La protección del medio ambiente: problemática actual y retos pendientes
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Primera edición: mayo 2024
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Calistenia constitucional: una futura integración del Acuerdo de Escazú con el derecho constitucional peruano*
Constitutional Calisthenics: A Future Integration of the Escazu Agreement with Peruvian Constitutional Law
César Gamboa Balbín**
Universidad de Salamanca (España)
Resumen: El presente artículo analiza las implicancias constitucionales de la futura vigencia del Acuerdo de Escazú (Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe) en el ordenamiento jurídico peruano. En segundo lugar, este artículo analiza si existe una consistencia entre el contenido de este tratado regional de derechos procedimentales ambientales y lo preceptuado por la Constitución del Perú. Ello implica analizar una serie de principios constitucionales asociados a la Constitución Ecológica, el principio de sostenibilidad, el derecho fundamental a gozar de un ambiente sano y el diseño constitucional de las tareas ambientales estatales.
Por medio de un análisis documentario de fuentes normativas, jurisprudenciales y doctrinarias en materia ambiental, se describen los derechos procedimentales ambientales y se analiza su consistencia a nivel de la regulación constitucional con otros bienes constitucionales, como las libertades económicas.
Finalmente, el Perú afronta diversos retos políticos para mejorar la gestión pública de sus recursos naturales y con ello definir su propio modelo de democracia ambiental. En ese sentido, el Acuerdo de Escazú representa tanto un reto como una oportunidad para dotar de mayor legitimidad el planeamiento de las decisiones públicas sobre los ecosistemas y el uso de los recursos naturales, y con ello evitar una posible afectación al derecho fundamental al ambiente sano.
Palabras clave: Derechos ambientales, Constitución Ecológica, desarrollo sostenible, participación ciudadana, acceso a la información, acceso a la justicia, defensores ambientales
Abstract: This article analyzes the constitutional implications of the future validity of the Escazú Agreement (Regional Agreement on Access to Information, Public Participation and Access to Justice in Environmental Matters in Latin America and the Caribbean) in the legal Peruvian system. Second, this article analyzes whether there is consistency between the content of this regional treaty on environmental procedural rights and what is prescribed by the Constitution of Peru. This implies analyzing a series of constitutional principles associated with the Ecological Constitution, the principle of sustainability, the fundamental right to enjoy a healthy environment and the constitutional design of state environmental tasks.
Through a documentary analysis of normative, jurisprudential and doctrinal sources on environmental matters, environmental procedural rights are described and their consistency at the level of constitutional regulation with other constitutional goods, such as economic freedoms, is analyzed.
Finally, Peru faces various political challenges to improve the public management of its natural resources and thereby define its own model of environmental democracy. In this sense, the Escazú Agreement represents a challenge as well as an opportunity to give greater legitimacy to the planning of public decisions on ecosystems and the use of natural resources, and thereby avoid a possible impact on the fundamental right to a healthy environment.
Keywords: Environmental rights, Ecological Constitution, sustainable development, citizen participation, access to information, access to justice, environmental defenders
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. ANTECEDENTES Y CONTEXTO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- III. LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- III.1. CONCEPTO DEL DERECHO A UN AMBIENTE SANO.- III.2. DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- IV. PERFECCIONANDO EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA DEL PERÚ.- IV.1. CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA «A LA COLOMBIANA».- IV.2. CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA «A LA PERUANA».- V. DISOLVIENDO LAS TENSIONES DEL PRINCIPIO DE DESARROLLO SOSTENIBLE EN PERÚ.- V.1. EL ANTROPOCENTRISMO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- V.2. EL DESARROLLO SOSTENIBLE EN EL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VI. COMPLETANDO EL DERECHO FUNDAMENTAL AMBIENTAL CON LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- VI.1. DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- VI.2. EFECTOS MATERIALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VI.3. EFECTOS FORMALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VII. GUIANDO LAS OBLIGACIONES ESTATALES AMBIENTALES.- VII.1. MARCO DE LAS OBLIGACIONES AMBIENTALES.- VII.2. OBLIGACIONES AMBIENTALES CONSTITUCIONALIZADAS EN IRRADIACIÓN.- VII.3. DESAFÍOS DE LA IMPLEMENTACIÓN DE LAS OBLIGACIONES AMBIENTALES CONSTITUCIONALIZADAS.- VIII. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
El presente artículo tiene como objetivo aclarar algunas críticas esbozadas en el campo constitucional contra los derechos procedimentales ambientales o «derechos de acceso ambiental», expresadas en el rechazo a la aprobación legislativa del Acuerdo de Escazú (ONU, 2018) en Perú.
El Acuerdo de Escazú es un convenio regional de derechos humanos ambientales que permite la emergencia de los derechos procedimentales ambientales. Su posible repercusión en los países está relacionada a fortalecer el Estado de derecho ambiental y la democracia ambiental, solucionar los conflictos socioambientales y mejorar la gestión pública ambiental (Ferrucci, 2019), además de hacerle frente a la crisis climática con ciudadanos más empoderados, más información y mejores armas legales para ejercer el derecho a un ambiente sano.
El Acuerdo de Escazú es importante porque los derechos procedimentales ambientales tienen un efecto positivo en la lucha climática e intentan equilibrar la relación ser humano-naturaleza. Asimismo, una mayor promoción de las actividades extractivas producto de la reactivación económica y los efectos de la guerra con Ucrania, el uso de técnicas riesgosas como el fracking o actividades mineras en los fondos marinos (Willaert, 2020), harán necesario resguardar la naturaleza y los derechos de los ciudadanos.
Ciertamente, nos encontramos en un contexto álgido socialmente y de incertidumbre política. El último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático ha señalado que el tipping point se ha acercado aún más (IPCC, 2021, p. 27). El punto de no retorno para evitar el incremento de la temperatura a nivel global se encuentra en la próxima década, dejándonos poco margen para cambiar nuestra relación con la naturaleza, tanto para conservarla como para explotarla sosteniblemente. De acuerdo con las evidencias, la mejor forma de proteger esa relación ser humano-naturaleza es incrementando el buen gobierno de los bienes comunes con el ejercicio de los derechos procedimentales ambientales. No es un esquema perfecto ni pacífico, pero sí posibilita que cualquier ciudadano o colectividad —como los pueblos indígenas— pueda tener herramientas preventivas, de protección o de defensa frente a una vulneración de su derecho a gozar de un ambiente sano o lograr una justicia ambiental en el terreno (Graddy-Lovelace, 2021, pp. 108-109).
En ese sentido, el presente artículo pretende responder a las dudas planteadas con relación a la posible colisión entre el Acuerdo de Escazú y su integración con las obligaciones ambientales constitucionalizadas por la Constitución de 1993. Así, hemos dividido este artículo en los siguientes puntos de análisis: primero, analizamos el concepto de los derechos procedimentales ambientales; segundo, el vínculo entre el Acuerdo de Escazú y la Constitución Ecológica de la Constitución del Perú; tercero, la relación con el principio de sostenibilidad, la interacción entre el derecho humano al ambiente y los derechos procedimentales ambientales; y, cuarto, las obligaciones estatales ambientales y la contribución de guía de lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú.
