¿Tienen los empleadores el deber de seguir abonando salarios, a pesar de no recibir trabajo a cambio? Razones para su debida consideración(*)(**)
Do employers have a duty to continue paying wages in absence of work in return? Reasons to consider
A Susanella, la chica de los dos corazones
Ernesto Alonso Aguinaga Meza(***)
Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, Perú)
Resumen: El presente trabajo, con motivo de lo sucedido antes y después de la pandemia, es un ejercicio de fundamentación dirigido a determinar las circunstancias que autorizan la imposición, vía legal, del deber empresarial de seguir abonando salarios, a pesar de no recibir -o siquiera esperar- trabajo a cambio. A estos efectos, primero, se demuestra que ya existe, en nuestro Derecho vigente, una poderosa razón jurídica para justificar intervenciones legislativas en ese sentido: la constitucionalizada dimensión social del salario. Posteriormente, a fin de apoyar al principio constitucional en cuestión, se sostiene que hay suficientes razones morales para implementar mecanismos distributivos de los ingresos o rentas empresariales que incluso abarquen supuestos en los que es fácticamente imposible ofrecer trabajo a cambio. Finalmente, apelando a la noción de “deber positivo especial”, se afirma que la mencionada disposición constitucional, es la materialización en el ámbito laboral del deber ético de toda persona de prestar auxilio a otras que se encuentran en una situación de peligro o necesidad, siempre que hacerlo suponga un esfuerzo o sacrificio trivial.
Palabras clave: Remuneración - Trabajo a cambio - Licencia con goce de haber - Salario social - Deberes extralaborales - Justicia distributiva - Deberes positivos especiales - Situación de peligro - Derecho Laboral
Abstract: This paper, drawing from what occurred before and after the pandemic, is a substantiation endeavour aimed at determining the grounds that authorize the imposition, by law, of the corporate duty to continue paying wages, despite not receiving -or even expecting- work in return. To this end, first, it shows that the law in force already provides a powerful legal reason to justify legislative interventions in this sense: the constitutionalized social dimension of wages. Subsequently, in order to support the constitutional principle in question, it argues that there are sufficient moral reasons to implement distributive mechanisms of business income that even cover cases in which it is factually impossible to offer work in exchange. Finally, appealing to the notion of “special positive duty”, it asserts that the aforementioned constitutional provision is the materialization in the labour sphere of the ethical duty of every person to provide assistance to others who are in a hazardous situation or need, provided that doing so involves a trivial effort or sacrifice.
Keywords: Remuneration - Work in return - Paid leave - Social wage - Extra work duties - Distributive justice - Special positive duties - Hazardous situation - Labor Law
1. Introducción: ¿es posible imponerle al empleador el deber de seguir pagando salarios, a pesar de no recibir trabajo a cambio?
El 15 de marzo de 2020, se publicó el Decreto Supremo 044-2020-PCM que declaró el Estado de Emergencia Nacional por un plazo de 15 días calendario y, a su vez, dispuso “el aislamiento social obligatorio (cuarentena), por las graves circunstancias que afectan la vida de la Nación a consecuencia del brote del COVID-19” (artículo 1). Dado que la cuarenta implicaba, por justificadas razones sanitarias, una severa restricción a la libertad de tránsito, la gran mayoría de las personas trabajadoras se vieron impedidas de acudir a sus respectivos centros de labores(1).
Por esta razón, el mismo día, el Decreto de Urgencia 026-2020 dispuso la implementación del trabajo remoto (o la prestación de servicios desde el domicilio o lugar de aislamiento), siempre que la naturaleza de las labores así lo permitiera (artículo 16). ¿Y si las actividades involucradas eran indefectiblemente presenciales (limpieza, construcción, agricultura, etc.)? De ser ese el caso, los empleadores debían otorgar licencia con goce de haber compensable y, por ende, seguir abonando los salarios respectivos con cargo a cobrarse al volver a la presencialidad(2).
Desde luego, en ese entonces no se pensó que la cuarentena sería sucesivamente prorrogada (hasta los 2 meses)(3) y, sobre todo, que el proceso de reanudación de actividades económicas(4), concluiría recién el 26 de septiembre de 2020(5) (6 meses y medio después). ¿Esto significa que, durante todo ese tiempo, las empresas impedidas de implementar el trabajo remoto por la naturaleza de sus labores, estuvieron legalmente obligadas a seguir pagando salarios? La respuesta habría sido afirmativa si, el 14 de abril de 2020, el Decreto de Urgencia 038-2020 (numerales 3.1 y 3.2 del artículo 3) no les hubiera expresamente permitido optar por la suspensión perfecta de labores.
¿Y qué implicaba esto? Conforme con el Decreto Supremo 011-2020-TR, en tanto no se estaba recibiendo trabajo a cambio, esta medida autorizaba “el cese temporal de la obligación (…) del empleador de pagar la remuneración respectiva, sin extinción del vínculo laboral” (artículo 5). Vale decir, desde el 14 de abril de 2020, las empresas dejaron de estar obligadas a otorgar licencia con goce de haber compensable, si la naturaleza de sus actividades impedía la prestación remota de servicios. A partir de ese momento, tenían permitido decidir no seguir haciéndolo y, con ese fin, solicitar a la Autoridad Administrativa de Trabajo la suspensión perfecta de labores(6).
¿Y si contaban con capacidad económica para seguir pagando salarios, a pesar de ser imposible la prestación remota de servicios? Ese dato nunca fue tomado en consideración. Al parecer, para el gobierno de ese entonces, no era razonable o justo que una empresa que no podía operar por la naturaleza de sus actividades (al margen de su dimensión o real situación económica), siguiera estando legalmente obligada a abonar remuneraciones. Después de todo, había un hecho innegable: desde el inicio de la cuarentena, no estaban recibiendo trabajo a cambio. ¿No era este dato razón suficiente para suspender justificadamente la obligación legal de abonar salarios?(7)
Ahora bien, es un hecho que la suspensión perfecta de labores afectó a una gran cantidad de personas(8). Sin embargo, también lo es que, por diferentes motivos, hubo un número no menor de asalariados a los que nunca se les llegó a aplicar, a pesar de estar imposibilitados de realizar trabajo remoto precisamente por la naturaleza de sus actividades. Esto se debe a lo siguiente:
a) A varias empresas, cuyas actividades eran de naturaleza indefectiblemente presencial, se les denegó la misma por haber incumplido con el procedimiento respectivo (y, por ende, sus trabajadores estuvieron con licencia con goce de haber compensable hasta el reinicio de las actividades económicas suspendidas)(9); y
b) Por disposición del propio Decreto de Urgencia 038-2020 (artículo 4), no se podía aplicar esta medida a las personas consideradas dentro del grupo de riesgo, por edad y factores clínicos, de contraer Covid-19 (y que, por lo mismo, estuvieron con licencia con goce haber compensable hasta la conclusión de la emergencia sanitaria, según el artículo 20.2 del Decreto de Urgencia 026-2020).
Esto quiere decir que, conforme con el Decreto de Urgencia 026-2020, dichas personas estaban legalmente obligadas, al retomarse la presencialidad, a compensar absolutamente todo el trabajo que adeudaban. Nótese que, dado que oficialmente todas las restricciones sanitarias recién se levantaron el 27 de octubre de 2022(10), podía llegar a presentarse incluso el caso de asalariados que estuvieran debiendo más de 2 años de trabajo (contados desde el 15 de marzo de 2020), especialmente en el grupo considerado de riesgo.
Es por esta razón que, ya en plena presencialidad, el 1 de diciembre de 2022, se publicó la Ley 31632 que, a fin de abordar este asunto, establecieron las siguientes medidas (artículos 3, 5 y 6):
a) Las horas acumuladas de licencia con goce de haber, solo podían compensarse con trabajo extra o con vacaciones no gozadas (se prohibió expresamente hacerlo mediante descuentos en las liquidaciones de beneficios sociales);
b) De optarse por el primer caso, cada hora extra compensaba 3 horas acumuladas de licencia y, a estos efectos, no era posible exceder las 52 horas a la semana entre jornada ordinaria y horas adicionales de compensación;
c) De elegirse el segundo supuesto, cada día pendiente de vacaciones compensaba 3 días acumulados de licencia y, a lo mucho, sólo se podían compensarse 15 días por periodo vacacional no gozado; y, sobre todo,
d) El plazo máximo para realizar la compensación era de un año y, como tal, se consideró absuelto cualquier saldo no cancelado al cumplirse el mismo.
De este modo, y sólo por poner un ejemplo, con una jornada ordinaria de 48 horas a la semana, dentro del plazo señalado (que venció el 1 de diciembre de 2023), trabajando un total de 208 horas extras (el máximo posible, a razón de 4 horas adicionales a la semana), sólo se habría compensado 624 horas acumuladas de licencia con goce de haber (esto es, casi 3 meses). ¿Y si hubiera un muy probable saldo? De acuerdo con la fórmula, obligatoriamente debe ser considerado absuelto(11). ¿Y si se optaba por la otra modalidad? Tampoco permitía cobrar absolutamente todo lo adeudado: si por periodo pendiente se compensaba 45 días de licencia con goce de haber (15 x 3), entonces para cobrar hipotéticos 2 años debían estarse debiendo en total 16 periodos de descanso vacacional (algo extremadamente improbable).
En tal sentido, nuevamente sin tomarse en cuenta dimensiones o real situación económica, se liberó a las y los trabajadores de las empresas que nunca pudieron implementar trabajo remoto ni acogerse a la suspensión perfecta, del deber de pagar absolutamente todo el trabajo que adeudaban por las remuneraciones que efectivamente percibieron. Al parecer, para el gobierno de ese momento, a diferencia de lo sucedido el 14 de abril de 2020, sí era razonable -o justo- que las personas involucradas finalmente percibieran la mayor parte de su salario (en el peor de los casos, dos tercios, en el mejor, todo), sin tener que brindar trabajo a cambio. Después de todo, no ofrecieron sus servicios, no porque no quisieran, sino porque legalmente debían permanecer en aislamiento social. ¿Acaso no fue siempre este dato razón suficiente para justificadamente obligar a todos los empleadores a seguir pagando salarios?
Sin duda, habiendo pasado ya un tiempo prudencial, las medidas que se establecieron el 14 de abril de 2020 y el 1 de diciembre de 2022 merecen ser seriamente evaluadas. Y es que, detrás de las mismas hay diferentes consideraciones en relación con la posibilidad de imponerle al empleador el deber de abonar salarios, sin recibir -o esperar siquiera- trabajo a cambio (mientras que la primera entiende que no es posible, la segunda que sí). De este modo, en las líneas que siguen, se reflexionará sobre las circunstancias que necesariamente deberían ser consideradas, a fin de determinar si corresponde exigir el cumplimiento de una obligación de semejante magnitud. Se indagará, por tanto, por las razones jurídicas, pero sobre todo morales, que permitan justificar su eventual imposición, sobre todo en situaciones de peligro o necesidad (tal como la del Covid-19). Esto es, se hará un ejercicio de fundamentación.
Antes de empezar, es necesario subrayar que el presente trabajo, metodológicamente hablando, sigue el enfoque teórico denominado por Amartya Sen como “institucionalismo transcendental” que, al reflexionar sobre el problema de la justicia, en tanto heredero de la tradición contractualista, se concentra primero en “identificar los esquemas institucionales justos para la sociedad” y, a partir de los mismos, en evaluar o juzgar alguna situación en particular (2010, pp. 37-40). Se sigue esta perspectiva metodológica porque, a lo que se dice más adelante, subyace la profunda convicción de que el problema que se está tratando (el deber de abonar salarios, sin recibir trabajo a cambio), puede -y debe- ser abordado desde el “arreglo institucional” en materia salarial ya plasmado en nuestro texto constitucional y, sobre todo, desde los principios de moralidad que están detrás del mismo justificándolo y, por ende, dándole sentido.
