un acto de su función, en principio, solo crea un riesgo contra los intereses de los accionistas de la compañía, no contra intereses generales. Por ello, las razones para la criminalización de las negociaciones incompatibles en el sector privado son más débiles.
Con el objeto de poner de manifiesto con claridad las consecuencias de la concepción de las negociaciones incompatibles como puesta en peligro contra la Administración pública, podría proponerse la siguiente definición del delito: el funcionario público que, por razón de su cargo, interviniera directa o indirectamente en cualquier clase de operación, contrato, actuación o asunto en el cual estuvieran implicados sus intereses particulares, será reprimido con la pena X.
La pena prevista en este artículo será aplicable también cuando los intereses implicados pertenezcan a: a) el cónyuge o conviviente del funcionario; b) parientes en cualquier grado en línea recta o hasta el tercer grado, inclusive de la línea colateral, por consanguinidad o afinidad; c) terceros asociados con él o con las personas enumeradas en los literales a) y b); d) sociedades o asociaciones en las que el funcionario, o las personas enumeradas en los literales a) y b), ejerzan su administración en cualquier forma o tengan interés social.
VII. Conclusiones
En la doctrina es frecuente encontrar expresiones sobre la escasa relevancia práctica del delito de negociones incompatibles, como también acerca de la insuficiencia de su desarrollo teórico64. La razón de ello pareciera responder al hecho de que, tanto desde el punto de vista del diseño legislativo como de la interpretación doctrinal, en general se ha concebido a este delito de un modo sumamente restringido. El objetivo de este trabajo consistió en analizar si esta concepción restringida resulta fundada. Las conclusiones pueden resumirse del siguiente modo. Por un lado, la exigencia de que el funcionario obre con el propósito especial de obtener un beneficio configura una restricción inadecuada, pues existen importantes razones para concebir al delito como una puesta en peligro que solo requiera para su consumación la consciencia de la situación de riesgo. Por otro lado, la limitación del alcance del delito tanto a intereses como a objetos de carácter económico da lugar a la exclusión de conflictos de intereses relevantes, como los que involucran la injerencia de intereses políticos, que deberían ser criminalizados. En este sentido, se propone una definición del delito más amplia, la cual se fundamenta en la concepción de las negociaciones incompatibles como puesta en peligro contra la objetividad del proceso decisorio de la Administración pública.
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Recibido: 28/11/2022
Aprobado: 21/03/2023
1 Se sigue en este punto a Green (2005, p. 154).
2 Técnicamente, los jueces no deben lealtad al Estado, sino a los principios impersonales de justicia que rigen la práctica judicial, como la Constitución o el Estado de derecho; de otro modo, deberían excusarse en todo asunto del que el Estado fuera parte. Al respecto, puede verse D’Andrade (1985, p. 244).
3 Para una defensa del cohecho como deslealtad, veánse Green (2005, pp. 143-177) y Philips (1984, pp. 621-636). El hecho de que la ilicitud de ciertas conductas de los funcionarios públicos pueda reconstruirse como un acto desleal no implica afirmar que, con la criminalización de tales comportamientos, se proteja la lealtad de los funcionarios hacia la Administración pues, al menos en este trabajo, se alude al desvalor de la acción y no al desvalor del resultado.
4 Conforme a la definición propuesta por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2004), un conflicto de intereses «representa un conflicto entre el deber público y los intereses privados de un empleado, cuando el empleado tiene a título particular intereses que podrían influir indebidamente en la forma correcta de ejercicio de sus funciones y responsabilidades oficiales» (pp. 4-5). Sobre la definición de conflicto de intereses, véase también Giuffré y Zelaya (2021, p. 274).
5 La relación que existe entre el deber de lealtad y el deber fiduciario, el cual hace referencia a las obligaciones que recaen sobre todo aquel que se halla en una posición de confianza en relación con otros, no resulta sencilla de determinar. Sobre este problema, véanse Green (2005, p. 149) y Pardow (2008, pp. 567-569).
