https://doi.org/10.18800/derechopucp.202501.003


La tesis de la conexión intrínseca entre derecho y moral: sus consecuencias para la ética profesional del abogado*

The Thesis of the Intrinsic Connection Between Law and Morality: Its Consequences for the Professional Ethics of the Lawyer

José Chávez-Fernández Postigo**

Universidad Católica San Pablo, Arequipa (Perú)


Resumen: Frecuentemente la reflexión sobre las concepciones iusfilosóficas acerca del derecho se postulan, al menos implícitamente, como independientes de la reflexión sobre la ética de las profesiones jurídicas. Sin embargo, este breve trabajo pretende mostrar que un aspecto central que define los matices de dichas concepciones —en concreto, la forma de sostener la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral— resulta imprescindible de cara a plantear consecuencias prácticas para el ejercicio ético o moral de las profesiones jurídicas y, en particular, la del abogado.

A partir de la tensión real o aparente entre el deber de «veracidad y justicia» y el de «diligencia y reserva» del abogado que actúa como defensor en un proceso penal, este trabajo presentará la tesis de que el derecho y la moral —sin llegar a identificarse o confundirse— guardan una relación «intrínseca». Se argumentará a favor de que esta permite compatibilizar el ejercicio profesional de los abogados respecto de los mencionados deberes con la tesis de que la moral subordina al derecho en tanto que ambas son disciplinar y normativamente razonamiento-conocimiento primordialmente práctico o prescriptivo, y no técnico o instrumental, en terminología aristotélica. Ello permitirá sostener que tanto el juez como el abogado que actúan en un proceso de tal naturaleza están vinculados en su ejercicio profesional por una moral que se postule razonablemente como objetiva, sin perjuicio de destacar las peculiaridades de dicha vinculación para el trabajo profesional del abogado.

Palabras clave: Concepciones iusfilosóficas, conexión derecho-moral, ética profesional del abogado, deber de veracidad, deber de servir a la justicia, deber de reserva, deber de diligencia.

Abstract: Frequently, reflections on the legal philosophical conceptions of law are posited, at least implicitly, as independent from reflections on the ethics of the legal professions. However, this brief work aims to show that a central aspect that defines the nuances of such conceptions—specifically, the way in which the thesis of the necessary connection between law and morality is upheld—is essential for addressing practical consequences in the ethical or moral exercise of legal professions, particularly that of lawyers.

Starting from the real or apparent tension between the lawyer’s duty of «truthfulness and justice» and the duty of «diligence and confidentiality» when acting as a defense attorney in a criminal trial, this paper will present the thesis that law and morality—without being identified or confused with one another—maintain an «intrinsic» relationship. It will argue in favor of the fact that this allows the professional practice of lawyers to be compatible with respect to the duties with the thesis that morality subordinates law insofar as both are primarily practical or prescriptive, and not technical or instrumental, in Aristotelian terminology. This will lead to the conclusion that both judges and lawyers who participate in such legal proceedings are bound in their professional practice by a morality that can reasonably be considered objective, while acknowledging the unique implications of this connection for the lawyer’s professional work.

Keywords: Legal philosophical conceptions, law-morality connection, professional ethics of the lawyer, duty of truthfulness, duty to serve justice, duty of confidentiality, duty of diligence

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. TENSIONES EN LA ÉTICA PROFESIONAL DEL ABOGADO: ¿VERACIDAD Y JUSTICIA, O DILIGENCIA Y RESERVA?.- III. CONCEPCIONES IUSFILOSÓFICAS Y LA TESIS DE LA CONEXIÓN EXTRÍNSECA ENTRE DERECHO Y MORAL.- IV. LA TESIS DE LA CONEXIÓN INTRÍNSECA ENTRE DERECHO Y MORAL: UNA SÍNTESIS.- V. ALGUNAS CONSECUENCIAS PARA LA ÉTICA PROFESIONAL DEL ABOGADO.- VI. CONCLUSIÓN.

I. INTRODUCCIÓN

Es frecuente que la reflexión sobre la solución de la casuística referida a la ética de las profesiones jurídicas o deontología jurídica1 se plantee implícitamente como independiente —al menos hasta cierto puntode la reflexión sobre la concepción iusfilosófica que se tenga acerca de la relación entre el derecho y la moral2. Por ejemplo, Ferrajoli (2013) apunta, incluso, a una desatención de la doctrina jurídica en general sobre el asunto (p. 203), aunque Luban y Wendel (2020) plantean, más bien, una suerte de tercera oleada en el cultivo teórico de la ética profesional del abogado (pp. 74 y ss.), mientras que Helzel y Caravita (2021) apuntan a que la proliferación de códigos deontológicos en el último tiempo ha convertido a la deontología en una materia de recurrente interés (p. 342).

En este breve trabajo pretendo mostrar que un aspecto central que define a las concepciones iusfilosóficas —en concreto, la forma específica de afirmar la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral (en adelante, la tesis de la conexión)resulta valioso en orden a plantear consecuencias prácticas para el ejercicio «ético» o «moral» —tomaré los términos como equivalentesde las profesiones jurídicas y, en particular, la del abogado que actúa en el contexto de un proceso penal.

Presentaré la tesis de que el derecho y la moral —sin identificarse o confundirseguardan, no obstante, una relación que llamaré «intrínseca», para distinguirla de la que denominaré «extrínseca», y que se asume frecuentemente en la defensa de la tesis de la conexión que se hace —no obstante, sus significativos maticesdesde posiciones no-positivistas constructivistas como el «postpositivismo» (Atienza, 2013, pp. 28-30) o el «no-positivismo» (Alexy, 2021, pp. 21-27)3.

En concreto, intentaré justificar que la versión intrínseca de la tesis de la conexión permite compatibilizar el deber de veracidad y de servicio a la justicia de los abogados (en adelante, deber de veracidad y justicia) con el deber de defender con diligencia y reserva los intereses de su cliente (en adelante, deber de diligencia y reserva). La clave del argumento estará en la configuración del derecho —concebido desde una tradición de racionalidad aristotélica4como una disciplina primordialmente práctica —es decir, moraly solo complementariamente como una de tipo técnico —dicho de otro modo, instrumental, estratégico o productivo—. Desde esta perspectiva las reglas e instituciones jurídicas no solo se subordinan a los principios morales de justicia, sino que son también concreción o determinación histórica e imperfecta de ellos, lo que tiene consecuencias singulares para el ejercicio de la ética de las profesiones jurídicas —y la del abogado que actúa como defensor en un proceso penal no es la excepción—, no fácilmente generalizables a otras profesiones de naturaleza distinta; a saber, básicamente, disciplinas o profesiones no estrictamente prácticas.

