https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.002

La protección penal internacional del medio ambiente: hacia el delito de ecocidio

International Criminal Protection of the Environment: Advancing Towards the Crime of Ecocide

MARÍA DEL MAR MARTÍN ARAGÓN*

Universidad de Cádiz (España)


Resumen: Este estudio se centra en tres aspectos fundamentales relacionados con la protección internacional del medio ambiente. Así, tras una breve aproximación al estado de la cuestión medioambiental en relación a la situación de emergencia climática que enfrentamos, se aborda la cuestión del medio ambiente como un derecho humano. A continuación, se aborda el desarrollo histórico de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas. Finalmente, se profundiza en la propuesta de definición de ecocidio y las modificaciones sugeridas para el Estatuto de Roma, destacando la labor de la Fundación Stop Ecocidio y otras iniciativas en ese sentido. Este enfoque busca contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente a nivel internacional, explorando estos tres ejes centrales.

Palabras clave: Ecocidio, medio ambiente, delitos contra el medio ambiente, protección penal del medio ambiente, derecho penal internacional

Abstract: This study focuses on three fundamental aspects related to the international protection of the environment. Thus, after a brief overview of the environmental situation concerning the climate emergency we face, the issue of the environment as a human right is addressed. Subsequently, the historical development of ecocide in the context of the United Nations is examined. Finally, there is an in-depth analysis of the proposed definition of ecocide and the modifications suggested for the Rome Statute, highlighting the work of the Stop Ecocide Foundation and other similar proposals. This approach aims to contribute to the development of international environmental criminal protection by exploring these three central axes.

Keywords: Ecocide, environment, crimes against the environment, criminal protection of the environment, international criminal law

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL MEDIO AMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO.- III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO.- III.1. LA APARICIÓN DEL TÉRMIMO «ECOCIDIO» EN EL CONTEXTO DE CONFLICTOS ARMADOS Y GUERRAS.- III.2. LOS INTENTOS DE CONEXIÓN ENTRE ECOCIDIO Y GENOCIDIO.- III.3. RETORNO A LOS DAÑOS AL MEDIO AMBIENTE: ABANDONO DEL TÉRMINO «ECOCIDIO».- III.4. RENACER DEL DEBATE: HACIA LA INCLUSIÓN DEL ECOCIDIO EN EL ESTATUTO DE ROMA.- IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO.- V. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

En la actualidad podemos decir que, desde el año 2023, la destrucción de los ecosistemas naturales ya es prácticamente irreversible en demasiados aspectos, que el cambio climático es una realidad tangible y que el aumento del nivel del mar será inevitable durante «siglos o milenios» como consecuencia del calentamiento continuado de los océanos y el deshielo global (Lee et al., 2023, p. 18). El ataque continuado e indiscriminado provoca no solo un daño directo en el medio ambiente, sino también la desaparición de ciertos ecosistemas que permitirían atenuar de alguna forma los efectos del cambio climático. Así, la deforestación y degradación de los bosques supone la pérdida de las mayores reservas de carbono y biodiversidad de la Tierra (Naciones Unidas, 2023). Además, tampoco podemos perder de vista que la contaminación marina, el calentamiento global, la deforestación masiva, la destrucción de ecosistemas y el cambio climático se combinan con el tráfico ilegal de especies protegidas para dar lugar a un alto riesgo de extinción de numerosas especies animales y vegetales. En concreto, un millón de especies en el mundo se encuentran en peligro de extinción, de acuerdo con la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (ONU, 2023).

La situación de emergencia climática que enfrentamos en la actualidad, y que trae causa de años de desatención del medioambiente como bien jurídico a proteger, no solo afecta a los ecosistemas y la biodiversidad, sino también a la vida humana, conllevando fatales consecuencias como «escasez alimentaria, pérdida de viviendas e infraestructuras, migración de población, etc.» (ONU, 2023, p. 38). Sin embargo, el impacto que causa no afecta por igual a todas las regiones ni a todas las comunidades. En este sentido, las investigaciones ponen de manifiesto (Adger, 2006; Cutter et al., 2006) que la vulnerabilidad humana y de los ecosistemas son variables interdependientes, lo que significa que quienes cuentan con mayores obstáculos para el progreso se encuentran también en una situación de mayor exposición a los peligros climáticos.

Paradójicamente, las comunidades más afectadas son quienes menos han contribuido al deterioro del medio ambiente (Lee et al., 2023). Así, por ejemplo, zonas urbanas situadas en áreas bajas o pequeñas islas se ven especialmente expuestas al aumento del nivel del mar, lo que afecta cuestiones tan elementales como su economía, salud o bienestar, viéndose sus comunidades forzadas a desplazarse (ONU, 2023). En concreto, en el año 2021 fueron 22,3 millones de personas las que tuvieron que abandonar su lugar de residencia por estos motivos (Observatorio de Desplazamiento Interno y Consejo Noruego para Refugiados, 2022). En este contexto, las personas pueden enfrentar situaciones de vulneración de derechos humanos, especialmente las mujeres y los niños, que suelen ser la población desplazada más numerosa y, además, no gozan del estatus de protección de las personas refugiadas, ya que no reúnen los requisitos de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018). En cambio, los países que pueden ser señalados con una mayor cuota de responsabilidad en la crisis climática invierten mayores esfuerzos económicos en asegurar sus fronteras que en mitigar y poner fin a las causas que generan este éxodo humano, causado precisamente por la sobreexplotación y mala gestión del medio ambiente (Miller et al., 2021). Si nos centramos en los ecosistemas terrestres, se observa cómo el mayor deterioro de las superficies forestales a nivel mundial también afecta en mayor medida a países en desarrollo ubicados en América Latina, el Caribe, África subsahariana y el Sudeste asiático (ONU, 2023).

Pese a que la protección de la biodiversidad, de los ecosistemas, de la fauna, la flora y los recursos naturales debería haber sido una cuestión de primer orden en el ámbito de los Estados, la introducción de estos asuntos en la agenda internacional como una apuesta firme es relativamente nueva. Ante los desalentadores datos que nos muestra la evidencia científica, en los últimos tiempos el daño al medio ambiente se ha convertido en una preocupación creciente en la comunidad internacional y ponerle freno es una de sus prioridades. Así, el plan de acción conocido como Agenda 2030, aprobado por las Naciones Unidas en 2015, incluyó dentro de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible tres específicamente encaminados a la protección del medio ambiente: el 13, «Acción por el Clima»; el 14, «Vida Submarina»; y el 15, «Vida de Ecosistemas Terrestres» (Resolución 70/1, 2015). Uno de los más recientes ejemplos es la adopción en marzo de 2023 del «Acuerdo en el Marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar relativo a la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica marina de las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional» (2023), comúnmente conocido como «Tratado de Alta Mar». En este instrumento se reconoce de forma expresa la degradación de los ecosistemas marinos y la pérdida de biodiversidad a causa, principalmente, del cambio climático y la contaminación.

La intensificación de esta conciencia medioambiental también se ha visto impulsada por el incansable movimiento activista y el tejido asociativo existente alrededor de los valores ecologistas y protectores del medio ambiente. Y es que la concienciación es un elemento fundamental junto a la sensibilización para prevenir y actuar contra la devastación de los ecosistemas. Precisamente en septiembre de 2023 tuvo lugar en Nueva York la Cumbre sobre la Ambición Climática con el objetivo de incrementar la conciencia medioambiental y «acelerar la toma de medidas» de los «gobiernos, las autoridades comerciales, financieras y locales y la sociedad civil». Y es que los daños al medio ambiente enfrentan una especial dificultad en cuanto a su visibilización, pues pertenecen a la categoría de los «delitos invisibles». Así, su impacto social se limita a aquellos casos en que los efectos son catastróficos y prácticamente irreversibles (Roldán Barbero, 2003). Por lo tanto, la labor de concienciación y sensibilización es especialmente dificultosa porque la víctima no es individualizable ni tangible. Pero, además, hay que tener en cuenta otra cuestión fundamental que se añade a este escenario: la adecuación social no solo de las actividades que suponen un daño al medio ambiente, sino de las entidades y los individuos que las llevan a cabo, que pertenecen habitualmente a entornos adinerados, poderosos y privilegiados (Paredes Castañón, 2013).

Uno de los propósitos de este trabajo es analizar y profundizar en la compleja relación entre el medio ambiente y los derechos humanos, temática abordada en la primera sección del documento. Posteriormente, se explora el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas, proporcionando un contexto clave para la comprensión del marco normativo internacional.

A continuación, el estudio se centra en la propuesta de definición de ecocidio —un componente esencialy las posibles modificaciones al Estatuto de Roma. Este análisis se adentra en la detallada evaluación de la propuesta presentada por la Fundación Stop Ecocidio, junto con la consideración de otras iniciativas conexas.

En resumen, este trabajo persigue contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente desde una perspectiva global, explorando tres ejes centrales: la consideración del medio ambiente como un derecho humano, el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en la ONU, y las propuestas actuales para su tipificación y sanción. Estos objetivos se plantean con la finalidad de enriquecer la comprensión y el debate en torno a la protección jurídica del medio ambiente en el ámbito internacional.

II. EL MEDIOAMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO

La definición del medioambiente no es única, ya que varía según la perspectiva de la disciplina que aborde su estudio. En este trabajo se va a atender a la definición facilitada en el artículo 8 ter, numeral 2, literal e del Comentario del Panel de Expertos encargado de la definición de ecocidio; esto es: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021). Se pretende con esta conceptualización cumplir con el principio de legalidad penal, que exige una delimitación clara y precisa del bien jurídico a proteger (Lledó, 2022). Este concepto, que se entiende desde una perspectiva de interacción de los distintos elementos (Steffen et al., 2020), es similar al que el Tribunal Constitucional español expuso en su sentencia 102/1995 del 26 de junio de 1995:

El medio ambiente no puede reducirse a la mera suma o yuxtaposición de los recursos naturales y su base física, sino que es el entramado complejo de las relaciones de todos esos elementos que, por sí mismos, tienen existencia propia y anterior, pero cuya interconexión les dota de un significado trascendente más allá del individual del cada uno. Se trata de un concepto estructural cuya idea rectora es el equilibro de sus factores (f. 6).

