https://doi.org/10.18800/derechopucp.202501.002


¿Mejor que no lo creas? La relevancia moral de la mentira para la ética profesional a la luz de la defensa técnica en el proceso penal acusatorio*

Don’t You Better Believe It? The Moral Significance of Lying for Professional Ethics in Light of the Technical Defense in Adversarial Criminal Procedure

Wilfredo Concha-Camacho**

Universidad San Ignacio de Loyola (Perú)

Luciano D. Laise***

Universidad de Piura (Perú)


Resumen: Este artículo se dirige a estudiar el llamado «derecho a la mentira» en el marco del proceso penal acusatorio. Algunos suelen defender tal derecho como un desglose necesario del derecho fundamental del acusado a no autoincriminarse; otros, en cambio, sostienen que el derecho a guardar silencio o a no colaborar activamente con la investigación de la parte acusadora no implica la posibilidad de proferir mentiras. Así, una vez que la persona acusada decide hablar, pues no le quedaría más que decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. A partir de una revisión de la obra de algunos de los pensadores más relevantes que han abordado la cuestión (por ejemplo, Agustín de Hipona, Constant, Kant y sus intérpretes contemporáneos), este trabajo defenderá una tesis conciliadora o ecléctica sobre el derecho a la mentira. Sostendremos que la discusión suele empantanarse porque se confunde el plano moral y el epistémico al momento de formular un concepto de mentira. A nivel moral, la noción de mentira se refiere a afirmaciones que pretenden inducir a error al interlocutor. Y, a nivel epistémico, la mentira consiste en afirmar intencionadamente cosas que no se corresponden con la verdad material. Así, la mentira es inaceptable desde una definición de las normas morales involucradas; pero, en su faz epistémica, la aceptabilidad de la mentira del acusado remite a la exoneración de demostrar la veracidad de lo que se afirma.

Palabras clave: Engaño, proceso adversarial, autoincriminación, garantías procesales, error judicial

Abstract: This article aims to examine whether the so-called «right to lie» exists within the framework of the accusatory criminal procedures. Some defend this right as a necessary extension of the accused’s basic right not to self-incriminate; others, however, argue that the right to remain silent or not to actively cooperate with the prosecutor’s investigation does not imply the possibility of telling lies. Thus, once the accused decides to speak, they are bound to tell the truth, the whole truth and nothing but the truth. Based on a review of the discussion among some of the most relevant thinkers who have addressed the issue of lying (for example, Kant, Constant and Augustine of Hippo), this paper will defend a conciliatory or eclectic claim on the right to lie. We will argue that the debate often turns blurred because moral and epistemic levels are confused when formulating a concept of lying. At the moral level, the notion of lying refers to statements intended to mislead the interlocutor. At the epistemic level, lying consists of intentionally stating things that do not correspond to the actual truth. Therefore, lying is unacceptable from a definition of the moral norms involved; however, in its epistemic aspect, the acceptability of the accused’s lie relates to the exoneration from having to demonstrate the truth of what is being claimed.

Keywords: Deception, adversarial procedure, self-incrimination, procedural guarantees, judicial error

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN: LA DISCUSIÓN SOBRE LA MENTIRA, UNA CONFUSIÓN ENTE EL PLANO MORAL Y EL EPISTÉMICO.- II. ¿EL ACUSADO TIENE UN DEBER INNOMINADO A DECIR LA VERDAD EN EL PROCESO PENAL ACUSATORIO?.- II.1. EL DEBER INNOMINADO DE DECIR LA VERDAD: ¿JAMÁS SE DEBE MENTIR?.- II.2. CRÍTICAS Y REINTERPRETACIONES DEL DEBER INCONDICIONADO DE DECIR LA VERDAD.- II.3. RECAPITULACIÓN.- III. EL CONCEPTO DE MENTIRA: MÁS ALLÁ DE AFIRMAR ALGO QUE SE SABE FALSO.- III.1. LA PERSPECTIVA EPISTÉMICA Y LA PERSPECTIVA MORAL DE LA MENTIRA: CLAVES PARA EVITAR UNA CONFUSIÓN CONCEPTUAL.- III.2. EL LLAMADO «DERECHO A MENTIR» FRENTE A LA FINALIDAD DE LA MENTIRA.- III.3. RECAPITULACIÓN.- IV. EL DEBER INCONDICIONADO DE NO MENTIR EN EL PROCESO PENAL ACUSATORIO.- IV.1. EL ALCANCE DEL DEBER INCONDICIONADO DE NO MENTIR: EL CASO DEL ACUSADO.- IV.2. EL ALCANCE DEL DEBER ¿INCONDICIONADO? DE NO MENTIR: EL CASO DEL TESTIGO.- IV.3. RECAPITULACIÓN.- V. EL ROL DEL ABOGADO DEFENSOR: ¿DEBERÍA ACONSEJAR MENTIR AL ACUSADO?.- V.1. EL ABOGADO DEFENSOR EN EL MODELO PROCESAL ADVERSARIAL.- V.2. EL LLAMADO DERECHO A MENTIR FRENTE A LA FINALIDAD DE LA MENTIRA.- V.3. EL ABOGADO JAMÁS PUEDE ACONSEJAR MENTIR.- VI. BALANCE CONCLUSIVO. UNA FALACIA DE NON SEQUITUR: DEL DERECHO A GUARDAR SILENCIO NO SE SIGUE EL DERECHO A MENTIR DEL ACUSADO.

I. INTRODUCCIÓN: LA DISCUSIÓN SOBRE LA MENTIRA, UNA CONFUSIÓN ENTE EL PLANO MORAL Y EL EPISTÉMICO

La mentira es un juego del lenguaje, como diría Wittgenstein, del cual no podemos escapar (Tomasini Bassols, 2020, p. 216). ¿Alguien podría con sensatez imaginar que la mentira sea erradicada completamente de la existencia humana? Ahora bien, la conceptualización de esta práctica, actividad o juego del lenguaje que designamos como «mentira» es algo muy desafiante. Se trata de uno de esos conceptos morales que todas las personas hemos utilizado en algún momento de nuestras vidas; sin embargo, resulta una noción difícil de formular con precisión. En breve, la mentira es una práctica tan extendida como ardua de delimitar a nivel conceptual.

En el campo del proceso penal, en aquellos sistemas jurídicos en que la legislación positiva no prevé efectos para la mentira del acusado, se discute si el derecho a la mentira es o no es un desglose o derivación necesaria del derecho a no autoincriminarse (Asencio Gallego, 2022, p. 385; Binder, 2016, p. 181; Cubas, 2016, p. 106). Las posiciones se podrían reducir a básicamente dos: a) el acusado tiene derecho a guardar silencio y a adoptar una posición totalmente pasiva en el proceso, pero, si decide hablar, no está habilitado a proferir mentiras, pues si bien estas pueden no funcionar como parte de los elementos de cargo, inevitablemente terminarían influyendo de manera no explicitada en la sentencia condenatoria; y b) la declaración mendaz del acusado no tiene ningún efecto procesal que le resulte perjudicial, lo cual, más allá de eventuales objeciones morales, implicaría que el acusado está facultado a decir mentiras (Asencio Gallego, 2022, p. 390).

El abordaje que acometeremos estará primordialmente enfocado en la ética profesional del abogado, sin perjuicio de que ese problema sea iluminado a la luz de sus implicancias para el proceso penal. El objetivo general de este trabajo consiste en una defensa de la tesis que rechaza el derecho a mentir, pero con algunas peculiaridades y justificaciones diferentes a las que se suelen plantear en esta discusión. Más en concreto, sostendremos que las posiciones descritas por Asencio Gallego frente a la mentira tienen su punto de acierto. Entonces, ¿por qué la controversia persiste y parece no dirimirse jamás de manera definitiva?

A nuestro modo de ver, esto se debería a que ambos polos del debate abordan el problema desde planos válidos, pero distintos e incomunicados entre sí. De esta manera, desde una perspectiva moral, podría concluirse que no existe un derecho a mentir. Y, en cambio, desde un concepto de mentira elaborado a partir de una perspectiva epistémica —esto es, dirigida a esclarecer los hechos que se investigan en un proceso—, resultaría plausible defender un derecho a la mentira, tal como veremos respecto de ambas cuestiones en el curso de este trabajo.

Más aún, si la expresión «derecho a mentir» refiere a la imposibilidad de imponer una sanción coactiva al acusado que afirma algo que no puede ser probado, pues no cabría objeción alguna a la validez de tal derecho porque, de lo contrario, se terminaría imponiendo al acusado la carga de probar su inocencia. Tal extremo conculcaría una de las garantías más básicas del proceso penal: el derecho a no autoincriminarse (Laise, 2023, p. 28). Por ende, si se le exigiera al acusado que acredite la veracidad de lo que afirma, se estaría invirtiendo la carga de la prueba en su perjuicio.

Recapitulando, argumentaremos que la discusión sobre el significado y alcance del derecho a la mentira se basa en una confusión de planos o niveles de análisis. En efecto, resulta necesario distinguir con claridad entre un plano epistémico y una definición práctica-moral con el fin de clarificar en qué sentido resulta inaceptable la mentira en la ética que ha de regir en el proceso penal. Con todo, cabría rescatar un sentido en que la mentira podría tener un lugar en el proceso. No resulta necesariamente contradictorio afirmar que el acusado está obligado a no mentir y, a la vez, que puede afirmar cosas que sabe que son falsas sin que por ello operen consecuencias negativas sobre su persona1.

