https://doi.org/10.18800/derechopucp.202302.002

Manipulando genes y cerebros: la bioética y el derecho ante la mejora humana

Manipulating Genes and Brains: Bioethics and Law in the face of Human Enhancement

Vanesa Morente Parra*

Universidad Pontificia Comillas (España)


Resumen: En el presente artículo se analiza el papel de la bioética y el derecho ante el desarrollo de las actuales técnicas de intervención meliorativa sobre el genotipo y el cerebro. Con el desarrollo de la técnica de CRISPR/Cas9 en los últimos años, un individuo podría mejorar sus condiciones genéticas manipulando sus células somáticas. No obstante, el interés doctrinal se ha centrado más en la línea germinal pues, a diferencia de la anterior —que se extingue con el fallecimiento—, tiene la capacidad para afectar al genoma de la descendencia. Del mismo modo, con las nuevas técnicas de BCI, un individuo podría conectar su cerebro a una IA con la finalidad de estimular y potenciar determinadas áreas cerebrales. Sin embargo, tanto desde la bioética como desde el derecho parece inferirse una prohibición general de intervenciones meliorativas. ¿Qué argumentos racionales sostienen esta prohibición? ¿Es el cuerpo humano un bien indisponible para el individuo? ¿Se trata de una limitación injustificada de la autonomía de la voluntad?

Palabras clave: Manipulación, edición genética, mejora humana, CRISPR/Cas9, genoma humano, cerebro, autonomía, neuroderechos, bioderechos, bioética

Abstract: This article analyzes the role of bioethics and law in the face of the development of meliorative intervention techniques on the genotype and the brain. With the development of the CRISPR/Cas9 technique in recent years, an individual could enhance his genetic conditions by manipulating his somatic cells. Similarly, with the new BCI techniques, an individual could connect his or her brain to an AI in order to stimulate and enhance certain brain areas. However, both bioethics and law seem to infer a general prohibition of meliorating interventions. What rational arguments support this prohibition? Is the human body an unavailable asset for the individual? Is individual freedom and autonomy unjustifiably limited by it?

Keywords: Manipulation, gene editing, human enhancement, CRISPR/Cas9, human genome, brain, autonomy, neurorights, biorights, bioethics

CONTENIDO: I. LA ERA DE LA BIOTECNOLOGÍA: EL CONOCIMIENTO GENÉTICO.- I.1. LAS TÉCNICAS DE INTERVENCIÓN Y MANIPULACIÓN DEL GENOMA HUMANO.- I.2. ¿TERAPIA O MEJORA? DERRIBANDO LA FRONTERA.- II. LA ERA DE LA NEUROCIENCIA: EL CONOCIMIENTO SOBRE EL CEREBRO.- II.1. LAS TÉCNICAS DE INTERVENCIÓN Y MANIPULACIÓN DEL CEREBRO HUMANO.- II.2. BRAIN-COMPUTER INTERFACE O HACIA LA «INTELIGENCIA HÍBRIDA».- III. LA BIOÉTICA Y EL DERECHO ANTE LA MANIPULACIÓN DEL CUERPO HUMANO.- III.1. UN ANÁLISIS DESDE LOS PRINCIPIOS BIOÉTICOS: DE LA AUTONOMÍA A LA RESPONSABILIDAD.- III.2. UN ANÁLISIS DESDE EL DERECHO: DE LOS BIODERECHOS A LOS NEURODERECHOS.- III.3. EL GENOMA Y EL CEREBRO COMO BIENES INDISPONIBLES. LOS LÍMITES A LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD.

I. LA ERA DE LA BIOTECNOLOGÍA: EL CONOCIMIENTO GENÉTICO

Qué duda cabe de que la primera mitad del siglo XX estuvo dominada por el imperio de la física y la química, de tal manera que el centro del conocimiento científico se situó en el átomo y en la posibilidad de su tratamiento y manipulación, siendo en la deriva de esta avidez técnica y científica donde se crea, entre otras cosas, la bomba atómica. Sin embargo, el desarrollo científico-técnico de la segunda mitad del siglo XX encontró nuevos campos de acción en la física cuántica, la informática y, por supuesto, la genética y la biología molecular, que continúan desarrollándose fuertemente en el siglo actual. Tanto es así que ningún otro periodo de la historia ha estado más impregnado por las ciencias naturales ni ha sido tan dependiente de ellas como el siglo XX (Hobsbawm, 2000, pp. 516 y ss.).

En 1953 dos jóvenes investigadores, James Watson y Francis Crick, de 23 y 35 años, respectivamente, estudiaban la estructura de las proteínas para su doctorado en biofísica cuando descubrieron la estructura de doble hélice del ADN, que sería la clave para entender cómo se copia la información genética (Watson & Crick, 1953, pp. 737-738). Podría afirmarse entonces que la era de la biotecnología arranca en la segunda mitad del siglo XX y continua hasta nuestros días, constituyendo un nuevo paradigma global dominante en todos los campos del saber, que sucede así al precedente de la Revolución Industrial. El siglo de la biotecnología, según Rifkin (1999), se estructura en torno a lo que el autor mencionado define como una «nueva matriz operativa» (pp. 25-26). Este nuevo paradigma o matriz operativa, en la que confluyen fuerzas tecnológicas, sociales y económicas, está compuesta por siete elementos, cuya unión constituye el armazón de una era económica nueva, a saber: a) la capacidad de aislar, identificar y recombinar los genes hace que por primera vez podamos disponer del acervo genético como materia prima básica de la actividad económica futura; b) la concesión de patentes sobre genes, líneas celulares, tejidos, órganos y organismos sometidos a la ingeniería genética y los procesos que se emplean para alterarlos da a los mercados el incentivo comercial para explotar los nuevos recursos; c) la posibilidad de crear una naturaleza bioindustrial producida artificialmente y destinada a reemplazar la pauta evolutiva de la naturaleza; d) el conocimiento del mapa genético humano, los nuevos avances en el cribado genético, la terapia génica somática, la inminente ingeniería genética, etc., pueden allanar el camino para la alteración completa de la especie humana y el nacimiento de una civilización eugenésica impulsada por la economía; e) la genética de la conducta humana o sociobiología, que antepone la naturaleza a la crianza; f) la conexión de la informática con la biotecnología hasta el punto de que «las técnicas de la computación y las genéticas se funden en una nueva y poderosa realidad tecnológica»; y, por último, g) una nueva concepción cosmológica de la evolución, que ofrece un marco de legitimidad al siglo de la biotecnología al sugerir que esta nueva forma de reorganizar nuestra economía y nuestra sociedad es una ampliación de los principios y las prácticas de la propia naturaleza y, por lo tanto, está justificada (pp. 25-26).

Quizá sea un tanto exagerado considerar a la biotecnología actual como un nuevo paradigma científico ya que, en verdad, la era biotecnológica del siglo XX no surge rompiendo con la etapa anterior, sino que supone la evolución de un proceso acumulativo de conocimientos previos. No se habría podido etiquetar a la segunda mitad del siglo XX y a lo que ha transcurrido del siglo XXI como «era de la biotecnología» sin el desarrollo de ciertas técnicas creadas y perfeccionadas en la era industrial. De hecho, Rodríguez Merino (2008) opina que la era biotecnológica comienza ya en la época de la Ilustración, pues afirma que el siglo XVIII viene marcado por una filosofía que, además de ilustrar, pone en movimiento esa Ilustración; esto es, revoluciona y, como consecuencia, transforma. Esta filosofía de la transformación se puede observar en todos los campos científicos y técnicos y, de una manera muy especial, en el biotecnológico, entendiendo por tal «aquel uso racionalmente controlado de la tecnología y la ciencia experimental aplicadas a la transformación y explotación de la materia viva por lo vivo» (pp. 34-38).

A la luz de esta concepción amplia y con perspectiva histórica de la biotecnología, podemos concluir que la biotecnología actual o moderna se proyecta fundamentalmente sobre el ámbito biomédico en el que encuentra dos aplicaciones concretas. Una primera aplicación sobre el genoma humano que tiene una finalidad meramente analítica o diagnóstica, y que viene determinada por los análisis genéticos —screening genético—; y una segunda aplicación sobre el material genético que tiene una finalidad de intervención y con la que se busca la modificación del «bios» humano a través de la utilización de las diferentes ingenierías genéticas y terapias génicas. La Declaración Internacional sobre los Datos Genéticos Humanos de la Unesco, de 16 de octubre de 2003, entiende por análisis genético aquel «procedimiento destinado a detectar la presencia, ausencia o modificación de un gen o cromosoma en particular, lo cual incluye las pruebas indirectas para detectar un producto genético u otro metabólico específico que sea indicativo ante todo de un cambio genético determinado» (art. 2, num. xii).

Es decir, se trata del procedimiento destinado a detectar alguna alteración genética para la identificación de «afectado» o «no afectado», o de «portador» de un defecto genético o de variantes genéticas que puedan predisponer al desarrollo de una enfermedad específica (Baiget Bastús, 2011, p. 29). Dentro de las pruebas diagnósticas que constituyen el análisis genético podemos destacar dos categorías. En primer lugar, encontramos las pruebas de detección genética o genetic screening, en las que podemos diferenciar, a su vez, dos tipos de análisis: los análisis predictivos o de detección de enfermedades graves, tanto presintomáticas como de susceptibilidad; y un segundo tipo, donde encontramos el diagnóstico genético preimplantacional, el análisis prenatal y el posnatal. En segundo lugar, encontramos las pruebas de control genético o genetic monitoring dirigidas a la detección de posibles mutaciones genéticas sobrevenidas (Morente Parra, 2014, pp. 32-33).

Si bien los análisis genéticos han traído consigo un avance imposible de cuestionar en el ámbito diagnóstico de la biomedicina actual, no suponen una «invasión» en el material genético humano, en el soma humano. Como mucho, podemos afirmar que suponen una nueva amenaza para la intimidad y el derecho fundamental a la protección de datos de carácter personal, pero no a la dimensión física o corporal del ser humano, que es en la que nos vamos a centrar en el presente trabajo. Por ello, lo que aquí nos preocupa es la aplicación «intervencionista» o «manipuladora» de la biotecnología actual, que viene determinada por las técnicas de intervención o de edición genética, más concretamente por la técnica de CRISPR/Cas9, cuyo análisis vamos a abordar en el siguiente apartado.

I.1. Las técnicas de intervención y manipulación del genoma humano

Según algunos autores, podemos entender que la categoría general «manipulación genética» engloba tres técnicas de intervención: a) la mejora genética de animales y plantas; b) la ingeniería genética molecular; y c) la manipulación genética humana (Lacadena Calero, 1988, p. 137; Rodríguez-Drincourt Álvarez, 2002, p. 36). Dentro de esta última categoría podemos ubicar lo que se ha denominado «intervenciones sobre el genoma humano», que pueden ser de dos tipos en función de sus objetivos: a) intervenciones terapéuticas, si tienen como finalidad corregir algún defecto o anomalía genética; y b) intervenciones de mejora, si tienen como único objetivo realzar o potenciar algún rasgo del individuo intervenido. A su vez, estas intervenciones pueden realizarse sobre células somáticas o germinales —células especializadas o células reproductivas, respectivamente—, por lo que finalmente tenemos cuatro tipos posibles de intervenciones: a) terapia génica germinal, b) terapia génica somática, c) intervenciones genéticas sobre células somáticas y d) intervenciones genéticas sobre células germinales.

La terapia génica se utilizó por vez primera en 1990 para tratar a una niña de cuatro años que padecía una grave enfermedad inmunológica. Esta enfermedad se debía a una deficiencia de la enzima denominada adenosin-desaminasa (ADA) que convertía a la niña en un ser vulnerable a todo tipo de infecciones. A este primer ensayo clínico le siguieron otros, también realizados con niños enfermos de inmunodeficiencia combinada (niños burbuja) y de fibrosis quística, dos patologías monogénicas (Feito Grande, 1999, p. 113). La terapia génica, en un sentido amplio, consiste en la práctica de «una técnica terapéutica mediante la cual se inserta ADN funcional en las células de un paciente humano para corregir un defecto genético o para dotar a las células de una nueva función» (Lacadena Calero, 2001, p. 8), o en la terapia que se vale de la manipulación directa y deliberada —reparar in situ o in vivode material genético en un paciente humano con la intención de corregir un defecto genético específico.