En cualquier caso, nos encontramos ante un bien jurídico supraindividual, por cuanto que el perjuicio se causa a un colectivo, trascendiendo la mera individualidad. Pero, además, el medio ambiente como bien jurídico presenta una peculiaridad y es que protege un interés difuso, ya que afecta «a toda una colectividad» (Sentencia 529/2012, 2012). Alastuey Dobón (2004) va más allá y señala que «el medio ambiente es condición de la vida de las generaciones futuras, no sólo en el sentido de la subsistencia, sino también en lo que respecta al ejercicio de los bienes jurídicos de esas generaciones» (p. 39). Así, Borrillo (2011) habla de la «conducta ecológicamente razonable» para referirse a la obligación de restituir a las generaciones futuras un entorno «que no se encuentre sustancialmente alterado» (p. 5), en una analogía con el usufructo.

El medio ambiente se articula así en torno a una doble dimensión: una ecocéntrica, en cuanto a bien jurídico a proteger en sí mismo considerado; y una antropocéntrica en la medida que supone el reconocimiento del derecho al medio ambiente del ser humano y, en concreto, el derecho a uno adecuado para la vida. Este concepto integrador es el manejado por autoras como Matellanes Rodríguez (2008) al entender que la protección al medio ambiente debe velar por la conservación de los sistemas naturales para alcanzar un nivel de calidad de vida y de desarrollo adecuados para el ser humano.

Así surge, por lo tanto, la idea de obligación de protección del medio ambiente por el derecho que todas las personas tienen al mismo en unas condiciones que garanticen una calidad de vida digna. La superación de la protección de un derecho individual pone el foco en la importancia de proteger como comunidad un bien que nos es dado en unas condiciones que debemos cuando menos preservar, o incluso mejorar para generaciones posteriores. No se trata por tanto de proteger mi derecho al medio ambiente, sino el derecho de la humanidad al mismo. En este sentido, Bonilla Sánchez (2015) apunta al reconocimiento por un sector de la doctrina del derecho al medio ambiente como un «derecho prestacional, porque vale para mejorar la calidad de vida de los que estamos en sociedad» (p. 76). Esta dualidad característica del medio ambiente fue reconocida a nivel internacional en la Conferencia de Estocolmo de 1972, que lo entendió, por un lado, como un derecho fundamental relacionado con la dignidad y el bienestar de las personas; y, por otro, como un objeto de protección en los siguientes términos:

el hombre tiene el derecho fundamental […] al disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las obligaciones futuras (principio 1).

También opta por esta visión antropocéntrica y de obligación generacional la Declaración de Río sobre Medio ambiente y Desarrollo de 1992 al establecer en su principio 1 que «los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza». Y este espíritu es precisamente el que se recoge en numerosas constituciones nacionales que reconocen al medio ambiente en este doble sentido de derecho y obligación. Así, por ejemplo, la Constitución Española de 1978 reconoce en su artículo 45.1, dentro del título destinado a los derechos y deberes fundamentales, que «todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo». Tal y como afirma Bonilla Sánchez (2015), un sector de la doctrina encuentra una clara conexión con el derecho de libertad por cuanto que «sirve para disfrutar de los recursos naturales, tanto material como espiritualmente» (p. 76).

Esta visión, propia del constitucionalismo clásico europeo, está siendo superada en la actualidad por las corrientes neoconstitucionalistas de América Latina, más enfocadas en ideas que abogan por implantar un «nuevo modelo de sostenibilidad socioambiental capaz de balancear el uso de los recursos económicos, valorizar la diversidad histórico-cultural e implementar una mejor calidad de vida» (Iacovino, 2020, p. 272). Así, por ejemplo, el artículo 47 de la Constitución de la República Oriental de Uruguay de 1967 dispone que «la protección del medioambiente es de interés general»; el artículo 117 de la Constitución de La República de El Salvador de 1983 que «es deber del Estado proteger los recursos naturales, así como la diversidad e integridad del medio ambiente, para garantizar el desarrollo sostenible»; y, en un sentido similar, el artículo 97 de la Constitución Política de la República de Guatemala de 1993 establece que «El Estado, las municipalidades y los habitantes del territorio nacional están obligados a propiciar el desarrollo social, económico y tecnológico que prevenga la contaminación del ambiente y mantenga el equilibro ecológico».

Avanzando en esta línea, las Constituciones de Bolivia (2009) y Ecuador (2008) suponen un paso más en su configuración del medio ambiente, partiendo de una cosmovisión que integra la filosofía andina (Imparato, 2020, citado en Iacovino, 2020) que se manifiesta en el empleo de los términos «Buen Vivir» (que procede del quechua Sumak Kawsay) en Ecuador y «Vivir Bien» (que tiene su origen en el aymara Suma Qamaña) en Bolivia (Iacovino, 2020). La Constitución ecuatoriana, en su artículo 14, reconoce el derecho de la población a vivir en un entorno saludable y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el Buen Vivir. De manera similar, la Constitución boliviana aborda este tema en su artículo 33, reconociendo el derecho a un medio ambiente saludable, protegido y equilibrado. El ejercicio de este derecho debe permitir a los individuos y las colectividades de las presentes y futuras generaciones, además de a otros seres vivos, desarrollarse de manera «normal y permanente». Resulta interesante resaltar la referencia explícita a otros seres vivos, lo que supone un claro reflejo de esa filosofía holística, de unión con la naturaleza, que el mundo andino sitúa en el centro de su concepción del mundo a diferencia del ámbito europeo, que tradicionalmente viene separando sociedad de naturaleza (Iacovino, 2020).

Coincidimos con Iacovino (2020) al considerar que este enfoque necesario supone un «magnífico manifiesto de las más avanzadas teorías constitucionales en tema de derechos humanos y Estado social» (p. 287). Precisamente, esta vinculación de los derechos humanos y la protección del medio ambiente es la senda que viene siguiendo las Naciones Unidas de forma inequívoca desde hace algún tiempo. Así, el relator especial sobre la promoción y la protección de los derechos humanos en el contexto del cambio climático reconocía expresamente esta interdependencia y la necesidad de contar con un medio ambiente saludable para poder disfrutar de los derechos humanos. A esto añadía que «el ejercicio de los derechos humanos, incluidos los derechos a la libertad de expresión y de asociación, a la educación, a la información, a la participación y al acceso a recursos efectivos, es fundamental para la protección del medio ambiente» (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018b, p. 4).

Y es precisamente en este sentido que en 2021 las Naciones Unidas reconoció el derecho a un medio ambiente saludable, limpio y sostenible como un derecho humano «importante para el disfrute de los derechos humanos» en su Resolución 48/13 de 20211; y que, por lo tanto, los daños ambientales repercuten a su vez negativamente, de forma directa e indirecta, en el disfrute de todos los derechos humanos, que, por el contrario, se ven promovidos y beneficiados por el desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente. Y de la misma forma que el cambio climático y sus devastadores efectos se dejan sentir con mayor fuerza en las comunidades más vulnerables, en correlación con el argumento anterior, también los derechos humanos de las personas que las integran se ven más afectados. Las Naciones Unidas referencia expresamente a «los pueblos indígenas, las personas de edad, las personas con discapacidad y las mujeres y las niñas» (2021). Este impacto especial supone una discriminación indirecta contra la que los Estados deben adoptar medidas de acuerdo con los Principios Marco 14 y 15 sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a). Estos principios añaden a los colectivos mencionados anteriormente en la Resolución 48/13 de las Naciones Unidas a «las minorías étnicas, raciales o de otra índole y las personas desplazadas».

A nivel jurisprudencial, distintos tribunales se han pronunciado al respecto, de forma más o menos directa, afirmando que se trata efectivamente de un derecho humano. En 2019, el Tribunal Supremo de los Países Bajos resolvía el célebre caso Urgenda c. Países Bajos (Sentencia 19/00135) entendiendo que el cambio climático era una amenaza directa para los derechos humanos y que

para asegurar la adecuada protección de las amenazas a dichos derechos causadas por el cambio climático, debe ser posible invocarlos contra cualquier estado individual, también en lo que se refiere a la anteriormente mencionada responsabilidad parcial. Esto está en línea con el principio de efectiva interpretación […] y con el derecho a la protección legal efectiva (f. 5.7.9).

Se trata de la primera demanda exitosa contra un Estado por su acción insuficiente ante el cambio climático (De Vílchez Moragues, 2022). En 2022, la Corte Suprema de Brasil, en el caso seguido contra el Gobierno brasileño por no dotar de recursos al Fondo del Clima, determinó que el Acuerdo de París es un tratado de derechos humanos y que, por tanto, prevalecía sobre las leyes nacionales (PNUMA, 2022). Esto implica, tal y como señala Ribeiro D’ávila (2022), la creación de un «marco de protección privilegiado para la mitigación y la adaptación al cambio climático, uno que asegura uno de los pilares fundamentales de la acción climática: el financiamiento».

También la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha tenido la ocasión de pronunciarse en este sentido, manteniendo la estrecha vinculación entre la protección del medio ambiente y los derechos humanos desde distintas perspectivas. Así, por ejemplo, en el caso Kawas Fernández Vs. Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas (2009), se abordaba la cuestión desde el punto de vista de cómo el cambio climático y la degradación ambiental que este conlleva afectan al efectivo disfrute de los derechos humanos. Vinculando la protección del medio ambiente, el territorio ancestral y los recursos naturales con el derecho a una vida digna, encontramos los casos Comunidad Indígena Yakye Axa Vs. Paraguay. Fondo Reparaciones y Costas (2005), y Pueblos Kaliña y Lokono Vs. Surinam. Fondo, Reparaciones y Costas (2015), que centran, además, la cuestión en la especial vulnerabilidad que enfrentan a este respecto los pueblos indígenas y tribales.

