Josefina Miró Quesada Gayoso

Ex miembro de THĒMIS

Pontificia Universidad Católica del Perú

https://doi.org/10.18800/themis.202002.026

LA MUERTE DIGNA BAJO LA JURISPRUDENCIA DEL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS

THE RIGHT TO DIE WITH DIGNITY UNDER THE JURISPRUDENCE OF HUMAN RIGHTS LAW

Josefina Miró Quesada Gayoso*

Ex miembro de THĒMIS

Pontificia Universidad Católica del Perú

Currently, the right to die with dignity has come to the forefront in the Peruvian political debate since the domestic legal framework not only denies this right to whom aims to exercise, but penalizes it. However, when transcending this legal framework, the outlook varies.

This article explores the scope and content of the human rights that underpin the right to die with dignity exercised by a conscious person in full mental faculties requesting to put an end to its life due to intolerable pain suffered as a result of an incurable disease. Based on the study of international instruments of human rights protection, as well as the jurisprudence of the Inter-American Court of Human Rights, it is argued that one’s faculty to intervene in one’s life not only does not constitute a violation of international obligations of States Parties to treaties such as the American Convention, but represents the respect and guarantee of such rights.

Keywords: Right to die with dignity; dignified life; autonomy; freedom; euthanasia.

El derecho a morir dignamente ha ganado relevancia en el debate público en el Perú a partir del caso de Ana Estrada. Se trata de la primera peruana que solicita al Estado reconocer este derecho y evitar la criminalización de una de sus formas: la eutanasia. Por encima del marco jurídico interno, se aprecian importantes contribuciones desde el derecho internacional en la delimitación de este derecho.

El presente artículo analiza los alcances, y el contenido de los derechos humanos que fundamentan al acceso a una muerte digna por parte de una persona consciente y en plenas facultades mentales, que solicita el cese de su vida debido a dolores intolerables que padece como resultado de una enfermedad incurable. A partir del estudio de instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, así como la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la autora sostiene que la facultad de cada quien de intervenir sobre su proceso de muerte no solo no constituye una vulneración a las obligaciones internacionales de Estados Parte de tratados como la Convención Americana, sino que representa el respeto y garantía de tales derechos.

Palabras clave: Muerte digna; vida digna; autonomía; libertad; eutanasia.

Si se nos da la opción entre una muerte dolorosa y otra sencilla y apacible, ¿por qué no escoger esta última? Del mismo modo que elegiré la nave en que navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que salir de la vida”.

Séneca

I. INTRODUCCIÓN

La muerte digna ha aparecido en el debate público, en el Perú, a partir del caso de una ciudadana de 44 años que, por primera vez en este país, solicita al Estado peruano el reconocimiento de su derecho a la muerte en condiciones dignas. Su nombre es Ana Estrada Ugarte y padece de polimiositis, una enfermedad muscular incurable, degenerativa y progresiva, en etapa avanzada, que debilita sistemáticamente sus músculos, manteniéndola en un estado de muy alta dependencia, bajo un grave riesgo de desarrollar infecciones respiratorias.

La Defensoría del Pueblo ha asumido la defensa de que los derechos humanos que reclama sean respetados, protegidos y garantizados por el Estado ante un juzgado constitucional. Esto debido a que hoy el acceso a una muerte digna, a través del procedimiento médico de la eutanasia, tal como ella lo solicita, está tipificado como un delito en el Código Penal de 1991. Por eso, se solicita inaplicar esta norma a fin de reconocer y hacer valer el conjunto de los derechos humanos que subyacen a esta prohibición penal.

Hay que reconocer que la muerte digna encuentra su fundamento en el ejercicio de derechos humanos y no solo implica no perseguir penalmente la conducta a través de la cual esta se ejerce, sino también cumplir la obligación que tiene el Estado de brindar un marco normativo y funcional que permita dar entidad a los mandatos de protección de tales derechos (Alvites Alvites, 2017, p. 155). Por eso, además de no aplicar los efectos de la norma, se solicita un procedimiento legal para implementar la eutanasia.

En un blog inaugurado en enero de 2019, espacio en el que Ana Estrada escribe sobre su derecho a la muerte digna, ella sostuvo lo siguiente:

[…] [M]ientras no tenga el poder de mi libertad seguiré viviendo presa en un cuerpo que se está deteriorando cada minuto y que me atará a mi cama conectada las 24 horas al respirador y empezarán las úlceras en la piel que no son otra cosa que heridas que se expanden y profundizan hasta que se logra ver el hueso. Esas heridas supurarán pus y olerán a podrido y el tejido se va a necro[s]ar. Pero eso será solo el comienzo de sendas infecciones y más medios invasivos y amputaciones y no moriré. Ese infierno será eterno y, repito, mi mente estará completamente lúcida para vivir cada dolor en una cama de hospital sola y queriendo morir (Estrada Ugarte, 2020) [el énfasis es nuestro].

Para entender el concepto de muerte digna, primero hay que definirlo. Cuando en este artículo me refiera a aquella, aludiré al derecho a acceder a una muerte sin sufrimiento, ni dolor físico o psicológico, en el que una persona tiene la posibilidad de tener control sobre su proceso de muerte cuando su vida resulta incompatible con su idea de dignidad. Como estableció la Corte Constitucional de Colombia, morir dignamente involucra aspectos que garantizan que “luego de un ejercicio sensato e informado de toma de decisiones, la persona pueda optar por dejar de vivir una vida con sufrimientos y dolores intensos” (Sentencia T-970/14, 2014, fundamento 5.3). En su momento, aquel tribunal determinó que se trata de una garantía compuesta de dos aspectos básicos: la dignidad humana y la autonomía individual (Sentencia T-970/14, 2014, fundamento 5.2).

Este derecho puede concretarse a través de diversos comportamientos: la asistencia al suicidio, en la cual un paciente se da muerte a sí mismo y un tercero se limita a suministrar los fármacos para concretarlo; la eutanasia, en la que un tercero –usualmente, un médico– causa deliberadamente la muerte de un paciente con enfermedad grave e irreversible que así se lo solicita; la limitación del esfuerzo terapéutico, en el que se retiran las medidas de soporte vital que resultan fútiles para mejorar su calidad de vida futura; u otros, como los cuidados paliativos, que buscan prevenir y aliviar el sufrimiento de personas con enfermedades que amenazan la vida mediante el tratamiento del dolor y otros problemas físicos, psicosociales y espirituales1.

Hablar sobre la decisión de disponer la vida de uno implica, como señala Dworkin, tres escenarios donde la persona que lo solicita puede (i) estar consciente y tener competencia para decidir sobre sí; (ii) estar inconsciente, por lo general, en estado de coma o vegetativo, situación en que los familiares o el médico toman la decisión de prolongar o no su vida; o, (iii) estar consciente, pero carecer de capacidad para decidir, como ocurre, por ejemplo, en el caso de menores de edad o personas con alguna discapacidad psicosocial que así se lo impide (Dworkin, 1994, p. 183). En esta oportunidad, me limitaré al supuesto más claro de muerte digna a través de un procedimiento de eutanasia, en el que una persona consciente y en pleno uso de sus facultades mentales, libre de una situación de vulnerabilidad que vicie su voluntad, solicita expresamente poner fin a su vida debido a los dolores intolerables que padece producto de una enfermedad incurable.

A nivel internacional, no existe un tratado que recoja expresamente la muerte digna como un derecho humano a ser protegido por el Estado. De hecho, la mayoría de los Estados, incluido el Perú, no solo no lo reconocen como tal, sino que criminalizan actos que buscan materializar este derecho bajo pena de prisión, tales como la eutanasia o el suicidio (médicamente) asistido, a través de figuras como el delito de homicidio piadoso o auxilio al suicidio, dependiendo de la regulación penal de cada país. Muy pocos Estados a nivel internacional2 lo han reconocido como un derecho, sea a través de la despenalización de los delitos que lo sancionan y, en ciertos supuestos, mediante la posterior legalización del procedimiento médico. En su mayoría, el reconocimiento ha venido impulsado por la vía jurisprudencial, antes que por la vía legislativa.

