Romina Santillán Santa Cruz
Universidad de Zaragoza
https://doi.org/10.18800/themis.202001.034
GESTIÓN DE LOS BIENES PROPIOS EN LA SOCIEDAD DE GANANCIALES: UNA VISIÓN CRÍTICA
MANAGEMENT OF PERSONAL PROPERTY IN THE COMMUNITY OF PROPERTY: A CRITICAL VIEW
Romina Santillán Santa Cruz*
Universidad de Zaragoza
Community of property is a regime of relative community. It is legally configured by the existence of the common property of the spouses, although each spouse could retain the personal property. Thus, complicated legal situations may arise as a result of the management of such property. The management of the personal property is chaired by the rule of spouses’ freedom of action. For this motive, there are no explicit limits to the Administration and disposal of that property. However, this does not imply there are no limits to their actions.
In this article, the author seeks to point on the study of the legal restrictions and implicit limits that would be applicable to the management of the personal property in the community of property in the Peruvian legal framework. She also analyses the concept of unilateral unrenounceability of acts of liberality because it appears to be the only exception to the rule of freedom of action.
Keywords: community of property; common property; personal property; acts of administration; acts of disposition.
La sociedad de gananciales es un régimen de comunidad relativa. Se configura legalmente por la existencia de bienes comunes de los cónyuges, sin perjuicio de que, durante su vigencia, cada uno pueda tener bienes propios. Se genera, entonces, un entramado de situaciones jurídicas que emergen de la gestión de dichos bienes. La gestión de los bienes propios está presidida por una regla de libre actuación de los cónyuges. Por ello, no existen límites expresos a los actos de administración y disposición de estos bienes. Sin embargo, ello no significa que no los haya.
En el presente artículo, la autora se centra en el estudio de las restricciones legales y límites implícitos que resultarían aplicables a la gestión de los bienes propios en la sociedad de gananciales en el ordenamiento jurídico peruano. En ese sentido, analiza también la figura de la irrenunciabilidad unilateral de actos de liberalidad, pues parece ser la única excepción prevista a la regla de libre actuación.
Palabras clave: sociedad de gananciales; bienes comunes; bienes propios; actos de administración; actos de disposición.
I. INTRODUCCIÓN
Cuando abordamos el estudio de la sociedad de gananciales solemos centramos en el patrimonio común. Su gestión es justamente la que se torna más compleja y la que más dificultades puede plantear, en particular cuando la actuación de los cónyuges se realiza al margen de las reglas previstas en la materia en cuestión (Santillán Santa Cruz, 2020a, pp. 639-642, 650-652). No obstante, no debemos olvidar que durante la vigencia de esta sociedad pueden coexistir, junto con los bienes comunes, aquellos otros bienes que son propios de cada cónyuge. La gestión de estos bienes y sus efectos, aun cuando su naturaleza sea totalmente distinta, no se encuentran divorciados del concepto de comunidad, por lo que, en la práctica, pueden generar tantos problemas como la gestión del patrimonio común.
Como en la sociedad de gananciales es posible distinguir tres masas patrimoniales (dos privativas y una común), este régimen económico se caracteriza por ser uno de comunidad relativa1 (Gutiérrez Barrenengoa, 2002, p. 179). Es cierto que el régimen de gananciales se configura legalmente a través de la existencia de unos bienes que, en la teoría, se hacen comunes de los cónyuges. No obstante, ello no significa que, durante su vigencia, estos sean los únicos que se encuentren presentes. En efecto, el artículo 301 del Código Civil (en adelante, CC) se encarga de poner de relieve la coexistencia de estas tres masas patrimoniales cuando señala que “en el régimen de sociedad de gananciales puede haber bienes propios de cada cónyuge y bienes de la sociedad” (1984).
Dado el entramado de situaciones y relaciones jurídicas que pueden surgir a causa de la gestión de estos patrimonios de los cónyuges, el ordenamiento contiene unas reglas concretas de responsabilidad, administración, disposición, disolución y liquidación. En el presente trabajo nos centraremos, de forma específica, en la gestión de los bienes propios. En ese sentido, la gestión de estos está presidida por una regla de libre actuación de los cónyuges. No existen límites expresos a los actos de administración y disposición de estos bienes. Sin embargo, esto no significa que tales límites no existan.
Bajo la rúbrica de la “administración de bienes propios”, el artículo 303 del CC establece que “cada cónyuge conserva la libre administración de sus bienes propios y puede disponer de ellos o gravarlos” (1984). Este precepto –cuyo rótulo legal más acertado quizá hubiese sido gestión de los bienes propios– es aplicable tanto a la administración como a la disposición de los mencionados bienes y es en virtud de él que cada cónyuge conserva en ambos supuestos una facultad de libre actuación. De tal forma, se puede administrar y disponer de dichos bienes sin necesidad de contar con el consentimiento o la aprobación del consorte correspondiente. Sobre este asunto, he tenido la oportunidad de desarrollar la facultad que tendrían los cónyuges para atribuir de mutuo acuerdo2, a través de los denominados “pactos de atribución de ganancialidad”, una naturaleza social a sus bienes propios constante sociedad de gananciales, pues el artículo 312 del CC no limitaría la libertad de los cónyuges para contratar entre sí respecto de estos bienes (Santillán Santa Cruz, 2020b, pp. 494-497).
Ahora bien, la jurisprudencia contiene escasas referencias a las facultades que comprende el artículo 303 del CC. No obstante, puede que el pronunciamiento más importante que exista sobre este aspecto sea el que compila Ledesma Narváez en relación con la sentencia recaída en el Expediente 712-95-Huaura, la cual puso de relieve la libertad de cada cónyuge de disponer a título gratuito de sus bienes propios sin requerir del consentimiento del otro cónyuge para retirarlos de su acervo patrimonial privativo vigente la sociedad de gananciales3. En efecto, el criterio jurisprudencial en cuestión menciona que
la porción donada por uno de los cónyuges sólo comprende el cincuenta por ciento del bien inmueble, como extensión superficial, sin referirse a ninguna edificación que pudiera existir sobre dicho terreno. Pero, tratándose de un bien propio del marido, en lo que se refiere exclusivamente al terreno y en la proporción que le correspondía en bien indiviso, no requería del consentimiento de su cónyuge para efectuar la donación a favor de su madre (citado en Ledesma Narváez, 1997, p. 170).
Aun con todo ello, ha de advertirse que las facultades reguladas por el artículo 303 del CC no son tan amplias como pareciera resultar de su redacción, puesto que los frutos y productos de los bienes propios son sociales rigiendo para ellos unas reglas especiales. Los patrimonios privativos de los cónyuges responderán también, en determinadas ocasiones, por las deudas sociales y su gestión siempre comprometerá el interés familiar. De ahí que todas estas razones se constituyan en justificación suficiente para limitar, cuando así resulte conveniente, la libre administración y disposición de los bienes propios en concretos casos de excepción que en breve serán desarrollados.
La única excepción expresamente prevista frente a este principio de libre actuación de los cónyuges está contenida en el artículo 304 del CC que se refiere a actos que, en esencia, correspondería realizar individualmente a cada cónyuge, pero que, por exigencia legal, precisan del consentimiento del otro. A su vez, no se trata tanto de actos de disposición sobre bienes que ya son propios, sino de actos de rechazo que impedirían que sean propios del cónyuge que rechaza (la herencia o la donación) unos bienes que de momento no son suyos (hasta que se acepte la herencia o la donación), supuesto que se analiza más adelante.
Como se puede entender, el tópico que aquí se plantea es uno de importancia primaria en el estudio del régimen peruano de sociedad de gananciales, puesto que su adecuado tratamiento posibilitará un conocimiento claro y bien delimitado del ámbito de acción que compete a los cónyuges sobre sus bienes propios cuando han decidido someter sus relaciones patrimoniales y económicas a un régimen de comunidad de bienes. Sin embargo, es de advertir que en la doctrina peruana existe escasa bibliografía sobre la materia pues, la que se presenta de forma común suele ser descriptiva y, en ocasiones, superficial. La doctrina jurisprudencial tampoco ha contribuido mucho en el estudio de la cuestión, ya que responde a los mismos parámetros doctrinarios y resulta, por ende, insuficiente cuando se pretende lograr un mayor entendimiento del tema tratado.