Mi aproximación será primordialmente iusfilosófica y, cuando sea preciso que haga referencia a un código de ética profesional del abogado, utilizaré el peruano5 en el marco de su respectivo ordenamiento jurídico. Para lograr mi objetivo seguiré los siguientes pasos. En primer lugar (II), describiré uno de los principales problemas que se suscitan en la ética profesional del abogado que actúa como defensor en un proceso penal: la tensión entre, por un lado, el deber de veracidad y justicia; y, por otro lado, el deber de diligencia y reserva. En segundo lugar (III), haré una breve síntesis de algunos modelos de concepciones iusfilosóficas que sostienen la tesis de la conexión entre derecho y moral, y evidenciaré sus principales problemas para dar cuenta de la ética profesional del abogado. En tercer lugar (IV), presentaré la tesis de la conexión intrínseca entre derecho y moral de tradición aristotélica. En cuarto lugar (V), justificaré a través de algunos ejemplos por qué pienso que la tesis de la conexión intrínseca ofrece una mejor solución al problema de la tensión entre los deberes en cuestión del abogado que la tesis de la conexión extrínseca. Finalmente (VI), ofreceré una breve reflexión conclusiva.

II. TENSIONES EN LA ÉTICA PROFESIONAL DEL ABOGADO: ¿VERACIDAD Y JUSTICIA, O DILIGENCIA Y RESERVA?

No me detendré en este acápite en la casuística de los variados problemas éticos que se le presentan a los profesionales del derecho —o «juristas», para los efectos de este trabajo—, ni siquiera en los que atañen específicamente a los abogados de parte, a los que me referiré en adelante como «abogados». Tampoco haré un repaso de las diversas formas doctrinarias de encarar esos problemas. Lo primero lo ha hecho con bastante solvencia, por ejemplo, La Torre (2013, pp. 177-183); y lo segundo lo ha ensayado especialmente bien, por ejemplo, Atienza (2017, pp. 252-266)6. Sin perjuicio de ello, tendré la oportunidad más adelante de discutir algunas de sus tesis vinculadas más estrechamente con mi propósito.

Antes bien, me dedicaré en esta sección a describir muy sintéticamente la manera en que se concibe comúnmente que, en concreto, el deber de veracidad y justicia del abogado entra en tensión o conflicto con el de diligencia y reserva para con su cliente, al menos en el contexto de un proceso penal. Mi intención no es entrar en especificaciones completamente pertinentes al respecto, sino que, bajo esos deberes o conjuntos de deberes, me referiré básicamente a aquellos que Seleme (2023) —tras los rótulos generales de «deber de auxiliar a la justicia» y «deber de lealtad»considera los «pilares» del trabajo del abogado7 (p. 65).

Según lo anticipado, describiré dichos deberes como lo hace el Código de Ética del Abogado peruano (CEA), no obstante ser consciente de que, al ser deberes incorporados formalmente a un sistema disciplinario, independientemente de su eticidad o moralidad y de su efectiva coercibilidad, puede hablarse también de su juridicidad8. En todo caso, lo haré así no porque considere que los deberes morales del abogado en su ejercicio profesional se agotan en los juridificados en dicho código, sino porque me parece metodológicamente un buen punto de partida.

Por un lado, respecto del deber de veracidad y justicia, el artículo 6, numeral 1 del CEA establece como uno de los deberes fundamentales del abogado que se actúe «con sujeción a los principios de lealtad, probidad, veracidad, honradez, eficacia y buena fe»; mientras que el artículo 9 expresa que «el abogado debe exponer con claridad los hechos, el derecho aplicable al caso, y las pretensiones de su cliente. No debe declarar con falsedad». El artículo 64 especifica, por su parte, que incurre «en grave responsabilidad, el abogado que induzca a error a la autoridad utilizando artificios que oculten la verdad de los hechos o expongan una falsa aplicación del derecho»; a la par que el artículo 60 detalla, incluso, que comete falta «el abogado que abusa de los medios procesales para obtener beneficios indebidos o procura la dilación innecesaria del proceso». De modo general, finalmente, recordemos que el artículo 2 del CEA señala que la abogacía tiene «una función social al servicio del Derecho y la Justicia», mientras que el artículo 5 llama directamente a los abogados «servidores de la justicia».

Por otro lado, respecto del deber de diligencia y reserva, el mismo artículo 5 reconoce que es deber profesional del abogado «defender los derechos de sus patrocinados, honrando la confianza depositada en su labor»; el artículo 27 afirma que también es su deber «defender el interés del cliente de manera diligente y con un elevado estándar de competencia profesional»; y el artículo 18 aclara que el «abogado puede aceptar patrocinar todo tipo de causas, incluso si conoce de la responsabilidad o culpabilidad del cliente, debiendo emplear todos los medios lícitos que garanticen el debido proceso y el reconocimiento de sus derechos». En ese sentido, el artículo 30 del CEA especifica el derecho a guardar el secreto profesional reconocido en el artículo 2, numeral 18 de la Constitución Política del Perú, señalando que el abogado tiene además el deber profesional de reserva «para proteger y mantener en la más estricta confidencialidad los hechos e información referidos a un cliente o potencial cliente que conoce con ocasión de la relación profesional»9.

A partir de fórmulas bastante semejantes a las que expresa el CEA10, la doctrina en general —por ejemplo, Zagrebelsky (2024, pp. 142-143)entiende normalmente que se da una tensión o conflicto de difícil solución entre dos deberes generales contradictorios que todo abogado tendría: por un lado, el de cooperar con la justicia y, por el otro, el de velar por los intereses de su cliente11. Por ejemplo, en un caso concreto, un abogado se vería sumido en un conflicto moral porque tendría al mismo tiempo: a) el deber de no mentirle al juez y de cooperar con que este haga justicia; y b) el deber de ser leal, diligente y reservado para con un cliente que, no obstante haberle confiado que cometió los hechos que se le imputan respecto de un grave delito, cree que no hay pruebas concluyentes del mismo y, dado que existe el principio de presunción de inocencia, desea declararse, bajo su patrocinio, «inocente».

Me ocuparé de evidenciar que, si bien existe cierta evidente tensión entre estos deberes del abogado, no lo es tanto porque se trate de principios —o un conjunto de principios— en sí mismos contrarios como porque se les concibe —al menos, implícitamente— desde un modelo extrínseco de defensa de la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral. En ese sentido, no argumentaré por qué creo que la tesis de la conexión necesaria intrínseca entre derecho y moral es una mejor explicación del derecho que la tesis de la conexión extrínseca o que la tesis de la separación necesaria entre derecho y moral12. No polemizaré aquí con el positivismo jurídico, sino con el pospositivismo constructivista. Mi propósito es mostrar que, si se concibe la conexión entre derecho y moral de manera intrínseca, se disuelven algunas aparentes tensiones entre los deberes morales del abogado. Pero, para ello, tengo antes que especificar a qué me refiero con las versiones intrínseca y extrínseca de la tesis de la conexión.