La ausencia de una regulación expresa en el sistema universal y regional de protección de derechos humanos no es óbice, sin embargo, para sostener que, a partir del reconocimiento de una serie de derechos humanos que lo fundamentan –como es el derecho a la dignidad, a la vida digna, al libre desarrollo de la personalidad y a no sufrir tratos crueles e inhumanos– es posible afirmar que existen obligaciones internacionales de respetar, proteger y garantizar el derecho de una persona que así lo desea, de acceder a una muerte en condiciones dignas, a partir de fuentes convencionales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (en adelante, DIDH) y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH) que vinculan a los Estados parte de los respectivos tratados que lo regulan. En esa línea, el presente trabajo pretende ofrecer alcances importantes sobre los derechos humanos que fundamentan el ejercicio del derecho a una muerte digna.

Para ello, este trabajo divide el análisis en dos partes. Una primera parte abocada al estudio del contenido y alcance de los Derechos Humanos que fundamentan el derecho a una muerte digna, a partir de la lectura que ofrecen los principales instrumentos internacionales de Derechos Humanos del Sistema Interamericano3 y el Universal, léase la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (en adelante, DADH) de 1948, la Convención Americana de Derechos Humanos (en adelante, CADH) de 19694, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (en adelante, DUDH) de 1948 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante, PIDCP) de 1966, así como de los órganos encargados de interpretar y aplicarlos. En la segunda parte, debido a que, en la actualidad, no existe caso alguno sobre muerte digna, suicidio asistido o eutanasia que haya llegado a la Corte IDH, se estudiará uno de los casos más emblemáticos abordados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante, TEDH), Pretty c. Reino Unido, a la luz de la protección de Derechos Humanos que desarrollo en la primera sección. Una breve conclusión, finalmente, cierra el trabajo.

II. DERECHOS HUMANOS QUE FUNDAMENTAN LA MUERTE DIGNA

A. Derecho a la vida

La muerte constituye el desenlace de la vida. La muerte digna, por su parte, es la potestad de decidir cómo vivir los últimos momentos de nuestras vidas: ¿Queremos agonía? ¿En sufrimiento? ¿O queremos controlar el estadio final de una vida que ya dejó de ser digna para quien la vive? Entender la muerte digna como parte de la vida exige comprender que el derecho a la vida no se limita a una subsistencia en el sentido fisiológico del término. Reducir la vida a una existencia biológica, sin preocupación por las condiciones mínimas para desarrollar las potencialidades del individuo implicaría vaciar el derecho de contenido.

Ahora bien, ¿qué lleva a una persona en situación de sufrimiento físico y psicológico, producto de una enfermedad, a optar por la muerte como una salida al término de sus dolores? En términos sencillos, es la idea de que la existencia en dichas condiciones deja de ser para esta persona compatible con su dignidad humana, pues habiendo descartado alternativas de mejoras de la salud, solo queda seguir prolongando una vida no deseada que es, a su vez, dolorosa.

Frente a ello, ¿debe un Estado exigirle a una persona cuya vida es fuente de agonías –y en esto, nadie mejor que un paciente para delimitar lo que vive y siente– seguir resistiendo el dolor hasta la muerte? Quienes sostienen que sí, señalan que el Estado tendría un deber de preservar la vida de las personas bajo su jurisdicción; por ende, no solo estaría prohibido de realizar actos que le pongan fin, aun si es a pedido del titular de este derecho, sino que estaría obligado a impulsar acciones encaminadas a protegerla a como dé lugar, por encima de la voluntad del titular de esta vida.

En estos casos, es frecuente que el legislador se pliegue a una moral católica que considera a la vida un don sobrenatural, y rechace, aún de lejos, toda intromisión del ser humano en ella, al atribuirle una cualidad de santidad, cuyo origen divino genera que el único legitimado para ponerle fin sea su creador (García Rivas, 2001, p. 152). En otras palabras, no se le reconoce al individuo poder alguno sobre su vida, pues el designio divino manda que solo Dios la da y solo Él la puede quitar. Si en la Antigüedad clásica, la cultura griega elogiaba el autogobierno y el buen morir, el triunfo del cristianismo fue convertir a los seres humanos en menores de edad, negándoles toda capacidad de decidir sobre sus vidas (Martínez Sampere, 2000).

Esta postura de proteger una vida como objeto independiente de la voluntad de su titular, además de ser contraria a un Estado laico, confunde el derecho a la vida con la vida en sí misma (Aguilera Portales & Gonzalez Cruz, 2012). En esa línea, la Corte Constitucional de Colombia señala que “no se trata de restarle importancia al deber del Estado de proteger la vida sino, como ya se ha señalado, de reconocer que esta obligación no se traduce en la preservación de la vida s[o]lo como hecho biológico” (Sentencia C-239-97, 1997). Considerar que ello es así, destacan Siverino y Mujica, implicaría asumir

una concepción casi parasitaria del individuo que debe sostener este valor biológico superior a sí mismo, a su biografía, su identidad, su humanidad misma, debido a que es el antecedente material que lo soporta, desconociendo las condiciones de humanidad que le dan sentido a esta existencia, que no sólo es biología sino fundamentalmente biografía (2012, p. 92).

En otras palabras, implicaría proteger la biología, sobre la biografía de los seres humanos, o sostener que el derecho a la vida se funda, en última instancia, en el ADN.

Sin embargo, si el derecho a la vida fuera solo la existencia biológica, ¿cómo se explica que su contracara, la muerte, tenga más de una definición en distintos ordenamientos jurídicos5, dando cuenta que, antes que un hecho fisiológico, este es cultural? De hecho, la muerte por inactividad cerebral presupone una transición del concepto de vida sagrada al de dignidad de la persona, en tanto valor supremo, al punto de que, una vez muerto el cerebro, el cuerpo puede usarse, aunque siga vivo, para bien de otras personas, contando con su consentimiento expresado en vida (Chamorro, 2001, p. 121).

Sin duda, la formación del concepto vida ha estado marcado por consideraciones políticas, científicas y teológicas. El hecho de que, para definirla, siga anclándose su contenido en indicadores biomédicos genera no pocas veces una confusión entre el concepto de vida digna de las personas y vida del viviente biológico, que penetra el discurso de lo jurídico. Como expresan Siverino y Mujica, al ubicar a la persona en un cuerpo biológico y al construir derechos de defensa de la vida biológica universal, es que los derechos quedan imbricados a la biología y al cuerpo como entidades de control, supervisión y tutela (2012, p. 96).

Una concepción así de la vida, empero, despoja de todo sentido la base en la que se funda un Estado democrático: la dignidad humana. El derecho a la vida no puede desligarse de la dignidad reconocida a los seres humanos, y no así a todo ser viviente. Este define el derecho a vivir hasta el último momento (lo que incluye la muerte, modo y momento de la misma), acorde a la valoración individual que se tenga sobre la calidad de vida de uno (Martínez Sampere, 2000, p. 20).

Veamos, entonces, qué ofrece la jurisprudencia en materia de DIDH sobre los alcances del derecho a la vida. En lo que respecta al sistema interamericano, este se encuentra protegido en el artículo 4 de la CADH, el artículo 1 de la DADH6, y los artículos 67 y 98 del Protocolo Adicional a la CADH en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (o Protocolo de San Salvador), en concreto referidos a una vida digna.

Dada la naturaleza jurídica de la CADH9, este tratado no solo pretende evitar posibles vulneraciones a los derechos humanos contemplados en él, sino que busca, a su vez, promoverlos (Salmón Gárate, 2019, p. 54). Por esta razón, los Estados parte no solo se encuentran obligados, según el artículo 1, a respetar los derechos (no violarlos directa e indirectamente), pero, además, a garantizar (adoptar todas las medidas necesarias para evitar la obstaculización) su libre y pleno ejercicio sin ningún tipo de discriminación (obligación general). Ello implica, acorde al artículo 2, el deber de adoptar disposiciones de derecho interno para hacer efectivos los derechos y libertades regulados. El incumplimiento de estas obligaciones genera su responsabilidad internacional.