6 Sobre el contenido del deber fiduciario, veáse Flannigan (1989, pp. 310-319).
7 La Convención Interamericana contra la Corrupción (1966) obliga a los Estados Parte a aplicar normas de conducta que, entre otras finalidades, estén orientadas a prevenir conflictos de intereses (art. 3.1). La Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción exige la sanción de códigos de conducta que obliguen a los funcionarios públicos a informar acerca de todas sus actividades que puedan dar lugar a conflictos de intereses (art. 8.5).
8 Sobre la aceptación de regalos como conflicto de intereses, véanse Clark (1996, p. 79), y Dana y Loewenstein (2003, p. 252).
9 Al respecto, puede verse Vázquez-Portomeñe Seijas (2011, pp. 151-180).
10 Así lo establece, por ejemplo, el artículo 265 del Código Penal argentino al requerir que el funcionario «se interese en miras de un beneficio propio o de un tercero, en cualquier contrato u operación en que intervenga en razón de su cargo».
11 A grandes rasgos, el dolo puede definirse como el conocimiento y la voluntad de llevar a cabo los elementos del tipo objetivo, o solo el conocimiento de tales elementos, según la perspectiva que se defienda. De todos modos, algunos tipos penales contienen también elementos subjetivos distintos del dolo, como, por ejemplo, los denominados «delitos de intención», en los cuales la intención del autor debe dirigirse a un resultado que trasciende el tipo objetivo. Conforme a la legislación argentina, el delito de negociaciones incompatibles es de esta clase. Desde un punto de vista objetivo, realiza este tipo penal el funcionario que se interesa en un contrato u operación en que intervenga en razón de su cargo, sin que sea necesario que obtenga beneficio alguno; es decir, la obtención del beneficio no forma parte del tipo objetivo. Desde un punto subjetivo, en cambio, hace falta algo más que
el conocimiento de los elementos del tipo objetivo —i. e., el dolo—, pues también se requiere que el funcionario se interese «en miras de un beneficio propio o de un tercero». Esta intención trascendente constituye, pues, un elemento subjetivo distinto del dolo. Sobre el concepto de dolo y de elementos subjetivos distintos de dolo, puede verse Roxin (1997, pp. 307-318).
12 Al respecto, véase Rodríguez Collao y Ossandón Widow (2021, p. 499).
13 En este sentido, aunque en relación con el delito de cohecho, véase Green (2005, p. 144).
14 Como no es posible en este trabajo realizar un análisis comparado exhaustivo, se describe solo las legislaciones del ámbito hispanoamericano que resultan necesarias para mostrar el diferente alcance que puede presentar el delito de negociaciones incompatibles. Ello permitirá posteriormente comprender cómo la concepción del delito que se defiende en este trabajo difiere de la regulación contenida en las legislaciones descritas. Asimismo, se es consciente de la imposibilidad de abordar en el trabajo todas las particularidades del tipo penal de negociaciones incompatibles, así como los diferentes problemas que presenta su aplicación. En este sentido, el análisis propuesto enfatiza en aquellos elementos que se relacionan especialmente con la concepción defendida, en particular, la finalidad de la acción, el carácter del interés implicado en el acto y el objeto sobre el cual debe recaer tal interés.
15 Así lo hacen el Código Penal argentino (art. 265), el Código Penal peruano (art. 399), el Código Penal uruguayo (art. 161) y el Código Penal chileno (art. 240). En cambio, el Código Penal español, en su artículo 439, define la acción típica como la conducta del funcionario público que, «debiendo intervenir por razón de su cargo en cualquier clase de contrato, asunto, operación o actividad, se aproveche de tal circunstancia para forzar o facilitarse cualquier forma de participación, directa o por persona interpuesta, en tales negocios o actuaciones» (énfasis añadido).
16 También el Código Penal argentino prevé la posibilidad de que la acción de interesarse sea realizada por el funcionario «directamente» o «por persona interpuesta o por acto simulado» (art. 265). Al respecto, véase Donna (2018, p. 321).