El recorrido que emprenderemos para defender la antedicha tesis es el siguiente: a) expondremos la doctrina del deber innominado a decir la verdad en la discusión entre Kant y Constant, b) examinaremos las críticas al deber innominado a decir la verdad con el objeto de rescatar sus aciertos y limitaciones, c) presentaremos un concepto de mentira que distinga entre un nivel moral y un nivel epistémico con el propósito de despejar muchas de las confusiones que se presentan sobre el derecho a mentir, y d) desplegaremos un argumento para delimitar el alcance del asesoramiento que el abogado ha de brindar a sus clientes respecto a la mentira. Aquí sostendremos que el abogado ha de desaconsejar la mentira porque solo así se podrían concretar los fines del proceso acusatorio y, a la postre, del derecho mismo. Finalizaremos con un balance conclusivo, en el que sistematizaremos y recapitularemos las principales contribuciones de este artículo.

II. ¿EL ACUSADO TIENE UN DEBER INNOMINADO A DECIR LA VERDAD EN EL PROCESO PENAL ACUSATORIO?

El derecho tiene la función de evitar o resolver problemas entre individuos en la sociedad, facilitando la cooperación social mediante la asignación de derechos y deberes correlativos (Hohfeld, 1917, p. 713; Nino, 2018, p. 3). La cooperación social resultará eficiente cuando los medios para resolver conflictos también lo sean. En este contexto, el derecho procesal se erige como el cauce institucional del Estado para la resolución de controversias que surgen de la falta de cumplimiento de estos deberes correlativos. Aún más, sin proceso el derecho no podría concretarse de manera eficaz, pero el proceso tampoco sería realizable si no fuera por el derecho (Carnelutti, 1994, p. 27)2.

Según la doctrina, el proceso tiene tres finalidades: verdad, justicia y paz (San Martín, 2020, p. 21). Estas finalidades deben conciliarse en el marco de un debido proceso. El proceso penal regula los actos destinados a investigar la existencia de un hecho punible e imponer las sanciones establecidas por la ley con el fin de ejercer el ius puniendi del Estado. Esto busca prevenir la criminalidad y enviar mensajes a la sociedad sobre el funcionamiento de las instituciones de justicia y el cumplimiento de las disposiciones jurídico-penales (San Martín, 2020, p. 21; Zuñiga, 2023, p. 22).

De acuerdo con una parte de la literatura especializada, el modelo procesal penal acusatorio debe buscar la verdad, lo cual se alinea con las principales finalidades del proceso. Este ideal, asumido por los órganos de justicia penal, guía cada una de sus acciones (San Martín, 2020, p. 21). Así, por medio del proceso penal se pretende encontrar la verdad material sobre los hechos considerados delitos y establecer quiénes han cometido tales acciones. Dicho de otra forma, la obtención de la verdad fáctica es lo que justifica todo juicio de atribución de responsabilidad penal.

Para otro sector de la doctrina, la verdad material o real es imposible de conocer. De esta manera, se introduce la tesis de la verdad, que son correlaciones entre las aseveraciones fácticas y la actividad probatoria desplegada en un conflicto (Zuñiga, 2023, pp. 20-21). Esto implica que la verdad se convierte en un tema central en el proceso penal y no debe ser subestimada. Se busca que la verdad esté siempre presente en todo el proceso, ya que faltar a ella significaría desatender a la finalidad misma del derecho.

Ahora bien, ya sea que el proceso penal busque la verdad material, según la doctrina clásica, o la tesis de la verdad, surge la pregunta inevitable: ¿cuál es el deber de los sujetos involucrados en el proceso penal con respecto a la «verdad»? Para abordar esta cuestión, es necesario considerar las diferencias entre los distintos sujetos procesales que interactúan en el modelo acusatorio con el fin de precisar el deber de verdad que corresponde a cada uno de ellos.

A primera vista, se puede diferenciar claramente dos grupos: aquellos que tienen un deber innominado de decir la verdad y aquellos que no lo tienen. En el primer grupo, por ejemplo, se encuentran las instituciones de administración de justicia, quien está legitimado a incoar la acción penal, el Ministerio Público Fiscal y los testigos3. En el segundo grupo se encuentran el acusado y algunos testigos, según lo que se les pregunte y su vinculación con el acusado. En esta sección del trabajo analizaremos brevemente si el acusado tiene el deber incondicionado de decir la verdad, todo ello teniendo presente que una de las finalidades del proceso es la búsqueda de la verdad.

Para cumplir con el objetivo propuesto, este segmento abordará, en primer lugar, qué es el deber incondicionado de decir la verdad, para lo cual nos serviremos de las ideas de Immanuel Kant, un filósofo que estudió de manera exhaustiva este deber. En segundo lugar, se analizarán las réplicas esgrimidas contra la idea del deber incondicionado a decir la verdad, especialmente las presentados por Benjamin Constant en su polémica con el «pietista», así como las principales reinterpretaciones sobre el deber incondicionado que Kant supo defender.

II.1. El deber incondicionado de decir la verdad: ¿jamás se debe mentir?

Por un deber incondicionado estamos obligados a hacer algo con independencia de lo que deseemos, ya que sus exigencias son categóricas (Rachels, 2017, p. 196; Sense, 2015, p. 138). Esta es la característica central de la moralidad kantiana. Nuestras acciones se determinan a través de reglas morales que funcionan como razones necesarias y suficientes para determinar la voluntad. Así, la obligación es el resultado de lo que la ley moral declara como necesario (Sense, 2015, p. 142). La ley moral de la propia razón es la característica central que hace posible a la obligación moral (p. 145). Cuando actuamos conforme a esta ley moral, estamos actuando con autonomía.

A diferencia de los deberes incondicionados, los deberes condicionados requieren incentivos para ser cumplidos. Cuando esto sucede, estamos frente a la heteronomía porque la acción estaría guiada por leyes de incentivos relativos y contingentes, y no por leyes universales y necesarias, según el pensamiento kantiano (p. 146). Así, la ética kantiana se basa en principios que nos indican qué hacer y por qué hacerlo. El bien reside en la manera de actuar de la persona, independientemente de un estado como la felicidad. Esta es la ética moderna en contraste con la ética antigua, que Kant considera inapropiada para la modernidad (Wood, 2015, p. 127).

Así entendido, para Kant (2012a) los individuos tenemos el deber incondicionado de decir la verdad, con prescindencia de si esto ocasiona daño a nosotros u a otros, incluso si se trata de un ser querido. Esto se debe a que no se puede hacer una ley universal de la mentira, ya que se destruiría a sí misma (p. 7)4. Por consiguiente, el deber de veracidad contiene una ley en sí, lo cual no depende de los efectos que puedan derivarse de decir la verdad o del temor a las consecuencias perjudiciales que podría traer la mentira.

Por su parte, siguiendo a Kant, la mentira es una declaración intencionalmente no verdadera hecha a otro individuo, sin importar el resultado (p. 29). Asimismo, la mentira es el mayor ataque que la persona humana puede hacerse a sí misma. En efecto, la mentira puede ser tanto exterior como interior. En el primer caso, otros la despreciarán; en el segundo, que es el peor, se produce la aniquilación de la propia dignidad del hombre5 (Kant, 2012a, pp. 38-39; Rachels, 2017, p. 199).

La veracidad es un deber formal de toda persona en relación con cualquier otro ser humano (Kant, 2012b, p. 28). Siguiendo el pensamiento kantiano, la veracidad debe ser la base de todos los deberes derivados de un contrato. Si se permite la menor excepción, todo lo que se afirme se tornará inútil y dudoso. Esto se debe a que el fin último de la comunicación es transmitir pensamientos de manera honesta6. Por lo tanto, el hombre debe ser coherente consigo mismo en la declaración de sus pensamientos y está obligado a la veracidad (p. 40).

Con todo, resulta necesario efectuar una precisión. Kant plantea que, si no puedes guardar silencio, entonces debes decir la verdad (p. 27). Esto tiene una importante consecuencia. Decir la verdad no es un deber inmediato o directo, sino uno que funciona como ultima ratio (Stewart, 2019, p. 467). Ahora, este deber de no mentir no está referido a la verdad de los enunciados, sino a la sinceridad de quien afirma una proposición. Con otras palabras, el rechazo kantiano a la mentira pretende erradicar la doblez más que asegurar la primacía absoluta de la verdad.

Así, Kant entiende que permitir la mentira, incluso en casos de filantropía, afecta a todo el orden legal. El deber de la sinceridad es el requisito necesario que funciona como condición de posibilidad del propio orden jurídico. El paso del estado de la naturaleza al estado jurídico solo es posible mediante la sinceridad. Aún más, la mentira pondría en peligro la condición legal de los hombres (Mertens, 2016, p. 29). La proliferación de la mentira, en efecto, amenaza de manera silenciosa y progresiva a todos los seres humanos. En fin, quien miente socava los cimientos de la convivencia pacífica a través del derecho (Weinrib, 2008, p. 153). De esta manera, Kant rechazaba la moralidad de toda mentira e, incluso, las llamadas «mentiras benevolentes»7. Existe, pues, un deber absoluto de no mentir.

II.2. Críticas y reinterpretaciones del deber incondicionado de decir la verdad

Luego de que Kant (1785) se pronunciara sobre el deber incondicionado de decir la verdad en La fundamentación de la metafísica de la costumbre, surgieron críticas a su planteamiento. Quizás la más famosa y contemporánea al «pietista» fue la esgrimida por Benjamin Constant (1796). Sin embargo, Constant no menciona de manera expresa a Kant en la versión original, sino a un «filósofo alemán» (genérico, digamos). Ahora, el pensador francés aceptó una nota aclaratoria que puso el editor germánico de su trabajo, la cual aclaró que ese «filósofo alemán» era precisamente Kant (Paton, 1954, p. 193).