En lo que concierne al sistema interamericano, el artículo 4 de la CADH regula el derecho de toda persona a que se respete su vida y agrega: “nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”. Se trata de uno de los derechos más desarrollados por la Corte IDH, concebido también como un presupuesto para el ejercicio de los demás derechos10. Entre sus manifestaciones, se encuentra la prohibición de la pena de muerte, las ejecuciones extrajudiciales y el uso desproporcionado de la fuerza, las desapariciones forzadas, la protección de la vida en el contexto de la pena privativa de la libertad y el concepto de vida digna (Carpizo & Valadés, 2010, p. 34). Los tratados internacionales de protección de derechos humanos, así, no imponen a los individuos un deber de vivir, sino reconocen y protegen el derecho a hacerlo en condiciones de dignidad, con lo cual, asimismo, prohíben la privación arbitraria de la misma.

En términos sencillos, entonces, el derecho a la vida del artículo 4 recoge una obligación negativa, consistente en la prohibición de que una persona sea arbitrariamente privada de su vida, y otra positiva, que incluye el deber estatal de adoptar todas las medidas apropiadas para “proteger y preservar el derecho a la vida, conforme al deber de garantizar el pleno y libre ejercicio de los derechos de todas las personas bajo su jurisdicción” (Pacheco León y otros c. Honduras, 2017, párr. 144). A fin de determinar la compatibilidad del acceso a una muerte digna con el derecho a la vida, habría que preguntarse si ello supone, en primer término, una privación arbitraria de la vida, y en segundo, si colisiona con el deber del Estado de proteger y garantizar el derecho a la vida en condiciones de dignidad.

Sobre lo primero, es importante recordar que no cualquier privación de la vida es una vulneración a este derecho y que la disposición de la vida la realiza quien es el titular de este derecho. En otras palabras, no es una privación arbitraria por parte de terceros. En todo caso, la participación de un tercero en facilitar el cese de la vida sea a través de un suicidio asistido, o de concretarlo a través de la eutanasia, se produce como resultado de la autonomía y libre decisión del titular de la vida, quien así lo solicita. No está de más reiterar que, a pesar de su innegable importancia, el derecho a la vida no es un derecho absoluto y admite limitaciones. Por eso, la prohibición es exclusivamente respecto de las muertes arbitrarias, pero, ¿qué entendemos por eso?

Aunque la Corte IDH no define de forma expresa el concepto de arbitrariedad, sí ha desarrollado ejemplos para medirlo. Algunos son las muertes que resultan del uso de la fuerza por parte de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley que, en el desempeño de sus funciones para mantener el orden público, cumplen estrictamente con criterios de legalidad, proporcionalidad y necesidad del DIDH11. Otras son las causadas por agentes del Estado, en contextos de conflicto armado, cuando, en el marco de las hostilidades, se cumple con los estándares recogidos por las costumbres y leyes de la guerra del Derecho Internacional Humanitario12. Finalmente, abarca la aplicación de la pena capital –en los países donde aún se mantiene vigente– sin observar una sentencia ejecutoriada emitida por un tribunal competente y de conformidad a la ley que establezca tal sanción, dictada con anterioridad (Díaz Huertas et al., 2005, p. 130).

Ninguno de estos ejemplos responde al caso de una muerte solicitada por el titular de este derecho, menos aún, por quien padece de una condición médica que le genera un sufrimiento intolerable incompatible con su idea de dignidad. El derecho a la vida, en su acepción negativa, implica el derecho de toda persona de exigir a un tercero la obligación de que no se le mate arbitrariamente. No toda muerte vulnera este derecho. No ocurre así, por ejemplo, cuando quien acaba con la vida de otro lo hace bajo causas justificantes como la legítima defensa, el estado de necesidad, o el consentimiento de su titular (Figueroa García-Huidobro, 2008). Puede sostenerse así que el reconocimiento de un Estado del derecho a morir en condiciones dignas no constituye una vulneración del derecho a la vida.

Sobre la obligación positiva del Estado de proteger y preservar el derecho a la vida, la Corte IDH ya ha establecido que esto incluye adoptar medidas para salvaguardar el derecho a que no se impida el acceso a condiciones que garanticen una vida digna (Artavia Murilo y otros c. Costa Rica, 2012, párr. 172). En otras palabras, no brindar las prestaciones básicas para proteger el derecho a una vida digna constituye, de hecho, una vulneración del artículo 4.1 de la CADH (Comunidad indígena Xákmok Kásek c. Paraguay, 2010, párr. 217).

Sobre este punto, el tribunal ha precisado en el caso Comunidad indígena Yakye Axa c. Paraguay (2005, párrs. 162-163) que

una de las obligaciones que ineludiblemente debe asumir el Estado en su posición de garante, con el objetivo de proteger y garantizar el derecho a la vida, es la de generar las condiciones de vida mínimas compatibles con la dignidad de la persona humana y a no producir condiciones que la dificulten o impidan.

Esto significa que la protección de este derecho abarca no solo que la vida sea respetada y garantizada, sino que el Estado no debe obstaculizar el acceso a una vida digna, y, además, debe establecer medidas positivas para satisfacer este derecho.

Es importante reiterar que el artículo 26 de la CADH sobre derechos económicos, sociales y culturales, que se remite al Protocolo de San Salvador, protege también en sus artículos 6 y 9, respectivamente, el derecho a una vida digna, aunque vinculado al derecho al trabajo y a la seguridad social, a fin de que el Estado brinde los medios que aseguren condiciones de dignidad. A partir de ello, se refuerza la obligación del Estado Parte de la CADH de asegurar una vida, no solo en términos de subsistencia biológica, sino en función de una existencia en condiciones dignas.

Dicho esto, es posible sostener que, desde el sistema interamericano de protección de derechos humanos, el acceso a una muerte digna no vulnera el derecho a la vida del artículo 4 de la CADH, en tanto obligación del Estado de prohibir privaciones arbitrarias de la vida. Por el contrario, el hecho de negar este derecho criminalizándolo, si consideramos que es una manifestación del derecho de una persona de vivir hasta sus últimos días en condiciones de dignidad, libre de sufrimientos físicos y psicológicos, constituye una vulneración al derecho a la vida digna protegido por esta misma disposición.

Sumado a ello, en lo concerniente al sistema universal de protección de derechos humanos, al interpretar el derecho a la vida, recogido en el artículo 6 del PIDCP, el Comité de Derechos Humanos, encargado de supervisar la aplicación del tratado, en su Observación General número 36 del año 2019, reconoció expresamente el derecho a una vida con dignidad. Con relación a los supuestos referidos a una muerte digna, sin embargo, estableció que, aunque la autonomía personal en la dignidad humana es importante, los Estados parte deben reconocer también que hay casos donde una persona puede querer suicidarse como parte de una crisis transitoria, lo que no significa que todos los casos sean así. Así, sostuvo en sus palabras:

los Estados parte [pueden permitir] [no deben impedir] a los profesionales médicos proporcionar tratamientos o recursos médicos con vistas a facilitar la terminación de la vida de adultos [catastróficamente] aquejados de dolencias, como los heridos mortalmente o los enfermos en fase terminal, que padecen graves dolores y sufrimientos físicos o psíquicos y desean morir con dignidad. Esto implica necesariamente la obligación de contar con los mecanismos necesarios e idóneos para corroborar que se trata de una decisión libre, informada, explícita e inequívoca por parte de los pacientes, a efectos de protegerlos de presiones o de abusos (párr. 10)13.

Con ello, el Comité de Derechos Humanos reconoce que hay casos en los que la decisión de una persona de cesar con su vida puede no ser resultado de una situación de vulnerabilidad o condiciones sociales o económicas que ejerzan tal presión que vicien su voluntad, sino producto de un razonamiento ponderado por parte de una persona con plenas facultades mentales que desea de manera libre e informada optar por esa decisión.

No resulta contrario así al derecho a la vida, recogido en el PIDCP, que los Estados Parte permitan a los profesionales médicos poner fin a la vida de personas que así lo desean expresamente y padecen graves sufrimientos al prolongar irracionalmente su existencia. Es importante dejar claro que esta opción debe ir acompañada de salvaguardias establecidas para asegurar que el acceso a una muerte digna sea producto de una manifestación auténtica de una voluntad indubitable, clara y expresa.