17 Se expresa, en el mismo sentido, Fernández Cabrera (2014, p. 85). De todos modos, aunque para esta autora tampoco se requiere que el funcionario logre beneficiarse, sí es necesario que al menos obtenga una resolución favorable a sus intereses.
18 En este sentido, véase Matus Acuña y Ramírez Guzmán (2021, p. 310), Bullemore y Mackinnon (2018, p. 204), y Soler (1970, p. 190). En la doctrina española, defiende una opinión contraria Fernández Cabrera (2014, pp. 84-85).
19 Defienden la misma idea Mañalich (2015, p. 97) y Sancinetti (1986, pp. 878-879).
20 Para una discusión del bien jurídico protegido por el delito de negociaciones incompatibles según la doctrina y jurisprudencia peruana, véase Álvarez Dávila (2022, pp. 497-500). En España, la mayor parte de la doctrina sostiene que el bien jurídico protegido por el delito de negociaciones incompatibles es la imparcialidad de la Administración pública. Al respecto, véanse Fernández Cabrera (2018, p. 7) y Catalán Sender (2001, p. 2).
21 En Chile, la anterior redacción del Código Penal preveía como objetos del delito solo a los «contratos» y las «operaciones», pero, con la reforma introducida en 2018 por la Ley 21.121, se agregaron las «negociaciones», «actuaciones» y «gestiones». Al respecto, véase Matus Acuña y Ramírez Guzmán (2021, p. 311).
22 En contra, véase Rodríguez Collao y Ossandón Widow (2021, pp. 498-499), quienes sostienen que, conforme con una interpretación contextual del artículo 240 del Código Penal chileno, debe entenderse que solo los actos de carácter económico pueden ser objeto del delito. Adhiere a esta interpretación Mañalich (2015, p. 101). En el mismo sentido, aunque el precepto del Código Penal español no requiere expresamente que el acto sobre el cual recae el interés tenga naturaleza económica, un sector de la doctrina y la jurisprudencia, con diferentes argumentos, sostiene que el acto debe poseer carácter económico. Al respecto, véanse Córdoba Roda y García Arán (2004, p. 2105), y Castro Moreno (2005, p. 12).
23 Aunque el artículo 399 del Código Penal peruano prevé también la pena de multa, para la determinación de su monto no se hace referencia al beneficio pretendido. En lo que aquí interesa, dicho artículo establece que el autor del delito será sancionado «con pena privativa de la libertad no menor de cuatro ni mayor de seis años e inhabilitación conforme a los incisos 1 y 2 del artículo 36 del Código Penal y con ciento ochenta a trescientos sesenta y cinco días-multa».
24 El artículo 161 del Código Penal uruguayo establece que la comisión del delito para obtener un provecho económico constituye una circunstancia agravante, por lo cual, tácitamente, se reconoce la posibilidad de que el delito se cometa en procura de otros intereses. En su parte pertinente, dicho artículo dispone: «Constituye circunstancia agravante especial que el delito se cometa para obtener un provecho económico para sí o para un tercero».
25 Según Castro Moreno (2005), como el precepto actual se haya ubicado en un capítulo del Código Penal español que contiene también infracciones no patrimoniales, y debido a la eliminación en la nueva redacción de la referencia a la proporcionalidad de la multa respecto del beneficio perseguido, el delito incluiría los intereses de carácter no patrimonial (p. 13). La misma opinión defiende Fernández Cabrera (2018, p. 9).
26 Sobre esta discusión en la doctrina argentina, véase Sancinetti (1986, pp. 881-882).
27 Aunque el funcionario que actúa influenciado por un interés ajeno puede cometer el tipo penal de negociaciones incompatibles, a diferencia del delito de tráfico de influencias no se exige la intervención del tercero; es decir, no se requiere que el titular del interés ejerza influencia real o simulada sobre el funcionario. Al respecto, véase Ossandón Widow (2003, pp. 161-180).