III. CONCEPCIONES IUSFILOSÓFICAS Y LA TESIS DE LA CONEXIÓN EXTRÍNSECA ENTRE DERECHO Y MORAL

Como ha sostenido Alexy (2013), los iuspositivismos mantienen —cada cual a su modola tesis de la separación —necesaria o contingenteentre derecho y moral (pp. 15 y ss.). En una versión bastante simplificada la tesis iuspositivista consiste en que el derecho no requeriría siempre para su validez jurídica de la conexión con los contenidos de algún sistema normativo moral, por muy objetivo que se le pretenda; sino que la relación entre derecho y moral queda determinada por la autoridad y por la eficacia13. Por el contrario, para Alexy (2004) las propuestas que no se identifican con el positivismo jurídico, sean las elaboradas desde la tradición de racionalidad kantiana —como la suyao las diseñadas desde la tradición de racionalidad aristotélica, sostienen alguna versión de la tesis de la conexión necesaria (pp. 132 y ss.).

Precisamente, como es sabido, para Alexy (2011) el derecho tendría, en realidad, solo un rasgo esencial: su doble naturaleza. Esta estaría constituida por una dimensión ideal o moral, aspecto que se expresaría en la tesis de que todo derecho formula necesariamente una pretensión de corrección; en concreto, una pretensión de justicia material o sustantiva. Pero también estaría constituida por una dimensión real o fáctica, aspecto que se manifestaría a través de la autoridad y la eficacia social para lograr seguridad jurídica (pp. 29-49). A juicio de Alexy (2017), la tensión dialéctica entre estas dimensiones se resolvería a través de la ponderación, y solo así la corrección moral alcanzaría también al derecho real, haciéndose jurídica también en los hechos (pp. 323-324).

En Alexy (2009, pp. 93 y ss.) la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral se expresa particularmente en que los derechos fundamentales —derechos humanos, algunos de «validez eterna» (2016, p. 64)no tendrían validez jurídica si no es a través de su positivación autoritativa, por lo que si bien todo discurso jurídico sería un caso especial del discurso práctico general, en realidad se podría decir que el derecho entrelaza dos sistemas normativos procedimentales, en principio distintos y en tensión: uno ideal-moral y otro real-fáctico que operan juntos —una vez el primero se haya formalizado o institucionalizadopara alcanzar la eficacia jurídica. Dicho de otra forma, el derecho sería moral —tendría una conexión necesaria con la moralporque la presupone, la incorpora y la cristaliza procedimental y autoritativamente, pero no porque sea constitutiva y sustancialmente razón práctica.

Desde la misma tradición pospositivista de matriz kantiana, Atienza (2017) cree que el principal problema de la deontología jurídica es «qué hacer cuando el Derecho dicta una cosa, y la moral otra» (p. 267). Atienza busca caminos de respuesta (pp. 269-273). Destaca que los iuspositivismos encuentran dificultad para suscribir el modelo del abogado «moralista», al menos en la versión matizada que él propone14. Este modelo en la versión de Atienza implicaría aceptar que, haciendo uso del derecho —y sin infringirlo—, el abogado puede terminar obrando de manera gravemente inmoral. A su juicio, dichas acciones inmorales no pueden encontrar justificación en argumentos tales como que se está velando por los intereses del cliente o respetando su autonomía, o que el abogado simplemente opera según el rol profesional —ni imparcial ni independienteque se le ha asignado institucionalmente en la sociedad. Su propuesta implica que la profesión del abogado no sería «intrínsecamente inmoral»15, desde luego, pero sí de «riesgo moral», dado que obliga al abogado no solo a cumplir con el derecho, sino también a ponderar los valores en juego en cada caso concreto, considerando que su conducta podría dañar —casi siempre ilícitamentea terceros inocentes o afectar intereses comunes, a pesar de no contravenir al derecho16.

Por otro lado, Atienza (2013) ha mantenido también, a diferencia de lo que sostiene Alexy17, que el discurso —la argumentaciónespecíficamente del abogado diferiría del discurso del juez por su carácter partidario y por su acento estratégico o instrumental, por lo que no estaría necesariamente signado por la pretensión de corrección —no se aplicaría, por ejemplo, el principio de sinceridad en todos sus extremosni podría ser catalogado, en la mayoría de las situaciones de su ejercicio argumentativo, como un caso especial del discurso práctico general; es decir, de argumentación racional o moral18. Si conectamos esta tesis con la mostrada en el párrafo anterior, se puede decir que, para Atienza, si bien el abogado podría catalogarse desde el punto de vista deontológico como «moralista», no lo sería tanto como el juez (pp. 706-707).

Atienza (2017) también afirma defender la tesis de la «unidad de la razón práctica» y admite una suerte de naturaleza dual del derecho como la de Alexy, pero le parece que la mejor manera de sostenerla no sería viendo al derecho como un mero «sistema, un conjunto de normas», sino más bien como «una práctica social con la que se trata de alcanzar (de maximizar) ciertos fines y valores, pero permaneciendo dentro del sistema», por lo que habría «razones moralmente justificadas que, sin embargo, no pueden utilizarse en la argumentación jurídica» (pp. 134-135).

En ese orden de ideas, no llama la atención de que Atienza (2017) entienda al derecho —a la dogmática jurídica, pero también a la actividad judicial19como una «tecno-praxis», es decir: a) no es ciencia sino «técnica social» y b) «se inserta dentro de lo que tradicionalmente se ha llamado la razón práctica» (pp. 185-186). Para Atienza la dogmática jurídica sería específicamente la combinación «de técnica social y de filosofía práctica (moral y política), un lugar de reunión de la razón instrumental y la razón práctica»; o, dicho de otra forma, esta se debería regir «por un tipo de racionalidad que incluyera no solo la deliberación sobre los medios adecuados para alcanzar ciertos fines, sino también la deliberación sobre esos fines y sobre los valores en que los mismos se sustentan» (p. 192).

Pues bien, en mi opinión, tanto la versión de la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral que sostiene Alexy como la que sostiene Atienza pueden ser catalogadas como «extrínsecas», no obstante los relevantes matices que he destacado entre ambas. Lo explico brevemente.

En Alexy se trataría de una unidad de la razón práctica lograda a través de la ponderación dialéctica entre estándares normativos cualitativamente distintos a los que se accede a través de una razón procedimental. En Atienza dicha unidad se logra tras la combinación —algo confusa, por no jerarquizadade dos formas significativamente distintas en que la razón se aproxima a la conducta humana: la práctica y la técnica, por lo que creo que no resultan equivalentes —como sí lo piensa Atienza (2017)los términos «tecno-praxis» y «praxis tecnificada» para referirse al derecho, aunque él use preferentemente el primero de ellos (p. 186). Dicho esta vez muy gruesamente: en este enfoque de conexión «extrínseca» el abogado ha de obrar ética o moralmente —lo que implicaría para él una ponderación caso por caso entre las razones instrumentales y las morales, por ejemplodentro y fuera del proceso, casi como cualquier otro profesional, a no ser por el inexplicable —asumidas las premisas de Atienzamayor «riesgo moral» en el que se encontraría. Por así decirlo, pareciera que el abogado debe usar el derecho moralmente, pero no que su disciplina sea intrínsecamente práctica; es decir, moral.

