Josefina Miró Quesada Gayoso
Exmiembro de THĒMIS
Pontificia Universidad Católica del Perú
https://doi.org/10.18800/themis.202201.008
EL GÉNERO EN LA CONCEPCIÓN Y APLICACIÓN DE LA JUSTICIA PENAL
THE GENDERED CONCEPTION AND PRACTICE OF CRIMINAL JUSTICE
Josefina Miró Quesada Gayoso*
Exmiembro de THĒMIS
Pontificia Universidad Católica del Perú
The article analyzes, from a legal and criminological perspective, the role of gender in the conception and application of the criminal justice system, throughout its different stages. As such, it starts by questioning the apparent neutrality offered by criminal law categories, built up and interpreted from an androcentric lens that excludes and devalues female experiences, interests and values. Through a critical literature review that studies the interaction of punitive and patriarchal power, the direct and indirect empirical effects, at a comparative level, of criminal laws, substantive and procedural, designed and applied without a gender perspective are exposed and analyzed. The author afifirms that legal practitioners that apply criminal law tools ought to do so in consideration with gender sensitivity, while formulas of alternative justice that decentralize the traditional punitive paradigm are devised.
Keywords: Gender; criminal justice; feminisms; gender-based violence; discrimination.
El artículo analiza, a partir de una perspectiva jurídico penal y criminológica, el rol del género en la concepción y aplicación del sistema de justicia penal, a lo largo de sus distintas etapas. En esa línea, parte de los cuestionamientos a la aparente neutralidad que ofrecen las categorías jurídico-penales, construidas e interpretadas desde un lente androcéntrico que excluye y desvalora las experiencias, intereses y valores femeninos. A través de una revisión crítica de la literatura que estudia la interacción del poder punitivo y el poder patriarcal, se expone y analizan los efectos empíricos, a nivel comparado de leyes penales, sustantivas y procesales, pensadas y aplicadas sin perspectiva de género. Se sostiene, así, la necesidad de operadores de la justicia de aplicar el derecho penal con perspectiva de género, mientras se idean fórmulas de justicia que descentralicen el paradigma punitivo tradicional.
Palabras clave: Género; justicia penal; feminismos; violencia de género; discriminación.
I. INTRODUCCIÓN
El sistema de justicia penal no es ajeno al género. Así como ocurre con otras instituciones sociales, está fuertemente influenciado por él. El género contribuye a determinar qué tipo de comportamientos son etiquetados como delictivos, a quiénes se les considera delincuentes o víctimas, quién merece protección y quién no, cómo reacciona la sociedad a los comportamientos criminales, y cómo responde el aparato estatal en su objetivo de reprimirlos. Permea, por tanto, y así lo ha hecho históricamente, la configuración normativa y práctica del derecho penal en todas sus facetas. Desde la primera interacción que tiene una persona con el sistema de justicia penal, esta es susceptible de ser impactada por un conjunto de normas, valores y prácticas que tienen su base en un sistema de sexo-género que se entrelaza y refuerza con otras estructuras de opresión que definen su selectividad y tratamiento, en cada una de sus etapas y procesos.
Este trabajo plantea que el derecho no es ciego al género, aunque pretenda serlo. En buena cuenta, que el derecho es causa y consecuencia de cómo se organiza el poder en una sociedad. Es causa porque ha sido un instrumento de validación de relaciones de poder profundamente desiguales e injustas. Y es consecuencia porque el derecho no surge de la nada, sino que bebe continuamente de estas mismas desigualdades sociales, económicas y culturales que sirven de fuente de inspiración de sus propias configuraciones.
El poder al que se hará referencia, para efectos de este trabajo, es el que genera y reproduce la estructura patriarcal; esto es, un sistema de jerarquización entre individuos que favorece el dominio masculino y refuerza la subordinación femenina. El derecho, en este caso, el derecho penal, se enmarca y construye a través de estas dinámicas del poder patriarcal.
A modo de aclaración, es necesario realizar las siguientes precisiones. Primero, qué entendemos por género. Renzetti define el género como el conjunto de “expectativas y normas construidas socialmente que rigen el comportamiento y las actitudes de hombres y mujeres, generalmente organizadas de forma dicotómica como feminidad y masculinidad, reproducidas y transmitidas a través de la socialización” (2013, p. 129). Estas normas tienen pretensión de ser percibidas como ‘naturales’, debido a que se asientan en diferencias anatómicas entre hombres y mujeres (por ejemplo, en las hormonas, genes y cromosomas) que se asumen como innatas e inmodificables. La manera en la que, por siglos, las sociedades han interpretado estas diferencias biológicas y extraído de ellas, mandatos de comportamientos, es lo que finalmente construye el género. Este sistema no sólo distingue a las personas en función del género al que pertenecen (dentro de la dualidad femenino-masculino), sino que las jerarquiza de acuerdo con cómo cada persona adecúe su comportamiento o perfil a estas expectativas socioculturales. Aquellas personas que desafían estos mandatos serán vistas como ‘no apropiadas’ o desvaloradas en sociedad (piénsese en las mujeres que deciden no ser madres). Tales mandatos sobre cómo ‘debemos ser’ o ‘comportarnos’ según nuestro género, son los ‘estereotipos de género’ que operan como creencias preconcebidas fundadas en esta forma de organización social.
En segundo lugar, a pesar de que este trabajo se centrará en la teoría del derecho penal y el tratamiento del sistema de justicia penal hacia las mujeres, este no es un tema ‘solo’ de mujeres. Aunque las experiencias que viven las mujeres en este ámbito han sido ampliamente estudiadas por las criminologías feministas debido a su invisibilización como objeto de estudio (Smart, 1977), las investigaciones sobre el impacto del género en el diseño y funcionamiento del sistema penal largamente exploran el papel de las masculinidades hegemónicas (Connell, 2005; Messerschmidt, 2001). Ello se ve, por ejemplo, cuando el sistema de justicia penal trata de manera más benigna ciertas violencias masculinas sobre otras, sino sobre la base de la adherencia que mantienen con idearios sobre ‘cómo ser hombre’ en sociedad, anclados en expresiones de autoafirmación de la fuerza, autoridad y virilidad; aunque también se ve cuando ciertos delincuentes son más susceptibles que otros (jóvenes, pobres, indígenas o afrodescendientes) de ser detectados por el sistema penal dada la interacción de estas masculinidades con nociones estructurales de clase y raza (Katz, 2019).
En tercer lugar, si bien en su gran mayoría, el género se define en términos binarios (donde se asume que solo hay un género femenino y otro masculino tradicional); en realidad, este abarca un espectro amplio de identidades. En ese sentido, las personas que no se adecúan a la matriz binaria del género, o a la matriz heteronormativa de la cis-sexualidad, esto es, que no constituyen mujeres u hombres cis-heterosexuales, son igualmente –o hasta aún más– objetos de formas diferenciadas o, incluso, acentuadas de discriminación y violencia de género (Valcore & Pfeffer, 2018).
En cuarto lugar, el género jamás actúa en aislamiento. Este dialoga e interactúa con múltiples formas de desigualdades de poder que generan experiencias distintas y profundizan los niveles de discriminación ya creados por el sistema sexo-género (Burgess-Proctor, 2006). Ni los hombres ni las mujeres son colectivos homogéneos. Los diagnósticos y respuestas, por ende, que se generen para prevenir la violencia masculina hacia las mujeres deben atender las particularidades de cada grupo. El enfoque de género, tal como lo conciben los movimientos feministas, debe así reconocer y comprender el complejo tapiz de opresiones que viven mujeres, niñas y adolescentes por razones de raza, clase, sexualidad, discapacidad, colonialidad, y otros, a través de una mirada interseccional.
En quinto lugar, finalmente, la definición de violencia de género que será utilizada aquí es aquella recogida por la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como la Convención de Belém do Pará –de la que Perú es Estado Parte– para referirse al concepto de violencia contra la mujer: “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado” (1995, art. 1). Es decir, no se limita únicamente a la violencia de pareja.