II. ANTECEDENTES Y CONTEXTO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ
En esta sección, explicaremos brevemente el origen del Acuerdo de Escazú y el contexto crítico en que se encuentra en el Perú. Así, después de la reunión de las Naciones Unidas de Río+20, se inició un proceso negociador para un tratado regional de derechos ambientales procedimentales radicados en el Principio 10 de la Declaración de Río de 1992. Después de varios años de negociación, la versión final del Acuerdo de Escazú se definiría el 4 de marzo de 2018 entre varios países de América Latina y el Caribe, con el apoyo técnico de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) (De Miguel, 2020), en Escazú, Costa Rica. Después se iniciaron distintos procesos de ratificación, algunos interrumpidos por la pandemia de COVID-19, aunque sin muchos contratiempos, ya que este acuerdo internacional entró en vigor el 22 de abril de 2021. Según el artículo 21 del acuerdo, este estaría abierto a la firma de todos los países de América Latina y el Caribe, en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, del 27 de septiembre de 2018 al 26 de septiembre de 2020. El Acuerdo de Escazú se tornó vinculante desde el 22 de abril de 2021 para los primeros quince países ratificadores, incorporándose Granada como el décimo quinto país ratificador (Cepal, 2022).
Ciertamente, este proceso de ratificación no fue pacífico en algunos países, tal como sucedió en el Perú. Durante el año 2020 se inició un proceso de debate social sin precedentes sobre el Acuerdo de Escazú (Marañón Tovar, 2021, pp. 14-18), que después se trasladó al Poder Legislativo peruano, el cual inició una discusión pública sobre la aprobación parlamentaria de este tratado internacional de derechos humanos. Se produjo un rechazo a dicha ratificación por parte del sector privado, cuyos argumentos cuestionaban la forma en que se negoció el acuerdo (con participación del «público») como también un posible menoscabo al control estatal sobre el uso de sus recursos naturales, la eventual inconsistencia con la legislación ambiental peruana y una probable afectación a la promoción de las inversiones.
En ese sentido, en diversos medios y redes sociales —tal como sucedió en Colombia, Brasil y Costa Rica—, así como en las sesiones parlamentarias, se ha mostrado el rechazo a este tratado internacional (Miranda, 2020; Redacción, 2020), y por más que se ha intentado nuevamente dar apertura al debate, la mayoría de partidos políticos ha optado por objetar formalmente esa posibilidad, denegando así la apertura del expediente de aprobación del Acuerdo de Escazú (Comisión de Relaciones Exteriores, 2022). Frente a ello, la sociedad civil peruana ha señalado permanentemente que este acuerdo es consistente con el derecho constitucional peruano y su legislación ambiental, y que más bien su introducción en el ordenamiento jurídico mejorará la aplicación de dicha legislación a través de un mejor ejercicio de los llamados derechos «procedimentales» ambientales.
Estos desencuentros se desenvuelven en una crisis mundial cada vez más crítica. De hecho, la COVID-19 ha generado cambios normativos ambientales para facilitar las inversiones y salir de la crisis económica y de los problemas de desigualdad que persisten en la región.
En ese sentido, existen tensiones normativas y políticas que se aprecian en la regulación ambiental. Por ejemplo, recientes cambios institucionales, legales y políticos en países como el Perú apuntan a reducir el aparato estatal que monitorea la implementación del marco legal ambiental e incrementar la autorregulación de las inversiones en cuanto a sus obligaciones ambientales, lo cual ha generado una desconfianza en la sociedad por un riesgo de incumplimiento de dichas obligaciones. Asimismo, el incremento de conflictos socioambientales (Squella Soto, 2021, p. 2), producto de las luchas territoriales entre inversionistas y comunidades, nos muestran irreconciliables perspectivas de desarrollo; mientras que el aumento de casos de corrupción por una opacidad permanente de la gestión pública y el modelo de business as usual o modelo de negociar con nuestros recursos naturales, que se produce entre el Estado y las empresas, son también elementos de esta crisis de sostenibilidad que vive la región. Finalmente, la COVID-19 solo ha agravado este contexto porque presiona aún más el modelo de desarrollo bajo criterios de crecimiento económico en los procesos de reactivación económica que reducen los requerimientos para aprobar licencias ambientales, favoreciendo el crecimiento del hoy e incrementando la incertidumbre del mañana (Gamboa, 2020, pp. 15-19).
Debemos reconocer entonces que hay una clara tensión entre el sistema capitalista actual y las distintas fórmulas de democracia sobre la premisa de solucionar el problema climático y ambiental que tenemos, y que producirá un desenlace catastrófico por el continuo incremento de conflictos socioambientales (Sorj, 2022, p. 110). En América Latina se ha resaltado cada vez más esta problemática en la última década. Los diálogos regionales con respecto a la democracia reclaman promover la participación y transparencia, así como buenas prácticas políticas, inclusivas y deliberativas (González, 2022, p. 32), y este es un pendiente en los temas ambientales (Stevenson, 2023).
El Acuerdo de Escazú podría convertirse en un instrumento para enfrentar la crisis ambiental y climática. Por ejemplo, la participación en asuntos públicos ambientales podría promover y complementar el debate climático internacional y sus mecanismos de participación ad hoc (Sánchez Castillo-Winckles, 2020, p. 376). Muchos Estados han intentado dar respuesta a esta problemática, por lo que parece importante analizar y entender cómo los ciudadanos pueden proteger su derecho al ambiente sano mediante los derechos procedimentales ambientales.
Los derechos de acceso ambiental son derechos fundamentales que se manifiestan en las constituciones y, recientemente, en el Acuerdo de Escazú, el cual encumbra los derechos procedimentales ambientales. Estos derechos ambientales, a ser analizados desde sus dimensiones constitucionales, son el derecho a la participación, el derecho a la justicia, el derecho al acceso a la información pública, y la protección jurídica y material de los defensores de derechos en materia ambiental. Asimismo, un cuarto nuevo elemento dentro del concepto de «derechos procedimentales ambientales» o de «acceso» es la protección de defensores ambientales, que establece obligaciones estatales para proteger a los ciudadanos; es decir, ciudadanos que realizan acciones para la defensa de la naturaleza.
Asimismo, podríamos realizar una salvedad. A partir de la protección de los defensores, la doctrina especializada ha comenzado a estudiar los alcances de este nuevo derecho a nivel de las amenazas que sufren el movimiento de derechos humanos (M. Aguilar, 2020), los pueblos indígenas (Barrios Lino, 2020), el movimiento feminista ligado a la defensa de la madre tierra (Acevedo-Castillo et al., 2020), y las personas que simplemente ejercen derecho al acceso a la información (Bezerra Queiroz Ribeiro & Amaral Machado, 2019). En consecuencia, la cualidad del derecho de los defensores ambientales podría convertirse en un elemento disruptivo para la legislación ambiental peruana.
III. LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ
En este acápite analizaremos el concepto del derecho a un ambiente sano y la naturaleza jurídica de los derechos procedimentales ambientales bajo el marco conceptual desarrollado por el jurista español Fernando Simón sobre el derecho a un ambiente sano en la legislación europea y española.
III.1. Concepto del derecho a un ambiente sano
Bajo la clasificación de Simón (2012b) sobre el derecho al ambiente sano, se establecen hasta cinco figuras jurídicas de este derecho:
Estas estructuras jurídicas se han desarrollado en las constituciones latinoamericanas con varios matices, pero siempre presentando los mismos límites constitucionales a nivel de la estructura de derechos fundamentales (Cubillos Torres, 2020, pp. 27-29; Galdamez Zelada, 2017, pp. 121-123). En ese sentido, los mayores retos para estructurar el derecho al ambiente como derecho fundamental son:
En la tabla 1 desarrollamos la clasificación propuesta por Simón sobre las distintas posiciones jurídicas que puede adoptar el derecho a un ambiente sano.