28 El artículo 240, en sus últimos dos párrafos, establece: «Las mismas penas se impondrán a las personas enumeradas en el inciso precedente si, en las mismas circunstancias, dieren o dejaren tomar interés, debiendo impedirlo, a su cónyuge o conviviente civil, a un pariente en cualquier grado de la línea recta o hasta en el tercer grado inclusive de la línea colateral, sea por consanguinidad o afinidad.
Lo mismo valdrá en caso de que alguna de las personas enumeradas en el inciso primero, en las mismas circunstancias, diere o dejare tomar interés, debiendo impedirlo, a terceros asociados con ella o con las personas indicadas en el inciso precedente, o a sociedades, asociaciones o empresas en las que ella misma, dichos terceros o esas personas ejerzan su administración en cualquier forma o tengan interés social, el cual deberá ser superior al diez por ciento si la sociedad fuere anónima».
29 Sobre este tema, véase Fernández Cabrera (2014, pp. 85-87). Sobre la imposibilidad de cometer el delito de negociaciones incompatibles para favorecer intereses de terceros, con cita y análisis de la jurisprudencia española, véase Castro Moreno (2005, p. 14).
30 Asimismo, el Código Penal uruguayo, define la acción prohibida como interesarse «con el fin de obtener un provecho indebido para sí o para un tercero» (art. 161).
31 Según Castro Moreno (2005, p. 12), la exigencia de «aprovechamiento» constituye un elemento del tipo que «dota de contenido material al precepto, alejándolo de una consideración puramente formal como delito de infracción de deber».
32 En contra, véase Mañalich (2015, p. 102).
33 En el caso de la legislación chilena, la ampliación del círculo de sujetos activos del delito a agentes del sector privado fue consecuencia de la reforma introducida por la Ley 21.121 del año 2018. Al respecto, véase Matus Acuña y Ramírez Guzmán (2021, p. 310).
34 Para una revisión de las distintas concepciones de la teoría del bien jurídico, puede verse Hefendehl et al. (2016).
35 El ejemplo ha sido extraído de Greco (2016, p. 46). La misma idea expresa Kindhäuser (2007) al sostener que la corrupción no constituye un delito autónomo, sino, por el contrario, un medio de ataque de distintos bienes jurídicos, como el engaño o la violencia (p. 2).
36 Ciertamente, como afirma Duff (2005), el hecho de que una acción pueda dar lugar a consecuencias dañinas para los intereses de otras personas, en general, es una buena razón para no llevar a cabo esa acción o, al menos, para tomar precauciones con el fin de evitar que se produzcan tales consecuencias. Si, de todos modos, el agente, sin una justificación válida, realiza la conducta potencialmente lesiva, comete un hecho ilícito contra aquellos cuyos intereses pone en peligro (p. 952).
37 Tal como Duff define los conceptos de ataque y puesta en peligro (como tipos de hechos ilícitos que se diferencian en la estructura interna de la acción), no hay razones para negar la aplicación de estas categorías a intereses colectivos.
38 Como señala Duff (1996), esta afirmación no implica negar que, en particular, una puesta en peligro puede ser más peligrosa que un ataque (p. 365).
39 En contra de esta concepción de los delitos de peligro abstracto, véase Kindhäuser (2009, pp. 1-19).
40 Sobre la distinción entre sesgos explícitos e implícitos, pueden verse Rachlinsky et al. (2009, pp. 1196-1197) y Kang et al. (2012, p. 1126).
41 Al respecto, véase La Rosa Rodríguez (2011, p. 48).
42 Para un análisis detallado de los conflictos de intereses en la profesión médica, con cita de profusos datos empíricos, véase La Rosa Rodríguez (2011, pp. 47-54).
43 El experimento ha sido descrito de un modo esquemático y resumido. Para más información, véase Messick y Sentis (1979, pp. 418-434).
44 El estudio citado solo pretende demostrar la relevancia del sesgo interesado, pero ello no implica que la actuación sesgada sea, al menos en este caso, ilegítima.