En el año 2020, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier (2014) fueron galardonadas con el Premio Nobel de Biología por el desarrollo de las «tijeras» genéticas conocidas como CRISPR/Cas9. Seis años antes, ambas investigadoras habían publicado su hallazgo en la revista Science, cambiando para siempre la ciencia de la edición genómica (pp. 3 y ss). CRISPR es una región del ADN de algunas bacterias que actúa como mecanismo inmunitario frente a los virus. Dicha región del ADN de la bacteria posee la especial capacidad de reconocer virus invasores y de desplegar sobre ellos una enzima encargada de dividirlos y de utilizar sus fragmentos para inmunizar a la bacteria ante posibles invasiones futuras del mismo patógeno (Montoliu, 2019, pp. 58 y ss.). Así, la enzima Cas9 es utilizada a modo de «tijeras moleculares» para cortar la secuencia de ADN de organismos vivos con gran precisión, relativa seguridad y bajo coste económico (Lacadena Calero, 2017, p. 3). La técnica CRISPR/Cas9 se vale de dos herramientas: la molécula de ARN, que presenta una secuencia complementaria con la secuencia diana contra la que va dirigida; y la endonucleasa Cas9, que corta el ADN en el lugar indicado por la molécula de ARN. Por tanto, en la técnica CRISPR/Cas9 los científicos diseñan una molécula de ARN complementaria a la secuencia de ADN que quieren editar y añaden una proteína Cas9, que actúa como unas «tijeras» capaces de encontrar el tramo de ADN deseado y cortarlo, añadiendo seguidamente otro fragmento de ADN sintético (Montalvo Jaaskelainen, 2020, p. 40).

La técnica CRISPR/Cas9 supone todo un avance en la ciencia de la edición genética porque es mucho más barata que otras técnicas de terapia o intervención genética y, además, es muy sencilla. De momento, se ha aplicado con resultados tímidamente satisfactorios en la ganadería para obtener lo que Lluís Montoliu (2016) denomina «animales mutantes», ya que se han conseguido ovejas con mayor masa muscular y cerdos más seguros para xenotrasplantación (pp. 65 y ss.); sin embargo, no ha estado exenta de problemas. Como advierte Antonio Diéguez (2017) el problema principal que presentaba la técnica CRISPR/Cas9 es que en pruebas realizadas con monos los resultados buscados expresamente se consiguieron solo en un 20 % de los casos, lo que no ha supuesto un obstáculo para editar genéticamente no solo a ovejas y cerdos, sino también a perros, cabras, conejos y ratas (p. 122).

De momento, la técnica CRISPR/Cas9 no termina de salir de su fase clínica debido a que aún presenta varios problemas técnicos. Uno de los más recurrentes es el de los efectos fuera de la diana génica (off target effects). Seis meses después de haber conocido que las herramientas CRISPR funcionaban en células eucariotas, algunos científicos manifestaron públicamente su preocupación por la aparición de muchas alteraciones no deseadas en diversos lugares del genoma con el que se había transferido los reactivos en un cultivo. El problema estaba en que esas células de cultivo habían sido sobreexpuestas a Cas9, lo que provocó que la nucleasa acabara detectando secuencias similares, pero no idénticas, a las de la guía ARN, y acabara cortándolas y generando mutaciones no deseadas (Montoliu, 2019, pp. 154 y ss.).

No obstante, parece que desde 2019 hay algo más de esperanza en que la técnica CRISPR se pueda aplicar en humanos sin el riesgo de que se produzca mosaicismo. David Liu, investigador del Broad Institute del MIT y Harvard, ha creado un proceso innovador sobre edición de bases y edición de calidad. Los editores de bases evitan tener que cortar las dos cadenas de ADN, ya que logran sustituir una letra por otra (A, C, G o T). Se trata de una especie de borrador o típex molecular que modifica y cambia letras del código genético. A este avance se ha unido más recientemente el prime editing o edición de calidad, que hace una función similar, pero logrando sintetizar ADN a partir de ARN (Anzalone et al., 2019, p. 3). Los dos nuevos sistemas mejoran la precisión y versatilidad de los editores de bases frente al «mosaicismo» y los problemas asociados al mismo que, como hemos visto, inquietaban a los científicos.

Si el nuevo método de uso de la técnica CRISPR/Cas9 anunciado por David Liu se consolida los genetistas tendrán la capacidad de intervenir en el propio genotipo del paciente, eliminando la alteración o anomalía desde su propia base genética, lo que tiene un doble efecto, pues no solo curará la patología concreta, sino que evitará el tratamiento médico que aquella lleve aparejado. Precisamente por ello, esta técnica, basada en la reparación in situ e in vivo del material genético, se ha convertido ya en la gran esperanza terapéutica del siglo XXI (Miguel Beriain, 2008, p. 269). Sin embargo, solo puede aplicarse sobre células somáticas, tal y como nos advierte el artículo 13 del Convenio sobre derechos humanos y biomedicina del 4 de abril de 1997 —conocido como Convenio de Oviedo—, que prohíbe la intervención sobre células germinales. Si la técnica de la «reparación de genes» a través de la edición genómica se aplicase directamente sobre las células germinales o reproductoras —o sobre el embrión humano—, tendría como consecuencia inmediata la prevención de alteraciones o anomalías genéticas que podrían heredar los descendientes. Su práctica podría suponer, en el mejor de los casos, la erradicación de patologías que tengan una base genética y que sean potencialmente transmisibles a la futura descendencia, antes incluso de que se desarrollen.

Pero, si su finalidad es terapéutica y beneficiosa para la especie humana, ¿por qué prohibirla? El argumento fuerte que justifica la prohibición de las intervenciones genéticas sobre células germinales se apoya en la imposibilidad actual de dimensionar en qué medida la especie humana podría verse afectada por la erradicación de ciertas patologías de origen genético. David Suzuki y Peter Knudtson (1999) ponen de manifiesto la ambivalencia de algunos genes, como es el caso del gen que provoca la anemia falciforme —una patología de naturaleza monogénica—. Se han realizado algunos estudios en el África tropical que han evidenciado que cerca del 30 % de la población nativa de algunas áreas son heterocigotos con el rasgo asintomático de la anemia falciforme. Este elevado porcentaje se debe a que la presencia de este gen les hace más resistentes a una enfermedad muy común en estas áreas geográficas: la malaria. Suzuki y Knudtson se plantean qué consecuencias tendría para esta población erradicar el gen defectuoso de la anemia falciforme a través de la práctica de la terapia génica en línea germinal. Es decir, se cuestionan hasta qué punto está moralmente justificada una acción benevolente —en atención al principio biomédico de beneficenciaque podría generar un efecto indirecto adverso o perjudicial para la especie humana (pp. 178-179).

La edición genómica a través de la técnica CRISPR/Cas9 no solo está ayudando a la medicina en su avance preventivo y terapéutico, sino que también abre una puerta prometedora a la mejora genética. De ahí que la Comisión Presidencial de Bioética de los Estados Unidos de América publicara un informe titulado Beyond therapy, Biotechnology and the pursuit of happiness en octubre de 2003, en el que advertía que la biomedicina nos ofrece en la actualidad no solo la posibilidad de eliminar enfermedades (screening out), sino que también nos ofrece la posibilidad de seleccionar lo mejor (choosing in) e, incluso, yendo más allá, de rediseñarnos para lo mejor (fixing up) (Montalvo Jaaskelainen, 2020, p. 41).

Que la técnica CRISPR/Cas9 puede ser usada con fines únicamente de mejora no es una mera sospecha, sino un hecho consumado. La práctica totalidad de la comunidad científica ha condenado los usos «meliorativos» de dicha técnica, sobre todo desde que en 2018 el investigador chino He Jiankui anunció que había modificado el gen CCR5 de los embriones de dos futuras niñas a través de la técnica CRISPR/Cas9 para conseguir la inmunidad al virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), del que el padre era portador. Henry Greely fue uno de los muchos científicos que se manifestaron rotundamente en contra de esta práctica, apoyando la justificación de su repulsa sobre cinco problemas graves que, según él, presenta el caso de He Jiankui. Greely (2019) entiende que el experimento del investigador chino es prematuro y profundamente contrario a la bioética por cinco motivos: presenta un manifiesto desequilibrio en la relación riesgo/beneficio que se da en todo procedimiento de investigación científica; la obtención del consentimiento informado es, cuando menos, cuestionable; el proceso de aprobación de la intervención es profundamente confuso; hubo mucho secretismo en torno a dicho proceso; y, por último, porque supone una palmaria violación del presunto consenso ético internacional en relación con esta práctica (p. 151). Pero ¿por qué este caso provocó una repulsa tan unánime y contundente de la comunidad científica? La razón principal es que los embriones de las gemelas chinas estaban sanos; es decir, en realidad se trataba de una mejora genética en sentido estricto que ha creado una estirpe de humanos distinta, ya que su gen CCR5 ha sido modificado para ser resistente a la infección por VIH y no solo en las gemelas chinas, sino en toda su descendencia. Este lamentable suceso provocó que dieciocho científicos y expertos en bioética de prestigio internacional publicaran un artículo en la revista Nature el 13 de marzo de 2019 en el que se clamaba por una moratoria de cinco años en cualquier investigación encaminada a la modificación de la línea germinal del genoma humano, excluyendo las modificaciones de embriones que no van a ser implantados (Lander et al., 2019, pp. 165-168).

Lo que cabe preguntarse ahora es si hubiera cambiado algo en la opinión científica internacional manifestada tras el caso Jiankui si esta edición genómica de «mejora» —término discutible en este caso— se hubiera realizado sobre las células somáticas de un adulto que ha manifestado su consentimiento tras haber sido rigurosamente informado al respecto. ¿Dónde está el problema entonces? ¿Está en el tipo de célula que se interviene o en la finalidad meliorativa buscada con la edición genómica? Intentaremos responder a esta pregunta en el siguiente apartado.

I.2. ¿Terapia o mejora? Derribando la frontera

A la luz de lo expuesto, parece que el caso de He Jiankui incurría en un doble ilícito ético: haber aplicado la técnica CRISPR/Cas9 sobre las células germinales —en el estado embrionario, las células aún no están diferenciadasy haberlo hecho con una finalidad meliorativa1. Pero, lo que podemos comprobar con el caso expuesto es que, por un lado, tanto la intervención y edición genética con finalidad terapéutica como la meliorativa se basan en el mismo procedimiento técnico; y, por otro lado, que la frontera entre la terapia y la mejora queda muy desdibujada. En relación con el ámbito terapéutico, existe el inconveniente de que ni siquiera se puede contar con un catálogo cerrado de lo que entendemos por patológico o anómalo, ya que, como advierte Victoria Camps (2002), la barrera entre lo patológico y lo que no lo es no es estática, sino que cambia con el paso del tiempo y de acuerdo con las necesidades, preferencias subjetivas, intereses económicos o el nivel de bienestar social alcanzado (p. 59). A este respecto, algunos autores han sugerido elaborar listados de enfermedades como la solución menos mala (Romeo Casabona, 1994, p. 193; Romeo Malanda, 2006, pp. 200-202). En relación con el ámbito meliorativo, tampoco encontramos certezas, pues como bien señala Montalvo Jaaskelainen (2020), ni existen genes específicos cuya manipulación nos garantice la mejora o perfección del sujeto intervenido, ni existen técnicas biotecnológicas de mejoramiento en sí, sino que depende de los usos que se hagan (pp. 119 y ss.). Sin embargo, Lema Añón (2015) afirma que, si bien no podemos establecer una frontera clara y estática entre la terapia y la mejora ante algunos casos difíciles, sí podemos alcanzar una definición más o menos indiscutible de mejora a la luz de algunos casos «fáciles», como el de la hormona del crecimiento. Lema Añón utiliza este ejemplo como el «caso paradigmático» que nos permite diferenciar entre terapia y mejora, pues esta hormona puede emplearse tanto en personas que presentan una anomalía en su desarrollo corporal diagnosticada por un médico —en este caso, el uso de la hormona tiene una finalidad terapéuticacomo en personas que, sin tener ningún problema de crecimiento, no alcanzan el estándar de una altura óptima para una sociedad dada, en cuyo caso el uso de la hormona tendría una finalidad meliorativa (pp. 370 y ss.).