Tabla 1. Posiciones jurídicas clasificadas por Simón sobre el derecho al ambiente
Posiciones jurídicas |
Contenidos de la posición jurídica |
Derecho de defensa |
Protección de la persona frente a una acción estatal contraria al ambiente (salud o capacidad de resiliencia de la naturaleza) |
Derecho de protección |
Protección positiva estatal a la persona contra acciones de privados (monitoreo y fiscalización de obligaciones emanadas de la licencia ambiental para operar proyectos de inversión) |
Derecho a la organización y procedimiento |
Regular los procedimientos administrativos para que se adecuen a la protección ambiental (autorizaciones administrativas e, incluso, procedimientos judiciales especializados para ejercer la defensa del derecho fundamental ambiental) |
Derecho a prestaciones fácticas |
Protección estatal a bienes jurídico-fundamentales básicos que, a su vez, obligan su protección fáctica para el medio ambiente (espacios urbanos sostenibles, manejo adecuado recursos hídricos, fin social ambiental de la propiedad) |
Derecho reaccional |
Interés legítimo para reaccionar ante posibles agresiones que afectan bienes ambientales (la naturaleza, el ambiente, la biodiversidad, los recursos naturales). Este interés también alcanza, por su naturaleza colectiva, a todos los ciudadanos, por lo que transciende el interés individual y se fusiona con el interés público |
Fuente: Simón (2012a).
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tomado una posición en cuanto a la definición del derecho al ambiente, la suya es una postura de rechazo a considerarlo un derecho fundamental; más bien, su jurisprudencia considera que estamos frente a un objeto de protección llamado «calidad de vida ambiental», apoyándose en los terrenos del derecho a la vida y la integridad física (Simón, 2010, pp. 96-97). Por otro lado, en el caso peruano, la propia naturaleza de este derecho fundamental, ya sea colectivo o difuso (Narváez & Narváez, 2012, pp. 288-289), necesita para su concretización de contenidos que el Tribunal Constitucional de Perú ha venido implementando gracias a su jurisprudencia (responsabilidad que en un primer momento fue potestad de los legisladores), obligando una construcción permanente de este derecho fundamental, especialmente para hacer eficaz su plasmación y lograr una «justiciabilidad inmediata mínima» (Simón, 2012a, p. 161). Es decir, existe un mandato de protección ambiental (por exigencia de su propio contenido fundamental), que busca obtener un ambiente sano para la reproducción de los ecosistemas, las especies de flora y fauna, y el componente genético, así como de la vida humana; y equilibrado, es decir, adecuado a las necesidades sociales, económicas, y viceversa.
En consecuencia, esta indeterminación formal y material no produce la ineficacia del derecho fundamental o de las obligaciones estatales, solo las complejiza más porque dependerán de los poderes constituidos; por lo tanto, se presenta la situación jurídica de la necesaria (y aún mayor) intervención de los ciudadanos en dicha construcción de la eficacia normativa del derecho al ambiente sano y de las obligaciones estatales plasmadas en políticas ambientales. Es más que probable que la mejor forma de lograr esta eficacia sea recurrir a los derechos procedimentales ambientales.
Asimismo, encontramos que la Constitución peruana señala que el derecho al ambiente sano es un derecho reaccional y prestacional (Eto Cruz, 2017, pp. 284-285). Tal como lo ha definido Simón anteriormente, esto implica que el Estado debe abstenerse con su acción a afectar la relación positiva entre ser humano y naturaleza; y, por otro lado, que es deber del Estado preservar y conservar la naturaleza —es decir, esa relación armoniosa—. De igual forma, el Tribunal Constitucional ha interpretado que existe integración entre el derecho fundamental como una serie de obligaciones estatales ambientales y una estructura jurídica, combinadas como dos caras de una misma moneda. Estas obligaciones son necesarias para concretizar el derecho al ambiente sano y la realización de este derecho iusfundamental se encuentra unívocamente ligada al bien común (la naturaleza), cuya obligación estatal es la «protección ambiental». Estas obligaciones ambientales son mandatos al legislador y a la Administración para llevar a cabo en sus potestades discrecionales la eficacia de la protección ambiental (eficacia directa), y también criterios de interpretación para la guía y actuación de la Administración o de la función administrativa o judicial a nivel jurisdiccional (eficacia indirecta).
III.2. Derechos procedimentales ambientales
Los derechos ambientales reconocidos por el Acuerdo de Escazú son derechos de organización y procedimiento, una nueva tendencia de reconocimiento de derechos que permiten concretizar el derecho a gozar del ambiente. Esto incluso es reconocido por la reciente Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas al señalar que «el derecho a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible está relacionado con otros derechos y el derecho internacional vigente» (Resolución Pub. L. N.° 76/300, 4, 2022, p. 4). Así, al integrar este derecho fundamental que recoge la Constitución del Perú con los derechos procedimentales ambientales, se otorga eficacia al derecho fundamental por su carácter de indeterminación y se permite un ejercicio más pleno al conceder que la protección ambiental, como obligación estatal, se implemente con la colaboración ciudadana.
Un efecto del Acuerdo de Escazú es que los derechos procedimentales ambientales superan el cuestionamiento moral de los derechos humanos, puesto que, al estar positivizados por el Acuerdo de Escazú, queda claro que los Estados parte reconocen la efectividad de estos derechos procedimentales en sus ordenamientos jurídicos. Otro elemento característico de los derechos de acceso ambiental es que, al desplegar acciones de exigencia de protección ambiental, fortalecen con su actuación complementaria el interés legítimo del derecho fundamental a gozar del ambiente. El interés legítimo por la participación de los ciudadanos o la defensa de la naturaleza por parte de cualquier individuo o grupo (asociados o no en personas jurídicas), que se expresa mediante el acceso a la justicia y a la información pública, es una forma de expresión de la titularidad de los individuos, pero también completa la finalidad última de protección de los bienes ambientales; es decir, el perfeccionamiento del interés legítimo a gozar de la naturaleza desde un punto de vista colectivo, por lo que pueden coexistir ambas dimensiones (Cubillos Torres, 2020, p. 34) y, por consiguiente, guiar la obligación estatal de proteger una relación armoniosa entre los seres humanos y la naturaleza con el acompañamiento de los derechos procedimentales ambientales.
Igualmente, el derecho a un ambiente sano recae en bienes ambientales cuyo interés es colectivo o difuso, y estos pueden ser materialmente defendidos por todos o por un solo individuo, pero también a través del ejercicio individual y colectivo de los derechos procedimentales. De alguna manera se supera la naturaleza jurídica clásica de «derecho subjetivo» del derecho fundamental a un medio ambiente sano, ya que este interés legítimo ejercido por los derechos procedimentales permite transcender hacia el interés colectivo, cuyo beneficio es de la colectividad. Nada más basta poner el ejemplo de la conservación de la biodiversidad mediante áreas protegidas o el cumplimiento de las obligaciones de la licencia ambiental para entender que dichos requerimientos legales son beneficiosos para todos los ciudadanos. En ese sentido, se supera la noción estricta y limitada del poder individual del derecho subjetivo al ambiente sano, cuyo objeto de poder es parte del interés general (un bien colectivo), y, al integrarse con los derechos procedimentales, trae nuevamente la dimensión del ejercicio individual, pero esta vez con una posible mayor satisfacción común.
De acuerdo con Simón (2012a), el derecho madre al ambiente sano (así como los derechos de acceso) tiene una naturaleza de derecho reaccional; es decir, es el despliegue del interés legítimo que tienen los individuos por proteger bienes ambientales que son relevantes para estos, pero que transcienden a todos los ciudadanos (interés colectivo), lo que posibilita a la Administración o a los mecanismos judiciales mover las normas ambientales para evitar una afectación negativa a esa relación entre la persona y la naturaleza (pp. 171-172). De hecho, como hemos señalado, el derecho a gozar del ambiente se refuerza con los derechos procedimentales, dado que expande su contenido de eficacia vinculando aún más al legislador; pero también como una guía a la Administración y a otros poderes en sus actuaciones mediante el ejercicio de estos derechos procedimentales. De esa forma, la aplicación de la legalidad ambiental se ve reforzada como una obligación estatal ambiental, pero cuyo contenido y eficacia son complementados por los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú.