Por ello, para afrontar adecuadamente las cuestiones planteadas, este trabajo se centra en el estudio de las restricciones legales y límites implícitos que resultarían aplicables a la gestión de los bienes propios. Dentro de este concepto de gestión, se concentran los actos de administración y de disposición, siendo el principio del interés familiar el que va a adquirir en ellos un especial valor. También se analiza la figura de la irrenunciabilidad unilateral de actos de liberalidad por sus particulares implicaciones prácticas. En ese sentido, y en forma previa a todo lo mencionado, para delimitar el marco legal y conceptual dentro del que se enmarca el objeto central de este trabajo, se hace un breve análisis de la sociedad de gananciales como comunidad relativa de bienes, así como de los criterios legales para determinar la privatividad de los bienes.
II. LA SOCIEDAD DE GANANCIALES COMO COMUNIDAD RELATIVA DE BIENES
La sociedad de gananciales es un régimen patrimonial que se configura legalmente por la existencia de ciertos bienes que se hacen comunes de los cónyuges. En el Derecho peruano, estos bienes no son otros que los denominados bienes sociales, los cuales, en su conjunto, conforman el patrimonio social. La propiedad de estos bienes es actual y no exclusivamente virtual como ha llegado a afirmar alguna sentencia4. En ese sentido, la titularidad de los mismos corresponde a ambos cónyuges bajo la forma de una comunidad de bienes, que no es una copropiedad sobre cada uno de ellos –en la que corresponde la determinación de partes alícuotas y, por lo tanto, se puede dar lugar a tantas situaciones de comunidad como bienes comunes–, sino una comunidad que recae sobre el patrimonio común en su conjunto: aquel conformado por dichos bienes sociales.
Los bienes sociales son comunes, pero no de forma individual puesto que constituyen una masa patrimonial que pertenece a ambos cónyuges y que es diferente de los patrimonios personales de cada uno de ellos, que son los patrimonios propios o privativos. De ahí que se afirme en la doctrina comparada:
es característica de la sociedad de gananciales la existencia de tres masas patrimoniales (o patrimonios) diferentes: el común de ambos cónyuges, formado por los bienes gananciales, y los privativos de cada uno de los cónyuges, formados por sus respectivos bienes privativos (Martínez de Aguirre, 2016a, p. 251).
Esta idea general, que pertenece a la sociedad de gananciales del sistema común español, es perfectamente aplicable al régimen de comunidad adoptado en el sistema peruano, salvo en cuanto al concepto legal con que se designa a los bienes comunes de los cónyuges durante la vigencia de la sociedad, como luego se verá con más detalle.
Ahora bien, el artículo 301 del CC pone de relieve la coexistencia de estas tres masas patrimoniales cuando señala que “en el régimen de sociedad de gananciales puede haber bienes propios de cada cónyuge y bienes de la sociedad” (1984). Esta disposición se encuentra redactada en términos de posibilidad de existencia, ya que en la sociedad de gananciales puede que haya bienes propios de cada cónyuge y bienes de la sociedad, como puede que sencillamente no llegue a haberlos. No obstante, lo que sí queda claro es que en un régimen de gananciales puede haber tres patrimonios posibles: el patrimonio común y los patrimonios propios de cada uno de los cónyuges; los cuales, según corresponda, van a encontrarse formados por dichos tipos de bienes. En ese sentido, Aguilar Llanos dice que es, precisamente, en la coexistencia de dichos bienes donde radica la característica de este sistema (2008, p. 147).
En los comentarios al mencionado artículo, Jiménez Vargas-Machuca ha señalado que en el régimen de gananciales hay dos tipos de bienes: los propios de cada cónyuge y los comunes de la sociedad (2007a, p. 196). En efecto, de acuerdo con lo preceptuado por el artículo 301 del CC, en un matrimonio sujeto a sociedad de gananciales puede haber bienes propios de cada cónyuge y bienes sociales. Esta concepción de la tipología de los bienes que pueden existir durante la vigencia del indicado régimen (los propios y los comunes) en nada se opone a la afirmación de la vigencia de tres patrimonios perfectamente diferenciados, a la vez que simultáneos. Estos se forman a causa de la presencia de los bienes comunes y de los bienespropios de cada cónyuge. Se trata de acervos patrimoniales diferentes, pero relacionados entre ellos.
Estas tres masas patrimoniales no son compartimentos estancos que no guardan relación entre sí, sino que, muy por el contrario, destacan por su recíproca permeabilidad (Martínez de Aguirre, 2016a, p. 251). Entre estos patrimonios van a producirse relaciones y desplazamientos que pueden ocasionar un desequilibrio en favor de alguno de ellos y, como efecto inmediato, en detrimento del otro. Por ello, el ordenamiento establece mecanismos para procurar un adecuado equilibrio entre los diferentes patrimonios conyugales. Entre estos mecanismos se encuentran, de forma principal, la subrogación real5 y el sistema de reintegros y reembolsos6.
Ya en el ámbito de las finalidades que dichas masas patrimoniales están abocadas a cumplir, en un régimen de sociedad de gananciales se le presta especial atención al patrimonio común. Este patrimonio se encuentra legalmente destinado a hacer frente a los gastos familiares y a otros determinados por el CC7 quedando, por ello, sujeto a unas reglas concretas de responsabilidad, administración y disposición, disolución y liquidación. Sin embargo, de esta finalidad, que es propia del patrimonio común, tampoco se encuentran tan distantes los patrimonios propios de cada uno de los cónyuges pues, en situaciones expresamente previstas por el citado Código, tales también coadyuvarán a hacer frente a los gastos que se irroguen con motivo del sostenimiento del hogar.
Sin embargo, la sociedad de gananciales no solo se caracteriza por la existencia de estas tres masas patrimoniales, entre las que destaca especialmente el patrimonio común o social –puesto que este únicamente se forma en un régimen de comunidad de bienes–, sino por el reparto de unos gananciales entre los cónyuges cuando finaliza el régimen. Durante la vigencia de la sociedad de gananciales, el patrimonio común es autónomo e indivisible de forma tal que no se puede adjudicar a cada cónyuge un porcentaje de propiedad sobre los bienes sociales que lo componen. Finalizada la sociedad de gananciales es cuando se procede a la división de dicho patrimonio y se hace por mitad entre ambos cónyuges, siempre y cuando algo de patrimonio quedase por repartir después de la liquidación. Con este propósito, el artículo 323 del CC dice que “son gananciales los bienes remanentes después de efectuados los actos indicados en el Artículo 322. Los gananciales se dividen por mitad entre ambos cónyuges o sus respectivos herederos” (1984).
De acuerdo con este artículo, antes de dividir los bienes comunes se debe proceder a la liquidación del régimen –que es la que da lugar a la aparición de los bienes gananciales– cuyas reglas específicas se encuentran previstas en el artículo 322 del CC. Ahora bien, la liquidación incluye la realización de un inventario, el pago de las obligaciones y las cargas sociales, los reintegros y reembolsos que procedieran entre patrimonios, así como la devolución de los bienes propios a cada cónyuge. Solo después de la liquidación es posible conocer si queda remanente alguno que repartir y, de haberlo, si podrá tener lugar la división establecida. La liquidación se configura, entonces, como el procedimiento necesario para determinar si hay o no gananciales.
Plácido Vilcachagua apunta que es el artículo 323 del CC el que determina la condición que corresponde al remanente de los bienes sociales después de la liquidación del régimen (2007a, p. 291). Los gananciales son, en palabras de este autor, “el saldo patrimonial que, debido a la comunidad de esfuerzo y de vida de los cónyuges, se dividen por mitad entre ambos o sus respectivos herederos” (p. 291). La sociedad de gananciales, como queda evidenciado, no está regida por un criterio de reparto proporcional de las ganancias en función de lo aportado por cada cónyuge. De hecho, el régimen se orienta a una igualdad de trato, disponiéndose por esa razón un reparto paritario de los bienes gananciales. Ello es así porque el fundamento de la ganancialidad “reside en la existencia de una presunción sobre la concurrencia de ambos cónyuges en un esfuerzo solidario para llevar adelante los fines del matrimonio” (Sambrizzi, 2015, p. 214).