Sin embargo, una golondrina no hace verano; es decir, un solo caso no nos proporciona certeza conceptual al respecto. Este es precisamente uno de los argumentos fuertes de los defensores del human enhancement, que consiste en concluir que, si no hay posibilidad de establecer una diferencia conceptual clara entre lo que es terapéutico y lo que es meliorativo, tampoco es posible sostener argumentos éticos sustancialmente diferentes para ambas finalidades (Bostrom & Roache, 2008, p. 123). Es decir, si aceptamos éticamente la terapia y esta no puede diferenciarse claramente de la mejora, entonces debemos aceptar moralmente también la mejora de la especie humana a través de las intervenciones genéticas. No obstante, advierte López Frías (2013), el hecho de que no sea fácil definir el manido concepto de mejora no significa que haya de asumirse acríticamente la teoría continuista propia de los defensores del biomejoramiento. Los teóricos del biomejoramiento o del human enhancement, como Savulescu, Bostrom, Buchanan o Harris, justifican moralmente la deriva perfeccionista de la biotecnología actual, en atención a que el ser humano siempre ha buscado y aplicado a su vida diaria técnicas o tecnologías que le han facilitado o mejorado la vida (Harris, 2007, p. 39). Por lo tanto, el concepto de mejora que manejan estos autores es muy amplio y engloba cualquier tipo de innovación tecnológica, desde la invención de la agricultura hasta las aplicaciones biomédicas actuales, siempre que se incremente la felicidad de los individuos (López Frías, 2013, pp. 216-217 y 224). La corriente científica y filosófica que defiende el biomejoramiento entiende, por tanto, que no es posible trazar una línea divisoria entre lo terapéutico y lo meliorativo, pues en realidad el mejoramiento es una forma de terapia y la terapia una forma de mejora (Diéguez, 2017, p. 126). Con ello pretenden diluir cualquier tipo de análisis o crítica moral sobre las intervenciones genéticas meliorativas, ya que, si aceptamos la intervención o manipulación del genoma con una finalidad terapéutica, indirectamente estamos aceptando la mejora. De esta forma, la búsqueda de la mejora se torna incluso en obligación moral, como lo es la intervención terapéutica (Savulescu, 2005, pp. 37-38).

Esta corriente de pensamiento, defensora de la mejora genética, es denominada «bioprogresista» por Llano Alonso (2020) y está representada por pensadores —además de los ya citadosde gran predicamento, como Allen Buchanan o Yuval Harari. Del otro lado, que Llano Alonso denomina «bioconservadurismo», encontramos autores también de reconocido prestigio internacional como Francis Fukuyama o Michael Sandel (pp. 182 y ss.). Si bien los denominados «bioconservadores» esgrimen diferentes tipos de argumentos, convergen en un rechazo común y frontal contra la supuesta libertad de los padres de elegir a la carta las características genéticas de sus futuros hijos; y, sobre todo, contra la creación de un mercado de genes al amparo de lo que denominan la «eugenesia liberal». Los bioconservadores aseveran que los padres que eligen las características genéticas de sus futuros hijos pretenden sortear el azar biológico que rige la vida de todos los seres humanos, convirtiéndose así en «hacedores» y no en «progenitores» de su descendencia. El hijo tendría un destino genético diseñado y determinado por sus propios padres sin posibilidad de réplica. Se produce así la ruptura del equilibrio intergeneracional entre progenitores y descendencia (Habermas, 2002, pp. 85-91). En esta misma línea, Michael Sandel (2007) asevera que las relaciones entre progenitores y descendencia deberían estar basadas en pilares morales básicos de una sociedad justa: el amor incondicional y la apertura a lo recibido en la crianza. Para Sandel, cambiar nuestra naturaleza para encajar mejor en el mundo es la mayor pérdida de libertad posible, hasta el punto de que la mejora genética individual «nos aparta de la reflexión crítica del mundo y aplaca nuestro impulso hacia la mejora social y política» (p. 152).

La práctica totalidad de los pensadores «bioconservadores» se aferran al argumento de la naturaleza humana como aquel conjunto de cualidades psicofísicas que, aun habiendo sido objeto de evolución biológica, convierten al ser humano en un ser único, claramente diferenciado del resto de animales. Si bien los defensores de una naturaleza humana identificable no lo hacen en los mismos términos, sí coinciden en defender que nuestra razón y nuestra consciencia nos habrían convertido en un ser vivo singular que, entre otras cosas, es capaz de empatizar con sus congéneres y de relacionarse con ellos de manera pacífica a través de la creación de una comunidad basada en unos valores éticos compartidos y en procesos políticos consensuados. Sin embargo, a la luz de algunos estudios observacionales y experimentales realizados con primates, parece que nuestras acciones y juicios morales, basados en la libertad individual y en la consciencia racional y emocional del «otro», no son exclusivamente humanas. Algunos simios han dado claras muestras de poseer una consciencia moral básica, lo que implica necesariamente cierta dimensión de alteridad o empatía y, por consiguiente, de juicio moral (De Waal, 2007, pp. 47 y ss.). Además, no solo los simios han dado reiteradas muestras de poseer una racionalidad creadora de pensamientos, creencias y razones para la acción, también los delfines lo han hecho en numerosos estudios observacionales, ampliando así el espectro de animales inteligentes no humanos (MacIntyre, 2001, pp. 35 y ss.). Podríamos concluir entonces que, en principio, no habría algo así como un conjunto de cualidades exclusivamente humanas que delimiten un bien indisponible por parte de la ciencia y la técnica.

Entonces, solo cabe plantearse la pregunta que formula Antonio Diéguez (2021) cuando llega a este punto de su razonamiento: ¿cuál es el criterio al que acudir a la hora de decidir si una determinada manipulación tecnológica realizada en un ser humano es o no moralmente aceptable? (p. 127). Diéguez responde a su pregunta afirmando que no hay una respuesta única y general, sino que el juicio de corrección o incorrección moral habrá de formularse sobre cada caso concreto (p. 128). Es decir, ante la ausencia de certezas, debería primar el método casuístico en lugar de los juicios éticos o jurídicos de carácter absoluto. Para realizar ese juicio crítico del caso concreto desde la perspectiva ética, nada mejor que acudir a los principios clásicos de la bioética: autonomía, no maleficencia, beneficencia y justicia. Aunque también se adoptará la perspectiva de dos principios jurídicos que han tenido mucho predicamento en el ámbito bioético: el principio de precaución y el de responsabilidad. Por su parte, el juicio o la crítica jurídica se hará no desde la perspectiva de los derechos fundamentales, sino desde la perspectiva de la disponibilidad o indisponibilidad, por parte del sujeto titular, de los bienes jurídicos que se protegen. Sirva como ejemplo el caso de la legislación española, que se ha pronunciado sobre el particular de una forma taxativa, optando claramente por una posición bioconservadora estricta que no solo declara ilícita la manipulación de genes humanos que altere el genotipo —salvo si la finalidad es eliminar o disminuir taras o enfermedades graves—, sino que la persigue y castiga penalmente con pena de prisión de dos a seis años e inhabilitación especial para empleo o cargo público, profesión u oficio de siete a diez años (Código Penal español, 1995, art. 159.1). Es decir, en la legislación española se veda especialmente —con amenaza de sanción penal— cualquier terapia génica practicada tanto sobre embriones o fetos humanos como sobre seres humanos ya nacidos.

II. LA ERA DE LA NEUROCIENCIA: EL CONOCIMIENTO SOBRE EL CEREBRO

Si hay un discurso que impera sobre los demás y del que hace eco la prensa prácticamente a diario es el científico. Las ciencias naturales, tales como la biología, la química, la física —especialmente la física cuánticay la neurología parecen estar en disposición de proporcionar las respuestas a las preguntas que se ha planteado la humanidad a lo largo de su historia. Esto ha provocado el crecimiento exponencial de la confianza colectiva en el poder analítico y explicativo de las ciencias naturales, así como la consiguiente consolidación de un marco cultural creado a partir de un conocimiento creciente sobre la naturaleza humana. Tanto es así que actualmente hay dos ciencias naturales que gozan de una hegemonía incuestionable: la genética y la neurociencia. Hoy es prácticamente imposible aproximarse a cualquier fenómeno natural o social que no esté vinculado de alguna manera con los genes o el cerebro. Si nos centramos en la neurociencia, ha de reconocerse que esta goza de un inusitado acogimiento mediático y social, incluso encontrándose aún en ciernes. La neurociencia está de moda (Feito Grande, 2018, p. 2). Y es cierto que hay que reconocerle el mérito de haber provocado la revisión y renombramiento de algunas de las disciplinas humanísticas y sociales tradicionales, como sucede con la neurofilosofía, la neuroética, la neuropolítica y el neuroderecho. De ahí que algunos científicos hablen incluso de «neurocultura», como es el caso de Francisco Mora (2007), que entiende por tal «una reevaluación lenta de las humanidades, o si se quiere, un reencuentro, esta vez real y crítico, entre ciencias y humanidades». Afirma este autor que se trata de un encuentro entre la neurociencia, que es el conjunto de saberes y conocimientos sobre cómo funciona el cerebro, obtenido desde las más variadas y diversas disciplinas científicas, y el producto de ese funcionamiento, que es el pensamiento y la conducta humanos (p. 24).

El problema es que la «neurocultura» está maximizando los rigores cientificistas con la finalidad de desvincular al conocimiento humano de la magia y el misterio; es decir, con la finalidad de vaciar de contenido a la ética, la religión, la política y el derecho. Varios autores, entre los que se encuentran Pinker, Gazzaniga y Damasio, niegan la existencia de la mente, del espíritu y de la libertad individual por entender que todas estas cualidades que creemos esencialmente humanas no son más que productos de nuestro cerebro racional. De hecho, el último autor mencionado soporta su teoría de la «invención» del yo subjetivo por el cerebro en una hipótesis de trabajo de carácter fisiológico. Según Damasio (2010), el cerebro construye el «yo subjetivo» de manera escalonada o por etapas, de tal forma que el proceso de creación del «yo» comienza con las representaciones del encéfalo, prosigue con las interacciones del encéfalo con el organismo y concluye con una sobreabundancia de pulsos del sí mismo central que delimitan un «sí mismo autobiográfico» (pp. 277-279). Por ello, la conclusión a la que llegan muchos neurocientíficos es que tanto la moral como la religión, la política o el derecho serían fruto de conexiones neuronales determinadas. Desde este prisma reduccionista, el cerebro, como consecuencia de su composición y sus conexiones internas, explica por sí mismo nuestros anhelos espirituales, de tal modo que la religiosidad o espiritualidad tendrían, en todo caso, una explicación neurológica.

