Violencia política, paz social y derecho*
Violence, Peace and Legal Perspective
Jorge del Picó Rubio**
Universidad de Talca (Chile)
Resumen: Este artículo propone una reflexión contemporánea acerca de la violencia basada en una evaluación jurídica finalista de la paz. Para estos efectos, distingue y relaciona estos dos conceptos, particularmente respecto de sus expresiones políticamente motivadas, así como destaca la funcionalidad del derecho para conseguir paz negativa y la consiguiente moralidad de la paz positiva. Al proceder de esta forma, considera los trabajos escritos por autores contemporáneos influyentes como referencia, después de lo cual proyecta una perspectiva legal sobre la violencia a través del análisis de tres dimensiones de este fenómeno que descansan en categorías de la teoría del derecho y la filosofía jurídica. Este trabajo concluye que las motivaciones finalistas que producen conflicto entre Estados, grupos e individuos admiten similitudes entre ellas mismas cuando son empujadas al máximo nivel de incivilidad e irracionalidad. Del mismo modo, afirma que la distinción entre derecho y moral es utilizada impropiamente por quienes usan la violencia como método para la acción política porque pretenden justificar sus acciones en ella para desconocer o evadir su ser como sujetos gobernados por el derecho.
Palabras clave: Violencia política, paz social, fines del derecho, guerra, filosofía del derecho
Abstract: This article puts forward a contemporary reflection about violence based on a finalist legal assessment of peace. For that purpose, it both distinguishes and relates these two concepts, particularly regarding their politically motivated expressions, as well as it highlights the functionality of law to achieve negative peace and the ensuing morality of positive peace. In doing so, it considers the works written on this subject by influential contemporary authors as a reference point, after which it projects a legal perspective on violence through the analysis of three dimensions of this phenomenon that rely on categories both of legal theory and legal philosophy. This paper concludes that the final motivations that bring about conflict among States, groups and individuals admit similarities among themselves when they are pushed to the maximum level of incivility and irrationality. Likewise, it states that the distinction between law and morality is used improperly by those who use violence as a method for political action because they pretend to justify their actions therein as a way to ignore or evade their being as subjects ruled by the law.
Keywords: Political violence, social peace, purposes of the law, war, philosophy of law
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. APROXIMACIÓN A LA IDEA DE PAZ.- III. LA VIOLENCIA COMO ESTADO CONTRAPUESTO A LA PAZ.- III.1. APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE VIOLENCIA.- III.2. LECTURA ANALÍTICA DE LA VIOLENCIA.- III.2.1. CONTINUIDAD DEL CICLO DE LA VIOLENCIA.- III.2.2. RECIPROCIDAD GENÉTICA DE LA VIOLENCIA.- III.2.3. LA VIOLENCIA COMO PRODUCTO DE LA VIOLENCIA.- III.2.4. AUTOJUSTIFICACIÓN DE LA VIOLENCIA.- III.2.5. LEGITIMIDAD DE LA COERCIBILIDAD FRENTE A LA TESIS DE LA IDENTIDAD DE TODAS LAS FORMAS DE VIOLENCIA.- III.2.6. LA VIOLENCIA SUPERLATIVA DEL TERROR.- IV. CONFLICTO SOCIAL Y DERECHO.- IV.1. EL CONFLICTO SOCIAL.- IV.2. LA VIOLENCIA POLÍTICA COMO NEGACIÓN DE LA PAZ POR MEDIO DE LA DESPERSONALIZACIÓN DEL ADVERSARIO.- IV.3. COACCIÓN ENTRE SUJETOS INDIVIDUALES POLÍTICAMENTE MOTIVADOS.- IV.4. VIOLENCIA CONTRA EL ESTADO Y SUS AGENTES.- IV.4.1. EN CUANTO MÉTODO O FORMA DE OPOSICIÓN ANTE UNA DICTADURA.- IV.4.2. EN CUANTO A LAS FORMAS DE LA ACCIÓN OPOSITORA FRENTE AL GOBIERNO EN UN ORDEN DEMOCRÁTICAMENTE ESTABLECIDO.- IV.4.3. EN CUANTO MANIFESTACIÓN INSURRECCIONAL EN CONTRA DE LA ESTRUCTURA Y EL FUNCIONAMIENTO DEL ESTADO.- IV.5. ACCIONAR VIOLENTO DEL ESTADO.- V. LA GUERRA Y LA PAZ NEGATIVA.- VI. DERECHO, MORAL Y VIOLENCIA: LECTURA SINTÉTICA.- VII. CONCLUSIONES.
I. Introducción
El objetivo del presente trabajo es llevar a cabo una reflexión actualizada sobre la violencia desde la perspectiva jurídica que ofrecen la teoría general del derecho y la filosofía jurídica, centrada en la consecución de la paz como uno de los fines esenciales del derecho. Para lograr dicho propósito, distingue y relaciona el concepto de paz con el de violencia, visualizando preferentemente el campo de sus manifestaciones políticamente motivadas, así como la funcionalidad del derecho en el logro de la paz negativa y la correspondiente valoración moral de la paz positiva.
En términos contextuales, asume que la violencia, considerando sus diversos grados y formas de manifestación, es un fenómeno social siempre presente en la comunidad humana que se proyecta a las diferentes formas sociales y a la relación entre los Estados. Dicho de manera preliminar, el concepto de violencia abarca desde una perspectiva amplia que comprende toda ruptura del orden natural de las cosas o que está fuera de su estado natural hasta precisiones disciplinarias que restringen su alcance conforme a las exigencias de cada enfoque específico.
El fenómeno de la violencia da lugar a diversas reflexiones y análisis disciplinarios, más o menos influyentes en el debate social contemporáneo, periódicamente realizados en correspondencia con las formas que adquiere su manifestación y agudización luego de cada acontecimiento histórico en que tiene lugar.
Teniendo presente lo dicho, este trabajo considera la existencia de nuevos ciclos de violencia, tanto de naturaleza común como política, y específicamente en la sociedad latinoamericana contemporánea, marcados por nuevas expresiones vinculadas al crimen organizado, el narcotráfico y —con las prevenciones del caso— a la migración irregular. Dicha realidad coincide con ciclos similares ocurridos en otras realidades sociales contemporáneas, cuya lectura comparada permite extraer lecciones útiles al momento de enfrentar positivamente sus consecuencias con el fin de advertir las causas que los provocan y evitar su repetición, contribuyendo a la sustentación de la paz social futura.
Atendiendo lo ya indicado, el trabajo sostiene que la violencia en nuestra sociedad contemporánea exhibe caracteres que complejizan su definición y consideración en la esfera pública, asentadas principalmente en la incidencia persistente de su justificación moral por parte de los actores que recurren a ella al reconocer la justicia de las acciones violentas sustantivamente motivadas.
De manera concordante con la hipótesis planteada, intentaremos dar respuesta a las siguientes interrogantes: ¿es instrumentalizado el derecho como medio amoral para relativizar el impacto del juicio crítico sobre su uso en la esfera pública? ¿Es la visión procedimental del derecho un aliciente o facilitador de esta perspectiva, en apariencia dominante hoy? ¿Es, paradojalmente, el derecho un facilitador de la violencia desde su propia vinculación como orden de la fuerza, contradiciendo el logro de la paz como una de sus finalidades? ¿Al ser reconocida la justicia como la finalidad más sentida del derecho, aunque la seguridad jurídica sea la más propia, queda la paz supeditada a la justicia?
Metodológicamente, la reflexión analítica abordará preferentemente la expresión política de la violencia; esto es, aquella que tiene como referencia el poder estatal y el orden normativo jurídico que este genera y tutela, aspectos respecto de los cuales los sujetos imperados teorizan y actúan, constituyendo su motivación y propósito. Dicho análisis tratará preliminarmente una aproximación conceptual a la noción de paz para, luego, tratar en los apartados siguientes diferentes dimensiones del fenómeno de la violencia, partiendo por su lectura como estado contrapuesto a la paz, prosiguiendo con el conflicto social en relación con la intervención del Estado, y finalizando con una aproximación a la guerra y su contraposición con la idea de paz negativa. El estudio suma una reflexión final a partir de lo tratado en los apartados específicos y culmina con las conclusiones del trabajo realizado.
Se considerará, para el logro del objetivo propuesto, un marco disciplinariamente abierto que recurre a la obra de algunos autores ya clásicos, toda vez que, además de la vigencia de sus afirmaciones, el contexto de ellas en las décadas finales del pasado siglo e inicio del presente las torna imprescindibles para entroncar con las causas de las manifestaciones actuales de violencia que motivan el presente estudio. Agregamos a ellas algunos autores contemporáneos que hemos seleccionado atendiendo a su influjo en el debate de nuestros días en torno a la dicotomía entre paz y violencia. Luego, procederemos a realizar el análisis principal desde una perspectiva asentada en la teoría general del derecho y la filosofía jurídica y social, postulando la superación de la visión dogmática estrictamente formalista y legalista sobre ambos fenómenos.
II. Aproximación a la idea de paz
Pese a ser citada recurrentemente en la doctrina especializada como uno de los fines perseguidos por el ordenamiento jurídico, el desarrollo analítico del concepto de paz, su contenido específico y la relación con los otros fines cuyo logro se vincula con la existencia del derecho no van de la mano con la importancia que se le atribuye, con la excepción destacable de Ferrajoli (2013, pp. 837-839). En las obras de teoría general del derecho más citadas y en el discurso de los agentes jurídicos, es mencionada como un estado ideal de las personas en la vida social, generalmente situado fuera de la órbita de los estudios dogmáticos, aunque valorado como un resultado de la vigencia de la justicia o del logro de la seguridad jurídica (Engisch, 1967, pp. 205-206; Radbruch, 2016, pp. 81-90).
En la perspectiva de su dimensión privada, pareciera incluso estar en entredicho con la justicia, como ocurre con los reparos que suscita la justificación de los institutos de la prescripción y la cosa juzgada, básicos en el ordenamiento civil.
A su vez, en su dimensión pública, aparece como una finalidad supeditada a la seguridad que teóricamente brinda el Estado, realzando las consecuencias de la transgresión de la norma primaria y la consiguiente primacía de la punibilidad estatal, pese a su naturaleza secundaria y accesoria (Atienza, 2001, p. 72). En la dimensión pública interestatal, tiende a circunscribirse al estadio intermedio entre dos guerras, en tanto que recientes procesos sociales suscitados después de conflictos políticos, de guerras civiles prolongadas y de conflictos bélicos internacionales incentivan la exploración de su correlato posterior en el campo jurídico, así como su revisión conceptual.
