Félix Francisco Morales Luna
Pontificia Universidad Católica del Perú
https://doi.org/10.18800/themis.202301.020
EL DERECHO Y LA IMPORTANCIA DE SU DIMENSIÓN FORMAL
LAW AND THE IMPORTANCE OF ITS FORMAL DIMENSION
Félix Francisco Morales Luna*
Pontificia Universidad Católica del Perú
This article highlights the importance of the formal dimension of legal systems for the full realization of the purposes of Law in a society, in view of the changes they have undergone due to the process of their constitutionalization. Based on the systemic theory of life, which highlights the form and pattern of organization of living beings, and projecting it to social systems, Law is presented as an emergent property of social systems, defined from its forms, on which its effectiveness depends.
From this theoretical framework, it also analyzes the change of paradigm in the theories of Law and suggests that the identity of legal positivism must be reconstructed around the formal dimension of legal systems to maintain its validity in current debates.
Finally, a reflection on the moral commitment of the jurist to the forms and procedures of the legal system with which he works is included.
Keywords: Systemic vision of life; autopoiesis; formal dimension; legal positivism.
Este artículo destaca la importancia de la dimensión formal de los sistemas jurídicos para la plena realización de los fines del Derecho en una sociedad, a propósito de los cambios que han sufrido por el proceso de su constitucionalización. Apoyándose en la teoría sistémica de la vida, que destaca la forma y el patrón de organización de los seres vivos, y proyectándola a los sistemas sociales, se presenta al derecho como una propiedad emergente de los sistemas sociales, definido desde sus formas, de las que depende su eficacia.
Desde este marco teórico, además, se analiza el cambio de paradigma en las teorías del derecho y se sugiere que la identidad del positivismo jurídico debe ser reconstruida en torno a la dimensión formal de los sistemas jurídicos para mantener su vigencia en los debates actuales.
Se incluye, finalmente, una reflexión sobre el compromiso moral del jurista con las formas y procedimientos del sistema jurídico con el que trabaja.
Palabras clave: Visión sistémica de la vida; autopoiesis; dimensión formal; positivismo jurídico.
I. INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas, los ordenamientos jurídicos de raíz romano-germánica han experimentado una serie de transformaciones resumidas en torno al proceso denominado constitucionalismo; entendiendo por ello a la consolidación de la Constitución como norma suprema y efectiva de los sistemas jurídicos y, con ello, la relevancia de la dimensión moral de tales sistemas en la forma de principios y derechos constitucionales. Se trata de un proceso trascendental, que algunos estudiosos no dudan en considerar un cambio de paradigma, definido por la crisis y superación del positivismo jurídico y que, además de los desafíos que supone para quienes se desempeñan en la práctica jurídica de tales sistemas normativos, constituyen un inmejorable escenario de estudio en relación con la naturaleza del derecho.
En el trasfondo de este proceso subyace el problema radical de la filosofía jurídica: la relación entre el derecho y la moral, expresada en esta coyuntura como la tensión entre la dimensión formal (autoritativa, institucional y procedimental) y material (valorativa y sustantiva) de los sistemas jurídicos. El pulso entre ambas almas del derecho, que desde la consolidación del positivismo jurídico y su distintiva tesis de la separación entre el derecho y la moral se había definido a favor de la dimensión autoritativa, hoy ha tenido un giro que, en las versiones moderadas, ha equilibrado la relación o, en las más extremas, la ha invertido. Quienes promueven esta transformación destacan que con ella se supera la eventual injusticia en que podrían sucumbir los sistemas normativos que solo se basen en la autoridad, introduciendo elementos valorativos y criterios de corrección al modo como se puede ejercer el poder y las competencias jurídicas. Sus críticos, por el contrario, recelan de las bondades que implicaría el cambio y temen, más bien, que los nuevos elementos socaven y, eventualmente, superen elementos importantes y hasta definitorios del derecho.
Los mencionados cambios en nuestras prácticas jurídicas han impactado directamente en las formas del derecho, hasta ahora definidas en torno a la centralidad del Estado, su soberanía y la sistematización de las normas emanadas desde sus autoridades. Sin embargo, el encumbramiento de los derechos fundamentales, como la razón de ser de los Estados constitucionales y de sus respectivos sistemas jurídicos, altera por completo esta imagen. Se trata de un nuevo y supremo marco normativo que desborda lo estatal y la idea de soberanía, para situarnos en una práctica más parecida a un derecho común, de difícil sistematización, al menos desde las formas en las que nos reconocíamos desde la teoría positivista.
Aunque en este nuevo escenario resulten inciertas las nuevas formas que tiene el derecho, seguidamente aportaré argumentos orientados a recordarnos la importancia de las formas en el derecho, principalmente, concretadas en torno a su dimensión procedimental. Para ello, apelaré a un nuevo marco teórico con categorías ulteriores a lo jurídico, y, por ello, inusuales en las reflexiones de los juristas. Se trata de categorías que se remontan a los paradigmas científicos y a la comprensión de lo vivo: la denominada visión sistémica de la vida1. Tales argumentos destacarán la importancia de las formas para los seres vivos y, por extensión, para los sistemas que los alojan, entre ellos, los sistemas jurídicos.
Así, apoyado en la teoría sistémica de la vida, sostendré que, si las formas son indispensables para la vida y si el derecho está asociado a necesidades vitales de los seres humanos, entonces sus formas serán determinantes para que el derecho logre sus fines sociales. Será un recorrido extenso y que, por apelar a categorías no jurídicas, temo que su alcance sea solamente aproximativo. Por ello, pido un poco de paciencia, pues, aunque el punto de partida sea uno muy alejado y a primera vista inconexo con el derecho, confío en que todo vaya cobrando sentido a medida en que avance con la explicación.
Este recorrido se iniciará con la presentación de la teoría sistémica de la vida, paradigma que define lo vivo en función de un cierto patrón de organización, visión que intentaré aplicar a los sistemas sociales, que me permita presentar al derecho como una propiedad emergente de los sistemas sociales. Con base en lo anterior, ofreceré una reconstrucción del derecho en torno a la teoría sistémica destacando la importancia de su dimensión formal. Seguidamente, relacionaré la identidad del positivismo jurídico con la defensa de la dimensión formal del derecho, lo que me permitirá sugerir que la identidad del positivismo jurídico debería ser reconstruida en torno a este aspecto de lo jurídico para mantener su vigencia en los debates actuales en el derecho. Finalizaré este recorrido destacando el compromiso moral del jurista con las formas y procedimientos del sistema jurídico con el que trabaja.
II. LA VISIÓN SISTÉMICA DE LA VIDA
Los grandes problemas de nivel planetario que enfrenta la humanidad, como el cambio climático, las crisis humanitarias, la seguridad alimentaria, la gestión de los recursos energéticos, la deforestación de los bosques, las epidemias, etc., no pueden ni deben ser comprendidos de manera aislada, sino que han de ser vistos como interconectados e interdependientes. La complejidad de estos problemas requiere verlos como distintas manifestaciones de una sola gran crisis; una crisis sistémica. Esto ha impulsado un cambio de paradigma en la ciencia, orientada a pasar de atender en aislado cada parte de un problema, para fijarse en el todo (Capra & Luisi, 2014, p. 11).
La tensión entre las partes y el todo define dos maneras de ver las cosas en el mundo. El énfasis sobre las partes determina una perspectiva mecanicista, reduccionista o atomista, y es el modelo que ha inspirado la ciencia tradicional. El nuevo paradigma, por el contrario, centra su atención en lo vivo, en un interés denominado holístico, organicista o sistémico. En el modelo de ciencia clásico, el ideal consiste en alcanzar la certidumbre, descubrir lo inmutable, permanente e intemporal, más allá de las apariencias de cambio. Esta visión cuantitativa de lo existente determinó el éxito de la física, a partir de su capacidad para explicar, predecir y actuar sobre los fenómenos naturales, y sobre ella se construyó el objetivismo de la modernidad. Sin embargo, el horizonte de esta agenda de conocimiento es finito, pues llegará el punto en que se conozcan todas las regularidades de los fenómenos naturales.