En una sociedad como la actual, donde la reflexión humanística es residual y a veces anecdótica, tanto la genética como la neurología se presentan al gran público como las «ciencias del todo», como las únicas ciencias que están en disposición de explicar los fundamentos últimos del comportamiento humano. Y esto es cierto solo para el ámbito biológico. Sin embargo, una cosa es que la ciencia genética y la neurología expliquen los fundamentos biológicos del ser humano, y otra cosa distinta es que se puedan formular juicios reduccionistas tales como «somos lo que nuestros genes determinan que seamos» o «somos todo lo que son nuestras neuronas y sus interacciones determinan». Estas afirmaciones tienen una clara vocación reduccionista y simplificadora que pretende proporcionar una explicación última y fundamental de la complejidad del ser humano. Un exceso de entusiasmo científico puede llevarnos a un absolutismo tal que no se deje espacio a otro tipo de análisis sobre la naturaleza humana. Si todo lo que somos son genes y cerebro, y lo podemos controlar a través de la ciencia, ¿qué sentido tendrán otros saberes y conocimientos como la ética, la política o el derecho? Si todo lo que somos es materia biológica, la manipulación de los genes y los cerebros sería entonces la única política pública posible en los nuevos totalitarismos.

II.1. Las técnicas de intervención y manipulación del cerebro humano

Si desde que comenzó el siglo XXI la informática, la genética y la neurociencia —y las tecnologías convergentes: nanotecnología, biotecnología, informática y ciencias cognitivas (NBIC)han gozado de todo el protagonismo mediático, desde hace apenas dos años la neurociencia está de rabiosa actualidad, fundamentalmente por dos sucesos de impacto mundial. El primero de ellos tuvo lugar en 2020, cuando el mundo aún estaba sumergido en la pandemia de COVID-19.Elon Musk presentó a Gertrude y a Pager, una cerda y un mono, respectivamente, a los que habían colocado un implante extracraneal que conectaba sus cerebros con un ordenador. Los casos de Gertrude y Pager se basan en lo que se ha dado en llamar brain-computer interface (BCI, por sus siglas en inglés), que consiste en la creación de interfaces entre cerebro orgánico y máquina, robot o inteligencia artificial (De Asís Roig, 2018, pp. 35-36). Esta técnica puede tener una funcionalidad unidireccional en el sentido cerebro-máquina, a través de la cual el cerebro biológico controla a la máquina inteligente o robot; o unidireccional en el sentido contrario máquina-cerebro, que consiste en que el software introduzca determinada información en el cerebro orgánico. Actualmente, los implantes extracraneales de Neuralink no se han podido probar en humanos al no haber obtenido la autorización necesaria de la Food and Drug Administration (FDA, por sus siglas en inglés) después de que varios de los animales sometidos a las pruebas de laboratorio fallecieran de manera inexplicable.

El segundo suceso de impacto mundial tiene una doble dimensión: una dimensión científica y otra político-jurídica. La parte científica viene dada por el denominado BRAIN Project —Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies—, que se está desarrollando desde hace una década en la Universidad de Columbia (Nueva York). En el año 2013, el neurólogo Rafael Yuste y su equipo de investigadores consiguieron la financiación necesaria de la Administración Obama para poner en marcha el que desde entonces se conocería como el Brain Project. Poco después de su puesta en marcha arrancó el Human Brain Project, que es el proyecto financiado por la Unión Europea (UE). Ambos proyectos han dado origen a lo que se ha denominado Big Science, que nació a mediados del pasado siglo y tiene como objetivo mapear y cartografiar la actividad neurológica a través de técnicas de neuroimagen para poder descifrar así la interconexión neuronal del cerebro humano. También varios proyectos se centran en los tres niveles de conocimiento científico que, según el fisiólogo Francisco Rubia (2009), se dan actualmente sobre el cerebro humano (pp. 151-152). Estos son un nivel de conocimiento superior que explica la función de las grandes áreas cerebrales: lóbulo frontal, lóbulo parietal, etc.; un nivel de conocimiento intermedio que describe lo que ocurre en las asociaciones de cientos de neuronas —hay que tener en cuenta que el cerebro tiene cerca de cien mil millones de neuronas—; y un nivel de conocimiento inferior que abarca los procesos celulares y moleculares de manera aislada.

El propósito del Brain Project al centrarse en estos tres niveles de conocimiento es descifrar el lenguaje de las neuronas y sus intrincadas conexiones. Es decir, pretende conocer el comportamiento del cerebro humano a través de su observación directa. Gracias a la imaginería cerebral, que observa la actividad del cerebro a través de estímulos externos, se pueden llegar a ubicar en las diferentes áreas del cerebro las manifestaciones de algunas enfermedades neurológicas y psiquiátricas que por el momento no tienen cura, como el Parkinson, la depresión, la enfermedad de Alzheimer o la esquizofrenia. Las técnicas de neuroimagen suelen agruparse en dos grandes bloques, atendiendo a los diferentes parámetros que definen la actividad neuronal. El primer bloque está integrado por aquellas imágenes que se basan en registros de los campos eléctricos y/o magnéticos de la actividad neuronal, como la electroencefalografía y la magnetoencefalografía. El segundo bloque está integrado por aquellas que estudian las modificaciones hemodinámicas y/o metabólicas que acompañan a la actividad neuronal, donde se encuentran la tomografía y la imaginería por resonancia magnética funcional (IRMf) (Rodríguez Serón, 2006, p. 81). El objeto de esta prueba diagnóstica es pasar al plano de la intervención o terapia focalizada en la zona afectada a través de estímulos extracraneales.

Si bien la finalidad de este proyecto es eminentemente terapéutica, han sido los mismos investigadores los que han dado la voz de alarma en relación con los peligros potenciales que se pueden derivar de este nuevo poder sobre el cerebro humano, siendo esta la dimensión jurídico-política de este segundo suceso mundial. De esta manera, y emulando a los científicos que lideraron el Proyecto Manhattan —que dio origen a la bomba atómica—, los investigadores del Brain Project advierten de la necesidad de reconocer y garantizar en sede internacional un nuevo catálogo de derechos humanos denominado por ellos mismos «neuroderechos» (Yuste et al., 2021, p. 156), los que tendremos ocasión de analizar en lo sucesivo.

II.2. Brain-computer interface o hacia la «inteligencia híbrida»

La interacción entre cerebro y máquina o inteligencia artificial (IA) a través de la creación de interfaces como la comentada en el acápite anterior supone para muchos la mejor y más clara alternativa a una posible sustitución futura de la humanidad por parte de la IA. El lema para los entusiastas de la BCI sería algo así como «si no puedes con tu enemigo, únete a él». Actualmente, hay muchas voces que auguran no solo la equiparación entre la inteligencia humana y la IA a través de lo que se ha dado en llamar «el momento de la singularidad»Artificial General Intelligence—, sino que, incluso, afirman que se alcanzará un momento de superación de la inteligencia humana por parte de la IA —Artificial Super Intelligence(Llano Alonso, 2018, pp. 94-95). No obstante, parece más plausible —e incluso podría decirse que más deseableuna hibridación entre inteligencia orgánica e inorgánica que nos permita sortear el reemplazo de «especies», aunque tengamos que asumir por ello un cambio radical y profundo de la propia naturaleza humana (Morente Parra, 2021, pp. 260-261).

Si entendemos la naturaleza humana en un sentido clásico, como autonomía de la voluntad y autoconsciencia, ¿en qué medida se verían ambas cualidades humanas condicionadas o afectadas por la creación de interfaces entre el cerebro humano y la IA? La respuesta a esta pregunta va a depender de dos condiciones previas básicas, una de carácter ideológico y la otra de carácter teleológico. La primera se encuentra relacionada con el esquema ideológico o marco filosófico del que parta nuestro juicio crítico a la hora de valorar las consecuencias de la hibridación entre cerebro humano y la IA. Si asumimos los postulados del transhumanismo, la respuesta será positiva —a excepción de algunas voces críticas, aunque no contrarias, como la de Julian Savulescu (2012, pp. 213 y ss.)—, ya que la interconexión de los cerebros humanos con la IA nos hará más inteligentes, más capaces y, por consiguiente, más libres. La segunda condición previa está relacionada con la finalidad de la interconexión cerebro humano e IA y pretende dar respuesta al para qué de la hibridación. Es decir, debemos intentar saber previamente si la generación de interfaces ser humano-IA está pensada para potenciar nuestras capacidades cognitivas e intelectuales —lo que se denomina «mejora cognitiva»—, o incluso para poder valernos de robots a los que dirigir con impulsos cerebrales; o si, por el contrario, está ideada para controlar y dirigir nuestras decisiones y, por consiguiente, someter nuestra voluntad a la IA. Parece obvio rechazar esta última opción, aunque seguramente haya razones comerciales e incluso militares para explorar esta posibilidad a futuro.

Sin embargo, teorizar sobre cómo será la relación futura entre el ser humano y la IA no conlleva asumir una posición normativa al respecto. Eso sería tanto como asumir el imperativo tecnológico que nos exige moralmente la mejora de la especie humana a través de cualquier técnica, desde la mejora genética hasta a la interconexión entre el cerebro humano y la IA. El imperativo tecnológico se encuentra estrechamente relacionado con un «desarrollismo» ilimitado que tiene como fin llevar a la humanidad a las cotas más elevadas de su perfección como especie. Esta idea se hermana, claro está, con el desarrollo genético en las posiciones más optimistas del transhumanismo. Algunas voces dentro del movimiento pro «enhancement» entienden que la mejora individual —genética y cognitivapuede tener incluso un efecto positivo para la sociedad, como sucede con la mejora moral. Es decir, si los canales culturales no han resultado ser eficaces como proceso civilizatorio, por qué no probar con la mejora moral de los individuos a través de intervenciones genéticas y cognitivas (Persson & Savulescu, 2008, p. 168).

Al igual que las intervenciones genéticas, las técnicas de intervención cerebral pueden tener también dos finalidades. La primera es terapéutica y viene protagonizada por el Brain Project y el Human Brain Project, que están intentando desarrollar aplicaciones para enfermedades neurodegenerativas y patologías psíquicas. La segunda puede estar más relacionada con el desarrollo de «supercualidades» cognitivas e intelectuales —quizá las aplicaciones desarrolladas por Neuralinkque tienen una finalidad meliorativa o meramente lúdica. La naturaleza de la finalidad perseguida —terapéutica o meliorativatendrá como consecuencia el cambio de sujeto afectado. En el primer caso, hablamos de personas que padecen alguna patología psiquiátrica o neurológica, mientras que en el segundo caso hablamos de consumidores que quieren dar el salto de las gafas de realidad virtual al implante extracraneal con conexión a internet.

Llegados a este punto, solo queda preguntarse: ¿qué tienen que decir la ética y el derecho sobre estas intervenciones?

III. LA BIOÉTICA Y EL DERECHO ANTE LA MANIPULACIÓN DEL CUERPO HUMANO

Una teoría general y bien acabada de la bioética entiende que esta es la disciplina deliberativa previa y necesaria a cualquier proceso jurídico que pretenda regular las aplicaciones biotecnológicas a la vida, en general, y al ser humano, en particular. La bioética coincide con la dimensión crítica de la ética y con su vocación de convertirse en ética legalizada, es decir, en bionomía jurídica. Una bioética basada en valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad se convertirá, una vez que haya sido incorporada al ordenamiento jurídico positivo, en bionomía jurídica, siendo su máxima expresión los derechos fundamentales. Esto pone de manifiesto la relación necesaria que debe darse entre bioética y derecho en el contexto del Estado social y democrático de derecho, pues ambas deben entenderse como disciplinas complementarias en cualquier proceso público de reflexión crítica cuyo objeto sea una regulación jurídica que aglutine el mayor consenso social posible y genere certeza a la ciudadanía.

La conexión entre bioética, bionomía jurídica y derechos fundamentales (Lema Añón, 2007, p. 30) se estrecha en torno a los valores propios de la modernidad: libertad, igualdad y solidaridad o justicia. Estos valores delimitan el marco axiológico en el que debe darse el debate público y racional y que, en todo caso, deberá transformarse en el discurso de los derechos fundamentales, cuya justificación última se encuentra en el valor basal de la dignidad humana.