Ahora bien, no se atribuyen por mitad a los cónyuges todos los bienes que formaron parte de la comunidad por aplicación de específicas reglas legales, sino solo aquellos que resultasen tras efectuarse la liquidación del régimen; es decir, los bienes remanentes. Estos últimos son los que, en conformidad con el artículo 323 del CC, reciben el nombre de bienes gananciales –o simplemente gananciales– que no existen en sentido estricto, sino hasta después de la liquidación. Por ello, a estos bienes –y no a los bienes sociales– les resulta aplicable la doctrina jurisprudencial sobre la mera propiedad virtual y no actual de los cónyuges, establecida en el Expediente 1144-98-Lima8. En efecto, durante la vigencia de la sociedad, los cónyuges tienen una propiedad virtual sobre los bienes gananciales.
Dicho esto, se debe tomar en cuenta el esquema seguido por Martínez de Aguirre (2016a) cuando hace la distinción entre bienes gananciales y ganancias en el Derecho común español9. Se puede afirmar que la configuración legal peruana de la sociedad de gananciales permite distinguir, en esa misma medida, entre bienes sociales –aquellos que se hacen comunes de los cónyuges mientras el régimen está en vigor– y bienes gananciales –aquellos que se presentan solo si tras la liquidación del régimen, efectuados los pagos y reintegros legalmente dispuestos, hay remanentes a ser repartidos por mitad entre ambos cónyuges o sus respectivos herederos–.
No está de más especificar que el patrimonio social no solo estará compuesto por los denominados bienes sociales, sino también por aquellas deudas igualmente sociales. Aunque en el artículo 301 del CC no se mencionen dichas deudas, limitando el contenido del régimen de gananciales a los bienes que pueden conformarlo, una lectura sistemática y teleológica de la normativa que lo regula permite advertir que el patrimonio común incluye tanto al activo (conformado por los bienes y derechos) como al pasivo, que comprende las deudas y cargas (Arias-Schreiber Pezet, 2007, p. 289). A esto último, no resultan ajenos los patrimonios privativos de los cónyuges que responderán también en determinadas ocasiones por las deudas sociales10. No obstante, sobre este aspecto no se ahondará en tanto no es parte del objeto central del estudio.
En suma, como en la sociedad de gananciales es posible distinguir tres masas patrimoniales (dos privativas y una común) esta nota permite caracterizar al régimen peruano de gananciales como uno de comunidad relativa (Gutiérrez Barrenengoa, 2002, p. 179)11. Durante la vigencia del régimen van a coexistir bienes propios de titularidad de cada uno de los cónyuges, así como bienes comunes, cuya titularidad corresponde a ambos conjuntamente. En la práctica, la determinación de estas titularidades suele ser más compleja de lo que a simple vista parece. Debido a ello, no resulta recomendable considerar a la titularidad formal como único referente al momento de valorar la adscripción de los bienes a una u otra masa patrimonial, puesto que puede que cada cónyuge sea titular de bienes pertenecientes a las distintas masas. Dada esa complejidad, por ahora el trabajo se centrará solo en los bienes claramente propios según criterios legales.
III. BIENES PROPIOS Y PRINCIPIOS RECTORES PARA LA DETERMINACIÓN LEGAL DE LA PRIVATIVIDAD DE LOS BIENES
Son propios de cada cónyuge los bienes adquiridos con anterioridad a la vigencia del régimen de sociedad de gananciales –sea que dicha vigencia se produzca a partir de la celebración del matrimonio o con posterioridad, una vez operada la sustitución convencional del régimen de separación de patrimonios inicialmente elegido por los cónyuges–, o durante la vigencia del mismo si tienen su causa de adquisición en un título gratuito. Entiéndase entonces que solo lo serán en la medida de lo taxativamente catalogado en el artículo 302 del CC12.
El referido artículo contiene incluso algunos supuestos que van más allá de los criterios referidos al momento y a la gratuidad de la adquisición y que, finalmente, asignan, por atribución legal, un carácter privativo a determinados bienes. En esta medida, son también propios los bienes adquiridos durante el matrimonio por causa onerosa precedente13, los de naturaleza personal señalados en la ley y aquellos que durante el régimen sustituyan o subroguen a otros bienes propios, pudiendo ser estos corporales o incorporales, muebles o inmuebles, rentas o créditos14.
El CC de 1984, siguiendo la técnica empleada por el CC de 1936, recurre a una relación enumerativa de bienes propios y lo hace con un matiz abstracto para poder acoger el mayor número de casos posibles que se ajusten a los enunciados previstos. No obstante, aun cuando estas formulaciones abstractas otorgan un mayor ámbito de aplicación a la norma15, no están exentas de presentar deficiencias a causa de la complejidad de los casos que eventualmente pudieran acaecer (originando así confusiones doctrinarias o jurisprudenciales, como más adelante se verá). Este es un problema propio de toda aplicación normativa, es decir, de esa típica adecuación recíproca de los hechos a la norma y de la norma a los hechos. Sin embargo, no por ello deja de ser cierto que una enumeración como la del artículo 302 del CC facilita el trabajo de calificación de los bienes, debido a que serán propios de cada cónyuge todos aquellos que se acomoden a los supuestos en él contemplados.
El indicado artículo 302 del CC es de gran importancia dentro de la sistemática ideada para la adscripción de los bienes del matrimonio a las masas patrimoniales personales de cada cónyuge, puesto que la lectura conjunta de los distintos supuestos en él previstos permite extraer tres principios rectores de fundamental observancia en la materia (Plácido Vilcachagua, 2007b, p. 199; Lora Álvarez, 2012, p. 259). Tienen precisamente este carácter porque en ellos se habría inspirado el legislador al momento de establecer los casos de atribución legal de carácter propio a determinados bienes.
Esos principios rectores para la determinación de la privatividad de los bienes, los cuales se desprenden con carácter genérico de la propia relación enumerativa del artículo 302 del CC, son los siguientes: (i) la época o momento de la adquisición; (ii) el carácter oneroso o gratuito de las adquisiciones constante matrimonio; y (iii) el origen de los fondos empleados en las adquisiciones. Aunque tales principios son extraíbles de las disposiciones relativas a los bienes propios, su aplicación también podría valer para determinar la naturaleza social de los bienes. Así, en ocasiones muy concretas, el carácter social de los bienes se deducirá incluso como consecuencia de la no calificación del bien como propio. Por ello, y dado que dichos principios se complementan, se aconseja su aplicación conjunta para la correcta calificación del bien cuando no sea suficiente con un simple trabajo de subsunción en alguno de los supuestos taxativamente numerados por el artículo en cuestión (Plácido Vilcachagua, 2007b, p. 203).
Conforme al principio de la época o momento de la adquisición, se debe entender que tienen la calidad de propios todos aquellos bienes adquiridos por los cónyuges con anterioridad a la celebración del matrimonio sujeto a régimen de gananciales, así como aquellos que, habiendo sido adquiridos constante matrimonio, lo son en virtud de un título anterior, sea o no oneroso. Una lectura en sentido contrario permite advertir, entonces, que serán sociales los bienes adquiridos a título oneroso durante el matrimonio o después de su disolución por causa anterior, salvo excepciones previstas en el artículo 302 del CC.
En ese sentido, según el principio del carácter oneroso o gratuito de las adquisiciones constante matrimonio, tienen la condición de propios todos los bienes que los cónyuges adquieran durante el matrimonio a título gratuito. La causa de estas adquisiciones puede ser una herencia, un legado o una donación en su favor. También puede deberse a la distribución gratuita de nuevas acciones o participaciones de sociedades, producidas con motivo de la revaluación patrimonial, siempre que las que le dieron origen también hubiesen sido propias. Del mismo modo, son propias la renta vitalicia a título gratuito y la convenida a título oneroso siempre que la contraprestación constituya bien propio.