En todo caso, tras lo señalado en esta sección del trabajo, debo reconocer que la figura alexiana de la «institucionalización de la justicia» (Alexy, 2016, pp. 47 y ss.)20 queda más próxima —aunque solo un pocoa la tesis de la conexión «intrínseca» entre derecho y moral que defenderé en el siguiente acápite (IV). Por ello, no debe llamar la atención que Atienza (2013) se distancie de Alexy al afirmar que el discurso del abogado —a diferencia del discurso del juez, por ejemplono formula necesariamente una pretensión de corrección ni puede catalogarse siempre como un caso especial del discurso práctico general —es decir, moral—; sino, antes bien, como una argumentación predominantemente estratégica o instrumental —es decir, técnica—, dando lugar a una «tecno-praxis» (pp. 706 y ss.).

Pero, para que me sea posible defender lo afirmado, primero debo explicar cómo concibo la versión «intrínseca» de la tesis de la conexión y tratar, luego, algunas de las consecuencias de esta para la ética profesional del abogado, concretamente respecto de la aparente tensión entre los deberes de veracidad y justicia, así como de diligencia y reserva, en el contexto de un proceso penal.

IV. LA TESIS DE LA CONEXIÓN INTRÍNSECA ENTRE DERECHO Y MORAL: UNA SÍNTESIS

Desde la tradición aristotélica, la manera en que la razón se relaciona con la realidad depende no solo de la naturaleza humana propia de toda persona que razona, sino también del modo de ser de cada cosa sobre la que se razona, por lo que conviene distinguir —sin separar, detalle imprescindibleentre diversos tipos de conocimiento. Para Massini-Correas (2008), la primera distinción importante se da entre el «conocimiento especulativo» y aquel que, análogamente, puede llamarse «conocimiento práctico». Dicho muy brevemente: mientras que el primero describe o analiza objetos o hechos, el segundo regula o dirige acciones humanas, aquellas que son susceptibles de ser valoradas moralmente como buenas o malas (pp. 3 y ss.). El primero juzga lo que es, el segundo lo que debe ser. Cuando la razón actúa del primer modo se le puede llamar «razón o racionalidad teórica», y cuando lo hace del segundo modo, «razón o racionalidad práctica»21.

La segunda distinción tiene mayor relevancia para el objetivo de este trabajo y es más sutil que la primera. En términos del propio Aristóteles (1985) la «producción es distinta de la acción […] de modo que también el modo de ser racional práctico es distinto del modo de ser racional productivo» (EN, VI, 4, 1140a 1-5). Por ello, lo que se puede llamar «razón o racionalidad técnica» debe distinguirse de la «razón o racionalidad práctica» propiamente dicha, pues, a diferencia de esta, no versa sobre la rectitud moral de las acciones humanas, sino sobre el perfeccionamiento de las hechuras o productos humanos22. Por ello, puede decirse con Tomás de Aquino (1993) que mientras la recta razón de lo «agible» es la prudencia, la técnica o arte es la recta razón de lo «factible» (p. ST, I-II. q.57, a.4). Pero ¿qué es la prudencia? ¿Qué es lo que realmente la distingue de la técnica?

Para Aristóteles (2003) la prudencia «es la virtud de la inteligencia mediante la cual se puede resolver acerca de los bienes y males que […] se encaminan a la felicidad» (Retórica, I, 9, 2, 1366b 21-23); o, dicho de otra forma, «un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre» (Aristóteles, 1985, EN, VI, 5, 1140b 4)23. Ramírez (1979) ha propuesto una definición de prudencia desde esta tradición. Sería «una virtud intelectual directiva de los actos humanos al fin último de toda la vida» (p. 90), por lo que, a su juicio, se trata de una virtud del intelecto, formalmente hablando, y además de la voluntad, materialmente hablando (pp. 90-91). Resulta ser un buen hábito o disposición —intelectual y moralque no se confunde con la técnica o arte, pues, a diferencia de esta, la prudencia es racionalmente determinativa y directiva de las acciones humanas concretas con el propósito de encontrar los mejores medios24 para alcanzar la plenitud moral de la vida, y no para la mera perfección o eficacia de los productos o artefactos humanos como tales25.

Para Kalinowski (1982) la prudencia consiste en una puesta en forma o excelencia habitual de nuestra razón, por la que la persona se hace capaz de conjugar armónicamente sus potencias intelectuales y volitivas —también su dimensión emocionalpara la realización de la acción concreta o específica. Se trata de un proceso por el que la razón logra pasar de los primeros principios prácticos o morales, de sus conclusiones normativas necesarias o indisponibles, de sus determinaciones normativas no necesarias o autoritativas más generales o menos concretas, y de los hechos particulares relevantes para cada caso, a la concreción experiencial de la mejor conducta posible; y, desde luego, también a aquella que es específicamente debida en justicia: lo justo o ius, el derecho (pp. 126-128)26.

En ese sentido, si nos referimos particularmente al empleo de la prudencia en el ámbito del derecho —a lo que podríamos llamar, sencillamente, «prudencia jurídica»—, actividades indispensables de la razón práctica que atañen tanto a la interpretación como a la determinación del derecho resultarían imposibles si el sujeto que discierne no cuenta con la virtud de la prudencia o, cuando menos, se ha hecho capaz de realizar juicios de tipo prudencial, organizando armónicamente la información relevante para poder imperar de manera sintética lo justo —ius o derechoen cada circunstancia específica bajo evaluación27. Por ello, para Massini-Correas (2006), en «el campo del derecho, definido anteriormente como “acción, dación u omisión debida a otro en justicia”, la función propia de la prudencia es delimitar el contenido concreto de ese débito […] por una razón de justicia» (p. 46).

Pero si esto es así, ¿puede el derecho —la disciplina jurídicaser una «técnica» o «herramienta»28 de cambio social o, al menos, una «tecno-praxis»?29 Me temo que no. Desde luego, en el derecho se requiere conocimientos de tipo teórico —incluso formal o empíricamente científicossobre hechos, los que pueden ser el punto de partida para formular juicios de naturaleza práctica y técnica que concurren para dirigir la acción y resolver el caso, ya sea en abstracto o en concreto. Sin embargo, el derecho parece ser —no excluyentemente, pero sí primordialmentepraxis: razonamiento práctico, directivo de la conducta humana que procura la determinación y la concreción de la deuda externa de justicia en que consiste cada derecho, y que subordina al conocimiento o razonamiento técnico para lograrlo eficazmente30. Así, por ejemplo, el abogado le sugiere al juez que debería resolver el conflicto de una forma compatible con los intereses de su cliente; el fiscal le precisa que debería ordenar la detención del inculpado; mientras que el juez decide no solo respecto de la titularidad de un inmueble o la inocencia del procesado, sino que ordena que se le detenga preventivamente o le manda a purgar pena privativa de libertad.