A estos efectos, en primer lugar, se demostrará que, en el Derecho vigente, no siempre la persona trabajadora debe ofrecer trabajo a cambio para percibir su remuneración y, sobre todo, que existe una poderosa razón jurídico-constitucional para justificarlo (el arreglo institucional ya existente). Luego, ya en el plano prescriptivo, se sugerirá que hay razones morales que apoyan la existencia de mecanismos distributivos de los ingresos que incluso abarcan supuestos en los que es imposible ofrecer trabajo a cambio.
Finalmente, situándonos en el ámbito de ética interpersonal, se sostendrá que toda persona -incluyendo a los empresarios- tiene el deber de prestar auxilio a otras que están en situación de peligro o necesidad, siempre que hacerlo suponga un esfuerzo o sacrificio trivial. A continuación, entonces, se ofrecen razones para, con motivo de las soluciones adoptadas durante y después de la pandemia, determinar con alcance general en qué circunstancia es posible imponer al empleador el deber de seguir abonando salarios, sin recibir trabajo a cambio.
2. Primera aproximación: no siempre la remuneración tiene carácter contraprestativo. La constitucional dimensión social del salario
Es inevitable abordar, en primer término, el problema señalado en la introducción desde el derecho laboral peruano en vigor. Y es que, nuestra legislación laboral ya impone al empleador -y en situación de normalidad habría que añadir- la obligación de efectuar a la persona trabajadora una serie de pagos de carácter remunerativo, a pesar de no recibir trabajo a cambio. En efecto, si bien es cierto que la legislación vigente señala que “constituye remuneración (…) el íntegro de lo que el trabajador recibe por sus servicios” (artículo 6 del Decreto Supremo 003-97-TR - TUO de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral [LPCL])(12), también existen múltiples casos en los que la obligación legal de abonar la remuneración no se sustenta en la previa prestación de servicios por parte de la persona trabajadora (Ferro, 2019, p. 88; Pizarro, 2006, p. 67), tales como:
a) Las vacaciones anuales y el descanso semanal obligatorio y en días feriados (13);
b) Los primeros 20 días de descanso por incapacidad temporal para el trabajo(14);
c) Los permisos y licencias para el desarrollo de actividades sindicales(15);
d) El permiso por lactancia materna de 1 hora diaria(16)
e) La licencia por paternidad de 10 días calendario consecutivos (17);
f) La licencia laboral por adopción de 30 días calendario(18);
g) La licencia hasta por 7 días calendario, a fin de asistir a un hijo, padre o madre, cónyuge o conviviente enfermo diagnosticado en estado grave o terminal, o que haya sufrido un accidente que ponga en riesgo su vida (19);
h) La licencia de 5 días calendario por fallecimiento de cónyuge, padre o madre, hijas/os y/o hermanas/os(20);
i) La licencia de 2 días hábiles al año para la realización de exámenes oncológicos preventivos(21);
j) La licencia de 1 día laboral al año para la realización del examen de detección temprana de cáncer de mama y cuello uterino(22);
k) La licencia de hasta 5 días laborables en un periodo de 30 días o de 15 días laborables en un periodo de 180 días, para las víctimas de violencia física, psicológica, sexual, económica o patrimonial(23); y
l) La licencia de 30 días naturales por año, para las y los trabajadores miembros del Comité de Seguridad y Salud en el Trabajo(24).
Como se puede apreciar, existen al menos 12 supuestos en los que la Ley le impone al empleador la obligación de remunerar periodos de inactividad laboral(25). Es por esta razón que en nuestro Derecho laboral:
La remuneración cuenta con una doble vertiente: como contraprestación y como obligación. En tal virtud, el sustrato básico de la remuneración se explica como consecuencia de la prestación efectiva de servicios, de manera que en ausencia de estas solo se adeudará la remuneración cuando la fuente del derecho así lo establezca, esto es, cuando medie un mandato legal expreso (vacaciones, feriados, etcétera) (Ferro, 2019, pp. 88-89).
Es, de ambas, la vertiente “obligación” la que me interesa. Y es que, con estos antecedentes, ¿no había razones para que el 14 de abril de 2020 se hiciera lo mismo? o, en todo caso, ¿está justificado entonces lo que se hizo el 1 de diciembre de 2022? Responder estas interrogantes indudablemente requiere indagar por los criterios que justifican las excepciones legales al carácter contraprestativo de la remuneración (asumiendo, desde luego, que tales criterios efectivamente existen). Dicho de otro modo, exige pasar del plano descriptivo al prescriptivo-justificativo y, como tal, preguntarse por la razón que podría respaldar cualquier obligación de fuente legal que suponga abonar remuneración, a pesar de no recibir trabajo a cambio. Debemos buscar, pues, el fundamento.
En esa ruta, lo primero que salta a la vista es que, desde una perspectiva dogmático-constitucional (el Derecho constitucional vigente(26)), subyacen los siguientes principios constitucionales a todos los supuestos antes vistos:
a) El derecho al descanso semanal, en feriados y anual remunerados(27), para los descansos remunerados;
b) Los derechos a la salud y a la seguridad social(28), para el descanso por incapacidad temporal y para las licencias para la realización de exámenes oncológicos preventivos y de detección temprana de cáncer de mama y cuello uterino;
c) La garantía de la libertad sindical(29),para las licencias y permisos para la realización de actividades sindicales;
d) Los derechos específicos de la madre trabajadora y la protección de la maternidad(30), para el permiso por lactancia materna;
e) La no discriminación, igualdad de oportunidades, el interés superior del niño, la conciliación de la vida familiar con el trabajo y la protección de la vida familiar(31), para las licencias por paternidad, adopción, asistencia a un familiar y fallecimiento de cónyuge, padre, madre, hija/o y hermanas/os;
f) La prevención y protección frente a cualquier forma de violencia(32), para la licencia para las víctimas de violencia en cualquiera de sus formas; y
g) El derecho a la seguridad y salud en el trabajo y a la participación en la gestión de la empresa(33), para la licencia para el desarrollo de las actividades del Comité de Seguridad y Salud en el Trabajo.
Hay, pues, muy buenas razones jurídicas para validar constitucionalmente la existencia de dichos descansos, permisos y licencias. Pero ¿por qué son los empleadores los que deben asumir su costo? Nótese que, que deban existir, no significa que necesariamente deban ser de cargo del empleador. Por ejemplo, hay también muy buenas razones constitucionales para que las trabajadoras gocen del descanso pre y post natal(34), pero -a diferencia de los anteriores- en este supuesto la Ley (literal b) del artículo 12 de la Ley 26790 – Ley de Modernización de la Seguridad Social en Salud) no le impone al empleador la obligación de asumir su costo, sino que lo socializa a través de las prestaciones que brinda la Seguridad Social en Salud (el subsidio por maternidad).
Esto quiere decir que no basta con la presencia de razones que justifican la existencia del descanso, permiso o licencia respectivos. Además, debe haber alguna razón adicional para imponerle al empleador la obligación de seguir abonando la remuneración, a pesar de no recibir trabajo a cambio. Una razón, habría que añadir, lo suficientemente poderosa como para superar la ausencia de consentimiento del empleador (es obvio que no se comprometió a realizar dichos pagos en el contrato de trabajo). De hallarse esa razón especial, habremos encontrado un buen argumento para evaluar las soluciones del 14 de abril de 2020 y del 1 de diciembre de 2022(35).
Arce, a este respecto, ha sostenido que la razón que valida jurídicamente dichos pagos se encuentra en el artículo 24 de la Constitución que dispone que la persona trabajadora “(…) tiene derecho a una remuneración (…) suficiente, que procure, para él y su familia, el bienestar material y espiritual”. A su criterio, en dicha disposición se habría constitucionalizado la llamada “dimensión social del salario” que exige a la legislación ir más allá del aspecto puramente contraprestativo de la remuneración (aunque no dejarlo de lado) y, como tal, incorporar una serie de conceptos dirigidos a asegurar la inclusión social de la persona trabajadora (la dimensión social) (Arce, 2008, pp. 347-349).
Y, en su opinión, exactamente eso es lo que estarían haciendo todas las leyes vistas que, materializando una serie de principios constitucionales, obligan al empleador a asumir el costo de los descansos, permisos y licencias señalados. Piénsese en lo siguiente, si la Ley no exigiera al empleador remunerar los mismos, ¿acaso sería posible para la persona trabajadora, por ejemplo, descansar y disfrutar del tiempo libre, cuidar de su salud y restablecerse, ejercer sus deberes paterno-filiales, etc.? Es, precisamente, el conservar la remuneración en esos períodos, lo que permite cumplir con esas actividades de índole social. Consecuentemente, las ideas de “inclusión social”, “redistribución del bienestar” y “ciudadanía plena” serían, para Arce, las razones adicionales que estamos buscando (2008, pp. 327-328).
En mi opinión, el argumento es sumamente atractivo. Y es que, en el fondo, sostiene que el señalado artículo 24 habría constitucionalizado la llamada “teoría del salario social” que afirma que “por el hecho de que el trabajador pone a disposición de su empleador el único medio de subsistencia que tiene (su trabajo), el empleador debe hacerse responsable de procurarle los elementos necesarios para la satisfacción de sus necesidades” (Pizarro, 2006, p. 52). Esto es, dicha disposición habría sancionado la perspectiva político-social de la remuneración que, trascendiendo la concepción puramente contraprestativa, establece que el salario en tanto medio exclusivo de sustento de la persona trabajadora y su familia, necesariamente debe ser la fuente de satisfacción de sus correspondientes necesidades (Blancas, 2011, pp. 508-509 y p. 513).
Siguiendo esa lógica, entonces, el artículo 24 de la Constitución sería el fundamento del deber legal del empleador de pagar remuneración, no sólo cuando recibe trabajo a cambio (la dimensión contraprestativa), sino también cuando lo demanden las necesidades de inclusión social, redistribución del bienestar y ciudadanía plena de la persona trabajadora (la dimensión social). En ese sentido, y sólo por poner un ejemplo, el permiso por lactancia: (i) debe existir porque así lo exigen los derechos de la madre trabajadora y la protección constitucional de la maternidad y, a su vez, (ii) su coste debe ser asumido por el empleador porque, conforme con la dimensión social del salario, sólo así su remuneración sería realmente fuente de satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de la madre y, desde luego, de sus hijos/as lactantes.
Exactamente el mismo razonamiento sería aplicable a todos los demás descansos, permisos y licencias. Todos serían manifestación del llamado “salario social continuado” que, precisamente, se presenta cuando la ley justificadamente impone el deber al empleador de seguir pagando la remuneración en periodos de suspensión o interrupción del contrato de trabajo; el mismo que, a su vez, se diferencia del “salario social suficiente” que alude a los conceptos salariales adicionales que la ley o el convenio colectivo establecen en favor la persona trabajadora (por ejemplo, las gratificaciones por fiestas patrias o navidad) (Blancas, 2011, p. 520; Pizarro, 2006, pp. 54 y 60; Vinatea, 1990, pp. 18-20). Hemos encontrado, pues, la razón que estábamos buscando: la constitucionalizada dimensión social del salario (Pizarro, 2006, p. 60).
Siempre hubo, en consecuencia, una muy buena razón de índole constitucional para obligar al empleador a seguir pagando remuneraciones, de carácter no-contraprestativo, en situaciones similares a las del Covid-19(36). Desde luego, es una muy buena razón sí, pero tan sólo en principio, esto es, no es definitiva o concluyente. Y no lo sería porque, por la propia naturaleza del artículo 24 de la Constitución, estamos ante una “norma-principio” y no frente a una “norma-regla”(37). En tal sentido, operaría sí como una razón para actuar en un determinado sentido (en este caso, obligar a seguir pagando la remuneración, a pesar de no recibir trabajo a cambio) pero, a diferencia de las reglas, sería no excluyente frente a posibles consideraciones de signo opuesto (por ejemplo, la incapacidad material de hacer frente, en el contexto de la paralización de actividades, a semejante impacto económico) (Atienza y Ruiz, 2005, p. 36; Atienza y Ruiz, 1991, p. 112).