No obstante, como señala Albiac (2012), la polémica entre el prusiano y el francés inicia con una cita errada que este hizo de Kant (p. LXII). En tal sentido, Constant cuestionaba que fuera correcto decir la verdad a un asesino que pregunta por la ubicación de un amigo nuestro para ir a matarlo. Esta supuesta afirmación de Kant no existe hasta la fecha en que Constant se la adjudica. Kant, lejos de evitar la polémica y cerrar el tema, la acepta como propia y la defiende en su trabajo Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía (1797) y en La metafísica de las costumbres de (1797).

Constant (2012) introduce sus objeciones al supuesto deber incondicionado de decir la verdad. Pero ¿cómo sostiene su argumento? Entonces desarrolla su idea de principios entendidos como resultado de ciertos hechos particulares (pp. 11-12). Para él, si los hechos particulares alrededor de un principio cambian, este también se modifica. De esta forma, los principios son generales, pero funcionan de manera relativa y no absoluta. En cada circunstancia, según su propio contexto, se debe buscar recurrir a los principios específicos que cada situación exige para actuar. Así, la esencia de los principios no reside en su generalidad ni en su aplicabilidad a una amplia gama de casos y su virtud consiste en su ajuste al contexto particular, pues la esencia del principio reside en su utilidad (p. 13).

De esta forma, para Constant, los principios intermediarios son los que le dan sentido a los principios. Esos principios intermediarios funcionan como su apoyo y son los que les dan contexto. El desconocimiento de dichos principios es lo que causa desorden en la comprensión y aplicación de los principios (p. 14). Así, los principios morales separados de los principios intermediarios están destinados a producir desorden en las relaciones sociales. Un ejemplo de este caso, según Constant, sería el principio moral que establece decir la verdad como un deber incondicionado y aislado de los principios intermediarios (p. 18).

Así, el principio que establece decir la verdad de forma incondicionada resulta inaplicable y destruiría la sociedad (pp. 19-20). El pensador francés indica que se debe buscar su medio de aplicación (principios intermedios) con el fin de encontrar un nuevo principio, siguiendo una cadena. Es cierto que decir la verdad es un deber y el concepto de deber es inseparable de la noción de derecho. Así, Constant llega a la conclusión de que donde no hay derecho, no hay deber. «Por consiguiente, decir la verdad es un deber, pero solamente en relación a quien tiene el derecho a la verdad. Ningún hombre, por tanto, tiene derecho a una verdad que perjudique a otros» (p. 20).

Para Constant, este nuevo principio sobre decir la verdad excluye toda la arbitrariedad e incertidumbre de la propuesta kantiana (p. 21). Así, Constant cree que no renuncia al deber de decir la verdad, sino que ahora le da un contexto, remedia sus inconvenientes y lo hace aplicable. De esta forma, podríamos mentir a la persona que nos pregunta por la ubicación de nuestro amigo al que busca para matarlo, ya que el asesino no tendría derecho a esa verdad. Con otras palabras, al agresor no se le debe un dicho que pueda ser calificado como cierto.

Kant no tardó en responder a Constant, y, como buen polemista, califica de poco claro al principio que Constant trata de defender. Según Kant (2012b), la verdad no es una propiedad a la que se le puede conferir derechos para unos y negarlos a otros. El deber de veracidad no admite distinción entre individuos que tendrían este deber y quienes no, dado que es un deber absoluto y válido en cualquier circunstancia (p. 33). Todos los individuos tienen derecho a su propia veracidad, una verdad inherente a su persona.

Constant estaría en un error, señala Kant, porque confunde la acción en la cual alguien perjudica a otro diciendo una verdad que no puede evitar con el acto de aquel otro que comete una injusticia (el asesino que ahora sabe dónde está la persona que busca para matar). Estos dos hechos son distintos. El primero sería un efecto no intencionado del deber de veracidad, mientras que el segundo es un acto contrario a la legalidad (p. 32).

De esta forma, el deber incondicionado de decir la verdad es perfecto o estricto, de derecho. En cambio, el deber de benevolencia es imperfecto o amplio, de virtud. Cuando se presentan estos casos, se aplica la regla de prioridad, de modo que los deberes estrictos tienen prevalencia sobre los amplios (Mertens, 2016, p. 31). Así, las máximas de la mentira son violaciones a deberes perfectos que no pueden contradecirse cuando se universalizan (Korsgaard, 1986, p. 5).

Por ende, todos los hombres tienen el estricto deber de enunciar la verdad, aunque se perjudiquen a sí mismos o a otros porque el individuo no es libre para escoger, ya que la veracidad es un deber incondicionado (Kant, 2012b, pp. 32-33). Los principios intermediarios defendidos por Constant no pueden establecer excepciones al deber incondicionado de decir la verdad porque destruirían la universalidad de los principios prácticos que deben contener una verdad rigurosa (p. 36).

La defensa del deber incondicionado de decir la verdad busca establecer la veracidad como condición de posibilidad de un orden legal (Paton, 1954, p. 196). Aún más, cualquier derecho a mentir por filantropía (como no decirle al asesino dónde está la persona que este busca) debe ser rechazado por ser incompatible con el orden legal. La razón práctica nos exige entrar en un estado jurídico y abandonar el estado de naturaleza, lo cual solo será posible mediante contratos que sean veraces y que no pongan en peligro la condición legal del hombre (Mertens, 2016, p. 29).

Este postulado kantiano de decir la verdad incondicionalmente, incluso al asesino que nos pregunta por la ubicación de una persona que busca matar, genera hasta nuestros días mucho debate y reinterpretaciones que buscan equilibrar este postulado tan severo. Entre ellas destaca el trabajo de Christine Korsgaard (1986). La filósofa entiende que Kant establece un ideal alto de nuestra conducta con relación a la verdad y que este es un mandato categórico (p. 2). Para ella, el deber tiene dos partes: a) uno nunca debe mentir en ninguna circunstancia o motivo; y b) si uno miente, es responsable de todas las consecuencias que se deriven de esa mentira.

Una reflexión, dentro del marco ético kantiano, podría llevarnos a pensar que es permisible mentir a las personas que pretenden hacer el mal (como el asesino que pregunta por la ubicación de su víctima), ya que esa máxima es universalizable. El «malo» se ha puesto en una posición moralmente desprotegida por su propia intención de hacer daño, lo que crea una situación que la universalización no puede alcanzar ni recoger (Korsgaard, 1986, p. 7; Rachels, 2017, p. 200).

Para demostrar si es correcto lo antes planteado, se deben analizar las diferentes formulaciones del imperativo categórico kantiano. Sin embargo, al aplicar la fórmula de la ley universal y la fórmula de la humanidad como fin, estas arrojan respuestas diferentes. La primera parece indicar que la mentira es permisible, mientras que la segunda indica que no lo es (Korsgaard, 1986, p. 14; Mertens, 2016, p. 31).

Para resolver este conflicto, según Korsgaard (1986), es necesario apelar a la teoría ideal y no ideal de John Rawls (1971). La teoría de Kant sería de un solo nivel, que no respondería ante los dilemas de la verdad. Así, la fórmula de la humanidad es la teoría ideal que ha de gobernar nuestra conducta diaria. En cambio, ante condiciones no ideales (como la del asesino que nos pregunta por la ubicación de su próxima víctima), podemos apelar a la universalidad para evitar convertirnos en herramientas del mal. En estos casos, se permite confiar en la fórmula más permisiva de la ley universal (Korsgaard, 1986, p. 14).

II.3. Recapitulación

La discusión entre Kant y Constant puso de relieve que la mentira es algo que, incluso cuando opera entre particulares, tiene efectos de trascendencia social. Más allá de las exageraciones retóricas de esta polémica, se pueden rescatar algunos puntos importantes para el presente trabajo:

  1. La mentira está más asociada a proscribir el vicio de la insinceridad que a desterrar los yerros de nuestra convivencia comunitaria.
  2. La intransigencia kantiana en contra la mentira tenía un fin preventivo general; es decir, pretendía erradicar el engaño y la doblez en las relaciones humanas.
  3. La erradicación de la insinceridad pretendía funcionar como un medio necesario o imprescindible para asegurar los derechos de los habitantes de una comunidad política.

Con todo, hay algunos puntos que la discusión entre Kant y Constant han omitido, como la posibilidad de que la mentira se sirva de afirmaciones que se correspondan con la realidad. Mentir con la verdad, como veremos, es una posibilidad que podría lucir como contradictoria, pero solo si nos mantenemos en un plano estricta o netamente gnoseológico. Desde un nivel moral, es posible mentir con la verdad porque el punto central, desde una perspectiva moral, no es sostener una afirmación que no se corresponde con la verdad material, sino si tenemos el deber de abstenernos de emplear un enunciado con el fin de confundir al interlocutor. Sobre este punto versará el próximo apartado.

III. EL CONCEPTO DE MENTIRA: MÁS ALLÁ DE AFIRMAR ALGO QUE SE SABE FALSO

III.1. La perspectiva epistémica y la perspectiva moral de la mentira: claves para evitar una confusión conceptual

La acepción más generalizada de la mentira, a nuestro modo de ver, se encuentra sintetizada en el Diccionario de la Real Academia Española: «Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa». Así, resulta que mentir es una manera de ser inconsecuente con lo que sabemos o creemos saber. En efecto, algunos filósofos proponen definir a la mentira como una aseveración por la que deliberadamente se pretende no decir la verdad (Tomasini Bassols, 2020, p. 219). Llamaré a esta aproximación gnoseológica o epistémica porque lo que pretende resaltar es la adecuación de una afirmación con la realidad de las cosas.