Los logros basados en este modelo de ciencia clásico son indudables y están reflejados en el desarrollo tecnológico que extendió nuestro conocimiento desde el mundo microscópico hasta la exploración espacial. Sin embargo, si algo queda fuera de la ciencia tradicional es la complejidad de lo vivo, asociada al devenir, a lo espontáneo y variable, al alejamiento del equilibrio; en suma, al caos, que no es apto para construir con base en él algún conocimiento cierto y estable, ya que está asociado al desorden y a lo imprevisible (Prigogine, 1997, p. 15). La consideración científica del caos exigiría reformular las leyes de la naturaleza, generando así una nueva coherencia, pero ya no de leyes absolutas e inmutables, sino de un orden basado en sucesos que, apreciados en una gran escala estadística, revelen una nueva simetría, acogiendo la emergencia de lo nuevo. Entonces, el orden actuaría junto con el desorden, introduciendo desequilibrios, cambios, adaptaciones y un nuevo orden que, contrastado con un nuevo desorden, replicará el proceso (Prigogine, 1997, pp. 8-10).
En este contexto, cobra particular interés las investigaciones de Ilya Prigogine, quien obtuvo el Premio Nobel de Química en 1977 por estudiar el modo como ciertas estructuras moleculares eran capaces de autoorganizarse en situaciones alejadas del equilibrio termodinámico2. Contra lo que asumía la termodinámica clásica, que asociaba disipación de energía con pérdida, las estructuras estudiadas por Prigogine demostraron que, en los sistemas abiertos alejados del equilibrio termodinámico, la disipación es una fuente de orden3.
Sus investigaciones permitieron desarrollar una nueva termodinámica que describiera el fenómeno de la autoorganización en sistemas alejados del equilibrio: las denominadas estructuras disipativas. Estos sistemas, ante un incremento sostenido del flujo de materia y energía, pueden llegar a evolucionar, transformando sus estructuras iniciales por unas nuevas de incrementada complejidad. Se trata de un sistema que se ordena a partir del desorden; es un orden generado desde el ruido (Capra, 2012, pp. 102-107).
Todo lo anterior resulta relevante para una mejor comprensión de los sistemas vivos, en tanto sistemas que mantienen el orden en su interior sin que crezca la entropía. Esto, incluso, obliga a replantearse qué define lo vivo. La amplitud y complejidad de esta pregunta impide lograr una respuesta universalmente aceptada, por lo que una mejor estrategia podría ser la sugerida por Luisi, quien apunta a explicitar lo que intuitivamente asociamos a lo vivo. Tras descartar una serie de elementos para dicha definición, concluye que todos los seres vivos, y solo ellos, consumen energía para mantenerse y regenerar, desde dentro, su propia estructura (Luisi, 2010). En sus términos: “se puede decir que un sistema está vivo si es capaz de transformar materia/energía externa en un proceso interno de auto mantenimiento y producción de sus propios componentes” (Luisi, 2010, pp. 50-52).
Así, desde una perspectiva biológica y fenomenológica, la pregunta por aquello que caracteriza y distingue lo vivo se asocia a lo que Humberto Maturana y Francisco Varela han denominado autopoiesis y que etimológicamente equivale a ‘hacerse a sí mismo’ (Capra & Luisi, 2014, p. 129). De acuerdo con este planteamiento, la principal característica de la vida es el automantenimiento del organismo a partir de una red interna de sistemas en el que tienen lugar continuas transformaciones químicas que permiten la regeneración de sus componentes, dentro de unos límites establecidos por el propio organismo; es decir, que “la vida es una factoría que se hace a sí misma desde dentro” (Capra & Luisi, 2014, p. 132).
Al ser aplicada a la vida, la visión sistémica implica mirar al organismo vivo en la totalidad de sus interacciones mutuas. Si bien los organismos vivos están hechos de compuestos, como átomos, moléculas o células, la vida es definitivamente ‘algo más’, algo inmanente e irreducible, que estaría determinado por el patrón de organización del organismo. De esta manera, si tomamos en cuenta, por ejemplo, la estructura de un microorganismo, apreciaremos un patrón que resulta distintivo; se trata del patrón ordenado en forma de red. Su importancia es tal que, dice Capra, “si vemos vida, vemos redes” (2012, p. 100).
Si algo distingue un sistema reticular es su no linealidad, pues, desde cada nodo, la red no sigue hacia alguna dirección señalada, sino que avanza hacia distintas direcciones, de tal forma que la ubicación en alguno de sus nodos, antes que determinar un sentido necesario de avance, ofrece distintas posibilidades de movimiento. Esto permite que todos los estímulos que ingresan y se propagan por el circuito estén en relación y afectación continua; es decir, que desde cualquier punto de la red se puede afectar a la red en su totalidad y viceversa. Esto garantiza la retroalimentación y, con ello, la autorregulación y conservación del sistema (Capra, 2012, p. 100; Capra & Luisi, 2014, p. 130).
Esta capacidad de autoconservación es posible, sobre todo, debido a que todo organismo vivo está alojado dentro de los límites que define una membrana esférica semipermeable que él mismo se construye y que actúa como una frontera que lo discrimina del mundo externo que desde entonces le rodea. Internamente, se verifican múltiples y complejas interacciones y transformaciones constantemente retroalimentadas, pero la identidad del organismo se preserva en los límites definidos por su membrana. Esta selecciona, mediante un reconocimiento químico, qué es lo que puede ingresar, atravesándola, pues será útil para el funcionamiento celular, y qué no (Capra & Luisi, 2014, p. 130).
En esta línea, todo organismo vivo es un sistema operacionalmente cerrado, pues no necesita ninguna información provista por el mundo externo para ser lo que es, sino que todo ello depende de las propiedades con las que cuenta o que pueden surgir de su propio conjunto. Por ello, es autónomo en relación con el ambiente que le rodea.
No obstante, es dependiente de los materiales que se encuentran en el exterior de su membrana para poder sobrevivir, tomando materia y energía, y expulsando desechos. En consecuencia, no es autárquico en relación con su medio. Así, la vida de un organismo no se encuentra en una situación de equilibrio en relación con su entorno, sino que el estado vital requiere situarse lejos del equilibrio termodinámico, generándose flujos continuos de energía, permitiéndole construir y mantener su propio orden (Capra & Luisi, 2014, p. 134).
Este organismo interactúa ‘cognitivamente’ con el ambiente, al punto que ‘crea’ él mismo su propio ambiente a través de una serie de interacciones que se han producido durante una recíproca evolución. No hay, pues, un ambiente aislado, porque así como no hay un organismo sin entorno, no hay entorno sin algún organismo que lo conforme; cada uno crea al otro recíprocamente (Capra & Luisi, 2014, p. 141). La interacción que el organismo mantiene con el entorno está estructuralmente determinada, es decir, que la organización interna del organismo vivo determina las posibilidades y límites en las que ésta puede tener lugar.
De lo expuesto, para la comprensión de lo vivo, la autopoiesis es necesaria, pero no suficiente. La vida se representa, más propiamente, como una trilogía donde la estructura orgánica viviente interactúa con el entorno mediante un proceso cognitivo que es el resultado de la evolución. Así, unidad autopoiética, entorno y cognición constituyen la denominada ‘trilogía de la vida’ (Capra & Luisi, 2014, pp. 141-143).
¿Qué relación puede tener esta información referida a la conformación de los seres vivos con la sociedad y, más aún, con el derecho? Consideremos que, en el nivel específico de los seres humanos, las interacciones entre organismos y sus entornos incluye tanto las interacciones de los humanos con la naturaleza, como las interacciones de los humanos entre sí. Lo primero nos sitúa en un escenario integrador de lo vivo y lo no vivo en un todo sistémico. Lo segundo, nos sitúa en el escenario de la denominada autopoiesis social (Neves, 1996, pp. 403-408).
En efecto, así como los sistemas vivos interactúan articuladamente con otros sistemas, orgánicos o no, en una gran trama reticular de vida de alcance planetario, los seres humanos recrean en sus propios entornos sociales y culturales los rasgos análogos de la autoorganización de los seres vivientes. Tales entornos humanos tienden a reproducir en su composición (no por necesidad, sino por funcionalidad) una propia autoorganización que los haga sostenibles y apropiados para la autopoiesis de los sistemas que alojan. Así, los sistemas sociales humanos no solo existen integrados en un ámbito físico, sino también simbólico o cultural; es decir, que se integran en redes sociales que les proveen de un entorno vital tan determinante como lo es su entorno natural.