No bastaría, entonces, con apoyarse sólo en el señalado artículo 24 para presentar la medida como justificada (no sería suficiente con sostener porque lo dice el principio). Necesariamente, tendrán que evaluarse todas las demás razones no perentorias que estén involucradas (es decir, los otros principios en disputa) y, luego, haciendo un ejercicio de deliberación explicar por qué una de ellas prevalece sobre las otras. Solamente después de realizar semejante esfuerzo argumentativo, podrá presentarse la medida como justificada (Atienza y Ruiz, 1991, pp. 116-118; Atienza, 2013, p. 281). Y, a estos efectos, me parece indispensable indagar por qué el artículo 24 de la Constitución dispone que el empleador debe pagar salario incluso en supuestos en los que no hay trabajo a cambio(38). Esto es, debemos ahora identificar cuáles son las razones ya no jurídicas sino morales que podrían justificarlo e indudablemente eso lleva la discusión a otro escenario.
3. ¿Qué puede justificar moralmente la dimensión social del salario?: las circunstancias de la justicia distributiva
¿Es moralmente justo, entonces, que la Constitución obligue al empleador a pagar remuneraciones incluso cuando no hay trabajo a cambio?(39) Si entendemos, siguiendo a John Stuart Mill, que “la justicia implica que sea no sólo correcto hacer algo, e incorrecto no hacerlo, sino que tal acción nos pueda ser exigida por alguna persona individual por tratarse de un derecho moral suyo” (2014, p. 141)(40), entonces la pregunta que debemos resolver es si la persona trabajadora tiene el derecho moral a seguir percibiendo su remuneración en tales supuestos y, correlativamente, si el empleador respectivo debe por tanto hacerlo, al margen de que esté bien que lo haga o mal que no lo haga (no es una cuestión, pues, que dependa de su bondad o maldad). ¿Y cómo saber, entonces, si la persona trabajadora tiene tal derecho moral?
Existe consenso, en el ámbito de la filosofía política, que apelar a la justicia implica siempre una valoración moral dirigida a determinar qué le corresponde a cada quién en cuanto suyo (Hierro, 2016, pp. 33-34; MacCormick, 2021, pp. 243-244; Sandel, 2011, p. 29). En tal sentido, para saber si está justificado el artículo 24 de la Constitución, lo que debemos determinar es si con él se le atribuye a la persona trabajadora algo que le corresponde en cuanto suyo. Pero ¿cómo determinar esto? Conforme con Ross, atribuirle algo a alguien porque le corresponde en cuanto suyo (y, por tanto, se le debe), exige definir primero qué es de cada quién (1963, p. 268). ¿Cómo lo definimos? A este respecto, lo único que se puede decir, siguiendo de nuevo a Ross, es que ello dependerá de las circunstancias (1963, p. 262).
Esto quiere decir que, si varían o cambian las circunstancias, variará también la evaluación sobre lo que le corresponde a cada quién(41). Por ejemplo, de conformidad con la LPCL también se suspende el vínculo laboral cuando las personas trabajadoras ejercen el derecho de huelga (artículo 12, literal h), pero en este caso “se suspende todos los efectos de los contratos individuales de trabajo, inclusive la obligación de abonar la remuneración” (artículo 77, literal b, de la LRCT). Desde que la huelga implica ocasionarle un perjuicio al empleador, a fin de auto tutelar los intereses de las y los trabajadores involucrados, difícilmente se podría sostener que en estas circunstancias les corresponde en cuanto suyo el derecho a seguir percibiendo sus remuneraciones (sería claramente desproporcionado).
¿Cuáles son, entonces, las circunstancias que justifican el adeudo de remuneración por parte del empleador, tanto en la dimensión contraprestativa como en la dimensión social? A estos efectos, es indispensable tener en cuenta que, en tanto dimensiones diferentes, las circunstancias que las justifican no son, ni deben ser, las mismas. Apelando a la noción de “esferas de la justicia” (Walzer, 2001), se puede decir que cada dimensión del salario constituye una esfera diferenciada y, como tal, que se debe regir por sus propios criterios de reparto(42). Asumir, pues, que existe un único criterio de distribución de la remuneración, aplicable a todos los desembolsos dinerarios que debe hacer el empleador, implica no haber comprendido que precisamente la justicia exige tratar de forma diferenciada, a las esferas que vienen predeterminadas por circunstancias diferentes(43).
En tal sentido, no debemos evaluar la moralidad de una dimensión salarial utilizando los criterios que justifican a la otra. Esto quiere decir, entonces, que a la persona trabajadora le corresponderá percibir su remuneración en cuanto suya, no en función de un único e invariable criterio, sino en virtud de múltiples razones predeterminadas por las diferentes circunstancias. ¿Y cuáles pueden ser las mismas? Empecemos por lo obvio: la celebración y ejecución del contrato de trabajo. Efectivamente, si se pactó la prestación de un determinado servicio y dicho servicio efectivamente se ejecutó, entonces lo justo será que se cumpla con abonar la retribución acordada. Esta es la dimensión contraprestativa del salario y se justifica en el consentimiento expresado en el contrato laboral y, por supuesto, en la realización de los servicios contratados.
Estas circunstancias, en el ámbito de la filosofía política, son materia de la denominada “justicia conmutativa” en “situaciones de reciprocación” que, según Hierro, evalúa y justifica moralmente los “intercambios”; esto es, el transferir a otro un valor positivo a cambio del valor positivo que previamente se recibe de él (Hierro, 2016, p. 37). En esta perspectiva, la primera transferencia es determinante, desde que es la que convierte en debida a la segunda. Sin ella, pues, no hay intercambio. Consecuentemente, desde este criterio de justicia, solamente le correspondería percibir remuneración a la persona trabajadora en cuanto suya, si es que ha cumplido primero con realizar el servicio laboral contratado. Si ella no inicia con la reciprocación, entonces no hay justificadamente salario(44).
Es por ello que, además, en la dimensión contraprestativa del salario, sí hay lugar para los descuentos por tardanzas o inasistencias injustificadas. Desde luego, el punto que se está defendiendo es que las exigencias de la justicia conmutativa en situaciones de reciprocación por intercambio no son de aplicación para evaluar la moralidad de los desembolsos realizados por el empleador, en los supuestos de los descansos, permisos y licencias señalados en el punto precedente (y mucho menos para lo sucedido el 14 de abril de 2020 y el 1 de diciembre de 2022). Y no lo son porque, en estos supuestos, las circunstancias nos llevan a la “esfera de la justicia” propia de la dimensión social del salario; esfera en la que es irrelevante el consentimiento del empleador y la (in)ejecución de la primera transferencia del intercambio.
Reconozco que sostener que existe una esfera salarial en la que el consentimiento no juega ningún papel, es una afirmación que puede ocasionar cierto escozor. Pero, tal como explica Sandel, no se debe asumir que la justicia consiste sólo en el consentimiento, desde que no es difícil identificar casos en los que nuestras obligaciones no se basan o justifican en el consentimiento previamente manifestado (2011, pp. 165-166 y 170). Si esto es correcto, como creo que lo es, sería un error asumir que donde hay la obligación empresarial de abonar la remuneración, necesariamente tiene que haber siempre alguna clase de acuerdo previo o consentimiento que la avale o justifique.
Es tan cierto lo que se acaba de decir que hasta un objetor libertario lo suscribiría(45). Esto es, aceptaría que es posible la existencia de obligaciones salariales del empleador en las que su consentimiento es irrelevante, aunque resaltaría que más allá del mismo, la única fuente de obligaciones aceptable es la responsabilidad por el quebrantamiento del “principio de no daño a terceros”. Subrayaría que fuera de la esfera contraprestativa de la remuneración, sólo hay lugar para la que podríamos llamar la “esfera de la reparación”, a saber, la que determina cuándo se debe transferir a otro un valor positivo, como la remuneración, a fin de compensar un daño previamente ocasionado (Hierro, 2016, p. 37). Aceptará prescindir del consentimiento si es que está de por medio las circunstancias propias de la llamada “justicia retributiva” (Heller, 1990, pp. 200-230).
Así, siguiendo las pautas de esta última, afirmará que sólo le corresponderá a la persona trabajadora en cuanto suya la remuneración pactada, en el caso de haber incumplido con su prestación de servicios, si es que ello es responsabilidad del empleador (porque, por ejemplo, le impidió ejecutar su parte del contrato de trabajo). Añadiría que sólo así se respeta su personalidad moral o su condición de agente libre y racional, desde que sólo se le hace responsable por un daño en tanto es su autor(46). No se le instrumentalizaría, pues, para satisfacer las necesidades de otro y, por tanto, se le estaría tratando como un fin en sí mismo(47). Desde esta perspectiva, abonar la remuneración sería la transferencia que estaría obligado a realizar a título de reparación.
Y como ese no es el caso de ninguno de los descansos, permisos y licencias ya señalados, o de lo sucedido el 14 de abril de 2020 y el 1 de diciembre de 2022, entonces desde los parámetros de la justicia retributiva no habría razón alguna que justifique el deber del empleador de continuar abonando la remuneración. Simplemente, no es el responsable del incumplimiento de la persona trabajadora de su deber contractual de trabajar. ¿Cuándo sí lo sería? Este sería el caso, por ejemplo, de las remuneraciones devengadas que le corresponden a la persona trabajadora en cuanto suyas, en los supuestos de despido nulo que se sancionan no sólo con la reposición en el puesto de trabajo sino, además, con el pago de todas las remuneraciones dejadas de percibir (artículos 29, 34 y 40 de la LPCL).
No voy a negar la existencia de la “esfera de la reparación” y, mucho menos, que las transferencias remunerativas que se producen dentro de ella deben seguir las pautas de la justicia retributiva. Al desarrollarla, sólo he querido mostrar que sí es posible la existencia de una dimensión salarial en la que el consentimiento es irrelevante. No obstante, la hipótesis que se está planteando es que la dimensión social del salario, a la que alude el artículo 24 de la Constitución, si bien no niega dicha esfera, tampoco tiene que ver con ella. Y es que es obvio que todos los pagos remunerativos a los que da lugar, no se realizan a título de reparación por un daño previo producido. Es, pues, una esfera de justicia diferente a la contraprestativa y a la reparadora. Pero ¿por qué lo es?, ¿cuáles son las circunstancias que solamente están presentes en esta esfera y, como tal, demandan un tratamiento diferenciado?
Es evidente que en las tres esferas se puede presentar el incumplimiento de la prestación del servicio laboral contratado; pero, a diferencia de los descuentos por inasistencias o tardanzas injustificadas o de las remuneraciones devengadas, en la dimensión social dicho incumplimiento no tiene como causa, o bien la dejadez, negligencia, vagancia o irresponsabilidad de la persona trabajadora, o bien el daño ocasionado por el propio empleador. En los supuestos que entran en esta esfera, se incumple el deber de prestar los servicios laborales porque se debe hacer otra cosa que moralmente es de una importancia superior o imposible de posponer. Por ejemplo, se debe descansar para recuperar energía, se debe atender la propia salud, se debe realizar actividades de representación sindical, se debe dar de lactar al recién nacido, se debe cuidar o atender a un familiar en peligro, se debe permanecer en casa, etc.
Es la presencia de estos deberes extra-laborales (con uno mismo, con la familia y/o dependientes, con las otras personas trabajadoras, con la sociedad en general, etc.), la que singulariza la dimensión social de la remuneración. De esta forma, se puede decir que su esfera de justicia consiste precisamente en cubrir aquellos supuestos en los que la persona trabajadora se ve forzada por las circunstancias, y a veces incluso por la propia Ley como en el caso de la pandemia, a incumplir con la prestación de sus servicios -al menos, en lo que se conoce como “el salario social continuado”. Esto quiere decir que, de suspenderse también la obligación empresarial de abonar la remuneración, aparecería un penoso dilema: o bien se atiende el deber laboral de trabajar para no perder la remuneración correspondiente, o bien se atienden los deberes extra-laborales señalados y, por tanto, se pierde el salario que corresponda. Pero ¿por qué esto último sería un problema?