Lo que distingue al razonamiento jurídico del razonamiento moral no es que el primero sea técnico y el segundo práctico31, me parece; sino, al menos dos aspectos que es relevante destacar para el objetivo de este trabajo. En primer lugar, su especificidad de justicia, pues no versa sobre la concreción de otras virtudes morales como la templanza o la veracidad, no obstante la adquisición de algunas virtudes —al menos, en cierta medidaresulte indispensable para conocer lo justo. En segundo lugar, la tecnificación institucional que lo concreta formalmente, por lo que el derecho no tiene relación directa con la justicia sin más o en su más amplio sentido —ni subjetivo ni objetivo—, sino con las deudas objetivas externas de justicia ya determinadas por la naturaleza de las cosas o —en la gran mayoría de los casosformalizadas por la autoridad competente. Dicho de otro modo, tanto el razonamiento-conocimiento jurídico como el moral son primordialmente de tipo práctico y prudencial en su concreción, y solo secundaria y subordinadamente son razonamiento-conocimiento de tipo técnico. Por ello, no debería sorprender el que otra forma de llamar al derecho en cuanto disciplina sea, precisamente, «jurisprudencia».

A ello me refiero cuando sostengo —exclusivamente para los efectos de este trabajo— la tesis de que existe una conexión necesaria «intrínseca» entre derecho y moral32. En concreto, quiero decir: a) que los deberes de justicia de los abogados, como los del resto de juristas, con muy pocos matices propios del rol de cada uno —una vez consideradas todas las cosas, desde luego—, no son independientes de sus deberes genuinamente jurídicos, sino que se trata de los mismos deberes morales33, o al menos de aquella parte de sus deberes morales en cuanto juristas y no en cuanto meras personas que ofrecen un servicio profesional cualquiera a sus clientes34; y b) que la ética del abogado es una ética normativa, sin duda, pero que solo es posible vivirla o aplicarla a través de virtudes —del ejercicio de buenos hábitos, que no implican tampoco el más alto grado de excelencia—, y de entre ellas, principalmente de la prudencia jurídica, por lo que plantear la ética del abogado como un conflicto normativo entre deberes o valores morales y jurídicos a resolver en cada caso a través de la aplicación de una mera técnica metodológica como la ponderación35 termina siendo, en mi opinión, parte del problema y no de la solución a las tensiones que observamos antes (II).

V. ALGUNAS CONSECUENCIAS PARA LA ÉTICA PROFESIONAL DEL ABOGADO

De lo afirmado en el acápite anterior se siguen algunas consecuencias. Destacaré solo dos que tienen relación directa con el objetivo de este trabajo. La primera es que la ética o moral de los abogados solo diferiría de la de los juristas en general en cuanto a matices —la imparcialidad que se le exige imprescindiblemente al juez para cumplir con su trabajo no solo no debe exigírsele al abogado, sino que ha de exigírsele, antes bien, la parcialidad para con su cliente, por ejemplo—, pero se trataría básicamente de la misma moral o ética, salvo aquella que ha sido codificada —y, por lo tanto, juridificada, sin abandonar su naturaleza moral o prácticaespecificando la profesión jurídica, desde luego36. La segunda es que, si bien varias de las tensiones entre el deber del abogado de veracidad y justicia, y su deber de diligencia y reserva, se disuelven o desaparecen, muchas otras pueden resolverse menos dramáticamente de lo que suelen plantearse. A continuación, propondré tres ejemplos formulados en el contexto de un proceso de derecho penal con los que pretendo evidenciarlo; no obstante, es cierto que la casuística es infinita y cada detalle omitido —como se sabepodría matizar la evaluación de los casos. Al fin y al cabo, estamos en el terreno del razonamiento práctico —es decir, deliberativo e interpretativo —, de forma que, como ya lo sabía Aristóteles (1982, pp. 89 y ss. / Tópicos, I, 1, 100a-100b), las conclusiones se alejan de la certeza propia de la ciencia teórica, por lo que no puede descartarse más de una respuesta susceptible de ser justificada como correcta.

Primer ejemplo: supongamos que un juez especializado en lo penal que es titular de una causa respecto de un delito grave recibe información que es capaz de derrotar largamente por sí sola la presunción de inocencia del procesado. Supongamos que la recibe por fuera de los cauces formales del proceso, sin haberla solicitado ni haberse puesto imprudentemente en situación de recibirla, y el hecho sucede, además, en un momento en que, dadas las pruebas actuadas formalmente, la única opción razonable para él era fallar la inocencia del inculpado. Supongamos que la información recibida no solo resulta objetivamente indiscutible, sino que además le es ofrecida al juez no por los medios de comunicación o las redes sociales, sino por alguien cuyas intenciones de justicia le resultan de total credibilidad.

¿Realmente el juez enfrenta un dilema moral, algo así como un conflicto entre su deber de administrar justicia y el de respetar el debido proceso? A mi modo de ver, el juez se encuentra en una situación incómoda, sin duda y por varias razones. Sin embargo, el camino moral-jurídico está, al menos en lo sustancial, bastante claro: no puede lícitamente declarar culpable al procesado —utilizando de alguna manera interpretativa ingeniosa, creativa o discrecional la información obtenida por fuera del proceso—, por lo que tendría que mantener respecto de este la posición adoptada originalmente, que se ajusta a ley. No es otra justicia la que se le exige al juez que la formalizada o institucionalizada, y no es necesario para llegar a esa conclusión ponderar valores o normas en conflicto, desde luego.

Segundo ejemplo: supongamos que el fiscal que persigue a una peligrosa y sanguinaria organización criminal en torno al tráfico de estupefacientes recibe la visita del presunto cabecilla de la banda, aprovechando un misterioso error de seguridad en su sistema de protección oficial. Supongamos que el probable malhechor le dice al fiscal que el agujero de seguridad se ha producido por su poder sobre el sistema y lo amenaza en el sentido de que, si continúa con la investigación en su contra, no solo se hará cargo de él, sino que también de su familia. Le presenta evidencia de que cuenta con la información y con el poder suficiente para hacerlo. Culmina diciéndole que, precisamente porque es culpable de lo que se le pretende encauzar, el fiscal debería tomarse la amenaza con toda la seriedad del caso y archivar la investigación en su contra. Ahora bien, supongamos que el fiscal, lejos de amedrentarse, consigue a través de elementos de convicción dentro del proceso la autorización para allanar las propiedades en donde —según información que tenía por confiablese encontraba evidencia de los delitos cometidos por la banda, dándose con la sorpresa al ejecutar el allanamiento de que no hay evidencia alguna que incrimine a ninguno de los miembros de la organización criminal y de que ha caído en una trampa.