Un autor relevante para la comprensión de esta idea es Niklas Luhmann, para quien la sociedad puede caracterizarse como una red autopoiética basada en las comunicaciones (Capra & Luisi, 2014, pp. 136-137). Desde esta perspectiva, los sistemas sociales exhiben los mismos principios generales que los sistemas biológicos, entre ellos, un acoplamiento estructural organizado mediante reglas internas, las cuales no solo constituyen la red misma del sistema, sino que también definen su frontera, que en este caso se trata de límites culturales. Al igual que los sistemas orgánicos, los sistemas sociales necesitan sostenerse a sí mismos de un modo estable, pero dinámico; permitiendo a nuevos miembros, materiales o ideas, entrar a su estructura y ser parte del sistema, sin alterar su identidad. En este proceso, tales nuevos elementos son afectados o transformados por la organización interna del sistema, es decir, por sus reglas (Capra & Luisi, 2014, pp. 136-137).
III. LA SOCIEDAD COMO UN SISTEMA AUTOPOIÉTICO
¿Cómo es posible el orden social? Se pregunta Niklas Luhmann, como punto de partida a su teoría de los sistemas sociales y que, en misma línea de la visión sistémica de la vida (en algún momento su obra se vio influida por los trabajos de Maturana y Varela), caracteriza a las sociedades como sistemas autopoiéticos, que replican en sus formas y función a los análogos sistemas que se presentan en la naturaleza, integrándose a la ya presentada trama de la vida. En su teoría, el surgimiento del orden social está signado por dos conceptos estrechamente relacionados: la complejidad y la doble contingencia. Seguiré en este punto la explicación que ofrece García Amado (1997) de la teoría de Luhmann.
La contingencia está determinada por el conjunto de todos los sucesos posibles. En un inicio, estamos ante un escenario de posibilidades, donde nada está determinado causalmente de modo inevitable. Es el caos, a la espera de un criterio de ordenación que lo transforme en cosmos. Únicamente con la introducción de alguna forma de orden se habría sentado las bases para establecer un criterio de prelación en medio de la complejidad que permita afirmar como real alguno de los mundos posibles. En este sentido, para Luhmann, la reducción de la complejidad es el origen de todo orden, de toda interacción social y, por lo tanto, el motor de la evolución de los sistemas sociales (García Amado, 1997, p. 105).
En este escenario de complejidad se plantea el problema de la doble contingencia, determinado por la hipótesis de un primer contacto entre dos individuos en un trasfondo de complejidad aún no reducida. No hay hasta entonces alguna pauta que les oriente cómo actuar ni qué esperar de la actuación del otro. Solo se puede esperar lo inesperado. Donde todo es contingente y posible, todo se torna imprevisible. No hay expectativas ni comunicación (García Amado, 1997, p. 106).
Este angustioso encuentro, definido por la paralizante complejidad, es la génesis del propio orden, el cual surge una vez que alguno de los individuos en la escena haga algo. Tal primer acto implica ya una elección que será tomada como referencia. Se habrá elegido algo entre todo lo que era posible, extendiéndose una oferta implícita estructurada en clave binaria: atenerse o no a lo elegido. Surgió así la comunicación, empezando a generarse expectativas compartidas, que es el componente central de toda estructura social (García Amado, 1997, pp. 107-108).
Se ha dado así el primer gran paso en el proceso de reducción de la complejidad que es lo que hace posible la interrelación social. Sin embargo, será necesario ulteriores y sucesivas acotaciones de lo que aún es posible en ese sistema social, sobre todo ante el incremento del número de personas en el mismo y la multiplicidad de sus comunicaciones y posibles comportamientos. Tal entropía es fuente de un nuevo orden con la generación de nuevos sistemas, que serán subsistemas del sistema social que le sirve de entorno, pero sin dejar de ser autónomos debido a la función específica por la que surgen y de la que se ocupan (García Amado, 1997, p. 116).
Cada sistema cuenta con un sentido, entendido como un criterio selectivo en forma binaria, por el cual cada elemento de la realidad deba ser atribuido al sistema (dentro) o a su medio (fuera), sin que quepa una tercera opción. Este criterio es contingente, mudable, imprevisible y fruto de concatenaciones azarosas (García Amado, 1997, p. 122). Solo con la reducción de complejidad que supone la constitución del nuevo sistema se consigue la estabilización de expectativas. El diseño estructural de cada sistema depende del modo como se oriente a conseguir que una comunicación siga a otra según un cierto orden o esquema, y con el cual hacerlas previsibles. Así, estas estructuras expresan las expectativas relacionadas con las comunicaciones de las que se ocupan.
Desde entonces, y en relación con las comunicaciones que caen en su ámbito, cada persona sabe qué se espera de ella y qué puede esperar de los demás. Para asegurar la estabilidad del sistema, estas expectativas han de ser generales, compartidas e intercambiables, debiendo sustraerse a las peculiaridades de cada situación individual. Además, la no linealidad de sus estructuras permite la recreación constante de los elementos que caen en su ámbito. Así, a cada comunicación en un sistema no le sigue una comunicación idéntica, sino una nueva comunicación, que enlaza con el sentido comunicativo que define el sistema, constantemente actualizado a partir de las comunicaciones anteriores que han acontecido dentro de él (García Amado, 1997, p. 133).
Finalmente, es necesario destacar que todo sistema social es operacionalmente cerrado, lo cual, paradójicamente, es condición de su apertura al medio (García Amado, 1997, p. 135). En efecto, el sistema puede relacionarse con su medio solo si previamente ha establecido él mismo la forma de dicha relación. La identidad y continuidad de un sistema exige compatibilizar su independencia en relación con su función, con su dependencia del modo como los sistemas restantes realizan sus propias funciones (García Amado, 1997, p. 137). El propio sistema selecciona los datos que recibe del medio, reduciéndolo a un estado simple que permita expresarlo en término de afirmación o negación para su admisión en el sistema (García Amado, 1997, p. 139). Así, el sistema es cerrado, en tanto que selecciona los datos que considera relevantes y, también, abierto, pues funciona a partir de datos provenientes del medio. Con base en este marco teórico, es posible referirnos ahora al derecho.
IV. EL DERECHO COMO UNA PROPIEDAD EMERGENTE DEL SISTEMA SOCIAL
La necesidad de que la vida en sociedad cuente con un sistema jurídico, en continuidad con el orden social, está expresada en el aforismo ubi homo, ibi societas; ubi societas, ibi ius; ergo, ubi homo, ibi ius. El hecho de que una sociedad cuente con derecho reduce la complejidad en un área determinante para la supervivencia y surge como una propiedad emergente del sistema social.
El surgimiento del derecho en una sociedad no suele ser abordado por los juristas, quienes, recuerda Jori, despliegan con solvencia sus conocimientos, pero una vez situados en un sistema jurídico concreto, cuyas normas estudia y aplica, aunque sin saber cómo llegaron ahí (2010, p. 53). No obstante, si atendemos a relatos que pretenden reconstruir el surgimiento de un orden jurídico, advertiremos la simetría entre su emergencia y el aumento de la complejidad de las estructuras de autoorganización en sistemas en crecimiento y evolución.
Así, a la reconstrucción que sugiere Luhmman, del surgimiento de un orden social y un subsistema jurídico, cabría añadir otros relatos. Una primera referencia la podemos ubicar en la antropología jurídica, la cual, asumiendo lo jurídico como una propiedad emergente y gradual de los sistemas sociales, logra identificar la sucesiva aparición de las instituciones legales, en una secuencia de creciente complejidad. Lo jurídico, entonces, se revela como algo graduable, pues su complejidad se ve incrementada según el crecimiento de dicha sociedad, que demanda una mayor sofisticación de las estructuras de tal sistema.
En esta línea, un sistema jurídico, en un primer grado, solo contendría mecanismos de mediación o de heterocomposición de conflictos. En un segundo grado, se cuenta con la presencia de tribunales cuyas decisiones, a diferencia de las del mediador, son vinculantes. En el tercer grado, se cuenta con una fuerza coactiva (policía) que respalda el cumplimiento efectivo de las decisiones de los tribunales. En un cuarto más, se cuenta con la presencia de un cuerpo técnico especializado en el conocimiento e interpretación de las decisiones vinculantes, es decir, juristas y abogados. En un quinto grado, surge la legislación, y así sucesivamente (Luhmman, citado en Atienza, 2001, pp. 29-30).
En la anterior secuencia podríamos añadir la división entre las distintas áreas del derecho, que conllevan especializaciones temáticas (por ejemplo, civil, penal, laboral, tributario, etc.), las cuales pueden verse como subsistemas de aquel sistema jurídico. A esto habría que añadir la necesaria articulación que debe mediar entre las normas estatales con las originadas en otros ámbitos, como las normas del derecho internacional o el derecho consuetudinario. El sistema jurídico, por lo tanto, llega a ser un complejo sistema que integra y articula otros sistemas normativos. La realización de su función en la sociedad dependerá del modo como pueda gestionar esta complejidad.