En el ámbito europeo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha reconocido la vinculación entre la afectación al derecho a la vida y la degradación del medio ambiente en casos como Öneryildiz Vs. Turquía [GS], N.° 48939/99 (2004), en el que los familiares de una persona fallecida por una explosión de metano en un vertedero municipal alegaban que las autoridades nacionales eran las responsables de dicha muerte. Efectivamente, el Tribunal entendió que la obligación del Estado de salvaguardar la vida se aplicaba también en el «contexto particular de las actividades peligrosas» (§ 90). En López Ostra Vs. España, N.° 16798/90 (1994) el TEDH da un paso más y relaciona los daños graves al medio ambiente con la lesión del derecho a la vida privada y familiar, en el sentido de que «pueden afectar al bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio» (§ 51). En este mismo sentido, en Guerra y otros Vs. Italia, N.° 14967/89 (1998) se entiende que las emisiones tóxicas no solo dañan el medio ambiente, sino que también afectan el derecho a la vida privada y familiar (§ 57), y que «la contaminación medioambiental de carácter grave puede afectar al bienestar de los individuos y privarles del disfrute de sus hogares de manera que se vea afectado su derecho a la vida privada y familiar»60).

Partiendo, pues, de la premisa de que el medio ambiente constituye un derecho humano y está íntimamente relacionado con el disfrute de otros derechos humanos, el principio 13 de los Principios Marco sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a) dispone que «los Estados deben cooperar entre sí para establecer, mantener y aplicar marcos jurídicos internacionales eficaces a fin de prevenir, reducir y reparar los daños ambientales a nivel transfronterizo y mundial que interfieran con el pleno disfrute de los derechos humanos». En 2023, en el 54.° periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos, la cuestión medioambiental aparece en tres informes del relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos. En concreto, se abordaban los efectos tóxicos de algunas soluciones propuestas para hacer frente al cambio climático (relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos, 2023a), se informaba de la visita a la Organización Marítima Internacional (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023b) y de la visita al Paraguay (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023c), todo ello como parte del tema 3 de la Agenda 2030, «Promoción y protección de todos los derechos humanos, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, incluido el derecho al desarrollo». La inclusión de la temática medioambiental en la agenda de derechos humanos supone otro reconocimiento expreso en esta misma línea que refuerza su conceptualización en estos términos.

El reciente reconocimiento del medio ambiente como un derecho humano marca un momento trascendental en el cual se aprecia un aumento en la comprensión de la interconexión entre la salud del planeta y los derechos fundamentales de las personas. Este cambio de perspectiva implica que la protección del medio ambiente no se limita a preservar recursos naturales para nuestro beneficio, sino que se convierte en una obligación legal intrínseca. La comunidad internacional ahora reconoce la dignidad inherente y el valor del entorno natural.

Al establecer el medio ambiente como un derecho humano, se construye una base sólida para abordar de manera más efectiva las violaciones ambientales graves, como el ecocidio. Este delito, al representar una amenaza masiva para la biosfera y, por ende, para la calidad de vida de las personas, se alinea directamente con la conceptualización de las violaciones de derechos humanos. La inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma se presenta como una necesidad legal que expresa la responsabilidad colectiva de la humanidad hacia la preservación de nuestro hogar común.

La consideración del ecocidio como una forma de violación de derechos humanos destaca la conexión intrínseca entre la salud del medio ambiente y el bienestar humano. Este enfoque refuerza la idea de que la degradación ambiental, especialmente cuando es resultado de acciones deliberadas y devastadoras, no solo afecta la diversidad biológica y los ecosistemas, sino que también compromete directamente los derechos fundamentales de las personas a un ambiente saludable y equilibrado.

En este contexto, el reconocimiento del ecocidio como un delito grave en el Estatuto de Roma se presenta como un paso necesario para fortalecer los mecanismos legales y fomentar una mayor responsabilidad global en la protección del medio ambiente. Este enfoque busca sancionar actos que causan daño ambiental significativo y envía un mensaje claro sobre la importancia de considerar el respeto y la preservación del medio ambiente como elementos esenciales en la agenda internacional.

III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO

III.1. La aparición del término «ecocidio» en el contexto de conflictos armados y guerras

La primera vez que se emplea el término «ecocidio» como tal es en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad en 1970. Es el profesor Arthur W. Galston quien «propone un acuerdo internacional para prohibir el Ecocidio —la destrucción intencionada del medio ambiente» (Weisberg, 1970, p. 4). Este biólogo, director del Departamento de Botánica de la Universidad de Yale, fue quien elaboró el compuesto químico, concebido primero como fertilizante, que sería posteriormente transformado en el conocido «agente naranja», utilizado por Estados Unidos en la guerra de Vietnam. El herbicida resultó ser altamente tóxico no solo para el medio ambiente, sino también para las personas (Soler Fernández, 2017). Galston llegó incluso a desplazarse personalmente a Vietnam para monitorear el impacto del «agente naranja» y acabó concluyendo que con la fumigación de este tóxico se estaba «eliminando uno de los nichos ecológicos más importantes para el ciclo vital de ciertos mariscos y peces migratorios» (Weisberg, 1970, p. 4). Además, junto al profesor Matthew S. Meselson de la Universidad de Harvard, puso de manifiesto el importante peligro que representaba para los seres humanos, como finalmente se demostró con los estudios realizados por el Departamento de Defensa. Estas presiones llevaron a que finalmente Nixon pusiera fin a su uso (Yale Interdisciplinary Center for Bioethics, s. f.). Este riesgo para la salud humana se cifró entonces por parte de las autoridades vietnamitas en torno al medio millón de niños que nacieron con defectos físicos (Soler Fernández, 2017). Sin embargo, también en la actualidad se siguen registrando casos de niños que nacen con malformaciones congénitas como consecuencia no solo de la transmisión genética, sino también por la presencia del tóxico en las tierras de cultivo o el agua, lo que hace que «los daños causados a las diversas generaciones de aquella población sean incalculables» (Pasa et al., 2020, p. 82).

Weisberg (1970), además de titular su obra Ecocidio en Indochina, aporta al hilo del análisis de las declaraciones del profesor Galston en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad una primera definición del ecocidio, y relaciona la necesidad de su configuración con la del genocidio en su momento.

no cabe duda de que el “Ecocidio” se ha originado por la reciente preocupación de que la guerra química en Viet Nam requiere de un concepto similar al del Genocidio, relacionado con la teoría de los crímenes de guerra. […] El Ecocidio es el ataque premeditado a una nación y sus recursos contra los individuos, la cultura, la flora de otro país y sus sistemas medioambientales (p. 4).

Poco después, en 1972, y en un contexto internacional, se vuelve a emplear el término «ecocidio». Se trataba de la primera conferencia a nivel mundial para abordar específicamente la cuestión medioambiental, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, conocida como la «Conferencia de Estocolmo». En su discurso de apertura, el primer ministro sueco, Olof Palme, se refirió a la cuestión de la guerra de Vietnam empleando expresamente el término «ecocidio»:

La inmensa destrucción causada por el bombardeo indiscriminado, el uso a gran escala de excavadoras y herbicidas es un ultraje a veces denominado ecocidio, que requiere una atención internacional urgente. Sabemos que el trabajo por el desarme y la paz debe ser enfocado desde una perspectiva a largo plazo. Sin embargo, es de vital importancia que la guerra ecológica cese de manera inmediata (citado en Andersen, 2022).

También en los documentos finales de trabajo de la conferencia, si bien no con la denominación de «ecocidio», la comunidad internacional dejaba traslucir esa necesidad de protección coordinada del medio ambiente por parte de todos los países y de la instauración de una serie de medidas encaminadas a responder ante el daño y, en última instancia, repararlo en la medida de lo posible, presente en los principios 22 y 24, recogidos en el anexo II de la Conferencia, denominado Informe del Grupo de Trabajo sobre la Declaración sobre el Medio Humano (United Nations, 1972). Dichos principios señalan:

22 (ex 19). Los Estados deben cooperar para continuar desarrollando el derecho internacional en lo que se refiere a la responsabilidad y a la indemnización a las víctimas de la contaminación y otros daños ambientales que las actividades realizadas dentro de la jurisdicción o bajo el control de tales Estados causen a zonas situadas fuera de su jurisdicción.

24 (ex 23). Todos los países, grandes o pequeños, deben ocuparse con espíritu de cooperación y en pie de igualdad de las cuestiones internacionales relativas a la protección y mejoramiento del medio. Es indispensable cooperar, mediante acuerdos multilaterales o bilaterales o por otros medios apropiados, para evitar, eliminar o reducir y controlar eficazmente los efectos perjudiciales que las actividades que se realicen en cualquier esfera puedan tener para el medio, teniendo en cuenta debidamente la soberanía y los intereses de todos los Estados (p. 78).

Rodríguez Vázquez de Prada (1972) entendió esta voluntad como «preconfiguración» del futuro delito de ecocidio, ya que, aunque la mención no era expresa,que lo era la finalidad de la conferencia de proteger los derechos de la naturaleza, «lo que simultáneamente significaba —y significaque se prevea lo que va contra tales derechos (y todo lo que va contra un derecho es un delito o, al menos, una falta […])» (p. 393).

Parece claro entonces que el término nació estrechamente vinculado a contextos de guerras y conflictos armados, cuyos ataques asociados al ecocidio incluyeron diversas formas de daños masivos al medioambiente como el uso de armas de destrucción masiva, los intentos de provocar desastres naturales o el desalojo continuo de especies para satisfacer estrategias militares (De Pompignan, 2007). En este mismo sentido, Weisberg (1970) señalaba que los conflictos armados y las guerras no conocen de fronteras o límites sencillos. El nacimiento del ecocidio a la sombra y como consecuencia de conflictos armados queda patente también en la estrecha relación que guarda el término con el de «genocidio». Se traza así una línea que vuelve a hacer confluir al ser humano y a la naturaleza como un todo, pues el ataque a una parte de este binomio conlleva también un daño para la otra parte.