IV. PERFECCIONANDO EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA DEL PERÚ
Una vez explicado el marco conceptual de los derechos procedimentales ambientales, en este acápite explicaremos brevemente las bases constitucionales de la regulación ambiental peruana bajo el concepto de la Constitución Ecológica, influencia del constitucionalismo colombiano, el cual se entrelazará con lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú
IV.1. Constitución Ecológica «a la colombiana»
El concepto de Constitución Ecológica proviene del desarrollo jurisprudencial de la Corte Constitucional de Colombia, la cual ha sido progresista en el reconocimiento jurídico de los derechos humanos y en colaborar para su concretización. Esta interpretación ha partido de una Constitución (1991), producto de conflictos sociales y de violencia política de décadas en Colombia, que contribuyó en la expansión constitucional de los derechos humanos. Así, los derechos relacionados a un ambiente sano no se quedaron atrás y la Constitución colombiana fue muy prolija al respecto. En ese sentido, se ha definido la Constitución Ecológica como un conjunto de normas constitucionales que señalan las principales directrices que regulan la relación armoniosa entre la comunidad humana y la naturaleza, promoviéndola, protegiéndola, conservándola o usando sosteniblemente sus elementos naturales (Corte Constitucional de Colombia, 2000). En consecuencia, la Constitución Ecológica está compuesta por tres elementos:
En ese sentido, el texto constitucional colombiano de 1991 contiene una serie de disposiciones que arrojan esa triada de derechos fundamentales, obligaciones estatales y obligaciones ciudadanas. Más de treinta y cuatro artículos le permiten generar un equilibrio frente a otros valores y fines constitucionales que se persiguen en el mismo texto constitucional, como el crecimiento económico, el libre mercado, las libertades económicas y la promoción de las inversiones (Muñoz & Lozano, 2021, p. 169).
IV.2. Constitución Ecológica «a la peruana»
La jurisprudencia constitucional colombiana tuvo una gran influencia en el Tribunal Constitucional del Perú, el cual desarrolló el concepto de Constitución Ecológica en varias sentencias (Huerta Guerrero, 2012) como un conjunto de principios, derechos y bienes constitucionales agrupados en la triada constitucional. Como modelo de obligaciones estatales en varias constituciones de América Latina, las obligaciones ambientales se han insertado en el aparato público bajo las funciones específicas de la «constitucionalización del deber ambiental», que parte de una gestión pública de lo ambiental, encumbrando el principio de conservación ambiental, pasando por limitaciones específicas del uso de los recursos naturales, buscando tornar sostenible la actividad económica y permitiendo que se reduzca el impacto negativo de dicha utilización en el ambiente, todo ello en clave constitucional. Asimismo, existen elementos transversales para la gestión ambiental, como es la concretización de los derechos fundamentales que dependen de un ambiente equilibrado (por ejemplo, el derecho a la salud), así como una buena gobernanza de los recursos naturales que permita una óptima armonía entre la comunidad humana y la naturaleza. Esto quiere decir que el aspecto relacional del derecho fundamental a gozar de la naturaleza es claro, pues de su concretización dependen otros derechos primordiales como el derecho a la vida, el derecho a la integridad física y el derecho a la salud de las personas (Huerta Guerrero, 2013, p. 71).
Por otro lado, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú recoge la triada de la Constitución Ecológica, definiendo que el derecho a gozar del ambiente es un derecho social; por tanto, siendo su naturaleza de doble dimensión, también constituye un «deber de solidaridad», es decir, obliga a los ciudadanos a ciertos parámetros de conducta para obtener bienes ambientales como bienes sociales (Tribunal Constitucional Peruano, 2008, ff. 34-35). En este caso, «el deber de solidaridad» se encuentra orientado a conducir sosteniblemente la interacción con la naturaleza.
Asimismo, la Constitución Ecológica del Perú comprendería: el derecho al ambiente sano (art. 22, núm. 22), a la salud (art. 7), el recurso de amparo para proteger este derecho fundamental (art. 200), competencias ambientales de autoridades regionales y locales (arts. 192 y 195, núms. 7 y 6, respectivamente), el derecho fundamental al agua potable (art. 7-A) y los principios del capítulo ambiental, como son el dominio eminencial de los recursos naturales, el régimen de concesiones de recursos naturales, la elaboración de una política ambiental, la estrategia de áreas protegidas y el fomento de la sostenibilidad en la Amazonía peruana (arts. 66-69). Aunque, posteriormente, el Tribunal Constitucional del Perú redujo su interpretación de Constitución Ecológica a tan solo las disposiciones de los artículos 66 al 69, sí mantuvo la triada en función a que los derechos fundamentales, en tanto derechos subjetivos, también expresan valores jurídicos del ordenamiento jurídico peruano, cuyo efecto irradiador de su naturaleza iusfundamental genera una obligación en los ciudadanos de proteger y conservar la naturaleza, y de igual manera en los poderes del Estado, constituyéndose implícitamente el principio de protección ambiental, focalizado en los artículos constitucionales arriba señalados.
Estas obligaciones ambientales son de naturaleza político-normativa. En el caso peruano, comprenden el diseño de políticas y estrategias ambientales, o la elaboración de marcos normativos, más no fines últimos como resultados de dichas acciones; es decir, no hay una «programación final» para impedir la contaminación, incrementar la resiliencia de la naturaleza, reparar los ecosistemas, etc., por lo que dicha vaguedad obliga a que el ejercicio iusfundamental de los derechos sea más activo en lo administrativo, en lo judicial.
La protección ambiental también es expresada como un deber constitucional general. Uno de los deberes del Estado es permitir la vigencia de los derechos humanos, como el derecho al ambiente y sus derechos conexos, además de promover el bienestar general mediante el desarrollo equitativo de toda la comunidad política (Constitución del Perú, 1993, art. 44), un equilibrio armonioso con la naturaleza y sus componentes, así como la capacidad de resiliencia de esta, la producción de la vida misma y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos; sin embargo, debemos tomar nota de que es necesaria la expresión legal de la obligación de protección ambiental. Así, esta interpretación sistemática de la protección ambiental debe mantenerse viva y presente para los poderes públicos, como el Parlamento, el Poder Ejecutivo y la administración de justicia, situación que no siempre ha ocurrido.
Ahora bien, el avance del principio de protección ambiental y de la regulación ambiental no ha estado exento de desafíos. Las normas ambientales se han venido desarrollando lentamente y por efecto de la presión social producto de los conflictos socioambientales, más que por los avances en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú o de la propia regulación de la Administración.
Otro desafío es que la interpretación sistemática de esta triada en la Constitución Ecológica implica una limitada organicidad inicial y no una construcción interpretativa que llene vacíos o defina campos gaseosos que obligaron a mutaciones constitucionales desde lo que inicialmente se diseñó como obligaciones ambientales constitucionalizadas. En el caso peruano, ejemplos de mutaciones constitucionales son el régimen de regalías de los recursos naturales, la inclusión en el texto constitucional del reconocimiento del derecho humano al agua potable, y las competencias ambientales de autoridades subnacionales y locales en materia ambiental.
El cuestionamiento mayor es que el poder constituyente que elaboró la Constitución del Perú de 1993 no concibió una serie de principios, derechos y obligaciones ambientales de manera orgánica; es más, se sostiene que existe un desbalance entre la protección ambiental y otros valores constitucionales, con una primacía de los principios de libertades económicas sobre los derechos económicos y sociales (Bernales, 2013, p. 40). Esto ocurrió por la impronta neoliberal y la influencia del Consenso de Washington durante el proceso de reforma constitucional impulsado por el autogolpe de Estado de Alberto Fujimori (1992). Recordemos que incluso la protección ambiental no era un valor propiamente constitucional, sino que se convierte en tal por vía de interpretación del Tribunal Constitucional del Perú, a diferencia del bien jurídico «economía social de mercado» (Constitución del Perú, 1993, art. 58).