El principio relativo al origen de los fondos empleados en las adquisiciones, por su parte, marca la pauta para considerar como propios a determinados bienes aun cuando estos hayan sido adquiridos a título oneroso durante el matrimonio. Esto será así siempre que dichos bienes tengan su origen en el empleo de fondos pertenecientes a un patrimonio privativo. Se entiende, por lo tanto, que lo adquirido será propio en virtud de una subrogación real.
Estos principios son de aplicación inmediata en el trabajo de calificación de los bienes propios, debido a que se encuentran predeterminados por el artículo en cuestión en una enumeración cerrada y abstracta de bienes. Asimismo, como ya se ha adelantado, esta enumeración no solo busca limitar qué bienes pueden ser considerados como propios, sino que también tiene como función posibilitar la atribución legal del carácter social a los bienes que no aparezcan comprendidos en ella puesto que, como preceptúa el artículo 310 del CC en su parte inicial: “son bienes sociales todos los no comprendidos en el artículo 302” (1984).
En caso de insuficiencia para determinar la naturaleza propia del bien a partir de su mera subsunción en alguno de los supuestos del artículo 302 del CC –de donde se extraen los tres principios rectores antes mencionados–, siempre se podrá recurrir a la aplicación de las reglas generales de calificación de los bienes, basadas en un sistema de presunciones contenidas en el artículo 311 de la misma norma16. Sin embargo, en última instancia, de no poder acreditarse la privatividad del bien, se le atribuirá carácter social por prevalencia de la presunción de ganancialidad.
IV. LA ADMINISTRACIÓN DE LOS BIENES PROPIOS Y POSIBLES RESTRICCIONES
El artículo 303 del CC especifica que “cada cónyuge conserva la libre administración de sus bienes propios” (1984). De esta cita se concluye que el gobierno y conservación de estos bienes corresponde, en principio, al cónyuge titular de los mismos. Se hace esta matización por cuanto la “libre administración” a la cual se refiere la norma no es absoluta. Esto se debe a que estará subordinada al interés familiar17 en casos muy concretos, para los que el CC considera que debe restringirse dicha facultad y las razones pueden estar fundadas en diversas situaciones (ya sea en el incumplimiento de obligaciones por parte del cónyuge titular de los bienes propios o en la imposibilidad de este de encargarse de la administración de tales bienes).
En las diversas situaciones (expresamente previstas por el CC) la mencionada regla general por la cual cada cónyuge administra libremente sus bienes propios y lo hace a título personal, se verá afectada y la facultad de administración será transferida al otro cónyuge, siempre –como antes se ha señalado– en salvaguarda del interés familiar –pudiendo incluso llevarse a cabo por propia decisión del cónyuge titular de los bienes–. En ese sentido, el CC opta por un “sistema de administración transferida” que posibilita al otro cónyuge, en casos excepcionales, asumir dichas facultades de administración para destinar los rendimientos producidos por los bienes propios de su consorte al sostenimiento de la familia (Plácido Vilcachagua, 2016, p. 83).
Según el título que la cause, esa transferencia de la facultad de administración de los bienes propios de un cónyuge presenta tres modalidades18: (i) la administración transferida por resolución judicial; (ii) la administración transferida por decisión del cónyuge titular de los bienes propios; y, (iii) la administración transferida por ministerio de la ley.
En primer lugar, con respecto a la administración transferida por resolución judicial, se entiende que esta se produce cuando uno de los cónyuges no cumple con su deber de contribuir con los frutos o productos de sus bienes propios al sostenimiento del hogar. En ese sentido, la administración del otro cónyuge –entiéndase, el no titular de los bienes propios– se ejercerá en forma total o parcial de acuerdo con el artículo 305 del CC. Adicionalmente, esta norma señala que el cónyuge que ha de encargarse de la administración de los bienes propios “está obligado a constituir hipoteca y, si carece de bienes propios, otra garantía, si es posible, según el prudente arbitrio del juez, por el valor de los bienes que reciba” (1984). Este aspecto debe ser entendido como una forma de garantizar el cumplimiento de las funciones transferidas y de cautelar el patrimonio privativo del cónyuge cuya facultad de administración se ve restringida.
En segundo lugar, con respecto a la administración transferida por decisión del cónyuge titular de los bienes propios, se comprende que esta se presenta cuando se autoriza al otro cónyuge a ejercer la administración de estos bienes (en su totalidad o en parte) de conformidad con lo dispuesto por el artículo 306 del CC. Este precepto delimita las funciones del cónyuge administrador al establecer que “no tiene este sino las facultades inherentes a la mera administración y queda obligado a devolverlos en cualquier momento a requerimiento del propietario” (1984). Se excluye, entonces, de ese conjunto de facultades cualquier acto de disposición o afectación a los bienes propios (Castro Pérez Treviño, 2010, p. 120; Jiménez Vargas-Machuca, 2007b, p. 215), pues para estos últimos actos debe existir poder con las formalidades exigidas por el artículo 156 del CC, el cual menciona “que el encargo conste en forma indubitable y por escritura pública, bajo sanción de nulidad” (1984).
La forma que debe revestir la “delegación voluntaria de facultades” del artículo 306 del CC –conforme al cual la facultad de administración se transfiere “cuando uno de los cónyuges permite que sus bienes propios sean administrados en todo o en parte por el otro” (1984)– queda a potestad del cónyuge propietario que las confiere. Puede ser una delegación expresa, es decir, escrita o verbal. Ahora bien, si es escrita, debe ser efectuada por documento público o privado. Lo importante es que los medios empleados por el consorte tengan como finalidad comunicar su voluntad interna directamente al otro cónyuge. Por otro lado, también puede ser tácita, es decir, que resulte de actos por los que se da a conocer la existencia de la voluntad del cónyuge propietario de permitir que el otro cónyuge asuma las facultades de administración de sus bienes propios (Jiménez Vargas-Machuca, 2007b, p. 214).
En tercer lugar, con respecto a la administración transferida por ministerio de la ley, esta se aplica cuando el cónyuge titular de los bienes propios se encuentra impedido por interdicción u otra causa (Plácido Vilcachagua, 2016, pp. 83-84; Varsi Rospigliosi, 2012, p. 189). Ahora bien, dicha causa debe entenderse análoga19 a la que encabeza el primer inciso del artículo 294 del CC20. Del mismo modo, esta modalidad de transferencia de administración también se presentará cuando se ignore el paradero del cónyuge antes indicado21, salvo que exista apoderado con facultades inscritas. Ambos supuestos proceden conforme a lo dispuesto por el artículo 314 del CC párrafo primero22, concordado a su vez con el artículo 294 incisos 1 y 2, de forma respectiva.
En todos estos supuestos trabajados, el cónyuge administrador solo está facultado a realizar actos tendientes a la conservación de los bienes propios del otro y a posibilitar que estos produzcan sus frutos, los cuales luego deberán ser destinados al levantamiento de las cargas familiares. Por otra parte, dado que los supuestos de transferencia de administración son excepcionales, el cónyuge administrador está obligado a devolver los bienes propios a requerimiento del propietario una vez desaparecida la causa que motivó la transferencia de la administración. Dicha devolución operará en la misma forma en que dicha transferencia quedó constituida en un inicio. Además, al propio tiempo, la obligación de devolver los bienes propios lleva implícita la de rendir cuentas y la de indemnizar al cónyuge titular de los bienes propios por los daños causados en virtud de actos dolosos o culposos (Plácido Vilcachagua, 2016, p. 84).
V. LA DISPOSICIÓN DE LOS BIENES PROPIOS Y SUS LÍMITES
Junto con la libre administración, el artículo 303 del CC regula que “cada cónyuge puede disponer de sus bienes propios o gravarlos” (1984). De la lectura del precepto se advierte que el cónyuge propietario tiene facultades para gravar y disponer libremente de sus bienes propios sin la intervención necesaria del otro. La norma, según se puede interpretar de su estricta literalidad, pone de relieve una facultad de disposición en su sentido más amplio: el cónyuge titular de los bienes propios no se encuentra sometido a ninguna limitación de forma tal que puede disponer de ellos y gravarlos cuantas veces lo estime conveniente.