De forma paralela a la Conferencia de Estocolmo, se celebraron foros alternativos no oficiales en los que también se analizaba la cuestión medioambiental en términos ecocidas. Así, por ejemplo, la Cumbre de los Pueblos, que configuró un grupo de trabajo para desarrollar una Ley de Genocidio y Ecocidio; y la Conferencia del grupo Dai Dong. Esta última, de carácter no gubernamental, propuso dos proyectos relacionados con la guerra y el medio ambiente. Uno de ellos consistía en la proyección de un convenio internacional sobre el ecocidio (Soler Fernández, 2017), que sería finalmente propuesto por Richard Falk en un borrador presentado a las Naciones Unidas en 1973. El texto contextualizaba al ecocidio dentro de los conflictos armados como clara consecuencia de lo sucedido en la guerra de Vietnam: «en Indochina durante la pasada década encontramos el primer caso moderno en que el medioambiente ha sido considerado como un objetivo militar apropiado para una destrucción total y sistemática» (Falk, 1973, p. 80). En su artículo II se ofrece una definición del delito de ecocidio en los siguientes términos:

Se entenderá por ecocidio a los efectos del presente convenio cualquiera de los siguientes actos realizados con intención de deteriorar o destruir, en todo o en parte, un ecosistema humano:

  1. El uso de armas de destrucción masiva, ya sean nucleares, bacteriológicas, químicas o de otro tipo;
  2. El uso de herbicidas químicos para defoliar y deforestar bosques con fines militares;
  3. El uso de bombas y artillerías en cantidad, densidad, o tamaño tales que perjudiquen la calidad del suelo o aumentan la posibilidad de enfermedades peligrosas para los seres humanos, los animales o los cultivos;
  4. El uso de equipos de excavaciones para destruir grandes extensiones de bosque o tierras de cultivo con fines militares;
  5. El uso de técnicas desarrolladas para aumentar o disminuir las precipitaciones o que de cualquier otro modo modifiquen el clima como un arma de guerra;
  6. La expulsión forzosa de personas o animales de sus núcleos habitacionales para agilizar la persecución de objetivos militares o industriales (Falk, 1973, p. 93).

Esta propuesta de tipificación adolece, efectivamente, de ser una previsión únicamente para los ataques al medioambiente acometidos dentro del curso de conflictos armados o guerras, pese al reconocimiento expreso en el texto de que los daños irreparables al medioambiente se podían causar (y, de hecho, se habían causado) también en tiempos de paz y que en ambos casos debía ser calificado como un delito por el derecho internacional (Falk, 1973). La propuesta desprotegía así otras situaciones, igualmente lesivas para el medioambiente, que se producen al margen de conflictos bélicos y dentro de una tendencia marcada por intereses puramente económicos, políticos, corporativistas o extractivos (Pasa et al., 2020). Por citar solo algunos ejemplos especialmente conocidos y sin ánimo de exhaustividad, podríamos referirnos al desastre nuclear de Chernóbil, al dumping tóxico de petróleo del caso Chevron-Texaco en la Amazonía ecuatoriana, al vertido de crudo del buque Prestige en España o al derrame de mercurio en Choropampa. Otra cuestión importante en este texto es la presencia de un elemento subjetivo específico como la «intención de deteriorar o destruir el ecosistema», que fue objeto de un intenso debate en la Convención sobre la Guerra Ecocida de las Naciones Unidas celebrada en 1978, que se basó en la propuesta presentada por Falk (1973). Por un lado, un sector consideraba que era un elemento fundamental, mientras que otro entendía que el ecocidio era más comúnmente una consecuencia del desarrollo económico que de un ataque directo al medioambiente (Soler Fernández, 2017).

A pesar de que los esfuerzos por proteger al medioambiente a nivel internacional siguieron avanzando, la ruta era la misma: las guerras y los conflictos armados como encuadre del ecocidio. Así, la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, recogía en su artículo 1 el compromiso de los Estados a «no utilizar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles que tengan efectos extensos, duraderos o graves, como medios para producir destrucciones, daños o perjuicios a otro Estado Parte». Aunque encontramos el añadido de fines hostiles a los militares, aquellos se contextualizan necesariamente también en conflictos armados, como se extrae por ejemplo del contenido y vocabulario eminentemente bélico de la sección II, «Hostilidades», del Convenio IV, relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre; y de su anexo firmado en La Haya en 1907, cuyo capítulo 1 está dedicado a «medios de herir al enemigo, asedios y bombardeos». También la definición de hostilidades a los efectos de las Reglas de la Haya sobre Guerra Aérea, elaboradas por una Comisión de Juristas de la Haya en 1922, se refiere (más allá de su revelador título) en su artículo 1 a la «transmisión durante el vuelo de información militar para uso inmediato de una de las partes beligerantes».

En esta misma línea de proteger al medioambiente dentro de los conflictos armados, se aprueba en 1977 el Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra de 1949, que en su artículo 35.3 prohíbe hacer uso de medios que hayan sido diseñados para «causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural». La protección al medioambiente la dispensa en el capítulo III, dedicado a los «bienes de carácter civil», concretamente en el artículo 55, que además de indicar que «en la realización de la guerra se velará por la protección del medio ambiente natural contra daños extensos, duraderos y graves», incluye la prohibición del artículo 35, numeral 3, que añade la prohibición cuando el uso de dichos medios comprometiera la «salud o la supervivencia de la población».

III.2. Los intentos de conexión entre ecocidio y genocidio

En 1978, como consecuencia de estos debates, se publicó un borrador elaborado por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías (en adelante, SPDPM), en concreto por el relator especial Nicodème Ruhashyankiko, para la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en el que se planteaba la ampliación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 para incluir el ecocidio en la misma. Al ecocidio se dedicaba el apartado 2 del capítulo IV, denominado «Efectividad de las medidas internacionales existentes sobre el genocidio y la posibilidad de tomar nuevas acciones internacionales». En el apartado a, «Ecocidio como un crimen internacional similar al genocidio», se traía de nuevo a colación la similitud con el genocidio, pero como novedad se hace expresa referencia en la propuesta del articulado a la configuración del delito de ecocidio en tiempos «de paz o de guerra» (Ruhashyankiko, 1978, p. 129). En la tipificación de las conductas se recupera íntegramente la propuesta por Falk (1973). A este respecto, el Reino Unido se manifestó contrariamente a la inclusión del ecocidio en los siguientes términos:

No existe una definición del término ‘ecocidio’ y podría parecer que el término no es capaz de albergar ningún significado preciso. El término ha sido utilizado en ciertos debates con fines de propaganda política y sería inapropiado intentar establecer disposiciones en un convenio internacional para tratar cuestiones de este tipo (Ruhashyankiko, 1978, p. 130).

En el apartado b, «Ecocidio como crimen de guerra», se abordaba la cuestión desde esta configuración partiendo precisamente de una consideración similar a la expuesta por Reino Unido; esto es, que el término carece de un significado preciso, pero que sí se le puede encuadrar dentro de violaciones de leyes de guerra fundamentales, lo que lo convierte en un crimen de guerra (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). Se cita para sustentar esta postura a Fried (1973), que mantiene que, aunque el contenido del ecocidio se puede entender, es un término que no está legalmente definido que engloba varias formas de «devastación y destrucción que tienen en común la intención de dañar y destruir la ecología o geografía en detrimento de la vida humana, animal y vegetal» (p. 43). El problema desde este punto de vista estriba, por tanto, en la dificultad de concretar en qué actos concretos se materializa el delito, si bien esto no pareció un obstáculo para Falk (1973). Se cita también en el informe, como una propuesta encuadrada en los crímenes de guerra, la que remitió el senador estadounidense Claiborne Peel al Senado en un intento de hacer un borrador de un tratado de guerra geofísica, donde prohibía «cualquier acción militar destinada a modificar el clima, produciendo terremotos, o interfiriendo con las aguas o los sistemas oceánicos» (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). En esta misma línea argumentativa, se hace también referencia a las enmiendas a los Convenios de Ginebra de 1949 sobre la protección a víctimas de conflictos armados internacionales presentadas durante la Conferencia de reafirmación y desarrollo de la Ley Humanitaria Internacional de Conflictos Armados de 1974, ya mencionadas anteriormente.

En el apartado c, «Prohibición de influir en el medioambiente y el clima con fines militares o de otro tipo», se hace referencia a posturas como la que guía la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, ya comentada anteriormente.

De todo esto, el informe concluye que la cuestión del ecocidio ha sido abordada desde contextos distintos al del genocidio, lo que lleva al relator especial a considerar que «una extensión generalizada de la idea de genocidio a casos que solo pueden tener una relación muy lejana con el mismo puede perjudicar la efectividad de la Convención sobre el genocidio» (Ruhashyankiko, 1978, p. 134). Efectivamente, extender las conductas de genocidio para que lleguen a abarcar las de ecocidio podría suponer una desvirtuación de aquellas; no obstante, también es cierto que puede afirmarse su similitud dentro de la independencia de la configuración de cada uno de los delitos.

Sin embargo, estos intentos no prosperaron y la cuestión del ecocidio permaneció en estado de suspensión hasta 1985 con el informe del relator especial Benjamin Whitaker para la SPDPM, lo que suponía un seguimiento del informe de Ruhashyankiko de 1978. En el párrafo 33 se recoge la voluntad de algunos miembros de esta subcomisión de ampliar el término «genocidio» para incluir también el de «etnocidio» (entendido como genocidio cultural) y el de «ecocidio», aportándose una definición en los siguientes términos:

Las alteraciones nocivas, a menudo irreparables, del medio ambiente —por ejemplo, por explosiones nucleares, armas químicas, contaminación grave y lluvias ácidas, o la destrucción de las selvas pluvialesque amenazan la existencia de poblaciones enteras, ya sea deliberadamente o por negligencia culposa (Whitaker, 1985, p. 17).