B. Derecho a la dignidad

La dignidad como algo inherente a las personas y su vinculación expresa14 con los derechos humanos es un fenómeno que surge una vez producida la Segunda Guerra Mundial, a mediados del siglo pasado (Sosa Sacio, 2017, p. 65). A partir de las atrocidades de la guerra y del movimiento humanista que reivindica inmediatamente el respeto de la persona humana por el hecho de serlo, se funda el valor preferente de la persona frente al resto de la naturaleza (Landa Arroyo, 2000, p. 21). Esta es la base que permite sostener un conjunto de derechos caracterizados por ser iguales para todos, universales, indivisibles y prepolíticos, los que a su vez fundamentan a los ordenamientos políticos y jurídicos, nacionales o internacionales (Sosa Sacio, 2017, p. 65).

El concepto de dignidad, sin embargo, no goza de un contenido uniforme, y más bien cuenta con distintas aproximaciones (Amezcua, 2007, p. 339). No obstante ello, podría bien clasificarse a partir de algunas de sus manifestaciones: (i) como mandato de no instrumentalización de las personas, lo que supone que “ninguna persona puede ser tratada como mero medio para lograr fines ajenos, ni ser rebajada a la condición de objeto” (Gutiérrez Camacho & Sosa Sacio, 2013, p. 40); (ii) como una condición inherente al ser humano, que sustenta la universalidad e igualdad de derechos que derivan de este; (iii) como autonomía personal, lo que implica la capacidad de todo ser humano de decidir racional o moralmente sobre sí mismo (Sosa Sacio, 2017, p. 90); y (iv) como aspiración política que exige al Estado garantizar a todos los seres humanos condiciones dignas de existencia.

En lo que respecta al reconocimiento de la dignidad humana en instrumentos internacionales, el preámbulo de la DUDH lo recoge al precisar que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” (1948), y lo menciona también en sus artículos 115, 2216 y 23, inciso 317. Por su parte, el preámbulo del PIDCP también señala que los derechos que esta recoge se derivan de la dignidad inherente de la persona humana. El preámbulo de la DADH, a su vez, lo recoge igualmente al precisar que todos los “hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (1948) [el énfasis es nuestro]. Todas estas referencias dan sustento a la tesis de que la dignidad es concebida a partir de una mirada iusnaturalista, esto es, que es inherente y, por tanto, un derecho pre político.

Mención aparte merece la regulación que ofrece la CADH, en la cual la protección de la dignidad no está recogida expresamente en el preámbulo del tratado, sino en el artículo 5 que regula el derecho a la integridad personal, y a no ser sometido a torturas ni a penas ni tratos crueles o degradantes; en la prohibición de la esclavitud y la servidumbre del artículo 6; y finalmente, en la protección a la honra y al reconocimiento de la dignidad, en el artículo 11. Sobre los primeros dos alcances, uno podría afirmar que la vinculación entre dignidad y derechos humanos antes reseñada responde a una larga tradición de dictaduras latinoamericanas del siglo XX, donde se cometieron múltiples violaciones de derechos humanos en masivas privaciones de la libertad (Bohórquez Monsalve & Aguirre Román, 2009, p. 49).

La jurisprudencia de la Corte IDH mayoritariamente ha abordado el tema de la dignidad humana íntimamente vinculada a otros derechos, lo que implica que se ha desarrollado de manera indirecta (López Sánchez, 2018). Como recoge Amezcua, los casos resueltos están en su mayoría vinculados al derecho a la vida, desapariciones forzadas, privación ilegal de la libertad y torturas; esto es, principalmente referidos a la protección de derechos civiles y políticos (2007, p. 354).

Así, en el caso Velásquez Rodríguez c. Honduras, la Corte IDH, al resolver sobre la desaparición forzada del estudiante universitario Manfredo Velásquez por parte de las fuerzas armadas hondureñas, sostuvo que “ninguna actividad del Estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana” (1988, párr. 154). Al ser un supuesto de desaparición forzada, el pronunciamiento de la Corte IDH se circunscribió a reiterar la ‘primera obligación’ del Estado de ‘respetar los derechos y libertades’, lo que exige el deber de no vulnerarlos directa o indirectamente. Por su parte, en el caso Reclusos del Penal Miguel Castro Castro c. Perú, en el que se resolvió sobre el desarrollo de un operativo dirigido a trasladar a internos a una cárcel de máxima seguridad, la Corte IDH destacó que las condiciones en las que estas personas privadas de su libertad se encontraban –precarias de salud, forzadas a desnudarse, vigiladas por agentes armados, donde las mujeres internas fueron víctimas de violencia sexual– constituyó un trato violatorio de su dignidad personal (2006, párr. 305).

En el caso “Niños de la Calle” – Villagrán Morales y otros c. Guatemala se discutió el secuestro, la tortura y asesinato de cinco jóvenes que vivían en las calles y se estableció, así, que hay situaciones de vulnerabilidad, como la privación ilegal de una persona (más si es menor), en el que aumenta el riesgo de que se vulneren derechos como la integridad física y el trato digno (1999, párr. 166). Sin embargo, es el voto concurrente de dos jueces, A. Cançado Trindade y A. Abreu Burelli, los que recogen una definición pertinente que vincula el derecho a la dignidad con la vida, desde una perspectiva de obligaciones positivas: “la privación arbitraria de la vida no se limita, pues, al ilícito del homicidio; se extiende igualmente a la privación del derecho de vivir con dignidad” (1999, párr. 4). Con ello, se establece que la dignidad humana no solo es un límite al abuso de poder en relación con la integridad personal o la vida, sino que conlleva el disfrute de condiciones mínimas para el desarrollo de una “vida digna”, lo que fue desarrollado líneas atrás (Bohórquez Monsalve & Aguirre Román, 2009, p. 56).

Otro caso relevante para el tema de la muerte digna es el de Ximenes López c. Brasil, en el cual se discutió la vulneración de una serie de derechos por parte de la República Federativa de Brasil de una persona con discapacidad mental, el Sr. Damião Ximenes López, quien falleció internado en un centro hospitalario, donde habría recibido golpes por parte de funcionarios tras haber recibido tratamiento psiquiátrico, y vivía en condiciones inhumanas y degradantes, que afectaban su dignidad (2006, párr. 138). La Corte IDH determinó, entonces, que todo tratamiento de salud dirigido a las personas con discapacidad mental debía tener como fin el bienestar del paciente y el respeto a su dignidad como ser humano, lo que implicaba el deber estatal de adoptar como principios orientadores del tratamiento psiquiátrico el respeto a la intimidad y a la autonomía de las personas.

Es importante reiterar que la Corte IDH ha recogido también la aproximación de la dignidad como una cualidad inherente al sujeto moral en tanto ser autónomo para decidir sobre sí mismo en el caso López Soto y otros c. Venezuela (2018). En esa línea, sostuvo que el artículo 11 de la CADH protege uno de los valores fundamentales de la persona humana, entendida como ser racional, al reconocerle su dignidad. En palabras del tribunal,

el inciso primero de dicho artículo contiene una cláusula universal de protección de la dignidad, cuyo basamento se erige tanto en el principio de la autonomía de la persona como en la idea de que todos los individuos deben ser tratados como iguales, en tanto fines en sí mismos según sus intenciones, voluntad y propias decisiones de vida (López Soto y otros c. Venezuela, 2018, nota al pie 206)18 [el énfasis es nuestro].

Así, podemos observar que, en lo que respecta al sistema interamericano, la dignidad aparece como el fundamento de los derechos humanos y una condición inherente a la persona, pero también como una cualidad que deriva de reconocerla como autónoma en las decisiones que corresponden al gobierno de su vida. En cuanto a la obligación positiva del Estado de garantizar la dignidad de las personas, destaca el deber de brindarles las condiciones mínimas para que puedan autodeterminarse o realizar su proyecto de vida. Esto se encuentra íntimamente vinculado con el acceso a una muerte digna, no solo porque implica reconocer el deber de brindar condiciones mínimas de dignidad a todo ser humano hasta el fin de sus días –y, por ende, no obstruir todo intento dirigido a dicho fin–, sino que su prohibición conduce a desconocer la autonomía de las personas, instrumentalizadas para fines ajenos a sí.

Como bien señala González Rus,

negar la disponibilidad de la vida significa reconocer que intereses de naturaleza social (cumplimiento de deberes con el Estado, cargas económicas que asumir o que evitar, etc.) o moral (mantenimiento del tabú de la vida, interpretación paternalista desde el Estado de bienestar individual o de qué es lo mejor para el individuo, etc.) son más importantes que la libertad individual, hasta el punto de que deben sobreponerse y anular la capacidad personal para decidir lo que se quiere hacer con la propia existencia (2005, p. 72).