En el contexto de los Estados constitucionales, la bioética asume tanto el esquema cultural de los derechos fundamentales, cuyo epicentro se sitúa en la dignidad humana, como el de la teoría ética principialista, que tanto predicamento ha tenido en el ámbito biomédico y clínico occidental. Dentro de este marco axiológico de referencia se dan, fundamentalmente, dos posiciones éticas ante las técnicas que nos permitirán intervenir y manipular en un futuro próximo tanto nuestros genes como nuestros cerebros. Por un lado, encontramos las posiciones liberales —a las que anteriormente nos hemos referido como «bioprogresistas»—, basadas en la autonomía personal, en la libertad de empresa y en el libre mercado; y, por otro lado, están las posiciones conservadoras —a las que nos hemos referido como «bioconservadoras»—, que anteponen el interés público, el bien común, o un interés superior a la autonomía de la voluntad. Dependiendo de qué posición ética —que, finalmente, obedece a una teoría ética— adopte la mayoría, así quedará reflejado en el sistema jurídico de referencia. Si la posición moral adoptada es liberal —lo que sucede en la mayoría de los países en relación, por ejemplo, con las técnicas de reproducción humana asistida—, la legislación será progresista; sin embargo, si la posición moral es conservadora, la regulación jurídica será también proteccionista —es lo que sucede, por ejemplo, con el consumo de drogas—. En cualquier caso, todas las posiciones, sean progresistas o conservadoras —simplificando mucho el espectro ideológico—, encuentran argumentos para justificarse en el mismo acervo axiológico, que no es otro que el de los derechos fundamentales y la dignidad humana, ya sea para reforzar esta última o para negarla. Este marco ético es, precisamente, el que surte de contenido a la bioética y al derecho propio de los Estados constitucionales occidentales, que —no podía ser de otro modo— son democracias liberales donde priman las libertades públicas y los derechos fundamentales. En los márgenes de este esquema cultural, vamos a analizar en el siguiente epígrafe cuál es la respuesta de la bioética y del derecho ante la potencial amenaza de una tecnología que, previsiblemente, permitirá al ser humano manipular tanto su genoma como su cerebro.

III.1. Un análisis desde los principios bioéticos: de la autonomía a la responsabilidad

La reflexión bioética se ha basado tradicionalmente en la teoría ética principialista al entenderse esta como una ética ecléctica situada entre el utilitarismo y la ética kantiana. El principialismo, afirma Gracia Guillén (1989), deriva directamente de lo que él denomina «utilitarismo blando» o «utilitarismo corregido» (pp. 278-279). Si el cálculo de utilidades propio del utilitarismo duro se aplicase al ámbito biomédico sin correcciones —es decir, en su versión pura—, tendría como consecuencia situaciones injustas e inequitativas. Para que se pueda alcanzar resultados equitativos en el ámbito biomédico a través de la aplicación del principio de utilidad, es necesario adoptar un utilitarismo de reglas. Estas reglas, como indica el profesor Gracia Guillén, podrían cifrarse en el «respeto a las personas», el «bienestar» y la «equidad», que además no se van a entender como principios deontológicos de carácter absoluto, sino simplemente como principios normativos obligatorios prima facie (p. 279).

El principialismo se ha fortalecido en el ámbito biomédico e investigador, campo de reflexión en el que tiene especial acomodo, a través de dos vías: una vía institucional, donde se halla el Informe Belmont (1979); y una vía teórica, donde se encuentra la tesis de Beauchamp y Childress. Atendiendo a la breve extensión del presente análisis, vamos a centrarnos únicamente en la fuente institucional que nos proporciona el mencionado informe. En dicho informe se consagran tres principios básicos, que son los siguientes: a) principio de respeto a las personas, también conocido como «principio de autonomía»; b) principio de beneficencia; y c) principio de justicia.

El primero de los principios éticos básicos que se reconocen en el Informe Belmont es el de respeto a las personas o principio de respeto a la autonomía personal, dentro del cual se incluyen dos convicciones morales fundamentales. La primera, derivada de la ética kantiana, es que todos los individuos deben ser tratados como agentes autónomos. Si bien para Kant la libre voluntad es condición de posibilidad de la dignidad, de ello no se deriva que el grado efectivo de capacidad en el ejercicio de la voluntad libre determine una graduación de la dignidad asignable, pues es la condición de ser racional —y no la eficiencia en la actualización de la condiciónla que da lugar a la atribución de la dignidad. De ahí que también se entienda que las personas con discapacidad intelectual son igualmente dignas, lo que entronca con la segunda convicción, que afirma que todas las personas cuya autonomía se encuentra «disminuida» (o comprometida) tienen derecho a la protección. Si se entiende que «una persona autónoma es aquella que tiene la capacidad de deliberar sobre sus fines personales, y de obrar bajo la dirección de esta deliberación» (punto 1), lo que implica tener capacidad de autodeterminación, entonces respetar la autonomía personal significa «dar valor a las consideraciones y opciones de las personas autónomas, y abstenerse a la vez de poner obstáculos a sus acciones a no ser que éstas sean claramente perjudiciales para los demás» (punto 1). Aunque puedan encontrarse matices conceptuales entre las diferentes teorías que han abordado la autonomía personal, prácticamente todas admiten que existen dos condiciones esenciales para que las acciones de una persona sean autónomas. El individuo debe gozar de libertad externa; es decir, debe encontrarse libre de influencias ajenas que puedan afectar de algún modo sus acciones o decisiones, e incluso que puedan llegar a someter su voluntad. Del mismo modo, el individuo debe gozar de libertad interna; es decir debe ser psicológicamente libre para decidir sobre cualquier aspecto, asumiendo la responsabilidad de dichas decisiones. Es lo que en derecho se ha venido a denominar «capacidad de obrar», a través de la que se interpreta que el individuo actúa o no actúa de forma intencionada y comprensiva de las consecuencias que de tal actuación (acción) u omisión puedan derivarse.

El segundo de los principios enumerados en el Informe Belmont es el de beneficencia. Frecuentemente, se ha entendido por beneficencia aquellos actos de bondad o caridad que no atienden a una obligación estricta; sin embargo, el informe entiende que la beneficencia, en el contexto de la experimentación e investigación biomédica, deriva de una obligación más estricta. El principio de beneficencia contiene dos reglas generales: la primera es no causar daños —proveniente del principio hipocrático primum non nocerey la segunda, maximizar los beneficios y disminuir los daños posibles. Si bien el Informe Belmont no reconoce la no maleficencia como principio autónomo por entender que es una parte esencial y constitutiva del principio de beneficencia, autores relevantes en el discurso bioético como Beauchamp y Childress (1999), a los que ya nos hemos referido anteriormente, sí lo hacen al entender que el mandato ético que obliga a evitar el mal es de carácter universal y objetivo, mientras que la búsqueda del bien es de naturaleza subjetiva (p. 181).

El tercer y último de los principios recogidos en el informe es el principio de justicia, a través del cual se plantea la siguiente cuestión: ¿quién debe ser el beneficiario de la investigación y quién debería sufrir sus cargas? Es decir, ¿cómo se procede a una distribución equitativa de beneficios y cargas? Para intentar resolver estas cuestiones se han dado diferentes formulaciones —ampliamente aceptadassobre lo que ha de entenderse por una justa distribución de bienes y cargas, a saber: a) a cada persona una parte igual, b) a cada persona según su necesidad individual, c) a cada persona según su propio esfuerzo, d) a cada persona según su contribución a la sociedad y e) a cada persona según su mérito.

Entonces, ¿cómo podríamos juzgar las intervenciones de mejora sobre nuestros genes y cerebros, atendiendo a los principios del Informe Belmont?

La primera cuestión que debemos tener en cuenta es que los principios han de interpretarse y aplicarse de manera conjunta e integral; esto es, no cabe atender únicamente a la autonomía de la voluntad y dejar de lado la exigencia de beneficencia o equidad. La segunda cuestión que debemos tener en cuenta es que estos principios se aplican prima facie; es decir, solo proporcionan una respuesta ab initio, pues ofrecen únicamente un punto de partida en la argumentación ética que, en todo caso, ha de ser concretado a través de reglas más precisas.

Partiendo de estos prerrequisitos, solo nos queda aferrarnos a las diferencias conceptuales anunciadas previamente para emitir un juicio basado en los principios del Informe Belmont: terapia o mejora, por un lado; y, por el otro, intervenciones y manipulaciones practicadas sobre células somáticas o germinales. De esta forma, si las intervenciones se entienden como accesibles a todos los ciudadanos —porque son prestadas por el sistema nacional de salud, por ejemploy tienen una naturaleza terapéutica, se torna bastante complicado posicionarse en contra, ya que concurre la aplicación de los tres principios: autonomía, beneficencia y justicia. Sin embargo, si solo se puede acceder a las intervenciones o manipulaciones genéticas o neurológicas a través del libre mercado, pagando un precio elevado —acceso inequitativo—, y si estas intervenciones tienen una mera finalidad meliorativa —eugenesia liberaly, además, se efectúan sobre células germinales —afectando al genoma humano—, entonces, parece sencillo asumir los argumentos bioconservadores y reivindicar la protección jurídica de la integridad personal y del genoma como patrimonio de la humanidad (Romeo Casabona, 2002b, p. 145). Esta posición bioconservadora, según la clasificación ideológica manifestada líneas atrás, se basa también en otros dos principios cruciales que, aunque provenientes del ámbito jurídico, han tenido un perfecto acomodo en el discurso bioético —sobre todo en el de la bioética global—, y que son el principio de precaución y de responsabilidad.

El principio de precaución aparece por vez primera en el panorama internacional en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente celebrada en Estocolmo en 1972, luego en la Segunda Conferencia Internacional sobre Protección del Mar del Norte de 1987 y también en la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1992. En esta última norma se define el principio de precaución del siguiente modo:

Con el fin de proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar ampliamente el enfoque de la precaución de acuerdo con sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica plena no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas costo-efectivas para prevenir la degradación medioambiental (principio 15).

A pesar de esta definición, el contenido concreto del principio de precaución sigue presentándose vago y excesivamente indeterminado en la práctica. Esto último complica su uso como guía para la toma de decisiones concretas, pudiendo ser incluso invocado para justificar decisiones opuestas en el contexto de una misma situación. Quizá con la finalidad de conseguir una mayor concreción del principio de precaución se aprobó la Comunicación de la Comisión Europea sobre el principio de precaución COM (2000)1, del 2 de febrero del año 2000, donde se determinan cinco puntos de concreción. En primer lugar, ha de procurarse la proporcionalidad de las medidas adoptadas, de tal manera que estas no habrán de exceder del nivel deseado de protección del mismo modo que no deben perseguir el riesgo cero (criterio de proporcionalidad). Es decir, el principio de precaución solo debe aplicarse ante aquellas situaciones de riesgo en las que hay bases lógicas para considerar que los daños eventuales serían graves e irreversibles en un contexto de incertidumbre científica, lo que no sucede en los casos que aquí se están analizando. En segundo lugar, las medidas adoptadas no deben ser discriminatorias, en el sentido de que deben tratarse idénticamente las situaciones iguales y de manera desigual las dispares (criterio de no discriminación). En tercer lugar, las medidas deben ser consistentes, de tal manera que perduren en el tiempo (criterio de conciencia). En cuarto lugar, debe llevarse a cabo un exhaustivo examen de los costes y beneficios de intervenir o no. Precisamente porque la aplicación del principio de precaución es costosa social y económicamente, los riesgos que han de tenerse en cuenta han de ser grandes y posibles (criterio de oportunidad o de cálculo de costes y beneficios). Y, en quinto y último lugar, las medidas deben ser de naturaleza provisional, de tal manera que puedan revisarse los desarrollos científicos, adoptando las disposiciones adecuadas a los nuevos datos científicos.