De igual modo, es necesario reforzar el concepto de Constitución Ecológica como herramienta de interpretación constitucional no solo por sus componentes, sino, tal como se ha mencionado, a raíz de la primacía de otros valores constitucionales que han limitado la posibilidad de un modelo económico que incluya la protección ambiental de manera eficaz. En ese sentido, bajo el modelo y principio de Estado democrático de derecho presente en la Constitución del Perú (art. 43); la obligación estatal de garantizar los derechos fundamentales (art. 44); y la cláusula constitucional de numerus apertus (art. 3), la cual reconoce como derechos fundamentales a los de naturaleza análoga a los derechos ya reconocidos como fundamentales por la Constitución, se debe interpretar la incorporación de los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú a la Constitución Ecológica. Estos derechos refuerzan las obligaciones estatales, revistiéndolas del ejercicio ciudadano mediante su acción de requerir información ambiental e interponer una demanda penal o constitucional frente a un derecho ambiental posiblemente conculcado; participar en la presentación de los estudios de impacto ambiental de proyectos extractivos mineros o petroleros; y demandar la seguridad pública cuando se protege directamente una porción del bosque ante actos ilícitos que buscan deforestarlo. En fin, el ejercicio de estos derechos permite una mejor actuación de la Administración en la protección del ambiente en las funciones que realiza.
V. DISOLVIENDO LAS TENSIONES DEL PRINCIPIO DE DESARROLLO SOSTENIBLE EN PERÚ
En este acápite desarrollamos valores que entrelazan el Acuerdo de Escazú con el modelo de desarrollo y analizamos cómo este instrumento internacional puede ayudar a resolver las tensiones normativas y políticas del crecimiento económico. Primero, partimos del análisis aclaratorio de la base antropocentrista, pero reformadora del Acuerdo de Escazú; y, segundo, de cómo la incorporación de dicho acuerdo en el derecho nacional puede disolver las tensiones entre bienes constitucionales, el modelo de desarrollo sostenible y el libre mercado. Y es que una de las preocupaciones globales aún no superadas es cómo materializar y efectivizar el modelo de desarrollo sostenible (Moscoso Restovic, 2011, p. 292) en un mundo aún opresor, inequitativo e insostenible.
V.1. El antropocentrismo del Acuerdo de Escazú
Una de las principales críticas al Acuerdo de Escazú ha sido su posible planteamiento disruptivo hacia el viejo concepto de «desarrollo sostenible». Esto se abonó por un prejuicio enfocado hacia la Cepal y su supuesta posición progresista de derechos, especialmente cuando Alicia Bárcena (ex secretaria ejecutiva de la Cepal) presentaba al Acuerdo de Escazú como un «instrumento que contribuirá hacia un cambio al modelo de sociedad y del modelo de desarrollo» (Cepal, 2018, p. 8). Ahora bien, uno de los principios que se reconocían en el Acuerdo de Escazú desde la negociación es el principio intergeneracional (De Armenteras Cabot, 2021, p. 5). Y así como este principio, el Acuerdo de Escazú se sustenta en los principios del desarrollo sostenible y la democracia ambiental, elementos que vienen construyéndose en los últimos treinta y cinco años en la región. En ese sentido, el Acuerdo de Escazú incluye un menú de opciones sobre instrumentos para ejercer los derechos de acceso ambiental.
Muy por el contrario a las críticas y prejuicios señalados, el lenguaje antropocentrista está presente en el Acuerdo de Escazú; de hecho, no se aleja de los contenidos antropocentristas del constitucionalismo ambiental tradicional (Manrique Molina et al., 2020). Muchas de las instituciones ambientales no están pensadas para darle subjetividad a la naturaleza o para reconocer «los derechos de la naturaleza», ni se está contemplando introducir instituciones propuestas por el «postextractivismo» como una suerte de derecho de veto o moratoria a proyectos extractivos en ecosistemas frágiles; asimismo, estas tampoco recogen principios o valores de la visión ecologista del «Buen Vivir». Es decir, la mayoría de las instituciones ambientales no plantean relaciones jurídicas biocéntricas donde el mundo natural es incluido como sujeto en la comunidad política, ni la construcción del ser humano como condicionada a la naturaleza o a una colectividad plural donde los seres humanos son uno más entre esas subjetividades.
Asimismo, el Acuerdo de Escazú no se encuentra siquiera dentro del campo de estudio de la ecología política más progresista de América Latina (Leff, 2019, p. 395; Martínez-Allier & Silva Macher, 2021, p. 53). A lo sumo, podría acusarse al Acuerdo de Escazú de encontrarse en una situación de expansión de derechos procedimentales de acceso ambiental si lo comparamos con el Convenio Regional Europeo de Aarhus de 1998, pues existe una clara similitud en su contenido (Guzmán-Jiménez & Madrigal-Pérez, 2020, p. 43; Médici Colombo, 2018, pp. 23-24); sin embargo, el elemento novedoso que destaca en el Acuerdo de Escazú es la inclusión del artículo 9 sobre la obligación estatal de protección de defensores ambientales, que no aparece en el mencionado convenio europeo.
En ese sentido, el Acuerdo de Escazú se encuentra —por su contenido— en la línea de la democracia representativa y del desarrollo legal y reglamentario de los derechos procedimentales de las últimas décadas de la región. Es probable que una conciencia ecológica se expanda a raíz del ejercicio de estos derechos y establezca un régimen democrático ambiental más equitativo, inclusivo y justo (Leff, 2016, p. 399), pero ese será un fin que no se desprende sino del propio ejercicio de derechos y no de las normas que los esculpen. Mucho más resaltante es el llamamiento desideologizado que en su momento la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2020) recomendó al Gobierno peruano para ratificar el Acuerdo de Escazú y proteger estos derechos de acceso ambiental (p. 49).
De hecho, países como el Perú mínimamente deben ajustarse a dos presupuestos del Rule of Law:
Básicamente, los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú se encuentran sobre la base de estos dos presupuestos.
V.2. El desarrollo sostenible en el Acuerdo de Escazú
El Acuerdo de Escazú empata con el principio de sostenibilidad bajo el continuo incremento de la calidad de los sistemas naturales y societales mediante el criterio de la calidad ambiental (Torres, 2018, p. 6). El principio de sostenibilidad se ha constitucionalizado en varios países (Gorosito, 2017) y ha implicado también el establecimiento de un buen gobierno y de pactos políticos para la gobernabilidad de los recursos naturales (Castro-Buitrago et al., 2019, p. 202), el uso racional de los recursos, la lucha contra la deforestación y la degradación ambiental, y el evitamiento de la contaminación, todo ello para asegurar nuestro futuro. En el Perú, la Constitución recoge este principio específicamente para el desarrollo de la Amazonía peruana (art. 69).
Asimismo, el Tribunal Constitucional del Perú (Sentencia Exp. N.° 03343-2007-PA/TC, 2009) ha definido el desarrollo sostenible como un punto de balance entre la protección ambiental y el crecimiento económico (§ 14). En ese sentido, este tribunal interpreta que la finalidad de buscar beneficios económicos debe tomar en cuenta otras finalidades sociales como la búsqueda del respeto de valores sociales, culturales y ambientales. Esta relación armoniosa es la interacción de los sistemas naturales y societales, permitiendo que la vida, la cultura y, en general, todos los seres humanos tengan el mismo valor de protección que otros bienes constitucionales; es decir, limitando las actividades humanas para evitar el mal funcionamiento de los ecosistemas que permiten la reproducción de la vida misma (Sentencia Exp. N.° 0048-2004-PI/TC, 2005, §§ 35-36).