El respeto y la protección de la dignidad debe, por tanto, necesariamente incluir la capacidad de decidir sobre la muerte propia, cuando se presenten ciertas circunstancias y conforme lo dicte la conciencia de la persona, mas no la voluntad del Estado (Carpizo & Valadés, 2010, p. 149). Es decir, la dignidad también incluye el reconocimiento a la autonomía y, por tanto, del libre desarrollo de la personalidad.

C. Derecho al libre desarrollo de la personalidad

Tal como lo señalamos líneas arriba, el campo de aplicación del derecho a la muerte digna analizada en este artículo se circunscribe a los casos en los que una persona consciente y en plenas capacidades mentales para decidir sobre sí misma busca en la muerte un modo de autorrealización personal, al encontrarse en una situación en la que prolongar su vida equivale a un sufrimiento físico y psicológico intolerable, lo que resulta en una incompatibilidad personal con su idea de dignidad.

En esa línea, se trata del supuesto más claro en el que la dignidad de una persona se manifiesta en el derecho a su libertad individual, que incluye la autonomía y libre desarrollo de la personalidad para decidir de qué manera uno le da sentido a su existencia, lo que abarca poder llevar a cabo una serie de actos necesarios para concretar su plan de vida sin interferencias de terceros que pretendan imponer un modelo de realización personal que no todas las personas comparten. Como refiere el Tribunal Constitucional peruano,

son parcelas de libertad natural en determinados ámbitos de la vida, cuyo ejercicio y reconocimiento se vinculan con el concepto constitucional de persona como ser espiritual, dotada de autonomía y dignidad, y en su condición de miembro de una comunidad de seres libres (Sentencia recaída en el Expediente 02868-2004-AA/TC, 2004, fundamento 14).

En lo que respecta a la DUDH, cuyos derechos consagrados tienen naturaleza consuetudinaria y de ius cogens (Novak Talavera, 1998), su artículo 3 reconoce la libertad personal, pero lo hace en un sentido amplio y general. El artículo 22, sin embargo, recoge expresamente el derecho de toda persona a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad19. Ello se complementa con el artículo 29, el cual especifica que el ejercicio de los derechos de una persona y el disfrute de sus libertades deben estar únicamente limitados por ley, con el único fin de “asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática” (1948)20.

En otras palabras, las limitaciones a la libertad personal deben darse netamente en función de la protección de los derechos y libertades de terceros, pues de ningún modo cabe admitir que una decisión que representa la autodeterminación de una persona y el cese de sus sufrimientos físicos y psicológicos pueda ser contraria a conceptos tan amplios y vagos como la moral, el orden público o el bienestar general. En todo caso, como dice Sternberg-Lieben, en un Estado Constitucional de Derecho

la conducta a incriminar, más allá de suponer una molestia para los planteamientos morales de terceros, ha de ser al menos socialmente dañina: la intangibilidad de los planteamientos morales individuales no forma parte de las condiciones del libre desarrollo de la persona (2016, p. 114).

En lo que respecta a la CADH, no hay una regulación expresa del derecho al libre desarrollo de la personalidad, y el artículo 7, referido a la libertad personal21, ha solido referirse a privaciones de libertad física, como el secuestro o detenciones que desembocan en desapariciones forzadas o privaciones de la vida (Casal, 2014, p. 183)22. Sin embargo, en el caso Artavia Murillo y otros c. Costa Rica, la Corte IDH estableció que este artículo debía de interpretarse de forma amplia como la capacidad de hacer y no hacer todo lo que esté lícitamente permitido (2012, párr. 142). Siendo así, comprende “la posibilidad de todo ser humano de autodeterminarse y escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia, conforme a sus propias opciones y convicciones” (2012, párr. 142) [el énfasis es nuestro]. El tribunal ya ha sostenido que ello se relaciona también con el derecho a la dignidad (Poblete Vilches y otros c. Chile, 2018, párr. 168).

El derecho al libre desarrollo de la personalidad, por su parte, se encuentra íntimamente vinculado con el artículo 11 de la CADH que prohíbe toda “injerencia arbitraria o abusiva en la vida privada de las personas, enunciando diversos ámbitos de la misma como la vida privada de sus familias” (1969).

En el caso I.V. c. Bolivia (2016), el tribunal, en esa línea, señaló que el concepto de ‘vida privada’ no se limita a la privacidad, sino que abarca una serie de factores relacionados a la dignidad de la persona, incluyendo, por ejemplo, la “capacidad para desarrollar la propia personalidad y aspiraciones, determinar su propia identidad y definir sus propias relaciones personales” (2016, párr. 152) [el énfasis es nuestro]. Siendo así, ello se encuentra estrechamente relacionado con el derecho a la autonomía personal sobre los cursos a futuro que un individuo considere sean relevantes para la calidad de vida que desee llevar, “lo que constituye una condición indispensable para el libre desarrollo de la personalidad” (2016, párr. 152).

Resulta interesante, asimismo, la vinculación que realiza la Corte IDH en el caso Poblete Vilches y Otros c. Chile (2018), entre el artículo 7 sobre libertad personal – y 11 sobre vida privada, y el 26 y el 13 sobre los DESCA, en concreto, el derecho a la salud, cuando determinó que el Estado chileno vulneró estos derechos, junto al de dignidad, por no haber cumplido su deber de brindar información clara y precisa a los familiares de un paciente en relación al procedimiento médico que recibió, y al no haber obtenido el consentimiento informado del mismo sobre una intervención médica que le fue realizada. Esto último es relevante, pues en su faz negativa representa el derecho de toda persona de rechazar tratamientos médicos, en respeto a la autonomía de las personas para decidir sobre sí, tal como ocurre en el acceso a una muerte digna.

Como señala el tribunal,

la existencia de una conexión entre el consentimiento informado con la autonomía personal y la libertad de tomar decisiones sobre el propio cuerpo y la salud exige, por un lado, que el Estado asegure y respete decisiones y elecciones hechas de forma libre y responsable y, por el otro, que se garantice el acceso a la información relevante para que las personas estén en condiciones de tomar decisiones informadas sobre el curso de acción respecto a su cuerpo y salud de acuerdo a su propio plan de existencia (Poblete Vilches y otros c. Chile, 2018, párr. 170) [el énfasis es nuestro].

De conformidad con lo previamente dicho, resulta razonable que la Corte Constitucional de Colombia haya establecido que el derecho al libre desarrollo de la personalidad se vulnera cuando a una persona “se le impide en forma irrazonable, alcanzar o perseguir aspiraciones legítimas en su vida o valorar y escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia, y permiten su realización como ser humano” (Sentencia T-429/94, 1994, fundamento 2) [el énfasis es nuestro]. Asimismo, agrega en otra sentencia que decidir por la persona supone “arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en un medio para los fines que por fuera de ella se eligen” (Sentencia C-355/06, 2006).

En lo que respecta al acceso a una muerte digna, es posible entonces afirmar que la decisión de poner fin a la existencia que, a criterio del titular de la vida, resulta incompatible con su idea de dignidad al ser una fuente irreversible de sufrimientos, representa una manifestación del derecho a la autonomía personal y, por ende, al libre desarrollo de la personalidad, amparado por los respectivos instrumentos internacionales. Negarlo a través de restricciones irracionales, en aras de cumplir un pretendido deber estatal de preservar la vida como entidad despojada de la libertad de su titular, no solo significaría que el derecho a la vida es más bien una obligación de vivir, sino que implicaría desconocer que existen distintos modelos de excelencia humana que, si bien pueden apartarse del ideal general de la población o el Estado, merecen la misma protección.

D. Derecho a no ser sometido a tratos crueles e inhumanos

El derecho de toda persona a no ser sometida a tortura, tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes forma parte del derecho humano a la integridad personal. En lo referido al sistema interamericano, el artículo 5 de la CADH así lo reconoce23, y en lo concerniente al sistema universal, así lo establece el artículo 7 del PIDCP24 y el artículo 5 de la DUDH25. Esta prohibición constituye, además, una norma ius cogens (Caesar c. Trinidad y Tobago, 2005, párr. 100; J. c. Perú, 2013, párr. 304).