Aunque la inclusión de las nuevas vertientes del genocidio —esto es, etnocidio y ecocidioestaba recibiendo apoyos de cierto sector de las Naciones Unidas especialmente preocupado con la destrucción de las culturas y comunidades indígenas, también existían fuertes opiniones que sostenían que lo correcto era entender estos actos como crímenes de lesa humanidad. De nuevo nos encontramos con que la configuración del ecocidio como un tipo específico del genocidio vuelve a suponer un obstáculo para su reconocimiento. Así, la cuestión volvió a ser pospuesta para otro momento bajo la premisa de que «debería seguir analizándose el problema, e incluso si no existiera consenso habría que estudiar la posibilidad de redactar un protocolo facultativo a ese respecto» (Whitaker, 1985, p. 18). Posteriormente, el relator especial Mubanga-Chipoya, miembro también de la SPDPM, presentó una resolución preliminar como continuación del informe de Whitaker, en la que se recoge la sugerencia de los miembros de que efectivamente Whitaker debía continuar con el estudio de las nociones de etnocidio y ecocidio (Mubanga-Chipoya, 1985). No obstante, por motivos que no constan en ninguno de estos informes, los esfuerzos iniciales de la SPDPM por avanzar en la configuración del ecocidio se diluyeron y desaparecieron (Gauger et al., 2012).

Tan solo un año después, en 1986, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas (en adelante, CDI) introdujo la propuesta del relator especial Doudou Thiam sobre incluir los delitos contra el medio ambiente en la lista de crímenes contra la humanidad del Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, y más precisamente dentro del artículo 12 («Actos constitutivos de crímenes contra la humanidad»), en los siguientes términos: «son crímenes contra la humanidad: 4. Toda violación grave de una obligación internacional de importancia esencial para la salvaguardia y la preservación del medio humano» (ONU, 2007, p. 18).

III.3. Retorno a los daños al medio ambiente: abandono del término «ecocidio»

En 1987, durante el 39.° periodo de sesiones de las Naciones Unidas, celebrado entre el 4 de mayo y el 17 de julio de dicho año, vuelve a aparecer el «ecocidio», en concreto para referir a la falta de oposición del relator Pawlak a que se incluyera el término como «expresión general de la necesidad de proteger y preservar el medio ambiente» (ONU, 1989, p. 59).

En 1989 desaparece el «ecocidio» y se retoma la nomenclatura de «daños al medio ambiente», sin que «exista constancia alguna de las razones ni se consigne al menos un breve debate sobre el punto» (Lledó, 2022, p. 625). Así, el relator Thiam presentó una reformulación, incluyendo los daños al medio ambiente dentro del artículo 14 («Crímenes contra la humanidad»): «constituyen crímenes contra la humanidad: 6. Todo daño grave e intencional causado a un bien de interés vital para la humanidad, como el medio humano» (ONU, 2007, p. 18). La referencia al tipo subjetivo doloso era una exigencia de ciertos miembros que entendían que en los crímenes contra la humanidad se presuponía la intencionalidad.

Finalmente, el proyecto se aprueba en 1991 y la cuestión se zanja dedicando el artículo 26 a los «Daños intencionales y graves al medio ambiente», que tomaba prácticamente de forma íntegra la regulación del Protocolo I adicional a los Convenios de Ginebra de 1949«el que intencionalmente cause daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural, u ordene que sean causados tales daños […]»—, si bien se señala que la propuesta de artículo 26 «no se limita a los conflictos armados» (ONU, 1994, p. 115). En los comentarios a la propuesta se definen claramente los conceptos clave de la tipificación. Así, del medio ambiente natural se afirma que incluye «los mares, la atmósfera, el clima, los bosques y otras coberturas vegetales, la fauna, la flora y otros elementos biológicos» (p. 116). Sobre la gravedad de los daños, se puntualiza que se debe atender a la consideración de la magnitud, la persistencia y la extensión de los mismos. Con la intencionalidad se apuntaba a que el propósito específico era causar ese daño. Este aspecto generó grandes controversias por cuanto que, así configurado, quedaban fuera todos aquellos casos en los que hubiera efectivamente un ataque doloso, pero cuya finalidad expresa no fuera causar ese daño al medio ambiente. Así, el sector que sostenía las críticas a esa parte de la redacción entendía que esto entraba en contradicción con el artículo 22 y que, por tanto, aunque mediara por ejemplo un afán de lucro con el ataque, si ello suponía la violación deliberada de reglamentos protectores del medio ambiente, se podría considerar igualmente un crimen contra la humanidad, aunque no estuviera presente ese dolo específico de causar el daño al medio ambiente (ONU, 1994, p. 116). En estos términos se expresaba, por ejemplo, Austria: «como el motivo por el que se perpetra este crimen es generalmente el afán de lucro, no debe establecerse la intencionalidad como una condición para su punibilidad» (ONU, 2007, p. 19). Algunos países, como Países Bajos o Reino Unido e Irlanda del Norte, se opusieron totalmente a la inclusión de este artículo:

71. El gobierno de los Países Bajos se opone a la inclusión en el proyecto de código de los artículos 23 a 26, ya que ninguno de ellos satisface los criterios establecidos en la parte I del comentario (Países Bajos).

[…]

31. […] Los daños ambientales pueden dar lugar a responsabilidad civil y penal con arreglo a las legislaciones nacionales, pero tipificar tales daños como un crimen contra la paz y la seguridad de la humanidad sería extender demasiado el derecho internacional (Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte) (ONU, 2007, pp. 19-20).

Otros, como Estados Unidos, fueron tal vez más sutiles en expresar sus reticencias, pero dejando traslucir su nulo interés porque la cuestión medioambiental entrara a formar parte del derecho penal internacional. Además de argumentar la vaguedad de los términos en que se había formulado la propuesta, apuntaba que, «como ocurre en otros artículos, tampoco se considera plenamente en éste el complejo entramado convencional, vigente y en elaboración, respecto a la protección del medio ambiente» (ONU, 2007, p. 19). Estos tres países, que fueron los que presentaron mayores reservas, tenían un punto en común para sustentar tal postura, y es que alojaban a empresas petroleras muy importantes y beneficiosas en términos económicos (Garzón, 2019).

Aunque —tal y como se recoge en el anuario de 1996una gran mayoría de los países2 manifestaron estar a favor de mantener la regulación de los delitos contra el medio ambiente (ONU, 2007), la CDI decidió eliminar el artículo 26 en vez de introducir mejoras o reformas en lo referente a la intencionalidad, que era precisamente el aspecto que causaba mayores desacuerdos. Sin embargo, de los comentarios recogidos se puede afirmar que esta decisión no estuvo basada en un acuerdo entre las partes (Gauger et al., 2012). De hecho, ante las discrepancias existentes, lo que se propuso en 1995 fue celebrar una reunión informal «a fin de facilitar las consultas y asegurar un intercambio verdaderamente franco de opiniones» (ONU, 1997, p. 56).

Así, en la sesión N.° 47 de 1996 se constituyó otro grupo de trabajo para abordar la cuestión (ONU, 2007). Este grupo generó el informe Documento sobre los delitos contra el medio ambiente, elaborado por Tomuschat. En cuanto a la controvertida cuestión del elemento subjetivo específico que requería intencionalidad de dañar el medio ambiente, se entendía que debía mantenerse dicho requisito, aunque quedaran fuera los que se cometieran con ánimo de lucro, ya que el objetivo de esta tipificación era «hacer frente a situaciones que no pueden ser tratadas de la manera tradicional por la maquinaria ya existente para el enjuiciamiento de hechos delictivos» (Tomuschat, 1996b, p. 25). Con respecto a la configuración del delito contra el medio ambiente, se propusieron tres opciones: entenderlo como una categoría autónoma, como parte de los crímenes de guerra o de los delitos contra la humanidad (Tomuschat, 1996b). Sin embargo, en la sesión 2431 de 1996, la primera opción no fue sometida a la votación del grupo de trabajo a pesar de la oposición de Szekely, que recordó al presidente Mahiou que «debería darse a los miembros la oportunidad de votar sobre las tres propuestas» (ONU, 1998, p. 15).

En cualquier caso, el término «ecocidio» y también el artículo 26 desparecieron definitivamente de lo que sería el futuro Estatuto de la Corte Penal Internacional (en adelante, CPI), finalmente aprobado en 1998. Esta «misteriosa» desaparición no pasó desapercibida para quienes participaron en el proceso.

No se puede evitar la impresión de que las armas nucleares han jugado un papel decisivo para muchos de los que han optado por la versión final del texto que ha sido reducido hasta tal punto que sus condiciones de aplicabilidad casi nunca se darán incluso aunque la humanidad haya pasado por las catástrofes más atroces a causa de acciones conscientes de quienes estaban completamente al tanto de las fatales consecuencias que sus decisiones acarrearían (Tomuschat, 1996a, p. 243).

III.4. Renacer del debate: hacia la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma

Una de las voces fundamentales en el debate del ecocidio es la de Mark Allan Gray (1996), que como novedad a todos los intentos anteriores de tipificación del ecocidio añade el criterio del «desperdicio», por entender que el ecocidio «despilfarra recursos preciosos, impide alternativas eficientes y amplía las disparidades de riqueza» (p. 218). Este elemento es el que según el autor hace de esta conducta un hecho «moralmente reprochable» y lo que permitiría elevarlo a la categoría de «crimen internacional» (p. 217). Y esta, efectivamente, como señala Serra Palao (2019), además de introducir esta novedad, es la primera vez que se trata de descomponer el concepto de ecocidio para analizar pormenorizadamente cada uno de los elementos que lo componen. No obstante, la propuesta de Gray adolecía de una visión práctica para la configuración del ecocidio (Serra Palao, 2020).

La entrada en vigor del Estatuto de Roma se produce en el año 2002 y hasta 2013 no se vuelve a abordar de forma específica la cuestión medioambiental. Es el fiscal de la CPI quien plantea la evaluación del daño ambiental como un criterio para valorar la gravedad de un hecho (Fiscalía de la CPI, 2013). Tan solo tres años después, en 2016, la propia Fiscalía vuelve de nuevo a poner el acento en el medio ambiente como elemento para valorar la gravedad de un caso y dispone que

se prestará especial atención al enjuiciamiento de los crímenes del Estatuto de Roma que se cometan mediante o que tengan como consecuencia, entre otras cosas, la destrucción del medio ambiente, la explotación ilegal de los recursos naturales o el despojo ilegal de tierras (Office of the Prosecuter, 2016, p. 14).