Debemos reconocer que el desarrollo sostenible es un concepto en disputa entre diferentes perspectivas y posiciones; es más, las narrativas nos indican que es un concepto polisémico. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional del Perú ha señalado que el concepto de desarrollo de las comunidades indígenas es «alternativo», una perspectiva de desarrollo alejada del concepto tradicional (Sentencia Exp. N.° 0020-2005-PI/TC, 2005, p. 60). En consecuencia, existe toda una percepción en Perú de que el uso de los recursos naturales está generando grandes impactos y conflictos socioambientales (Núñez et al., 2020, p. 10). De hecho, hay actores que persiguen mantener este desequilibrio entre seguir promoviendo las inversiones, cuya primacía se encuentra en el texto constitucional, frente a fortalecer el principio constitucional de protección ambiental.
Un elemento central del debate en torno al desarrollo sostenible lo plantean los sectores privados en contra de la ratificación del Acuerdo de Escazú, señalando que este acuerdo regional atenta contra la seguridad jurídica de las inversiones. Un ejemplo de esta oposición al Acuerdo de Escazú es la del Colegio de Ingenieros del Perú, que mencionaba que el Acuerdo de Escazú y la incorporación de derechos de procedimiento ambiental ahuyentarían los proyectos económicos fundados en el uso de los recursos naturales, afectando gravemente la economía nacional y generando más desigualdad (Consejo Nacional del Colegio de Ingenieros del Perú, 2020). Por el movimiento ambientalista, existe la expectativa que el Acuerdo de Escazú sea una señal para mejorar el buen gobierno sobre los recursos naturales (Torres, 2018, p. 6) y un mensaje a los inversionistas para fortalecer la gobernanza de los recursos naturales (Velásquez, 2021, p. 22).
En consecuencia, los conflictos socioambientales son expresión de una tensión normativa entre asumir el principio constitucional de protección ambiental y la promoción de las inversiones en Perú a través de la protección constitucional de libertades económicas. Este equilibrio entre principios se expresa en una política pública que promueve inversiones, pero que no ha sido capaz de reducir los impactos ambientales de estas. El concepto de «patrimonio de la nación de los recursos naturales» interactúa desde el planeamiento del aprovechamiento de estos recursos hasta la etapa de implementación, donde se aprueban distintas autorizaciones o licencias para el manejo de estos recursos (Prityi et al., 2020, p. 45). Esta etapa, no obstante, ha sufrido cambios con las reformas liberales de la década de los noventa (Constitución del Perú, 1993, art. 66), permitiendo que el sector privado participe en el uso de los recursos naturales; reduciendo el concepto de bien común, que persigue que los recursos naturales sean un bien de la comunidad; pasando a un modelo de dejar hacer al tercero, sin planeamiento estratégico; y admitiendo que mediante permisos, concesiones y autorizaciones de aprovechamiento estos privados muchas veces controlen los recursos naturales.
Por ejemplo, la regulación de los permisos para aprovechamiento de recursos naturales debe incluir condiciones de sostenibilidad (parámetros técnicos que condicionen la explotación de recursos al respeto del ambiente), pero también permitir la concretización de los derechos procedimentales ambientales. En el derecho peruano, y dada la seguridad jurídica brindada por la Constitución del Perú mediante la garantía de la inviolabilidad de los contratos suscritos entre el Estado y terceros, que implica la imposibilidad de modificarlos (Constitución del Perú, 1993, art. 62), estos permisos para aprovechamiento de recursos naturales o el estudio de impacto ambiental se convierten en fuentes de derecho y en instrumentos que ordenan el territorio, incluso influenciando la asignación de funciones de gobernanza ambiental en estos espacios. Por ello, es importante la participación ciudadana, ya que se obtiene información y retroalimentación de aquellos que pueden verse afectados por estos permisos y licencias (Dávila, 2023a, p. 692).
Estos permisos son una conexión entre las regulaciones y su cumplimiento; sin embargo, hemos visto resistencias desde el sector privado, rechazando la inclusión de estándares ambientales y sociales en estos permisos administrativos o, incluso, debilitando la institucionalidad ambiental (Diario Gestión, 2020; Saldarriaga, 2023). Muchas veces estos gremios empresariales actúan con facilidades políticas del Estado para reducir su responsabilidad en temas ambientales (Prityi et al., 2020, p. 58).
Retornando al esquema de promover el buen gobierno sobre los recursos naturales, se debería incluir la perspectiva ambiental que condicione los permisos y las concesiones de uso de recursos naturales en el planeamiento de las decisiones ambientales; no obstante, en esta etapa, el proceso o instrumento de planeamiento no contiene indicadores de medición ambiental u oportunidades de ejercicio de derechos procedimentales ambientales, como ocurre con el planeamiento del uso de la tierra o los planes de inversión sectoriales o de cuencas específicas. Posteriormente, cuando ya se ejercen estos derechos de uso de recursos naturales, su implementación no está fuertemente vinculada con la perspectiva ambiental. La inclusión de la medición de indicadores ambientales que respeten el derecho al ambiente sano y los demás derechos procedimentales, tornándose estratégica, recae en la normativa que regula los procedimientos administrativos de aprobación de la licencia ambiental, por ejemplo. Cabe señalar que esto ocurre de manera deficiente muchas veces.
En ese marco, la aparición del Acuerdo de Escazú se sitúa en un complicado escenario de intereses contrapuestos en la visión de desarrollo y en cómo enfrentar la acrecentada crisis ambiental y climática que actualmente estamos viviendo. El Acuerdo de Escazú aparece como un mecanismo más dentro de la «justicia social ambiental» (De Paz González, 2021, p. 75), uno que permite conciliar el interés económico con la sostenibilidad. Asimismo, no estamos frente a derechos cuyos ejercicios sean pacíficos ni que se encuentren solamente en contraposición al Estado, pues, en el marco de los conflictos socioambientales, la ratificación del Acuerdo de Escazú se ha convertido en una acumulación de controversias públicas, donde aparece como central una lucha por «una plataforma garantista de derechos» (Monsalve Friedman, 2022, p. 64) desde el marco de construcción de obligaciones estatales y de intereses privados en la materia. En el impacto constitucional, implicaría que el concepto de desarrollo sostenible pueda resolver sus tensiones con otros bienes y valores constitucionales, utilizando la incorporación de derechos de acceso ambiental como indicadores que se sumen y le den eficacia al derecho a gozar de la naturaleza como un bien común ambiental y no como un bien al servicio de algunos intereses privados.
VI. COMPLETANDO EL DERECHO FUNDAMENTAL AMBIENTAL CON LOS DERECHOS PROCEDIMEN-TALES AMBIENTALES
En este acápite desarrollaremos cómo se manifiesta la naturaleza jurídica de los derechos procedimentales ambientales y los efectos materiales y formales de estos derechos al incorporar el Acuerdo de Escazú al derecho nacional peruano.
VI.1. Derechos procedimentales ambientales
Los derechos humanos se encuentran en ebullición y expansión en medio de una larga y compleja realidad de abusos que incluyen desde doblegar la libertad individual hasta situaciones colectivas y de interacción con la propia naturaleza, constituyendo una suerte de test permanente en ir recreando codificaciones de derechos para los marcos políticos y legales de los Estados (Maldonado, 2018, p. 107). Frente a esta demanda social de derechos y de una permanente intervención estatal para asegurar su ejercicio, el Estado ha respondido mediante una serie de obligaciones prestacionales para la concretización de estos derechos fundamentales, como el derecho a un ambiente sano.