Por su parte, el principio de responsabilidad se basa, necesariamente, en una relación entre el sujeto y el objeto implicados en dicha dinámica asimétrica, de tal manera que tiene que existir un sujeto responsable y un destinatario de dicha responsabilidad. Pero ¿cuál es el fundamento ético de dicha relación de dependencia o asimetría en el contexto de la bioética? A esta pregunta pretendió responder Hans Jonas (1995) en su famosa obra titulada El principio de responsabilidad, en la que afirmaba que todas las teorías éticas desarrolladas hasta la llegada de la sociedad biotecnológica compartían una serie de premisas básicas que podían concretarse en el entendimiento de la naturaleza humana como algo inmutable. Esa naturaleza o condición humana fija venía a facilitar tanto la delimitación de lo que había de entenderse por «bien humano» como el alcance que podía y debía tener la acción humana (p. 23). No obstante, la sociedad biotecnológica actual ha venido a desarrollar y potenciar las acciones del ser humano en el campo de la ciencia y la técnica, haciendo prácticamente inservibles los parámetros éticos tradicionales para la construcción de un juicio ético monolítico. La ética de la responsabilidad viene a proporcionar no un contenido moral concreto, sino un procedimiento de decisión basado en la observancia y atención a las consecuencias que nuestras acciones actuales podrían generar en las generaciones venideras. De ahí que la Unesco publicara el 12 de noviembre de 1997 la Declaración sobre las Responsabilidades de las Generaciones Actuales para con las Generaciones Futuras, donde se declara como deber moral de las generaciones actuales preservar la vida en la Tierra, el medio ambiente, así como el genoma humano y la diversidad biológica, con la finalidad de garantizar la plena salvaguarda de las necesidades y los intereses de las generaciones futuras. Este razonamiento ético, por tanto, se vale del método de la representación actual de los efectos remotos de nuestras acciones biomédicas en curso, aunque siempre dentro del marco de lo posible y no de lo seguro. Como apunta Jonas, solo a la luz de los sucesos probables pueden aparecer nuevos principios morales que hasta el momento eran desconocidos por innecesarios (p. 69).

Todos los principios aplicables en el marco deliberativo de la bioética son de observación obligatoria prima facie, es decir, en abstracto, en un primer momento; sin embargo, en una segunda fase, hay que aplicarlos al caso concreto a través de su ponderación. Los principios per se son herramientas orientadoras, brújulas que pretenden guiar nuestras actuaciones y decisiones por el curso de acción correcto. No obstante, cuando llegamos al dilema moral, hay que ponderar el peso de los principios en juego y, solo después de ese ejercicio de mensura y calibrado, podemos llegar a la conclusión de que un principio prevalece por encima de otro; por ejemplo, la autonomía sobre la beneficencia.

III.2. Un análisis desde el derecho: de los bioderechos a los neuroderechos

La deliberación bioética, como ya se ha mencionado líneas atrás, se articula en torno a principios y reglas concretas consagradas en una batería de instrumentos normativos que tiene dimensión internacional. En relación con los dos asuntos bioéticos que aquí estamos tratando —manipulaciones genéticas somáticas e intervenciones sobre el cerebro humano—, hemos de atender a las siguientes normas internacionales: la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos (DUGHDH), ratificada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 11 de noviembre de 1997; el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (CDHB), firmado en Oviedo el 4 de abril de 1997; y, por último, la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos (DUBDH) de la Unesco, del 19 de octubre de 2005.

La DUGHDH tiene como objetivo principal evitar cualquier tipo de «discriminación genética», afirmando que cada individuo tiene derecho al respeto de su dignidad y sus derechos, cualesquiera que sean sus características genéticas. La DUGHDH reconoce tanto el derecho a conocer la información genética —previa evaluación rigurosa de los riesgos y de los beneficioscomo a no conocerla a través de la consagración del «derecho a no saber» (art. 5, lit. c). Por último, en su artículo 11 declara que, en relación con las técnicas de intervención genética, no se llevarán a cabo prácticas contrarias a la dignidad humana.

Por su parte, el Convenio de Oviedo (1997) determina en su artículo 1 que las partes firmantes protegerán al ser humano en su dignidad e identidad y garantizarán a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a su integridad y sus demás derechos y libertades fundamentales con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. El Convenio dedica todo un capítulo al genoma humano, destacando que «únicamente podrá efectuarse una intervención que tenga por objeto modificar el genoma humano por razones preventivas, diagnósticas o terapéuticas y sólo cuando no tenga por finalidad la introducción de una modificación en el genoma de la descendencia» (art. 13). Si bien se cierra la posibilidad de cualquier intervención genética sobre células germinales —tanto somática como de mejora—, no parece que sea así en el caso de las intervenciones de mejora en la línea somática. El artículo 13 del Convenio de Oviedo también prohíbe la terapia génica germinal tanto meliorativa como curativa, puesto que se estaría modificando a su vez el patrimonio genético de la descendencia, lo que ha sido apoyado por algunos autores (Romeo Casabona, 1999, p. 53). Por el contrario, otros autores justifican las intervenciones en la línea germinal si estas tienen una clara finalidad terapéutica (De Miguel Beriain & Payán Ellacuria, 2019, p. 86). Esta postura, menos proteccionista de la línea germinal, encuentra su justificación en el hecho probado de que algunos tratamientos médicos, como la quimioterapia, pueden afectar indirectamente a la línea germinal del paciente. Esto es precisamente lo que advierte el artículo 92 del Informe Explicativo del Convenio de Oviedo (1997) en relación con su artículo 13 al reconocer que

El artículo no prohíbe las intervenciones de tipo somático que podrían tener efectos secundarios no deseados en la línea germinal. Tal puede ser el caso, por ejemplo, de ciertos tratamientos de cáncer por radio o quimioterapia, que pueden afectar al sistema reproductor de la persona que se somete al tratamiento.

Esto es, el IECDHB se refiere a la admisibilidad de intervenciones o tratamientos con finalidad terapéutica (no meliorativa) y cuyos resultados no sean buscados, pretendidos o queridos —como sí acontecería en el caso de la mejora con consentimiento del sujeto—.

Por su parte, el artículo 7 del CDHB determina, en relación con las intervenciones en el cerebro, que

La persona que sufra un trastorno mental grave sólo podrá ser sometida, sin su consentimiento, a una intervención que tenga por objeto tratar dicho trastorno, cuando la ausencia de este tratamiento conlleve el riesgo de ser gravemente perjudicial para su salud y a reserva de las condiciones de protección previstas por la ley, que comprendan los procedimientos de supervisión y control, así como los de recurso.

Esto es, las intervenciones sobre el cerebro deben ser consentidas, aunque en defecto de consentimiento expreso podría estar justificada la intervención cuando concurriese un riesgo grave y perjudicial para la salud del sujeto potencialmente intervenido, a menos que la ley estatal diga lo contrario.

Por último, la DUBDH de la Unesco, en su artículo 8, establece que «Al aplicar y fomentar el conocimiento científico, la práctica médica y las tecnologías conexas, se debería tener en cuenta la vulnerabilidad humana. Los individuos y grupos especialmente vulnerables deberían ser protegidos y se debería respetar la integridad personal de dichos individuos».

Estas tres normas internacionales tienen por objeto proteger el bien jurídico «integridad personal», ya sea en su vertiente genética o en la psíquica —y psicológica—, en pro del bien superior y último de la dignidad humana. Es decir, los bienes jurídicos protegidos en tales normas son los bienes tradicionalmente custodiados —también en sede constitucionalde la integridad personal y del libre desarrollo de la personalidad. Sin embargo, algunos estudiosos de la materia han inferido de estas declaraciones una nueva generación de derechos, los denominados «bioderechos», que formarían parte de la catalogada como cuarta generación de derechos (Pérez Luño, 2006, pp. 28-33). De hecho, hay autores que abogan por aglutinarlos bajo el término «bioconstitución» (Romeo Casabona, 2021, p. 196).

Dentro de los denominados bioderechos encontraríamos el derecho a la intimidad genética, el derecho a la autodeterminación sobre la información genética o habeas genoma, el derecho a conocer o no nuestro patrimonio genético a través de un análisis genético, el derecho a la integridad genética y el derecho a la identidad genética, que estaría relacionado con la prohibición de la clonación reproductiva —prohibida ex DUGHDH (1997, art. 11)—. El bien jurídico protegido en todos ellos es la integridad e identidad del patrimonio genético de todo individuo. Por su parte, el sujeto titular de los bioderechos es el individuo que potencialmente puede ser afectado por las técnicas de intervención y manipulación genética, aunque en la mayoría de los casos el sujeto a editar genéticamente será el embrión que, como sabemos, no es titular de derechos, sino objeto de protección jurídica. A este respecto, sirvan como ejemplo de la concepción gradualista del embrión las siguientes sentencias del Tribunal Constitucional español: STC 53/1985, del 11 de abril de 1985; 212/1996, del 19 de diciembre de 1996; y 116/1999, del 17 de junio de 1999.

Por el contrario, los denominados neuroderechos no son derechos emergentes inferidos de normas internacionales, entre otras cuestiones, porque la Unesco aún no ha aprobado ningún instrumento internacional sobre neurociencia y derechos humanos. Lo único con lo que contamos a nivel global es con un informe aprobado en 2021 por el Comité Internacional de Bioética de la Unesco, que se refiere expresamente a los neuroderechos como un nuevo catálogo de derechos humanos cuya aprobación y garantía es necesaria en atención a los nuevos riesgos que se plantean desde las aplicaciones neurocientíficas. Según el mencionado informe, las neurotecnologías posibilitan el registro y la transmisión de datos neuronales, y abren potencialmente el acceso a informaciones almacenadas en el cerebro que, si bien a priori van a ser objeto de aplicación y desarrollo en el ámbito médico, tienen un innegable potencial en el ámbito de la industria, el marketing y el juego. En atención al reto que supone la aplicación de las diferentes neurotecnologías, sobre todo fuera del ámbito médico, la Unesco acaba de publicar un informe titulado The risks and challenges of neurotechnologies for human rights (2023). En dicha monografía se pone el foco en la necesaria gobernabilidad democrática de los nuevos medios neurotecnológicos de los que nos provee la ciencia, en el fortalecimiento y la ampliación del debate público sobre los usos posibles y deseables de los mismos y, sobre todo, en el necesario respeto a los derechos fundamentales y las libertades públicas que nos hemos reconocido y garantizado —en mayor o menor gradoen los últimos setenta años.

Sin embargo, todos estos instrumentos normativos no dejan de ser meras recomendaciones de un órgano internacional cuyas disposiciones no son vinculantes, conclusión a la que llegaron Marcello Ienca y Roberto Andorno (2017) después de analizar las principales normas de derechos humanos. Ambos autores manifiestan que, si las normas vigentes no son suficientes para protegernos frente a la neurotecnología, será necesario adaptar los derechos existentes a los nuevos desafíos o crear nuevos derechos. Del mismo modo, los propios investigadores del Brain Project, ante la ausencia de un marco normativo internacional de carácter obligatorio, abrieron una rueda de conversaciones con representantes políticos de diferentes Estados con la finalidad de que estos incorporaran en sus propios ordenamientos jurídicos los denominados «neuroderechos». El primer país en el que estas conversaciones surtieron efecto fue Chile, donde se incorporó un catálogo de neuroderechos en el borrador de la nueva Constitución, que aún no ha sido refrendado por la ciudadanía. Este nuevo catálogo de derechos fundamentales estaría integrado por los siguientes cinco neuroderechos: el derecho a la privacidad mental, el derecho a la identidad personal, el derecho al libre albedrío —equivalente al derecho al libre desarrollo de la personalidad—, el derecho al acceso equitativo al aumento de la cognición y, por último, el derecho a la protección de sesgos, que pretende garantizar una conexión cerebro humano-máquina sin discriminación por razón de sexo, raza, religión o ideología.

Frente a este contexto, cabe preguntar: ¿protegen estos derechos emergentes bienes jurídicos nuevos y que, por consiguiente, no gozan de protección jurídica actualmente? ¿Es oportuna y necesaria su consagración a través de una declaración de la Unesco?