Aunque sea de una forma implícita, el medio ambiente comienza de nuevo a ser un tema de interés y a reavivar el debate sobre la importancia de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, sobre todo tras la inclusión en 2018 del crimen de agresión. En este sentido, son los Estados de Vanuatu y Maldivas, fuertemente golpeados —como muchos territorios insularespor las consecuencias del cambio climático, quienes solicitaron en la 18.a reunión de la Asamblea de la CPI que se vuelva a considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma. Vanuatu, tras referir la situación de emergencia climática que enfrenta, propone que «esta idea radical merece un debate serio ante las recientes pruebas científicas que muestran cómo el cambio climático supone una amenaza existencial para las civilizaciones» (Licht, 2019, p. 4). Mucho más directo y explícito resultó el Gobierno de Maldivas:

Los países en primera línea del cambio climático, como Maldivas, no pueden permitirse el lujo de negociar otro instrumento jurídico internacional para la lucha contra los delitos medioambientales. Creemos que ha llegado el momento de estudiar una enmienda al Estatuto de Roma que tipifique los actos de Ecocidio (Saleem, 2019, p. 2).

A esta petición ante la CPI se sumaría por primera vez un país europeo —Bélgicaen el año 2020, que de una forma más similar a la de Vanuatu resaltaba la oportunidad de volver sobre la «tragedia de los crímenes medioambientales graves» y la utilidad de «examinar la posibilidad de introducir los llamados crímenes de ecocidio en el sistema del Estatuto de Roma» (Wilmès, 2020).

Poco después, ese mismo año, el Parlamento Europeo aprobó dos informes relativos al ecocidio. El elaborado por la Comisión de Asuntos Jurídicos (2021) solicitaba de forma explícita, por un lado, a la Comisión que «estudie la pertinencia del ecocidio en el marco del Derecho y la diplomacia de la Unión» (p. 10), y, por otro, a la Unión que promueva «la ampliación del ámbito de competencias de la Corte Penal Internacional para que reconozca los delitos equivalentes a un ecocidio con arreglo al Estatuto de Roma» (p. 22). El otro informe provenía de la Comisión de Asuntos Exteriores (2021) y, en la misma línea, animaba a los Estados miembros y a la propia Unión a reconocer y apoyar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como una medida para «luchar contra la impunidad de los autores de delitos medioambientales a escala mundial y allanar el camino en el seno de la Corte Penal Internacional hacia nuevas negociaciones entre las partes» (p. 12).

Casi de forma paralela, la Unión Interparlamentaria aprobaba en mayo de 2021 una resolución en la que incluía una cláusula sobre el ecocidio solicitando a todos los parlamentos integrantes de la Unión que reforzaran su sistema penal

para prevenir y castigar el daño generalizado, duradero y grave al medio ambiente, ya sea causado en tiempo de paz o de guerra, y que examinen la posibilidad de reconocer el crimen de ecocidio para prevenir las amenazas y los conflictos derivados de los desastres relacionados con el clima y sus consecuencias (Standing Committee on Peace and International Security of the Inter-Parliamentary Union, 2021, p. 6).

La propuesta fue respaldada por todos los países salvo Nicaragua, India y Turquía. Estos dos últimos presentaron reservas a la totalidad del texto.

Finalmente, sería un Panel de Expertos Independientes convocado por la Fundación Stop Ecocidio el que en junio de 2021 presentaría un proyecto de enmienda al Estatuto de Roma para incluir el ecocidio (Sands QC et al., 2021).

IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO

En 2010, la activista y abogada británica Polly Higgins presentó ante la Comisión Jurídica de Naciones Unidas una definición de ecocidio: «el ecocidio es la pérdida extensiva, el daño o la destrucción generalizada de los ecosistemas de un territorio(s) determinado(s) […] de tal manera que el disfrute pacífico de sus habitantes ha sido o será gravemente disminuido» (Lescano, 2021, p. 2). Siete años después, Higgins fundaría junto a Jojo Mehta la organización Stop Ecocidio, cuya fundación benéfica Stop Ecocidio (fuente principal de recursos económicos) convocó a petición de un grupo de parlamentarios suecos un panel de expertos independientes internacionales (en adelante, el Panel) para que llevaran a cabo una definición legal de ecocidio (Stop Ecocidio, s.f.-b). Esto acabó cristalizando en junio de 2021 en una propuesta de definición del ecocidio por parte del Panel mediante la adición de un artículo 8 ter al Estatuto de Roma en los siguientes términos: «cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente» (Sands QC et al., 2021, p. 5). A continuación, y como segundo párrafo de este nuevo artículo, se incluía una definición de los términos «arbitrario», «grave», «extenso», «duradero» y «medioambiente». Esta estructura guarda cierto paralelismo con la utilizada en el propio Estatuto para la tipificación de los crímenes de genocidio, lesa humanidad, agresión y crímenes de guerra. Sin embargo, no incluye, como sí lo hacen el artículo 7 —relativo a los crímenes de lesa humanidado la propuesta inicial de Falk (1973), un listado de acciones u omisiones a castigar dentro del crimen. La intención subyacente, según indica uno de los propios panelistas, era no limitar las posibles conductas, apostando así por una definición «que fuera autosuficiente y que se ajustara a lo que se necesita proteger» (Lledó, 2022, p. 635).

En cuanto al tipo objetivo, en la tipificación solo se hace referencia a la acción; no obstante, en los comentarios del documento (fuera del articulado propuesto) se explica que la conducta punible incluye tanto acciones y omisiones individuales como el cúmulo de las mismas. Esta cláusula relativa a los actos acumulados es una fórmula bastante extendida en los delitos contra el medio ambiente. Así, por ejemplo, la Directiva 2009/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo del 21 de octubre de 2009 dispone que serán infracción penal «los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua». La justificación que subyace, dada por la Unión Europea, es la siguiente:

Dada la necesidad de garantizar un elevado nivel de seguridad y de protección del medio ambiente en el sector del transporte marítimo, así como la de garantizar la eficacia del principio según el cual la parte contaminadora paga por los daños causados al medio ambiente, los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua, deben considerarse infracción penal (Directiva 2009/123/CE, 2009, considerando 10).

Se trata de una aplicación de la teoría de los «delitos cumulativos» en la que el acto individual en sí mismo considerado no es suficiente para colmar las exigencias del tipo, pero sí verificaría el riesgo jurídico-penalmente relevante en el caso de realizarse de forma acumulada. Lo que se persigue con la aplicación de esta teoría al ámbito medioambiental, por tanto, no es solo evitar un daño nuevo, sino también que aumente el ya existente (De Vicente Martínez, 2017). Este entendimiento es el que ha permitido, por ejemplo, al Tribunal Supremo español condenar por vertidos en ríos que estaban previamente en un estado de deterioro muy avanzado por considerar que se estaba perjudicando la capacidad de recuperación del ecosistema (Sentencia 940/2004, 2004).

La ilicitud remite a la necesidad de que el acto esté prohibido previamente por el derecho, tanto nacional como internacional, con la intención de cubrir posibles lagunas, ya que como el propio Panel indica, el hecho de que una conducta sea lícita en el derecho interno no puede ser justificación para unos actos que son ilícitos en la legislación internacional, del mismo modo que «no hay ningún motivo para que una ilicitud nacional —en particular, una relativa al derecho penal internono forme parte de una definición en derecho internacional» (Sands QC et al., 2021, p. 10). Alternativamente, el hecho puede ser también arbitrario, de manera que un acto lícito (nacional o internacionalmente considerado) puede ser arbitrario y, por tanto, constitutivo de delito. Este término, también de amplia tradición el derecho penal internacional, nos reconduce a la idea de «hacer caso omiso de manera temeraria respecto de unas consecuencias prohibidas» (Lledó, 2022, p. 642), que en el caso del ecocidio lo constituiría un daño al medio ambiente de carácter «manifiestamente excesivo en relación con la ventaja social o económica prevista» (Sands QC et al., 2021, p. 10). La definición no está exenta de críticas en la academia y, en este sentido, Morelle Hungría (2021) señala la falta de concreción en los siguientes términos:

algunas de las acciones u omisiones derivadas de algunas actividades antrópicas pueden generar daños ambientales de gravedad, pero éstos pueden ser lícitos por lo tanto estaríamos ante una actividad lícita y no se contemplaría la posible aplicación de esta nueva modalidad criminal, ya que faltaría el requisito de la antijuricidad de la conducta (p. 7).

En lo que se refiere al objeto material, se considerarán típicos aquellos daños en el medioambiente graves, extensos y duraderos. Para dotar de contenido al término «medioambiente», el Panel ofrece su propia definición: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Aunque se planteó la posibilidad de no definir el término para poder adaptarse a eventuales cambios en el futuro, finalmente, para respetar el principio de legalidad, se decidió elaborar un concepto únicamente a efectos del tipo de ecocidio sin mayores pretensiones (Lledó, 2022). Una vez que tenemos claro qué se va a entender por medioambiente, debemos analizar el tipo de daño punible; esto es, aquel grave, extenso y duradero. El daño tiene que reunir, por tanto, estas tres características, que han sido claramente definidas por el Panel en el documento: «se entenderá por grave el daño que cause cambios muy adversos, perturbaciones o daños notorios para cualquier elemento del medioambiente, incluidos los efectos serios para la vida humana o los recursos naturales, culturales o económicos» (Sands QC et al., 2021, p. 8); «se entenderá por extenso el daño que vaya más allá de una zona geográfica limitada, rebase las fronteras estatales o afecte a la totalidad de un ecosistema o una especie o a un gran número de seres humanos» (p. 9); y «se entenderá por duradero el daño irreversible o que no se pueda reparar mediante su regeneración natural en un plazo razonable» (p. 9).