Así, una definición de corte epistemológico podría ser interesante para desarrollar aspectos de una teoría del conocimiento. En tal plano, se podrían suscitar interrogantes relevantes e interesantes como, por ejemplo, ¿cuál es la medida para distinguir entre un hecho corroborado de manera poco diligente y el pronunciamiento de una mentira? No obstante, esta línea de respuestas no capta de manera suficiente el aspecto que nos interesa acometer en este trabajo: ¿cuál es la dimensión moral de la mentira?

En efecto, desde un punto de vista moral, la contribución de una aproximación epistémica es que la mentira no se ha de confundir con la equivocación. No toda falta de correspondencia con la verdad material es una mentira. Si bien es cierto, como dice Agustín de Hipona (2007), que una equivocación puede comportar una falta moral, también puede ser que eso no siempre sea una mentira (p. 240). Por ejemplo, Juan afirma categóricamente algo que termina siendo incorrecto. Ahora, resulta que Juan hubiera evitado su yerro con una elemental o mínima corroboración. Al respecto, Agustín de Hipona remarcaría que tal equivocación podrá ser una falta moral porque se obró con temeridad, pero eso no constituye un caso de mentira.

De esta manera, el punto subyacente de la aproximación epistémica es que la mentira configura un tipo de acción humana. Aquí se revela el principal insight del pensamiento agustiniano; a saber, que la comprensión del concepto de mentira remite necesariamente a su finalidad o intencionalidad (Agustín de Hipona, 2007, p. 240; Bettetini, 2002, p. 25). Ahora, ¿cuál es tal finalidad? Pues la infidelidad a lo que se sabe, se cree o se piensa con el propósito de engañar al interlocutor. De ahí que algunos científicos expertos en el tema emplean los términos «engaño» y «mentira» de manera intercambiable (Ekman, 1992, p. 26), a pesar de que existe cierta discusión en el ámbito filosófico (Stokke, 2013, pp. 348-350).

No obstante, el punto más original del sabio de Hipona (2007) es que esa infidelidad no solo supone afirmar algo falso (p. 241), porque también se puede mentir siendo plenamente consecuente con lo que «se sabe, se cree o se piensa» a nivel material. Se puede, entonces, mentir con la verdad. ¿Pero cómo se podría hacer tal cosa? ¿No sería contradictorio sostener que se puede mentir afirmando cosas que son verdaderas? Agustín de Hipona sugiere un ejemplo interesante para ilustrar este punto, el cual reformularé parcialmente para profundizar esta explicación (p. 242).

Supongamos que le preguntan a una persona, que es reputada como mentirosa por sus propios interlocutores: ¿es seguro emprender el viaje por tal camino? La persona que habitualmente miente responde que no. Con todo, el mentiroso esta vez es plenamente fiel a la realidad de las cosas. Sabe con certeza que los atracos son muy frecuentes en tal camino, pero también conoce que su reputación le precede. Entonces el mentiroso advierte que, si dice que el recorrido es seguro, nadie iría; y si dice que no es seguro, la gente se relajará e irá por tal sendero. Ante esta circunstancia, el mentiroso ha decidido sacar provecho a su descrédito a partir de un convenio con unos atracadores ubicados en el peligroso camino. Ahí advierte que decir la verdad puede ser también un buen negocio porque los atracadores reparten un porcentaje del botín obtenido con él.

Ante un caso como el relatado, ¿estamos frente a una mentira? La respuesta categórica es: sí. Porque la mentira no se define primordialmente por la intención de afirmar algo falso, sino por manipular la verdad con la pretensión de engañar. Se trata de una acción dirigida a distorsionar el mundo real a través del uso manipulativo del lenguaje con el propósito de crear una imagen falsa de él (Danesi, 2020, p. 12). Aún más, la mentira se especifica frente a otras formas de engaño por un elemento diferenciador; a saber, mentir supone la instalación y el simultáneo quiebre de la confianza previamente establecida por el emisor del mensaje (Green, 2001, p. 166).

Probablemente, la estrategia más habitual para engañar al interlocutor consista en aseverar cosas que sabemos que no son verdaderas porque, como dice Adler (1997), la mentira es el medio más sencillo y eficaz para confundir a quien tenemos enfrente (p. 440). Con todo, quizá el expediente más directo para la mentira sea la afirmación de cosas falsas, pero eso no significa que sea el único camino.

En efecto, no solo se trata de advertir la posibilidad de un cisne negro. También este análisis conceptual ha revelado un aspecto muy relevante para el proceso penal. El punto central de la dimensión moral de la mentira no radica en una acción negativa, sino en provocar un engaño (Barber, 2020, p. 146). Esto puede servirse tanto de la verdad como de la falsedad de lo que se afirma. Por consiguiente, el relieve ético de la mentira está indisolublemente asociado con el engaño.

Esas conductas engañosas han de ser determinadas y, en su caso, erradicadas en virtud del contexto ético en que se despliegan (Rhonheimer, 2008, p. 233). Porque la finalidad última de la acción llamada «mentira» se dirige a cometer lo que Rhonheimmer (2008) denomina un «acto de injusticia comunicativa» (2008, p. 90; 2020, p. 363). Esto significa que mentir es una de las formas en que se defrauda lo que se le debe al otro; a saber, no ser manipulado o inducido a adoptar creencias falsas. Así, la mentira implica la erosión de la confianza en que se asientan los vínculos comunitarios, de manera tal que si del contexto no se desprende una expectativa de un mensaje sincero, pues no habría mentira alguna.

Por ejemplo, el torturador que profiere amenazas tremendamente violentas con el fin de intimidar a la persona detenida para que brinde su confesión. El sujeto que padece violencia psicológica no vio defraudadas sus expectativas de sinceridad por parte de su interlocutor porque una víctima de tortura no espera que su agresor cumpla con su palabra, sino que pretende salir cuanto antes de su padecimiento. La mentira exige un contexto comunicativo que provoque confianza entre las partes y esa confianza luego es defraudada para inducir al error a una persona que padece tales dichos mendaces.

III.1. El llamado «derecho a mentir» frente a la finalidad de la mentira

Así, cabe preguntarse, ¿qué es el engaño? La respuesta al interrogante, desde la perspectiva moral, es relativamente más sencilla que en un plano más amplio. El engaño consiste en inducir al interlocutor a una creencia falsa (Tomasini Bassols, 2020, p. 219). Se trata de una acción deliberada porque el mentiroso pretende desinformar a la víctima (Ekman, 1992, p. 27). En efecto, la acción paradigmática por la que se configura el engaño propio de la mentira es la exposición de información (falsa o verdadera) como si fuera verdadera. Aún más, existen quienes agregan un elemento adicional al concepto de mentira; a saber, que quien miente pretende brindar garantías de lo que afirma (Carson, 2006, p. 292; Saul, 2012, p. 10).

Siguiendo la línea que venimos presentando, la mentira constituye una especie de acción positiva dirigida a inducir al error a nuestro interlocutor. Se trata de provocar un cambio a través de movimientos corporales (Lagier, 1999, p. 147). Más en concreto, mentir supone una persona que articula un mensaje con el propósito de que el interlocutor cambie de parecer o se forme uno que no se corresponde con la realidad.

En ese sentido, el acusado bien podría afirmar cosas que no se adecúan con la realidad, pero eso no equivaldría de modo necesario a un engaño. Dicho de otra forma, mentir no se define moralmente por la falta de adecuación de lo dicho con la realidad, sino por la pretensión de confundir al interlocutor (Barber, 2020, p. 146). Entonces, el reverso de la mentira no es el deber categórico de afirmar la verdad, sino el deber de abstenerse de inducir al error al interlocutor.

Pongamos un ejemplo para ilustrar esto: el comisario Juan, que trabaja en un pueblo pequeño, estuvo a cargo de una investigación que luego resultó de alto impacto mediático y de trascendencia social; a saber, el secuestro y posterior desaparición de un infante de cinco años. Sin embargo, Juan fue acusado posteriormente de encubrir los delitos que estuvo investigando.

Todo empezó cuando el comisario declaró que estaba durmiendo la siesta cuando comenzó la búsqueda del niño perdido en el pueblo. No obstante, después otros testigos manifestaron que, en realidad, Juan estaba en un restaurante en el mismo momento en el cual dijo que estaba durmiendo. Peor aún, los testigos remarcan que el comisario se la pasaba hablando por teléfono sobre el niño desaparecido. Juan habría estado, además, impartiendo directivas e instrucciones a sus subalternos con el fin de evitar que se dirijan al lugar de los hechos.

Entonces, ¿Juan afirmó algo que sabía que era falso? Sí, claro que sí. Además, Juan pretendió suscitar una creencia falsa en sus interlocutores (fiscales del caso y jueces que dirigían la investigación preparatoria). El ejemplo representa un caso en el que coinciden perfectamente los elementos básicos de una mentira: a) afirmar algo que se sabe falso y, además, con la pretensión de b) confundir al interlocutor con la afirmación de una falsedad. Aquí, pues, coinciden de manera pacífica la perspectiva moral y la epistémica de la mentira.