Asumiendo un concepto clásico, cabe distinguir preliminarmente entre la paz interna de la persona humana, entendida como ordenación de los propios apetitos hacia la unidad y la consiguiente ausencia de conflicto entre comportamientos o actitudes del mismo actor; y la paz social o interhumana, entendida a su vez como una ordenación de los apetitos propios con los ajenos y el consiguiente cese del conflicto entre individuos o grupos diferentes. El estudio sistemático de la paz interna corresponde a la moral, en tanto que el de la paz externa es propio del campo del derecho (Bobbio, 2008, p. 158). Luego, la paz puede ser entendida como la tranquilidad en el orden social, siendo a su vez el orden la recta disposición de las cosas hacia su fin (Santo Tomás de Aquino, 1951, p. 54; Forment, 2008, pp. 69-70; Cowley, 1978, p. 12).
Si nos centramos en el orden social, que según lo anticipado corresponde al derecho, el fin de la disposición ordenada de las conductas humanas se orienta hacia el bien de las personas y de la comunidad, objeto y a la vez finalidad de la sociedad, ya que la ausencia de un orden que canalice la convivencia hacia el bien de las personas y de la comunidad genera un desorden que da lugar a la exacerbación del conflicto entre individuos y grupos.
De lo dicho, se puede colegir que la paz social es la tranquilidad objetiva que se deriva de la vida en una sociedad cuyo ordenamiento normativo de las conductas individuales y colectivas está orientado hacia el bien común, impidiendo, disminuyendo o cesando el conflicto. Taylor (2021), en concordancia con Kant, identifica el ordenamiento normativo orientado hacia el bien común con el sistema democrático, donde «las sociedades democráticas cada vez serán menos violentas, no se declararán la guerra entre sí y presumiblemente no sufrirán guerras civiles» (p. 85).
Como fin del derecho, entendiendo por fin la dirección de la acción y por acción algo conscientemente dirigido hacia un fin, la paz es la dirección consciente que orienta al derecho como orden social, consistente en actos orientados por el bien común que impiden, disminuyen o cesan las manifestaciones contraproducentes con dicho objetivo ocasionadas por el conflicto social. Teniendo en vista a la paz como fin del derecho, es posible identificar y promover ciertos eventos repetibles y ligados que favorecen su logro, y también aquellos que son inconducentes, pudiendo por tanto los sujetos prever los desarrollos de los actos funcionales a la paz y también de aquellos que no lo son. Particularmente, tiene sentido si se atiende al hecho de que «la paz es, al mismo tiempo, meta y método, fin y medio» (Boff, 2004, p. 93); a la par que se acepta que «una buena paz suele ser el resultado de la negociación y el compromiso, no necesariamente de un programa», permitiendo así su análisis en sede jurídica (Arendt, 2021b, p. 122)1.
La paz no es un valor propio y exclusivo del derecho, porque tanto si es entendida como una aspiración social o como un objeto de atención particular, su análisis concita el interés desde diversas disciplinas morales o del saber humano, excediendo ampliamente las limitaciones del estudio jurídico dogmático, generalmente excluyente de otras perspectivas (Küng, 1999, pp. 126-167). Incluso, el derecho no es condición necesaria de la paz social, ya que al menos teóricamente es posible concebir una sociedad que, ordenada con base en valores morales compartidos y la constitución de un poder común, podría asegurar la convivencia pacífica de sus integrantes (Bobbio 1990, p. 245; Pérez, 2000, pp. 481-490; Garzón, 2000, pp. 397-421).
La paz alcanzada por medio del derecho es una paz relativa porque el derecho no logra erradicar completamente la violencia de la sociedad, tal como tampoco consigue regular todas las conductas humanas en tanto sistema ordenador de la conducta social. Esta afirmación adquiere relevancia si consideramos que, además, el propio derecho recurre a la fuerza estatal frente a conductas que transgreden sus normas, toda vez que es una organización de la fuerza, dando cuenta de una relación concordante con la concepción teórica fundamental del derecho en que «el empleo de la fuerza en las relaciones entre los individuos se evita reservándola para la comunidad» (Kelsen, 2008, p. 39)2.
En tal sentido, Ferrajoli (2013) define la paz como la
expectativa del no uso desregulado y ofensivo de la fuerza, garantizada en vía primaria por la correspondiente prohibición y, en vía secundaria, por la obligación, efecto de su ilícita violación de un uso de la fuerza predispuesta por específicas normas hipotéticas deónticas (p. 838).
Este acercamiento, por tanto, conlleva la garantía primaria y secundaria del monopolio jurídico de la fuerza a través de dos imperativos, a saber, «la prohibición en general de la guerra y del crimen, y la obligación del uso de la fuerza solo en los casos en que esté normativamente previsto como respuesta reglada y limitada frente a un acto ilícito» (p. 838). Complementando lo dicho respecto del crimen, Raz (1986), en concordancia con Hart, afirma que «el propósito interno general de la legislación criminal es indicarle a la sociedad que ciertas acciones, no deben realizarse y asegurar que el menor número de ellas se lleve a cabo» (p. 29).
La noción de paz, llevada al ámbito del derecho, corresponde a la dimensión de la paz externa; esto es, una situación espacial y temporal identificada con uno de los efectos de la seguridad, correspondiente a la tranquilidad de la persona o del conjunto social, que aleja de ella el temor al daño individual o colectivo provocado por un agente externo. Se relaciona con la ausencia o contención de la violencia, sea proveniente de otro sujeto individual o colectivo dentro de las fronteras de un Estado, u originada en otro en contra del propio, en el caso de las guerras contra un enemigo externo.
Asumiendo esta lectura, la inseguridad que impide la paz puede provenir de otros individuos, de la organización estatal del país en que la persona habita, o de otro Estado, permitiendo concluir que la paz en la perspectiva del derecho se identifica con la noción de paz social.
Profundizando en su concreción jurídica, cabe distinguir entre la noción de paz negativa, entendida como la ausencia de violencia directa; y la paz positiva, entendida a su vez como la ausencia de violencia estructural o indirecta. La paz «definida positivamente caracterizaría una situación, individual o colectiva, en la cual se podrían gozar, en el nivel espiritual y en el material, todos los derechos humanos» (Gori, 1988, p. 1204), derivando la determinación de su contenido y sus elementos a la teoría de los derechos humanos. Esto proyecta a su vez la dificultad jurídica de su recepción armónica como derechos fundamentales, atendidas las finalidades de la justicia en el orden social, uno de cuyos puntos de encuentro es su más que probable contradicción recíproca. Lo anterior determina que la paz positiva permanezca como un modelo ideal (p. 1204).
Considerando lo dicho, corresponde al derecho cumplir una función pacificadora de las relaciones humanas mediante el imperio de sus normas, tanto en una sociedad política concreta en el caso de los derechos nacionales como también entre Estados en el caso del derecho supranacional, sin negar las dificultades históricas que acarrea esta última dimensión.
En este sentido, el sistema normativo jurídico es un mecanismo de paz social (Latorre, 1971, p. 39) que, al monopolizar el uso de la fuerza e impedir la lucha desatada por intereses contrapuestos, provee de una paz relativa a la sociedad en que rige (Pérez, 2000, pp. 213-220). Así, el Estado moderno es «substancialmente el detentador del monopolio de la fuerza legítima porque está fundada en el consenso ciudadano» (Bobbio, 1990, p. 245) sobre la necesidad social de un orden normativo jurídico, particularmente para la resolución de conflictos, permitiendo así el «salto civilizatorio que ha hecho posible el surgimiento de los sistemas jurídicos modernos» (Calvo & Picontó, 2021, p. 223). En términos de Kelsen (2008), el orden social hace del uso de la fuerza «un monopolio de la comunidad y al obrar de ese modo pacifica las mutuas relaciones de sus miembros» (p. 39).
Al revisar la teoría de los fines del derecho, si se analiza el tema desde el punto de vista estricto de su especificidad y disciplina, se puede colegir que el único fin propiamente jurídico es la seguridad que brinda el derecho, que precisamente denominamos «seguridad jurídica», por cuanto tanto la justicia como la paz concentran la atención de diversas disciplinas del saber humano, siendo además la paz una aspiración universal. Desde la perspectiva de su justificación social, el derecho es un medio propicio para alcanzar ciertos fines reconocidos como bienes éticos, ya que las prescripciones normativas se orientan hacia la consecución de objetivos moralmente aceptables y, por ello, privilegiados (Radbruch, 2005, pp. 39-40; Solanes, 2021, pp. 45-48). Así, la relación causal entre los fines de la justicia y la seguridad con la paz no puede ser negada, por lo que quien recurre a la violencia, sea un individuo o el Estado, ha desplazado principios humanistas fundamentales como la fraternidad, la libertad y el respeto a la dignidad humana, todos los cuales dan forma a la construcción de la paz (Atienza, 2022, p. 11; López, 2000, pp. 457-465; Santa Cruz, 1978, p. 370).
La noción de paz, sin perjuicio de su lectura como estado positivo, se ha construido principalmente sobre la base de los hechos, fenómenos o sucesos que contradicen o niegan su existencia. Tal es, en definitiva, el uso predominante del término tanto en las disciplinas sociales como en el lenguaje común, en el que la paz es definida como un estado contrario a la violencia, el conflicto o la guerra (Bobbio, 1988, p. 1196; Küng, 1999, pp. 126-167; Ferrajoli, 2013, pp. 837-839).
Con base en esta triple distinción, profundizaremos en la interrelación entre los conceptos de violencia y paz, y luego haremos una lectura del conflicto social en su expresión como violencia política, para finalizar con una aproximación a su mención como antónimo de la guerra, teniendo siempre presente el objetivo de responder a la interrogante sobre si el derecho cumple un papel pacificador frente a la violencia, lo que justifica y legitima su existencia social.
III. La violencia como estado contrapuesto a la paz
III.1. Aproximación al concepto de violencia
La mayor y más visible negación de la paz es la violencia, constituida en una evidencia desequilibrante de lo propiamente humano al destruir el contrapeso existente entre su animalidad y su racionalidad, supeditando la razón a la fuerza (Blanco, 1978, pp. 32-33; Ballesteros, 1981, pp. 265-268). Su presencia es constante en todos los ámbitos del sistema social y en todos los países, con diferentes connotaciones, entre las cuales confluyen factores sociales, económicos, políticos y culturales junto a unas formas de reproducción, causas desencadenantes y manifestaciones específicas (Blanco, 1992, p. 16; Han, 2019, pp. 7-11).
La violencia política niega la paz por medio de la despersonalización del adversario, siendo la guerra entre connacionales y entre Estados su máxima expresión.