Históricamente, el origen de esta protección nace en el contexto de interrogatorios desarrollados con conexión a la averiguación o proceso de la comisión de un delito, así como en escenarios de privación arbitraria de la libertad, donde se utilizan tales tratos como método de castigo o intimidación (López Soto y otros c. Venezuela, 2018, párr. 195). El radio de protección, sin embargo, ha ido ampliándose con el transcurso de los años, al punto de que hoy la Corte IDH, reconoce que puede ocurrir en contextos de custodia, dominio o control, en los que la víctima se encuentra indefensa, por ejemplo, en el ámbito de los servicios de salud (I.V. c. Bolivia, 2016, párr. 263), como pasa con la salud reproductiva, o en los supuestos de desaparición forzada, cuando a los familiares cercanos se les niega conocer la verdad del paradero de la víctima (Rochac Hernández y otros c. El Salvador, 2014, párr. 122).

La obligación del Estado en este ámbito no solo se extiende a funcionarios públicos y se restringe a actos realizados en centros de detención, sino que comprende a todas las personas encargadas de hacer cumplir la ley, incluidos los trabajadores de la salud en entornos de atención sanitaria. De hecho, tal como lo recoge la Corte IDH, con relación a la Corte Europea de Derechos Humanos, la definición de tortura y malos tratos ha estado sujeta a constantes cambios a la luz de nuevas circunstancias y valores en evolución de las sociedades democráticas (Cantoral Benavides c. Perú, 2000, párr. 99). Por eso, ahora es posible sostener que, en espacios de atención a la salud, el personal médico puede perpetrar actos de tortura o malos tratos.

Aunque el derecho a no sufrir tortura está comúnmente regulado junto al de prohibición de malos tratos (crueles, inhumanos o degradantes), debido al contexto en el que se originan (las condiciones que dan lugar a malos tratos suelen facilitar la tortura), estos mantienen diferencias importantes. De hecho, si no concurre alguna de las cuatro características de la tortura (infligir dolor o sufrimiento grave, físico o mental; de modo intencional; con un fin concreto; y la aquiescencia de un funcionario), puede calzar en el resto. Una conducta negligente, por ejemplo, que carece la intención de infligir daño, puede ser constitutiva de malos tratos si provoca dolores o sufrimientos graves (Méndez, 2013).

Aplicado a la prohibición penal de la eutanasia y, en este caso, del acceso a la muerte digna, es posible considerar que la pasividad del Estado en mantener a una persona en situación de dolores intolerables, pese al pedido expreso de cesarlos a través de un procedimiento de eutanasia, constituye un supuesto de trato cruel26, el cual involucra inflingir un sufrimiento físico, moral y psicológico en vida, contrario al principio de humanidad, pero también un trato inhumano27, en tanto afectación al núcleo esencial de la dignidad humana, que comporta para quien lo padece una sensación de precariedad, anulándolo como sujeto moral.

III. LA RESPUESTA DE LOS TRIBUNALES INTERNACIONALES A LA EUTANASIA

A nivel de la Corte IDH, no hay ningún caso que haya llegado al tribunal o a la Comisión IDH que discuta el acceso a una muerte digna, sea ante un supuesto de eutanasia o de muerte asistida. Su par europeo, sin embargo, sí se ha pronunciado sobre la materia en varios casos: Pretty c. Reino Unido (2002), Hass c. Suiza (2011), Gross c. Suiza (2013), Lambert c. Francia (2015), Mortier c. Bélgica (2019 - pendiente)

Si bien el primer caso –y el más emblemático– data del 2002, salvo en ciertos puntos donde reconoce el margen de apreciación de cada Estado sobre la protección a nivel interno de tales derechos, desde entonces el criterio del TEDH zanjado en Pretty no ha cambiado. Esto se evidencia en el último fallo de 2015 del caso Nicklinson y Lamb c. Reino Unido, donde el tribunal declaró inadmisibles las demandas de Jane Nicklinson, quien reclamaba por el derecho de su esposo, Tony Nicklinson, quien estaba casi completamente paralizado, de acceder a la eutanasia, y de Paul Lamb que, producto de un accidente automovilístico, quedó paralizado y exigía su derecho a poner fin a su vida con la ayuda de un tercero. En aquel fallo, el tribunal sostuvo que no se pronunciaría sobre el fondo, pues esto ya había sido determinado por las cortes británicas, las cuales reiteraron que no había cambiado el criterio de Pretty c. Reino Unido, precisando que el artículo 8 sobre derecho a la vida privada y familiar era plenamente compatible con la prohibición del suicidio asistido28.

Por este motivo, y debido a que el caso presenta similitudes con el de la Sra. Ana Estrada Ugarte en Perú, expongo a continuación un breve análisis de los argumentos utilizados por dicho tribunal, a la luz del alcance de los derechos humanos antes reseñados, y desarrollados por la jurisprudencia de la Corte IDH y otros instrumentos de derechos humanos, que fundamentan el acceso a una muerte digna.

A. Pretty c. Reino Unido

Diane Pretty era una ciudadana británica de 43 años que se encontraba en fase terminal de una enfermedad neurodegenerativa incurable, la cual afectaba las neuronas motrices del interior de su sistema nervioso central y provocaba una alteración gradual de las células que hacían funcionar los músculos voluntarios de su cuerpo, llamada esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Su condición le generaba un grave debilitamiento de los brazos y de las piernas, así como de los músculos encargados de la respiración, los que controlaban su voz y deglución. Ningún tratamiento podía detener la evolución de su enfermedad.

Consciente de que ello le generaría la muerte, debido al debilitamiento de los músculos de su aparato respiratorio, en 2001, envió una carta al director de la Procuraduría Pública en la cual solicitó que le otorgue inmunidad a su esposo para que este pueda asistirla a morir, en otras palabras, para que no sea perseguido penalmente por el delito de suicidio asistido, que en dicho país tiene una pena hasta de 14 años de cárcel. A diferencia de otras personas, su discapacidad física le impedía cometer un suicidio por sí sola, por lo que necesitaba la ayuda de un tercero. Ella deseaba tener el control de la forma y el momento en el que acabara con su vida, evitando el sufrimiento físico y psíquico propio de su enfermedad. El pedido fue rechazado, por lo que judicializó el caso.

Tanto la Corte Divisional, como la Cámara de los Lores, rechazaron el recurso. Una vez agotadas las instancias internas, Diane Pretty acudió al TEDH, alegando que el Estado de Reino Unido había vulnerado el artículo 2 sobre el derecho a la vida, el artículo 3 que prohíbe tratos inhumanos o degradantes, el artículo 8 sobre respeto a la vida privada, el artículo 9 que regula la libertad de conciencia y el artículo 14 que prohíbe la discriminación de la Convención Europea de Derechos Humanos. Con excepción del artículo 9, en el que solo se reitera que las creencias personales de Pretty no pertenecen al campo de aplicación de su pedido al suicidio asistido, veamos cada uno de estos extremos.

En lo que respecta al derecho a la vida, la defensa de la señora Pretty alegó que el tratado no protege exactamente la vida en sí misma, sino el derecho, y que la protección del Estado es respecto de terceros, y no de uno mismo, motivo por el cual no se prohíbe ni el suicidio ni el rechazo a tratamientos médicos que salven la vida o la prolonguen (Pretty c. Reino Unido, 2002, fundamento 14.3). “El derecho a morir no es la antítesis del derecho a la vida, sino su corolario, y el Estado tiene la obligación positiva de proteger ambas”, sostuvo. Ante ello, el TEDH señaló que de su reconocimiento no era posible derivar un derecho negativo (derecho a morir), pues esta implicaba una obligación positiva del Estado de proteger la vida ante amenazas.

De cara al desarrollo referido al derecho a la vida, protegido por el artículo 4 de la CADH, un argumento de esta naturaleza no sería admisible, puesto que la obligación del Estado de proteger la vida, ya vimos, se refiere únicamente respecto a la privación arbitraria de la vida que no encaja en este supuesto. Además, este debiera estar complementado con la obligación positiva de garantizar, no la vida como soporte material biológico, sino como el derecho a disfrutar de una vida deseada en condiciones de dignidad que permitan a un individuo autorrealizarse.