Tomando estas premisas, este artículo explorará y analizará la influencia del género en la teorización y aplicación del sistema de justicia penal. Como tal, se estructurará de la siguiente manera. La primera sección abordará la concepción del derecho penal como una disciplina androcéntrica, desentrañando su ‘masculinidad’ arraigada en sus orígenes, a través del tiempo. Posteriormente, se desarrollará cómo la administración de la justicia penal, a través del diseño e implementación de las leyes penales reproduce dinámicas de género y resultados discriminatorios directos e indirectos a lo largo de sus respuestas, centrándose en el impacto hacia mujeres en su condición de víctimas y victimarias. En esta parte, además, se incluirá como estudio de caso el análisis de una sentencia de un caso de violación. Enseguida, se expondrán los alcances sobre los debates de la ‘igualdad versus la diferencia’ en la respuesta que debe ofrecer el derecho penal al atender la criminalidad; y finalmente, se esbozarán los desafíos y posibles soluciones para futuras intervenciones dentro, pero, sobre todo, más allá del paradigma de la justicia formal masculina propia del derecho penal.
II. EL PECADO ORIGINAL: LA FALSA NEUTRALIDAD DEL DERECHO PENAL
La ley ve y trata a las mujeres como los hombres ven y tratan a las mujeres
Catherine MacKinnon (2006, p. 644)
Durante años, las necesidades, intereses, experiencias y valores protegidos por las leyes han sido los de un supuesto sujeto neutro cuyas características se han construido a imagen y semejanza de las de un varón (Bodelón, 2008; Fuller, 2016; Schulhofer, 1995). El así llamado ‘sesgo androcéntrico’ que históricamente ha caracterizado al derecho refiere a una visión del mundo que asume como ‘norma’ y eje de todas las cosas el punto de vista masculino (Facio & Fries, 2005). Se trata de una mirada que representa un ideal masculino descrito en términos ‘universales’, ergo, trasladables a la humanidad, que deliberadamente excluye y desvalora todo aquello vinculado a lo femenino. Lo dijo Simone de Beauvoir: “[é]l es el Sujeto, él es el Absoluto; ella es lo otro” (1949, p. 49).
La exclusión de lo femenino en la regulación de intereses a proteger ha sido una constante a lo largo de diversos mecanismos de control social, incluido el derecho penal. Tradicionalmente, esta disciplina se ha enseñado como si sus reglas fueran neutras al género, o como si el género en el desarrollo del comportamiento criminal, o la identidad del victimario o la víctima fueran irrelevantes en la forma en la que se interpretan y aplican estas reglas (Nicolson, 2000, p. 1). No es sino a partir de la década de 1970 que los movimientos feministas en occidente lograron hacer visible el papel que jugaba el género en la teorización del derecho penal, específicamente, la ‘masculinidad’ incrustada en sus bases y categorías.
La intervención del derecho penal en regular experiencias e intereses femeninos antes ignorados surgió como respuesta a trabajos que revelaron que el derecho, lejos de proteger efectivamente por igual a las personas, operaba de manera apática o destructiva con relación a las mujeres (Burman & Gelsthorpe, 2017; Facio, 2009b; Larrauri, 2007; MacKinnon, 2006; Smart, 1989). El derecho tenía un “poder de exclusión casi invisible” (Ni Aolain, 2012, p. 115). En palabras de Olsen, “las actividades importantes de nuestra sociedad son reguladas por el derecho y cuando éste mantiene una postura o posición de ‘no intervención’, esto implica que las mujeres simplemente no son tan importantes para que sean dignas de regulación legal” (2009, p. 149). La hipocresía de esta normatividad no sólo desconocía daños desproporcionadamente experimentados por ellas al interior de sus hogares, sino que esta impunidad legitimaba las violencias ejercidas por varones que generalmente mantenían una relación de confianza con ellas, por ejemplo, en lo referido a la violencia doméstica. No eran extraños, como ocurría con otras formas de criminalidad tradicional, los que cometían esta violencia, sino personas –en específico, varones– sobre las que existían (y existen) expectativas de respeto o protección, de las que justamente se abusaba.
Como esta violencia se perpetraba principalmente en el espacio privado, la percepción de esta como un asunto que solo incumbía a las personas directamente involucradas –y no a la sociedad– no sólo reflejaba (y aun así lo refleja) extendidos imaginarios colectivos; sino informaba las leyes procesales que la trataban (Schneider, 2010). Por ejemplo, en el Perú la violación era regulada como un delito de acción privada –siguiendo la lógica de los delitos contra el honor donde el fiscal no persigue– que permitía, además, la conciliación como un mecanismo para resolverlo, como si se tratara del incumplimiento de un contrato civil entre partes iguales. Por ello, hasta 1997, las víctimas tenían que directamente presentar una denuncia penal para que la maquinaria del sistema de justicia penal peruano se activara. Esta invisibilización por parte del derecho penal al abordar las violencias de género contra mujeres encontró en la criminalización una forma de materializar la existencia de un problema que antes no era visto como tal (Bodelón, 2008, p. 293). Así, conforme se fueron conociendo algunas de las formas más prevalentes y devastadoras de violencia hacia mujeres y niñas, inicialmente focalizadas en el ámbito familiar, fueron ampliando y profundizándose la comprensión y las definiciones de lo que se consideraba delito (Burman & Gelsthorpe, 2017, p. 9).
La aparente neutralidad del derecho penal ha sido ampliamente criticada por autoras feministas que han estudiado no sólo la selectividad en las conductas a reprimir y sancionarse, sino la misma dogmática penal, desde sus principios jurídicos hasta las teorías de atribución de responsabilidad penal (Bodelón, 2008; Daly & Chesney-Lind, 1988; Facio, 2009a; Larrauri, 2007; MacKinnon, 2006; Maqueda Abreu, 2014; Olsen, 2009; Smart, 1989). En lo que respecta a la no criminalización de conductas, el derecho penal –tanto en su poder represivo como comunicativo–, ha contribuido hasta fines del siglo pasado a normalizar ciertas conductas masculinas en el espacio privado, como la violencia doméstica ejercida por esposos o padres; o a enmarcarlas como comportamientos lesivos únicamente si lesionan intereses ajenos a los de las mujeres. La ‘honorabilidad’ de una mujer, por ejemplo, era el bien jurídico a proteger en los delitos de violación, y hasta hace poco más de dos décadas, la gran mayoría de legislaciones en la región preveía como exención de responsabilidad penal que el acusado ofreciera casarse con la víctima para ‘restaurar’ el honor mancillado. Incluso, en casos de violación grupal, bastaba que uno hiciera el pedido para eximir de pena al resto.
Este poder patriarcal no sólo se manifestaba (y manifiesta) en la no criminalización de conductas dañosas para mujeres y niñas, sino a través de la criminalización de la sexualidad y reproducción femenina. Piénsese en los delitos de aborto o en la prostitución. En el primer caso, la libertad de decisión de las mujeres sobre su cuerpo es censurada a través del uso de la fuerza estatal, y etiquetada como algo desviado y delincuencial. Se obvian así intereses, o propiamente, derechos fundamentales de las mujeres y personas gestantes, como la integridad, una vida libre de violencia, libre desarrollo de la personalidad, o la prohibición de tortura o sufrir tratos crueles e inhumanos. Mientras se castiga a las mujeres por interrumpir su embarazo, reforzando el mandato social de la maternidad –aun si esta es directamente contraria a la voluntad de la gestante–, se ignora el papel que juegan los hombres en la formación de ese concebido que se dice proteger. En otras palabras, un hombre puede ‘abortar’ su responsabilidad pre-parental sin ningún tipo de consecuencia penal. Con ello, el derecho penal reafirma el destino social de las mujeres, anclado a su capacidad reproductora, validando así, la violencia sexual en su forma de maternidad forzada.