¿Realmente consideraríamos que el fiscal cumpliría con su deber de perseguir el delito si es que, dada la confesión y la amenaza recibida por parte del ahora algo más que presunto cabecilla de la banda, ordena a cierto personal policial de su extrema confianza sembrar evidencia incriminatoria con el propósito ya no solo de detener al sujeto y a sus principales colaboradores, sino también de conjurar el inminente peligro que tras el frustrado operativo se cierne sobre él y sobre su familia? Creo que se abren muchas posibilidades de obrar éticamente con lealtad al sistema y con justicia para el fiscal37, pero una de ellas, definitivamente, no es la sugerida por la pregunta, y no precisamente porque cometería un delito —o no solo por ello—, sino principalmente porque la justicia ha sido formalizada y no le está permitido alcanzarla por fuera de ese cause. Sencillamente, no tiene competencia para perseguir el delito de cualquier forma, y menos el deber moral profesional de hacerlo.

Tercer ejemplo: supongamos ahora —en una línea semejante a lo que esbocé en el acápite (II)que un abogado defensor ha recibido la información por parte de su cliente —y, por lo tanto, bajo secreto profesionalde que ha cometido realmente los hechos que se le imputan y que se encuentran tipificados como un delito agravado que puede acarrear la más alta de las penas privativas de libertad que se prevén en el Código Penal. Además, supongamos que el abogado ha constatado con su cliente que no existen pruebas suficientes para derrotar la presunción de inocencia, por lo que, si el juez obrase razonablemente, es muy probable que termine por declararlo inocente. Supongamos que, tras esa conversación, el cliente le pide al abogado que defienda formalmente su inocencia.

¿Diríamos que en este caso existe un conflicto en el abogado entre su deber de veracidad y justicia, y su deber de diligencia y reserva? ¿Diríamos que el abogado debe ponderar entre razones estratégicas y razones morales para escoger entre un aparente conflicto de deberes? ¿O, más bien, como en los supuestos anteriores, el abogado que decide libremente llevar adelante el caso —que también puede rechazar, desde luegono tiene más deber de veracidad y justicia que señalar durante el proceso que el cliente es inocente, omitiendo por cuestiones de evidente retórica que solo lo es, precisamente, porque no es posible que los elementos de convicción con los que cuenta la Fiscalía puedan considerarse razonablemente como pruebas de su culpabilidad?38 ¿Realmente este deber del abogado cambia o se torna moralmente dudoso porque, eventualmente, un tercero podría verse implicado como sospechoso?39 ¿Su profesión consiste en actuar como abogado de todos? ¿Es ese su compromiso profesional con la justicia?40

Se puede argumentar contra el uso de estos casos hipotéticos que me he facilitado excesivamente las cosas poniendo ejemplos en el contexto de un proceso de derecho penal donde —como se sabe— las cuestiones jurídicas ocurren con cierta peculiaridad41. Si bien puedo alegar a mi favor que la presunción de inocencia y la correspondiente carga de la prueba, así como los gravísimos resultados restrictivos de la libertad personal típicos del error en la sentencia penal, no son más que especificaciones dentro de la práctica del derecho y no propiamente excepciones, igual lo concedo. No obstante, creo que son buenos ejemplos, al menos para ilustrar el punto que he pretendido someter a discusión: normalmente, asumimos como conflictos los deberes morales en el ejercicio profesional del abogado porque no consideramos que entre el derecho y la moral existe una vinculación necesaria de carácter intrínseco; o, dicho de otro modo, que el razonamiento jurídico es razonamiento moral, aunque institucionalizado o tecnificado.

VI. CONCLUSIÓN

Para terminar, creo que lo que propongo escapa tanto de la solución formalista o legalista, que colapsa la moral del abogado en su rol definido autoritativamente por la ley, como de la solución moralista o moralizante, que —aunque estemos frente a posturas más cercanas a la tesis de la conexión necesaria intrínseca entre derecho y moraltermina siendo más o menos densa, dependiendo en realidad ya no del ejercicio de la prudencia tanto en el derecho como en la moral, sino del grado de sofisticación con que se diseñe y se aplique la técnica ponderativa que resolverá el supuesto conflicto entre valores de naturaleza distinta.

Sirva este breve trabajo para poner sobre la mesa de discusión al menos un par de cosas. La primera, la importancia de no renunciar al cultivo de la tradición de racionalidad aristotélica —aunque quizá sea necesario aclarar que se trata de asumirla como la única—, en particular frente a los contemporáneos desafíos que enfrentan tanto la filosofía jurídica como la ética de las profesiones jurídicas. La segunda, el relieve de no entender la legítima distinción entre filosofía jurídica y ética profesional del jurista como una separación o divorcio. En este caso, he tratado de mostrar que existen consecuencias significativas para pensar en los deberes morales del abogado y, más en concreto, en los de «veracidad y justicia» y «diligencia y reserva» —al menos en su rol de defensa en el contexto de un proceso de derecho penal—, dependiendo de la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral que se opte por defender.

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Recibido: 24/10/2024
Aprobado: 17/02/2025


1 Si bien estos términos pueden resultar equivalentes para referirnos a la materia, en adelante usaré solo el primero. La razón radica en que me parecen pertinentes los reparos terminológicos de Vigo (2023) al respecto, los que son formulados desde una perspectiva de tradición aristotélica que comparto (p. 493).

2 Desde luego, hay excepciones importantes. Atienza (2017), por ejemplo, destaca sobre todo las limitaciones del positivismo jurídico para abordar apropiadamente la ética de las profesiones jurídicas (pp. 269-270). Pérez Luño y Pérez Luño (2022), por su parte, destacan las diferencias y convergencias de las diversas concepciones de la ética —pero no de la relación ética-moral y el derecho—, y su impacto en la deontología profesional del abogado (pp. 24-30).

3 Con importantes matices que por ahora obviaré, se puede decir que en estos dos casos y en otros semejantes se afirma la tesis de la conexión necesaria entre el derecho y una moral crítica; es decir, objetiva, aunque construida ideal y racionalmente al modo kantiano.

4 Me refiero a una de las cuatro aproximaciones o concepciones sobre la racionalidad práctica que distingue Alexy (2004) y que, refiriendo a modelos históricos, podemos llamar tradición «aristotélica», «kantiana», «hobbesiana» y «nietzscheana» (p. 133). Algo que distingue a las dos primeras de las otras es su compromiso con cierto cognitivismo moral de consecuencias jurídicas. Sobre este asunto, puede consultarse Chávez-Fernández (2023, pp. 38 y ss.).

5 Se citará la edición actualizada de 2023.

6 Resulta particularmente relevante la bibliografía referenciada en ambos trabajos.

7 Seleme (2023) opta por no incluir dentro del deber de lealtad al de confidencialidad. Las razones que me llevan a incorporarlo son, al menos en parte, precisamente las contrarias: el propósito de este trabajo requiere de un trazo más grueso, por lo que he optado por presentar los deberes de diligencia y reserva en la órbita de significado, por decirlo de alguna manera, del más genérico de la lealtad al cliente (p. 108).