Ya se habla de varias singularidades del reconocimiento de este derecho a un ambiente sano desde el derecho internacional:
Pero esta emergencia de derechos ambientales no escapa de tensiones políticas. De hecho, los derechos procedimentales medioambientales también viven en un constante conflicto, no solo por el contexto de crisis climática o los múltiples casos de conflictos socioambientales, sino principalmente porque una de esas batallas se ha dado en las narrativas de la modernización, donde la emergencia de derechos ambientales se opone al modelo de desarrollo imperante que esconde un interés económico particular (Monsalve Friedman, 2022, pp. 64-65).
Algunos tratados internacionales de derechos humanos han reconocido el derecho humano al ambiente sin entrar en detalles de indicadores de cumplimiento. Por ejemplo, el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales reconoce este derecho (art. 11, núm. 1) y la obligación estatal de protección, mejora y preservación de la naturaleza (núm. 2).
De igual forma, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Opinión Consultiva OC-23/17, 2017) señala la doble dimensión del derecho al ambiente (individual y colectivo), así como la obligación estatal de garantizar y proteger esas dimensiones. Desde su dimensión colectiva, este derecho se convierte en un bien común o interés universal de todas las generaciones. La expresión individual de este derecho al ambiente se materializa cuando el individuo sufre impactos a sus derechos al afectarse negativamente la naturaleza, por ejemplo, por contaminación ambiental (§ 59).
Tal como hemos señalado, la Constitución del Perú reconoce el derecho de toda persona «a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado al desarrollo de su vida» (art. 2, núm. 22). Asimismo, el Tribunal Constitucional del Perú se ha pronunciado en la misma línea que la Corte Interamericana sobre el derecho al ambiente sano como un derecho de dos dimensiones: por un lado, el derecho a gozar del ambiente; y, por otro lado, la obligación estatal de preservar la naturaleza, una esfera de goce que permita que prosiga la vida natural, combinada con la intervención del Estado al asumir obligaciones para mantener, promover y evitar que dicha relación armónica entre la naturaleza y el ser humano se vea alterada de manera negativa, manteniendo las condiciones adecuadas para su goce en la implementación del modelo económico constitucionalizado («economía social de mercado»). Igualmente, estas obligaciones ambientales se extienden a los privados por su participación en las actividades económicas que podrían afectar negativamente a la naturaleza (Sentencia Exp. N.° 03343-2007-PA/TC, 2009, § 4).
VI.2. Efectos materiales del Acuerdo de Escazú
El efecto que tendrá el Acuerdo de Escazú con respecto al derecho al ambiente puede sintetizarse en dos sentidos:
En cuanto al primer efecto, un elemento importante es la conexión entre el derecho al ambiente sano y los derechos de acceso ambiental que permitan que se concrete el primer derecho. Ha sido difícil definir el contenido de un derecho a gozar de un ambiente sano (Huerta Guerrero, 2013, pp. 481-485) porque es necesario escudriñar en la legislación ordinaria, así como en la reglamentación técnica y específica, todo lo que es viable ambiental y socialmente, así como lo que promueve, protege e implementa una relación armoniosa entre el ser humano y la naturaleza, pero también porque implica una serie de supuestos que le dan a este derecho un contenido, más que incierto, permanentemente polisémico.
Un ejemplo es la conexión entre la participación y el derecho al ambiente que se ve expresada en las demandas de movimientos sociales y locales por mayor participación y la necesidad de influenciar en el planeamiento de las decisiones ambientales. De hecho, los conflictos socioambientales han tenido como elemento central la exigencia de mayor participación ambiental (Squella Soto, 2021, p. 9).
Entonces, son tres efectos materiales del Acuerdo de Escazú. Primero, el derecho al ambiente sano se concretiza «a partir de garantías procedimentales como la participación» (Zapata & Mesa, 2022, p. 242), lo que implica una regulación legal que debe guiarse por los principios constitucionales. Segundo, debemos reconocer que los derechos procedimentales, como la justicia ambiental, son mecanismos necesarios para el cumplimiento de la regulación ambiental (Doreste Hernández, 2020, p. 3), así como parte esencial del derecho fundamental a un ambiente sano (G. Aguilar, 2020, p. 97), ya que siendo su objeto una cosa pública y no solo un poder del individuo, implica necesariamente la realización de otros derechos para su concretización, así como la plasmación del bien común que también persiguen como finalidad la legislación y la Administración. Y el tercer efecto es que los derechos procedimentales ambientales son elementos trascendentales para cumplir con las obligaciones nacionales e internacionales ambientales asumidas por los Estados en materia de derechos humanos.
Finalmente, el Acuerdo de Escazú es un instrumento que colabora con la satisfacción de la demanda social ambiental y que contribuye a la solución de conflictos, optimizando los derechos procedimentales que se encuentran al vaivén de la Administración por cuanto depende del fuero reglamentario definir su naturaleza y alcance. Es decir, al recoger históricamente la demanda social de una mayor participación, más información —por ejemplo, incluyendo ahora una evaluación de impacto a la salud de los ciudadanos en materia ambiental (Pakowski & Garus-Pakowska, 2021, pp. 204-205)—, más justicia y mejor protección a los defensores, se optimizan esos derechos y se ofrecen respuestas coherentes con las demandas presentadas en conflictos socioambientales que enfrentan países extractivos como el Perú.
VI.3. Efectos formales del Acuerdo de Escazú
En cuanto al efecto formal, se produce una intersección de protecciones con la incorporación del Acuerdo de Escazú en el derecho nacional: una protección constitucional y otra convencional de los derechos procedimentales ambientales con el Acuerdo de Escazú. Sobre la protección constitucional, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú, el Acuerdo de Escazú, al ser ratificado por el Congreso peruano, producirá los siguientes efectos:
Sobre la protección convencional, esta ha sufrido críticas por la convencionalización de los derechos procedimentales o de acceso ambiental, por ser una arbitraria expansión de derechos. Sin embargo, analizando ya la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú, se aplicarán los mismos supuestos de interpretación, como ha venido ocurriendo con otros derechos en el reconocimiento de su naturaleza de derecho fundamental y como ha sucedido con el Convenio 169 de la OIT sobre derechos de los pueblos indígenas.
Otro punto importante a mencionar es que si bien los tratados internacionales de derechos humanos (en general, cualquier tratado internacional) se incorporan al derecho nacional, gozando de inmediata validez y eficacia, este no necesariamente sería un proceso que acabe con su ratificación y publicidad, sino que debe realizarse todo un proceso interno de armonización normativa de la legislación nacional a lo preceptuado en el tratado internacional (Hernández Ordoñez, 2020, p. 115), no solo por su primacía o jerarquía formal, sino por su protección constitucional y convencional, que ya hemos indicado. El problema radica muchas veces en que estos procesos de adecuación normativa o impacto normativo no son realizados, dejando que las normas subsistan y entren en contacto, a la par que se producen antinomias y conflictos irresueltos por el legislador o la Administración, recayendo muchas veces en los jueces la responsabilidad de esta purificación y concordancia sistemática. Este vacío, suscitado en la acción de no detallar la manera en la que se implementarán tratados internacionales como el Acuerdo de Escazú, conlleva una serie de desafíos para la eficacia de los derechos procedimentales ambientales, que necesitan muchas veces de la ejecución activa del legislador y de la Administración.
Los tratados internacionales aprobados por el Congreso tienen un similar proceso de validez que el de la aprobación de las leyes (Constitución Política del Perú, 1993, art. 57), lo que incluye su necesaria publicidad. En ese sentido, la Constitución del Perú no señala expresamente la jerarquía normativa de los tratados internacionales incorporados en el derecho nacional, por lo que formalmente, dependiendo del instrumento o procedimiento que aprobó el acuerdo internacional, tiene una posición en la jerarquía de normas nacionales. Así, el procedimiento legal que corresponde al Acuerdo de Escazú es la aprobación congresal por ser materia reservada para dicho procedimiento; sin embargo, la formalidad de su incorporación a los tratados internacionales no define su validez, ni su eficacia u oponibilidad a otras normas. El elemento relevante es el contenido iusfundamental del tratado internacional, que le da una fuerza normativa constitucional.