Con relación al trabajo sexual, al margen de la fórmula legal que los Estados adopten en la intervención penal, sea de la prestación del servicio, su consumo o las actividades circundantes, no se puede obviar la vinculación que tiene esta actividad con el poder punitivo. El género influye, por ejemplo, en el diseño de una política criminal que decide no criminalizar a clientes –en su gran mayoría, hombres– de la prostitución por considerar perfectamente ‘normal’ que un hombre ejerza una transacción comercial sobre el uso y dominio sexual del cuerpo de una mujer (Larrauri, 2008, p. 23). Paradójicamente, el género también influye cuando se criminaliza a los consumidores al afectar desproporcionadamente a las trabajadoras sexuales quienes al recibir menos ingresos pierden la capacidad para negociar, tienen menos poder, y por ende, más posibilidades de ser violentadas (Bachlakova, 2020). Influenciados, además, por dinámicas de clase y raza, el género influye en la actuación de oficiales que selectivamente sospechan y vigilan a quienes ejercen la prostitución en la calle (streetwalkers), mientras ignora a las así llamadas escorts y call-girls (Nicolson, 2000, p. 9).
A la actualidad, sorprende que, a pesar de las múltiples modificaciones a legislaciones abiertamente sexistas –siguiendo las recomendaciones de organizaciones internacionales de derechos humanos–, en la región, persisten leyes que cobijan aún expectativas de comportamientos masculinos o femeninos considerados ‘naturales’ y/o ‘apropiados’. Es decir, las leyes siguen construyendo desde su literalidad el género. Así, el Código Penal Federal de México, por ejemplo, hasta antes de la sentencia de la Corte Suprema de 2021 que despenalizó el aborto hasta la semana 14, atenuaba las penas de este delito a mujeres cuyo embarazo era el resultado de una relación sexual fuera del matrimonio, solo si la mujer no tenía una mala reputación y si el embarazo se mantenía en secreto (Nuñez Rebolledo, 2019, p. 33). Por su parte, el Código Penal peruano, que solo tiene despenalizado el aborto terapéutico –cuando la vida o integridad de la gestante peligra–, atenúa la pena en casos de violación siempre que el embarazo fuera producto de una violación “ocurrida fuera del matrimonio“ (art. 120, inciso 1), con lo cual, normaliza la violación conyugal. Finalmente, en el caso de Chile, el artículo 365 del Código Penal aún criminaliza las relaciones sexuales consentidas entre jóvenes de 14 a 18 años, siendo la edad para consentir 14 en el resto de los casos; institucionalizando con ello, el control sobre el deseo sexual no heteronormativo.
El Comité para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (en adelante, Comité CEDAW) en su recomendación 33 sobre acceso a la justicia, señala que los códigos y leyes penales y/o de procedimientos penales discriminan contra la mujer cuando: (i) tipifican como delitos formas de comportamiento que no son delitos ni son punibles con el mismo rigor que si fueran realizados por hombres; (ii) tipifican como delitos comportamientos que sólo pueden ser realizados por mujeres, como el aborto; (iii) evitan penalizar o actuar con la debida diligencia para prevenir y proporcionar recursos en delitos que afectan desproporcionada o únicamente a las mujeres; y (iv) encarcelan a mujeres por delitos leves y/o incapacidad para pagar la fianza por dichos delitos (Comité para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer [Comité CEDAW], 2015, p. 20). En la dogmática penal, esta discriminación se evidencia principalmente en la implementación de sus reglas. De acuerdo con Larrauri, el derecho penal neutraliza a las mujeres cuando en sus normas, regula comportamientos ‘en abstracto’, que en la ‘práctica’ arrojan resultados que afectan particularmente a las mujeres (2008, p. 24). Es decir, ofrece reglas que aparentan adaptarse a una realidad indistintamente del sexo de una persona, cuyos efectos discriminatorios aparecen en el momento de su interpretación y aplicación.
Tomando el caso peruano, el ejemplo más claro es la figura del ‘homicidio por emoción violenta’ del artículo 109 del Código Penal. Aunque teóricamente la ley no distingue quién se beneficia de la mitigación de responsabilidad penal, cuando una persona mata a otra en el contexto de una ‘pasión incontrolable’, en la práctica, esta figura ha sido utilizada reiteradamente para favorecer a hombres que matan a ‘sus’ parejas o exparejas femeninas, motivados por razones estrechamente vinculadas al sistema sexo-género dominante. En ese contexto, el operador de justicia que interpreta este atenuante se pregunta ¿Cómo reaccionaría el ‘hombre promedio’ a la provocación de su ‘víctima’, quien le ha sido infiel? Si en el Perú, un tercio de la población considera que una mujer infiel debe ser castigada por su pareja (Instituto Nacional de Estadística e Informática [INEI], 2020), tomando en cuenta que esta creencia hoy ampliamente respaldada era aún más extendida en años anteriores, no es raro considerar que tal creencia influirá en el contenido de dicha norma. En el contexto de una infidelidad o de celos, donde se representa a las mujeres bajo el estereotipo de género de ser posesión de un varón o donde se les cosifica, la aplicación de esta figura aparentemente ‘neutra’ termina, bajo una interpretación sin enfoque de género, legitimando la violencia de género como herramienta de control cada vez que una mujer desafía esta representación socialmente construida (Díaz et al., 2019). Visto así, en realidad, casos como estos serían supuestos de feminicidio, donde debiera existir una pena mayor (no menor).
Los efectos discriminatorios en la aplicación de un derecho penal aparentemente neutro en su formulación se revelan también en la figura de la legítima defensa. Un ejemplo frecuente que suele utilizarse para mostrar los supuestos en los que esta es aplicable es el de un ciudadano (la representación mental es la de un hombre) atacado intempestivamente en la calle que se defiende de un ladrón (otro hombre) con un arma. Basado en un modelo masculino paradigmático de defensa, el requisito de repeler una agresión actual, inminente y ‘proporcional’ (aunque en muchos casos, como el peruano, el criterio de proporcionalidad ha sido reemplazado por el de racionalidad del medio) para que sea aplicable, ignora deliberadamente los supuestos de mujeres que son víctimas de abuso doméstico sistemático y prolongado, que matan o lesionan a sus parejas/agresores, para defenderse a sí o a sus seres queridos. Por razones de socialización, las mujeres no responden de igual forma que los hombres a la violencia que se ejerce sobre sí. Debido a su menor tamaño, fuerza y tendencia a reaccionar en el acto, sino, más bien, después de situaciones prolongadas de miedo, desesperación y humillación, esta figura ha sido intrínsecamente inadecuada para beneficiar a las mujeres (Nicolson, 2000, p. 12). Según Ortega Ortiz:
Este intercambio ataque-respuesta inmediata hacia la violencia es inherente a la masculinidad hegemónica. Es decir, la norma penal perpetúa un mandato de género: los hombres responden —o deben responder— como protectores de su familia, de su propiedad, del ámbito privado que dominan y que les pertenece frente a las agresiones injustas e intempestivas provenientes del ‘afuera’. Es esta conducta que legitima la norma penal; esta es la racionalidad o la carga simbólica detrás de la exigencia de que la reacción sea inmediata (2021, p. 222).
En estos casos, además, la interpretación que se haga del ‘dolo’ para evaluar la tipicidad subjetiva arrojará igualmente resultados dispares al momento de analizar la reacción de la mujer. La pregunta ahí recaerá en si el uso de los medios disponibles para repeler el ataque respondió a un ‘dolo’ de matar o solo ‘de lesionar’. Si, como resultado de la agresión, el hombre no muere, los operadores de justicia deben evaluar si ella quiso matarlo (y no pudo) o solo lesionarlo. Es decir, si fue un homicidio en grado de tentativa o unas lesiones consumadas, teniendo el primer caso, una pena mayor. Uno de los indicadores para saber qué tipo de ‘dolo’ debe aplicarse refiere al arma que utilizó una persona para defenderse. Normalmente, cuando el arma es peligrosa, este es un indicio que hubo ‘dolo de matar’. Lo que no dice el derecho penal en estos casos, es que, mientras un hombre puede estrangular con sus manos a su pareja y matarla, una mujer raramente podría hacerlo (Larrauri, 2008). Sea para lesionar o matar, será habitual que la mujer use un arma peligrosa.