La evidente dificultad que implica enunciar una definición de la violencia política aumenta en complejidad cuando se atiende a las posiciones políticas desde las cuales se realiza la perspectiva definitoria, tal como lo destaca Han (2019, pp. 83-104) en su interpretación de Schmitt (Butler, 2021, pp. 11-12).
En este sentido, las visiones conservadoras tradicionalmente identificadas con las derechas políticas tienden a considerar al Estado como una «garantía de una libertad contra la violencia que básicamente consiste en desatar la violencia contra las minorías raciales [podemos también sumar las minorías religiosas] y contra todas las personas caracterizadas como irracionales o como fuera de la norma nacional» (Butler, 2021, p. 11). Además, «el atacado debe ser presentado como una amenaza, un vehículo de violencia real o efectiva, para que la letal acción policial parezca defensa propia» (p. 11); e incluso si tal acto violento no puede ser probado, la persona es presentada como «una clase violenta de persona, o como si se tratase de violencia pura encarnada en y por esa persona» (p. 12). A su vez, desde la izquierda, existen posiciones que afirman que solo la violencia puede producir las transformaciones sociales y económicas, o que al menos es una de las tácticas para generar dicho cambio.
El concepto de violencia abarca desde una perspectiva amplia que comprende toda ruptura del orden natural de las cosas o que está fuera de su estado natural hasta precisiones disciplinarias que restringen su alcance según las exigencias de cada enfoque específico, coincidentes en el recurso de la fuerza. Así, se podría definir como «la causa de la diferencia entre lo potencial y lo actual, entre lo que habría podido ser y lo que es», expresada en la «utilización de la fuerza física; intencionalmente dirigida al efecto deseado por el sujeto activo; [y] no consentida por parte del sujeto pasivo» (Galtung, citado en Gori, 1988, pp. 1203-1204)3.
En este último sentido, desde el punto de vista del derecho, la violencia es la acción coactiva de un individuo o grupo sobre otros, mediando dolo en la forma de agresión o responsabilidad por los efectos colaterales en el caso de una acción culposa. A partir de aquí, el principal problema de una definición más precisa radica en la procedencia o no de la distinción entre violencia física y violencia discursiva, también llamada psicológica o simbólica, tal como ocurre con el uso de medios de manipulación de la voluntad para lograr un objetivo trazado por el actor y, en menor medida, con las acciones no intencionadas, pero que tienen igual efecto (Bobbio, 1988, p. 1197; Peña, 2020, p. D11)4.
III.2. Lectura analítica de la violencia en perspectiva disci-plinaria abierta
Analizaremos la complejidad del fenómeno de la violencia a partir del reconocimiento de sus caracteres y de los principios que la rigen para proyectar sus efectos en el derecho desde una perspectiva no dogmática, profundizando luego en la especificidad de la violencia política5.
III.2.1. Continuidad del ciclo de la violencia
Una vez que se ha iniciado el camino de la violencia, se torna difícil o imposible desatender su curso progresivo, cuyo principal efecto nocivo afecta directamente las relaciones sociales al negar el derecho a la propia existencia de las personas, simplificando el círculo de la violencia. Esto por cuanto, una vez iniciado el ciclo violentista, no es posible o fácil desprenderse de ella al simplificar de manera extrema las situaciones políticas, sociales o humanas, y consecuencialmente las relaciones con las otras personas, al convertirse en un hábito de parte del agresor la negación de quien considera su adversario en el derecho a la propia existencia. El efecto directo de la opción por la violencia determina y estimula la conducta de quien ya la ha ejercido a continuar exclusivamente en dicha senda, tornando imposible para este actor adoptar una nueva actitud hacia el otro, a quien le ha negado el reconocimiento fundamental a la vida y a su integridad física y psíquica (Blanco, 1978, p. 34).
La primera consecuencia al asumir esta tesis es la necesidad de establecer la funcionalidad de la violencia ejercida por el Estado en prevención, control o sanción de los actos violentos cometidos por los sujetos imperados por las normas jurídicas, en especial si se considera la opinión dominante de los teóricos del derecho sobre la íntima relación entre derecho y coacción, la que solo puede ser legitimada como tal por el resultado obtenido de reducir al mínimo la violencia ejercida entre los individuos (Gil, 2001, pp. 69-82; Han, 2019, pp. 104-105).
La segunda consecuencia se expresa en el resentimiento y odiosidad que genera la violencia, dividiendo radicalmente a la sociedad en que se produce y persistiendo sus efectos en el tiempo más allá del propio conflicto que le dio origen (Comité Internacional de la Cruz Roja, 1999, p. 15). Tales consecuencias y la tesis que vienen a confirmar están en la base de la tendencia común a todos los ordenamientos jurídicos en orden a prohibir el uso de la fuerza física entre los individuos y grupos que forman la sociedad, la misma que, de ocurrir, configura el antecedente necesario que justifica la aplicación del acto coactivo por parte del derecho, ya que la violencia se manifiesta precisamente cuando desaparece el derecho como sustentador del orden social (Han, 2019, p. 105).
III.2.2. Reciprocidad genética de la violencia
La violencia engendra reciprocidad, toda vez que quien la aplica también la recibe de vuelta, convirtiéndose en una pieza fundamental del proceso que fomenta el ciclo de su continuidad y permanencia como factor rector de las relaciones interpersonales. A partir de aquí, dos consecuencias son importantes. Primero, que la reiteración del ciclo impediría alcanzar la paz, salvo por momentos acotados. Segundo, que la violencia estatal generaría a su vez violencia en su contra, justificada como tal, pero cuyos efectos padece la sociedad.
La respuesta a estos cuestionamientos remite a la moral y a la religión, reteniendo en sede jurídica la prioridad otorgada al mal menor y la búsqueda del bien común de la población, el que sería impactado negativamente por los embates de individuos o grupos que solo tendrían como horizonte de sus actuaciones violentas las meras expectativas individuales o de grupos minoritarios con intereses comunes.
La subjetividad derivada de la naturaleza autónoma de la moral, en su apreciación normativa en las sociedades pluralistas, lleva inexorablemente al terreno de la relatividad de los juicios moralmente fundados en la dimensión pública. Esta conclusión es también a la que conduce la búsqueda de respuestas y fundamentos metajurídicos respecto de la frontera entre fuerza y violencia, y el grado en que ella es socialmente tolerable.
La derivación al campo de la religión (Pikaza, 2004, pp. 15-29; Radbruch, 2016, p. 356; Marzal, 1993), por su parte, hace depender el resultado de la situación que ocupa la religión en el orden político y jurídico de un Estado, variando según se trata de una sociedad política pluralista que distingue y diferencia el campo propio de las normas jurídicas, religiosas y morales; u otra que, por el contrario, las confunde, como ocurre en sociedades integristas, absolutistas o en las que tendencias fundamentalistas ocupan un espacio relevante en el discurso y la acción pública. Los movimientos y tendencias fundamentalistas están presentes en todas las principales religiones contemporáneas, incluyendo al cristianismo, siguiendo un patrón básico que los caracteriza como formas defensivas de la espiritualidad frente a la crisis amenazante del laicismo, situados en posición de conflicto en una lucha entre el bien y el mal. Este era el sentido justificador y finalista de la guerra iniciada contra Al Qaeda durante la presidencia de George W. Bush, que reprobaba el islam como «una religión absolutamente perversa e inherentemente violenta» (Armstrong, 2009, pp. 13-14 y 21).
Con esta base se puede concluir que, incluso en sociedades pluralistas y tolerantes, el tránsito y recepción jurídica de conceptos, fundamentos y valoraciones provenientes de las religiones no es un proceso ni tampoco un resultado que concite apoyo mayoritario y garantice el respeto a las visiones minoritarias, especialmente cuando dicho fundamento alimenta la convicción en torno a una verdad que no es susceptible de ser relativizada ni menos negociada, elementos instrumentales básicos del sistema democrático liberal.
Asimismo, la justificación política en un fundamento religioso no es patrimonio exclusivo de los poderes establecidos. También ha sido parte del discurso revolucionario o subversivo, como en algunos casos de guerrillas latinoamericanas a la vez religiosas y seculares, entendidas funcionalmente como «un conjunto de fenómenos que establecen una relación con lo trascendente y sagrado», caracterizando por medio de actitudes y representaciones religiosas a dichos movimientos revolucionarios (Estrada & Bataillon, 2012, p. 11; Bastián, 2012, pp. 17-33).
III.2.3. La violencia como producto de la violencia
Si se asume que la violencia engendra violencia y nada más, las metas y fines que a través de su uso se persiguen estarán contaminados por el principio en que se sitúa la violencia.
Así, tanto la justificación de la coercibilidad estatal por las mayores cotas de bienestar que es posible alcanzar al afianzar el orden y la seguridad, como la violencia revolucionaria que promete alcanzar la igualdad y la libertad mediante el recurso a la violencia moralmente justificada, son igualmente tributarios del mismo principio rector: que la violencia se justifica por el logro de un objetivo no propuesto a la libre deliberación pública, sino impuesto por un sector de la sociedad por medio de la fuerza. Considérese al efecto los siguientes ejemplos expuestos por Butler (2021):
Algunas personas defienden que el uso del lenguaje como una forma de agresión es ‘violencia’, mientras que otros sostienen que no se puede considerar que el lenguaje sea un instrumento ‘violento’, excepto en el caso de las amenazas explícitas. Hay quienes se aferran a concepciones más restringidas de la violencia y consideran que el ‘golpe’ es el momento físico que la define; otros hacen hincapié en que las estructuras económicas y legales son ‘violentas’, que operan sobre los cuerpos, aunque no siempre adopten la forma de la violencia física (p. 10).
Asimismo,
Los Estados y las instituciones a veces califican como ‘violentas’ distintas manifestaciones del disenso político, o de oposición al Estado o a la autoridad de la institución de la que se trate. Las manifestaciones, las acampadas, las asambleas, los boicots y las huelgas pueden llegar a considerarse ‘violentos’ aun cuando no recurran a la lucha física ni a las formas de violencia sistémica o estructural que se mencionaron antes (p. 11).
En la perspectiva jurídica, su justificación radica en la legitimidad de la actuación de los agentes estatales cuando el mandato colectivo que constituye su causa es emitido por medios participativos democráticos, respondiendo a una voluntad mayoritaria y, a la vez, respetuosa de los derechos de las minorías, el principal de los cuales es eventualmente convertirse en mayoría por los mismos medios. Sin embargo, existe fundamento para la crítica de la violencia estatal cuando esta se encuentra sustentada en formas dictatoriales o no democráticas, agravadas cuando se trata del dominio dictatorial de una minoría por sobre la mayoría (Taylor, 2021, p. 84).