Sin embargo, estamos ante un tipo de peligro, por cuanto que no es necesario para la consumación que efectivamente se produzca el daño, basta con que del acto ilícito o arbitrario se derive una «probabilidad sustancial» del mismo. Esta estructura ya existe en el propio Estatuto de Roma, por ejemplo, en el artículo 8, numerales 2.b.i a iii, que castiga por la comisión del acto con la intención específica de destruir total o parcialmente el grupo, con independencia de si efectivamente se produjo o no dicho resultado (Lledó, 2022). El uso de la estructura del delito de peligro obedece a la especialidad del bien jurídico y los objetos en que se concreta, y en esto coinciden doctrina y jurisprudencia, ya que los daños que se condenan (graves, extensos y duraderos) convierten en especialmente dificultoso —cuando no imposiblerestaurar el medio ambiente y sus elementos (Prat García & Soler Matutes, 2000).

Queda ahora, por tanto, determinar si estamos ante un tipo de peligro abstracto, concreto o hipotético. Aquí se entiende que estamos ante un delito de peligro hipotético, pues ni el tenor literal del tipo ni su estructura exigen un peligro concreto, sino que lo que se castiga es un «comportamiento idóneo para producir peligro para el bien jurídico protegido; la situación de peligro no es elemento del tipo, pero sí lo es la idoneidad del comportamiento efectivamente realizado para producir dicho peligro» (De Vicente Martínez, 2017, p. 89). En consonancia con esta idea, no sería necesario comprobar la existencia del nexo causal entre el acto y el daño, sino un «pronóstico de causalidad» respecto al acto peligroso (p. 89).

Con respecto al tipo subjetivo, el Panel quiso en su redacción dar cabida a supuestos que, partiendo de lo regulado en el artículo 30 del Estatuto, quedarían sin castigo, ya que este se ciñe a castigar supuestos de dolo directo. De este modo, en el ecocidio se cubren también aquellas conductas llevadas a cabo mediante dolo eventual, subjetividad que el Panel considera «suficientemente onerosa para asegurar que solo se exigirán responsabilidades de las personas con culpabilidad significativa respecto de daños graves» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Esta previsión permite castigar estas conductas en tiempos de paz y ser más acorde con la dinámica y realidad de estos delitos, por cuanto que lo que ocurre normalmente es que las empresas, para obtener los máximos beneficios económicos, causan estos daños mediante conductas riesgosas por omitir medidas de prevención cuya implantación les supone un elevado coste (Lledó, 2022). Autores como Heller (2021) se muestran críticos con esta configuración del tipo subjetivo que califica de «profundamente confusa», apuntando a que la definición de «conocimiento» que se maneja se está refiriendo realmente a imprudencia o a dolo eventual.

La inclusión del ecocidio en el Estatuto venía acompañada con la consiguiente recomendación de enmiendas (además de la ya mencionada del artículo 8) al mismo para dotar de coherencia y aplicabilidad al precepto y su espíritu. Así, se incluye un párrafo 2 bis en el preámbulo que contextualiza el nuevo delito al señalar: «preocupados por la amenaza constante a la que el medioambiente está siendo sometido como resultado de su grave destrucción y degradación que ponen en serio peligro los sistemas naturales y humanos en todo el mundo» (Sands QC et al., 2021, p. 5); y también una letra (la «e») al párrafo 1 del arculo 5: «El crimen de ecocidio».

Esta propuesta, según indica Lledó (2022), miembro del Panel, pretendía ofrecer un concepto que pudiera ser fácilmente aceptado por buena parte de los países con la intención de integrarse a un organismo operativo y existente como la CPI. De esta forma, se entendía como un proyecto a corto plazo que supusiera el punto de partida para abordar la situación de emergencia climática.

Otra propuesta es la impulsada por Neyret (2017), que proporciona la definición de ecocidio en los siguientes términos:

actos intencionados cometidos en el contexto de una acción generalizada y sistemática que tienen un impacto adverso en la seguridad del planeta tales como los actos que se definen a continuación:

  1. La descarga, emisión o introducción de sustancias o radiaciones ionizantes en el aire, en la atmósfera, en la tierra, en las aguas o en los medios acuáticos;
  2. La recogida, transporte, recuperación o la eliminación de residuos, incluyendo la supervisión de dichas operaciones y el cuidado posterior de los vertederos, e incluidas las actuaciones realizadas en calidad de negociante o agente en el marco de cualquier actividad relacionada con la gestión de residuos;
  3. La explotación de una instalación en la que se lleven a cabo actividades peligrosas o en las que se almacenen o utilicen sustancias o compuestos peligrosos;
  4. La producción, procesamiento, manipulación, uso, posesión, almacenamiento, transporte, importación, exportación o la eliminación de material nuclear u otro tipo de sustancias radiactivas peligrosas;
  5. La muerte, destrucción, posesión o apropiación de especímenes salvajes de flora y fauna tanto si están protegidas como si no; otros actos de carácter análogo cometidos de forma intencional que afecten negativamente a la seguridad del planeta (pp. 37-38).

En lo que se refiere al tipo objetivo, en esta conceptualización, a diferencia de la llevada a cabo por Stop Ecocidio, sí que encontramos un listado de acciones concretas que van a formar parte de la definición del ecocidio, que se enuncia como un delito de resultado al exigir un «impacto adverso en la seguridad del planeta», a diferencia del tipo de peligro previsto por Stop Ecocidio. Este impacto se va a entender como producido cuando los actos mencionados anteriormente causen:

  1. Una degradación extensa, duradera y grave de la calidad del aire, de la atmósfera, del suelo, de las aguas, de la fauna y la flora o de sus funciones ecológicas; o
  2. La muerte, invalidez permanente u otras enfermedades graves incurables a una población o la despojen definitivamente de sus tierras, territorios o recursos (Neyret, 2017, p. 38).

También el objeto material es diferente. Mientras Neyret (2017) se refiere a la «seguridad del planeta», Stop Ecocidio menciona al medio ambiente como elemento diferenciador; esto es, «el ecosistema y el disfrute pacífico del mismo por sus habitantes (independientemente de la especie)» (Serra Palao, 2019, p. 40).

En cuanto al tipo subjetivo, también encontramos diferencias, ya que para Neyret (2017) se requiere necesariamente la intencionalidad, cabiendo también la imprudencia grave al referir que se entenderá que hay intención si quien lleva a cabo las conductas «supiera o debiera haber sabido que existía una alta probabilidad de que sus actos afectaran de forma adversa a la seguridad del planeta» (p. 38).

En España este debate está sobre la mesa desde que en diciembre de 2020 el Grupo Parlamentario Plural, a instancias de una diputada (Mariona Illamola) y un diputado (Jaume Alonso-Cuevillas) de Junts per Catalunya, presentara ante el Congreso de los Diputados su «Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español». Destacaba en su exposición de motivos cómo, a pesar de lo dispuesto en el arculo 8, literal b, numeral iv del Estatuto de Roma, nadie había sido enjuiciado por dichos actos, lo que evidenciaba «la necesidad de adaptar el marco normativo existente a fin de preservar un ecosistema terrestre habitable», considerando que «la Corte Penal Internacional ofrece, en este momento, el marco más adecuado y coherente a nivel mundial para la persecución del delito de ecocidio», apoyando así la propuesta de Maldivas y Vanuatu de modificación del Estatuto de Roma. Además, señalaban la pertinencia de complementar esta iniciativa con la regulación nacional de dicho delito (Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español, 2020, exposición de motivos).

Dos años después, en la Comisión de Transición Ecológica del Congreso de los Diputados, se aprobaba una proposición no de ley a propuesta del Grupo Parlamentario Confederal de Unidas Podemos-En Común Podem-Galicia en Común, en la que se insta al Gobierno a impulsar el ecocidio como un delito internacional en el sentido propuesto por el Panel, así como su inclusión en el Código Penal nacional. Quien presentara la propuesta, López de Uralde Garmendia, presidente de la Comisión, recordaba casos acaecidos en España que bien podrían ser considerados ecocidios a la luz de la propuesta del Panel, como el de los vertidos de la mina de Aznalcóllar en el entorno del Parque Nacional de Doñana o el vertido de crudo en las costas gallegas por el Prestige (Congreso de los Diputados, 2022).

El último de los pasos en este sentido se dio en julio de 2023, cuando se inició en el Parlamento catalán un procedimiento para llevar al Congreso de los Diputados una «Propuesta de Ley para modificar la ley del Estado 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, para incorporar el crimen de ecocidio al Tribunal Penal Internacional», redactada y registrada en 2022 por el Grup Parlamentari de la Candidatura d’Unitat Popular. En el artículo único de esta propuesta se plantea la incorporación de un capítulo denominado «Del delito de ecocidio» dentro del título XXIV de los «Delitos contra la comunidad internacional». Se tipifica así el ecocidio en un sentido bastante similar al propuesto por el Panel, lo que no es de extrañar, ya que la propuesta estaba impulsada, además de por la Xarxa per la Justícia Climàtica y la SETEM Cataluña, por Stop Ecocidio:

Todo acto ilegal o derivado de un defecto grave de previsión o de precaución cometido por estados, empresas públicas o privadas (incluyendo directores, accionistas e inversores) o individuos y grupos de individuos sabiendo que es altamente probable que cause un daño grave, extenso y duradero al medio ambiente (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, p. 3).

Una de las grandes diferencias es que aquí se hace una descripción amplia y expresa respecto de los posibles sujetos activos, en los que se incluyen también las personas jurídicas. Esto cobra especial importancia por cuanto que, tal y como apunta García Ruiz (2022), «los principales destinatarios de la norma penal ecocida no serían la mayoría de los sujetos individuales, sino aquellos que conforman las estructuras más poderosas de las sociedades, como las corporaciones y los Estados» (p. 62). A esta misma idea apuntaba ya Gray (1996) cuando ponía de manifiesto cómo este tipo de conductas acababan produciendo beneficios solo en un determinado sector poderoso y que, en caso de que se produjera algún beneficio social, se vería «ampliamente superado por los costes sociales» (p. 218).