Visto en esos términos, es mucho más probable que, frente a una defensa de este tipo que no culmina en la muerte del agresor, ella sea juzgada con ‘dolo de matar’, aún si este no murió. Si el caso hubiere sucedido a la inversa, sin embargo, bastaba que el agresor usare su fuerza para repeler la agresión de una mujer, lo que implicaría una mayor probabilidad de que, al margen del resultado de muerte, sea juzgado con ‘dolo de lesionar’. El razonamiento que suele imperar en estos casos es que, si él hubiera querido matarla, lo habría hecho, pero si no muere (por motivos ajenos a los del autor), es porque no quiso, por ende, sería un delito de lesiones, y no un homicidio en grado de tentativa. Es decir, para un hecho que parece teóricamente el mismo, quien recibiría, en la práctica, una sanción mayor sería siempre la mujer que se defiende, y no el hombre (si la situación ocurriera a la inversa).
Esta manera de poner a prueba una dogmática aparentemente neutral fue estudiada por Larrauri en sentencias españolas que dieron muestra del patrón antes señalado, donde la presencia del mismo elemento (por ejemplo, un arma letal) se usó como un indicio para negar el ‘dolo de matar’ en los hombres (‘si quería matarla, lo hubiera hecho’), y afirmarlo en el caso de las mujeres (‘si tenía el arma es porque quería matarlo, pero falló’), lo que genera, en la práctica, sanciones más elevadas en el caso de las mujeres (Larrauri, 2008). En este mismo estudio, Larrauri además identificó, cómo una figura agravada en el caso de un homicidio con ‘alevosía’ –es decir, aprovechando el estado de indefensión de la víctima–, suele ser aplicada cuando la mujer, víctima de maltrato sistemático mata al marido, pero no a la inversa. Esto, porque la mujer para tener éxito en su hazaña matará siempre de forma desprevenida (cuando duerme, está ebrio o de espaldas), mientras que el marido no necesita que ello ocurra así para consumar un homicidio. Este modo de actuar de parte de la mujer sindicada sería, para los tribunales, ‘cautelosa y taimada’, por tanto, más reprochada (Larrauri, 2008, p. 26). La aplicación discriminatoria, así, de una figura que parece neutra hará que la mujer siempre reciba una sanción mayor que el varón en la práctica.
Esto ha sido advertido igualmente en un informe del Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belem do Para (en adelante, MESECVI), en el que señala que la interpretación de la ‘legítima defensa’ sin perspectiva de género ha hecho que un importante número de mujeres en la región, sujetas a un contexto de violencia doméstica sistemático, sean procesadas penalmente por el delito de homicidio o lesiones, a pesar de haber actuado en defensa de ellas o de sus hijos o hijas (2018, p. 4). Interpretar la figura de la legítima defensa con perspectiva de género implica, por tanto, tomar en cuenta lo siguiente:
la desproporción física (en muchas ocasiones las mujeres tienen una menor contextura física que sus agresores); la socialización de género (que hace que muchas veces las mujeres no estén entrenadas para responder a agresiones físicas con medios equivalentes, o la falta de entrenamiento para el manejo de armas), así como la dinámica propia del ciclo de violencia, donde las mujeres se encuentran desprovistas de herramientas emocionales para reaccionar de acuerdo al estándar masculino propuesto por el derecho penal tradicional (Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belem do Para [MESECVI], 2018, p. 13).
Las variadas formas en las que el género da forma a la dogmática del derecho penal han sido ampliamente estudiadas por criminólogas feministas. Su aporte ha permitido explorar el impacto que tiene el género en el proceso de criminalización y victimización, el objeto de estudio, la reacción social al crimen, y en particular, la propia disciplina criminológica: sus teorías, epistemologías, metodologías, etc. (Burman & Gelsthorpe, 2017; Carrington, 2013; Wahidin, 2013). Desde las teorías feministas del derecho también se ha logrado desnudar la masculinidad del derecho penal, ofreciendo herramientas jurídicas, dogmáticas y metodológicas para contrarrestar sus efectos discriminatorios directos e indirectos. Androcéntrico de raíz, el derecho penal ha conducido inevitablemente a un tratamiento empíricamente diferenciado –y en muchas ocasiones, perjudicial– de las mujeres y diversidades sexuales, a lo largo de las etapas del sistema del que forma parte.
III. EL TRAYECTO PENAL
El sistema de la justicia penal falla a las víctimas, a los perpetradores, y a la comunidad: nadie gana
Gelsthorpe & Larrauri (2010)
La justicia penal involucra un proceso extenso y complejo compuesto por decisiones múltiples que toman diferentes actores a lo largo de diferentes etapas. Desde policías y fiscales, hasta jurados (ahí donde el sistema legal lo permite) y jueces, cada operador de justicia decide qué y a quién (y cómo) denunciar, investigar, enjuiciar, condenar, absolver o castigar.
Al igual que en su ideación, la impartición de la justicia penal también se encuentra modelada por factores basados en género. Reconociendo las variaciones dentro de cada jurisdicción doméstica, comparto en esta sección estudios a nivel comparado que revelan cómo interviene el género en tres fases que suelen tener los procesos penales: (i) la investigación y acusación; (ii) el juzgamiento y la sentencia; y (iii) la ejecución de la pena en prisión y la reparación. Por último, se tomará como ejemplo una sentencia del Poder Judicial en Perú sobre un caso de violación que da cuenta de las maneras cómo se infiltran los estereotipos de género en la administración de justicia.
A. Investigación y acusación
La primera etapa es probablemente la más importante del proceso penal. Las decisiones que toman policías y fiscales, en la fase de investigación y acusación, respectivamente, determinan quién ingresa y supera los filtros del sistema de justicia penal y, en última instancia, deciden si un caso será llevado a juicio o no. Por eso, se dice que son los ‘guardianes’ del sistema (Spohn et al., 2015, p. 93); y, lamentablemente, muchas de las denuncias de violencia de género contra mujeres acaban ahí (Tapia, 2021).
Con respecto a la policía, al igual que con otras profesiones dominadas por hombres, como el ejército, diversas investigaciones han demostrado cómo el género organiza el comportamiento de hombres y mujeres en este primer momento (García-Moreno et al., 2013; Kruahiran et al., 2020). Ahí, aunque factores legales, como la gravedad del delito y la solidez de la evidencia juegan un papel importante en las decisiones de procesar una denuncia o no, igual o más importancia tienen los factores extralegales, como las características personales de las víctimas y los delincuentes (Spohn et al., 2015, p. 94).
Variados trabajos evidencian que las investigaciones policiales, desde etapas preliminares, en casos de violencia basada en género se guían por estereotipos que hacen a algunas víctimas-sobrevivientes más creíbles que otras (Garza & Franklin, 2021; Hotaling & Buzawa, 2003; Kruahiran et al., 2020). Por ejemplo, se ha demostrado que el consumo de alcohol por parte de las víctimas influye la respuesta policial en su tendencia a considerar que estas son parcialmente responsables de su victimización, lo que reduce las posibilidades de adoptar una respuesta energética, así como las posibilidades de llamar a un fiscal o arrestar al sospechoso (Goodman‐Delahunty & Graham, 2011; Venema, 2019).
A nivel del Perú, la culpabilización de la víctima no es ajena a la evaluación del delito en esta primera etapa del proceso. Estudios no publicados sobre la presencia de estereotipos de género en fiscales, destacan que un 34% de ellos considera que la mujer víctima de violencia doméstica es parcialmente responsable de la agresión que ha vivido (De Assis, 2019).
Estas formas de trasladar sutilmente la responsabilidad de la agresión a las víctimas, sin embargo, no son propias del cuerpo policial, sino que invaden los imaginarios populares en sociedades sexistas, donde la respuesta hacia el mismo comportamiento realizado por personas de distinto sexo recibe una valoración diferente, según nociones de género imperantes. Este doble estándar es especialmente evidente con el consumo de alcohol y/o drogas por parte de mujeres y/o varones. Como afirma la Organización Mundial de la Salud (en adelante, OMS), si es una mujer quien ha consumido alcohol o drogas, esta será generalmente culpabilizada por la agresión sexual que sufra; pero si es un hombre quien agrede en esas condiciones, entonces, será usual que se le justifique o excuse por estar ‘bajo la influencia’ de tales sustancias, pues se espera que no pueda controlar su comportamiento (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2003, p. 8).