III.2.4. Autojustificación de la violencia
La violencia no surge como fenómeno espontáneo y natural que caracterice las relaciones humanas, sino que necesita ser justificada por quien la emplea, dando cuenta de la irracionalidad de su manifestación. Esto porque, ya ocurrida, debe ser justificada por el actor recurriendo a categorías morales o religiosas que, en la visión lógica del agresor, legitimarán su cometido, pero que en la realidad concreta solo lo justifican a él mediante la explicación de su ejercicio de una manera que, de forma más o menos explícita, quedará asociada a un discurso de odio que sembrará la semilla del próximo ciclo de la violencia.
El discurso de justificación de la violencia desde un punto de vista político ha discurrido entre la existencia de la guerra irregular y su glorificación por la necesidad de inmediatez del cambio social (Castillo, 1997, pp. 55-56; Arendt, 2021a, pp. 33-35). Taylor (2021) vincula la autojustificación de la violencia con la victimización del sujeto, donde afirmar la victimización
es afirmar nuestra pureza, afirmar que nosotros somos buenos. Además, nuestra causa es buena, así que podamos luchar, infligir una violencia justa: una violencia santa. Por consiguiente, tenemos el derecho a hacer cosas terribles, derecho que otros no tienen. Aquí está la lógica del terrorismo moderno. Incluso los nazis hicieron uso de una protoforma de este sello. Hemos sufrido terriblemente a manos de otros, por lo tanto, podemos causar caos (p. 84).
III.2.5. Legitimidad de la coercibilidad frente a la tesis de la identidad de todas las formas de violencia
La tesis sobre la identidad de la violencia —esto es, que la violencia es idéntica a cualquier otra violencia— deja expuesto el problema central que ronda en torno a la diferenciación legitimante de la acción violenta del Estado, que sustenta el derecho y que evidencian las normas jurídicas.
En efecto, la mayor contradicción lógica y moral del problema de la violencia es la imposibilidad o, al menos, la gran dificultad que existe para poder distinguir la violencia justa de la injusta (Han, 2019, pp. 104-135). En esta lectura lógica se entiende la complejidad del problema que representa la inclusión dentro del concepto de violencia tanto de aquella que ejerce el manifestante anárquico como de la que aplica el policía que la reprime. A ella se suma, en determinadas visiones ideológicas, la violencia que aplica el Estado como el órgano represor; o, si se acepta el concepto la violencia institucionalizada, también el modelo económico aplicado en un país, que impone determinados roles en un esquema materialista de las relaciones interpersonales dentro de la sociedad (Butler, 2021, pp. 9 y 12).
Las ramificaciones complejas del concepto se acentúan si se considera válida la inclusión del concepto de violencia psicológica, según el cual la persona es obligada a hacer lo que no desea sin mediar coacción física, sino intervenciones mediáticamente dirigidas por terceros interesados, como la propaganda, la información dirigida o sesgada, y la aplicación de técnicas de intervención psicológicas presentadas como terapias, pero cuyo objetivo es tergiversar la voluntad del sujeto afectado (Cantón & Cortés, 1986, pp. 11-29).
Otra variante de la tesis enunciada confronta la violencia de los grupos dominantes que mantienen un orden social injusto con la de aquellos que están o se perciben a sí mismos como oprimidos por dicho ordenamiento social. Esto determina dos consecuencias adicionales: la ausencia de límites para su ejercicio por ambos lados y la tácita aceptación de la violencia del adversario, porque es ilógico no ser tratado de la misma manera que se trata a los demás (Castillo, 1997, p. 30; Butler, 2021, pp. 9-13).
La consecuencia más gravosa deriva de la extensión de esta premisa a la relación entre el Estado y el individuo, donde nuevamente la diferencia solo puede ser establecida con base en la legitimidad derivada de alguna forma de autonomía al menos simbólica del sujeto imperado en la aprobación de la norma constituyente de los Estados. La búsqueda de un nuevo orden por medio de la violencia, por ejemplo, para tumbar a un dictador, solo habría cambiado a la persona que ejerce la violencia, justificando la tesis de que el Estado personifica la violencia institucionalizada, pues un gobierno instaurado bajo estas premisas no habrá creado ni libertad ni justicia (Blanco, 1978, pp. 32-40).
III.2.6. La violencia superlativa del terror
No siendo un fenómeno estrictamente contemporáneo, el terrorismo es una de las manifestaciones más complejas que caracterizan la violencia social de nuestros días, junto con la probabilidad de extinción global que encierra un conflicto en el que participen potencias nucleares.
El terrorismo, empero, marca la cotidianeidad de nuestras sociedades eludiendo las fronteras a través de los mensajes que trasladan los medios de comunicación y, sin límite alguno, las redes sociales.
A diferencia de otras formas de violencia cuyos teatros de operaciones son los territorios, como la ocupación en las guerras tradicionales o la actividad guerrillera, el terrorismo apunta directamente a ocupar las mentes de las personas, activando el imaginario colectivo e internalizando el miedo (Boff, 2004, p. 85). Detrás de un acto terrorista puede encontrarse tanto un grupo como un individuo solitario motivado por una creencia religiosa, un postulado político o un interés económico, pero también un Estado o un gobierno carente de legitimidad.
En el caso de la motivación política o religiosa, el uso del terror puede a veces intentar ser justificado éticamente por los actores involucrados y por apoyadores circunstanciales o permanentes. Estos justifican o dicen entender tales actos como el último recurso de defensa de grupos minoritarios que son o se sienten excluidos del campo político, recurriendo a la espectacularidad del mayor terror que sea posible ocasionar en contra no solo de quienes gobiernan, sino de la sociedad que a su entender les excluye. Traspasa así las fronteras que incluso en la guerra se tratan de mantener, como el respeto a los niños y evitar un sufrimiento mayor al combatiente vencido.
Su enfrentamiento por el derecho se topa generalmente con la calificación del tipo penal respectivo, específicamente en la dificultad para demostrar la motivación terrorista del hechor y no el efecto terrorífico causado en las víctimas (Mañalich, 2017, pp. 367-418).
Entre los anteriores ejemplos, procede relevar el fenómeno del terrorismo de Estado como una respuesta represiva y de control preventivo de las disidencias en casi todas las dictaduras latinoamericanas y del denominado tercer mundo durante la segunda mitad del pasado siglo, y también al constituir la respuesta estratégica de no pocos Estados contemporáneos para enfrentar al terrorismo internacional o infundir mayor temor en los conflictos bélicos actualmente desarrollados (Boff, 2004, pp. 86-87).
IV. Conflicto social y derecho
IV.1. El conflicto social
El conflicto, aquella situación marcada por la confrontación de posiciones y de difícil salida, es propio de la vida humana en comunidad o sociedad.
Una aproximación definitoria referida al conflicto social lo concibe como una situación de interacción competitiva «en la que las partes son conscientes de la incompatibilidad de futuras potenciales posiciones y en la que cada parte aspira a ocupar una posición que es incompatible con las aspiraciones de la otra», convirtiéndolas en adversarias (Bobbio, 1988, p. 354). Tiene lugar cada vez que las necesidades o intereses de un individuo o grupo no pueden satisfacerse sino con el perjuicio de otro individuo o grupo, siendo típico el que se origina en la competencia de estos por la posesión de un bien escaso (Sánchez-Cordero, 2013, p. 125).
En algunas perspectivas ideológicas, «el conflicto es la fuerza fundamental del movimiento de la historia, pues, la sociedad constantemente carece de consenso, [y] para los teóricos del conflicto, el equilibrio armónico es una ilusión creada por los grupos dominantes», siendo la sociedad en esta misma visión «un sistema inestable de grupos opuestos, compartiendo el sentimiento de rechazo a la desigualdad social, orden social y a los valores e instituciones, pues refuerzan las estructuras de dominio» (Sánchez-Cordero, 2013, p. 125). Esta última lectura también remite, en algunos autores, a la confrontación entre comunidad y sociedad (Jaeggi & Celikates, 2023, pp. 43 y 102-103).
No obstante, aun para quienes sostienen la visión precedente, la funcionalidad del derecho como sistema de control social del conflicto no es rebatida en cuanto sanción de la transgresión de las normas jurídicas y, especialmente, en cuanto sanción social del delito mediante el castigo que impone la ley, justificada en la necesidad de protección de la propia sociedad ante la comisión del delito, la fuerza disuasoria frente a potenciales delincuentes y el logro de la justicia en su dimensión retributiva, junto con la rehabilitación social del delincuente y su efecto indirecto en el desincentivo de futuros delitos.
Sin perjuicio de la validez de estas justificaciones, estas pierden parte de su fuerza o derechamente no aplican en los delitos violentos políticamente motivados, siendo esto muy notorio en los crímenes de guerra, en los que la noción no utilitarista de retribución es disonante con la magnitud de los crímenes que se pretende sancionar, pero que al contraponerse con la eventualidad de la impunidad, finalmente son aceptadas y aplicadas como fundamento de la sanción jurídica de la violencia social (Arendt, 2021c, pp. 402-403).
IV.2. La violencia política como negación de la paz por medio de la despersonalización del adversario
Llevado al terreno del conflicto motivado políticamente, el conflicto toma la forma de confrontación entre grupos organizados con el propósito de mantener o conquistar el máximo poder posible, referido al monopolio de la fuerza física para obtener obediencia a las propias órdenes entre y sobre personas que conviven en un lugar y tiempo determinados (Bobbio, 1988, p. 1197). Aquí el poder ha sido relacionado con la violencia en tanto esta es una manifestación de aquel, o es entendido como una forma de violencia mitigada en la que el derecho es una prerrogativa del poderoso que, a través de sus normas, impone su voluntad y sus intereses por medio de la violencia (Han, 2019, p. 105).
Una aproximación al fenómeno de la violencia política como solución al conflicto existente en torno al poder político requiere precisar si se considera dentro del concepto de violencia política la coacción entre sujetos individuales, sea unilateral o recíproca; la acción de sujetos individuales en contra del Estado y sus agentes; o la propia acción del Estado en contra de los sujetos imperados por las normas jurídicas estatales.