Aunque suene obvio, no está de más recordar que la remuneración, según la fórmula utilizada por el artículo 24 de la Constitución, es el mecanismo de reparto de los ingresos necesarios para que la persona trabajadora alcance por sí misma su bienestar (personal y familiar). ¿Cómo lo hace? Pone a su disposición un instrumento para acceder a los bienes y servicios que son legítimamente objeto de comercio. Ofrece, pues, un medio de intercambio (el dinero). De esta forma, su importancia o centralidad dependerá de la amplitud de los bienes que estén a disposición sólo -o preferentemente- en el mercado. Así, pues, mientras más amplia sea la “esfera del dinero y la mercancía” (Walzer, 2001, pp. 106-139), tanto más importante o central será la remuneración para la persona trabajadora. Perderla en circunstancias en las que debe hacer otra cosa, supondría para ella un serio problema(48).
Y si ello es así, ¿bajo qué parámetros de justicia se deben evaluar dichos casos? Dado que se está estudiando la posibilidad de mantener justificadamente la remuneración a pesar de no ofrecerse trabajo a cambio, una hipótesis plausible es hacerlo desde las exigencias propias de la “justicia distributiva”. Esto es, desde aquella rama de la teoría de la justicia que evalúa las circunstancias para el reparto justo, en general, de los beneficios y cargas sociales (Cohen, 2001, p. 177) y, en particular, de los recursos y bienes materiales producidos socialmente, con especial énfasis en los salarios, honorarios o rentas de las personas (Freeman, 2016, pp. 95-96; Heller, 1990, pp. 230-231 y pp. 242-247; Rawls, 1995, pp. 281-287; Walzer, 2001, pp. 127-130)(49).
Sostengo esto porque el “reparto” no es un intercambio de valores positivos sino una asignación o distribución de recursos, cargas y/o poderes contenidos en un conjunto común (Hierro, 2016, p. 42). De esta forma, si se enfoca el problema que estamos trabajando desde la justicia distributiva, es posible pensar en circunstancias que excepcionalmente justifiquen el abono del salario (esto es, el reparto de dinero en el ámbito laboral), sin que sea condición sine qua non el haber previamente ofrecido trabajo a cambio (esto es, sin ser un intercambio). Desde luego, el problema ahora es demostrar que la persona trabajadora, cuando debe atender a los deberes extra-laborales ya señalados, está inmersa en una situación de reparto. ¿Cómo saber ello?
En general, para ubicarse en una situación distributiva, es indispensable que se cumplan ciertos requisitos, tales como poseer la condición de receptor del reparto, definir qué valores son los que se van a repartir (el conjunto común) y, sobre todo, establecer el criterio de distribución que guiará dicho procedimiento (Hierro, 2016, pp. 42-44). ¿Cómo aplicar dichos criterios en el problema que se está estudiando? A estos efectos, es fundamental definir el “universo de reparto” al que, con fines distributivos, pertenecerá la persona trabajadora. Y es que pertenecer a algún colectivo humano previamente demarcado, es fundamental para la distribución o reparto justo de cualquier valor positivo o negativo disponible en dicho colectivo (Heller, 1990, p. 242; Walzer, 2001, p. 44).
Definir, entonces, el colectivo y su criterio de pertenencia es la primera pregunta distributiva. ¿Cuál es, pues, el colectivo humano al que pertenece la persona trabajadora? Una primera posibilidad es circunscribir el análisis de pertenencia a una comunidad particular y cerrada llamada “empresa”. A esta pertenecerá en tanto mantenga “vínculo laboral” (un criterio de pertenencia restringido) y, como lógica consecuencia, le dará la condición de receptor de la “porción” que le corresponda en cuanto suya de los ingresos o rentas ahí obtenidos (y, desde luego, de las cargas y responsabilidades laborales). ¿Y cuál sería el criterio o criterios de reparto aplicable dentro de la misma? Lo usual será que esa porción se corresponda con el salario y que su cuantía se fije siguiendo criterios de mercado.
Pero, lo interesante de este enfoque es que, a su vez, permite sostener que la continuidad de su percepción no debe guiarse sólo por la lógica contraprestativa sino, también, por la llamada “previsión comunitaria de la seguridad y el bienestar”. En efecto, para Walzer, esta constituye la obligación primera que se deben entre sí las personas que pertenecen a cualquier comunidad humana. Es la justificación de su acuerdo constitutivo y, en virtud del mismo, se acepta que los bienes producidos dentro de ella se repartan, en primer término, con el propósito de hacer frente a las necesidades de sus miembros para, de esta forma, asegurar su pertenencia (Walzer, 2001, pp. 75 y 89-94).
Desde luego, se podría objetar que la “previsión comunitaria” está pensada para comunidades políticas del tipo “Estado”. Pero, nada impide sostener que detrás del artículo 24 de la Constitución subyace una concepción de la empresa como “comunidad”. Después de todo, lo que hace es disponer la continuidad de la remuneración incluso cuando no hay prestación de servicios y, sobre todo, atribuye esa responsabilidad al empleador (y no al Estado). Pues bien, una forma de justificar dicho mandato es precisamente afirmando que, en tanto comunidad, las y los miembros de la empresa (y el empleador claramente lo es) se deben mutuamente la previsión comunitaria, a fin de hacer frente a situaciones de necesidad como las representadas por los deberes extra-laborales antes señalados.
Admito, no obstante, que puede ser sumamente difícil aceptar -especialmente, desde posiciones liberales- que la empresa es una comunidad(50). Sin embargo, también es posible justificar los alcances del artículo 24 de la Constitución, incluso partiendo de asumir que “las personas son átomos” que siempre “persiguen su propio interés”, tal cual describe Heller la premisa básica de toda posición liberal (1990, p. 233). Aunque, claro, para ello es necesario ubicarse en la estela de John Rawls y, en general, de los liberales igualitarios, y, como tal, definir como universo de pertenencia uno mucho más amplio y abierto llamado “sociedad”, en el que la membresía de la persona trabajadora se determine por el cumplimiento de las condiciones propias del status de “ciudadanía” (un criterio de pertenencia amplio).
A diferencia de la primera opción señalada, acá el universo de reparto abarcaría todo el ingreso y riqueza producidos por la cooperación social y económica (Freeman, 2016, p. 96). El punto central del planteamiento de Rawls, es que tales ingresos y riquezas no deben distribuirse o repartirse en base a criterios moralmente arbitrarios (Sandel, 2011, p. 175). Es por ello que, apelando al artificio del contrato hipotético celebrado bajo las condiciones del velo de la ignorancia(51), defenderá que las desigualdades sociales y económicas sólo se justifican si son el resultado de haberse cumplido, primero, con la “justa igualdad de oportunidades” y, luego, con el “principio de la diferencia”(52).
Efectivamente, por medio de la justa igualdad de oportunidades, Rawls persigue corregir los privilegios de clase o, lo que es lo mismo, las ventajas provenientes de ostentar una determinada posición social, al momento de acceder a las diferentes oportunidades sociales, educativas, laborales, económicas, políticas, etc., que una sociedad ofrece a sus miembros (Freeman, 2016, pp. 97-106). La idea es que, en primer término, solamente son justas las diferencias sociales que provienen de nuestros propios méritos, aptitudes o talentos, y no de una cuestión tan arbitraria como la pertenencia a determinada clase social (Sandel, 2011, p. 176).
Pero, esto no quiere decir que de cumplirse con sus exigencias cualquier resultado distributivo desigualitario sería justo per se. Y no lo sería porque reflejaría otro factor igualmente arbitrario: la lotería del destino. Ello es así porque, moralmente hablando, nadie se merece los méritos, aptitudes o talentos que posee (son obra del azar) y, como tal, nadie tiene derecho a acumular o apropiarse de absolutamente todo lo que pueda producir(53). Y, para corregir ello, aparece el principio de la diferencia: sólo estarán justificadas las desigualdades económicas -basadas en el mérito por supuesto-, si posibilitan que los que están peor socialmente hablando, estén mejor de lo que estarían en ausencia de tal diferencia (Cohen, 2001, pp. 168-169; Freeman, 2016, pp. 106-119; MacCormick, 2021, pp. 249-250; Sandel, 2011, pp. 161-189; Sandel, 220, pp. 167-174).
Pues bien, ¿se podría entender que el artículo 24 de la Constitución es un intento por asegurar, al interior de las relaciones laborales, las exigencias de la justa igualdad de oportunidades y del principio de la diferencia? Como hipótesis, se puede sostener que el salario social continuado tiene como propósito asegurar: (i) que tanto la persona trabajadora como el empleador tengan exactamente la misma oportunidad de atender a los deberes extra-laborales antes señalados, incluyendo sobrevivir a la pandemia (al garantizar la continuidad de la remuneración dejan de ser un privilegio de clase); y (ii) que la persona trabajadora que está inmersa en esa situación de particular necesidad -como verse imposibilitada de trabajar-, esté mejor de lo que estaría en ausencia del esquema de distribución desigual de la renta empresarial (precisamente, ese reparto desigual se justifica porque le permite atender dichos deberes, incluyendo el quedarse en casa, sin perder su salario).
Desde luego, siempre es posible objetar señalando que los principios de justicia distributiva de Rawls están pensados para el diseño de la “estructura básica” de la sociedad y, como tal, son principios para las instituciones sociales y no para regir el comportamiento económico cotidiano de los individuos (Cohen, 2001, p. 167; Freeman, 2016, pp. 106 y 123-127). En tal sentido, desde esta perspectiva, los problemas socioeconómicos que se presentan con los deberes extralaborales antes señalados no se resolverían estipulando la continuidad de la remuneración, sino, por ejemplo, mediante una estructura impositiva progresiva que le permita a la sociedad hacerles frente de forma colectiva (Heller, 1990, pp. 233-234). Desde esta objeción, el artículo 24 de la Constitución estaría entrando a un terreno que no le correspondería, el del reparto de recursos entre privados.
Aunque, también es posible contestar que el salario y, en general, la relación laboral, sí forman parte de la estructura básica de cualquier sociedad, desde que son instituciones necesarias para la cooperación social productiva (Freeman, 2016, p. 108); lo cierto es que, como explica Cohen, “una sociedad que es justa dentro de los términos del principio de la diferencia (…) exige (…) también un ethos de justicia que contribuye a dar forma a las opciones individuales” y es que “en ausencia de tal ethos, se producirán desigualdades que no serán necesarias para mejorar la condición de los que peor están: el ethos requerido fomenta una distribución más justa de lo que las reglas del juego económico pueden asegurar por sí mismas” (Cohen, 2001, p. 174). Es por ello que, el problema que se está estudiando, también debe reflexionarse desde los llamados deberes positivos de ayuda mutua en el plano de la ética interpersonal (la que regula el comportamiento debido entre los individuos). A ello se dedica, el siguiente punto.
4. Una mirada al problema desde la moralidad interindividual: deberes positivos de ayuda mutua y autonomía personal
Como dice Cohen, los problemas distributivos no son sólo problemas de estructura básica, sino sobre todo asuntos de elección personal, esto es, de que los favorecidos por la lotería del destino (ya sea por sus privilegios de clase, ya sea por sus dotes o talentos innatos) posean a su vez un ethos relativamente igualitario (2001, pp. 190-191). Ello es así porque “un ethos maximizador no es una característica necesaria de la sociedad y (…) mientras tal ethos prevalezca, se perjudica la satisfacción del principio de la diferencia” (Cohen, 2001, p. 195)(54). Esto quiere decir, pues, que el problema que estamos estudiando también concierne a las normas éticas que regulan el comportamiento que mutuamente se deben las personas (incluyendo, desde luego, empleadores y trabajadores).