Aunque culpar a las víctimas de la violencia que denuncian es una reacción que no sólo ocurre en los delitos de género, la dimensión y forma que toman ahí es desproporcionada en perjuicio de las mujeres. Un estudio que compara las reacciones de un grupo de participantes hacia víctimas de una violación con víctimas del delito de robo revela que la presencia de factores como la intoxicación de las víctimas o la relación previa entre víctima y victimario, inciden en la percepción que se tiene sobre la culpa de las víctimas en su propia victimización. Así, cuando estos dos factores están presentes en ambos delitos, la tendencia a culpabilizar a las víctimas del delito de violación es mucho mayor en comparación a la tendencia de culpabilizar a las víctimas de un delito de robo (Bieneck & Krahé, 2011).
Al igual que con el consumo de alcohol, se ha documentado también que otras características propias de los delitos de violación que se corresponden con el paradigma de la ‘violación real’ (Estrich, 1987) tienen más probabilidades de desembocar en el arresto del presunto delincuente (Bouffard, 2000). El estereotipo de la ‘violación real’ describe una representación social sobre las violaciones como delitos perpetrados por desconocidos, usualmente llevados a cabo con un arma, en el espacio público, donde hay de por medio forcejeo y resistencia física por parte de la víctima; todos elementos que no suelen estar presente en la gran mayoría de casos. Por poner un ejemplo, del total de denuncias por violación en Perú, solo el 16.7% fue perpetrado por un extraño; mientras que el 38.2% fue por un familiar, el 3.9% por una pareja o ex pareja y el 41.2% por un conocido (Ministerio Público, 2018). Del mismo modo, de las denuncias presentadas por este delito, solo el 4% ocurrió en la vía pública y 5% en un descampado (INEI, 2018). La representación de la ‘violación real’ no sólo jerarquiza las formas de cometer una violación sexual, tratando con mayor severidad aquellos casos que cumplen con este paradigma, sino que termina generando una reacción más indulgente con aquellos casos que no encajan en este ideal, que son casualmente, la mayoría.
En esa línea, estudios sobre la decisión que toman policías o fiscales que reciben denuncias por violación contra mujeres adultas, cuyas características coinciden con la representación de la ‘violación real’ o algún mito sobre la violación usado para justificar o minimizar su gravedad (Burt, 1980), como que las denuncias sean ‘oportunas’ (es decir, presentadas inmediatamente después del delito o poco tiempo después) o que haya existido resistencia física por parte de la víctima, revelan que los agentes perciben estos elementos como facilitadores de una condena, por lo que aumentan la probabilidad de formular una acusación y llevar los casos a juicio (Spohn & Tellis, 2019; Wentz, 2020). Por último, cuando se trata de violaciones sexuales donde la víctima es un varón, hallazgos sugieren que, dado que los oficiales de la policía tienden a representarse a las víctimas varones de violación como ‘homosexuales’, las actitudes homofóbicas al interior de la subcultura policial hace que estas se vuelvan invisibles; lo que lleva a la incredulidad o culpabilización de la víctima, y a asumir el delito como algo trivial (Javaid, 2015).
Con respecto a las mujeres delincuentes, se ha documentado que la apariencia de las mujeres aumenta las sospechas de la policía y las posibilidades de detenerlas si no son vistas como ‘mujeres respetables’ (Edwards, 1984). Las trabajadoras sexuales que desafían la convención social de ‘víctimas ideales’, no solo son más susceptibles de ser arrestadas por policías, sino también más propensas a ser victimizadas por ellos (Nixon et al., 2002), incluso hay países donde no es delito la prestación de sus servicios (Daich & Sirimarco, 2014). Esto también se ve con las mujeres trans en Canadá, que narran cómo la policía las perfila comúnmente como trabajadoras sexuales y las arresta sin causa alguna, en lo que se conoce como la práctica de “caminar mientras se es trans” (Grant et al., 2011, p. 138). Con respecto a los poderes de detención y registro de los efectivos, Keenan afirma que, aunque es más probable que los hombres sean detenidos que las mujeres (especialmente si son jóvenes, pobres y pertenecen a una minoría social), esto puede explicarse debido a las diferencias de socialización de género en su estilo de vida que resultan en menos mujeres optando por salir solas a la calle por la noche (2000, p. 37).
B. Juzgamiento y sentencia
En lo que respecta al juzgamiento de un caso, las dinámicas de género intervienen usualmente en la valoración de la evidencia llevada a juicio y en la decisión final que toman los jueces (o jurados) sobre la culpabilidad de un acusado (Di Corleto, 2017; Piqué, 2019). Los estereotipos de género se erigen así como un paradigma mental a través del cual se toman decisiones basadas en creencias preconcebidas o mitos, antes que en hechos. Como señala el Comité CEDAW, estos interfieren al evaluar el comportamiento que debió tener una mujer en el escenario juzgado, sea como víctima o acusada, o en su credibilidad, dando, así, como resultado, una interpretación errónea de la ley o aplicación defectuosa (2015, p. 14)
En los delitos de violación, por ejemplo, el mito de la ‘violación real’ puede influir en la expectativa de los jueces de contar con medios probatorios que demuestren rezagos de violencia física ejercida sobre las víctimas-sobrevivientes y de resistencia física como respuesta a ello para valorar el caso con mayor severidad, ignorando que la gran mayoría no cumple con estas características. Según la OMS, al menos dos tercios de delitos de violación no dejan este tipo de lesiones (2003, p. 11). De ahí que el MESECVI haya señalado expresamente que no necesariamente debe existir evidencia física en la víctima para acreditar un caso de violación (2021, p. 35). A pesar de ello, la ausencia de este tipo de lesiones es, en casos, interpretado por juzgadores como un elemento que abona a la no culpabilidad del acusado, incluso en supuestos en donde la víctima estaba bajo los efectos del alcohol o se paralizó por miedo (Munro & Kelly, 2009, p. 290).
Esta representación restrictiva de la violación es informada por nociones de género que describen un ideal sobre ‘cómo deberían responder las mujeres’ a estas violencias, sin tomar en cuenta el temor que usualmente les invade en el momento; o, en todo caso, que lo racional sería no resistir físicamente para evitar mayor violencia o represalias en su contra. La presencia de lo ‘físico’, que se asume como ‘real’ o ‘palpable’, invade también la valoración que tienen los jueces en estos casos cuando no hay en el juicio pericias médicas que demuestren lesiones genitales en el ‘canal vaginal’. No sólo se interpreta como menos grave, sino que, incluso, como evidencia de que, la ausencia de fricciones en aquella zona del cuerpo implicaría que hubo lubricación, por tanto, un ‘orgasmo femenino’ que demostraría el consentimiento de la víctima. La prioridad que otorgan los jueces a la pericia médico legal para resolver estos casos es señal de esta sobrevaloración, en desmedro de otras pruebas, como el testimonio o las pericias psicológicas (Defensoría del Pueblo, 2011; Siles, 1995).
Se ha documentado que la caracterización de la violación (sea de la víctima, del acusado o del hecho) y las pruebas que se tengan determina en gran parte el sentido de los fallos (Lovett & Kelly, 2009; McKimmie et al., 2014). Según un informe sobre los obstáculos que enfrentan las víctimas de delitos sexuales en España, mientras los procesos penales por delitos sexuales violentos perpetrados por un desconocido suelen terminar en sentencia condenatoria, aquellos que se cometen dentro de una situación más amplia de violencia doméstica, donde hay una relación afectiva duradera entre personas adultas, suelen tener tasas de absolución más elevadas, decantándose más los éxitos en condenas por violencia o maltrato habitual (Soleto et al., 2021, p. 47). Una explicación podría estar vinculada a la influencia que tienen los mitos de violación sexual, en virtud del cual, se aprecia que la violación al interior de una relación sentimental es menos grave, o no lo es, pues influye el estereotipo de género de cosificación o posesión del varón sobre su pareja mujer.