Sin embargo, hay algo que identifica y distingue a todo derecho al margen de su sofisticación estructural, que tiene que ver con su función; es decir, con la reducción de complejidad social de la que se ocupa. Si algo resulta esencial al derecho es que se trata de “una empresa colectiva que sirve para regular de algún modo los conflictos más agudos y vitales, mediante un conjunto de reglas” (Jori, 2010, p. 24) [traducción libre]4. En términos de Luhmann, “consiste en la utilización de perspectivas conflictuales para la formación y reproducción de expectativas de comportamiento congruentemente generalizadas en lo temporal, material y social” (citado en García Amado, 1997, p. 169). Sin embargo, aclara este último autor, el derecho no es un medio para evitar conflictos, sino para anticiparlos, prepararlos y encausarlos.
Es interesante este planteamiento, pues presenta al derecho de un modo mucho más cercano al entorno físico y social del que emerge y en el que se despliega en complejidad a medida que la sobrecarga de expectativas requiere una canalización cada vez más eficiente y sofisticada, hasta llegar a los diseños estatales de un aparato judicial y legislativo. Solemos situarnos directamente en el escenario estatal moderno y desatender formas mucho menos complejas del mismo fenómeno. Curiosamente, los rasgos que asumimos como esenciales en toda idea del derecho (legislación y coacción) no aparecen, sino en estadios intermedios o avanzados de esta progresión emergente.
Esta explicación guarda relación con la descripción que realiza Austin, y que recuerda Bobbio, de lo que considera la ley histórica que determinó la formación del derecho en la sociedad y que se desplegó en las siguientes seis fases:
a) la primera fase está representada por la moralidad positiva: se trata de una fase prejurídica, porque no existe todavía auténticas normas de derecho, sino solamente normas consuetudinarias. Posteriormente existen tres fases de desarrollo de Derecho judicial, que son:
b) primero, los jueces acogen y hacen valer como Derecho las mismas normas de la moralidad positiva (Derecho judicial con fundamento consuetudinario);
c) posteriormente, los jueces integran las normas de la costumbre transformadas en Derecho con otras normas elaboradas por ellos en base al principio de analogía (Derecho judicial con fundamento consuetudinario);
d) por último, los jueces crean ellos mismos el Derecho teniendo en cuenta sus propios criterios de valoración (creación judicial del Derecho). En este punto aparece el Derecho legislativo, que se desarrolla a través de dos fases:
e) primero, el Derecho legislativo emana de forma ocasional, para integrar al judicial en materias concretas;
f) finalmente, la ley se convierte en la única fuente de producción del Derecho y regula sistemáticamente, con normas generales y abstractas, todas las relaciones sociales: es decir, la legislación culmina en la codificación (Austin citado en Bobbio, 1998, p. 124) [el énfasis es nuestro].
Esta misma lógica es la que expresa la caracterización que hace Hart del sistema jurídico como “la unión de reglas primarias y secundarias” (1998, p. 99), siendo las primeras aquellas dirigidas a las personas para regular sus acciones en el mundo (por ejemplo, protegiendo del homicidio, robo o engaño), mientras que las segundas serían normas que regulan normas (por ejemplo, estableciendo criterios para identificarlas, modificarlas o aplicarlas en casos concretos). Para Hart, solo una pequeña comunidad que se encuentre estrechamente unida por lazos de parentesco, sentimiento común y creencias compartidas, asentada en un ambiente y circunstancias estables, puede vivir eficazmente con base en reglas primarias. Sin embargo, a medida que crezca el grupo social de referencia, empezarán a surgir dudas que desborden el ámbito de las reglas primarias; por ejemplo, preguntas acerca de los criterios de lo que vale como una norma primaria, cómo pueden ser estas cambiadas o cómo podrán ser aplicadas. Como respuesta, el sistema produce una nueva generación de normas, las secundarias, que disipan las dudas mencionadas y que serían la regla de reconocimiento, las reglas de cambio y las reglas de adjudicación (Hart, 1998, pp. 114-115).
La emergencia de este nuevo tipo de reglas jurídicas canaliza la creciente incertidumbre que afecta sus estructuras, gestionando mejor dicha complejidad. Nuevamente, a mayor sociedad (interacciones, expectativas, contingencia, incertidumbre), mayor complejidad o sofisticación de las instituciones jurídicas.
De estas reglas secundarias es particularmente relevante la regla de reconocimiento, por ser la que provee los criterios para identificar qué vale como una norma jurídica dentro del sistema. En términos del autor:
[la regla de reconocimiento] especificará alguna característica o características cuya posesión por una regla sugerida es considerada como una indicación afirmativa indiscutible de que se trata de una regla del grupo, que ha de ser sustentada por la presión social que éste ejerce […] Al proporcionar una marca o signo con autoridad introduce, aunque de forma embrionaria, la idea de un sistema jurídico. Porque las reglas no son ya un conjunto discreto inconexo, sino que, de una manera simple, están unificadas. Además, en la operación simple de identificar una regla dada como poseedora de la característica exigida de pertenecer a una lista de reglas a la que se atribuye autoridad, tenemos el germen de la idea de validez jurídica (Hart, 1998, pp. 117-118).
En esta caracterización, la regla de reconocimiento dota al sistema jurídico de unidad y distinción, por lo tanto, define los límites de dicho sistema, validando a las autoridades que actúan en el mismo, creando y aplicando sus normas. Su presencia nos permite establecer qué está dentro o fuera del sistema jurídico, quiénes y cómo pueden, tomando datos del entorno, producir resultados institucionales en el propio sistema (por ejemplo, para crear una norma jurídica válida). En términos de la visión sistémica de la vida, se trataría de la membrana semipermeable, que recubre un sistema operativo estructurado en torno a un patrón de red5. Con ello, se define como ‘uno mismo’, algo propio y distinto del resto, con funciones específicas de las que ocuparse. Esta regla de reconocimiento le permite al sistema jurídico discriminar qué tomar en cuenta del exterior para procesarlo a través de sus estructuras. Gracias a ella, el sistema puede decirse autónomo y operacionalmente cerrado.
El éxito de la función de un sistema jurídico dependerá de su capacidad para mantener los conflictos en el mismo, siendo una situación patológica aquella en la que el conflicto versa sobre el sistema jurídico y en cuyo caso solo cabe su restablecimiento mediante el reforzamiento de sus estructuras que contengan el desborde o su definitivo decaimiento y extinción (Jori, 2010, p. 54). Son situaciones patológicas típicas una guerra civil, una revolución o luchas por la independencia de un territorio. En todas ellas se puede dudar, en el momento más álgido del conflicto, cuál es el derecho en dicho territorio, pues los criterios de identificación se encuentran en disputa.
Aplicando categorías de la visión sistémica de vida en las estructuras de un sistema jurídico, las comunicaciones fluyen por el circuito, pero de un modo no lineal, permitiendo la constante retroalimentación de los mensajes, lo que le permite al sistema aprender de sus errores anteriores, corrigiéndolos. Así, por ejemplo, la relación entre el creador de la norma (legislador) y su aplicador (juez) está en un constante fluir, pues las normas legales son interpretadas y dotadas de sentido por los jueces en actos concretos.
Desde entonces, la norma ya no dirá lo que literalmente señaló el legislador, sino que lleva adherido el sentido judicialmente generado, lo que podría motivar un cambio de la ley para una nueva aclaración, la cual será luego aclarada por los jueces y así sucesivamente. Para ello, tanto la elaboración de las leyes como las propias decisiones judiciales han estado influidas y condicionadas por los trabajos dogmáticos del tema en cuestión. A su vez, las decisiones de los jueces en cada caso concreto, una vez revisadas por los altos tribunales, constituyen criterios vinculantes en casos similares, quienes podrían apartarse del criterio justificándolo, lo cual deberá ser revisado por un alto tribunal que modifique el criterio anterior o lo reafirme anulando la decisión que se apartó de él. Estas tensiones dialécticas entre el legislador, el juez, los juristas y entre los jueces entre sí, constituyen auténticos bucles de retroalimentación que permiten la autorregulación de un sistema6.
V. LA VISIÓN SISTÉMICA DEL DERECHO
Una vez constituido, el derecho introduce en las relaciones interpersonales de la sociedad una necesaria cuota de seguridad. Aquella permite a cada una de ellas esperar un determinado comportamiento de la otra, estabilizando las expectativas que cada uno tenga respecto a los actos propios y ajenos bajo determinadas pautas comunes.