No obstante, ya la doctrina peruana se ha encargado de matizar el precepto para sujetar estas facultades de disposición y gravamen al límite implícito del interés familiar. Este interés de la familia actúa como un principio rector en la gestión de los bienes del matrimonio (Plácido Vilcachagua, 2007c, p. 206; Varsi Rospigliosi, 2012, p. 51). Se desprende implícitamente del precepto constitucional de protección de la familia (artículo 4 de la Constitución peruana de 1993) y tiene, además, raigambre civil en tanto que la finalidad de la regulación jurídica de la familia apunta a contribuir a su consolidación y fortalecimiento (artículo 233 del CC).
Ahora bien, la doctrina comparada se pronuncia en el mismo sentido que la doctrina nacional. De hecho, para Ysàs Solanes, el principio en cuestión pone de relieve la existencia de un interés distinto a los intereses particulares o individuales de los cónyuges, y superior, al que estos deben subordinar sus actuaciones, aunque la familia en sí misma no sea considerada un ente susceptible de tener intereses (2005, p. 148). De ahí que, tanto en el ámbito personal como, de forma especial, en el patrimonial, se exija a los cónyuges actuar en interés de la familia. Esta exigencia debe ser interpretada en sentido negativo por cuanto aquellos deben evitar las actuaciones que puedan causar perjuicios a la familia (Ysàs Solanes, 2005, p. 148).
En virtud de ello, la libre disposición de los bienes propios guarda relación con una serie de normas que tienen por finalidad establecer –de alguna forma– límites al uso irrestricto de esta facultad que pudiese poner en peligro los intereses de la familia o las expectativas del otro cónyuge respecto de sus eventuales gananciales (Castro Pérez Treviño, 2010, p. 120). En ese sentido, siempre que este considere que los actos de disposición excesiva, practicados por el cónyuge titular, son el resultado de una gestión inadecuada o irracional, o de una ausencia de aptitudes para ponderar el valor de los bienes, podrá plantear una acción de interdicción por causa de prodigalidad (artículo 584 del CC) o de mala gestión (artículo 585 del CC), o de invalidez de donación (artículo 1629 del CC)23, entre otras24 en la medida que el caso lo requiera.
De manera natural, lo antes señalado obedece a una situación extraordinaria y, por lo tanto, debe ser interpretado en su forma más restringida toda vez que, como ya he apuntado, el CC no contempla expresamente ninguna limitación al poder dispositivo del cónyuge titular sobre sus bienes propios ni exige –a su vez– el consentimiento conjunto de los cónyuges para la disposición de determinados bienes que son propios de cada uno de ellos, como sí lo hace el Código Civil español (en adelante, CC español). Sobre el particular, el artículo 1320 del CC español configura, junto con el artículo 96 de la misma norma, el régimen propio de la vivienda y el ajuar familiar. En efecto, el primer artículo menciona que “para disponer de los derechos sobre la vivienda familiar y los muebles de uso ordinario de la familia, aunque tales derechos pertenezcan a uno solo de los cónyuges, se requerirá el consentimiento de ambos o, en su caso, autorización judicial” (1889). Cuando falte el consentimiento de uno de ellos, el acto de enajenación de la vivienda familiar o su mobiliario es anulable, sobre la base de los términos del artículo 1322 del CC español, salvo que se haya obtenido autorización judicial para realizar el acto en cuestión (artículo 1320, párrafo primero, del CC español).
Señala la doctrina española que esta norma tiene el fin de evitar los abusos del cónyuge titular de la vivienda o el ajuar familiar en perjuicio del otro y de la familia en sí misma, al disponer de tales en favor de terceros (puesto que tiene derecho a hacerlo), pero poniendo con ello en riesgo la estabilidad de la sede que le sirve de cobijo (Clemente Meoro, 2012, p. 559; Cuena Casas, 2011, pp. 296-297; Martínez de Aguirre, 2016b, p. 232; Martín Meléndez, 2002, p. 27; Murcia Quintana, 2002, p. 67). En efecto, se quiere proteger los bienes materiales (muebles e inmuebles) directamente ligados a las necesidades más elementales de la familia –como el alojamiento, la convivencia, entre otros– y que son, de forma lógica, los que quedan excluidos de la disposición unilateral por uno de los cónyuges, aunque se trate de bienes de titularidad privativa (Martínez de Aguirre, 2016b, p. 232); puesto que, dado este escenario, se está ante bienes que fueron puestos a disposición de la familia. Se admite incluso la posibilidad de solicitar una autorización judicial para completar la ausencia del consentimiento del cónyuge no titular25, que es indispensable cuando se quiere disponer de los mencionados bienes.
En ese sentido, sería beneficioso importar a Perú un régimen jurídico de vivienda y ajuar familiar como el que contiene el Derecho español, con la finalidad de poder dispensar así una mayor protección a esos bienes del matrimonio que sirven para satisfacer las necesidades más básicas de la familia. En el Derecho peruano se regula actualmente el régimen jurídico del patrimonio familiar26, pero este se encuentra limitado a la vivienda y a unos beneficiarios muy específicos. De hecho, el Acuerdo Plenario del Tribunal Registral, en el XLVII Pleno, estableció que “solo puede ser objeto de patrimonio familiar la casa habitación o el predio destinado al sustento de los beneficiarios” (2009)27. Asimismo, de acuerdo con el artículo 495 del CC solo pueden serlo “los cónyuges, los hijos y otros descendientes menores o incapaces, los padres y otros ascendientes que se encuentren en estado de necesidad y los hermanos menores o incapaces del constituyente” (1984) [el énfasis es nuestro]. Este es un tema de mucho interés para el Derecho familiar peruano; sin embargo, no se profundizará en él ahora a causa de que no constituye el objeto principal del presente trabajo.
VI. IRRENUNCIABILIDAD UNILATERAL DE ACTOS DE LIBERALIDAD Y GRADO DE PARTICIPACIÓN DEL OTRO CÓNYUGE
Ya se ha apuntado que el CC no contiene normas que limiten explícitamente las facultades dispositivas y de administración del cónyuge titular sobre sus bienes propios. No obstante, sí existe en este orden normativo un precepto que, de alguna manera, condiciona el actuar individual de los cónyuges en relación con aquellos bienes que, producto de un acto de liberalidad, pasarían a formar parte de su patrimonio privativo. Este precepto no es otro que el contenido en el artículo 304 del CC, el cual dispone que “ninguno de los cónyuges puede renunciar a una herencia o legado o dejar de aceptar una donación sin el consentimiento del otro” (1984).
De entrada, la simple lectura del artículo 304 del CC ya conlleva a la formulación de una serie de interrogantes, especialmente en relación con aquello que constituiría el fundamento para requerir el consentimiento de un cónyuge que no se convertirá en titular directo ni inmediato del bien que se adquiriría en caso de aceptarse alguno de los actos de liberalidad indicados en la norma. Entender la necesidad de este consentimiento es sustancial a causa de que este comporta, al propio tiempo, un límite al derecho de los cónyuges a renunciar a una herencia o legado, o a no aceptar una donación. De hecho, visto desde cualquier arista, aquello que justifica el requerimiento del artículo 304 del CC explicará el objeto de protección de la norma; es decir, qué es lo que con ella se quiere tutelar.
Para desarrollar el contenido y el alcance de este artículo será indispensable remitirnos a lo regulado por el artículo 302 del CC toda vez que este expresa, conforme a su inciso 3, que son propios de cada cónyuge todos aquellos bienes que se adquieran a título gratuito durante la vigencia del régimen de gananciales. De ahí que los bienes atribuidos a cada cónyuge con causa en un acto de liberalidad sean reputados como bienes propios de su titular. Esto último (en conexión con el artículo 310 del CC) resulta de transcendencia para la familia en cuanto que los frutos o productos de todos los bienes propios reciben la calificación legal de bienes sociales.