Con relación a las mujeres en su condición no de víctimas denunciantes, sino de acusadas, el sistema de justicia penal también es susceptible de arrojar resultados discriminatorios al deliberar sobre la atribución de su responsabilidad penal. En un estudio jurisprudencial sobre mujeres delincuentes, Laurenzo Copello advirtió que esto puede ocurrir cuando los jueces realizan una aplicación puramente formalista y descontextualizada de las normas penales, sin perspectiva de género (2019). Para ello, menciona tres supuestos. El primero, cuando se les condena por no evitar que sus hijos sean agredidos por su pareja maltratadora, obviando el contexto de violencia familiar y el temor al que están sujetas, filtrándose expectativas sexistas que delimitan la interpretación de su ‘deber de garante’ conforme a su rol de madre/cuidadora y exigiéndole actuar de manera heroica para evitar dicho resultado. Segundo, cuando, en un contexto de maltrato habitual, las mujeres matan o lesionan a su pareja agresora y al evaluar la antijuricidad de la conducta, se evita aplicar la eximente de legítima defensa o, incluso, el miedo insuperable para el análisis de la culpabilidad, interpretando de manera restrictiva y androcéntrica los elementos de tales figuras. Tercero, en los delitos de tráfico de drogas, donde la evidencia da cuenta que el grueso de mujeres delincuentes acaba ahí por razones de profunda marginalidad socioeconómica vinculados a la feminización de la pobreza, cuando no se consideran los males concretos que enfrentan las mujeres en esas circunstancias, propias de sus roles de género, y se obvia explorar eximentes de responsabilidad penal aplicables, como el estado de necesidad. Tales contextos de violencia y discriminación que enmarcan la criminalidad femenina no pueden, por ende, obviarse a la hora de enjuiciar su conducta delictiva.
Ciertamente, en lo vinculado a las condenas contra mujeres delincuentes, la literatura ha identificado que estas suelen recibir sentencias más indulgentes que aquellas aplicadas a los varones (Bontrager et al., 2013; Carlen & Worrall, 2004; Hedderman et al., 1997). La tesis que explicaría esta tendencia es que el sistema de justicia penal no necesitaría ser más severo con ellas, pues las mujeres ya son fuertemente disciplinadas a través de medios informales de control, como, por ejemplo, el de la familia (Maqueda Abreu, 2014, p. 120). Esta indulgencia, sin embargo, no se aplica de la misma manera a todas las mujeres. Entender el impacto diferenciado del género en el sistema de justicia penal pasa por comprender que esta no sólo responde diferente a las conductas femeninas con relación a las masculinas, sino que trata diferente las conductas al interior de cada grupo social sino sobre la base de cómo se adecúa el comportamiento a mandatos de feminidad o masculinidad tradicional.
En esa línea, se ha identificado que existe un trato más severo del sistema de justicia penal a aquellas mujeres a las que se le considera ‘doblemente desviadas’ tanto de la ley, como de las normas de género (Gelsthorpe, 2004). En otras palabras, quienes siguen el rol de ser una ‘buena mujer’ (por ejemplo, encargada de la crianza de sus hijos o del cuidado de su esposo), suelen recibir un mejor trato en sus condenas que las mujeres lesbianas o las madres solteras (Eaton, 1986), o simplemente, que aquellas consideradas ‘malas madres’ (Russell, 2013; Worrall, 1990). Por su parte, la severidad de las condenas no sólo vendría influenciada por el género al que pertenece el infractor, sino por la relación que mantiene el infractor con la víctima a la luz de las expectativas de género dominante. Así, un estudio sobre sentencias en Estados Unidos demostró que los delincuentes varones que victimizan a mujeres recibían sentencias más largas en comparación con otros delitos en el que el género de la víctima era indiferente. La razón, de acuerdo al autor, estaría vincula a la infracción adicional de un mandato social, propio del sexismo benevolente (o mejor dicho, paternalista), que representa a los hombres como naturalmente protectores de las mujeres, por lo que existiría una infracción y desvaloración social adicional al delito per se, vinculadas al incumplimiento de su rol protector (Curry et al., 2004).
C. La ejecución de la pena y la reparación
Centrándonos en la forma y ejecución de la pena, se ha afirmado que los regímenes penitenciarios donde están recluidas las mujeres prisioneras históricamente se han organizado para feminizar, domesticar, medicalizar e infantilizarlas (Carlen & Worrall, 2004). Una investigación sobre tales sistemas penitenciarios en el Reino Unido evidencia que las mujeres están sujetas a una mayor vigilancia y regulación que los hombres recluidos (Sim, 1990) y que los tratamientos socioeducativos que reciben están orientados a equipar a las reas con habilidades que es más probable que sean utilizadas cuando salgan en libertad, esto es, tareas domésticas, de costura o peluquería (Carlen, 1983). Un estudio de prisiones en Andalucía, España confirma el sesgo de género no sólo al haber menos ofertas de puestos de trabajo para las internas en las prisiones mixtas, sino en el tipo de trabajo ofertado (Castillo Algarra & Ruiz García, 2010). Según Castillo Algarra, “los puestos de trabajo específicos para los hombres son de carpintería, carpintería metálica, cocina y panadería; mientras que los de las mujeres son de corte y confección, lavandería y limpieza” (2010, p. 484); lo que termina siendo un mecanismo adicional de control social para la construcción de identidades de género.
Aunque la formación resocializadora que reciben las mujeres encarceladas se adecúa a roles de género, en lo que respecta al ejercicio de la maternidad, las prisiones operan de manera tal que la dificultan, acentuando el sufrimiento punitivo que viven las madres recluidas. Un estudio sobre mujeres privadas de libertad en cárceles federales en Argentina reveló que al 2011, 9 de cada 10 reas eran madres, en promedio, de tres hijos en su mayoría menores de 18 años, siendo ellas las responsables primarias de su cuidado (Centro de Estudios Legales y Sociales [CELS] et al., 2011, p. 154). Tomando en cuenta esta data, se señala que, a pesar de que la normativa reconoce las responsabilidades que tradicionalmente asumen las mujeres como madres –permitiéndoles, por ejemplo, mantener con ellas en prisión a sus hijos menores de 4 años–, el sistema penitenciario no establece medidas destinadas a hacer posible su ejercicio y, por el contrario, produce tantos obstáculos que el cumplimiento de la función maternal se torna imposible. Esta situación afecta de manera particular a las madres, quienes viven el encierro con mayor angustia, pero además su encarcelación suele ocasionar el desmembramiento de las familias, generando gravísimas consecuencias para los hijos menores (2011, p. 199).
En ese sentido, el régimen penitenciario que viven las mujeres encarceladas no solo les inflige daños diferentes, sino desproporcionados en lo que refiere a la experiencia del castigo (Crewe et al., 2017). Al impacto devastador que la cárcel genera sobre el ejercicio de la maternidad, se suman otros: al contar con menos cárceles para mujeres, la distancia geográfica les dificulta mantener vínculos con sus familiares –lo que resulta aún más problemático en el caso de las mujeres migrantes–; y, debido a las historias de abuso físico o sexual que puedan haber tenido en su pasado, las experiencias que viven a través de prácticas rutinarias como los registros corporales que practican los oficiales al interior de las prisiones vuelve particularmente traumática su estadía (Jeffries, 2002, p. 32).
El daño que viven las mujeres encarceladas no es homogéneo. De ahí la importancia de tomar distancia de una mirada esencialista sobre sus vivencias. En el ejemplo de Argentina, se ha documentado que las reas más jóvenes son quienes sufren con mayor frecuencia e intensidad la violencia por parte del sistema penitenciario, que son las mujeres con hijos sobre las que se ejerce mayor control y restricción de derechos básicos como formas de condicionar la manera en la que han de ejercer la maternidad en el penal, y que son las mujeres extranjeras, a las que se les vulnera sus derechos a través de la interrupción de los vínculos que tienen con el exterior de la cárcel, sea familiares o institucionales (CELS et al, 2011, p. 149). La realidad en la que se encuentran encarcelados hombres y mujeres no es solo diversa entre sí, sino al interior de cada grupo. Las dimensiones de género interactúan con las de clase, nacionalidad y edad haciendo a unos más vulnerables de recibir castigos específicos.