Su complejidad es impulsada por el hecho de que toda expectativa conlleva una cuota de inseguridad ante la posibilidad de que se vea defraudada. A diferencia de las expectativas cognitivas, propias de la ciencia, donde la frustración es fuente de un nuevo conocimiento y conlleva la variación del criterio que determina lo verdadero; en el caso de expectativas normativas y jurídicas, el sistema no se adapta a la transgresión de actos particulares, sino que lo resiste, defendiendo sus estructuras contra ellas. Así, el derecho existe para asegurar que las expectativas que establece no se modifiquen por actos particulares (García Amado, 1997, pp. 170-171). De ahí que, entre sus componentes, en estadios complejos, se encuentre el recurso a la fuerza como respaldo disuasivo u operativo ante transgresiones eventuales o efectivas.
Lo que vale como jurídico para el sistema es algo que él mismo determina, en tanto que sistema autorreferencial. Sin embargo, frustraría la estabilización de expectativas si se limitase a proclamar que lo legal es lo legal. Siguiendo con la teoría de Luhmann, para salir de la circularidad, el sistema requiere tomar algunas referencias externas, sin afectar por ello su autorreferencialidad normativa. Lejos de tratarse de las usuales remisiones a un contrato social o voluntad originaria (que Luhmann rechaza), el sistema soluciona el problema valiéndose del código propio y de los programas (García Amado, 1997, pp. 176-177).
Así, su código binario (legal/ilegal) impone una primera limitación de la contingencia, lo que es complementado con lo que disponen las normas del derecho positivo, que equivalen a ‘programas’ y permiten asignar el código binario a los datos que se reciben del exterior, por ejemplo, para calificar un determinado acto como contrato legal o ilegal, pues así está normativamente programado. La presencia simultánea de código y programas determina que el sistema jurídico sea normativamente cerrado, pero cognitivamente abierto: es cerrado, pues no hay normas jurídicas fuera del sistema jurídico; pero abierto, pues su funcionamiento se relaciona con los datos provistos desde el exterior, cuyo análisis requiere una actividad cognitiva (García Amado, 1997, p. 178).
En esta línea, la función del sistema jurídico implica la sujeción del juez a las normas (el imperio de la ley); es decir, que el juez califique un acto como legal o ilegal, de acuerdo con lo establecido en la norma jurídica, tras la verificación fáctica de su condición de aplicación, debiendo abstenerse de emplear técnicas basadas en su discrecionalidad en la aplicación de las normas jurídicas. Entonces, el recurso a la discrecionalidad dificulta la función del derecho como asegurador de expectativas, impidiendo la reducción de complejidad que pretende asegurar la división de tareas entre el creador de la norma (legislador) y el aplicador (juez), poniendo incluso en riesgo la autonomía del sistema jurídico frente a otros sistemas como el político o moral (García Amado, 1997, pp. 179-180). Esto explica y justifica, en el sistema, que las normas jurídicas cuenten con una estructura condicional o hipotética, pues enlaza un acontecimiento fáctico externo con una calificación normativa interna.
A su vez, la validez del derecho como contingente y mutable se explica porque es el mismo derecho el que regula las condiciones de su propia modificación. De este modo, “el Derecho puede cambiar con el tiempo, puede adoptar contenidos nuevos y puede llegar a más personas y situaciones” (García Amado, 1997, p. 181). Por ello, en aras de la preservación de su autonomía, no tendría sentido la aportación de valoraciones externas a las que el sistema jurídico genera, siendo la única racionalidad posible la que resulta consistente con la configuración interna del sistema jurídico que le permite cumplir con su función de reducción de la complejidad (García Amado, 1997, p. 183).
El derecho podrá aumentar su complejidad, pero solo hasta el punto en que ese proceso no impida que las decisiones que genera sean consistentes, es decir, que llegue a tratar todos los casos iguales de modo igual. En caso no lo haga, el derecho dejaría de servir como garantía de expectativas fiables y estables (García Amado, 1997, p. 184).
VI. EL NUEVO PARADIGMA EN EL DERECHO DESDE LA TEORÍA SISTÉMICA
¿Cómo explicar las transformaciones en el modo de identificar y trabajar con el derecho en los actuales estados constitucionales desde la teoría sistémica de la vida? Considero que los nuevos contenidos y exigencias morales que se han incorporado a los sistemas jurídicos los sitúan en un estado lejos del equilibrio7, ampliando una gran cuota de complejidad que debe ser adecuadamente canalizada, pues, de no hacerlo, el derecho se vería desbordado por las crecientes expectativas que ha acogido y que no logra aún estabilizar.
En efecto, el derecho del Estado constitucional se ha visto sobresaturado por las crecientes expectativas que recaen sobre sus estructuras, generando un gran aumento de la complejidad e incertidumbre. Como toda transformación, este episodio puede verse como un escenario de crisis, si se compara con la seguridad que ofrecía la situación anterior, con el consiguiente intento de un imposible retorno a ella por parte de sus defensores; pero puede verse, a su vez, como una oportunidad de evolución, desarrollo y crecimiento, en la medida que se logre una adecuada adaptación canalizando la nueva información introducida, permitiendo al sistema jurídico hacerse cargo de ella sin afectar por esto la función propia del derecho, que justifica su presencia en la sociedad. Corresponde generar un nuevo orden desde el ruido.
Los hitos que destacan en el surgimiento del nuevo paradigma sistémico nos enseñan que la entropía no ha de ser asociada con pérdida, sino que ha de generar un nuevo diseño de organización del sistema que permita canalizar toda la nueva energía recibida. Así, como en toda autoorganización, los sistemas jurídicos constitucionalizados han de adaptar el diseño de sus estructuras para canalizar debidamente el incremento de expectativas en su ámbito.
En esta línea, una tarea central de la teoría del derecho actual consiste en reconstruir nuestras prácticas jurídicas, por ejemplo, reconstruyendo el nuevo sistema de fuentes o institucionalizando los esquemas argumentativos por los que se justifica las nuevas exigencias, como la ponderación o la derrotabilidad de las reglas, haciendo de estos procedimientos algo cierto y previsible. Como bien señalan Atienza y Ruiz Manero:
a nuestro juicio, uno de los criterios centrales desde los que evaluar distintas teorías del Derecho es el de su capacidad para dar cuenta de cómo, y en qué punto intermedio, se articula y resuelve la tensión entre lo que podríamos llamar el polo de las reglas –vinculado a la predecibilidad y a la reducción de la complejidad en la toma de decisiones– y el polo de los principios –vinculado a la coherencia valorativa de esas mismas decisiones (2009, p. 235)8.
En esta misma línea, la teoría de la argumentación jurídica debe ser vista como un esfuerzo por reglar el razonamiento jurídico, por someterlo a ciertos procedimientos, normas y criterios que deba respetar quien trabaja con el derecho para considerar justificada su decisión. Esta teoría concreta de mejor forma los valores de certeza y predictibilidad en la aplicación del derecho que el recurso a la discrecionalidad judicial.
Es el caso, por ejemplo, del test de ponderación, que supone un procedimiento por el que se institucionaliza un determinado protocolo para llevar a cabo una operación altamente discrecional como el balance entre principios. Aun cuando no se llegue a suprimir completamente tal discrecionalidad, el que se encauce a través de un determinado procedimiento acota su complejidad y confiere una mayor previsibilidad, permitiendo que el derecho vaya recuperando sus formas perdidas; unas nuevas formas adaptadas a la nueva configuración del sistema.
VII. EL POSITIVISMO JURÍDICO Y LA DIMENSIÓN FORMAL DEL DERECHO
¿Encuentra esta dimensión formal y procedimental de lo jurídico acogida en alguna de las concepciones del derecho? La dimensión formal y procedimental de los sistemas jurídicos es un lugar común de las teorías iuspositivistas. Más aún, considerando la tesis de las fuentes sociales del derecho que enuncia Hart como distintiva del positivismo jurídico, no es posible ser iuspositivista y no considerar ni ocuparse de esta dimensión formal, procedimental o institucional del derecho. Entre las referencias más destacadas está la mencionada de las reglas secundarias de Hart y, principalmente, la reconstrucción de la nomodinámica de los sistemas jurídicos que realiza Kelsen.