45 El hecho de que el sesgo interesado opere más allá del control consciente del agente es relevante porque demuestra que se trata de una circunstancia que se halla fuera de su capacidad de evitación. Y, precisamente, como sostiene Kindhäuser (2009), tal elemento de inseguridad es esencial al concepto de peligro, el cual necesariamente supone «la incapacidad física, psíquica o cognitiva de poder evitar intencionadamente la producción de un daño cuando se ejecuta un comportamiento» (p. 12). Expresado mediante un ejemplo, así como el conductor de un automóvil que ha injerido cierto nivel de alcohol se coloca en una situación de peligro, pues él ya no puede evitar que la disminución de sus reflejos dé lugar a un accidente, también se coloca en una situación de peligro el funcionario que interviene en un asunto en el cual se hallan implicados sus intereses privados. En tal situación, él
ya no puede controlar el modo en que sus intereses pueden sesgar el proceso decisorio. Sobre el delito de conducción con determinada tasa de alcohol como delito de peligro abstracto, véase Márquez Cisneros (2016).
46 Sobre esta discusión, véase Sancinetti (1986, p. 882).
47 El ejemplo, con una ligera modificación, ha sido extraído de Sancinetti (1986, p. 881).
48 Sobre las teorías acerca del objeto del delito de cohecho, puede verse Olaizola Nogales (1999, pp. 305-334).
49 Precisamente, este es el argumento que brindan los comentaristas del Código Penal Modelo de los Estados Unidos, en relación con el cohecho en asuntos políticos (§ ٢٤٠.١), para restringir el concepto de soborno a los beneficios económicos (pecuniary benefit). Al respecto, véase The American Law Institute (1980, pp. 9-17). Sobre la discusión acerca de cómo distinguir el cohecho de las negociaciones políticas legítimas, véase paradigmáticamente Hellman (2017).
50 En lo sustancial, se sigue aquí la perspectiva desarrollada por Deborah Hellman (2017) para la definición del objeto del delito de cohecho. Según esta autora, para que se configure cohecho, el valor de los bienes intercambiados entre el funcionario y el particular debe provenir de distintas esferas. En este sentido, no comete dicho delito el fiscal que acepta solicitar en el juicio una pena menor contra el acusado a cambio de que este admita su responsabilidad penal. Según Hellman, la explicación de que este intercambio de prestaciones no constituya cohecho consiste en que los bienes intercambiados provienen de la misma esfera de valor (judicial/judicial), tal como esas esferas son definidas en una sociedad determinada. Aunque no necesariamente se acepta aquí la concepción de Hellman sobre el cohecho, esta idea puede proporcionar una guía para determinar qué clase de conflictos de intereses son relevantes (pp. 1947-1992).
51 La misma idea parece querer expresarse cuando se afirma que el interés del funcionario debe ser de carácter «no administrativo». En este sentido, véase Sancinetti (1986, p. 882). La razón por la cual la mezcla de intereses del mismo carácter no constituye una actuación interesada respecto de las negociaciones incompatibles, probablemente, puede explicarse por el hecho de que no ocurre en tal caso un «desdoblamiento» de la personalidad del agente; esto es, una actuación en el doble carácter de órgano del Estado y de particular interesado en el acto. Expresado de otro modo, el interés de un funcionario judicial en su carrera judicial pertenecería al ámbito de órgano del Estado, no al ámbito particular o privado del agente. En cambio, el interés de un funcionario judicial en su carrera política sí pertenecería a su ámbito privado y no al carácter de órgano del Estado.