8 El CEA establece en su artículo 80: «Los Colegios de Abogados del Perú, a través de sus órganos de Dirección y Deontológicos, investigan de oficio o a solicitud de parte, los actos contrarios a la ética profesional en que incurran los abogados y las abogadas e imponen las sanciones a quienes resulten responsables»; y en sección con el Reglamento del procedimiento disciplinario de los colegios de abogados del Perú (2020) en su artículo 13: «Son principios que deben observarse en todos los procedimientos disciplinarios: los principios de debido proceso, imparcialidad, razonabilidad, proporcionalidad, celeridad, non bis in idem, presunción de licitud, buena fe procesal y todos aquellos aplicables según la Constitución y las demás normas del ordenamiento jurídico».

9 El Tribunal Constitucional peruano se ha pronunciado recientemente sobre este derecho-deber de los abogados, quienes «no pueden ser obligados a confesar sobre los hechos que sus patrocinados les revelen en el ejercicio de su actividad profesional, por estar en cierta forma protegidos, más allá de connotaciones deontológicas o religiosas, por un manto de “inmunidad”, bajo sanción de ser denunciados penalmente por la presunta comisión del delito de violación del secreto profesional, tipificado en el artículo 165 del Código Penal» (Arsenio Oré Guardia c. Fiscalía Superior Coordinadora del Equipo Especial de Fiscales, 2024, f. 11).

10 Para Seleme (2023), con el que coincido: «los códigos de ética, a pesar de su carácter legal, son la cristalización de las reflexiones morales que los abogados han llevado durante siglos acerca de la manera correcta de enfrentar los problemas vinculados con su rol […], su contenido sigue siendo el fruto de argumentos y consideraciones morales» (p. XX).

11 Para Seleme (2019), por ejemplo, el que ningún ejercicio profesional se libre de situaciones de posible conflicto sería «[…] una consecuencia de la complejidad de los roles […] y de la pluralidad de circunstancias en las que deben ser ejercitados […]»; sin embargo, en el caso del abogado el problema se complica por el aparente antagonismo de sus deberes. A su juicio, en «los sistemas adversariales el abogado ocupa una posición intermedia entre el dominio privado —corporizado en los intereses particulares del cliente al que representay el dominio público —patentizado en los intereses de la sociedad o del sistema jurídico al que perteneceque somete su actuación a fuerzas encontradas» (p. 102).

12 A ello he dedicado otros trabajos. Véase, por ejemplo, Chávez-Fernández (2011).

13 Para una defensa de la tesis iuspositivista de la «separación conceptual» —o la exclusión de la moral para la adecuada identificación del derecho—, véase, por ejemplo, Escudero Alday (2004, pp. 199 y ss.).

14 Concretamente, respecto del debate entre Pepper (1986) y Luban (1986), Atienza (2017) está definitivamente más cerca de este último, aunque parece sostener un moralismo más moderado que Luban, o quizá deba decir más «ponderado» (pp. 262-264 y 273). Véase, por ejemplo, Luban (1988, pp. 104 y ss.) sobre el carácter robusto que la moral debiera tener en los sistemas adversariales contemporáneos. Para un alegato convincente de cómo la conciencia moral del abogado no es anulada en un sistema adversarial, véase Luban (2007, pp. 21 y ss.).

15 Por ejemplo, Salas (2007) no se expresa en esos términos exactamente, pero debido a su peculiar forma de concebir la moral llega a esa conclusión (pp. 581-600).

16 Llama la atención que Pérez Luño (2023) vea en esta propuesta una compatible no solo con el absolutismo ético, sino también con el iusnaturalismo (p. 488). Para Alonso Vidal (2023), la posición deontológica conflictual de Atienza es sostenible si se concibe el deber de lealtad del abogado como «un deber moral especial, cuyo ámbito de aplicación estaría condicionado por la propia relación de los abogados con el Derecho» (p. 77).

17 Sobre los alcances de la polémica sobre la tesis alexiana de la pretensión de corrección en el derecho, véase, por ejemplo, Alexy y Bulygin (2001, pp. 41 y ss.).

18 Según Atienza (2013), se puede concluir que «las diferencias entre la argumentación que lleva a cabo un juez y un abogado no son relevantes (o no existen) si se considera la argumentación exclusivamente desde una perspectiva formal, pero adquieren notable importancia cuando se presta atención a la dimensión material (la pretensión de corrección) y a la pragmática (a los elementos retóricos y dialécticos)» (p. 709).

19 Véase, por ejemplo, Atienza (2020, p. 55).

20 Me parece que otro tanto pasa, por ejemplo, con la propuesta de Aarnio (2001, p. 4), para quien «de facto there are no particular professional ethics of lawyers (or of any other professions) beyond or above the ethical principles binding all people. In this case, I regard professional ethics as rules by means of which the aim is to determine an ideal type practicing a certain profession» (p. 2).

21 Desde luego este no es el lugar para defender la tesis de que puede haber una razón práctica y, por consiguiente, conocimiento moral, normativo o prescriptivo. Para una defensa desde la tradición aristotélica de la razón práctica frente a algunas de sus objeciones, véase, por ejemplo, Finnis (2000, pp. 45-51).

22 Me parece que Garzón Valdés (1984) —asumiendo las intuiciones de Von Wrightse acerca a esta posición, aunque deteniéndose no en la relación entre derecho y moral, sino en la que existe entre política y moral. Sin embargo, hay una diferencia importante respecto de lo que propongo aquí: no destaca la importancia del rol de las virtudes —en particular, la prudencia—, juntamente con el de las normas, para lograr operar satisfactoriamente con el derecho, tanto moral como técnicamente, sin incurrir en contradicción (pp. 178 y ss.). De ello me ocuparé en seguida.

23 Sobre la prudencia aristotélica, véase Aubenque (2010, pp. 61 y ss.).

24 Para algunos la prudencia aristotélica no solo determinaría los medios, sino también los fines, dado que ciertos medios pueden considerarse parte del fin de las acciones humanas. Véase, por ejemplo, Wiggins (1980, pp. 221-240).

25 De ahí que para Aristóteles (1985) «no es posible ser bueno en sentido estricto sin prudencia, ni prudente sin virtud moral» (EN, VI, 13, 1144b 31-32). Debo destacar que no siempre que se alude a la prudencia en la discusión jurídica teórica o práctica se lo hace en este sentido propio de la tradición aristotélica. En algunos casos parece, incluso, confundirse con la racionalidad técnica o estratégica y oponerse a la racionalidad práctica. Véase, por ejemplo, Bayón (1991, p. 128). Esto puede decirse también de la tradición de racionalidad kantiana en general, para lo cual se puede consultar, por ejemplo, Brandt (2004, pp. 22-30).