En cuanto a las liberalidades referidas en la normativa, la doctrina mayoritaria ha señalado que solo entran en el supuesto de aplicación del artículo 304 del CC aquellas que se caracterizan por ser puras y simples donaciones, herencias o legados. Se excluyen, entonces, todas aquellas que conlleven algún cargo civil, puesto que el cumplimiento de este supondrá una obligación para el beneficiario, el cual, en este supuesto particular (que es distinto del expresado en la norma), tendrá pleno derecho de aceptarla o rechazarla sin necesidad del consentimiento del otro cónyuge (Jiménez Vargas-Machuca, 2007c, p. 208; Varsi Rospigliosi, 2012, p. 190). En cuanto al momento en que se otorga la liberalidad, el precepto comprendería tanto liberalidades inter vivos (donaciones) como mortis causa (legados o herencias).
La conclusión que se sigue de los razonamientos anteriores es que la ratio legis del artículo 304 del CC tiene su base en el carácter social que adquirirían los frutos y productos que potencialmente se deriven de los bienes que –durante la vigencia del régimen de sociedad de gananciales– ingresen al patrimonio privativo de alguno de los cónyuges en virtud de un acto de liberalidad puro y simple (Aguilar Llanos, 2008, p. 150). Lo que se quiere proteger es, entonces, la expectativa de la sociedad conyugal de incrementar el patrimonio social (Jiménez Vargas-Machuca, 2007c, p. 209) que resulta de interés por cuanto este está destinado a la atención de las cargas familiares. Aquí reside la razón de que el artículo 304 evaluado exija el consentimiento del otro cónyuge para que pueda renunciarse a una herencia, un legado o dejar de aceptarse una donación. Este consentimiento no se exige en caso de aceptación, puesto que esta sí resultará acorde con el propósito de la norma (Plácido Vilcachagua, 2016, p. 83).
En el plano de la razón práctica, más que la necesidad, la conveniencia o no del consentimiento del otro cónyuge estará supeditada al beneficio que pueda revertir para la familia el acto de liberalidad de que se trate. Por ello, si el cónyuge a quien se dirige la liberalidad optara por renunciar a esta y su consorte emite el respectivo consentimiento, lo harán bajo el presupuesto de que aquella no comporta beneficio alguno para la familia. En un supuesto distinto, cuando la renuncia suponga dejar de percibir potenciales bienes sociales, el otro cónyuge (es decir, a quien no está directamente destinado el acto de liberalidad) estará en todo su derecho a no prestar tal consentimiento. En este caso, aunque la norma no haga mención sobre este aspecto, se entiende que el cónyuge que sí desea renunciar (porque está en su legítimo derecho de tomar también esta decisión) bien podría judicializar la causa para solicitar que se supla por esta vía lo requerido por el artículo 304 del CC.
En la misma medida, respecto de esta última hipótesis que se plantea; el otro cónyuge, cuyo consentimiento se necesita, pero no se muestra conforme con la renuncia, debería tener la oportunidad de poder oponerse a esta y probar (de darse el caso) que tal renuncia perjudicaría a la familia. Esta lógica responde a que los bienes propios responden también por las deudas que se hubiesen asumido en beneficio del futuro hogar o vivienda, aunque se trate de deudas contraídas por el otro cónyuge antes de la vigencia del régimen de gananciales (artículo 307 del CC28); así como por aquellas asumidas durante su vigencia en provecho de la familia, aunque fueran personales del otro cónyuge (artículo 308 del CC29). La cuestión es clara, a falta de bienes sociales, son las masas patrimoniales privativas de cada cónyuge aquellas que terminarán soportando las cargas de la sociedad enumeradas en el artículo 316 del CC, entre las que aparece el sostenimiento de la familia y la educación de los hijos comunes en caso de haberlos (Plácido Vilcachagua, 2007d, p. 260).
A propósito de este mismo asunto, una interrogante que surge es la referente a la sanción que recibiría la renuncia realizada sin consentimiento del otro cónyuge, debido a que la norma no ha señalado nada específico. No obstante, ya que el artículo 304 del CC señala que “no se puede renunciar a una herencia o legado o dejar de aceptar una donación sin el consentimiento del otro” (1984) –haciendo alusión expresa, como se puede ver, a un consentimiento que es distinto de aquel a quien va destinado el acto de liberalidad– lo más lógico sería recurrir a la nulidad del acto (o negocio jurídico) por falta de manifestación de voluntad de uno de los cónyuges, conforme al artículo 219 inciso 1 del CC. Sin embargo, quizá hubiese sido más adecuada una norma que previese la anulación del acto de renuncia, a fin de que quedara expedita la vía para su convalidación, o que estableciera su ineficacia para posibilitar su ratificación por el otro cónyuge. La nulidad parece una sanción muy drástica cuando nos encontramos frente a bienes que aún no han entrado a formar parte del acervo patrimonial privativo de nadie.
Como colofón, algunos autores han señalado que lo dispuesto por el artículo 304 del CC, que hemos analizado, encierra cierta contradicción al requerir la aprobación del otro cónyuge para rechazar un acto de liberalidad (pero no para aceptarlo) y que ante su negativa el bien de todos modos ingresaría al patrimonio privativo del beneficiario. De esta forma, este podrá disponer a plenitud de aquel, lo que comprende la posibilidad de venderlo, permutarlo e incluso donarlo, sin requerir en absoluto la intervención del otro (Jiménez Vargas-Machuca, 2007c, p. 209; Varsi Rospigliosi, 2012, p. 190). Sin embargo, los defensores de esta posición han omitido analizar el alcance del precepto en forma sistemática con otra norma del Código que permite su plena comprensión, como se pone de manifiesto a continuación.
En sintonía con lo anterior, el artículo 303 del CC expresa que cada cónyuge mantiene sobre sus bienes propios el derecho de disponer de ellos o gravarlos, sin ninguna limitación legal –a menos que en la vía judicial se argumente una afectación al interés familiar; límite implícito de orden civil y constitucional–. En conexión con este aspecto, no cabe razón para sostener que el artículo 304 del CC entraña una contradicción en los términos antes precisados, puesto que la finalidad es proteger (en última instancia) una expectativa sobre potenciales bienes sociales en caso de que la liberalidad supusiera un incremento para el patrimonio privativo del cónyuge beneficiario y, de forma consiguiente, para el patrimonio social de los implicados. Pues si no fuera así, ambos cónyuges –o el cónyuge titular con la correspondiente autorización judicial– simplemente renunciarían a la herencia o al legado, o dejarían de aceptar la donación.
De resultar ventajoso un acto de liberalidad, estará plenamente justificado que el otro cónyuge se niegue a prestar su consentimiento en apoyo a la renuncia que desea efectuar su consorte aun cuando aquello pueda suponer que este, en tanto beneficiario de la liberalidad, decida disponer como mejor le plazca de los nuevos bienes que se incorporan a su patrimonio personal –porque puede hacerlo con plena libertad y sin necesitar para ello del consentimiento del otro cónyuge–. En caso de considerarse excesiva esta disposición, el otro cónyuge siempre contará con mecanismos jurídicos para hacer frente a tal situación. Es necesario recordar que, ante disposiciones excesivas, las que resulten de decisiones irracionales o de la ausencia de aptitudes para contrapesar adecuadamente el valor de los bienes y los actos a realizar; queda a salvo el derecho del otro cónyuge para entablar las acciones judiciales que se han anotado en el presente trabajo.
VII. CONCLUSIONES
Durante la vigencia del régimen de gananciales pueden coexistir, junto con el patrimonio social, las masas patrimoniales privativas de cada cónyuge. En el CC opera, a este respecto, una regla general en cuya virtud cada cónyuge conserva la libre administración y disposición de los bienes propios que componen sus patrimonios privativos. Sin embargo, tales facultades deben ser ejercidas con arreglo al interés de la familia, la cual se constituye en un límite implícito al actuar de los cónyuges pero, sobre todo, en la medida que justifica la aplicación de algunos preceptos para evitar los abusos del cónyuge titular del bien propio o garantizar la continuidad de los fines familiares ante su imposibilidad legal.