El caso central de la mentira consiste en manipular los hechos con el fin de suscitar y manipular las creencias del interlocutor a través del mensaje comunicado por el mentiroso. Sin embargo, el empleo de información falsa es una de las estrategias disponibles, pero no es la única alternativa posible. De hecho, quizá la alternativa más interesante constituye el engaño de quien induce una creencia falsa a través de manifestar una verdad (Tomasini Bassols, 2020, p. 219). Esto remite a un universo de casos éticamente más significativo para la reflexión moral porque estamos en un plano en donde la afirmación de una proposición verdadera y el engaño coinciden (p. 219). Veamos esto con otro ejemplo.

Un acusado poco confiable, alguien que habitualmente miente a la Fiscalía de manera dolosa, se acerca a esta con el fin de brindar un dato que podría ser útil a una investigación de alto interés público. El acusado, reconocido por su mendacidad, sabiendo que su reputación podría confundir a los investigadores, afirma que el niño desaparecido no está en el acceso norte de la ciudad, sino en otro punto ubicado al sur. Con el dato obtenido, el Ministerio Público Fiscal decide reforzar la búsqueda en la entrada norte; es decir, lo opuesto a lo que el acusado declaró.

Siguiendo esta línea argumental, cabría preguntarse: ¿el acusado ha mentido? Pues, de acuerdo con la definición moral de la mentira que hemos elaborado, sí. De hecho, si ese acusado hubiera querido realmente salvar la vida del niño, si pretendía evitar confusiones —es decir, si pretendía no mentir—, tenía que aseverar algo que sabía que era falso. En breve, el mentiroso, al decir algo falso, desde un punto de vista netamente moral, no hubiera mentido.

III.3. Recapitulación

El análisis del concepto moral de mentira ha revelado un aspecto muy relevante para el proceso penal. El punto central de la dimensión moral de la mentira no radica en una acción negativa; esto es, abstenerse de decir la verdad. Se trata, en cambio, de una acción positiva que consiste en provocar un engaño en el interlocutor (Barber, 2020, p. 146). Esto puede servirse tanto de la verdad como de la falsedad de lo que se afirma. En fin, el relieve ético de la mentira está indisolublemente asociado con el engaño.

Con todo, tales engaños operan o se determinan en el particular ético en que se despliegan (Rhonheimer, 2008, p. 233) porque la finalidad última de la acción llamada «mentira» se dirige a cometer un acto injusto con la práctica social de la comunicación. Esto significa que mentir es una de las formas en que se defrauda lo que se le debe al otro; a saber, no ser manipulado o inducido a adoptar creencias falsas. Por ende, la mentira socava la confianza social, uno de los pilares básicos en que se asientan los vínculos comunitarios.

Así, la inmoralidad de una mentira no depende de proferir un enunciado que se sabe o cree que no se adecúa con la verdad material, sino que su aspecto deleznable radica en el error que se pretende inducir en el interlocutor. En breve, lo más reprochable de mentir consiste en un manejo artero del lenguaje que, previo a establecer un marco de confianza entre emisor y receptor, se dirige a manipular las creencias del interlocutor.

IV. EL DEBER INCONDICIONADO DE NO MENTIR EN EL PROCESO PENAL ACUSATORIO

IV.1. El alcance del deber incondicionado de no mentir: el caso del acusado

Nos corresponde analizar si el acusado tiene un deber incondicionado de decir la verdad en el proceso penal acusatorio. Para ello, compararemos al acusado con el testigo y, finalmente, examinaremos si el acusado y/o el testigo tienen ese deber incondicionado y las razones del deber en cada caso, de ser así. Antes de esto, cabe recordar que el proceso penal es un instrumento creado por el derecho para juzgar a los individuos, no necesariamente para condenar ni mucho menos para ser utilizado como un mecanismo de búsqueda de confesiones (Binder, 2016, p. 182). Ello porque el proceso también cumple su finalidad al absolver a los procesados, como bien señala la Corte Constitucional de Colombia (Sentencia C-782/05, 2005). Los fines que guían el proceso, según parte de la doctrina, son los de verdad, justicia y paz (San Martín, 2020, p. 21). Así pues, la búsqueda de la verdad en el proceso, sea para condenar o para absolver, no se ha de alcanzar a cualquier precio. En consecuencia, siempre se ha de respetar el debido proceso y las garantías procesales que salvaguardan los derechos de los procesados.

La búsqueda de la verdad en el proceso no se realiza a cualquier costo dentro de un Estado democrático de derecho. Se brindan al acusado garantías para proteger sus derechos frente a posibles abusos del Estado o de terceros. Entre las garantías judiciales mínimas reconocidas para la defensa de los procesados se encuentran: a) la presunción de inocencia, b) la comunicación previa y detallada de la acusación formulada, c) un plazo razonable para la preparación de la defensa, d) el derecho a una defensa técnica, e) el derecho a tener un defensor, f) el derecho a interrogar testigos, g) el derecho a no autoinculparse y h) el derecho a presentar un recurso de apelación (Exp. N.° 00926-2007-PA/TC-LIMA, 2007). Estas garantías no pueden ser reducidas o restringidas por disposiciones legales y forman parte de los derechos implícitos que se desglosan del derecho al debido proceso.

El derecho a no autoinculparse otorga al procesado la posibilidad de no declarar contra sí mismo ni confesarse culpable (San Martín, 2020, p. 159). De esta forma, se protege al acusado de colaborar contra su voluntad en la acusación en su contra sin que esto le genere consecuencias negativas (Neyra, 2010, p. 206). Así, los procesados disponen tanto de la facultad de declarar como de no hacerlo. Esta libertad tiene dos aspectos: uno negativo, que se materializa en el derecho a no brindar una declaración que implique autoincriminación; y otro positivo, que es el derecho a declarar para defenderse activamente (San Martín, 2020, p. 159). La decisión de declarar o no queda en manos del procesado y su defensa técnica. Los jueces tienen prohibido interpretar desfavorablemente el silencio de los procesados. En caso de que el acusado optase por declarar, su declaración no estaría sujeta a juramento ni a la obligación de veracidad (pp. 777-778).

El derecho a no autoincriminarse prohíbe valorar el silencio como prueba de cargo, ya que hacerlo presionaría al acusado para declarar, lo que imposibilitaría su derecho. Incluso cambios en la actitud del acusado, como declarar inicialmente y luego guardar silencio, no deben interpretarse en su contra. Este derecho garantiza que el acusado no sea coaccionado a incriminarse ni a colaborar activamente en su propia condena con el fin de asegurar su libertad para decidir si coopera o no, siempre que se le informe claramente sobre este derecho (Ormazábal, 2015, pp. 90-91).

El derecho a no declarar contra sí mismo impone al Estado una serie de obligaciones negativas o de abstención (Exp. N.° 00926-2007-PA/TC-LIMA, 2007). Por ello, el Estado no puede obligar a un procesado a descubrirse o a declarar en su contra. Este derecho no solo protege contra la autoincriminación directa, sino que también permite guardar silencio sobre hechos que involucren a sus coprocesados en el mismo ilícito penal (Exp. N.° 003-2005-PI/TC-LIMA, 2005). Así, el Estado no puede coaccionar a los procesados para que declaren y tiene el deber de informarles sobre las ventajas y desventajas de una declaración autoinculpatoria (Exp. N.° 00926-2007-PA/TC-LIMA, 2007). Además, los órganos judiciales no pueden basar sus sentencias condenatorias únicamente en la autoincriminación del procesado.

En la normativa peruana, regulada en el artículo IX del Título Preliminar del Código Procesal Penal, el derecho a no incriminarse no se limitaría solo al individuo, sino que se extiende a la facultad de no declarar en contra de su cónyuge, o de parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad. Asimismo, para el Tribunal Constitucional de Perú (Exp. N.° 00926-2007-PA/TC-LIMA, 2007), el derecho a declarar y el derecho a guardar silencio se fundamentan en la dignidad de la persona y constituyen elementos necesarios del derecho a la presunción de inocencia y del debido proceso.

Aún más, la jurisprudencia constitucional peruana entiende que el derecho al silencio no es sino un medio para garantizar el derecho a la no autoincriminación. Se trata de uno de los derechos implícitos que se desglosa del derecho fundamental al debido proceso porque nadie está obligado a descubrirse ni a declarar contra sí mismo. O, dicho de otra forma, toda persona es capaz de guardar silencio frente a los cargos que se le imputan (Exp. N.° 01198-2019-PHC/TC-LIMA, 2019). Ningún ciudadano está obligado por ley a proporcionar información que lo incrimine, ya sea confesando, explicando o entregando datos o pruebas que lo perjudiquen penalmente (Neyra, 2010, p. 207).

Ahora bien, en el supuesto que estamos desarrollando, si se obligara al acusado a tomar juramento al momento de declarar, este tendría dos opciones: declarar, exponiéndose a ser doblemente procesado y posiblemente condenado; o guardar silencio. Guardar silencio en este caso podría afectar su derecho de defensa (Sentencia C-782/05, 2005), ya que perdería el control sobre su declaración. Una vez iniciado el interrogatorio, estaría obligado a decir la verdad sin poder retener información, lo que limita su estrategia defensiva.

Además, es importante considerar la psicología de los testimonios humanos y las reglas de la litigación, donde el interrogador dirige la declaración. Esto puede llevar a la pérdida de claridad y precisión en la exposición del declarante, así como desviar el sentido de los hechos. Obligar al acusado a tomar juramento bajo la amenaza de una pena severa haría que su declaración no sea libre, voluntaria o consciente. A su vez, también se vería afectada la presunción de inocencia.