La dimensión formal y procedimental de los sistemas jurídicos no resulta tan solo un aspecto más de lo jurídico; llega a ser lo distintivo en él, asumiendo que el derecho consiste, principalmente, en canalizar la solución de los conflictos más agudos de la sociedad, proveyéndolos de una vía procedimental para su gestión y solución. Como dice Celano, el derecho transforma todo problema sustantivo en uno procedimental. En sus términos:
[…] el derecho transforma, o tiende indefinidamente a transformar, todo problema sustantivo en una cuestión de procedimiento […] Dado un problema sustantivo («Aquí, ¿quién tiene razón y quién no la tiene?»; «¿La norma N ha sido violada o no?»; ¿«Qué es lo que requiere la justicia en un caso de este tipo?», «¿Cuáles son los derechos inviolables de los seres humanos?», etc.), desde el punto de vista jurídico problema no es nunca, exclusivamente, ni tampoco prioritariamente cuál es la respuesta correcta, sino quién (qué órgano), y de qué manera (conforme a qué procedimiento), es competente para tomar la decisión, de forma autoritativa y –en última instancia– definitiva, del caso. En otras palabras, el derecho tiene un carácter nomodinámico: regula su propia producción. Uno de sus aspectos centrales es la institución de poderes normativos: poderes, instituidos mediante normas, de producción, modificación, aplicación de normas […] (Celano, 2013, p. 157) [el énfasis es nuestro].
Podríamos convenir que, mientras que el iusnaturalismo se ocupó de los contenidos morales en los sistemas jurídicos, el positivismo jurídico habría hecho lo propio con sus formas. Si esta reconstrucción es correcta, solo por ello sería preocupante declarar superado –o invocar la superación– del positivismo jurídico. En particular, me refiero a la posición expresada por Atienza y Ruiz Manero en el texto ‘Dejemos atrás el positivismo jurídico’ (2007). En él, consideran que el positivismo jurídico ya agotó su ciclo histórico y que los retos que plantea para el jurista el actual Estado constitucional de derecho no pueden verse como la culminación del modelo positivista, sino como el final del modo cómo entender el derecho, que, a su entender, plantea esta concepción (2007). Para los autores, el positivismo jurídico “no es la teoría adecuada para dar cuenta y operar dentro de la nueva realidad del derecho del Estado constitucional” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 205).
En estricto, apoyados, respectivamente, en los planteamientos de Bobbio (1961) y de González Vicén9 (1979), caracterizan al positivismo jurídico como un enfoque o modo de aproximarse al estudio del derecho (aproximación descriptivista, libre de valoraciones) y como una teoría normativista, “[que ve] a las normas jurídicas, de forma casi exclusiva, como directivas de conducta y a estas directivas de conducta como constituyendo en todo caso, por otro lado, el resultado de otros tantos actos de prescribir” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 23).
Para los autores, si bien, sobre la base de estos rasgos, el positivismo jurídico contribuyó decididamente a clarificar su objeto de estudio y, de ahí, su legado (con su aproximación analítica, sus técnicas de análisis del lenguaje, la precisión y claridad de sus distinciones conceptuales, etc.) generó, además, una teoría desconcertante, pues, si por una parte se refería a un objeto humanamente diseñado, se vedaba a sí misma la dimensión justificativa de tal artefacto y la prescripción de su buen uso. Su labor se limitaba a “elaborar los conceptos que posibilitaran la descripción axiológicamente neutral del artefacto” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 23).
Esta limitación de su enfoque y su concepción normativista, consideran los autores, le hacía “ver lo valioso como derivado de lo ordenado, los juicios de valor como derivados de las directivas, y estas como expresiones de una voluntad que esgrime una pretensión de autoridad ilimitada” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 24), todo lo cual lo inhabilita para intervenir competentemente en discusiones centrales en el contexto del actual Estado constitucional de derecho como los conflictos entre derechos constitucionales o las excepciones implícitas a las reglas. De este modo, afirman, el positivismo jurídico “resulta ser un obstáculo que impide el desarrollo de una teoría y una dogmática del derecho adecuadas a las condiciones del Estado constitucional” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 21).
Caracterizado desde las tesis hartianas, la situación no mejoraría para el positivismo jurídico, pues, en cualquiera de sus versiones, se definiría a partir de la tesis de las fuentes sociales (el derecho es un fenómeno social, creado y modificado por seres humanos) y la tesis de la separación entre el derecho y la moral (que, mínimamente, supone que el valor moral de una norma no es condición necesaria de validez jurídica de la misma). Consideran entonces los autores que estas tesis no son falsas, sino que son obvias, tanto que, asentado sobre ellas, el positivismo jurídico se vuelve una teoría irrelevante.
Advierten como problema adicional que, en todas sus variantes, el positivismo jurídico asume un enfoque del derecho exclusivamente como sistema y no (también) como una práctica social. Para los autores, el derecho no solo es una práctica social, sino que, como práctica, exige, además, justificar decisiones. No se trata, pues, de una realidad dada, sino de una actividad en la que se participa y el jurista contribuye a desarrollar.
El problema de fondo, aclaran los autores, no es un tema de teoría, sino de metateoría del derecho, es decir, la discusión acerca de “cuáles son las cuestiones de las que merece la pena ocuparse, qué teoría del derecho merece la pena esforzarse por elaborar” (Atienza & Ruiz Manero, 2007, p. 8). En esta línea, comparto la invocación de los autores en cuanto a la necesidad de superar una teoría así formulada; en lo que discrepo es que dicha teoría deba ser asociada plenamente con toda la tradición iuspositivista (aunque hay que reconocer que los propios autores positivistas han contribuido a este resultado por lo poco esclarecidos que resultan sus fundamentos teóricos y epistemológicos). Es más, considero muy riesgoso para el derecho exhortar la superación del positivismo jurídico (dejando a salvo, como lo hacen los autores mencionados, su método analítico y distinciones conceptuales), dejando fuera del horizonte del jurista la dimensión formal y procedimental en torno a cuya defensa debe entenderse la identidad del positivismo jurídico.
Se estaría asumiendo, me parece, que la identificación del derecho es algo obvio, que se da por supuesto, pues ya estamos en él y, además, no tiene sentido empeñarnos en discusiones sobre si el derecho puede ser injusto (en algún lugar, en alguna época), pues nuestros sistemas jurídicos ya reconocen exigencias morales y reclaman de sus operadores criterios de justificación de sus decisiones sobre la base de tales criterios. Por ello, la dimensión formal y procedimental constituiría el entramado que nos haría ver dónde está el derecho y qué normas contiene, pero, de ahí en más, el camino habría de ser de tipo sustantivo. De ser así, considero que el error está en suponer que la dimensión formal y procedimental se agota en la identificación de lo jurídico, de los criterios de identificación de normas mediante criterios formales y que resultaría prescindible para el jurista que ya trabaja en un determinado derecho y conoce cuáles son sus normas, pero que no tiene claridad sobre su aplicación, más aún cuando algunas de ellas (los principios) no expresan cursos de acción precisos.
Por el contrario, la dimensión formal y procedimental se extiende también a la toma de las decisiones en la práctica jurídica, acto que discurre en torno a procedimientos jurídicamente dispuestos. A ello se debería, como fuera sugerido, el auge de la teoría de la argumentación jurídica, que proveería al operador los procedimientos necesarios a través de los cuales pueda justificar sus decisiones jurídicas. Así, el cambio de interés en la práctica jurídica (de su identificación a su aplicación) no supone pasar de una dimensión formal a una sustancial, sino de extender la dimensión formal y procedimental al ámbito de la toma de las decisiones. En este nuevo escenario hay que atender tanto a cuestiones sustantivas como procedimentales y si, como sostengo, el positivismo jurídico se identifica con la atención y defensa de esta última dimensión, es un indudable protagonista también en los actuales debates del Estado constitucional de derecho.
No obstante, para esta conclusión, he de poder revertir, previamente, la imagen presentada por el positivismo jurídico, para caracterizarla no como una teoría descriptiva, sino normativa, que expresa el punto de vista interno de quien participa en la práctica jurídica y que defiende en dicha práctica un determinado diseño institucional por considerarlo justificado.