En todos los casos señalados, se aprecia de manera explícita o implícita la existencia de una motivación política en la voluntad de actuar. Esto es, de apoyar y defender, o de rechazar y destruir de forma parcial o total una determinada organización o estructura político-jurídica, económica y cultural, o genéricamente social, erigida y tutelada por la fuerza estatal. Asimismo, de apoyar y promover, o repudiar y rechazar los valores, la doctrina y/o la ideología que lo sustenta, a través de la aplicación de fuerza a los sujetos que la suscriben con el propósito de acallar, tergiversar o anular la expresión de la voluntad que se estima contraria a la propia. Junto con lo anterior, cabe preguntar si procede en cada caso la calificación de legitimidad de tales actuaciones, problema doblemente complejo en el caso del Estado porque este reclama para sí la legitimidad de la coacción que ejecutan sus agentes.
IV.3. Coacción entre sujetos individuales políticamente motivados
La coacción entre sujetos individuales motivada por causas políticas, efectuada de manera unilateral o recíproca, debe ser analizada considerando las distintas realidades sociales y políticas.
Así, en primer lugar, en la sociedad democrática la emergencia de la violencia es tratada como un asunto propio y recurrente de la vida civil que un Estado de derecho democrático soluciona mediante la función de orientación de comportamientos, prescribiendo jurídicamente que las diferencias deberán ser canalizadas dentro del marco de las reglas del juego democrático (Bobbio, 1986, p. 14; Squella, 2000, p. 518).
En segundo lugar, distinta es la situación existente en sociedades regidas por dictaduras y regímenes totalitarios, donde dicha acción adopta progresivamente la forma de un enfrentamiento entre la oposición y grupos que defienden el régimen imperante, que se confunden con él y cuya espiral más gravosa puede desembocar en una guerra civil. Esto es aún más complejo cuando el poder totalitario o tiránico configura escenarios propicios incluso para justificar el derecho a rebelión, particularmente en el caso de la violación sistemática de los derechos humanos fundamentales.
En tercer lugar, procede señalar los conflictos que, teniendo un origen tribal, religioso o étnico, adquieren naturaleza política en países en los cuales se ha ido socavando las estructuras del Estado y en los que estos grupos sienten la necesidad de «protegerse a sí mismos contra amenazas reales o imaginadas, tanto de otros grupos como de las autoridades centrales o de unos y otras» (Comité Internacional de la Cruz Roja, 1999, p. 15). Estas formas de coacción tienen lugar no ya contra objetivos militares, sino contra las comunidades locales y, a veces, en las propias comunidades, que se ven afectadas por la expulsión de sus hogares por medio del terror, el desplazamiento forzoso y el asesinato de quienes se resisten (p. 15).
Finalmente, cabe tener presente el impacto social de la violencia generada por el crimen organizado, especialmente en torno al narcotráfico, como un fenómeno que teniendo su origen en la delincuencia común, ha extendido sus vinculaciones hacia el campo político, siendo especialmente crítica su corresponsalía en la corrupción del aparato estatal y de la clase política, y su asociación cada vez más reiterada con la migración ilegal (Hetzer, 2003, p. 43; Sagües, 2004, p. 451)6.
IV.4. Violencia contra el Estado y sus agentes
Se califica aquí como política la violencia ejercida por un individuo o un grupo de ellos cuya motivación no radica en un mero interés personal o de su grupo de referencia, sino en el interés y voluntad de atacar a quienes han instaurado o defienden un determinado orden social impuesto por el poder político. Asumen como instrumentos interrelacionados entre sí al derecho como orden normativo coactivo y a la policía como institución que vela por la eficacia de dicho orden. Cabe destacar, asimismo, que Arendt (2021, pp. 48-55) recuerda que la concepción imperativa de la ley, de base religiosa remota, ha determinado que para identificar la esencia de una ley basta la mera relación entre mandato y obediencia (Stuart Mill, 1991, pp. 59-85; Gil, 2001, pp. 69-82; Bova, 1988, pp. 1228-1230; Butler, 2021, pp. 9-13).
La violencia, en este caso, está dirigida en contra del gobierno, del Estado o de todo orden político, económico y social que cause rechazo a quien ejerce la acción violenta, siendo el ataque o agresión física no dirigido en contra de una entidad abstracta e impersonal, sino en contra de quienes son percibidos como agentes de dicho orden, sus defensores o sus beneficiarios, destacando como sujetos de la acción agresiva o defensiva —según sea quien califique la acción— a la clase política y la policía, y secundariamente a los apoyos ciudadanos del orden político, económico y social cuestionado. Cabe destacar aquí que la teoría política tradicional ha reconocido el monopolio de la coercibilidad al Estado, lo que tiene como consecuencia que todo lo que lo desconoce, erosiona o soslaya es considerado con la denominación de «subversivo» (Butler, 2021, p. 12; Daireaux, 1978, p. 53).
En este punto, es procedente precisar que se debe diferenciar el hecho de la oposición política subversiva de los métodos que la constituyen o a través de los cuales se expresa o materializa, en donde —por ejemplo— la calificación de «terrorista» asociada a determinadas acciones no está necesariamente consensuada ni es pacífica en su uso, por cuanto dicho carácter se utiliza tanto por parte de los Estados como de quienes subvierten el orden estatal, según la escala de valores e intereses que cada quien defiende7.
Al respecto, pueden identificarse tres distinciones en el discurso público sobre la violencia política originada en relación con el Estado.
IV.4.1. En cuanto método o forma de oposición ante una dictadura
La primera distinción es el cuestionamiento político y ético en torno a las formas de la reacción de la ciudadanía frente a las dictaduras y tiranías, especialmente cuando es evidente la represión de la disidencia reformista pacífica, la negación de la existencia de los conflictos sociales y la obstaculización de las vías políticas de solución frente a la escalada de estos. El problema adquiere mayor complejidad en el caso de las vías de acción legítimas frente a un régimen totalitario, referido a aquel caracterizado por la «coordinación por un monolítico régimen político de todas las manifestaciones públicas, culturales, artísticas o eruditas y todas las organizaciones, los servicios y las prestaciones sociales, incluidos los deportes y las diversiones» (Butler, 2021, p. 20)8.
La cuestión de la legitimidad de los medios utilizados para oponerse o derribar a una dictadura es siempre constitutiva de una disyuntiva compleja, especialmente en el caso de ocurrencia de acciones violatorias de los derechos humanos por parte de los gobernantes, como ocurre con la represión violenta con resultado de muerte luego de manifestaciones públicas y la acción represiva de las policías secretas de las dictaduras que marcaron el siglo XX en América (Castillo, 1997, pp. 33-39) y Europa (Hessel, 2011, pp. 41-48).
La definición de legitimidad de tales actos está ligada a la no menos compleja determinación del principio de legítima defensa frente a la violencia estatal, cuya manifestación extrema es el ejercicio del derecho a la rebelión concebido en los términos clásicos. Sin perjuicio de esto, otra lectura deriva al criterio de eficacia, tal como indica Huxley (2000), quien siguiendo a Barthélemy de Ligt afirma que «cuanto mayor sea la violencia, tanto menor resultará la revolución» (p. 31), afirmando la idea de que, para que una revolución sea considerada exitosa, debe significar algo nuevo y un progreso de la humanidad, lo que no ocurre necesaria ni habitualmente cuando su carácter es violento (pp. 31-33).
Cabe mencionar también el uso argumental de la tesis del mal menor, que implica optar por el menor entre dos males y que califica como irresponsable el no optar de esta manera, toda vez que encierra en sí misma la aceptación del mal que se pretende evitar, ya que quien escoge el mal menor olvida que está escogiendo el mal (Arendt, 2021c, pp. 411-412).
Finalmente, Butler (2021) deriva la resolución de la aparente paradoja a la necesidad de una «conceptualización que pueda tener en cuenta sus oscilaciones [de la violencia] dentro de marcos políticos contradictorios» (p. 22) y no una mera enumeración de sus instancias. Junto con esto, es necesario que pueda entenderse y poner en práctica una visión moral de conciencia del sujeto enfrentado a la decisión de usar la violencia, que desde una lógica no individualista permita que prime la valoración de que «ciertos lazos necesarios para la vida social, es decir, la vida de un ser social, se ven amenazados por la violencia» (p. 22)9.
IV.4.2. En cuanto a las formas de la acción opositora frente al Gobierno en un orden democráticamente establecido
Esta segunda distinción considera como mecanismos de distensión social a los procesos de reforma legal dentro de los marcos constitucionales, en los que el derecho vigente es modificado o derogado de manera jurídicamente regulada por una nueva ley en los países del sistema continental, o que progresivamente dejan en la obsolescencia a las antiguas costumbres en los sistemas consuetudinarios.
En relación con este supuesto, surge la cuestión de la incidencia del derecho en la eventual petrificación de un orden social que es valorado como injusto, el que junto con impedir su evolución, congelaría la búsqueda de soluciones a problemas recurrentes originalmente circunstanciales que se transforman en estructurales como consecuencia de la inacción de los actores políticos dominantes, dando lugar a la percepción de que el origen de la violencia estaría radicado en el propio Estado (Daireaux, 1978, pp. 50-51).
En este punto, no solo los discursos anarquistas radicales han puesto en discusión pública la tesis de la existencia de un sistema policial al servicio de un Estado constituido para la defensa de un orden social y económico injusto (Han, 2019, p. 105), sino que dicho discurso ha influido en una opinión pública receptiva a toda explicación simplificada de las causas de las crisis económicas y la consiguiente frustración de las expectativas, en especial de sectores emergentes de la pobreza. Este razonamiento se ha extendido también a la concepción procedimental de democracia (Squella, 2000, p. 518), fuertemente cuestionada por el predominio de concepciones sustantivistas, incidiendo como causa no solo la frustración de las expectativas o el temor a la pobreza, sino también la asignación de responsabilidad a toda la clase política, a la que se percibe corrompida y solo preocupada de la defensa de sus propios intereses, lejanos o derechamente contrarios a las necesidades y demandas de las personas comunes y corrientes (Santalla, 2004, p. 65). Ello da cuenta de que las tensiones —como resalta Taylor (2021)— «también se intensifican por la democracia o la soberanía basada en la voluntad popular», toda vez que convocan a la necesidad de afirmar una identidad política que implica tener que «ser a nuestra manera, vivir a nuestro modo, y no podemos sentirnos desafiados por otros que podrían querer disputarnos esta legitimidad» (p. 76).
IV.4.3. En cuanto manifestación insurreccional en contra de la estructura y el funcionamiento del Estado
El tercer aspecto, emparentado con el primero, alude a la revolución insurreccional, la que en sí misma es constitutiva de una doble paradoja, ya que la alta traición que generalmente origina los procesos revolucionarios es un delito cuando fracasa, pero cuando triunfa se juridifica lo que antes era una conducta antijurídica. Luego, los gobiernos revolucionarios se legitiman ante la población por su capacidad para mantener el orden y la paz, declarando de entrada que dicho orden y dicha paz, perturbados por la alta traición, serán garantizados enérgicamente por quienes han asumido el Gobierno por las vías de hecho (Radbruch, 2005, pp. 41-42; Pacheco, 1990, pp. 557-595).