La libre administración de los bienes propios no es absoluta, puesto que estará subordinada al interés familiar en casos muy concretos para los que el CC considera que debe restringirse dicha facultad. Asimismo, las razones pueden estar fundadas en diversas situaciones, ya sea en el incumplimiento de obligaciones por parte del cónyuge titular de los bienes propios o en la imposibilidad de este de encargarse de la administración de tales bienes. Cuando esa regla general por la cual cada cónyuge administra libremente sus bienes propios se vea afectada, la facultad de administración será transferida al otro cónyuge. Esa administración puede ser transferida por resolución judicial, por decisión del cónyuge titular de los bienes propios y por ministerio de la ley. A su vez, el cónyuge administrador está obligado a devolver los bienes propios a requerimiento del propietario una vez desaparecida la causa que motivó la transferencia de la administración.
El cónyuge propietario tiene también facultades para gravar y disponer libremente de sus bienes propios, sin intervención del cónyuge no titular. No obstante, estas facultades deberán sujetarse al límite implícito del interés familiar que no solo tiene arraigo civil, sino también constitucional. Además, la libre disposición de los bienes propios guarda relación con una serie de normas que tienen por finalidad establecer límites al uso irrestricto de esta facultad cuando se pudiera poner en peligro los intereses de la familia o las expectativas del otro cónyuge respecto de sus eventuales gananciales. De tal forma, se podría entablar una acción de interdicción por causa de prodigalidad o de mala gestión o, en su defecto, la acción de invalidez de donación según sea el caso.
Si bien el CC no contiene normas que limiten explícitamente las facultades dispositivas y de administración del cónyuge titular sobre sus bienes propios, sí existe en él un precepto que (de alguna manera) condiciona el actuar individual de los cónyuges en relación con aquellos bienes que, producto de un acto de liberalidad, eventualmente pasarían a formar parte de su patrimonio privativo e incrementarían el patrimonio social. Tal precepto no es otro que el contenido en el artículo 304 del CC, conforme al cual ninguno de los cónyuges puede renunciar a una herencia o legado, o dejar de aceptar una donación sin el consentimiento del otro.
La ratio legis del artículo 304 del CC tiene su base en el carácter social que adquirirían los frutos y productos que potencialmente se deriven de los bienes que, durante la vigencia del régimen de sociedad de gananciales, ingresen al patrimonio privativo de alguno de los cónyuges en virtud de un acto de liberalidad puro y simple. En efecto, lo que se quiere proteger es, entonces, la expectativa de la sociedad conyugal de incrementar el patrimonio social. Este aspecto resulta de gran interés por cuanto el mismo se destina a la atención de las cargas familiares. Aquí reside la razón de que el artículo 304 del CC exija el consentimiento del otro cónyuge para que pueda renunciarse a una herencia, un legado o dejar de aceptarse una donación; no obstante, este consentimiento no se exige en caso de aceptación, puesto que esta misma sí resultará acorde con el propósito de la norma.
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* Abogada. Máster en Especialización e Investigación en Derecho, con mención en Derecho de la Familia y de la Persona, y doctora en Derecho por la Universidad de Zaragoza. Investigadora contratada en la misma universidad (Zaragoza, España). Contacto: rsantillan@unizar.es
El presente trabajo ha sido realizado en el marco del Grupo Consolidado de Investigación del Gobierno de Aragón Ius Familiae, I.P. Carlos Martínez de Aguirre Aldaz. En ese sentido, forma parte de la investigación doctoral que ha llevado a cabo la autora en la Universidad de Zaragoza, cuyo título es el siguiente: “La legitimación de los cónyuges para disponer de los bienes comunes bajo régimen de sociedad de gananciales en el Derecho peruano. Estudio comparado con el Derecho español”. El presente artículo es el resultado de una reformulación y actualización del trabajo en mención.
Nota del Editor: El presente artículo fue recibido por el Consejo Editorial de THĒMIS-Revista de Derecho el 20 de marzo de 2020, y aceptado por el mismo el 4 de junio de 2020.
1 En ese mismo sentido, Solé Resina (2005, p. 225) prefiere usar la expresión “comunidad parcial”. Con esta indica que un régimen de comunidad de bienes, además de implicar la existencia de un patrimonio común a los cónyuges, admite la existencia de unos patrimonios privativos, cuyos frutos se reputan igualmente comunes.
2 Mutuo acuerdo que, en este caso, se necesita para que el bien propio de uno de los cónyuges ingrese al patrimonio social, pero que no significa que la disposición del bien propio en sí misma esté supeditada a la aprobación del otro.
3 Y en la misma medida, según debemos entender, cada cónyuge tendrá plena libertad para disponer de sus bienes propios a título oneroso, puesto que el artículo 303 del Código Civil (en adelante, CC) no aplica diferenciación alguna sobre el particular.
4 Para mayor información, véase la sentencia recaída en el Expediente 1144-98-Lima, de fecha 16 de junio de 1998, compilada por Torres Vásquez (2008, p. 109).
5 Un mecanismo que se encuentra regulado en el artículo 311 inciso b) del CC, que es citado posteriormente.
6 En el capítulo del CC relativo al régimen de gananciales, el sistema de reintegros y reembolsos recibe un tratamiento aislado, puesto que dicho código le dedica una única norma. Se trata del artículo 310, que establece lo siguiente:
Son bienes sociales todos los no comprendidos en el Artículo 302, incluso los que cualquiera de los cónyuges adquiera por su trabajo, industria o profesión, así como los frutos y productos de todos los bienes propios y de la sociedad y las rentas de los derechos de autor e inventor. También tienen la calidad de bienes sociales los edificios construidos a costa del caudal social en suelo propio de uno de los cónyuges, abonándose a éste el valor del suelo al momento del reembolso (1984) [el énfasis es nuestro].
De su sola lectura no es posible encauzar el acto del reembolso a un momento específico, pudiendo entenderse, por tanto, que podría llevarse a cabo durante la vigencia del régimen o, incluso, durante la liquidación del mismo. El artículo 322 del CC regulador de la liquidación de la sociedad de gananciales, tampoco contempla en forma expresa el tema de los reintegros y reembolsos, aunque estos bien podrían efectuarse en este momento –que es cuando suelen dejarse satisfechos–. Para mayor información, véase Quispe Salsavilca (2007). Para operar este reembolso se tendría que recurrir, ya de modo específico, a las normas previstas en el Libro VI del CC que corresponden a “Las Obligaciones”.
7 Además de los gastos propiamente familiares –sostenimiento de la familia y educación de los hijos comunes–, el patrimonio social también soporta los gastos que cause la administración de la sociedad de gananciales, el importe de lo donado o prometido a los hijos comunes por ambos cónyuges, las mejoras necesarias y las reparaciones de mera conservación o mantenimiento hechas en los predios propios, así como las retribuciones y tributos que los afecten, entre otros gastos que conforme a los distintos numerales del artículo 316 del CC son de cargo de la sociedad.
8 El extracto más relevante de la sentencia recaída en el Expediente 1144-98-Lima aparece compilado por Torres Vásquez, el cual establece que
la propiedad de los bienes sociales, no es actual sino virtual y solo se concretiza, fenecida que sea la sociedad conyugal, previa liquidación. Por ello, no es posible asignar –por ahora– porcentaje alguno de propiedad, respecto de los bienes sociales, a cada cónyuge, pues este se asignará solo cuando hayan quedado establecidas las gananciales (citado en Torres Vásquez, 2008, p. 109) [el énfasis es nuestro].
9 Martínez de Aguirre distingue entre bienes gananciales y ganancias en el Derecho común español. Los primeros –bienes gananciales– son aquellos a los que en el Derecho peruano se denominan bienes sociales, y las segundas –ganancias–, las que reciben en este último ordenamiento el nombre de bienes gananciales o, en su versión abreviada, simplemente gananciales. Véase que la diferencia entre uno y otro ordenamiento con relación a “los gananciales” no es meramente terminológica, puesto que el concepto de bienes gananciales en el Derecho peruano es además indicador de la finalización de la sociedad. En el régimen peruano de gananciales, tales bienes solo podrían aparecer una vez efectuada la liquidación del mismo, mientras que en el Derecho español los gananciales son los bienes que se presentan durante la vigencia del régimen, recibiendo tal calidad de acuerdo a lo establecido en su propia regulación (2016a, p. 251).