Ha de advertirse que se puede responder a estas preguntas de manera distinta, dependiendo de la perspectiva de análisis que adoptemos ante las mismas. Desde una perspectiva estrictamente jurídica —que es la que aquí se adopta—, la respuesta a las preguntas planteadas ha de ser negativa si atendemos a los mejores argumentos que se han vertido, sobre todo, en relación con los neuroderechos (De Asís Roig, 2022, pp. 60 y ss.).

Ni los bioderechos ni los neuroderechos protegen nuevos bienes jurídicos. En el caso de los bioderechos, el bien jurídico a proteger es la integridad e identidad genética del individuo; es decir, la tradicional integridad física. Por su parte, en el caso de los neuroderechos, el bien jurídico a proteger es la integridad cerebral o inviolabilidad del cerebro, que forma parte del bien jurídico integridad física o corporal y del bien jurídico libre desarrollo de la personalidad. Asumiendo que la práctica de algunas aplicaciones tecnológicas y biomédicas pone de manifiesto la especial vulnerabilidad del patrimonio genético y de la identidad personal, entendida esta como identidad psicológica o mental, estos bienes jurídicos tienen perfecto encaje en la estructura propia de los derechos fundamentales al libre desarrollo de la personalidad y a la integridad e identidad personal. Tanto la protección del patrimonio genético como la protección de la integridad cerebral y mental suponen especificaciones —en un sentido débilde dos bienes jurídicos ya protegidos: la integridad personal y el libre desarrollo de la personalidad, entendido como autonomía de la voluntad o autodeterminación. Esta es la conclusión que puede inferirse del planteamiento de Jan-Christoph Bublitz (2013) al delimitar un derecho a la «libertad cognitiva y mental» (cognitive liberty) con vistas a reforzar su protección frente a intromisiones estatales (pp. 9 y ss.). No se trataría tanto de una propuesta de creación de nuevos derechos como de la identificación de un aspecto o una vertiente de derechos ya reconocidos, cuya vulneración entraña una mayor injerencia en la libertad individual o en la autonomía entendida como agency. De hecho, Bublitz (2022) es uno de los autores más críticos con la propuesta de reconocimiento y garantía de un nuevo catálogo de derechos humanos o neuroderechos. En un trabajo reciente plantea siete argumentos críticos contra los neuroderechos, que son los siguientes: el primero es la falta de un debate académico al respecto; el segundo es el problema de la inflación, lo que provoca que los derechos pierdan eficacia y rigor; el tercer argumento ataca la incompetencia jurídica de quienes los plantean; el cuarto es la deriva de no tomarse los derechos en serio, lo que estaría relacionado con el segundo argumento; el quinto se sitúa en la falta de comprobación de la primera hipótesis —es decir, que la normativa vigente es ineficiente para proteger los bienes jurídicos que están en juego—; el sexto argumento es sobre la presencia excesiva —quizá impostadade lo «neuro»; y, finalmente, el séptimo argumento se proyecta sobre las consecuencias imaginadas que, para el autor, tienen más que ver con la ciencia ficción que con la ciencia real (pp. 7 y ss.).

En esta misma línea negacionista de los neuroderechos se sitúan otros autores con argumentos similares, que podemos entender como complementarios a los ya expuestos por Bublitz. El primero es el planteado por Rebollo Delgado (2005) al afirmar que la configuración singular de un derecho fundamental proviene de su objeto y no de las múltiples formas en que se lesiona; es decir, las posibilidades de lesión son muchas y variadas, pero el bien jurídico a proteger sigue siendo el mismo (pp. 137-138). El segundo es el argumento antiinflacionista que ha sostenido tradicionalmente Romeo Casabona (2002a) —aunque en su caso es en relación con los bioderechosal afirmar que la creación incontrolada de nuevos derechos fundamentales supondría una inflación jurídica que haría ineficaz el subsistema de derechos humanos (p. 287).

Para absorber la realidad biotecnológica desde los parámetros de los derechos fundamentales ya consagrados en nuestros ordenamientos jurídicos, se presenta necesario y urgente un proceso de interpretación jurídica capaz de neutralizar los nuevos retos y amenazas que puedan acechar a los bienes jurídicamente protegidos. Es importante recordar que los derechos, como principios que son, tienen una naturaleza vaga e indeterminada que los hace versátiles para proteger la dignidad humana, adaptándose a las exigencias de los tiempos biotecnológicos. En cualquier caso, los derechos fundamentales se erigen como garantes de la dignidad humana ante posibles violaciones y ataques a la misma por parte de un tercero. Es decir, la garantía y protección que ofrecen los derechos se despliega cuando el sujeto no ha consentido una intervención genética o cerebral; pero, si consiente de manera informada, el blindaje de los derechos fundamentales debe decaer en favor de la autodeterminación individual.

Por el contrario, las respuestas a las preguntas planteadas arriba serán afirmativas —ha de aprobarse un instrumento normativo internacional que reconozca y garantice tanto los bioderechos como los neuroderechossi entendemos que el propósito de la reivindicación de estos nuevos derechos tiene un carácter meramente (bio)político. Si lo que se pretende es ampliar el espacio de indisponibilidad de algunos bienes jurídicamente protegidos en pro del bien común, entonces los nuevos derechos estarán justificados como herramientas defensivas frente a un desarrollismo tecnológico potencialmente desregulado o infrarregulado, según el caso del que se trate. En cualquier ordenamiento jurídico los bienes indisponibles escapan a la libre autodeterminación individual en beneficio del paternalismo estatal. En este caso, tanto los bioderechos como los neuroderechos vendrían a ampliar el espectro de acciones que quedan fuera del control o de la autodeterminación individual, tales como la vida, la salud y la integridad física.

Varios autores han señalado cuáles son los bienes jurídicos que deben protegerse especialmente dentro del elenco de los nuevos derechos. Uno de ellos es el derecho a la identidad personal (Genser et al., 2022, p. 16) y el otro es el derecho a la libertad cognitiva, entendido este como «el derecho a la libertad de controlar la propia conciencia y el proceso de pensamiento» (Boire, 1999/2000, pp. 7 y ss.; Sententia, 2004, p. 221). Lo que se pretende con el reconocimiento y la garantía de estos derechos emergentes no es tanto proteger bienes jurídicos que, de hecho, ya están protegidos por nuestros ordenamientos constitucionales y por la legalidad internacional, sino otorgar a los poderes públicos una justificación para limitar la autonomía de la voluntad en estos casos. En determinados aspectos, ni siquiera el consentimiento es suficiente para hacer ceder ante una prohibición jurídica. Esto se ve claramente en algunas cuestiones relacionadas con la vida, la salud o la integridad física; por ejemplo, la maternidad subrogada, la prostitución, la donación de órganos, las relaciones sadomasoquistas o la eutanasia. En su lugar, se impone el proteccionismo propio del paternalismo jurídico —o incluso del perfeccionismo moral—, que adopta su forma positiva a través de los derechos fundamentales y su forma negativa a través del derecho penal. Es decir, la norma constitucional reconoce y garantiza en sentido positivo los bienes que —entendemosameritan una protección jurídica especial y en grado máximo —la vida, la libertad ambulatoria, la salud pública, la integridad física o corporal, etc.—, mientras que el Código Penal persigue y sanciona la violación de estos bienes, incluso mediando el consentimiento en algunos casos. De hecho, el propio Preámbulo del Código Penal español de 1995 entiende acertado el hecho de concebirlo como «la Constitución negativa». En esta línea, el artículo 159.1 de dicho Código tipifica cualquier intervención sobre el genoma que pueda tener una finalidad meliorativa en los siguientes términos:

Serán castigados con la pena de prisión de dos a seis años e inhabilitación especial para empleo o cargo público, profesión u oficio de siete a diez años los que, con finalidad distinta a la eliminación o disminución de taras o enfermedades graves, manipulen genes humanos de manera que se altere el genotipo.

Este tipo penal excluye la posibilidad de que el consentimiento del sujeto afectado pueda atenuar la pena, pues al editarse la línea germinal se estaría afectando al genoma humano, que, como patrimonio de la humanidad, es un bien de carácter supraindividual y, por consiguiente, indisponible por el sujeto (Benítez Ortúzar, 1997, p. 444; Romeo Casabona, 2004, p. 513; Muñoz Conde, 2019, p. 136).

Para justificar aún más esta prohibición general, se podría argumentar que en la gran mayoría de intervenciones genéticas el sujeto potencialmente afectado es el embrión, lo que implica que, por un lado, haya un elevado riesgo de afectar la línea germinal, ya que en el embrión no están diferenciadas las células somáticas de las germinales; y, por otro lado, que, al tratarse de un embrión, el Estado debe velar por la integridad física de dicho sujeto, que no es sujeto de derechos, pero sí es objeto de protección jurídica.

Sin embargo, aquí sostenemos que esta prohibición general no debería ser aplicable al supuesto de edición genómica sobre células somáticas con finalidad meliorativa, so pena de caer en un paternalismo injustificado o, lo que sería aún peor, incurrir en perfeccionismo moral. Del mismo modo, en el caso de las intervenciones cerebrales que tengan como finalidad potenciar o mejorar el cerebro humano a través de la técnica de BCI, no estaría justificada su prohibición absoluta si el sujeto intervenido es una persona mayor de edad y con plena capacidad de obrar que ha emitido un consentimiento expreso, informado y libre.

A explorar la frontera entre la autonomía de la voluntad y el deber del Estado por conservar los bienes comunes en un posible escenario de edición del cuerpo y de la mente vamos a dedicar el siguiente apartado.

III.3. El genoma y el cerebro como bienes indisponibles. Los límites a la autonomía de la voluntad

Vamos a abordar aquí la justificación ética y jurídica de la prohibición general e indirecta de las intervenciones genéticas —sobre células somáticasy cerebrales con finalidad meliorativa efectuadas sobre un sujeto mayor de edad y con plena capacidad de obrar que ha manifestado su consentimiento libre, expreso, específico, informado e inequívoco (Reglamento UE 2016/679, 27 de abril de 2016, art. 4.11). Ya hemos visto cómo el artículo 13 del Convenio de Oviedo prohíbe indirectamente las intervenciones sobre el genoma humano con un propósito meliorativo al advertir que solo estarán permitidas las intervenciones que tengan un fin preventivo, diagnóstico o terapéutico. En el mismo sentido, la DUGHDH determina que todas las intervenciones sobre el genoma deberán tener como objetivo mejorar la salud del sujeto intervenido. De momento no hay normativa internacional que aborde las intervenciones sobre el cerebro, pero es de esperar que vayan en esta misma línea.

El mandato que se le da a los Estados miembros desde estas normas internacionales es que sus ordenamientos jurídicos deberían prohibir cualquier intervención sobre el cuerpo humano que no tenga una finalidad terapéutica. Pero ¿en qué argumentos se basa esta prohibición general que tiene como efecto inmediato limitar, cuando no anular la autonomía de la voluntad individual? ¿Está racionalmente justificado limitar la autonomía de la voluntad de un sujeto adulto con plena capacidad de obrar que decide someterse a una mejora genética o cerebral?

Estas prohibiciones o limitaciones de la autonomía de la voluntad podrían encontrar su argumentación última en los mismos principios de la bioética —autonomía, no maleficencia, beneficencia y justicia—, así como en algunos principios jurídicos como el de precaución y el de responsabilidad, los cuales han sido abordados anteriormente. Un primer argumento podría encontrar su anclaje axiológico en tres de los principios básicos de la bioética clínica: el respeto a la autonomía individual, la elusión del mal o perjuicio propio o ajeno, y la búsqueda de la actuación benevolente. La prohibición indirecta de la mejora corporal o mental estaría basada en lo que podríamos denominar «una voluntad sospechosa» de estar viciada. Se sospecha de la libre voluntad de la persona que quiere «mejorarse» porque se presume que las razones que la mueven no son racionales ni verdaderamente libres, sino emocionales y coaccionadas por una ideología consumista y perfeccionista que, además, se critica. Se desconfía de la licitud del consentimiento informado en el contexto de la mejora porque se presume la incapacidad básica del sujeto afectado, que consiente por desinformación, pulsión o irracionalidad; de ahí que el Estado tenga que protegerle de sí mismo (Ramiro Avilés, 2006, pp. 224 y ss.).