Además, se prevé la aplicación de la prisión permanente revisable para las personas físicas (equivalente a la cadena perpetua y, por lo tanto, la pena más grave actualmente en el Código Penal español) y una indemnización económica a las víctimas por un valor mínimo de los beneficios obtenidos por parte de las personas físicas y/o jurídicas responsables del delito de ecocidio en casos

extremos, como la destrucción mayor de ecosistemas, hábitats y especies clasificadas ecológicamente de acuerdo con el Convenio sobre Diversidad Biológica de Naciones Unidas, la desviación sensible de los objetivos climáticos y los que vengan a actualizarlos o el asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias en zonas en conflicto ambiental (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, p. 3).

Esta agravación plantea ciertas cuestiones en cuanto a su penología. Se propone la prisión permanente revisable para una variante más grave del delito de ecocidio, pero que no implica un ataque a la vida humana dependiente, que es para lo que inicialmente se diseñó esta pena. Habría que plantearse la pertinencia, en términos de proporcionalidad, de la ampliación de supuestos de aplicabilidad de una pena —indeterminada, por ciertocuya constitucionalidad ha sido tan debatida, incluso tras su ratificación por el Tribunal Constitucional español. Por otro lado, con respecto a la solicitud de aplicarla en caso de asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias, debemos tener en cuenta que si se tratara de un asesinato cometido dentro de un contexto de genocidio o de lesa humanidad, ya estaría prevista su aplicación. En el supuesto de que se tratara de un asesinato fuera de dicho contexto, cuya víctima no cumpliera los requisitos establecidos en el artículo 140 del Código Penal para aplicar la prisión permanente revisable, se podría acudir a la agravante genérica del artículo 22.4 relativa a cometer el delito por motivos discriminatorios basados en la ideología o las creencias de las víctimas, lo que permitiría aplicar la pena en su mitad superior. Distinto sería si el asesinato fuera cometido por quien pertenece a un grupo u organización criminal, en cuyo caso también está prevista la aplicación de prisión permanente revisable.

Tras esta propuesta de tipificación, se insta al Estado a que apoye las iniciativas de Vanuatu y Maldivas de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma y a que tome la iniciativa de crear un grupo «de estados pilotos encargados de preparar la redacción de un proyecto de nueva convención internacional relativa a la represión del crimen de ecocidio» (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, pp. 3-4).

De hecho, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reconoció en septiembre de 2023 acoger «con beneplácito esta posibilidad así como otras medidas diseñadas para ampliar la exigencia de responsabilidades por daños medioambientales, tanto a nivel nacional como internacional», en un contexto de «necesidad de combatir la impunidad de la que disfrutan personas y empresas quienes expolian en gran medida nuestro medio ambiente» (Türk, 2023). Türk insistía en la vinculación del medio ambiente con los derechos humanos —«las personas de cualquier punto del planeta quieren, y tienen derecho, a […] un medioambiente limpio, saludable y sostenible»y también en la importancia de abordar la cuestión climática desde esta perspectiva de una forma urgente —«esta espiral de daños supone una emergencia de derechos humanos»—.

Otro avance importante en la línea de configurar el delito de ecocidio a nivel europeo es la propuesta presentada en enero de 2023 por el Instituto de Derecho Europeo (en adelante, IDE) con el nombre de Informe sobre ecocidio: reglas modelo para una directiva de la UE y una del Consejo. Partiendo de la definición del Panel, el IDE ofrece la suya propia que, aunque más extensa, viene a hacer una tipificación prácticamente idéntica, aunque incluyendo lo que en el documento del Panel formaba parte de los comentarios como parte del texto, salvo en lo que se refiere a la intencionalidad:

toda conducta definida en los párrafos 4 o 5, cometida intencionalmente, que pueda causar, o contribuir de manera sustancial a causar un daño grave y duradero o un daño grave e irreparable o irreversible a un ecosistema o ecosistemas en el medio natural (IDE, 2023, p. 35).

El avance más reciente ha sido el proyecto de ley para prevenir y tipificar el ecocidio presentado en septiembre de 2023 por Alleanza Verdi e Sinistra en el Parlamento italiano, basado en la propuesta de tipificación del Panel (Stop Ecocidio, 2023).

Así, aunque la propuesta cuenta con un amplio apoyo en la comunidad internacional, con al menos veinticuatro países miembros de la CPI que están abordando la cuestión a nivel parlamentario y/o gubernamental, y docenas de otros países, lo cierto es que las mejores previsiones por parte de Stop Ecocidio auguran que el ecocidio podría ser una realidad para 2025 o 2026 (Stop Ecocidio, s.f.-a).

V. CONCLUSIONES

Preservar la biodiversidad y los recursos naturales que conforman nuestro entorno no solo constituye una responsabilidad hacia las generaciones venideras, sino también una obligación intrínseca con el equilibrio y la armonía del medio ambiente, así como con la diversidad de especies que coexisten en nuestro planeta. En este contexto, se destaca la importancia de considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un paso significativo hacia la responsabilidad colectiva en la preservación del medio ambiente, subrayando la necesidad de salvaguardar nuestro planeta como un patrimonio compartido que trasciende las fronteras nacionales.

Desde sus inicios, el concepto de ecocidio como delito autónomo fue controvertido no solo por la dificultad de definición del bien jurídico, sino también, y sobre todo, por el elemento subjetivo del tipo y la necesidad de exigir o no un dolo específico referido a la intención de causar daños al medio ambiente. Otro de los caballos de batalla fue si restringirlo al ámbito de los conflictos armados o no. Todos estos obstáculos vienen motivados, en buena parte, por la visión que siempre se ha tenido del medio ambiente como un bien al servicio del ser humano que se configura partiendo de sus necesidades.

Superada esta visión del constitucionalismo clásico europeo, las ideas propugnadas por el ecologismo y el neoconstitucionalismo de América Latina han permitido abrir el concepto y enfocarlo hacia las necesidades propias de la naturaleza y los ecosistemas naturales. Precisamente por ser de todos los seres que lo habitan, el mundo no es de ninguno de ellos en concreto. De ahí que, a pesar de que existan numerosos países que condenan en sus códigos penales el delito de ecocidio, resulte fundamental configurarlo como un delito que afecta a toda la comunidad internacional.

Aunque hay varias definiciones en diferentes códigos penales, la que se maneja a nivel internacional y se ha propuesto para ser incluida en el Estatuto de Roma ha sido la elaborada por el Panel a iniciativa de Stop Ecocidio. Esta propone un tipo de peligro hipotético, lo que, además de incidir en la función preventiva respecto a la conducta, supone un adelantamiento de la protección fundamental en cuanto a la irreversibilidad de los daños que se pueden causar al medio ambiente. Se reserva además este delito de ecocidio, como no podía ser de otra manera, a aquellos daños graves, extensos y duraderos. El apoyo de numerosos países a esta propuesta y la petición expresa y reciente de Vanuatu y Maldivas, territorios especialmente golpeados por el cambio climático, de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, dibujan sin duda un futuro esperanzador en cuanto a que el ecocidio sea una realidad en pocos años.

En este trabajo se respalda la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un tipo autónomo, respondiendo a la creciente conciencia global sobre los impactos ambientales devastadores derivados de diversas actividades humanas. Así, tal y como señalan Merz et al. (2014), dotar a este delito de autonomía permitiría el reconocimiento no solo de los derechos de la naturaleza, sino también de los pueblos indígenas y las generaciones futuras, mientras que lo contrario «reduciría su ámbito de aplicación y mantendría una visión legal antropocéntrica» (p.16). La necesidad de una revisión sustancial en el marco penal internacional se vuelve cada vez más evidente al contemplar la magnitud de los daños medioambientales, instando a una reflexión sobre la eficacia de la normativa existente.

Esta posición se basa en la premisa de considerar la inclusión de este delito como un paso clave para abordar de manera más efectiva los daños ambientales a gran escala. La argumentación se centra en la necesidad de establecer una base legal sólida que permita la responsabilización de quienes lleven a cabo conductas que resulten en impactos significativos en el medio ambiente. Más allá de la mera sanción, se entiende aquí que esta medida fortalecería los esfuerzos globales para preservar la salud y la integridad del planeta, proporcionando un marco más robusto para la protección del medio ambiente. Así, García Ruiz (2018) señala la importancia de adoptar una «posición firme e inequívoca» en este ámbito, destacando la «importancia y legitimidad de una ley penal internacional consagrada al medio ambiente» (p. 35).

Para concluir, referiré las acertadas palabras de Marques (2020): «el colapso ambiental ya no es un escenario eventual del futuro, con todo el peso de incertidumbre que se reserva a esta palabra» (s.p.).

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Recibido: 21/10/2023
Aprobado: 13/02/2024


1 La resolución fue aprobada con cuarenta y tres votos (Alemania, Argentina, Armenia, Austria, Bahamas, Baréin, Bangladesh, Bolivia, Brasil, Bulgaria, Burkina Faso, Camerún, Costa de Marfil, Cuba, Chequia, Dinamarca, Eritrea, Fiyi, Filipinas, Francia, Gabón, Indonesia, Islas Marshall, Italia, Libia, Malawi, Mauritania, México, Namibia, Nepal, Países Bajos, Pakistán, Polonia, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, República de Corea, Senegal, Somalia, Sudán, Togo, Ucrania, Uruguay, Uzbekistán y Venezuela) y cuatro abstenciones (China, Rusia, India y Japón).

2 Guatemala, Bulgaria, Croacia, Suiza, Chile, Eslovenia, Bielorrusia, Trinidad y Tobago, Marruecos, Egipto, Jamaica, Burkina Faso, Malasia, Italia y Bangladesh.

* Profesora ayudante. Doctora en el Departamento de Derecho Internacional Público, Penal y Procesal de la Universidad de Cádiz (España), y doctora en Ciencias Sociales y Jurídicas por la misma casa de estudios.

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