Y es que, colocándonos en el plano de la “moralidad interindividual” (Laporta, 1986, p. 63), siempre es posible objetar que, todo lo dicho hasta ahora, implica afirmar que los empleadores, por el artículo 24 de la Constitución, están obligados a ayudar a las personas trabajadoras a hacer frente a los deberes extralaborales antes señalados y, aun cuando ayudar es algo bueno, quizás digno de elogio, no es algo que se le pueda exigir a alguien en justicia. Es decir, siempre se puede sostener especialmente desde posiciones libertarias(55), que, a nadie, ni siquiera al más pudiente, se le puede obligar a ser caritativo o altruista(56). Desde tal punto de vista, ese sería un asunto de “virtud personal” protegido por el “principio de autonomía de la persona” y, como tal, sería terreno vedado para el Derecho. En buena cuenta, se estaría objetando la presencia de un deber de ayudar a otros, porque a nadie se le puede obligar a ser un buen samaritano(57). Pero ¿acaso nunca se puede obligar a ayudar o auxiliar a alguien?
Primero precisemos la objeción: no parece ser absurdo que, por ejemplo, la Ley obligue a los padres a “ayudar” a sus hijos(58). Nadie objetaría eso, aunque probablemente sí se cuestionaría si la misma Ley obligara a hacerlo en relación con los hijos de los vecinos. Ello es así porque, en el plano de las “relaciones interpersonales” (Bayón, 1986, p. 36), es usual que se distinga entre la “ética de los íntimos” y la “ética de los extraños” y, precisamente, lo esperable es que en el trato con nuestros próximos o cercanos (hijos, parientes, amigos, etc.) hagamos nuestro máximo esfuerzo por contribuir con la realización de sus expectativas y diferentes planes de vida (Toulmin, 1982, p. 10). Por contraste, frente a los ajenos o extraños (los hijos de los vecinos o, en general, cualquier contacto casual), lo normal será que tan sólo nos abstengamos de actuar ofensiva o violentamente (Toulmin, 1982, p. 10). Así, pues, la objeción estaría dirigida contra la presencia de deberes de hacer algo en favor de extraños.
Asumiendo, entonces, que la persona trabajadora y el empleador son extraños, ¿esto quiere decir que no se deben absolutamente nada que no se haya consentido en el contrato de trabajo? Supongamos por un momento que, en la oficina en la que trabajo, se produce de la nada un corto circuito en la computadora que me otorga mi empleador para el desarrollo de mis actividades. Supongamos también que, producto de ello, se origina un pequeño incendio que, de no ser atajado inmediatamente, se extendería inexorablemente (pudiendo ocasionar una tragedia). Supongamos también que, en el pasillo, a unos pasos de la puerta de mi oficina, está oportunamente colocado un extinguidor… y, supongamos también, que a pesar de todo lo descrito, yo simplemente opto por retirarme sin siquiera avisar al personal de seguridad. En las circunstancias relatadas, ¿alguien podría sostener que yo no tenía el deber de ayudar a cautelar los bienes o intereses de mi empleador, a pesar de ser un extraño?
Si se toma en cuenta que existía el medio para hacer frente a dicha situación (el extinguidor), que estaba a mi alcance (a unos pocos pasos) y, sobre todo, que utilizarlo no suponía para mí un gran esfuerzo ni, mucho menos, habría puesto seriamente mi vida o integridad física en riesgo (no era algo que escapaba a mis posibilidades), entonces ¿acaso no debí intentar apagar el pequeño fuego de la computadora? Es posible que no supiera maniobrar adecuadamente el extinguidor (aunque, ciertamente, no se requiere una gran pericia técnica), pero entonces ¿no debí al menos avisar al personal de seguridad? O, dado que yo no soy el responsable del desperfecto de la computadora y, mucho menos, he sido contratado para desempeñarme como bombero, entonces ¿sí tenía permitido retirarme sin decir ni hacer absolutamente nada? Y, en este último escenario, ¿esto quiere decir que el empleador no podría lícitamente sancionarme por semejante acto de indiferencia?(59)
Si se considera que debería ser sancionado, entonces también se entiende que, dada las circunstancias, sí tenía el deber de ayudar o auxiliar a mi empleador, y a mis compañeros de trabajo habría que añadir-, a hacer frente o, incluso, superar tal situación de peligro. A lo mejor, se estará dudando sobre qué tanto debí hacer (apagar el incendio dado que todavía era pequeño o, al menos, avisar al personal de seguridad). Pero, no habrá dudas de que mi indiferencia era completamente inaceptable. Es más, es muy probable que se considere totalmente irrelevante el hecho de que mi empleador y yo seamos completos “extraños”, desde que lo verdaderamente importante era (i) la situación de peligro, (ii) que alguien necesitaba mi ayuda y, sobre todo, (iii) que ofrecerla no suponía para mí un gran esfuerzo. Se pensaría, sin duda, que la sanción estaría plenamente justificada… y se estaría en lo correcto, al menos desde la perspectiva del Derecho Laboral peruano actualmente vigente.
Efectivamente, de conformidad con el literal g) del artículo 79 de la Ley 29783 – Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo, cuando de la prevención de los riesgos laborales se trata (como el ejemplo del incendio en mi oficina), la persona trabajadora tiene, entre otras, la siguiente obligación: “comunicar al empleador todo evento o situación que ponga o pueda poner en riesgo (…) las instalaciones físicas, debiendo adoptar inmediatamente, de ser posible, las medidas correctivas del caso sin que genere sanción de ningún tipo”. Es decir, no sólo tenía el deber de comunicar a mi empleador el pequeño incendio que se estaba produciendo sino, incluso, también tenía el deber de apagarlo, la medida correctiva del caso, si hacerlo estaba dentro de mis posibilidades. Para la Ley laboral, pues, carece de importancia que trabajador y empleador sean completos extraños, si es que el segundo necesita mi ayuda por estar en una situación de peligro y, desde luego, yo estoy en posición de darla(60).
Es más, es tan relevante dicho deber dentro del Derecho del Trabajo que, según el artículo 109 del Decreto Supremo 005-2012-TR – Reglamento de la Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo, “en el Reglamento Interno de Trabajo se establecerán las sanciones por el incumplimiento de los trabajadores de alguna de las obligaciones a que hace referencia el artículo 79 de la Ley (…)”. Esto quiere decir que, según los términos de dicha disposición, el empleador está obligado a sancionar, dentro de su Reglamento Interno de Trabajo, la actitud indiferente de la persona trabajadora frente a “todo evento o situación que ponga o pueda poner en riesgo las instalaciones físicas” del centro de trabajo. La ley laboral, pues, no sólo me obliga a ayudar a mi empleador en situación de peligro, sino que además lo obliga a sancionarme si es que no lo hago. En función de las circunstancias, entonces, la persona trabajadora sí tiene el deber de ser un buen samaritano(61).
Haber recurrido a este ejemplo hipotético, nos ha permitido observar cómo sí es posible pensar en supuestos en los que estamos moralmente obligados a prestar ayuda a otras personas a pesar de ser completos extraños y, sobre todo, que nadie pensaría que al imponerse legalmente ese deber se está invadiendo indebidamente nuestro fuero interno(62). De hecho, socialmente se considera que es tan importante este deber de ayudar en situación de peligro que, cuando su omisión es particularmente grave -por ejemplo, no auxiliar a un niño que se está ahogando en una piscina poco profunda-, incluso se entiende que debería ser objeto de la sanción más alta posible (la pena privativa de libertad), tal como lo hace el artículo 127 del Código Penal (que tipifica el delito de “omisión de auxilio o aviso a la autoridad”)(63). Se puede decir, por tanto, que su presencia está completamente consolidada en nuestro Derecho.
¿Esto quiere decir, entonces, que existen buenas razones para obligar también al empleador a ser un buen samaritano, en relación con la persona trabajadora que debe hacer frente a los deberes extralaborales antes señalados (la situación de peligro)? A fin de responder esta interrogante, es indispensable profundizar en las razones que justifican los llamados “deberes positivos” (o de hacer algo en favor de…) y, desde luego, preguntarse si las mismas están presentes en el caso de los deberes extra-laborales que se están estudiando (incluyendo, desde luego, el deber de permanecer en casa durante la pandemia). Nótese que, sean cuales fueren, de ninguna manera serán las circunstancias propias de la justicia conmutativa, ni mucho menos las de la justicia retributiva (no son producto de un intercambio, ni de una sanción por una acción previa).
A este respecto, lo primero que debemos hacer es subrayar que, en el ámbito de la filosofía política y moral, existe un amplio consenso en torno a la presencia de los deberes de asistencia o ayuda al prójimo. Efectivamente, autores tan disímiles como Rawls, Walzer y Singer, desde posiciones filosóficas abiertamente encontradas entre sí (el liberalismo igualitario, el comunitarismo y el utilitarismo, respectivamente), defienden la existencia en justicia del “principio de asistencia mutua” entre extraños (Rawls, 1995, pp. 115-116; Singer, 1995, pp. 271-307; Walzer, 2001, pp. 45-46). No obstante, aún se discute sobre sus alcances, límites y condiciones de exigibilidad (incluso jurídica). Es por ello que, a fin de aplicar el “deber de ayudar” al problema materia de estudio, es indispensable diferenciar los “deberes positivos generales” y los “deberes positivos especiales”.
De acuerdo con Garzón Valdés, los primeros consisten en ayudar a cualquier persona que lo necesite, siempre que hacerlo tan sólo exija un esfuerzo insignificante (un sacrificio trivial). La clave de los mismos es que se los deben entre sí todas las personas que no tienen la condición de íntimos o próximos (la identidad de los sujetos involucrados es irrelevante) y, sobre todo, que no tienen como fuente alguna especie de pacto o acuerdo previo (no son producto, por ejemplo, de un contrato de asistencia mutua). Lo que da lugar a su aparición es, primero, la situación de necesidad del receptor de la ayuda y, segundo, el sacrificio trivial que implica brindar el auxilio para el sujeto obligado. Así, pues, mientras el beneficio para el primero es altísimo, el costo para el segundo es banal (Garzón, 1986a, p. 17).
Planteados así, ¿qué podría objetarse a los mismos? Más allá de los cuestionamientos técnicos que se les han planteado(64), lo cierto es que así definido el “deber de ayudar” podría dar lugar al deber de todas las personas “ricas” -y no tan ricas- de destinar parte de sus ingresos para acabar con la pobreza absoluta en cualquier parte del mundo (Singer, 1995, pp. 285-289). Y es que, como dice Singer, es inobjetable que “nuestra riqueza implica que poseemos ingresos de los que podemos prescindir sin poner en peligro nuestras necesidades básicas, y podemos utilizarlos para reducir la pobreza absoluta” (Singer, 1995, p. 288). Bajo esta lógica, por ejemplo, los (grandes) empleadores no sólo tendrían el deber de seguir pagando salarios cuando se presentan los deberes extralaborales antes señalados (lo que exige el artículo 24 de la Constitución), sino incluso de destinar parte de sus ingentes recursos para luchar contra el hambre a nivel global.
Desde luego, no es necesario defender semejante obligación moral (aunque tampoco cuestionarla(65)), para abordar el problema que se está estudiando. Y es que, el deber de seguir pagando salarios sin recibir trabajo a cambio, se puede justificar apelando a un “deber de ayuda” mucho más específico: el deber de toda persona de auxiliar a aquellos que, en el transcurso de su vida cotidiana, (i) encuentra o descubre en situación de peligro o de necesidad (los receptores de la asistencia están perfectamente individualizados), siempre que (ii) sea la única persona que está en condiciones de prestar la ayuda dada las circunstancias concretas (a nadie más se le puede reclamar el auxilio) y (iii) hacerlo realmente suponga un esfuerzo trivial (a nadie se le puede pedir ser un héroe). Me parece que así específicamente definido el “deber de ayuda” puede dar lugar sin ningún inconveniente al deber de seguir pagando salarios, en el contexto de la presencia de los deberes extralaborales señalados.