Por tanto, la prohibición indirecta de la mejora tiene dos consecuencias inmediatas: una es la desconsideración del consentimiento libremente prestado, y otra el rechazo a conductas o acciones moralmente reprobables. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el artículo 155 del Código Penal español, donde se establece que «En los delitos de lesiones, si ha mediado consentimiento válida, libre, espontánea y expresamente emitido del ofendido, se impondrá la pena inferior en uno o dos grados». A reglón seguido, el artículo 156 determina que

No obstante lo dispuesto en el artículo anterior, el consentimiento válida, libre, consciente y expresamente emitido exime de responsabilidad penal en los supuestos de trasplante de órganos efectuado con arreglo a lo dispuesto en la ley, esterilizaciones y cirugía transexual realizadas por facultativo, salvo que el consentimiento se haya obtenido viciadamente, o mediante precio o recompensa, o el otorgante sea menor de edad o carezca absolutamente de aptitud para prestarlo, en cuyo caso no será válido el prestado por éstos ni por sus representantes legales.

En el primer caso, el libre consentimiento atenúa la sanción, pero no la anula, ya que lo que se persigue es la acción en sí misma, por entenderla moralmente reprobable. En otras palabras, se sanciona una acción que se entiende menos grave por estar consentida, como podría ser el caso de la manipulación genética sobre células somáticas —o intervenciones cerebralesde adultos que consienten, aunque se sigue castigando una acción reprobable. De hecho, los autores que se oponen a la proyección del delito de manipulación genética a los supuestos
de intervención sobre la línea somática señalan precisamente el delito de lesiones como el contexto legal adecuado para abordar la incriminación de la manipulación genética, que tiene por objeto a seres humanos ya nacidos que consienten libremente (Romeo Casabona, 2004, p. 279). Sin embargo, en el segundo caso, el consentimiento es plenamente válido porque la acción que consiente se entiende moralmente correcta y socialmente beneficiosa.

Es decir, el límite de la acción voluntaria no es el potencial daño material a terceros, sino la potencial afectación a los estándares morales de corrección que imperen en la comunidad. Esta limitación supone para Muñoz Conde (2019) el recurso a «valoraciones morales no del todo compatibles con el derecho al libre desarrollo de la personalidad que consagra el artículo 10 de la Constitución española» (p. 155).

La prohibición indirecta de la mejora busca, en cualquier caso, el beneficio colectivo —de la especie humana, se entiendea través de la preservación de la integridad genética y cerebral, asumiendo que estos bienes deben quedar fuera del libre mercado. Se trata de un argumento comunitarista que impone una idea de lo correcto frente al argumento liberal del respeto a la autonomía de la voluntad que no daña a terceros. Y ya hemos comprobado que una mejora sobre células somáticas, o una mejora cerebral, no supone ningún riesgo para terceros. Sin embargo, las posiciones contrarias a liberalizar la mejora corporal y cerebral entienden que se produce un daño a terceros cuando el reparto de la mejora no es equitativo; esto es, cuando falla la justicia distributiva de los recursos médicos y sanitarios, lo que entronca con otro de los principios bioéticos: el de justicia. Hay autores como Peter Singer, Ronald Dworkin y John Harris que pueden ser incluidos en lo que se ha denominado la «eugenesia liberal igualitaria», pues en sus planteamientos tienen en cuenta los posibles efectos inequitativos de la genética perfectiva. Ninguno de los tres autores destacados encuentra argumentos morales sólidos como para rechazar las intervenciones genéticas de mejora, al menos desde una perspectiva individualista; no obstante, advierten sobre posibles situaciones de desigualdad social si la eugenesia quedara en manos del mercado, aunque los criterios de justicia utilizados por cada uno de ellos para mitigar estas situaciones de inequidad son diferentes. Peter Singer (2002) argumenta que dejar la mejora genética en manos del libre mercado puede acabar con un principio básico y fundamental dentro del sistema liberal: el principio de igualdad de oportunidades. Puesto que las técnicas de mejora genética estarán solo al alcance de unos pocos adinerados, las diferencias económicas se tornarán en diferencias genéticas «y el reloj se retrasará siglos en la lucha por superar a la aristocracia» (pp. 37-38). Por su parte, Dworkin (2003) afirma que el Estado no puede prohibir —a menos que exista un daño a tercerosla legítima ambición del ser humano de procurar que las vidas de las futuras generaciones sean más largas y plenas. El Estado únicamente habrá de decidir cuál es el mejor modo de proteger los intereses de los particulares y cómo resolver equitativamente los conflictos de intereses. Quizá, prosigue el autor, sería posible regular los diferentes usos que se pueden hacer de las intervenciones de mejora. Sin embargo, esta regulación no debería ser excesivamente restrictiva —como expresa Dworkin, «no hay que buscar el aumento de la igualdad mediante una nivelación hacia abajo» (p. 72)—, ya que es probable que de las técnicas genéticas, que en la actualidad podrían estar disponibles únicamente para los ricos, se puedan derivar consecuencias generales muy positivas. Por último, John Harris (1998) afirma que «si es justo evitar el sufrimiento causado por la deformidad o la desfiguración, ¿puede ser injusto seleccionar e introducir mediante ingeniería rasgos físicos que por alguna causa admiramos o nos gustan?» (p. 248). Además, el autor prosigue planteándose que si cuestiones tales como el color de los ojos o el color de pelo no son importantes, ¿por qué no dejar a los padres que las elijan? Y si efectivamente son cuestiones importantes, ¿por qué dejarlas al azar de la genética? Harris asume el hecho de que una selección y potenciación sistemática de ciertas características genéticas humanas podría generar una subespecie de «superseres», biológicamente mejores y superiores a los actuales seres humanos (p. 255).

Si bien este es un riesgo potencial cierto, no se trata de un argumento basal, sino de un argumento de segundo orden, pues no se está rechazando la mejora por ser «mala» o «incorrecta», sino porque no puede llegar a todos sus demandantes potenciales. Desafortunadamente, la terapia génica y la terapia cerebral tampoco llegan ni llegarán a todos los individuos que la necesiten y no por ello se prohíbe su desarrollo y aplicación. No cabe, por tanto, un argumento que promueva la prohibición o restricción de la mejora genética o cerebral por ser potencialmente cara e inasequible para todos los ciudadanos. En cualquier caso, la exigencia de equidad en el acceso a los recursos tecnológicos debe proyectarse sobre el ámbito sanitario y terapéutico, que aún supone una cuenta pendiente en muchos países del mundo.

Por último, los argumentos basados en los principios de precaución y responsabilidad son, quizá, los que mejor acomodo han tenido en el discurso contrario a la liberalización de la mejora por entender que desconocemos los riesgos y los efectos secundarios, o los daños colaterales, de la intervención en el genoma y sobre el cerebro humano para las generaciones actuales y para las futuras. Como hemos analizado anteriormente, la ética de la responsabilidad viene a proporcionar un procedimiento de decisión basado en la observancia y atención a las consecuencias que nuestras acciones actuales podrían generar en las generaciones venideras. Dicha ética, en el contexto de las biotecnologías y de las tecnologías aplicables al conocimiento y la manipulación del cerebro humano, debe representar los efectos remotos de aquellas acciones y, además, debe moverse en el plano de lo posible y no de lo seguro. Esto nos indica que el principio de responsabilidad tendría aplicación, en todo caso, en la manipulación de células germinales, pero no en la edición de células somáticas de un humano adulto que ha consentido lícitamente y en ningún caso sobre la manipulación del cerebro de un humano concreto que ha consentido libremente. De tal forma que, en los casos que aquí nos conciernen, el principio de responsabilidad no aplica debido a que no hay una afectación potencial a las generaciones futuras.

Por su parte, el principio de precaución exige mesura ante las posibles consecuencias nocivas de la manipulación de genes y cerebros. Sin embargo, ya hemos visto cómo este celo excesivamente cauto no se aplica en relación con tratamientos como la quimioterapia, que en muchas ocasiones produce efectos secundarios graves y no por ello deja de recomendarse como tratamiento médico frente al cáncer2. Además, afirma Miguel Beriain (2019), la prohibición legal de las intervenciones meliorativas genéticas —y nosotros añadimos, cerebralespuede llevar a la creación de un «mercado negro de la mejora» imposible
de controlar (p. 60).

Toda esta batería argumentativa contraria a la mejora voluntaria tiene como objetivo delimitar un coto vedado a la libertad a través de la consagración del cuerpo y de la mente como bienes indisponibles por el individuo en beneficio de una idea de «bien común». En nuestro ordenamiento jurídico no hay una manifestación expresa sobre la indisponibilidad de determinados bienes; sin embargo, es un mandato inferido de nuestra Constitución el hecho de que el Estado deba velar por la vida, la integridad física y la salud de sus ciudadanos. Para ello, el Estado adopta un conjunto de medidas legales, fundamentalmente de carácter penal, dirigidas a perseguir y sancionar las conductas antijurídicas que puedan menoscabar los bienes mencionados. Encontramos buenos ejemplos en la donación de órganos entre vivos, las relaciones sadomasoquistas, la eutanasia, etc. No obstante, sí se prevén sanciones en relación con la prostitución y la gestación subrogada, que encuentran su justificación última en el valor de la dignidad humana. En el caso español, si bien la prostitución como tal no está prohibida, sí se sanciona a quienes, con o sin fines lucrativos, conminen a terceros a ejercer esta actividad, como sucede con el proxenetismo (Código Penal español, 1995, art. 187), contemplándose sanciones para quienes la ejerzan en la Ley Orgánica 4/2015, del 30 de marzo de 2015, de protección de la seguridad ciudadana. Sucede lo propio con la maternidad subrogada, pues aunque no está prohibida expresamente, el contrato que la suscribe no surte efecto por ser nulo de pleno derecho (Ley 14/2006, 26 de mayo de 2006, art. 10.1).

Pero ¿está en riesgo la dignidad humana en las intervenciones genéticas de mejora sobre células somáticas y en las intervenciones cognitivas siempre que concurra el libre consentimiento del sujeto intervenido? A nuestro parecer, no se afecta de ninguna manera la dignidad humana del intervenido, pues este está consintiendo libremente una acción clínica que tiene el fin benevolente de mejorar sus condiciones físicas e intelectuales, y que, además, también puede tener consecuencias beneficiosas para la sociedad. De esta forma, podría incluso plantearse si sería lícito, en términos morales y jurídicos, que el Estado promoviera la mejora cognitiva y moral de carácter voluntario para aquellas personas que pueden suponer una amenaza real para el colectivo (Gómez Lanz, 2021, pp. 569 y ss.). Si no hay coacción ni daño individual ni colectivo, las intervenciones han de entenderse inocuas; es decir, no cabe sobre las mismas una prohibición general por parte del Estado, a menos que estemos dispuestos a asumir medidas paternalistas injustificadas. Una prohibición general de la mejora —genética y cognitiva— solo podría basarse en la idea proteccionista o paternalista de que el cuerpo humano es un bien indisponible para los individuos, lo que tendría como consecuencia inmediata la limitación injustificada del libre desarrollo de la personalidad, que es uno de los pilares fundamentales de la democracia liberal.

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Recibido: 30/04/2023
Aprobado: 21/08/2023


1 Véase la Declaración del Comité de Bioética de España sobre la edición genómica en humanos de 2019.

2 Ver página 67.

* Licenciada y doctora en Derecho por la Universidad Carlos III (España). Profesora de la Universidad Pontificia Comillas ICADE de Madrid (España).

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