Finalmente, un aspecto no menos importante sobre la justicia penal es su idoneidad para reparar los daños que derivan de la criminalidad, principalmente, la violencia de género. Las críticas al sistema penal no sólo comprenden su diseño androcéntrico, sino punitivo y vertical, donde la resolución del conflicto se centra en sancionar al perpetrador, antes que reparar el daño de las víctimas, quienes ocupan un rol secundario (Bodelón, 2008; Zehr, 1985). Aunque hoy son más los derechos reconocidos a las víctimas al interior del proceso, siendo la reparación integral uno de ellos y parte de la obligación de debida diligencia de los Estado parte de la CEDAW, aún los desafíos para garantizarla adecuadamente son múltiples.
En sentencias de feminicidio o violencia sexual en el Perú, por ejemplo, se ha identificado no solo una falta de proporcionalidad en la reparación civil otorgada a las víctimas directas e indirectas con relación a los daños, sino de uniformidad en los criterios para determinarla (Defensoría del Pueblo, 2011; 2015). En España, por su parte, cuenta la abogada Laia Serra que los pedidos de indemnización para reparar el daño de víctimas de violencia sexual suelen ser enfrentados con estereotipos de género sobre la cantidad que se requiere:
«Si pides tan poco, es que no te ha afectado tanto y quizás la agresión no sea tan cierta o tan grave», «si pides tanto dinero y superas el importe reclamado por la Fiscalía, es que pretendes enriquecerte y quizás sea éste el verdadero móvil de la denuncia [...]». Decidamos lo que decidamos, será cuestionado y deslegitimado (2020).
En este punto es importante precisar que, siendo complejo cuantificar el daño de esta violencia, las reparaciones desde una perspectiva de género deben trascender lo económico y tener, más bien, una ‘vocación transformadora’. No solo reparar y restituir el daño, sino corregir las situaciones que lo generaron.
D. Estudio de caso
En esta sección, para complementar la revisión de literatura antes desarrollada, se analizará una sentencia emitida en 2020 sobre violación contra una víctima mujer adulta, en el que destacan referencias estereotipadas basadas en género, principalmente en la valoración de la prueba. Primero se realizará una breve descripción del caso, para luego analizar las afirmaciones sostenidas por el tribunal en su razonamiento que convalidan la aplicación patriarcal del derecho penal, inspirada en mitos de violación sexual.
La sentencia a la que se hace referencia aborda una acusación por violación, realizada en Ica por una joven de 20 años, contra un amigo de la infancia, quien la habría violado en su casa, luego de ella haberlo acompañado a celebrar la obtención de su título profesional en un bar donde estuvieron consumiendo alcohol. El fallo, resuelto por el Juzgado Penal Colegiado Supraprovincial transitorio Zona Sur de la Corte Superior de Justicia de Ica, que absolvió finalmente al acusado, generó una respuesta condenatoria por parte de la opinión pública al difundirse parte de los argumentos utilizados para llegar a dicho resultado. Entre ellos, la inferencia de que el uso por parte de la víctima de una prenda íntima determinada (una trusa roja de encaje) permitía concluir que se había preparado o estaba dispuesta a tener relaciones sexuales con el acusado. Pese a que la atención se enfocó en este fragmento, no fue el único tratamiento discriminatorio en el que incurrieron los jueces.
Este análisis se centrará en la motivación desarrollada por los jueces, pese a que la argumentación esbozada por las otras partes en el proceso penal, incluida la defensa técnica o los mismos peritos, cargan igualmente con connotaciones de género que resultan revictimizantes para la víctima-sobreviviente. Así, se partirá de una serie de afirmaciones extraídas de las sentencias, que pueden bien agruparse en las siguientes categorías: (i) la víctima ideal; (ii) el consumo de alcohol; y (iii) la prueba física.
Los extractos antes analizados derivan únicamente de un caso de violación sexual. Sin embargo, una sola sentencia da cuenta de cómo los estereotipos de género invaden el razonamiento utilizado por los jueces en la valoración de los medios probatorios actuados en juicio. No solo no existe un análisis integral de las pruebas en su conjunto, sino que convenientemente se asigna distintos pesos a cada elemento probatorio en función de si convalidan o no tales estereotipos ya asentados. Estos no solo contribuyen a crear representaciones distorsionadas de las víctimas, sino que, refuerzan actitudes de culpabilización hacia ellas, que justifican o minimizan las agresiones y a los agresores.
IV. EL DILEMA DE LA IGUALDAD VS. LA DIFERENCIA
¿Cómo transformar un derecho dominador en uno cooperador en la convivencia de mujeres y hombres?
Facio & Fries (2005, p. 294)
Como se ha demostrado a lo largo de este trabajo, el sistema de justicia penal carece de neutralidad. La falta de una sensibilidad de género en su teorización y puesta en práctica ha provocado una protección más débil de la ley penal, discriminación, daños, riesgos de revictimización que refuerzan la desigualdad de género, en perjuicio principalmente de mujeres y minorías sexuales. El poder punitivo reproduce –y legitima– esquemas discriminatorios y privilegiados, donde no solo distribuye desigualmente su protección, sino que también gestiona, de manera selectiva, las inmunidades y riesgos de ser criminalizado (Maqueda Abreu, 2014, p. 104).
El planteamiento de que la igualdad formal ante la ley no garantiza en absoluto la igualdad sustantiva ha desencadenado inacabables debates feministas sobre cómo el sistema de justicia penal debe responder a las mujeres, en su condición de víctimas o victimarias (Daly & Chesney-Lind, 1988). La pregunta que guía esta discusión es ¿Debe el derecho penal adscribirse a un modelo de la ‘igualdad’ con disposiciones neutras en sus formulaciones respecto a los sujetos a los que se le aplique? ¿O a un modelo de la ‘diferencia’ que ofrezca respuestas diferenciadas, en función de las necesidades, experiencias e intereses de los sujetos a los que se le aplique, con disposiciones específicas? En otras palabras, ¿se debe tratar a hombres y mujeres con los mismos estándares legales, o se deben reflejar las diferencias de sexo/género con reglas, parámetros e incluso, figuras delictivas distintas? (Nicolson, 2000, p. 20).
El enfoque de la ‘igualdad’ se inspira en una metodología liberal feminista, que asume como presupuesto la imparcialidad y neutralidad en la aplicación de las leyes, y que busca garantizar los mismos derechos que tienen los hombres y las mujeres (Renzetti, 2013, p. 132). El problema de esta mirada radica en la aplicación sexista de leyes que no son neutras y que contribuyen a mantener el dominio masculino, mientras ignoran la distribución inequitativa de recursos (simbólicos y/o materiales) de las mujeres para garantizar el efectivo goce y ejercicio de los derechos que dispone reconocer la ley (Costa, 2010, p. 241). La postura de la ‘diferencia’ problematiza este planeamiento, al indicar que la ley no debe suprimir las diferencias de sexo/género a través de una ‘asimilación’, sino reconocerlas (Barclay, 2001, p. 169). Sin embargo, sectores de los feminismos han percibido que una protección legal especial dirigida a las mujeres corre el riesgo de reafirmar el dominio de los hombres sobre ellas, al reproducir perspectivas esencialistas sobre las mujeres como ‘naturalmente’ domésticas, dependientes, débiles y emocionales. En palabras de MacKinnon, la diferencia, que ya significa dominio, afirmaría “las cualidades y características de la impotencia” (1994, p. 39). Ser diferente bajo un estándar inherentemente masculino implicaría que las mujeres son, nuevamente, ‘el otro’ o algo ‘menos que’ los hombres.