En caso de que los acusados decidan declarar y, con ello, renunciar a su derecho a guardar silencio, el juez debe explicarles todas las consecuencias de su decisión y garantizar que esta se tome en plena libertad y sin temor a incurrir en otro delito como resultado de su decisión. De esta manera, el acusado no se encontraría en la situación de tener que escoger entre su derecho de defensa y el miedo a ser doblemente procesado. En efecto, quien sufre una acusación dispone de total libertad respecto al contenido de su declaración y puede responder total o parcialmente a todas las preguntas que se le formulen.

IV.2. El alcance del deber ¿incondicionado? de no mentir: el caso del testigo

En contraste, al testigo sí se le exige jurar que dirá la verdad. Si el testigo miente durante el juicio, cometería el delito de falsedad en juicio, conocido como falso testimonio en otros países. Si al procesado se le tomara juramento y mintiera en su declaración, podría ser procesado también por este delito. El temor por acabar siendo doblemente enjuiciado y enfrentar graves consecuencias punitivas podría llevar no solo al acusado a autoinculparse, sino a incriminar a sus cómplices, cónyuges o familiares cercanos (Sentencia C-782/05, 2005). Esto vulneraría flagrantemente el derecho a no autoincriminarse, el cual impone al Estado el deber de abstenerse de ciertas acciones. Por lo tanto, se establece que no se puede tomar juramento al acusado al declarar.

No obstante, todas las prerrogativas que tiene el acusado respecto a su declaración no las tiene el testigo. El testigo tiene tres obligaciones: primero, presentarse ante la autoridad para declarar; segundo, declarar sobre todos los hechos materia del proceso; y, tercero, decir la verdad bajo promesa o juramento (San Martín, 2020, p. 786). Si miente, puede ser procesado por su falsedad8. La obligación de responder todas las preguntas tiene excepciones. Entre las más importantes están la de no responder preguntas que lo vinculen con la comisión de delitos debido al derecho a no autoincriminarse y la de abstenerse de declarar sobre presuntos ilícitos cometidos por sus familiares.

Asimismo, una de las diferencias radica en que el procesado no tiene el deber de colaborar activamente en el proceso que se sigue en su contra. De hecho, en virtud de la garantía de la presunción de inocencia y la inversión de la carga probatoria, el imputado no está obligado a colaborar activamente en el proceso, así sea a través de declaraciones que impliquen su reconocimiento de un ilícito penal (pp. 173-174). El Estado, al tener la carga de la prueba, tiene el deber de incoar los procesos con el fin de establecer la verdad de los hechos. Así comprendido, resulta lícito para el procesado hacer o dejar de hacer, decir o dejar de decir todo aquello que favorezca a mantener su estado de inocencia (Sentencia C-782/05, 2005).

IV.3. Recapitulación

Como hemos analizado, el acusado no tiene un deber incondicionado de decir la verdad en el proceso penal. En primer lugar, puede guardar silencio, protegido por su derecho a no autoincriminarse. En segundo lugar, al no tener la obligación de tomar juramento o promesa de decir la verdad, el procesado no enfrenta las consecuencias penales de mentir, abriendo así la posibilidad de que mienta. Asimismo, hay una posición intermedia entre estas dos: declarar y decidir guardar silencio sobre ciertos temas según lo que su defensa decida, cobijándose en su derecho a no autoincriminarse. En cualquiera de los supuestos descritos, se abre la posibilidad de que el acusado mienta y, frente a este hecho, no se podría interponer ningún recurso.

En cambio, el testigo sí tendría un deber incondicionado de decir la verdad, pero este deber sería aparente porque el proceso penal presenta una serie de excepciones a aquel, gracias a las cuales el testigo podría guardar silencio cuando se le formule una pregunta. Esto ya no lo haría un deber incondicionado propiamente dicho ni cumpliría con lo propuesto por Kant.

Con todo, la situación del testigo, que no está comprendido por las causales que le permiten eximirse de brindar su testimonio, difiere sustancialmente de la del acusado. Quien brinda su testimonio está conminado no solo a evitar que sus declaraciones induzcan al error a su interlocutor, su deber de decir la verdad no le permite ampararse en la opción de guardar silencio, excepto en aquello que pudiera autoincriminarlo. De esta manera, el silencio del testigo resulta inaceptable, pero sujeto a ciertas condiciones.

Por consiguiente, en rigor, el testigo no tiene un deber incondicionado de decir la verdad; sin embargo, el umbral de veracidad que se espera de sus dichos es sustancialmente mayor que el que se espera del acusado. Porque, si no está comprendido por las causas que le permiten excusarse de brindar su testimonio, se espera que sus dichos no sean un obstáculo a la búsqueda de la verdad material. Antes bien, las expectativas que se depositan en el testigo es que brinde una declaración que allane el camino hacia el esclarecimiento de los hechos que se investigan o juzgan ante un tribunal colegiado o unipersonal.

V. EL ROL DEL ABOGADO DEFENSOR: ¿DEBERÍA ACONSEJAR MENTIR AL ACUSADO?

Como vimos en los apartados anteriores, la mentira ha de ser abordada desde dos planos: el epistémico y el moral. Desde el plano moral, la mentira busca engañar al interlocutor y manipular sus creencias, lo cual transgrede el deber de no menoscabar la confianza necesaria para afianzar los necesarios vínculos comunitarios para que una sociedad prospere.

Así, una vez que comprendemos el ámbito moral de la mentira, debemos analizar el rol del abogado frente a la mentira en un proceso penal adversarial. Esto requiere que se le preste especial atención a la tensión entre su deber de proteger los intereses de su cliente y su deber de decir la verdad. Entonces brota una pregunta inevitable: ¿el abogado podría aconsejar a su cliente que mienta cuando la mentira parece ser la mejor estrategia de defensa? Se trata de un interrogante que es verosímil y relevante. Al fin y al cabo, la persona sobre la que pende una investigación no tiene la carga de la prueba. Esto podría verse como una ocasión o habilitación para proferir mentiras.

Para desarrollar este apartado, primero abordaremos brevemente el rol del abogado defensor en el modelo adversarial. Luego, analizaremos el deber de quien ejerce la defensa técnica frente a la mentira. Finalmente, explicaremos por qué el defensor nunca debería aconsejar a su cliente que mienta.

V.1. El abogado defensor en el modelo procesal adversarial

En un proceso penal acusatorio, una persona enfrenta una acusación realizada por una institución técnica y especializada del Estado, como el Ministerio Público, que podría llevar a la pérdida de su libertad. Usualmente, el proceso es largo y tortuoso. Pensando en frío, existe una desventaja para el investigado porque, de un lado, se ubica un órgano técnico y especializado; y, por el otro, una persona que podría no tener ninguna clase de conocimiento jurídico. Esto crea una relación asimétrica que mantiene en vilo al acusado.

La única forma de equilibrar la relación asimétrica y desventajosa en la que se encuentra un acusado es mediante el apoyo técnico-jurídico de un abogado que pueda enfrentar la imputación formulada en su contra (Zúñiga, 2023, p. 83). Este defensor técnico debe proteger los intereses de su cliente y conocer a fondo el proceso y sus reglas. El modelo procesal adversarial debe garantizar los derechos fundamentales de todos los imputados, incluso en contra de los deseos del propio imputado (p. 83).

De esta forma, la defensa es la parte opuesta a la acusación. Tiene derecho, al menos, a los mismos recursos ante la jurisdicción y a la actividad probatoria en condiciones de igualdad frente a su contraparte, siempre bajo el principio de contradicción que rige este modelo procesal (San Martín, 2020, p. 309). Así, el abogado defensor debe hacer valer de la mejor manera posible todas las circunstancias de hecho y de derecho favorables al acusado.

El abogado defensor cumple una función pública relevante para la sociedad al hacer valer la presunción de inocencia de sus defendidos, lo cual permite concretar uno de los requisitos fundamentales de los Estados constitucionales de derecho. Esta labor no es solo un deber de garantía formal en el proceso penal, sino un pilar del Estado de derecho. Por ello, la defensa debe ser técnica y solvente para proteger los intereses del acusado, ya que, como mencionamos antes, existe una relación asimétrica de poder entre el Estado —a través de uno de sus organismos autónomos (el Ministerio Público)y el individuo.

Dentro del funcionamiento del proceso penal, el abogado defensor cumple una función crucial que no debe verse de manera aislada. Su parcialidad en el proceso se justifica y se hace necesaria como contrapeso a la parte contraria (Calamandrei, 2009, p. 97). Para cumplir con esta función, el abogado defensor debe conocer toda la información relevante del caso y mantenerla en confidencialidad.

El abogado tiene el deber de conocer toda la información relevante del caso y, además, de no revelarla. Con todo, no debe engañar al tribunal ni a la parte contraria; de esta forma, contribuye a que la decisión del tribunal sea informada (Seleme, 2021, p. 264). La coexistencia de estos tres deberes genera tensión en el abogado defensor cuando se enfrenta a la mentira. Por ejemplo, ¿el abogado podría recomendar al acusado mentir para evitar graves consecuencias, lo que implicaría engañar al tribunal? Este dilema surge porque el abogado debe, ante todo, promover los intereses de su cliente. Si el abogado fuera simplemente un auxiliar de la justicia que colabora con el tribunal, no existiría este dilema y el deber de litigante sería bien claro: el acusado debe decir toda la verdad, solo la verdad y no callar algo que pudiera ser relevante.