Es esta la caracterización del positivismo jurídico que formuló Uberto Scarpelli en 1965 y que comparto –y a la que me remito– por considerarla la más esclarecida, principalmente, porque fue generada a propósito de un intenso debate en un contexto particularmente adverso a esta concepción (la posguerra, donde fueron acusados de haber contribuido con sus tesis a la obediencia de las normas injustas de los regímenes totalitarios). Para Scarpelli, el positivismo no puede ser definido o interpretado desde la actividad científica, sino desde la política. Ello porque el aparato conceptual que construye no puede considerarse independientemente de su finalidad, la cual es la aplicación de normas cuya temporalidad no se corresponde con el ideal de la ciencia. Así, dice este autor, el jurista positivista no es un científico movido por el interés de hacer ciencia, sino que hace ciencia (o al menos adopta ciertos procedimientos y actitudes científicas) para concretar los fines e intereses políticos del Estado moderno (Scarpelli, 2001, p. 114). Se trata, pues, de un jurista políticamente comprometido con la finalidad hacia la que orienta su actividad y a la cual supedita sus formas científicas de pensar, de expresarse y de actuar. En sus términos, “los juristas no pueden reducirse al papel de simples espectadores, sino que deben considerarse como actores de la historia del Estado moderno, políticamente comprometidos a favor de su afirmación y su mantenimiento” (Scarpelli, 2001, pp. 49-50).
En la interpretación política, el positivismo jurídico no se limita a determinar un criterio de validez que establece la pertenencia de las normas al sistema, sino que a dicha determinación le acompaña una toma de posición política a favor de los modos de producción de normas del derecho positivo. Esta toma de posición política consiste en la elección del derecho positivo, identificado a través de sus características formales y en la elección de una ciencia y una práctica del derecho que, una vez aceptado el derecho positivo, se comprometen a estudiarlo y a aplicarlo de manera fiel, prescindiendo de juicios de valor sobre su contenido, más allá de aquellos que intervienen dentro de los límites admitidos en la interpretación (Morales, 2013, p. 168).
Esta caracterización permite superar la extrañeza que para Atienza y Ruiz Manero suponía la teoría positivista, pues daba cuenta de un artefacto, pero vetándose a sí misma su participación para limitarse a aportarle un esclarecido aparato conceptual. Desde el enfoque scarpelliano, dicho aporte conceptual constituye más bien su participación en la práctica, pues representa el modo como destacar las estructuras que constituyen el entramado de los sistemas jurídicos y cuya defensa permite concretar sin interferencias la voluntad política del legislador.
Sin embargo, aunque este planteamiento podría salvar el cuestionamiento sobre el supuesto carácter descriptivo del positivismo jurídico, no soluciona todos los problemas, pues la intrínseca relación de la versión scarpelliana del positivismo jurídico con la organización política del Estado liberal de derecho determina que la crisis de este modelo de Estado y su superación por el del Estado constitucional conlleve igualmente la crisis y superación del positivismo en tanto que concepción que le sostuvo jurídicamente, aunque con distintas razones, llegaríamos al mismo resultado.
De hecho, el propio Scarpelli se percató de esta circunstancia, en la que la transformación de la estructura política sobre la que asentaba el fundamento y su adhesión al positivismo jurídico afectó drásticamente su teoría hasta el punto de declararse, casi dos décadas después de haber postulado su interpretación política del positivismo jurídico, como “un creyente en la ley y defensor del positivismo jurídico algo arrepentido” (Scarpelli, 1987, p. 10).
Posiblemente, el cambio más significativo para su teoría haya sido el traslado de la centralidad en los sistemas jurídicos de la ley a los principios y, por extensión, del legislador a los jueces, en sentido estricto, a una corte constitucional. Entonces, Scarpelli llegó a expresar su simpatía por un sistema jurídico:
capaz de desarrollarse en una tradición jurisprudencial basada en una fidelidad no rígida a los precedentes, con una racionalidad que no es aquella de la «razón artificial» de un legislador monocrático, sino aquella de una razón histórica a la que contribuyen (según las palabras de Coke) «muchos hombres grandes y doctos», precisamente los jueces (Scarpelli, 1987, pp. 11-12).
Por ello, se considera partidario de “un estado mixto con una integración aristocrática de la democracia, mejor dispuesto a un gobierno del parlamento y de los jueces” (Scarpelli, 1989, p. 475).
A pesar de que, en un primer momento, apremiado por el replanteamiento de sus tesis, Scarpelli adelantó su arrepentimiento por su adhesión al positivismo jurídico, años después, moderando ese ánimo inicial, el propio autor consideró que su teoría puede seguirse calificando aún como positivista, a pesar de este replanteamiento. Distanciándose de una línea que asocia con Hobbes, en la que el derecho se reduce a leyes emanadas del soberano, se identifica con aquella representada por la obra de Kelsen y de Hart, centrada en la dimensión formal y procedimental de los sistemas jurídicos. En sus términos:
Las reglas que distribuyen, coordinan y organizan las competencias adquieren una particular importancia: la teoría de estas normas, de sus interconexiones y de las conexiones con las normas producidas en el ejercicio de las competencias determina en el positivismo jurídico el paso de la concepción del derecho como ley al concepto del derecho como un conjunto correlacionado de distintos tipos de normas establecidas en diferentes niveles, es decir, del derecho como un ordenamiento jurídico (Scarpelli, 1989, p. 463).
Esto supone que Scarpelli se aleja de una noción de positivismo jurídico que Bobbio resume como “el movimiento histórico en favor de la legislación […] cuyo resultado último está representado por la codificación” (1998, p. 131), para asumir una caracterización que, en términos de Fuller, supone ser “un apóstol del derecho creado” (1969, p. 199).
Scarpelli, entonces, repliega el fundamento que caracteriza al positivismo jurídico, desde su forma más emblemática (la ley), a la categoría realizada a través de ella: el diseño o entramado procedimental, deliberadamente creado, como un artefacto, como un orden, como un sistema, como un conjunto de deliberaciones coordinadas en un ordenamiento, cuya unidad y articulación doten de sentido y racionalidad al conjunto, haciendo previsibles los productos generados a través de tales circuitos. Asume, así, una caracterización formal y procedimental del positivismo jurídico. En sus términos:
podemos todavía ser iuspositivistas llamando derecho y reconociendo como derecho cuanto y sólo cuanto es producto de las deliberaciones de órganos competentes en un ordenamiento: los actos de la legislación constitucional, los de legislación ordinaria, las decisiones judiciales y los demás actos jurídicos (Scarpelli, 1989, p. 475).
Nótese, entonces, que en este punto de su pensamiento el positivismo jurídico se asocia con el diseño que debe tener el derecho para concretar sus finalidades. Esto se corresponde claramente con lo que implica tener derecho; como un entorno a través del cual los seres humanos podamos gestionar, procesar o canalizar la gran incertidumbre que generamos con nuestras relaciones con el fin de que nos sean devueltas a través de su filtro binario legal/ilegal. Aunque el mayor entusiasmo del positivismo se haya dado con ocasión de la consolidación del Estado liberal de derecho, su identidad no depende de este modelo de organización política, sino, en general, de la preocupación por un diseño o entramado formal, procedimental e institucional que, en cada contexto sociopolítico, le permita cumplir de forma eficiente las funciones por las que lo tenemos; que sea capaz de crear orden desde el ruido.
En sintonía con lo explicado de la teoría sistémica de la vida, destacaba Scarpelli en alusión al modelo de competencias adoptada en el modelo italiano de su época (fines de los años 80 del siglo pasado), definida por los nuevos poderes asumidos por la Corte de Casación, que “introduce orden en el desorden, actuando como un poderoso racionalizador ex post de la ley, que nace pobre en razón” (1989, p. 474).
Considero que este es el reto del positivismo jurídico en el contexto actual, en concreto del jurista positivista, quien trabaja en la dimensión formal e institucional de los sistemas jurídicos, defendiendo los procedimientos a través de los cuales el derecho debe canalizar las expectativas de las que hoy se ocupa y haciéndose responsable por la defensa de los procedimientos que promueve.
VIII. LA FORMA DEL DERECHO Y EL COMPROMISO DEL JURISTA
Un último punto consiste en destacar que, en el ámbito social y humano, el funcionamiento de un sistema autopoiético no es un proceso naturalmente determinado. Como se indicó, en este ámbito se replican las formas reticulares que, de manera exitosa, generan los seres vivientes; por ello, la preservación de las formas y los procedimientos constituidos por el sistema jurídico están sostenidos ‘únicamente’ en la convicción y en el compromiso de quienes actúan en la práctica social así definida, principalmente los juristas. Este es un compromiso claramente moral, de ceñir los propios comportamientos a lo que tales formas les exige.