52 Aunque la admisión de la relevancia de otros intereses, distintos a los de carácter económico, da lugar a un campo de interpretación más amplio sobre lo que puede configurar una actuación interesada, ello no implica que de esta forma se viole el principio de estricta legalidad o máxima taxatividad. En efecto, como es sabido, solo puede hablarse de grados o niveles de taxatividad, ya que, debido a la irreductible textura abierta del lenguaje, un nivel de precisión absoluta es inalcanzable; pero, además, un nivel de precisión demasiado elevado en la redacción de la ley resulta, a su vez, desaconsejable. La razón de ello radica en que, por un lado, reemplazar términos con cierto nivel de abstracción y generalidad por descripciones más específicas obliga a realizar enumeraciones más extensas de las conductas prohibidas, lo cual añade un mayor grado de complejidad a la formulación del derecho. Y, por otro lado, una regulación más detallada y específica conlleva siempre el riesgo de subinclusión; esto es, omitir prever supuestos de hecho relevantes que deberían haber sido previstos por la ley. Por tales razones, en definitiva, el principio de taxatividad penal no puede concebirse de un modo tan estricto que excluya la discrecionalidad judicial en la aplicación de la ley penal. Sobre este problema, véanse Ferrajoli (2011, p. 122), Navarro et al. (2011, pp. 79-80) y Roxin (1997, p. 170).
53 Para una crítica a la legislación española, que solo otorga relevancia a los intereses propios del funcionario, véase Fernández Cabrera (2014, pp. 85-87).
54 El problema de la indeterminación resultante de que el delito no mencione cuáles son los terceros cuyo favorecimiento por parte del funcionario da lugar a la tipicidad de la conducta ha sido discutido en la doctrina argentina. Al respecto, véase Sancinetti (1986, p. 884).
55 Sobre este argumento, véase Clark (1996, p. 88).
56 Sobre este argumento, véase Waldrom (2005, pp. 354-355).
57 Por supuesto, como ocurre con la prueba de cualquier estado mental, dada la imposibilidad de constatar los datos psíquicos mediante percepción sensorial, también en este caso la consciencia
de la situación de riesgo debe inferirse a partir de datos externos como, por ejemplo, los conocimientos mínimos que posee toda «persona normal», la especial aptitud de la conducta para producir el resultado, o determinadas características personales del agente. Como señala
Ragués i Vallès (2004), el hecho de que la atribución del dolo, en ocasiones, pueda no coincidir con la representación mental efectiva del acusado no implica una violación del principio in dubio pro reo, ya que dicho riesgo es inherente a toda condena penal en la medida en que es imposible alcanzar un estado de certeza absoluta sobre la existencia de cualquier hecho del proceso (pp. 22-23). Por último, al igual que el dolo de cualquier delito, la consciencia de la situación de riesgo debe estar presente durante la ejecución de la acción (Córdoba, 2021, pp. 101-102), en este caso, al momento de la intervención interesada del funcionario en el acto de su función. Sobre este problema, con especial énfasis en la idea de la atribución del dolo sobre la base de circunstancias objetivas, véase Ragués i Vallés (1999, pp. 357-511).
58 Sobre la utilización de este argumento, en un sentido crítico desde el punto de vista dogmático y político-criminal, véase Fernández Cabrera (2019, pp. 14-32).
59 Sobre esta crítica, véase Fernández Cabrera (2014, p. 77).
60 En la medida en que se trata de la criminalización de una puesta en peligro —i. e., una conducta desvaliosa—, capaz de afectar un bien jurídico especialmente merecedor de protección penal, no podría argumentarse que la concepción defendida es contraria al principio de fragmentariedad. Respecto de la invocación del principio de última ratio como razón en contra de la prohibición penal de este comportamiento, y en favor de la prioridad de la protección en el ámbito administrativo, tal argumento no resulta para nada contundente. Como sostienen diferentes autores, el principio de ultima ratio no debe interpretarse como un mandato vinculante, sino más bien como una directriz político-criminal que otorga al legislador cierto margen de discrecionalidad para elegir la vía de protección que considere más conveniente (Roxin, 1997, p. 67; Greco, 2017, p. 163). Además, el recurso a la vía administrativa para sancionar hechos ilícitos de los funcionarios públicos no siempre es aconsejable, especialmente por la ausencia de imparcialidad e independencia del órgano sancionador, así como por la dificultad para disuadir a los agentes que tienen un vínculo meramente transitorio con la Administración (Fernández Cabrera, 2019, pp. 30-31). Para una crítica al funcionamiento del sistema administrativo de control de la corrupción en Argentina, en función de la ausencia de imparcialidad e independencia del órgano de control, véase Giuffré y Zelaya (2021, pp. 288-292). Sobre las desventajas de la sanción administrativa en comparación con la sanción penal, especialmente respecto de delitos de corrupción y con cita de estudios empíricos, véase Rusca (2021, pp. 24-29).