En relación con el artículo 3 que prohíbe la tortura, los tratos inhumanos y degradantes, la defensa de Pretty alegó que el Estado, al ignorar su pedido, en la práctica, obligaba a su patrocinada a tener que mantenerse en una situación de dolor físico y mental, lo cual configuraba un supuesto de tortura. En este extremo, sostuvo que, si bien la criminalización del suicidio asistido tendría sustento en pretender prevenir que las personas en situación de vulnerabilidad e inestabilidad emocional, de naturaleza transitoria, opten por una decisión radical e irreversible, no todas las personas están en ese escenario.

El TEDH, sin embargo, señaló que si bien el Estado tiene el deber de asegurar que sus ciudadanos no sean sometidos a tratamientos inhumanos o crueles, este no ha violado directamente esta obligación, pues sus agentes no han infligido ningún maltrato (Pretty c. Reino Unido, 2002, fundamento 53). Además, agregó que el deber de proteger la vida impediría que pueda permitir o facilitarle la muerte. Este argumento, sin embargo, resulta nuevamente contrario a los estándares interamericanos, pues la obligación de respetar el derecho a no sufrir malos tratos no solo involucra el no incurrir en estos, sino garantizar la integridad de la persona, al margen de quién o qué está generando la fuente de dolor, más aún si está en un estado de custodia en contextos de servicios de salud. En este caso, no se trata solo de la enfermedad que una persona padece, sino de la omisión por parte de un Estado de tomar acciones para no colocar obstáculos que dificultan el acceso a una vida digna.

En lo que respecta al derecho a la vida privada regulado en el artículo 8, la defensa alegó que este incluiría el derecho a la autodeterminación, ergo, a decidir cómo y cuándo morir, motivo por el cual la prohibición absoluta del suicidio asistido resulta desproporcional frente al mismo. El Tribunal, sin embargo, destacó que este derecho implicaba la integridad física y moral de una persona, como la orientación o vida sexual; por ende, abarcaba el derecho de una persona a decidir cómo lleva su vida –incluyendo entregarse a actividades físicas o moralmente peligrosas para sí–, pero no a cómo ponerle fin. En lo que respecta al alcance de la dignidad y la vida privada del artículo 11 de la CADH, por ejemplo, un argumento de esta naturaleza no encuentra respaldo, pues no hay en sus alcances ninguna limitación que establezca de qué manera determinar la propia identidad o ejercer la autonomía individual.

Resulta interesante, además, que en este punto el TEDH haya citado un fallo del Tribunal Supremo de Canadá de 1994 (Rodríguez c. Fiscal de Canadá), en el que se discutió un caso muy similar al de la señora Pretty, para sostener en nombre de la libertad, que no podía uno quitarse la vida, y que no era discriminatoria la prohibición penal respecto de las personas que físicamente no pueden suicidarse. Una lectura actualizada de la jurisprudencia de este país exigiría repensar esta postura, a partir del fallo de 2015 de la Corte Suprema de Canadá, en el cual señala que una prohibición absoluta del suicidio asistido crea un “deber de vivir”, y que esto es, además, discriminatorio29 respecto de las personas con discapacidad física (Carter c. Canadá, 2019, párr. 29), que no podrían poner fin a sus vidas por sí solas.

Finalmente, en relación con el artículo 14 sobre el derecho a la igualdad y la prohibición de discriminación, la defensa alegó que la prohibición penal era discriminatoria para aquellas personas que, por su invalidez, no pueden decidir cómo y cuándo morir, salvo si es a través de la ayuda de un tercero. Sin embargo, el TEDH sostuvo que no existe un derecho a suicidarse, y que la razón por la cual se despenalizó fue político criminal: no era disuasivo, deshonraba a los parientes del familiar que se había querido suicidar y llevaba “al resultado abyecto de que los pacientes que se restablecían en el hospital de una tentativa fallida de suicidio eran perseguidos de hecho por su fracaso” (Pretty c. Reino Unido, 2002, párr. 35).

Esto último nuevamente resulta controversial cuando se trata no solo del derecho a poner fin a la vida, cualquiera fuera el motivo, a través de un acto como el suicidio, sino que la muerte digna involucra más que el ejercicio pleno de la libertad, y abarca el derecho de uno de vivir en condiciones dignas y de no sufrir tratos crueles e inhumanos hasta el último de sus días. En otras palabras, resulta mezquino obviar que existen de por medio derechos humanos que el Estado vulnera, a través de la criminalización de la conducta de terceros que hacen efectiva la voluntad del titular de la vida de disponer de esta. Con ello, las obligaciones internacionales que penden sobre este en tales extremos son desplazadas en nombre de un deber de preservar el soporte material que sostiene la vida, despojando de todo sentido el derecho a la vida en condiciones de dignidad.

IV. REFLEXIONES FINALES

Si bien es cierto, el acceso a una muerte digna como un derecho fundamental ha sido reconocido en muy pocos países (en Latinoamérica, solo en Colombia30), es necesario discutir los alcances que fundamentan el mismo, entendiendo que se trata del ejercicio de un conjunto de derechos humanos que los Estados parte de tratados como la CADH y/o el PIDCP se han comprometido a respetar, proteger y garantizar.

Habiendo desarrollado el contenido de cada uno de estos, entre los cuales destaca el derecho humano a la vida digna, la dignidad humana, el libre desarrollo de la personalidad y a no sufrir tratos crueles e inhumanos, es posible afirmar que la prohibición absoluta del derecho a la muerte digna, de la mayoría de los Estados de la región, incluido el Perú, a través de la criminalización de la eutanasia o el suicidio asistido, resultan, cuanto menos, contrarias a tales obligaciones internacionales.

Una discusión de tal trascendencia, sobre los límites de la vida y las condiciones de dignidad en la que esta se ejerce, requiere tomar en cuenta los últimos pronunciamientos de la Corte IDH sobre los derechos humanos que fundamentan el derecho a la muerte digna, a pesar de que no ha llegado aún un caso contencioso referido a ello. Esta situación, sin embargo, no debe ser un impedimento para recordar que los Estados parte de la CADH son los principales responsables de garantizar tales derechos, y que los pedidos de las personas formulados a nivel interno para el reconocimiento de estos derechos deben ser primero satisfechos por el Estado a cuya jurisdicción pertenecen.

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López Soto y otros c. Venezuela, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 362 (Sept. 26, 2018).

Nicklinson y Lamb c. Reino Unido, Ap. No. 2478/15 y 1787/15, Tribunal Europeo de Derechos Humanos (2015), https://hudoc.echr.coe.int/fre?i=001-156476

“Niños de la Calle” (Villagrán Morales y otros) Vs. Guatemala, Fondo, Sentencia, Voto concurrente de los jueces A. A. Cançado Trindade y A. Abreu Burelli, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 63 (Nov. 19, 1999).

Pacheco León y otros c. Honduras, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 342 (Nov. 15, 2017).

Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Dic. 16, 1966, Serie de Tratados, Naciones Unidas, vol. 999, p. 171.

Penal Miguel Castro Castro c. Perú, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 160 (Nov. 25, 2006).

Poblete Vilches y otros c. Chile, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 349 (Mar. 8, 2018).

Pretty c. Reino Unido, Ap. No. 2346/02, 2002-III Eur. Ct. H. R. 35. https://hudoc.echr.coe.int/fre?i=001-60448

Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), Nov. 17, 1988, Serie sobre Tratados, OEA, No. 69.

Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, Jun. 8, 1990, Serie sobre Tratados, OEA, No. 73.

Rochac Hernández y otros c. El Salvador, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 285 (Oct. 14, 2014).

Tribunal Constitucional [T.C.], 24 de noviembre de 2004, sentencia recaída en el Expediente 02868-2004-AA/TC (Perú).

Velásquez Rodríguez c. Honduras, Fondo, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 4, (Jul. 29, 1988).

Ximenes Lopes c. Brasil, Fondo, Reparaciones y Costas, Sentencia, Inter-Am. Ct. H.R. (ser. C) No. 149 (Jul. 4, 2006).