Las causas de la subversión o revolución insurreccional son múltiples y comprenden las deficiencias de las estructuras jurídicas políticas, la opresión de los gobernantes, la injusticia social, la interrupción de los procesos graduales de cambio, el influjo cuestionado de doctrinas dominantes, factores culturales, el autoritarismo militar y el fracaso de los partidos políticos, por citar algunas de ellas.
Tampoco es extraño que la subversión se relacione con el cambio social, afirmándose que tanto la subversión como la revolución son formas de manifestación de poder popular conducente al logro de un cambio efectivo en el que interviene principalmente la violencia. En todas ellas se identifican motivaciones basadas en el descontento social, en el bloqueo de las estructuras ordinarias de cambio institucional o en los esfuerzos de grupos sociales para mejorar posiciones adquiridas en relación con el resto de la sociedad, cuyo mínimo común denominador es la existencia de una situación psicológica o social disfuncional como precondición del conflicto violento (Daireaux, 1978, pp. 50-51).
En tanto método, o más precisamente como instrumento, la violencia revolucionaria mantiene su atractivo en el plano interno de los países, a contrapelo de su mala reputación referida a la guerra entre países y con un sustento teórico-político igualmente cuestionado en su pertinencia y eficacia (Arendt, 2021a, pp. 21-26).
IV.5. Accionar violento del Estado
Una última dimensión de la violencia política es la calificación como tal de la acción del Estado, conceptualmente de mayor complejidad pues la coacción estatal, y más precisamente la coercibilidad, caracteriza al régimen jurídico producido y aplicado por el Estado y correspondiente, por tanto, al orden social normativamente previsto.
Aquí la cuestión debatible radica en la exigencia de legitimidad a los actores que participan de la producción normativa, toda vez que lo que caracteriza al Estado democrático moderno es la existencia de «una legislatura, una burocracia y una judicatura institucionalizadas que operan impersonalmente bajo un orden jurídico al que se confiere el monopolio del empleo legítimo de la fuerza» (Lloyd, 1985, p. 39).
En la visión lógica del poder político, la violencia es considerada como la manifestación más flagrante del poder y del Estado, tal como lo resalta Arendt (2021), quien sostiene lo extraño que resulta el consenso entre los teóricos de la política al considerar la violencia como la manifestación más flagrante del poder, ya que en cuanto a la equiparación del poder político con la «organización de la violencia», esto solo tiene sentido en la lógica marxista de la consideración del Estado como un instrumento de opresión en manos de la clase dominante (pp. 48-49).
Un aspecto importante de esta dimensión exige diferenciar la violencia que ejerce un sujeto individual para cambiar la voluntad de otro, autojustificada en sus propios intereses, de la coacción estatal, que presupone normas que regulan su aplicación y la responsabilidad de quien la ejerce ante los poderes administrativo y judicial de un determinado Estado. Por ello, «la violencia es por eso siempre incivil y no hay que vacilar para condenarla, porque ella (basta pensarlo un segundo para advertirlo) equivale al abandono de las reglas que son el sinónimo de la vida civilizada» (Peña, 2021, p. D11; Hessel, 2011, pp. 41-48). Por supuesto, distinta es la motivación política de quien ejerce el gobierno del Estado, la cual sí puede calificarse como violencia política cuando violenta el orden jurídico previsto para garantizar, por ejemplo, los derechos humanos.
En cuanto a la interacción coactiva recíproca entre gobernantes y gobernados dentro del marco de un Estado de derecho pluralista y democrático, pueden declararse todas las visiones políticas que den cuenta de dicha pluralidad. El sistema se fortalece incluso con la posibilidad de expresión de aquellas visiones que cuestionan el propio sistema democrático, o que postulen revisionismos históricos que nieguen violaciones a los derechos humanos o que defiendan posturas fronterizas con la intolerancia, el clasismo social o el racismo, por más que repugnen a las propias convicciones.
La diferencia central radica en que las conductas en que se traduce un determinado pensamiento no pueden recurrir a la violencia en caso alguno, pues traspasa la delgada línea roja que demarca el límite entre la libertad de pensamiento y expresión, y la acción política jurídicamente permitida.
En la visión lógica de la democracia procedimental, los derechos de libertad permiten esa libre expresión de ideas y creencias en tanto los actores respeten las reglas del juego democrático que admiten el gobierno de la mayoría, y mientras la minoría considere garantizados sus propios derechos básicos, así como el derecho y la opción —políticamente hablando— de convertirse a su vez en mayoría mediante el convencimiento (Bobbio, 1986, p. 14; Squella, 2000, p. 518; Peña, 2020, p. D11).
V. La guerra y la paz negativa
La guerra es la mayor expresión de la violencia. En términos de Kelsen (2008), «la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura» (p. 35)10. Esta afirmación se sustenta en que la confrontación entre colectividades de individuos con el propósito de imposición de un grupo sobre el otro de sus particulares visiones, valores e intereses, recurriendo a la eliminación física del adversario combatiente, extiende sus efectos al entorno civil no directamente combatiente (Bobbio, 1988, pp. 1196-1200).
La guerra, conceptualmente hablando, consiste en una pugna o desavenencia entre dos o más personas en que las luchas se orientan hacia el aniquilamiento, aproximándose al caso extremo del exterminio, que tiene lugar cuando las partes no se imponen ciertas reservas, como no rematar heridos, incumplir la palabra dada o evitar la traición, puesto que, de ocurrir, se destruye la confianza que hace posible concertar una paz (Simmel, 2022, p. 307). Sin embargo, su mayor pertinencia en cuanto a su uso por parte de los Estados da cuenta del rompimiento de la paz entre ellos.
Por tanto, la guerra es la desavenencia entre Estados cuya agudización se traduce en un conflicto armado que conduce a la ruptura de la paz mediante la agresión coactiva y la correspondiente reciprocidad del atacado, y cuya solución se «asigna a la violencia organizada» (Bobbio, 1988, p. 1197), distinguiéndose como expresiones básicas del conflicto bélico a la guerra externa entre Estados soberanos o guerra interestatal, y a la guerra en el interior de un Estado o guerra civil.
Algunas distinciones son necesarias. En primer lugar, la diferenciación entre guerra ofensiva y defensiva, abordada por el derecho internacional con ocasión de la definición de la agresión, adoptada mediante resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1974. Esta dispone en su artículo primero lo siguiente:
La agresión es el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o en cualquier otra forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas, tal como se enuncia en la presente Definición (ONU, 2008 [1974]).
También, considerando la asunción previa del concepto de imperio ideológico, antes referido a los imperios colonialistas, se distinguen las guerras insurreccionales o de liberación de una potencia regional; y las guerras, por medios muy diversos y no necesariamente armados, entre superpotencias económicas (Bobbio, 1988, p. 1197).
Asimismo, cabe resaltar la denominación más reciente de «guerra de baja intensidad» o «guerra no convencional», definida como «una lucha político-militar limitada con el fin de obtener objetivos políticos, sociales, económicos o psicológicos» (Selser, 1987, p. 102), para dar cuenta de un concepto inclusivo de las manifestaciones bélicas propias de la Guerra Fría y de conflictos insurreccionales contra el poder central, particularmente en países en desarrollo, que comprenden desde la contrainsurgencia hasta la contrarrevolución sin fronteras (pp. 100-105).
En todo caso, contemporáneamente, la guerra cambia de coyuntura en coyuntura, complejizándose y siendo determinada por la pluralidad de las armas, en particular las nucleares, que limitan las guerras al establecer al menos un límite máximo de violencia, así determinado por el terror a la extinción (Daireaux, 1978, p. 55; Boff, 2004, pp. 89-90; Arendt, 2021, p. 20).
Pensar y reflexionar sobre la guerra y su relación con el derecho abarca diversos campos nada pacíficos en su consideración, como ocurre con los problemas abiertos sobre su validación como institución jurídica (Radbruch, 2016, p. 350) y la significación radical que adquiere la propia contienda jurídica, determinada por la pretendida objetividad en el camino de lograr su fin, que la puede convertir en una lucha permanentemente formal, independiente de su contenido (Simmel, 2022, p. 314). Se agrega el complejo problema de la denominada guerra justa, teoría siempre presente en los argumentos oficiales sobre la guerra (Walzer, 2006, p. 2). Se entiende por guerra justa a aquellas guerras limitadas, cuya «conducta está gobernada por un conjunto de reglas diseñadas para frenar, en la medida de lo posible, el uso de la violencia y la coerción contra las poblaciones no combatientes» (Walzer, 2006, p. 7).
Sobre los problemas precedentes, resaltan algunas respuestas. En primer lugar, aquellas que centran el interés jurídico en variables éticas, como la ya indicada posibilidad de una guerra «justa» o el desincentivo de la guerra agresiva, abordando el problema del control de los efectos más dañinos en la población civil, el control al menos declarativo de cierto tipo de armas y la definición del combatiente, pues no es necesario afincarse en posiciones iuspositivistas para concluir en la imposibilidad de establecer un parámetro de legitimidad compartida como causa aceptable de una guerra (Comité Internacional de la Cruz Roja, 1999, p. 7). En otra perspectiva, Radbruch (2016) enfatiza que el juicio de valor sobre ella debe fundarse en el modo que satisfaga su propio destino, marcado por su sentido específico en función de la victoria o la derrota, entendido como la decisión de un litigio jurídico o de una cuestión de intereses; es decir, una colisión de valores (pp. 349-351). Otra perspectiva, igualmente relevante, implica abordar la compleja cuestión de las responsabilidades jurídicas personales involucradas en este tipo de conflictos, materia que trataremos brevemente al final de este apartado.
Abordando en particular el problema de la justificación de la guerra ofensiva, a través de la historia humana, esta ha evolucionado desde su consideración como un hecho o acontecimiento natural hasta la materialización de posiciones basadas en perspectivas religiosas, morales o meramente utilitaristas que atienden al resultado obtenido. En general, habría coincidencia en que la guerra sería permisible solo como reacción o sanción ante una ilicitud sufrida, excluyendo además la guerra como medio válido y legítimo de política nacional. En particular, estas justificaciones discurren desde la detención de un mal mayor hasta alcanzar elevados fines morales o religiosos, como establecer un orden político más justo, reinstaurar la democracia o recuperar sitios sagrados; llegando también a los objetivos extremos de lograr un espacio vital para la nación que es convocada a agredir a otra, la interminable lucha por la reivindicación de territorios basada en títulos unilaterales históricamente debatidos, o la búsqueda de la singularidad y pureza racial en un determinado territorio (Radbruch, 2016, pp. 352-356).