61 En relación con el bien jurídico protegido por el delito de cohecho, defiende esta idea Kindhäuser (2007, pp. 9-10).
62 Un conflicto potencial de intereses tiene lugar cuando los intereses privados del funcionario podrían entrar en tensión con sus deberes en el futuro, aun cuando tal conflicto no exista en la actualidad. Al respecto, véase Villoria (2006, p. 299).
63 La literatura sobre la caracterización del injusto de los delitos de peligro abstracto es verdaderamente profusa e inabarcable en un trabajo de parte especial. Cabe formular, no obstante, algunas mínimas aclaraciones conceptuales. En primer lugar, aunque la terminología y las categorías analíticas utilizadas para hacer referencia a estos delitos son numerosas y diversas —v. gr.: delitos de aptitud o de peligro abstracto concreto, delitos de peligro potencial o de peligro abstracto-abstracto, delitos acumulativos, delitos preparatorios, etc.—, no siempre tales distinciones poseen una capacidad de rendimiento que justifique la complejidad que introducen en el lenguaje y análisis jurídico (Kindhäuser, 2009, p. 3). En este trabajo, con el término «delitos de peligro abstracto» se hace referencia a la tipificación penal de conductas que, desde una perspectiva ex ante, son generalmente peligrosas para cierto bien jurídico, aunque, en el caso concreto, no sea necesaria la producción de un resultado de peligro o de lesión (Roxin, 1997, p. 407). El problema principal de legitimidad que presentan estos delitos no reside en la circunstancia de que no se exija para la realización del tipo penal un resultado de peligro concreto o de lesión; por el contrario, su inconveniente fundamental es que, aunque la acción prohibida pertenezca a una clase de conductas peligrosas, es posible que, en un caso concreto, la realización de dicha acción no ocasione ex ante el peligro que motiva la prohibición (Buergo Mendoza, 2002, p. 41).
Por ello, una crítica extendida sostiene que los delitos de peligro abstracto serían contrarios al principio de inocencia, pues se presumiría que, por pertenecer a una clase de conductas peligrosas, la acción individual llevada a cabo por el acusado también resultaría peligrosa en el caso concreto. Aunque no es posible aquí presentar todas las posibles respuestas a esta objeción, pueden mencionarse dos importantes teorías sobre el injusto de los delitos de peligro abstracto. De acuerdo con cierta opinión, estos delitos deben interpretarse materialmente como tentativas imprudentes; en este sentido, lo que se reprocha al autor es la infracción del debido cuidado; esto es, no observar todas las medidas de precaución que, ex ante y desde su perspectiva, serían necesarias para evitar el peligro de la acción, lo cual, además, debería determinarse individualmente en cada caso (Roxin, 1997, pp. 407-409). De acuerdo con otra opinión, en cambio, los delitos de peligro abstracto constituyen una modalidad particular de delitos de lesión, pues, independientemente de la posibilidad de que la acción prohibida ocasione un daño, su realización daría lugar a una situación de inseguridad que configuraría en sí misma una forma de menoscabo al bien jurídico (Kindhäuser, 2009, pp. 13-14). Para un análisis de las diferentes perspectivas sobre los delitos de peligro abstracto, puede verse Greco (2010).
64 En este sentido, véase Sancinetti (1986, p. 879), Fernández Cabrera (2014, p. 73), y Giuffré y Zelaya (2021, p. 278).
* Doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Profesor de Derecho por la Universidad Austral de Chile (Chile).
Código ORCID: 0000-0001-5460-9207. Correo electrónico: bruno.rusca@uach.cl