V.2. El deber del abogado defensor frente a la mentira

El deber de confidencialidad entre abogado y cliente es de suma importancia, mientras que la obligación del abogado hacia terceros es mínima (Seleme, 2021, p. 265). Por ende, toda la información que el abogado conoce del caso y los consejos que brinda a su cliente tienen un valor considerable. De esta manera, el defensor forja una responsabilidad especial respecto a su cliente. Este deber, no obstante, no exime al abogado de sus obligaciones hacia otros sujetos, aunque estas tengan un peso diferente. Así, cabe preguntarse: ¿este deber faculta al abogado para aconsejar mentir a las autoridades con el fin de engañarlas y evitar graves consecuencias para el cliente?

En un proceso judicial, un abogado enfrenta diversas disyuntivas relacionadas con la veracidad, teniendo en cuenta que uno de los objetivos del proceso es descubrir la verdad. Los abogados defensores se enfrentan a dilemas éticos sobre la verdad en su labor9. Para confrontar estos dilemas y reconociendo las debilidades inherentes a los seres humanos, los legisladores han creado complejas reglas procesales que buscan construir instituciones con el fin de evitar la mentira y el fraude por parte de los abogados (p. 274).

Por ello, se considera que la búsqueda de la verdad en el sistema adversarial es responsabilidad de los magistrados, no de los abogados defensores. Estos últimos tienen como finalidad principal proteger los intereses de sus clientes y garantizar sus derechos fundamentales. Esta situación de intereses contrapuestos, lejos de ser un obstáculo, puede ser la mejor manera de descubrir la verdad en un caso (Calamandrei, 2009, p. 95; Seleme, 2021, p. 275), pues los intereses «sesgados» de cada parte se compensan mutuamente, lo que permite que emerja una verdad objetiva e imparcial (Seleme, 2021, p. 275).

Ahora bien, esta tutela de intereses no comprende a la acción de aconsejar al cliente que mienta, pese a que la búsqueda de la verdad no es responsabilidad del abogado defensor, sino del juez interviniente. Con todo, el abogado debe lealtad al sistema judicial para garantizar su adecuado funcionamiento, ya que es el entorno en el que se desarrollará profesionalmente (pp. 276-277). Por consiguiente, su lealtad al sistema judicial le exige no mentir ante el tribunal y, en consecuencia, no debe permitir el uso de la mentira como estrategia defensiva ni mucho menos aconsejar a su cliente tal curso de acción.

De esta forma, dado que el abogado debe lealtad tanto a su cliente como al sistema judicial, y estas lealtades no tienen por qué ser contradictorias, el abogado no puede abandonar su deber de asistir a su cliente sin comprometer su obligación de no mentir ni permitir la mentira. Aconsejar guardar silencio en lugar de mentir es la opción que concilia ambos deberes. Incluso Tomás de Aquino (1956) plantea que la virtud de la veracidad no implica siempre pronunciar la verdad, sino tanto pronunciar como reservarse la verdad cuando corresponde (II-II, q. 109, a. 1).

Para Seleme (2021), la mentira en el proceso puede definirse como afirmar que lo que se sabe es falso o guardar silencio sobre lo que se sabe que es verdadero. Así, según él, la interpretación de la regla del silencio presupone dos formas de faltar a la verdad: a) afirmar que algo es falso y b) callar lo que se sabe que es verdadero (guardar silencio). Dado que prohibir la segunda forma no permite equilibrar las exigencias de lealtad del abogado hacia su cliente, la regla tiende a prohibir la primera forma (pp. 278-279). Por lo tanto, frente a estos casos, lo que corresponde al abogado defensor es aconsejar a su cliente guardar silencio.

Hay una tercera forma de faltar a la verdad, agrega Seleme: aseverar cosas sobre las cuales no se tiene evidencia suficiente o sobre las que el supuesto instrumento de prueba genera dudas sobre su veracidad (p. 279). Entonces, si existieran motivos para dudar de la veracidad de un instrumento de prueba y si esto fuera lo único que respalda la posición de una parte, correspondería al abogado no faltar a la verdad y abstenerse de esgrimir esa posición.

En el modelo procesal penal adversarial, este deber de veracidad correspondería al Ministerio Público Fiscal, que no debe presentar acusaciones sobre hechos para los cuales no tiene pruebas suficientes o si las pruebas disponibles generan dudas sobre su veracidad. De este modo, la Fiscalía cumpliría con su deber de veracidad en esta tercera forma, punto especialmente relevante dado que el estándar de pruebas debe ser alto para superar la presunción de inocencia.

El abogado defensor, frente a una acusación, puede plantear hipótesis alternativas para contradecir las afirmaciones que afectan la tesis del Ministerio Público, incluso sin contar con material probatorio específico. Esto se debe a que, según el principio de presunción de inocencia, la carga de la prueba recae sobre la Fiscalía y, en efecto, es el Ministerio Público quien tiene el deber de presentar pruebas al formular cargos.

V.3. El abogado jamás puede aconsejar mentir

Una de las funciones típicas que conlleva el ejercicio de la defensa técnica es el asesoramiento del imputado. En efecto, quien ejerce la defensa funciona como asistente directo del imputado. Por eso, ha de dirigir su labor a la protección de los intereses y necesidades de la defensa de su cliente. No cumple de manera directa una función pública, salvo que se trate del defensor público. Su labor consiste, más bien, en asesorar a una persona en particular. Toda su misión y actuación, conforme a las reglas éticas, debe ceñirse a la custodia de los intereses de ese imputado (Binder, 1999, p. 159).

En la medida en que el defensor se dirija a resguardar los intereses de su cliente, respetando los límites éticos y jurídicos correspondientes, contribuirá mediatamente a que ese proceso responda a las exigencias básicas del Estado de derecho. Su función «pública» o «social», por ende, requiere que su labor se despliegue dentro de un marco ético y, por supuesto, jurídico (p. 159).

Así, el abogado tiene el deber de informar al imputado sobre todos sus derechos, así como de explicarle los cargos que pesan en su contra y las posibles consecuencias jurídico-penales. Además, incluso cuando el abogado sepa que una mentira no tendrá consecuencias legales directas para el imputado, este debe instruirlo sobre los deberes éticos de las partes, lo que contiene el deber de no mentir. El abogado no puede aconsejarle a su cliente que mienta, pues aunque no existe un deber absoluto de decir la verdad, este ha de equilibrarse con las obligaciones éticas en el proceso, buscando armonizar ambas posiciones.

Si la verdad resulta sumamente desventajosa para el acusado, el abogado debe aconsejar guardar silencio porque es el Ministerio Público Fiscal el que tiene la carga de la prueba; es decir, quien ha de presentar pruebas que se dirijan a derribar la presunción de inocencia. En cambio, el defensor garantiza la legalidad de los medios utilizados contra su cliente. Aún más, el acusado no debe demostrar su inocencia, sino que el fiscal debe acreditar la culpabilidad de la persona sobre la que pende el proceso penal.

Aconsejar guardar silencio no es una simple inacción frente a la acusación, sino una forma de cumplir con el deber de ofrecer asesoría técnica adecuada, guiando al acusado dentro del marco del proceso. Las responsabilidades del abogado defensor no se limitan a la estrategia de mentir, su función es proteger los derechos fundamentales del acusado y esto se puede lograr sin recurrir a la mentira.

Como señala Rachel (2017), muchas veces nos sentimos tentados a mentir porque creemos que las consecuencias de decir la verdad serán desfavorables y que las consecuencias de mentir serán convenientes (p. 202); sin embargo, nunca podemos estar seguros de tal cosa. Asimismo, no siempre es cierto que la mentira traerá mejores resultados. A menudo, los efectos de mentir pueden ser inesperadamente más gravosos que los de decir la verdad. Este escenario no se suele considerar al enfrentar el dilema entre mentir y decir la verdad. Así, mentir puede parecer la opción más ventajosa cuando, en realidad, muchas veces no lo es.

VI. BALANCE CONCLUSIVO. UNA FALACIA DE NON SEQUITUR: DEL DERECHO A GUARDAR SILENCIO NO SE SIGUE EL DERECHO A MENTIR DEL ACUSADO

El debate entre Kant y Constant puso de relieve que el llamado «derecho a la mentira» no incumbe solamente a las partes de una relación jurídica, sino a la comunidad en su conjunto. Se trata de un punto que se desprendía desde el abordaje agustiniano de la mentira. No obstante, el mérito de Kant fue rescatar e intensificar el rechazo o negación robusta de la mentira porque no solo se debe sinceridad entre las personas, sino —y sobre todoa la comunidad entera. La proliferación de la mentira, en fin, es el comienzo del socavamiento de los pilares básicos de la convivencia social.

Agustín de Hipona tuvo el mérito de conectar a la mentira con su finalidad, la cual no tiene por objeto hacer prevalecer la falta de veracidad, sino erradicar la insinceridad. La mentira, pues, se conecta más con la inducción al error que con una pretensión de socavar la primacía de la verdad. Esto último podrá ser el medio o instrumento para provocar intencionadamente el error en el otro, pero no es el único camino posible. Mentir no es más que un tipo especial de engaño, lo cual bien podría servirse tanto de una adecuación con la verdad material como de la aseveración deliberada de hechos falsos.

Este concepto moral de mentira ilumina mucho las implicancias procesales de la acción de mentir. El acusado no tiene el deber de acreditar sus dichos ni comete falta alguna en caso de que estos sean refutados por corroboración periférica o pruebas de cargo. Lo que se le podría reprochar no es afirmar cosas falsas, sino brindar una declaración que pretende inducir errores en la contraparte o en el tribunal.