Efectivamente, los “deberes positivos especiales” son aquellos en los que el deber de ayudar se presenta en una situación que, en el plano de la moralidad interindividual, se denomina face to face (Laporta, 1986, p. 57). Ello es así porque no son igualmente exigibles: (i) el deber de ayudar al niño desconocido que se está ahogando en la piscina ante mis ojos (interacción cara a cara), y (ii) el deber de dar una parte de mis ingresos para que se alimente algún niño también desconocido que vive en Haití (no hay interacción alguna) (Garzón, 1986b, p. 67). En el primero, hay un claro nexo causal entre la acción que se reclama y el daño que se quiere evitar, de forma que si no ayudo al niño muy probablemente termine ahogándose. La omisión de brindar auxilio, en estas circunstancias, claramente sería la causa de dicha desgracia(66). En el segundo, en cambio, nada asegura que si (in)cumplo con la ayuda requerida finalmente el niño en cuestión (no) se alimente como corresponde. La omisión, en este caso, no es determinante (Laporta, 1986, pp. 55-63).
Y no lo es porque, cuando no estamos en una situación face to face, la implementación del deber de ayudar inexorablemente requiere de alguna clase de institución que, asignando y dirigiendo los esfuerzos individuales, posibilite su cumplimiento (Laporta, 1986, p. 62). Es por esta razón que, para Bayón, el rasgo definitorio de los “deberes positivos especiales” es que, en virtud de las circunstancias, el sujeto obligado, porque precisamente está en una situación face to face, es el único que está en condiciones de prestar la ayuda indispensable para evitar el acaecimiento del daño (si yo no saco al niño de la piscina, entonces se muere ahogado) (1986, p. 42). En los deberes positivos generales, por el contrario, desde que se requiere organizar esfuerzos para su satisfacción (porque la persona compelida viene a ser cualquiera), en principio el auxilio tendría que ser institucional (Bayón, 1986, pp. 35-43).
Planteado de este modo, resulta muy difícil objetar la exigibilidad moral -y jurídica- de los deberes positivos especiales. Y es que, como explica Nino, en virtud de las circunstancias que les dan lugar, los mismos responden a una muy fundada “expectativa de comportamiento activo” de la persona que, ante tal situación, está obligada a prestar auxilio (el sentido común indica que es lo habitual, lo normal, lo esperable por cualquiera que está en situación de peligro). Esto es, detrás de la exigibilidad de esta clase de deberes, está la fundada expectativa de que, si alguien está ante nuestros ojos en una situación de peligro, el comportamiento normal será que le prestemos la asistencia del caso, no que seamos indiferentes frente a su infortunio (Nino, 2007, pp. 331-332)(67). Estar en una situación face to face y, como tal, ser el único que está en posición de ofrecer el auxilio, son las circunstancias que generan tal “expectativa de comportamiento activo”.
¿Y por qué es importante esto? Precisamente, porque es sumamente plausible sostener que, ante la presencia de los deberes extralaborales antes señalados (la situación de peligro o de necesidad), existe en la sociedad en general la fundada expectativa de que los empleadores, especialmente aquellos con grandes dimensiones, seguirán abonando las remuneraciones correspondientes (el comportamiento activo). Primero, porque tienen plenamente identificadas a las personas (sus trabajadores) que, frente al acaecimiento de dichos deberes, están en situación de peligro de perder su salario. Segundo, porque al ser un caso de moralidad interindividual face to face, hay un claro nexo causal entre la acción que se reclama (seguir abonando la remuneración) y el daño que se quiere evitar (la pérdida de ingresos). Y, tercero, porque en esas circunstancias, únicamente el empleador está en condiciones de prestar la ayuda requerida, a saber, seguir abonando la remuneración correspondiente. Desde esta perspectiva, el artículo 24 de la Constitución aparecería como plenamente justificado.
Desde luego, aun aceptando que efectivamente existe tal expectativa de comportamiento activo, siempre se puede objetar que cumplir con la acción requerida no implica en todos los casos un simple “sacrificio trivial”. No debe olvidarse que, en el caso de los deberes positivos, también existe un amplio consenso sobre cuándo dejan de ser “obligatorios”: cuando el esfuerzo requerido supera los límites de lo banal para, de esta forma, volverse supererogatorio, supermeritorio o heroico (Bayón, 1986, pp. 43-47; Fishkin, 1986, pp. 73-74; Garzón, 1986a, pp. 23-26; Rawls, 1995, pp. 117-118; Singer, 1995, pp. 302-307; Walzer, 2001, p. 46). ¿Cómo hacer, entonces, para trazar la línea? De acuerdo con Fishkin, un acto supermeritorio se presenta cuando el sacrificio que implica hacerlo, es de tal intensidad que lo sitúa “más allá de la llamada del deber” y, como tal, “es más de lo que razonablemente pueda ser pedido o requerido” (1986, p. 73). Es una acción noble, heroica, con un costo o riesgo considerable y, por lo mismo, irreprochable moralmente en caso de omisión (Rawls, 1995, pp. 117-118).
¿Y cuándo se está en tal escenario? Según el mismo Fishkin, cuando se nos exige un “sacrificio muy substancial” o, lo que es lo mismo, que renunciemos o sacrifiquemos nuestro interés muy particular de alcanzar y desarrollar nuestros diferentes planes de vida (1986, p. 74). Esto es, el acto deviene es supermeritorio cuando, por el nivel de sacrificio que implica, deja de ser debido para pasar a ser un acto de autonomía por parte del agente involucrado. Dicho de otro modo, si su realización fuera obligatoria, entonces habría una violación del “principio de autonomía personal” que, como explica Nino:
Prescribe que siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (…) no debe interferir en esa elección o adopción, limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente (2007, pp. 204-205).
Si se toma en cuenta que, en lo que nos interesa, el principio de autonomía vale por igual tanto para la persona que está en situación de peligro como para la que está en capacidad de dar la ayuda respectiva, entonces tenemos la justificación y límite del deber positivo de asistencia en situaciones face to face: la autonomía de ambos agentes involucrados. Esto es, la salvaguarda de la autonomía de la persona en peligro justifica la imposición del deber positivo especial y, a su vez, supone su límite la preservación de la autonomía de la persona llamada a ofrecer el auxilio. Es por ello que, con Bayón, se puede sostener que tal deber será exigible siempre que “no se haga a costa de una menor autonomía comparativa de otros individuos” (1986, p. 50). Y, precisamente, el límite del sacrificio trivial persigue evitar que, a alguien, a través de los deberes positivos, se le imponga como plan de vida -o como ideal de excelencia humana- el del buen samaritano(68).
Visto así el límite de la conducta supererogatoria, resulta muy difícil sostener que la imposición del deber de seguir pagando salarios, en el caso de los deberes extralaborales estudiados, supone en términos generales exigir a los empleadores ser santos o héroes. Es muy posible que la objeción de lo supermeritorio alcance a empresas de dimensiones modestas, tales como las micro o pequeñas empresas, o incluso a las grandes empresas que, por lo que fuere, están pasando por una muy difícil situación económica. Pero, si nos ponemos a pensar en aquellas que tienen enormes dimensiones -y que además gozan de muy buena salud financiera-, entonces parece ser exagerado afirmar que, con la imposición y satisfacción de tal deber, sus propietarios y/o altos ejecutivos estarían viendo frustrados sus respectivos planes de vida. En todo caso, como dice Bayón, a lo mejor sí se verían frustradas algunas de sus preferencias de consumo suntuoso (el estilo de vida), pero nunca la elección y desarrollo de sus propios planes de vida (1986, p. 51).
No parece ser, entonces, que el límite de lo supermeritorio sea una barrea infranqueable para que la Ley imponga, conforme con el artículo 24 de la Constitución, el deber de seguir pagando salarios a las personas trabajadoras que, por lo que fuere, se ven compelidas a hacer frente a los deberes extralaborales tantas veces mencionados (incluyendo, desde luego, permanecer en casa en el contexto de la pandemia). Pero, ¿acaso no hay punto en el que seguir cumpliendo con el mismo deber positivo, por suponer un esfuerzo trivial, se vuelve supermeritorio? Debe reconocerse, con Fishkin, el llamado “problema de la sobrecarga” o de los sacrificios triviales reiterados. Y es que, no cabe duda que la suma de pequeños sacrificios similares puede terminar convirtiendo el comportamiento del caso en supererogatorio (1986, pp. 74-76). No obstante, también debe tomarse en cuenta que este problema no objeta el deber de asistencia en sí mismo, sino su reiteración o continuidad a lo largo del tiempo. En tal sentido, se tendrá el deber de seguir ayudando hasta que se produzca la sobrecarga, pero de ninguna manera puede ser un argumento para no hacer nada desde el inicio. El artículo 24 de la Constitución, en consecuencia, supera también esta objeción.
5. A modo de conclusión: aspectos a considerar a fin de imponerle justificadamente al empleador el deber de seguir pagando salarios, a pesar de no recibir trabajo a cambio
Como se constató en el punto 2, hay acuerdo en la doctrina iuslaboralista revisada en que la remuneración, por el artículo 24 de la Constitución, (i) debe ir más allá de lo puramente contraprestativo y, como tal, (ii) que la legislación laboral está autorizada a obligar al empleador a abonar salario incluso en supuestos en los que se paraliza o interrumpe el contrato de trabajo. Desde luego, que hayamos hallado una razón constitucional (la dimensión social de la remuneración) no quiere decir que hemos encontrado la razón definitiva para justificar el deber empresarial de seguir pagando salarios, a pesar de no recibir trabajo a cambio.
Por esta razón, en el punto 3, se estudió las diversas circunstancias que están detrás de las diferentes “esferas de justicia” que rigen el deber empresarial de abonar la remuneración y, sobre todo, se demostró que únicamente en la “contraprestativa” el consentimiento del empleador y la (in)ejecución de la prestación laboral en justicia son determinantes. De este modo, se sostuvo que la dimensión social del salario, prevista en el artículo 24 de la Constitución (al menos en lo que se refiere al “salario social continuado”), es posible de justificar desde los parámetros de la justicia distributiva, ya sea en la versión de Walzer (apelando a la noción de “previsión comunitaria”), ya sea en la liberal-igualitaria de Rawls (utilizando el principio de la “justa igualdad de oportunidades” y, especialmente, el de la “diferencia”).
¿Esto quiere decir, entonces, que ya no hay nada más que discutir? De ninguna manera, desde que siempre es posible objetar que el artículo 24 de la Constitución, al hacer lo que hace, vulnera el principio de autonomía personal. Sin embargo, conforme con lo señalado en el punto precedente, es posible sostener que dicha cláusula constitucional se apoya en las exigencias morales aplicables en situaciones face to face y, como tal, que está plenamente justificado imponer a los empleadores el deber positivo especial de seguir abonando remuneraciones sin recibir trabajo a cambio, siempre que la persona trabajadora involucrada esté en una situación de peligro o necesidad (hay una expectativa de comportamiento activo que así lo reclama). Desde luego, la Ley en estos casos tendrá que ser muy cuidadosa, a fin de no exceder el límite de lo supermeritorio o, en todo caso, el problema de la sobrecarga.
Ya para terminar, una reflexión final en relación con los problemas suscitados en la pandemia y postpandemia y que motivaron el presente trabajo. Conforme con lo señalado precedentemente, todo parece indicar que la solución dada el 14 de abril de 2020 (autorizar la suspensión perfecta de labores por la simple imposibilidad de implementar trabajo remoto), no sólo dejó de lado lo dispuesto por el artículo 24 de la Constitución y las exigencias provenientes de la justicia distributiva que lo respaldan, sino que además desatendió por completo el deber de asistencia especial que, en el plano de la moralidad interindividual, claramente tenían las empresas al momento de desatarse la pandemia. No fue, pues, la solución más justa -o menos injusta- después de todo. ¿Y la solución del 1 de diciembre de 2022 sí lo fue?
Esta medida, me parece, sí tomó en cuenta un aspecto que debió estar presente desde el inicio: que no había razones para autorizar la suspensión del deber de abonar la remuneración, tan sólo porque era imposible implementar la modalidad de trabajo remoto. El deber extralaboral de permanecer en casa exigía que, en justicia, se evaluara las dimensiones y salud económica de los empleadores. No obstante, si bien atendió a los aspectos redistributivos involucrados en el problema, también dejó de lado cualquier consideración relativa al límite de lo supermeritorio y, desde luego, al dilema de la sobrecarga. Y es que, a los efectos de viabilizar el pago de la licencia con goce compensable, en justicia también se debió examinar si el mecanismo elegido suponía una carga heroica para las empresas que efectivamente siguieron pagando salarios. Tampoco fue, entonces, la solución más justa (aunque sí más justa que la anterior).