Bobbio (2008) destaca como un elemento común a todas las filosofías que consideran la guerra como un mal necesario su coincidencia en la noción de progreso, proyectando que la historia evoluciona hacia estadios temporales mejores, no regresivos, y que en todos estos movimientos históricos se encuentra presente la guerra, ya que no se puede concebir el progreso sin su existencia. Esta fue la idea dominante durante los debates que caracterizaron el siglo XIX, fuertemente cuestionada con la Gran Guerra y, definitivamente, sin sustentación a partir de la posibilidad extintiva de la humanidad tras la forma en que concluyó la Segunda Guerra Mundial. Bobbio, junto con destacar el factor común centrado en el progreso que caracterizaría a las corrientes filosóficas que justifican la guerra, destaca como afirmaciones concurrentes en esta justificación que la guerra sirve al progreso moral, al progreso cívico y al progreso técnico, todas finalmente descartadas, tal como adelantamos, por la posibilidad cierta de la guerra nuclear (pp. 63-69; Magnet, 1978, p. 293).
Las visiones contrarias a la guerra han confluido en lecturas contemporáneas sobre su ocurrencia, de la cual también participan de modo protagónico autores iusnaturalistas (Atienza, 2022, p. 11) que coinciden con las miradas positivistas en posturas pacifistas.
Estas incluyen dentro de un amplio rango a los movimientos que propugnan un pacifismo radical pasivo propiciado por algunas religiones contemplativas o movimientos filosóficos coincidentes en su oposición a toda forma de manifestación bélica (Tamayo, 2009, pp. 282-289; Boff, 2004, p. 90), la distinción entre el pacifismo y la guerra justa (Walzer, 2006, p. 3), hasta aquellas que solo justifican la legítima defensa frente a una agresión, situando en un plano intermedio a las formas de no violencia activa como el conducto privilegiado de los objetores de conciencia frente a la guerra interna o externa (Butler, 2021, pp. 33-69 y 105-149; Küng, 2016, pp. 139-142; Bobbio, 1986, p. 31; Talavera, 2022, pp. 167-168; Atienza, 2022, p. 27, nota 6; Foy, 2008, pp. 111-112). Diversas teorías, que a su vez dan cuenta de filosofías diversas y no siempre coincidentes, procuran explicar el fundamento de la guerra y establecer la reacción pacifista necesaria, incluyendo entre otras al pacifismo instrumental y al pacifismo finalista, centrando este último la visión del problema y de su solución en la persona humana y no en las instituciones u organizaciones políticamente estructuradas.
Algunas afirmaciones restan toda calificación de justicia, santidad o limpieza a la guerra, basadas precisamente en la ocurrencia de los últimos conflictos bélicos del siglo XX y de inicios del presente. Sostienen que las guerras no son inevitables, pero que no es responsable una paz a cualquier precio y tampoco un pacifismo absoluto que linde con la irresponsabilidad, validando determinadas formas de legítima defensa de carácter individual o colectivo (Küng, 2016, p. 140; Hessel, 2011, pp. 41-48).
El derecho se ha ocupado de los conflictos armados en distintos campos, que comprenden desde la condena nominal de la guerra ofensiva o agresión de un Estado a otro hasta la limitación de sus efectos por razones humanitarias, asumiendo la previa estipulación de los derechos de autodefensa y de libre determinación por parte del derecho internacional (Comité Internacional de la Cruz Roja, 1999, p. 7).
En este aspecto, la responsabilidad por las acciones atentatorias contra el derecho humanitario, entre ellas las normas mínimas aplicables a los conflictos bélicos interestatales, es igualmente personal, tendencia cuyo origen bien puede encontrarse en los juicios de Núremberg, en donde se estableció por primera vez que los crímenes contra el derecho internacional son cometidos por los sujetos individuales y no por entidades abstractas, permitiendo sostener hoy día que solo juzgando a los individuos que cometieron los crímenes es posible aplicar tales normas (Santalla, 2004, p. 66). Esta responsabilidad individualmente atribuida, además, es uno de los medios más eficaces para prevenir la guerra y garantizar la paz internacional (Kelsen, 2008, p. 91). El castigo a los autores de una guerra hace a ciertos individuos responsables de los actos cometidos por ellos mismos, por sus órdenes o con su autorización, sin que impliquen un castigo al Estado como cuerpo colectivo (p. 92).
En la actualidad, predomina la decisión de llevar a los criminales de guerra ante tribunales de la comunidad de naciones para ser enjuiciados, enfatizando la acreditación de la responsabilidad de los principales culpables y no meramente en quienes se encuentren al final de la cadena de responsabilidad, planteando como desafío el juicio efectivo de los jerarcas de regímenes violatorios de los derechos humanos, sin dar lugar a la prescripción en los crímenes de lesa humanidad (Küng, 2016, p. 142).
En los actos cuya responsabilidad es necesario determinar, surge una cuestión recurrente que remite a la justificación jurídica alegada por quienes son sometidos a juicio por causa de crímenes cometidos en la guerra entre Estados y también en los denominados casos de «guerra interna». En estos se recurre, por parte de la defensa, al expediente de calificar a las víctimas como enemigos en una guerra dentro de los límites de un determinado Estado como una forma de reducir o deslindar responsabilidades, y a la calificación de tales acciones como el debido cumplimiento de «órdenes superiores» o como «acciones de Estado». Aquí procede precisar que ambas categorías son diferentes, toda vez que la obediencia debida, que es el fundamento recurrente que asumen los defensores de los acusados para justificar las órdenes superiores, se puede encontrar comprendida dentro del marco normativo de la legalidad estatal. Esto a diferencia de las acciones del Estado, que en principio serían actos soberanos que quedarían fuera de la jurisdicción estatal, salvo acuerdos interestatales que reconocieran jurisdicción a entes supraestatales, como en la actualidad el Tribunal Penal Internacional.
Esta «razón de Estado», sin embargo, no solo pierde fundamento por la necesaria asimilación de la responsabilidad del Estado y del individuo al fundamentar la legítima defensa y el estado de necesidad, sino también por cuanto «presupone que el crimen se comete en un contexto de legalidad que el propio crimen sirve para mantener junto con la existencia política de la nación» (Arendt, 2021c, pp. 413-414).
Dicho lo anterior, atenderemos particularmente las visiones que radican en la dimensión institucional o en la estructura de la sociedad, el origen y solución del problema de la guerra, considerándola como acto de violencia sistemática estatal. No abordaremos en esta parte la distinción entre guerra regular e irregular, entendiendo esta última como aquella ajena a las «reglas de la guerra», que ampararía al combatiente institucional o estatal y excluye al insurgente que protagoniza acción de guerrilla, especialmente en el contexto de las contingencias de la guerra civil (Castillo, 1997, pp. 33-39).
En la vinculación que se realiza entre la guerra y el Estado, asumiendo aquí la acepción que sindica a la guerra como la «lucha armada entre dos o más Estados», se distingue al pacifismo jurídico y al pacifismo social como las dos maneras de hacer depender el fenómeno de la guerra del Estado como institución (Bobbio, 2008, pp. 77-84).
El pacifismo jurídico o la paz a través del derecho considera que la guerra depende de la existencia del Estado en cuanto tal, de modo que la única solución a la guerra permanente entre Estados es la instauración de un sistema internacional, superestado o Estado mundial que resuelva sus controversias, determinando quién tiene o no tiene la razón e imponiendo su decisión por la fuerza. Esta visión considera como solución la prosecución de la tendencia a la estatización de las relaciones sociales.
El pacifismo social, por su parte, considera que la guerra es un hecho que no depende del Estado en cuanto tal, sino de una determinada forma identificada con aquel que se sostiene socialmente por medio de la opresión de clase y que se proyecta en el imperialismo en el medio internacional, fundándose así debido a su propia ideología en la violencia interna e internacional. Tal sería, en esta visión, el Estado capitalista, frente al cual se postula la necesidad de avanzar en una nueva forma de convivencia que se traduzca en la transformación del orden social capitalista o su paso al socialismo, no eliminando los Estados sino un determinado tipo de Estado (Bobbio, 2008, pp. 77-84). Esta lectura, ideológicamente sustentada, ha sido en los hechos contradicha por la historia (Daireaux, 1978, pp. 58-67; Butler, 2021, p. 9).
Volviendo a la revisión inicial de la noción de paz en su dimensión negativa como ausencia de guerra (Gori, 1988, p. 1204), la común raíz de las palabras «paz» y «pacto» deriva a un significado histórico y lingüístico en torno a la idea de un acuerdo mediante el cual cesan las hostilidades y, además, al modo a través del cual quien es vencido aplaca o pacifica al vencedor, derivando de este segundo sentido los términos «pagar» y «aplacar» (Giannini, 1978, p. 120).
Así, la paz, desde una perspectiva estrictamente jurídica, es la suspensión más o menos duradera de las modalidades violentas de las rivalidades entre unidades políticas, sean o no estatales, refrendada mediante un pacto entre vencedores y vencidos. Esta genera una nueva relación normada, cuyas prescripciones generalmente contemplan medidas accesorias que determinan que el vencido aplaca o pacifica al vencedor.
Sin embargo, en una conclusión inevitablemente pesimista, la persistencia de la guerra se explicaría por el simple hecho de que no ha surgido nada que la sustituya como un árbitro definitivo en el terreno de los asuntos internacionales (Arendt, 2021a, p. 14). En el caso de la pugna entre los Estados, las motivaciones finalistas que desatan el conflicto son las mismas que concurren en las confrontaciones entre individuos, aunque proyectadas al nivel de la máxima incivilidad e irracionalidad posibles de imaginar; y muchas veces el pacto que sucede al fin del conflicto es la base o punto de inicio simbólico de un nuevo conflicto, dentro de la lógica de la continuidad del ciclo de la violencia (Bobbio, 2008, p. 160).
En relación con la consideración jurídica de la guerra, en su valoración se aprecia de manera clara y directa la subsistencia de la dificultad para armonizar el logro armónico de los tres principales fines reconocidos al derecho, en particular entre el derecho en su expresión formal legal y la justicia en función de la consecución de la paz. Lo anterior se puede desprender significativamente de la afirmación de Küng (1999), que siguiendo a Bauman y Kirchhof sostiene que
valores éticos como la dignidad humana y la justicia tienen validez independientemente de todo reconocimiento jurídico, de modo que, en casos graves de abierta e insoportable oposición a la justicia es preciso negar por principio la obediencia a la norma legal en cuestión (pp. 142-143).