Tomando el ejemplo de la legítima defensa, los defensores de un tratamiento especial para las víctimas de violencia doméstica que responden después de años de abuso sistemático con violencia contra sus agresores podrían pasar por alto los efectos indirectos que leyes especiales podrían tener al presentar a las mujeres como inherentemente ‘débiles’ o ‘irracionales’ en sus reacciones. La introducción de delitos particulares que reconocen expresamente la violencia de género como el feminicidio, por su parte, corren el riesgo de tener éxito en términos comunicativos y simbólicos, pero no necesariamente en brindar una protección reforzada a las mujeres, en disminuir la imagen estereotipada de mujeres como siempre víctimas (Toledo Vásquez, 2014, p. 287) o en reconocer todas las formas de violencia letal que surge por incumplir el mandato de género, como las muertes evitables de mujeres por sida como consecuencia de no poder negociar con sus parejas o clientes el uso de preservativos (Fuller, 2016). Del mismo modo, en lo que refiere al juzgamiento y a las sentencias judiciales, las disposiciones ‘específicas de género’ que buscan responder a las particularidades de la criminalidad femenina pueden también contribuir a reforzar los roles de género (por ejemplo, ‘ser más indulgente en el castigo solo si la delincuente es una madre’).
Estas consecuencias no deseadas han empujado a algunas académicas feministas a trascender el dilema de la ‘igualdad vs la diferencia’ sobre la base de que ambos modelos parten de aceptar a los hombres como la ‘norma’, a la que las mujeres deberían asimilarse o diferenciarse (Jeffries, 2002; Smart, 1989). El sistema de derecho penal en su teoría y operatividad es impactado por relaciones de género, aun si pretende ser ‘neutral’ en sus términos. La pregunta es entonces ¿Cómo limitar esta herramienta punitiva para que no exacerbe las desigualdades de género y otras formas de opresión? En palabras de Zaffaroni, sin embargo, “es inconcebible que el poder jerarquizante de la sociedad, el instrumento más violento de discriminación, la herramienta que apuntala todas las discriminaciones, pueda convertirse en un instrumento de lucha contra la discriminación“ (2009, p. 333).
La ‘masculinidad’ en los fundamentos del derecho penal difícilmente será eliminada con una codificación ‘específica de género’ para las mujeres, pues la propuesta seguirá estando inserta en el paradigma de justicia penal patriarcal. En palabras de Maqueda, más que ser parte de la solución, el actual sistema de justicia penal es parte del problema (2014, p. 216). Sin embargo, mientras siga operando, es fundamental insistir en incluir consideraciones sobre las circunstancias sociales en las que se desenvuelve la criminalidad, previendo el impacto diferenciado del género, la raza, la clase y sexualidad en el ejercicio de la discreción por parte de los operadores de justicia, sea para mujeres u hombres. Por ejemplo, se pueden otorgar sentencias más indulgentes en función del rol de cuidador que tenga un acusado, independientemente de si es madre o padre.
Esto es precisamente lo que pretende lograr la aplicación de una perspectiva de género en la administración de la justicia penal, que tome en cuenta los roles de género asumidos por las partes y el contexto sociocultural de relaciones desiguales de poder basados en el sistema sexo-género. Que analice, por ejemplo, el ejercicio de la sexualidad vulnerada en los delitos de violencia sexual, no en la neutralidad, sino con base en roles y prácticas de identidad sexo-genérica que se interiorizan desde la infancia mediante procesos de socialización (Pérez Fuentes & Mora López, 2021, p. 481). Ello, además, significa cuestionar los hechos y valorar pruebas sin incurrir en estereotipos de género que refuercen este sistema desigual, e incluso, activamente desafiarlos cuando se invocan por otras partes procesales. La perspectiva de género, en esa línea, constituye una herramienta fundamental para cuestionar el impacto del género y los resultados discriminatorios que ello genera en el acceso a una justicia en condiciones de igualdad material.
V. REFLEXIONES FINALES
Tal como ha sido expuesto a lo largo de este artículo, el derecho penal está lejos de ser una institución neutral; no lo fue en su concepción y tampoco lo es en su aplicación. En su teorización, la dogmática penal ha sido creada desde un lente androcéntrico que por siglos ha excluido y desvalorado las experiencias femeninas, normalizando el daño experimentado por las mujeres en su diversidad. El poder punitivo se ha utilizado hasta la actualidad, además, como una herramienta de control de la sexualidad y reproducción femenina, y de los ideales de la heteronormatividad, siendo así, funcional a los roles tradicionales de género que favorecen el poder patriarcal. A pesar de los avances en visibilizar esta problemática gracias a los movimientos feministas y lograr cambios en las legislaciones que eliminen tales sesgos de género, los desafíos persisten en la interpretación y aplicación de figuras que aparentan ser neutrales, pero que arrojan resultados discriminatorios sino sobre la base del género.
Desde las criminologías feministas, se ha logrado identificar y explicar las formas en las que el género influye en distintas etapas de la justicia penal. En su condición de víctimas-sobrevivientes, los estereotipos de género intervienen en la toma de decisiones que los operadores de justicia realizan sobre los hechos que denuncian. La credibilidad en sus testimonios o la agresividad o indulgencia en la respuesta penal es, así, afectada por el comportamiento que tuvieron en el contexto de la violencia o su adhesión a nociones de una ‘víctima ideal’. En su condición de victimarias, las posibilidades de ser captadas por el sistema penal o sancionadas con mayor severidad, están también marcadas por factores extralegales, como su apariencia o la distancia que tomen del ideal de feminidad tradicional. Estas dinámicas de género se evidencian también en la etapa de juzgamiento y sentencia con la valoración de medios probatorios y determinación de los hechos, influenciados por mitos de violación sexual y estereotipos de género que generan una interpretación y aplicación descontextualizada de los tribunales de la ley penal. Incluso, después de aplicadas las normas, se ha evidenciado que los regímenes penitenciarios que experimentan las mujeres encarceladas pueden contribuir a la construcción social de las identidades y roles de género dominantes, y al obviar las particularidades de sus vivencias, como el de la maternidad, el daño y el castigo de sus ‘desviaciones’ se acentúan, siendo mayor en casos donde la opresión de género interactúa con la clase, nacionalidad y edad.
El efecto del género como sistema de jerarquización social se revela en la justicia penal cuando, en su teorización y aplicación, los resultados refuerzan las construcciones sociales de feminidad y masculinidad tradicionales que alimentan las relaciones de desigualdad estructural entre hombres y mujeres, y perjudican a mujeres, hombres y personas no binarias que no se ajustan a las normas de género y sexualidad imperantes. A pesar de décadas de reformas legales, el sistema jurídico-penal continúa reforzando el sistema de sexo/género (Gunnison et al., 2017; Maier & Bergen, 2013; Rogers, 2020; Tapia, 2021); y es que, como ocurre con otros medios de control social, el poder punitivo reproduce también las dinámicas de la desigualdad social. Exponer cómo lo hace es un primer paso para pensar en mejores alternativas en la respuesta a la violencia o, mejor dicho, a los daños que viven las mujeres y diversidades sexuales en su interacción con la justicia penal. Mientras se diseñan y evalúan propuestas que contribuyan a descentralizar una noción de justicia centrada en el paradigma hegemónico penal, la perspectiva de género como herramienta metodológica se vuelve imprescindible en la administración de la justicia penal; es esta la que permite contextualizar la violencia como parte de un continuum más allá del hecho individual.
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* Abogada. Máster en Criminología por la Universidad de Cambridge y Visiting Scholar por el Instituto de Criminología de la misma casa de estudios. Ha sido adjunta de docencia de cursos de Derecho Penal y Criminología, y jefa de práctica de Introducción a las Ciencias Jurídicas en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Miembro del Grupo de Investigación de Derecho Penal y Criminología (GRIPEC) y del Grupo de Investigación sobre Protección Internacional de los Derechos de las Personas y los Pueblos (PRIDEP-PUCP). Profesora de derecho penal en la PUCP (Lima, Perú). Contacto: josefina.miro.quesada@gmail.com
Nota del Editor: El presente artículo fue recibido por el Consejo Ejecutivo de THĒMIS-Revista de Derecho el 25 de marzo de 2022, y aceptado por el mismo el 19 de julio de 2022.