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Decreto Supremo 117-2020-PCM [Presidencia del Consejo de Ministros]. Decreto Supremo que aprueba la Fase 3 de la Reanudación de Actividades Económicas dentro del marco de la declaratoria de emergencia sanitaria nacional por las graves circunstancias que afectan la vida de la Nación a consecuencia del COVID-19. 30 de junio de 2020.
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NOTAS
(1) En general, todas aquellas que no desarrollaban actividades consideradas “esenciales”. Para un correcto entendimiento, véase el artículo 4 del Decreto Supremo 044-2020-PCM.
(2) En un inicio, la medida estuvo acotada a las y los trabajadores considerados en el grupo de riesgo, por edad y factores clínicos, de contraer Covid-19. Para mayor información, véase el artículo 20.2 del Decreto de Urgencia 026-2020. Sin embargo, el 20 de marzo de 2020, fue generalizada a toda persona trabajadora que, por la naturaleza de sus labores, estuviera impedida de desarrollar trabajo remoto. Para más detalles, véase el artículo 26.2 del Decreto de Urgencia 029-2020.
(3) Para una comprensión más completa, véanse los Decretos Supremos 051-2020-PCM, 064-2020-PCM y 075-2020-PCM.
(4) Iniciado el 3 de mayo de 2020 (la fase 1), mediante Decreto Supremo 080-2020-PCM.
(5) Para mayor detalle, véase el Decreto Supremo 157-2020-PCM. La fase 2 empezó con el Decreto Supremo 101-2020-PCM, mientras que la fase 3 entró en vigor con el Decreto Supremo 117-2020-PCM.
(6) Según el mismo Decreto de Urgencia 038-2020, el empleador debía presentar una declaración jurada, sujeta a verificación posterior, señalando que se encontraba incurso en este supuesto. El control ex post debía desarrollarse dentro de los 30 días hábiles siguientes y, luego de producido, la Autoridad Administrativa de Trabajo debía emitir la resolución correspondiente en un plazo máximo de 7 días hábiles. Si no lo hacía, se aplicaba el silencio administrativo positivo.
(7) Con un ejemplo se puede entender la dimensión del problema. El 30 de abril de 2020, Cineplex S.A., propietaria de la cadena de cines Cineplanet, solicitó la suspensión perfecta de labores de 2170 trabajadores, desde que era imposible la prestación remota de sus servicios, dada la naturaleza de sus actividades (venta al público de boletos o golosinas, limpieza de las salas de cine, proyección de las películas, etc.). No obstante, trascendió que: (i) el Grupo Intercorp, conglomerado empresarial al cual pertenecía dicha empresa, declaró el año 2019 como ingresos netos la suma de US$ 126´800,000.00 dólares y, sobre todo, (ii) que el Sr. Carlos Rodríguez Pastor, su presidente ejecutivo, contaba con una fortuna personal ascendente a la suma de US$ 4,100´000,000.00 dólares. Para mayor información, véase “Cineplanet: Empresa de grupo Intercorp suspenderá contratos de trabajadores sin pago”, de Wayka.pe (2020), https://wayka.pe/cineplanet-empresa-de-grupo-intercorp-suspendera-contratos-de-trabajadores-sin-pago/
(8) La OIT, al 7 de junio de 2020; contabilizó 245,000 trabajadores en suspensión perfecta de labores, concentrados especialmente en los sectores restaurantes y hoteles, servicios inmobiliarios, comercio, industria manufacturera y transporte. Para un correcto entendimiento, véase “Perú: impacto de la COVID-19 en el empleo y los ingresos laborales”, de OIT (2020, p.14), https://www.ilo.org/es/publications/peru-impacto-de-la-covid-19-en-el-empleo-y-los-ingresos-laborales. Al 19 de julio del mismo año, conforme con OjoPúblico, este número había crecido a 328,817. Para mayor información, véase “Más de la mitad de empleos formales perdidos en pandemia fueron por suspensión perfecta”, de Ojo Público (2020), en https://ojo-publico.com/2140/el-55-del-empleo-formal-se-perdio-por-suspension-perfecta
(9) Es el caso, precisamente, de la solicitud de suspensión perfecta de labores presentada por Cineplex S.A. que, mediante Resolución directoral general 0181-2020-MTPE/2/14 del 17 de julio de 2020, fue declarada improcedente por incumplimiento del procedimiento estipulado en el Decreto Supremo 011-2020-TR. Para una comprensión más completa, véase la Resolución Directoral General 0181-2020-MTPE/2/14, en https://img.lpderecho.pe/wp-content/uploads/2020/06/Resolucion-Directoral-General-181-2020-MTPE-Caso-Cinemark-LP.pdf.
(10) Con la publicación del Decreto Supremo 130-2022-PCM.
(11) El verbo “absolver”, en su primera acepción, significa “liberar de algún cargo u obligación” (Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.7 en línea]. https://dle.rae.es [Fecha de la consulta: 13 de agosto de 2024]).
(12) Para la doctrina especializada, esas líneas expresan la “tesis de la contraprestación” que afirma que la remuneración es la contraprestación contractual por el trabajo previamente realizado (Arce, 2008, pp. 329, 334; Ferro, 2019, p. 89).
(13) Estipulados en el Decreto Legislativo 713 y en su Reglamento aprobado por el Decreto Supremo 012-92-TR.
(14) Previsto en el literal a.3) del artículo 12 de la Ley 26790 – Ley de Modernización de la Seguridad Social en Salud.
(15) Para más detalles, véase el Decreto Supremo 010-2003-TR, Texto Único Ordenado de la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo.
(16) Para un mejor entendimiento, véase la Ley 27240 y Ley 27403.
(17) Si desea ampliar la información, véase la Ley 29409, modificada por la Ley 30807.
(18) Para mayores presiciones, véase la Ley 27409.
(19) Para más detalles, véase la Ley 30012.
(20) Al respecto, véase la Ley 31602.
(21) Para una consulta más detallada, véase la Ley 31479.
(22) Para ampliar detalles, véase la Ley 31561.
(23) En cuando a ello, véase la Ley 30364.
(24) Si presisa más detalles, véase el Decreto Supremo 005-2012-TR, Reglamento de la Ley 29783, Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo.
(25) De conformidad con el artículo 12 de la misma LPCL, todos son supuestos de “suspensión del contrato de trabajo” en los que cesa temporalmente la obligación de la persona trabajadora de prestar el servicio, pero el empleador debe seguir abonando la remuneración correspondiente (artículo 11 de la LPCL).
(26) El Derecho constitucional vigente incluye a los tratados de derechos humanos debidamente ratificados por el Estado peruano. Al respecto, véase la STC del 25 de abril de 2006, Exp. 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC (acumulado), párr. 25-34 y STC del 24 de abril de 2006, Exp. 047-2004-AI/TC, párr. 21-22 y 61.
(27) Para un mayor entendimiento, véase el artículo 25 de la Constitución, artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales [PIDESC], artículo 7 del Protocolo de San Salvador y los Convenios 52 y 106 de la OIT (sobre vacaciones pagadas y el descanso semanal respectivamente).
(28) Para mayor información, véase los artículos 7 y 10 de la Constitución, artículos 9 y 12 del PIDESC, artículos 9 y 10 del Protocolo de San Salador y Convenio 102 de la OIT (sobre la seguridad social).
(29) Al respecto, véase el artículo 28 de la Constitución, artículo 8 del PIDESC, artículo 8 del Protocolo de San Salvador y Convenio 87 de la OIT (sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación).
(30) Para un mayor entendimiento, véase el artículo 23 de la Constitución, artículo 11 de la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer [CEDAW] y Convenio 183 de la OIT (sobre la protección de la maternidad).
(31) Para un panorama más completo, véase los artículos 2, numeral 2, 4, 6 y 26 de la Constitución, artículos 3 y 18 de la Convención sobre los Derechos del Niño y Convenio 156 de la OIT (sobre los trabajadores con responsabilidades familiares).
(32) En cuanto a ello, véanse los artículos 3 y 4 de la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres (Convención Belém do Pará).
(33) Para una comprensión completa, véase el artículo 29 de la Constitución, artículo 7 del PIDESC, artículo 7 del Protocolo de San Salvador y Convenio 155 de la OIT (sobre seguridad y salud de los trabajadores).
(34) Los derechos de la madre trabajadora, la protección de la maternidad, el interés superior del niño, la igualdad de oportunidades, la conciliación de la vida familiar con el trabajo, etc.
(35) Doy por sentado, y por eso no lo desarrollo, que nadie discutiría seriamente la siguiente premisa normativa: “la persona trabajadora debe estar protegida frente a situaciones involuntarias que afectan negativamente la regularidad de sus ingresos”. A este respecto, me remito a un trabajo en el que desarrollo la obligación constitucional de implementar un “seguro de desempleo” que, entre otras posibles contingencias, ordenaría a la Ley dar cobertura monetaria a las y los trabajadores frente a una posible “suspensión del contrato de trabajo” que, como en el caso de la paralización de labores por el Covid-19, no tiene su origen en su propia voluntad (Aguinaga, 2005, pp. 299-329).
(36) Siguiendo a Ródenas, se podría sostener que con la aprobación de la “suspensión perfecta de labores” para los casos de imposibilidad de implementación del trabajo remoto, se habría producido una experiencia recalcitrante por infra-inclusión en nuestro Derecho; es decir, un supuesto en el que hay un desajuste por defecto entre los estándares legislativos y las razones constitucionales en las que deberían justificarse (Ródenas, 2012, pp. 37-39; Ródenas, 2003, p. 432; Ródenas, 2001, pp. 72-73). Dicho de otro modo, sería un caso en el que la Legislación laboral sobre remuneraciones, no cubre todos los supuestos de “suspensión imperfecta de labores” que debería abarcar, según lo dispuesto por el constitucional principio del salario social.
(37) Para profundizar en la distinción entre reglas y principios, véase “Los derechos en serio” de Ronal Dworkin (1989, pp. 74-80), “Teoría de los derechos fundamentales” de Robert Alexy (2007, pp. 86-87) y “Las piezas del Derecho” de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero (2005, pp. 34-36).
(38) Siguiendo la tesis de la conexión contingente y aleatoria entre Derecho y Moral, actualmente defendida por el positivismo contemporáneo (2004, pp. 21-50), se puede afirmar que el artículo 24 de la Constitución, en tanto norma jurídica, es un artificio producido por la voluntad humana, una decisión contingente al espacio-tiempo en la que se adoptó y, como tal, susceptible de valoración crítica desde el plano moral.
(39) En el plano justificativo, las razones morales siempre son últimas o definitivas y, como tal, una decisión jurídica cualquiera que sea, solamente estará plenamente justificada si es que en última instancia lo está también en el plano moral (Bayón, 2000, pp. 327-329; Bayón, 1991, pp. 737-738; Nino, 1994, pp. 80-81; Raz, 2001, pp. 350, 356 y 362).
(40) Para una explicación detallada sobre la noción de justicia de Mill, véase “Lecciones sobre la historia de la filosofía política” de John Rawls (2017, pp. 330-350).
(41) A esta manera de entender la justicia subyace la noción aristotélica de “equidad” (Aristóteles, 2002, pp. 86-87, 1137b) que, en otro trabajo, explico que supone mirar atentamente todas las circunstancias que rodean un caso concreto para, de esta forma, darle el “recto” tratamiento que le corresponda según los elementos que lo singularizan (Aguinaga, 2018, pp. 451-456).
(42) Demostrar que las cosas se deben repartir en función de la naturaleza de los bienes o circunstancias involucradas, es el motivo central del libro de Michael Walzer, “Las esferas de la justicia”, en especial el Cap. I (2001, pp. 17-43).