10 Véase el artículo 317 del CC sobre la responsabilidad por deudas de la sociedad, el cual menciona que “los bienes sociales y, a falta o por insuficiencia de estos, los propios de ambos cónyuges responden a prorrata de las deudas que son de cargo de la sociedad” (1984).
11 Cuyas consideraciones sobre el Derecho español sirven también para una lectura de la sociedad de gananciales regulada en el Derecho peruano.
12 En efecto, esta norma atribuye la calidad de propios de cada cónyuge a los siguientes bienes:
1.- Los que aporte al iniciarse el régimen de sociedad de gananciales. 2.- Los que adquiera durante la vigencia de dicho régimen a título oneroso, cuando la causa de adquisición ha precedido a aquélla. 3.- Los que adquiera durante la vigencia del régimen a título gratuito. 4.- La indemnización por accidentes o por seguros de vida, de daños personales o de enfermedades, deducidas las primas pagadas con bienes de la sociedad. 5.- Los derechos de autor e inventor. 6.- Los libros, instrumentos y útiles para el ejercicio de la profesión o trabajo, salvo que sean accesorios de una empresa que no tenga la calidad de bien propio. 7.- Las acciones y las participaciones de sociedades que se distribuyan gratuitamente entre los socios por revaluación del patrimonio social, cuando esas acciones o participaciones sean bien propio. 8.- La renta vitalicia a título gratuito y la convenida a título oneroso cuando la contraprestación constituye bien propio. 9.- Los vestidos y objetos de uso personal, así como los diplomas, condecoraciones, correspondencia y recuerdos de familia (1984).
13 Sobre el particular, la jurisprudencia se ha pronunciado en el siguiente sentido:
Son bienes propios de cada cónyuge los que se adquieren durante la vigencia del régimen de la sociedad de gananciales cuando la causa de adquisición ha precedido a aquella. El término causa debe entenderse como el motivo o el antecedente necesario que origina un efecto, y también el fundamento necesario por el cual se adquiere un derecho. Se trata en consecuencia, de aquellos bienes sobre los cuales uno de los esposos ya tenía un derecho antes de casarse (Casación 1715-1996-Piura, de 11 mayo de 1998, citada en Varsi Rospigliosi, 2012, p. 176).
14 La jurisprudencia se ha pronunciado sobre este criterio para la consideración de los bienes propios de la siguiente forma:
Se califica como propios de cada cónyuge los bienes que aporte al iniciarse el régimen de sociedad de gananciales, que la fórmula general empleada por el legislador comprende todos los bienes que cada uno de los cónyuges tenían al momento de iniciarse el régimen, sea corporales o incorporales, muebles o inmuebles, créditos o rentas; en general, todos los valores patrimoniales de cualquier naturaleza, sin atender al origen o título de adquisición (Casación 2201-1999-Lima, de 1 septiembre de 2000, citada en Varsi Rospigliosi, 2012, p. 175).
15 Respecto de la enumeración de los bienes matrimoniales, como criterio general, Basset considera que “lo abstracto es más apropiado cuando hay que calificar como propios o gananciales innumerables supuestos concretos cuya variabilidad puede ser infinita” (2012, p. 523).
16 Dicho artículo, en su literalidad, comenta lo siguiente:
Para la calificación de los bienes, rigen las reglas siguientes: 1.- Todos los bienes se presumen sociales, salvo prueba en contrario. 2.- Los bienes sustituidos o subrogados a otros se reputan de la misma condición de los que sustituyeron o subrogaron. 3.- Si vendidos algunos bienes, cuyo precio no consta haberse invertido, se compran después otros equivalentes, se presume, mientras no se pruebe lo contrario, que la adquisición posterior es hecha con el producto de la enajenación anterior (1984).
17 Principio que rige los actos de gestión de los bienes matrimoniales y acerca del cual se hace una breve referencia en el siguiente epígrafe.
18 Estas modalidades son desarrolladas siguiendo el mismo orden propuesto por Plácido Vilcachagua (2016, p. 83), pero se les ha asignado una denominación personalizada y su desarrollo, en algunos aspectos, difiere del elaborado por el citado autor, como queda debidamente justificado en el cuerpo del trabajo y en algunas notas a pie de página.
19 Con la reforma del CC del año 2018, operada por acción del Decreto Legislativo 1384, se incorporó un noveno numeral al artículo 44 mediante el cual se regula que las personas que se encuentren en estado de coma –siempre que no hubieran designado un apoyo con anterioridad– tienen capacidad de ejercicio restringida. En este caso, corresponde que se designe judicialmente dicho apoyo (porque existe expresa disposición legal para tal efecto), pudiendo recaer esta figura en la persona del otro cónyuge.
20 Este precepto sobre la “Representación unilateral de la sociedad conyugal” comprende lo siguiente:
Uno de los cónyuges asume la dirección y representación de la sociedad: 1.- Si el otro está impedido por interdicción u otra causa. 2.- Si se ignora el paradero del otro o éste se encuentra en lugar remoto. 3.- Si el otro ha abandonado el hogar” (1984).
21 Aunque Plácido Vilcachagua prefiera considerar a este aspecto como un supuesto de transferencia de administración por vía judicial, sustentando su posición en el artículo 314 del CC. De otra parte, señala el mismo autor que la transferencia judicial de las facultades de administración al otro cónyuge procedería también cuando el cónyuge titular de los bienes propios ha abandonado el domicilio conyugal; apoyándose para ello en lo dispuesto en el artículo 314 del CC (2016, p. 83). Sin embargo, este precepto es contundente al expresar que “la administración de los bienes propios de uno de los cónyuges corresponde al otro en los casos del artículo 294, incisos 1 y 2”. Es decir, cuando el otro cónyuge se encuentra impedido por interdicción u otra causa y cuando se ignora su paradero o se encuentra en lugar remoto, aclarando enfáticamente que, “si uno de los cónyuges ha abandonado el hogar, corresponde al otro la administración de los bienes sociales”, mas no la de los bienes propios del abandonante, como parecería entender el citado autor.
22 En su texto este artículo recoge que “la administración de los bienes de la sociedad y de los propios de uno de los cónyuges corresponde al otro en los casos del Artículo 294, incisos 1 y 2. Si uno de los cónyuges ha abandonado el hogar, corresponde al otro la administración de los bienes sociales” (1984).
23 Para mayor información, véanse Castro Pérez Treviño (2010, p. 120); Meseguer Güich (2000, pp. 77-78) y Varsi Rospigliosi (2012, p. 189).
24 Véase, para identificar otras posibles causas, a Varsi Rospigliosi (2012, p. 189).
25 Para un mayor entendimiento sobre las reglas aplicables al régimen de la vivienda y los muebles de uso ordinario de la familia en el CC español (especialmente en lo relativo a las consecuencias de la ausencia del consentimiento del cónyuge no titular y la protección del tercero adquirente de la vivienda familiar) véase a Martínez de Aguirre (2016b, pp. 232-236).
26 Véase los artículos 488 a 501 del CC dentro del Capítulo Segundo sobre Patrimonio Familiar, del Título I de Alimentos y Bienes de Familia, en la Sección Cuarta dedicada al Amparo Familiar, ubicada dentro del Libro III de Derecho de Familia.
27 Véase el XLVII Pleno del Tribunal Registral, de 19 de mayo de 2009. Este concuerda con lo regulado en el artículo 489 del CC sobre “Bienes afectados patrimonio familiar”, el cual menciona lo siguiente:
Puede ser objeto del patrimonio familiar: 1.- La casa habitación de la familia. 2.- Un predio destinado a la agricultura, la artesanía, la industria o el comercio. El patrimonio familiar no puede exceder de lo necesario para la morada o el sustento de los beneficiarios (1984).
28 Tal norma menciona que “las deudas de cada cónyuge anteriores a la vigencia del régimen de gananciales son pagadas con sus bienes propios, a menos que hayan sido contraídas en beneficio del futuro hogar, en cuyo caso se pagan con bienes sociales a falta de bienes propios del deudor” (1984).
29 Tal norma menciona que “los bienes propios de uno de los cónyuges, no responden de las deudas personales del otro, a menos que se pruebe que se contrajeron en provecho de la familia” (1984).