26 Desde una perspectiva analítica puede llamar la atención el que con el término «derecho» me refiera en este trabajo algunas veces a una norma o a un sistema de normas, otras veces a la potestad o facultad de exigir una deuda jurídica, otras a la deuda misma de justicia y otras a la determinación jurisdiccional de la deuda. No se trata de una confusión, lo que ocurre es que entiendo que el mismo término, a través de la analogía, se refiere a realidades parcialmente distintas, aunque conectadas. He defendido en otro lugar —siguiendo con cierta libertad a Hervada (2000, pp. 179 y ss.)que el analogado principal de «derecho» es el bien o la cosa debida en justicia —lo justo o ius—, pero no tengo el espacio para hacerlo aquí. Véase Chávez-Fernández (2014, pp. 119 y ss.).

27 Me he referido a la prudencia jurídica en términos semejantes en otro trabajo recientemente: Chávez-Fernández (2024, p. 556).

28 Por ejemplo, Bunge (2000, pp. 121-137).

29 Como vimos, Atienza (2017, pp. 185-192).

30 Por supuesto, si se niega que las cuestiones morales sean un asunto de la razón práctica, definitivamente se tenderá a entender el conocimiento jurídico como uno de tipo teórico o técnico —o una combinación de ambos—, pero aquí no seguimos la vía del iuspositivismo, aunque no haya espacio para discutirla como se debe. Véase, por ejemplo, Alexy (2013, pp. 15 y ss.) o Chávez-Fernández (2011, pp. 49-69).

31 Para una perspectiva un tanto distinta desde la propia tradición aristotélica, véase Finnis (2020, pp. 135-163).

32 Para Graneris (1973), el «derecho es id quod alteri debetur; o sea es algo a lo cual va unido el deber, y el deber emerge siempre de la moralidad. Nótese que este nexo es originario, intrínseco, constitutivo del derecho mismo, y por consiguiente no puede nacer ni vivir sino bajo la forma de cosa justa o debida, o sea hundiendo sus raíces en el humus de la justicia» (p. 44); especificando luego que, sin embargo «el derecho no es la cosa justa en toda su perfección, sino un «iustum imperfectum, en cuanto puede darse independientemente de las disposiciones de ánimo del agente» (p. 45). Desde luego, hay otros muchos rasgos que especifican la vinculación necesaria entre derecho y moral sobre los que no conviene detenerse ahora. Véase Chávez-Fernández (2021, pp. 125-158).

33 Esto que propongo no es la tesis de la reducción de la ética del abogado al cumplimiento de su rol como defensor de los intereses de su cliente que no riñan con la ley —véase, por ejemplo, Pepper (1986, pp. 613-635)—, sino todo lo contrario: la ética o moral profesional del abogado —en tanto que juristaes su compromiso tanto con los intereses de su cliente como con la justicia, solo que ambos extremos han sido formalizados en la gran mayoría de casos por la autoridad y, por lo tanto, resultan también moralmente vinculantes en justicia. Desde luego, por lo que acabo de señalar, mi propuesta también se aparta de la postura opuesta que La Torre (2013, p. 185) llama «eticista».

34 No es extraño que no se termine de especificar la peculiaridad de la vinculación moral del jurista en cuanto jurista frente a aquella que tiene cualquier otro profesional o, incluso, ciudadano con su disciplina. Véase, por ejemplo, Bozzo y Ruz (2019, p. 51).

35 Así interpreto la propuesta de Atienza (2017, p. 273).

36 En ese sentido, la ética profesional del abogado es, a mi modo de ver, una especificación de la del jurista en general, la que, a su vez, es una especificación —ya sea como conclusión necesaria, ya sea como determinación no necesariade la ética o moral general razonable o con pretensión de objetividad. A diferencia de Hierro (2007, pp. 125-127; 2010, pp. 89-93), creo que es posible explicar la especificidad de los deberes morales del abogado y del juez sin asumir que la contrapartida de roles profesionales de ambos implique deberes morales contradictorios entre sí, o deberes que pueden plantear excepciones a los deberes morales generales, como trataré de evidenciar a través de algunos ejemplos.

37 Una de ellas puede ser, por ejemplo, apartarse prudencialmente de la persecución del delito si el marco jurídico se lo permite, ya sea porque no puede asegurar su imparcialidad o porque su familia se encuentra en un grave peligro.

38 En mi opinión, queda claro que el deber de diligencia y reserva del abogado no implica que le esté profesionalmente permitido —por omisión o por comisióncooperar con la planificación o ejecución de algún delito por parte de su cliente, aunque no se me escape que el curso de acción concreto para evitarlo no pueda ser tomado sino con un cuidadoso examen prudencial.

39 Me parece que coincide en esto, por ejemplo, Aparisi (2018) cuando afirma que «cumpliendo su específica función en la Administración de justicia, el Abogado podrá aceptar, en principio, todas las causas penales, en defensa del reo, incluso conociendo fehacientemente su culpabilidad», por lo que «puede emplear recursos lícitos y legales para evitar el veredicto de culpabilidad, ya que en eso consiste precisamente su misión»; para luego precisar que «si una vez valoradas las pruebas disponibles, el Abogado entiende que existen razones fundadas para obtener una sentencia absolutoria de un culpable, podrá, en conciencia, considerar si debe asumir o no la defensa de esa causa, máxime si de la absolución del acusado pudiera derivarse riesgo fundado para la sociedad o peligro serio para un tercero» (p. 122).

40 No obstante, la aguda y atractiva solución que Seleme (2021) ofrece respecto del deber de veracidad del abogado en lo que ha llamado un «deber débil de veracidad» (pp. 286-287), me parece que se distancia de la tesis de la relación necesaria intrínseca entre derecho y moral que aquí defiendo. Creo notarlo al menos en dos aspectos. Primero, su elección por destacar el conflicto entre los deberes morales del abogado, sin distinguir cualitativamente, además, entre los que serían propios de su profesión jurídica y los que comparte con cualquier otro profesional que brinda un servicio. Segundo, su opción porque entren en juego para calificar el cumplimiento del deber de veracidad del abogado no solo los elementos de convicción que conoce y que resultan admisibles en el proceso, sino también los inadmisibles.

41 Se ocupa de la diferencia, por ejemplo, Ferrajoli (2013, pp. 210-211).

* Este trabajo ha sido financiado y es resultado de una investigación parte del concurso de Proyectos de Fomento de la Investigación 2024, organizado por la Dirección de Investigación de la Universidad Católica San Pablo Arequipa (Perú). El autor agradece los comentarios críticos y sugerencias de los profesores Jaime Coaguila Valdivia y Armando Romero Muñoz a un primer borrador de este ensayo, y también los comentarios recibidos por los pares ciegos a la primera versión de este texto remitida a la revista. El autor agradece también la discusión por parte de varios colegas tras la presentación oral de una versión bastante más breve de este trabajo durante el III Seminario Internacional de Ética Profesional, organizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú.

** Profesor de Filosofía del Derecho y de Argumentación Jurídica en la Universidad Católica San Pablo, Arequipa (Perú). Doctor en Derecho por la Universidad de Zaragoza (España).

Código ORCID: 0000-0002-1121-8983. Correo electrónico: jchavezfernandez@ucsp.edu.pe