(43) A esto, precisamente, es a lo que Walzer denomina la “igualdad compleja” que, a su modo ver, consiste en comprender que “bienes sociales distintos deberían ser distribuidos por razones distintas” (2001, p. 19).
(44) Esto no quiere decir que todos los intercambios en la esfera laboral per se son moralmente justos. Y es que, para que esté justificada una situación de reciprocación del tipo intercambio, además debe haber cierto equilibrio entre los valores positivos transferidos (Hierro, 2016, pp. 38-41). Ello es así porque, como dice Sandel, “los contratos reales tienen peso moral en la medida en que realicen dos ideales, la autonomía y la reciprocidad” (2011, p. 166). En este sentido, dentro de la esfera contraprestativa del salario, la persona trabajadora también tiene derecho en cuanto suyo a que exista equivalencia entre los servicios que brinda y la retribución que recibe a cambio. Me parece, precisamente, que a ello apunta la expresión “salario equitativo” prevista en el artículo 24 de la Constitución, en el artículo 7 del PIDESC y en el artículo 7 del Protocolo de San Salvador.
(45) Esto es, una persona que como explica muy bien Marciani, partiendo de un fuerte individualismo metodológico, defiende: (i) una concepción puramente negativa de la libertad personal (o como “no interferencia” en las acciones personales), (ii) el carácter cuasi absoluto del derecho de propiedad sobre lo que puedan producir las propias capacidades de la persona y, por tanto, (iii) la necesidad sólo de un Estado mínimo o limitado a preservar los derechos individuales de propiedad y libertad negativa (Marciani et al., 2020, pp. 103-115).
(46) La retribución es una sanción que para ser justa requiere no sólo estar tipificada en una regla social, sino sobre todo debe ir dirigida sólo y exclusivamente al individuo que tenga la condición de agente del daño en un doble sentido: es el autor de la acción que lo produjo y, a su vez, tiene capacidad para responder por el mismo (Heller, 1990, pp. 200-230).
(47) Como explica muy bien Marciani et al., para libertarios como Nozick o Hayek imponer al individuo deberes de hacer que no parten de su propia voluntad, supone una violación de la máxima kantiana de no instrumentalización de los individuos (Marciani et al., 2020, p. 107).
(48) No pretendo cuestionar la centralidad del dinero en las sociedades de mercado contemporáneas. No obstante, el problema de la pérdida de los ingresos para la persona trabajadora, se reduciría considerablemente -o incluso desaparecería- si es que, tal como señaló Marx en los Manuscritos de Economía y Filosofía, el dinero no fuera “el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre” (Marx, 2001, p. 174). Desde luego, esto no quiere decir que el dinero debe desaparecer sino tan sólo que debe dejar de ser “el verdadero espíritu de todas las cosas” (Marx, 2001, p. 175) y, como tal, que debe ser cada vez más estrecha la esfera de “lo que el dinero sí puede comprar” (Walzer, 2001, pp. 106-121).
(49) No es mi propósito defender la relevancia de la reflexión moral sobre el reparto justo de los bienes producidos en una sociedad determinada. Tan sólo diré, con Berlin, que “una sociedad en la que cada miembro tiene una cantidad igual de propiedad no necesita justificación especial; sólo la necesita una sociedad en la que propiedad es desigual” (1983, p. 151).
(50) No obstante, si no lo fuera entonces no se entendería por qué las y los trabajadores también tienen “el derecho (…) a participar en las utilidades de la empresa y [a] otras formas de participación” (artículo 29 de la Constitución).
(51) Como explica Sandel, “el velo de la ignorancia garantiza la igualdad de poder y conocimiento que la posición originaria requiere. Al garantizar que nadie sabe su lugar en la sociedad, sus propias fortalezas o debilidades, sus valores o fines, el velo de la ignorancia garantiza que nadie sacará provecho, ni siquiera sin saberlo, de una posición negociadora favorable” (2011, p. 172). Bajo esas condiciones, el resultado del acuerdo será claramente imparcial.
(52) El planteamiento de Rawls, como explica Heller, consiste en determinar “¿en qué criterios debería basarse la desigualdad, qué tipo de desigualdad debería alcanzarse, en qué medida puede funcionar la desigualdad, cuál es el justo límite a la desigualdad?” (1990, p. 235).
(53) Es por ello que, con Singer, se puede decir que es insuficiente moralmente hablando el principio de “igualdad de oportunidades”, a efectos de justificar los resultados distributivos desigualitarios (1995, pp. 49-50).
(54) Para demostrar su punto, Cohen cita el siguiente ejemplo: “En 1988, la relación de los salarios de los altos ejecutivos con los salarios de los trabajadores de la producción era de 6,5 a 1 en Alemania Occidental y de 17,5 a 1 en Estados Unidos. Puesto que no es admisible pensar que la menor desigualdad de Alemania fuese un freno para la productividad, dado que es admisible pensar que un ethos que estaba relativamente a favor de la igualdad protegía la productividad alemana frente a los relativamente modestos incentivos materiales, podemos concluir que el citado ethos causó que los peor pagados fuesen mejor pagados de lo que hubieran estado bajo una cultura de la recompensa distinta. Se deduce, según veo el asunto, que el principio de la diferencia se realizó de mejor forma en Alemania en 1988 de lo que se hubiese realizado si su cultura de la recompensa hubiera sido más parecida a la de Estados Unidos. Pero Rawls no puede decir eso, puesto que la menor desigualdad que benefició a pocos de los pudientes alemanes era un asunto no de ley sino de ethos” (2001, p. 195).
(55) Como explica acertadamente Marciani, otra tesis central del libertarismo es la concepción negativa de la libertad que únicamente acepta la presencia de deberes negativos o de no hacer (típicamente, no dañar a nadie), mientras que “los deberes positivos solo se admiten en la medida que sean resultado del acuerdo libre entre individuos; por ejemplo, cuando se pacta un contrato de servicio asistencial” (Marciani et al., 2020, p. 104). Y es que, para Nozick, “el Estado no puede usar su aparato coactivo con el propósito de hacer que algunos ciudadanos ayuden a otros” (1988, p. 7).
(56) Siempre que no se sostenga, claro está, que no se le puede pedir a nadie ser altruista porque simplemente es imposible serlo. Para un alegato extraordinario sobre la factibilidad de la conducta altruista, véase “La posibilidad del altruismo” de Thomas Nagel (2004, pp.88-99), especialmente el capítulo IX. De alguna manera, en este acápite se va a sostener que ayudar es algo que, en función de las circunstancias, todos estamos obligados a hacer (Singer, 1995, p. 287).
(57) Esta expresión alude a la parábola del “buen samaritano” señalada en la Biblia (Lucas 10, versículos 25-37), que relata el caso de una persona (el samaritano) que presta auxilio a un hombre (un extraño) que, luego de ser golpeado y asaltado, estaba en peligro de muerte tirado al lado del camino.
(58) El artículo 6 de la Constitución consagra el “deber (…) de los padres alimentar, educar y dar seguridad a sus hijos” y, a su vez, el artículo 418 del Código Civil dispone que “por la patria potestad los padres tienen el deber (…) de cuidar de la persona y bienes de sus hijos menores”.
(59) De acuerdo con Arce, son tres los “deberes genéricos” de comportamiento que, para la persona trabajadora, nacen con la suscripción del contrato de trabajo, a saber, el deber de diligencia (brindar el servicio contratado con la diligencia del caso), el deber de buena fe (no afectar los intereses económicos del empleador) y el deber de obediencia (cumplir las órdenes o directivas del empleador dentro de lo razonable) (2008, pp. 492-498). Hasta donde puedo entender, ninguno de estos tres deberes daría cobertura al deber de ayudar a mi empleador, en situaciones de peligro, si es que está dentro de mis posibilidades.
(60) Dicha disposición, por cierto, no constituye una particularidad del Derecho laboral peruano. Por ejemplo, exactamente el mismo deber está previsto en el numeral VIII del artículo 134 de la Ley Federal del Trabajo mexicana (“Art. 134.- Son obligaciones de los trabajadores: (…) VIII.- Prestar auxilios en cualquier tiempo que se necesiten, cuando por siniestro o riesgo inminente peligren las personas o los intereses del patrón o de sus compañeros de trabajo”) y, mucho más cerca de nosotros, en el artículo 89 de la Ley de Contrato de Trabajo argentina (“Art. 89 -Auxilios o ayudas extraordinarias. El trabajador estará obligado a prestar los auxilios que se requieran, en caso de peligro grave o inminente para las personas o para las cosas incorporadas a la empresa”).
(61) Existe, al menos, otro ejemplo en el ámbito laboral peruano del deber de la persona trabajadora de prestar auxilio a su empleador en situaciones de peligro: la obligación de trabajar horas extras cuando “la labor resulte indispensable a consecuencia de un hecho fortuito o fuerza mayor que ponga en peligro inminente a las personas o los bienes del centro de trabajo o la continuidad de la actividad productiva” (artículo 9 del Texto Único Ordenado del Decreto Legislativo 854 – Ley de Jornada de Trabajo, Horario y Trabajo en Sobretiempo, modificado por la Ley 27671).
(62) De hecho, la teoría de la justicia de John Rawls, aun cuando se centra en el problema de los principios que deben guiar el diseño de “instituciones sociales justas”, tampoco es ajena al problema de los principios que son de aplicación para las personas, dentro de los cuales incluye a los “deberes naturales”. Lo interesante es que, de acuerdo con Rawls, “lo característico de los deberes naturales es que se nos aplican con independencia de nuestros actos voluntarios. (…). Tenemos, por ejemplo, un deber natural (…) de ayudar al prójimo, ya sea que nos hayamos comprometido a estas acciones o no” (1995, pp. 115-116).
(63) Es tan común la presencia de este tipo de disposiciones en el Derecho penal comparado que, incluso, se les conoce con el nombre de “Good Samaritan Laws” (Pardun, 1998, pp. 591-613).
(64) Brevemente, son cinco las objeciones que se han planteado a los deberes positivos generales: (i) son deberes imperfectos (su cumplimiento beneficia y, como tal, nadie tiene derecho a exigirlos); (ii) hay asimetría con los deberes negativos (los deberes positivos son imposibles de cumplir); (iii) son opcionales porque siempre cabe la posibilidad que otra persona los cumpla (su incumplimiento no genera necesariamente un mal); (iv) tomárselos en serio y cumplirlos cada vez que se presentan volvería el sacrificio trivial en súper-meritorio (el dilema de Fishkin); y (v) la responsabilidad por el incumplimiento de un deber positivo es mucho menor que la que aparece por el incumplimiento de un deber negativo (Garzón, 1986a, pp. 17-28).
(65) En defensa del planteamiento de Singer se puede afirmar que, en verdad, solamente afecta a los que son absolutamente ricos; esto es, personas con los ingresos o rentas más que suficientes para satisfacer muy adecuadamente sus necesidades materiales y, además, gastar en lujos (1995, p. 275).
(66) Sólo en estas circunstancias se puede afirmar, como lo hace Singer, “que no existe una diferencia intrínseca entre matar y dejar morir” (1995, p. 279).
(67) En apoyo a lo señalado por Nino, se puede citar a Kant que en la Metafísica de las Costumbres ya había sostenido que el deber de ayudar otros que lo necesitan constituía una “máxima de comportamiento universal” (Kant, 1989, p. 323).
(68) Tal límite en verdad lo que hace es reiterar, cuando de los deberes positivos se trata, la proscripción desde el principio de autonomía de las intervenciones estatales de carácter “perfeccionista”; vale decir, aquellas dirigidas conseguir, por medio del Derecho, “que los individuos acepten y materialicen ideales válidos de virtud personal” y, como tal, que “ajusten su vida a los verdaderos ideales de virtud y del bien” (Nino, 2007, p. 413). Visto así, parece ser que, si la Ley nos impone el deber de ser héroes, a su vez nos está exigiendo que seamos perfectos. Precisamente eso es lo que persigue evitar el principio de autonomía.