La clarificación conceptual que hemos elaborado en este trabajo conlleva una tesis negatoria frente a la validez del llamado «derecho a la mentira» del acusado. Aunque este último tenga el derecho a guardar silencio, y aun cuando su abstención a brindar una declaración no puede emplearse como elemento de cargo, de eso no se sigue una facultad o derecho subjetivo a mentir en sentido propio (Ríos Patios, 2019, p. 643). Se trata, pues, de una falacia de non sequitur; es decir, de una afirmación que concluye algo que no se deriva del contenido de las premisas (Damer, 2008, p. 92). En otras palabras, del derecho a la autoincriminación no se sigue una facultad o el derecho a engañar.

Así, el acusado podrá tener la facultad de afirmar cosas falsas, pero no a engañar con sus dichos. ¿En qué consiste tal distinción? Pues en que el acusado no tiene la carga de probar la veracidad de cada afirmación que exterioriza; no obstante, lo anterior no implica que pueda compartir dichos que a sabiendas son falsos. Puesto de otra manera, el engaño que resulta inaceptable es el abuso de la posibilidad de narrar hechos que no precisan ser probados.

Esta diferencia podría parecer demasiado sutil, pero tiene una justificación pertinente y una consecuencia práctica relevante. La justificación radica en que el acusado no tiene el deber de contribuir en la construcción del caso en su contra (Oré Guardia, 2011, p. 127). Aún más, a quien se le pretende atribuir responsabilidad por un delito no solo no tiene por qué colaborar con la Fiscalía, sino que tampoco tiene el deber de demostrar su inocencia. Por el contrario, es al Ministerio Público Fiscal a quien le incumbe desbaratar el estado de inocencia de los supuestos autores de un crimen. Así, la persona acusada bien podría adoptar una actitud totalmente pasiva frente a los cargos que se le imputan.

La consecuencia práctica de lo anterior es que, en virtud de ese derecho a no autoincriminarse, al acusado no le incumbe demostrar la veracidad de sus declaraciones o descargos, de manera que la facultad de afirmar cosas falsas no se dirige a permitir engaños, sino a relevar al acusado de la carga probatoria de demostrar aquello que afirma. En todo caso, la adecuación con la verdad material podría ser de interés o conveniencia para quien se le han formulado cargos en un proceso penal porque, si el acusado presenta evidencias o pruebas de descargo tan poco creíbles que luego se revelan como falsas, su estrategia defensiva terminaría socavándose.

Con todo, más allá de razones instrumentales o estratégicas que aconsejen procurar adecuarse a la verdad material, lo cierto es que esta exoneración de probar los dichos de la declaración del acusado no implica un permiso para engañar. Ahora, recordemos que lo decisivo del engaño es la pretensión de inducir al error a la contraparte o al juzgador.

Se podría responder a esto que, en virtud del principio de legalidad penal, no cabría endilgar responsabilidad por hechos no previstos con anterioridad en una disposición jurídico-penal. Tal objeción es concluyente e irrefutable. No obstante, y sin apartarse de la ley, el Ministerio Público Fiscal y el juez interviniente podrían castigar con severidad a los acusados que hayan declinado de su derecho a guardar silencio con el fin de intentar manipular el proceso con declaraciones mendaces. Es decir, dentro de la escala penal y de los atenuantes o agravantes que quepa aplicar en el caso concreto, jueces y fiscales podrían pasar una onerosa factura a quien pretendió engañar. Por ende, la mentira podría tener el efecto —no explicitado discursivamentede inclinar al juez a dosificar la pena de la manera más retributiva o severa posible.

La persona acusada puede declarar dichos falsos y por eso lo mejor será que no se crea demasiado al acusado, al menos hasta que se corrobore su declaración. Ello no podría implicar redistribuir la carga de la prueba en perjuicio de la persona sobre la que pende la acusación, sino más bien contrastar sus dichos con el resto de la prueba de cargo. Además, también se podría confrontar las aseveraciones del acusado con el resto de las pruebas que ofreció para el avance del proceso.

Empero, la mentira es un camino que la defensa técnica siempre debería desaconsejar porque la manipulación del interlocutor con el fin de inducirlo al error o a creencias falsas es una estrategia poco ética para triunfar. Incluso quienes afirmamos que la victoria es el fin primordial del proceso acusatorio podemos, a la vez, sostener que no cabe ganar por medio de la mentira. La defensa de los intereses del cliente siempre ha de dirigirse a la victoria tanto como se pueda, pero sin menoscabar las bases de legitimidad del proceso.

Recapitulando, la mentira es un camino indeseable en el proceso penal acusatorio, sea esto por razones morales de lealtad a los fines del proceso o bien porque es una forma de manipulación del interlocutor. Esto ha de evitarse porque el que miente suele generar reacciones muy hostiles y, por ende, contraproducentes para la persona sobre la que pende una acusación. En fin, hay que evitar la mentira en el proceso, pues parece tener algo de razón esa canción de rock argentino que remataba su estribillo diciendo: «violencia es mentir» (Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, 1989).

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Recibido: 19/08/2024
Aprobado: 05/02/2025


1 En tal sentido, cabe precisar que la noción misma de contradicción no se reduce a afirmar simultáneamente que dos afirmaciones opuestas son verdaderas, pues la contradicción presenta un matiz adicional que no siempre se advierte. Así, una proposición es contradictoria cuando se afirman cosas que no pueden ser posibles al mismo tiempo, pero bajo el mismo punto de vista (Aristóteles, 2003, libro IV, 1005b15).

2 Se considera acusado al sujeto sobre el cual recae la incriminación de un hecho punible y que se encuentra en etapa de juzgamiento; mientras que en las etapas de investigación se le denomina «imputado» (San Martín, 2020; Zuñiga, 2023). En este trabajo no se abordará la diferencia entre imputado y acusado; de hecho, en algunos pasajes se utilizarán como sinónimos, ya que nos referiremos tanto a las declaraciones realizadas en la etapa de investigación como en la de juzgamiento. Para nuestros fines, no es relevante explorar esa diferencia en el contexto de la presente investigación.

3 Es importante destacar que los testigos tienen una condición especial, ya que, si así lo deciden, pueden no pronunciarse sobre hechos que puedan implicarlos en la comisión de un delito, en virtud del derecho a no autoincriminarse. Además, tampoco pueden declarar sobre presuntos hechos ilícitos cometidos por sus parientes por consanguinidad o afinidad (Código Procesal Penal del Perú, 2004, Título Preliminar, arts. IX y 165).

4 Kant (2012a) empieza a tratar el deber incondicionado a decir la verdad en La fundamentación de la metafísica de las costumbres al desarrollar el ejemplo de la promesa falsa por medio de una promesa mentirosa. Luego, desarrolla el caso de mentira en caso de una promesa falsa a la hora pedir prestado dinero, lo que para él sería tratar de volver una exigencia de egoísmo en una ley universal, lo cual la anularía al instante porque se estaría tratando de sacar provecho del otro con base en mentiras (p. 8).

5 A diferencia de lo que se cree, la dignidad no tiene un rol constitutivo en la filosofía práctica kantiana. Aparece en la tercera fórmula de concreción del imperativo categórico; es decir, en la fórmula del reino de los fines, donde se presenta la idea de autolegislación del ser humano. Esto implica autonomía o autorregulación (Von der Pfordten, 2016, pp. 51-53).

6 «Comunicar a otro los propios sentimientos, sabiendo que las palabras que los transmiten contienen afirmaciones contrarias a lo que se piensa, es un fin que va directamente contra la finalidad natural de la facultad de comunicar los pensamientos y, por consecuencia, una renuncia a la personalidad. De esta forma, el mentiroso es una simple apariencia de hombre más que un hombre mismo» (Kant, 2012a, pp. 38-39).

7 Aunque anclado en otras razones, Agustín de Hipona (2007) también rechazaba tajantemente la posibilidad de mentiras bien intencionadas, pero que no dañan ni perjudican a nadie. De esta manera, el argumento agustiniano rechaza tales mentiras porque erosionan la relevancia de la verdad en las relaciones interhumanas (p. 257).

8 Entre quienes podrían abstenerse de rendir testimonio se encuentra el cónyuge del imputado, los parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad, y aquellos que tengan una relación de convivencia con él. Esta facultad se extiende, en la misma medida, a los parientes por adopción y a los cónyuges o convivientes, incluso si el vínculo conyugal o convivencial ha cesado. Todos ellos serán advertidos, antes de la diligencia, del derecho que les asiste para rehusar prestar testimonio en todo o en parte. Esto es aplicable en las normativas de diversos países; en el caso peruano, se encuentra regulado por el artículo 165 del Código Procesal Penal.

9 Una de las primeras preguntas es si el abogado debería presentar toda la información que posee, incluso si es desfavorable para su cliente (Seleme, 2021, p. 270).

* Esta investigación se enmarca en el proyecto «De la interpretación a la argumentación en el proceso penal adversarial: problemas, límites y desafíos en el Estado Constitucional de Derecho» (DCT2221), financiado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). El orden de los autores obedece a un criterio estrictamente alfabético.

** Magíster en Filosofía Política y Ética por la Universidad Adolfo Ibáñez (Chile). Profesor de Derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad San Ignacio de Loyola (Perú).

Código ORCID: 0009-0004-2446-7454. Correo electrónico: wilfredo.concha@usil.pe

*** Doctor en Derecho por la Universidad Austral (Argentina). Profesor de Filosofía del Derecho y Teoría General del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura (Perú).

Código ORCID: 0000-0003-4249-5948. Correo electrónico: luciano.laise@udep.edu.pe