La presencia del derecho no asegura la justicia en una sociedad, pues puede haberlo en una sociedad injusta. Es más, puede haber derecho injusto, es decir, que el derecho puede ser la causa de la injusticia o, en todo caso, imponer coactivamente un orden injusto. El derecho no hace que una sociedad sea justa, pero no hay sociedad justa sin derecho. Por otro lado, la sociedad puede seguir siendo injusta, aunque tenga un derecho justo. El derecho no puede resolver todos los problemas sociales, pero su presencia es necesaria, mas no suficiente, para la solución de los problemas que comprometen la justicia en una sociedad.
De ahí que la pregunta que cada quien que participe en cualquier rol de la práctica jurídica debería plantearse es: ¿a qué sistema jurídico estoy dispuesto a servir con mis actos? Una vez aceptado el sistema en el que se actúa, el compromiso exige someterse a los criterios reconocidos en tal sistema y que determinan qué vale como una norma jurídica y, por ello, como una razón para sustentar posiciones en una discusión en su ámbito. A partir de ese acto, uno se compromete a discutir en el derecho y con el derecho, es decir, solo con los recursos válidamente admitidos en dicho sistema.
Es un compromiso que conlleva la institucionalización de una determinada práctica social10. La exigencia moral de este compromiso es severa, pues, por razones morales, la gestión del espacio jurídico (lo que sus fuentes admiten, en última instancia, como válido o no) no puede ser derrotado. Implica someterse a la moralidad ahí consagrada y gestionada mediante los procedimientos que el sistema prevé. Al aceptar un determinado entramado procedimental por considerar que permite gestionar adecuadamente los conflictos en una sociedad, concretando de esta manera suficientemente las exigencias de justicia, las personas se comprometen a ingresar en un estado de cosas jurídico, empleando desde entonces los recursos normativos ahí reconocidos. Sobre el fundamento moral de este compromiso, señala Shklar que:
la justicia es el compromiso de obedecer las reglas respetar los derechos aceptar las obligaciones bajo un sistema de principios es la adhesión coherente del individuo a la moralidad del respeto a las reglas en un mundo moral donde los derechos y los deberes son los temas predominantes (2021, p. 191).
De ahí la necesidad de tomar conciencia del derecho al que se sirve, de sus formas y de los procedimientos que determinan su funcionamiento y al que uno se somete. Si hay una vía jurídica (institucional) para solucionar un problema o canalizar un conflicto, este compromiso excluye recurrir a otras vías para imponerse en este ámbito. Nótese que, más que un sometimiento a las reglas que afectan conductas, lo es a las reglas que definen el funcionamiento del sistema al que tales normas pertenecen. Estas determinan quién y cómo hace, cambia y aplica las reglas, los métodos mediante los que puede justificarse alguna excepción a lo que señala una regla, cómo se inaplica una regla, se cubre una laguna, el modo como se resuelve un conflicto, etc.
La regla en un sistema puede ser injusta o puede serlo su aplicación a un caso concreto, pero, si el sistema prevé mecanismos para excluir la regla injusta, para corregir en vía de aplicación la injusticia en un caso concreto o corregir decisiones en más de una instancia reduciendo el riesgo de error o mecanismos para anular decisiones incorrectas, se justificaría un compromiso moral con un derecho así construido. El derecho tiene límites y la responsabilidad por el compromiso asumido implica respetarlos, pues solo así podrá concretar las finalidades por las que tenemos tal derecho. Es una apuesta moralmente justificada a favor de la institucionalidad del derecho, siempre que se considere que satisface suficientemente determinados estándares de justicia.
REFERENCIAS
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* Abogado. Magíster en Derecho Constitucional por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Doctor en Derecho por la Universidad de Alicante (Alicante, España). Docente del curso Introducción a las Ciencias Jurídicas en la Facultad de Derecho de la PUCP (Lima, Perú). Contacto: fmorales@pucp.edu.pe
Nota del Editor: El presente artículo fue recibido por el Consejo Ejecutivo de THĒMIS-Revista de Derecho el 16 de febrero de 2023, y aceptado por el mismo el 17 de abril de 2023.
1 El análisis del Derecho desde la teoría de la vida de Maturana y Varela, principalmente desde la idea de autopoiesis, no es nuevo, aunque sí infrecuente. Al respecto, véase los textos de Neves, ‘De la autopoiesis a la alopoiesis del Derecho’ (1996), y Teubner, ‘Autopoietic Law: A New Approach to Law and Society’ (1998). Es más difundido el análisis del Derecho desde la idea de la autopoiesis social, principalmente desarrollada por Luhmann, concibiendo a la sociedad como un sistema de comunicaciones. En este texto la teoría del Derecho de Luhmann será caracterizada desde la presentación que de ella hace García Amado (1997).
2 La obra de Prigogine, aunque referida a temas complejos y de difícil comprensión para legos en la ciencia, cuenta con algunos textos de divulgación orientados al público en general, como los que citan en la bibliografía. En este texto me basaré en la presentación que realiza Capra (2012) de su teoría.
3 Prigogine se ocupó del fenómeno de la convección térmica conocido como la inestabilidad de Bénard, en el que el calentamiento de una fina capa de líquido originaba la aparición de estructuras extrañamente ordenadas. Con ello, demostró que, a medida que el sistema se alejaba del equilibrio termodinámico (determinado, en este caso, por el incremento progresivo de la temperatura a la que se expone el líquido) y alcanzaba un punto crítico de inestabilidad, aparecía un sorprendente patrón ordenado de células hexagonales, semejante a las colmenas, el cual permitía que el líquido caliente ascendiera por el centro de las células, mientras que el líquido más frío descendía por las paredes de las mismas (Prigogine, 1997).
4 Texto original: “è impresa collettiva che serve a regolare in qualche modo i conflitti più acuti e vitali, mediante un corpo di regole”.
5 Es interesante apreciar las distintas representaciones con las que se ha pretendido ilustrar la imagen del derecho, siendo la más conocida de ellas la imagen piramidal, atribuida a Kelsen (que en su teoría se presenta más bien como un orden escalonado) (Kelsen, 1982, pp. 232 y ss.). Es una imagen, que por la rigidez y linealidad de sus formas no parece corresponderse apropiadamente a lo que el derecho es desde una perspectiva sistémica. Sería una mejor representación del derecho la sugerida por Ost, quien promueve una idea del derecho representada como red (Ost & Van de Kerchove, 2018).
6 Capra se refiere a los bucles de retroalimentación (feedback loop) al caracterizar el funcionamiento de sistemas cibernéticos. Así, señala que:
un bucle de retroalimentación es una disposición circular de elementos conectados causalmente, en la que una causa inicial se propaga alrededor de los eslabones sucesivos del bucle, de tal forma modo que cada elemento tiene un efecto sobre el siguiente, hasta que el último «retroalimenta» el efecto sobre el primer eslabón en que se inició el proceso (Capra, 2012, p. 75).
7 Esto se deja notar, por ejemplo, en que, en los actuales sistemas jurídicos constitucionalizados, las reglas no constituyen un conjunto de supuestos cerrados, sino que siempre han de ser leídas como si incluyesen una cláusula de derrotabilidad moral precedida por la expresión: ‘a menos que […]’. Esto no enerva su condición de regla pues, como dice Hart, “una regla que concluye con la expresión ‘a menos qué […]’ sigue siendo una regla” (Hart, 1998, p. 174). Una cláusula de este tipo hace del sistema uno necesariamente vivo, cuya estabilidad lo será solo en tanto no se derrote la formulación que una regla tenía por nuevas exigencias asumidas como válidas por el sistema. Esta dialéctica entre estabilidad y derrotabilidad define la dinámica de los sistemas jurídicos actuales, pero su funcionalidad requiere una adecuada cobertura procedimental por la que discurrir.
8 En esta línea, a propósito de los planteamientos expuestos en ilícitos atípicos, señalan que “constituyen ejemplos no simplemente de argumentos o de premisas (normas) derrotables, sino, cabría decir, de institucionalización de la derrotabilidad en el Derecho” (Atienza & Ruiz Manero, 2009, p. 254) [el énfasis es nuestro].
9 Particularmente, en su obra ‘Estudios de filosofía del Derecho’ (1979).
10 En línea husserliana, institucionalizar supone que:
cada acción y decisión que el yo toma teniendo conciencia de sus posibilidades prácticas es una institución activa y legal por la cual se compromete a sí mismo con ciertos objetivos o ideales de vida hacia los cuales se dirige y que él mismo instituyó para sí en el pasado con [un primer acto de fundación originario] (Díez Fischer, 2018, p. 146).