* Abogada. Candidata a Máster en Criminología por la Universidad de Cambridge. Miembro del Grupo de Investigación de Derecho Penal y Criminología (GRIPEC) y del Grupo de Investigación sobre Protección Internacional de los Derechos de las Personas y los Pueblos (PRIDEP-PUCP). Miembro de Gabinete en la Defensoría del Pueblo (Lima, Perú). Contacto: a20111818@pucp.edu.pe

Nota del Editor: El presente artículo fue recibido por el Consejo Ejecutivo de THĒMIS-Revista de Derecho el 7 de junio de 2020, y aceptado por el mismo el 9 de octubre de 2020.

1 La Organización Mundial de la Salud la define como

un enfoque que mejora la calidad de vida de los pacientes y sus familias que enfrentan los problemas asociados con una enfermedad que amenaza la vida, a través de la prevención y alivio del sufrimiento mediante la identificación temprana y la evaluación minuciosa, y el tratamiento del dolor y otros problemas físicos, psicosociales y espirituales (2007, p. 3) [traducción libre].

2 Entre ellos, Colombia, Países Bajos, Suiza, Luxemburgo.

3 Otros tratados que resultan relevantes, pero que no serán abordados en este artículo, aprobados por la Organización de los Estados Americanos (en adelante, OEA) son la Convención Americana para Prevenir y Sancionar la Tortura, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra la mujer.

4 La Convención Americana de Derechos Humanos cuenta con dos protocolos: uno sobre los derechos económicos, sociales y culturales (de San Salvador), y otro sobre la abolición de la pena de muerte.

5 Así, por ejemplo, en distintos ordenamientos jurídicos, la figura de la muerte civil se determina en función a la muerte cardiopulmonar (cuando deja de latir el corazón), o a partir de la muerte encefálica (cese irreversible de la actividad cerebral), o la muerte presunta. Y ni qué decir de la ficción del Derecho romano que consideraba jurídicamente muerto a un ciudadano que había caído en la esclavitud.

6 El artículo I de la DADH establece lo siguiente: “Todo ser humano tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (1948).

7 El artículo 6.1 del Pacto de San Salvador establece lo siguiente: “Toda persona tiene derecho al trabajo, el cual incluye la oportunidad de obtener los medios para llevar una vida digna y decorosa a través del desempeño de una actividad lícita libremente escogida o aceptada” (1988).

8 El artículo 9.1 del Pacto de San Salvador establece lo siguiente:

Toda persona tiene derecho a la seguridad social que la proteja contra las consecuencias de la vejez y de la incapacidad que la imposibilite física o mentalmente para obtener los medios para llevar una vida digna y decorosa. En caso de muerte del beneficiario, las prestaciones de seguridad social serán aplicadas a sus dependientes (1988).

9 La Corte IDH, a través de su Opinión Consultiva 02/82 ha señalado lo siguiente:

los tratados modernos sobre derechos humanos, en general, y, en particular, la Convención Americana, no son tratados multilaterales de tipo tradicional, concluidos en función de un intercambio recíproco de derechos, para el beneficio mutuo de los Estados contratantes. Su objeto y fin son la protección de los derechos fundamentales de los seres humanos, independientemente de su nacionalidad, tanto frente a su propio Estado como frente a los otros Estados contratantes. Al aprobar estos tratados sobre derechos humanos, los Estados se someten a un orden legal dentro del cual ellos, por el bien común, asumen varias obligaciones, no en relación con otros Estados, sino hacia los individuos bajo su jurisdicción (1982, párr. 29).

10 Véase el caso Pacheco León y otros c. Honduras (2017, párr. 144).

11 La Corte IDH en el caso Cruz Sánchez y otros c. Perú estableció lo siguiente:

no cualquier privación de la vida será reputada como contraria a la Convención, sino solo aquella que se hubiera producido de manera arbitraria, por ejemplo por ser producto de la utilización de la fuerza de forma ilegítima, excesiva o desproporcionada (2015, párr. 261).

12 La Corte IDH en el caso Cruz Sánchez y otros c. Perú. señala lo siguiente: “para determinar si la privación de la vida es arbitraria hay que referirse a la lex specialis aplicable, a saber, el derecho aplicable en caso de conflicto armado, que tiene por objeto regir las situaciones de hostilidades [...]” (2015, párr. 272).

13 Traducción libre del texto en inglés de la Observación General CCPR-GC-36 en torno al derecho a la vida:

States parties that allow medical professionals to provide medical treatment or the medical means in order to facilitate the termination of life of afflicted adults, such as the terminally ill, who experience severe physical or mental pain and suffering and wish to die with dignity, [21] must ensure the existence of robust legal and institutional safeguards to verify that medical professionals are complying with the free, informed, explicit and, unambiguous decision of their patients, with a view to protecting patients from pressure and abuse (2019, párr. 10).

14 Si bien el concepto de dignidad se remonta a muchos siglos antes, la cualidad de condición inherente a la persona por el solo hecho de ser humano sí es reciente. De hecho, es a partir de los lamentables eventos históricos de la mitad del siglo pasado que se reitera como una cualidad de ser persona, en respuesta a los atropellos de gobiernos que condicionaban la dignidad humana a consideraciones de raza, condición económica, cultura, entre otros.

15 Cuya redacción es la siguiente: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (1948).

16 Cuya redacción es la siguiente:

Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad (1948) [el énfasis es nuestro].

17 Cuya redacción es la siguiente:

Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social (1948).

18 Véase en ese sentido el caso Poblete Vilches y otros c. Chile (2018, párr. 168).

19 Este artículo expresa lo siguiente:

Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad (1948).

20 La redacción completa del inciso 2 del artículo 29 de la DUDH es como sigue:

En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática (1948).

21 Cuya redacción es la siguiente: “[t]oda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad personales” (1969).

22 En este punto, se señala que el artículo 7 debe limitarse a la libertad física. Sin embargo, el referido trabajo que recoge jurisprudencia hasta 2012 no toma en cuenta la sentencia Artavia Murillo que amplía este supuesto.

23 El inciso 2 del artículo 5 de la CADH establece que “Nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano” (1969).

24 Cuya redacción es la siguiente: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. En particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos” (1966).

25 Cuya redacción es la siguiente: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (1948).

26 Por trato cruel, entiéndase

los actos que deliberadamente producen dolor y sufrimiento, pero que por su intensidad no son lo suficientemente severos para ser considerados y calificados como un acto de tortura. Pueden ser actos de violencia física, moral o psicológica, presentados en un contexto similar al de tortura, pero con menor intensidad en su conducta (Dirección del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, 2018, p. 22).

27 Por tratos inhumanos, entiéndase las

conductas que vulneran la propia condición y naturaleza humana y que pueden concurrir a través de daños corporales (más allá del sufrimiento físico o psicológico) con una provocación de sensación de precariedad en la existencia humana de la víctima; asimismo, pueden presentarse en esta modalidad actos de afectación tanto física como psíquica (Dirección del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, 2018, p. 22).

28 Como ha establecido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para este caso:

In any event, the Court is satisfied that the majority of the Supreme Court judges did deal with the substance of the first applicant’s claim. With the exception of Baroness Hale and Lord Kerr, they concluded that she had failed to show that developments since Pretty meant that the ban could no longer be considered a proportionate interference with Article 8 rights (see Lord Neuberger at paragraph 38 above; Lord Mance at paragraph 40 above; Lord Wilson at paragraph 43 above; and Lord Reed at paragraph 52 above) (Nicklinson y Lamb c. Reino Unido, 2002, párr. 85).

29 Como lo ha señalado la Corte Suprema de Canadá para el caso Carter c. Canadá (2015, fundamento 86):

Applying this approach, we conclude that the prohibition on assisted dying is overbroad. The object of the law as discussed, is to protect vulnerable persons from being induced to commit suicide at a moment of weakness. Canada conceded at trial that the law catches people outside this class: “It is recognized that not every person who wishes to commit suicide is vulnerable, and that there may be people with disabilities who have a considered, rational and persistent wish to end their own lives” (trial reasons, at para. 1136). The trial judge accepted that Ms. Taylor was such a person — competent, fully informed, and free from coercion or duress (para. 16).

30 Si bien es cierto, un fallo de 2015 en Argentina (D.M.A. S/declaración de incapacidad) reconoció el derecho a la muerte digna, esta es entendida en otros términos por el tribunal, circunscribiéndolo al derecho de toda persona de no prolongar artificialmente la vida. Es decir, refiere, más bien, al supuesto de limitación del esfuerzo terapéutico.