Esto, por cuanto «las convicciones jurídicas compartidas por todos los pueblos sobre el valor y la dignidad del hombre y los preceptos elementales de la justicia tienen prioridad sobre el derecho positivo» (p. 142).
Finalmente, cabe resaltar la tendencia ya histórica a procurar la prevención o el fin de una guerra mediante la creación de una jurisdicción universal, supraestatal, que recoja la eliminación del principio de la justicia por mano propia del derecho internacional, destacando y fortaleciendo, en términos de Kelsen (2008), la tendencia hacia la centralización en «una administración de justicia internacional, y no hacia el gobierno o la legislación internacional» (p. 54).
VI. Derecho, moral y violencia
Las dimensiones de la violencia analizadas en los apartados precedentes han considerado su delimitación conceptual, una profundización de sus causas en el conflicto políticamente motivado y una aproximación a la guerra como su expresión más radical. El análisis particular de cada una de ellas permite obtener una perspectiva general del problema tratado, haciendo posible constatar la efectividad de la relativización del carácter negativo de la violencia en el supuesto de su justificación moral y las contradicciones que derivan de dicha relativización de los juicios morales en lo que a la violencia respecta.
El primer aspecto destaca que la relativización del juicio ético sobre el recurso a la violencia por parte de uno o más actores partícipes de sucesos confrontacionales, logra el efecto buscado e instala como elemento del conflicto la reciprocidad genética de la violencia, en los términos abordados en la tercera sección de este trabajo.
Respecto de las contradicciones observadas, contrariamente a lo que constituye un juicio reiterado en parte de la doctrina, la relativización del carácter negativo de la violencia no deriva necesariamente de la visión normativa formalista del derecho, como lo expresa, por ejemplo, Atienza (2022); sino también de la persistencia del planteamiento referido a la justificación sustantiva de la norma, en el contenido de justicia que necesariamente debe incluir su núcleo prescriptivo para lograr su legitimidad e, incluso, en visiones extremas, su validez (p. 11). Lo anterior, por cierto, no excluye coincidir con este autor en la afirmación de que la dignidad humana es y debe ser el fundamento de todos los derechos, permitiéndonos discrepar de la afirmación que sostiene que la eventual calificación de una norma jurídica como contraria a la dignidad humana sea determinante de su validez.
Llegado a este punto, algunas cuestiones inicialmente planteadas pueden ser respondidas, atendiendo el análisis ya realizado en los apartados precedentes.
Primero, respecto de la posible instrumentalización del derecho entendido como un medio por definición amoral en la perspectiva jurídica formalista, que posibilite o facilite relativizar el impacto del juicio crítico sobre su uso en la esfera pública, procede afirmar que, desde la mirada de su justificación social, el derecho es un medio para alcanzar fines reconocidos como bienes éticos, existiendo una relación causal entre la justicia y la seguridad con la paz. La amoralidad del derecho, si preliminarmente se aceptara dicho calificativo, no está referida al rechazo de una valoración de la norma jurídica, sino a su diferenciación respecto de la norma moral basada principalmente en la incoercibilidad de esta última, que, como sabemos, es el criterio dominante en el derecho occidental. Si tomamos como ejemplo un caso en que el uso de la fuerza por los agentes estatales excede el marco constitucional y viola derechos humanos fundamentales, aun cuando la norma es formalmente válida, puede ser objeto de la crítica y del rechazo conducente a su derogación e, incluso, a su ineficacia social.
Segundo, si bien el derecho, desde una perspectiva formalista, es un ordenador de la fuerza social, no se colige por ello que sea un facilitador de la violencia y, por tanto, no se contradice con el logro de la paz como una de sus finalidades. El derecho recurre a la fuerza en la eventualidad de conductas que transgredan sus normas, toda vez que efectivamente es una organización de la fuerza, dando cuenta que el derecho y la fuerza poseen una relación concordante en la propia concepción teórica del derecho, lo que no exime la concurrencia de la cualidad de la legitimidad como base ineludible para asegurar el establecimiento y permanencia de la paz social. Evitar la continuidad del ciclo de la violencia, su reciprocidad genética y su autojustificación está en la base de la tendencia común a todos los ordenamientos jurídicos, que prohíben el uso de la fuerza física entre los individuos y entre los grupos que integran la sociedad, y cuya transgresión configura el antecedente necesario que justifica la realización del acto coactivo por parte del Estado fundado en el derecho.
Tercero, la tendencia dominante en la doctrina, considera recurrentemente a la justicia, la paz y la seguridad jurídica como los principales fines del derecho, variando la prioridad asignada a uno de ellos respecto de los otros, en un abanico tan amplio como diversidad de juristas existen. De este modo, así como algunos destacan la paz como un estadio superior de civilización al cual se llega por medio del derecho, otros hacen lo propio con la seguridad jurídica, a la cual consideran un fin propiamente jurídico a diferencia de los otros, que también constituyen el objeto de otras disciplinas humanas, como la política, la teología y la economía, por citar algunas. Sin perjuicio de lo dicho, la justicia es la finalidad que, incluso en un terreno metajurídico, es generalmente asociada con el derecho, al extremo que en no pocas ocasiones se confunden; o en que la inexistencia de la ordenación prescriptiva hacia lo justo incluso privaría de la denominación como derecho al orden normativo respectivo. Asimismo, es igualmente cierto que la contraposición entre paz y justicia domina la discusión iusfilosófica, especialmente cuando concurren valoraciones políticas y religiosas, como se puede desprender de lo ya analizado con ocasión del conflicto social en el punto IV, donde la legitimidad de la violencia contra un Estado alegada por movimientos subversivos estriba precisamente en la justicia como el motor y justificación de dicha acción. La legitimidad del orden jurídico que asegura la paz social es la que se establece sobre la base del reconocimiento de alguna forma de autonomía mínima, al menos simbólica, del sujeto imperado en la aprobación de la norma constitucional, requisito concurrente en los sistemas democráticos.
Cuarto, la mayor complejidad contemporánea de las manifestaciones de la violencia en la esfera pública, paradójicamente, deriva tanto de su relativización moral por un sector social como de su justificación moral por otro, determinando que la solución política del problema político derivado del recurso a la violencia por parte de unos y otros actores esté necesariamente radicada en el terreno jurídico, en el cual la ley permitirá alcanzar la solución material que la moral no puede brindar. Esta solución tiene validez formal porque la norma jurídica lo admite en las tres dimensiones analizadas, sin que por ello se excluya su legitimación social posterior, tal como se pudo apreciar precedentemente en el desarrollo de las cuestiones tratadas en la dimensión de la violencia referida al conflicto social.
Quinto, la guerra sin duda alguna presenta las mayores y, a la vez, más peligrosas fronteras entre la violencia irrestricta y la fuerza regida por el derecho, precisamente por la ausencia de un sistema jurídico internacional con imperio obligatorio para todos los Estados en lo que a ejecución de las resoluciones judiciales se refiere11. La tendencia dominante, pese a los avances en materia de jurisdicción internacional, es el rechazo de su reconocimiento, generalmente amparados en la preocupación por una eventual pérdida de soberanía, pero que en los hechos da cuenta de que lo que realmente importa es la reserva del compromiso interestatal o frente a la comunidad internacional para poder realizar acciones cuya ausencia de contención conlleva la inaplicabilidad o la ineficacia de la exigencia de observancia de algún criterio humanitario eventualmente restrictivo que les impida obtener ventajas en tales conflictos. Es la ley que impone el Estado poderoso, en definitiva.
VII. Conclusiones
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Recibido: 16/06/2024
Aprobado: 23/08/2024
1 Véase, asimismo, Leoni (2008, pp. 125-129).
2 Véase también Kelsen (2007, pp. 36-37), Jestaz (1996, pp. 15-16), Lloyd (1985, pp. 2-52), Squella (1999, pp. 18-20) y Millas (2012, pp. 354-356).
3 Asimismo, véase Bobbio (1988, p. 1197) y Arendt (2021, pp. 59-61).
4 Considérese, asimismo, la «doctrina del doble efecto» en S. Tomás de Aquino (Suma Teológica, 1988 [II-II, q.64. a.7, c]), Miranda (2008, pp. 485-519) y Manrique (2012). Textos citados de S. Tomás de Aquino y otros relacionados con la materia en discusión, en Forment (2008, pp. 130-131; Suma Teológica, 1988 [II-II, q. 164. a.1, in c], 144, Suma Teológica [II-II, q.64. a.2, ad-3] y 151, Suma Teológica [II-II, q.161. a.5, ad-2]).
5 Hemos considerado como referencia la exposición de las tesis sobre la violencia efectuada por Jacques Ellul en su obra Contra los violentos (1981) en concordancia con la lectura de la obra de Hannah Arendt, en especial Sobre la violencia (2021).
6 En tal sentido, «el poder, la autoridad y el bienestar ya no derivan de una fuente central, sino del control que se pueda tener del contrabando de armas, del tráfico de drogas o de yacimientos minerales, de la capacidad de atemorizar a la población local, o de la cantidad de material que se pueda desviar de una organización internacional. En este contexto, fácil es imaginar la proliferación de grupos armados cuya identidad es difícil de determinar. Aunque esos grupos también albergan ambiciones políticas, sus actividades pueden ser una extraña y caótica mezcla de lucha armada, tráfico ilegal e intimidación» (Comité Internacional de la Cruz Roja ,1999, pp. 14-15).
7 Sobre la organización terrorista y sus acciones, considérese Mañalich (2017, pp. 367-418).
8 Véase también Arendt (2021c, p. 409), Pacheco (1990, pp. 541-542) y, sobre la seguridad jurídica en los regímenes totalitarios, Solanes (2021, pp. 45-48).
9 Considérese, asimismo, la perspectiva fuertemente debatida de Hart sobre la validez jurídica y la resistencia contra el derecho (Arévalo, 1986, p. 72).
10 Estas afirmaciones de Kelsen fueron emitidas en junio de 1944, aun no concluida la Segunda Guerra Mundial.
11 Considérese la opinión de Kelsen (2008) sobre la necesidad de garantizar la paz mediante la jurisdicción obligatoria de las disputas internacionales (pp. 37 y ss.).
* Investigación desarrollada en el Centro de Derechos de las Minorías y Gestión de la Diversidad de la Universidad de Talca.
** Doctor en Derecho por la Universidad de Zaragoza (España). Profesor de Derecho Civil y Ciencias del Derecho de la Universidad de Talca (Chile).
Código ORCID: 0000-0003-4534-247X. Correo electrónico: jlp@utalca.cl