Una característica de los acuerdos internacionales de derechos humanos es su superioridad y fortaleza normativa. Esta suerte de oposición o de rigidez de mutar normativamente es conocida como la fuerza activa y pasiva de la Constitución, trasladada a estos instrumentos normativos internacionales. Así, la fuerza activa de estos instrumentos internacionales es su cualidad innovadora de incorporar derechos iusfundamentales; es decir, con rango constitucional. A la par, su fuerza pasiva se encuentra en su capacidad de oponibilidad, de resistirse a los cambios de normas legales, infraconstitucionales e, incluso, constitucionales (Sentencia Exp. N.° 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC, 2006, f. 33); es decir, convierte a estos derechos menos vulnerables a los cambios político partidarios en el Parlamento o a los cambios burocráticos en la Administración (Pereira, 2021, p. 194), estableciendo un primer límite o protección constitucional de los derechos procedimentales ambientales cuando se incorporen al derecho nacional mediante la aprobación del Acuerdo de Escazú.
Por otro lado, la protección convencional de los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú proviene de la fuerza vinculante propia de toda fuente convencional. Hace un poco más de dos décadas que el Perú ratificó la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (art. 27) y, tomando en cuenta también disposiciones legales (Ley N.° 26647, art. 3; Ley N.° 26435, art. 20), se reafirma lo siguiente: las características específicas de la fuente convencional hacen que se convierta en una fuente de resistencia a los cambios normativos y, especialmente, los acuerdos internacionales de derechos humanos gozan de toda una fuerza pasiva y de la guía de diversos principios jurídicos (pro juris homine, progresividad, etc.) que los protegerá permanentemente. Así el Acuerdo de Escazú, al ser una fuente convencional, sin importar normas legales o infralegales, anteriores o posteriores, surtirá efectos vinculantes, afectando a dichas normas con la derogación, integración o inaplicación.
VII. GUIANDO LAS OBLIGACIONES ESTATALES AMBIENTALES
En este acápite final explicamos cómo las obligaciones constitucionales ambientales se plasman en la regulación ambiental y revisamos los desafíos institucionales y sociales que deben superar para su implementación, elemento que el Acuerdo de Escazú puede colaborar en superar.
VII.1. Marco de las obligaciones ambientales
La construcción de obligaciones ambientales estatales parte de los artículos 66 al 69 de la Constitución del Perú, que establecen el principio de la naturaleza como patrimonio de la nación y el régimen de concesiones para los recursos naturales trasladados a terceros; el diseño de la política ambiental, incluyendo una estrategia de conservación mediante la creación de áreas protegidas; y el fomento del desarrollo sostenible de la Amazonía peruana; pero también de otras normas relacionadas a la obligación de protección ambiental que asumen los gobiernos regionales y locales (arts. 192.7 y 195.8). Esos son los contenidos mínimos de la regulación constitucional ambiental. En resumen, la gestión pública ambiental, la estrategia de áreas naturales protegidas y la viabilidad ambiental de los proyectos económicos sobre recursos naturales (Eto Cruz, 2017, pp. 585-599), como elementos de política, se han constitucionalizado.
Podemos agregar que las principales obligaciones ambientales del derecho nacional se encuentran en la Constitución del Perú, los acuerdos e instrumentos internacionales en materia ambiental, una serie de principios, reglas e instituciones generadas por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú y la regulación ambiental que se basan en la obligación de garantizar este derecho fundamental a un ambiente sano (Huerta Guerrero, 2013, pp. 490-491). Las obligaciones estatales en temas ambientales no deben entenderse como un simple hacer o no hacer, estas deben implicar un aprendizaje y mejora continua para la protección y la búsqueda de la armonía entre ser humano y naturaleza, por lo que implica que «cada Estado se compromete a mejorar y fortalecer, sus capacidades y normativa nacional» (Brun Pereira, 2021, p. 133) en materia ambiental. Un referente en esta definición de obligaciones estatales ambientales de mejora permanente es la Opinión Consultiva OC-23/17 (2017) sobre medio ambiente y derechos humanos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual aclara la relación entre la protección ambiental y los derechos humanos, identifica obligaciones estatales ambientales, y desarrolla la relación entre el derecho al ambiente y los derechos procedimentales ambientales (§ 57).
La Corte IDH (2017) resalta la naturaleza complementaria de los derechos procedimentales ambientales al definirlos como «obligaciones de procedimiento para garantizar el derecho a la vida y a la integridad personal» (§ 211). Asimismo, se identifican obligaciones estatales específicas que plasman los principios ambientales de prevención como regular, aprobar y fiscalizar las licencias ambientales de las actividades económicas (Alva & Álvarez, 2021, p. 118), los principios de precaución y cooperación, y otras obligaciones «procedimentales» que garanticen el ejercicio de los derechos procedimentales ambientales.
En consecuencia, esta opinión consultiva y el Acuerdo de Escazú mantienen una relación estrecha entre los derechos de acceso ambiental, como necesarias estructuras del derecho a un ambiente sano (Dávila, 2023b, p. 76) y de las obligaciones estatales que deben ser implementadas por los Estados, cuyo efecto es la convencionalización de los derechos fundamentales ambientales. Sin embargo, este no es un proceso fácil ni sencillo, especialmente porque dependerá del diseño institucional, el cumplimiento legal y la regulación ambiental de cada país.
En esta interpretación integradora de la opinión consultiva y el Acuerdo de Escazú, las obligaciones ambientales pueden guiarse y guiar mediante principios incorporados en este acuerdo. Así, las obligaciones estatales deben ser interpretadas al momento de su aplicación a través de los principios recogidos en el artículo 3 del acuerdo. Por ejemplo, desde el derecho internacional, el Acuerdo de Escazú incorpora los principios de no discriminación, igualdad, no regresión del reconocimiento de derechos ambientales y pro persona, todos estos provenientes específicamente del derecho internacional y de los derechos humanos (Orellana, 2020, pp. 134-136). Es decir, estos principios moldearán las obligaciones estatales ambientales, a saber:
Asimismo, dos elementos que se insertan en estas obligaciones estatales ambientales son:
En otras experiencias ya se habla de la construcción de una «civilización ecológica» mediante la integración del interés público ambiental y la concretización de derechos fundamentales, e incluso de que el incremento de la participación ambiental permitirá construir una nueva ciudadanía ecológica constitucional (Prityi et al., 2020, p. 54).
VII.2. Obligaciones ambientales constitucionalizadas en irradiación
El Acuerdo de Escazú trae mejoras a la regulación ambiental de la región. Las innovaciones en cuanto al derecho a un ambiente saludable, la guía de principios en donde encontramos el de «no regresión», la protección de los defensores ambientales, las normas relacionadas a la vulnerabilidad de los derechos ambientales, la carga de la prueba y, especialmente, el fortalecer la capacidad estatal en materia ambiental, son algunas de estas mejoras (Stec & Jendrośka, 2019, p. 537).
En el caso del Perú, por los cambios constitucionales de fines del siglo XX durante el régimen autoritario de Alberto Fujimori, el diseño institucional fue una gestión pública dividida en sectores autónomos y con la creación de agencias independientes dentro de la Administración en un régimen político semipresidencial, donde el rol de la Administración se convirtió en una rama directa de ejecución de la regulación ambiental. En cuanto a la institucionalidad ambiental, fue creada a partir de una generalizada desconfianza de la ciudadanía sobre la autonomía de estas instituciones con respecto al sector privado y a los sectores públicos encargados de promover las inversiones. Por ejemplo, el Ministerio del Ambiente (Minam, 2008), el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA, 2009) y el Servicio Nacional de la Certificación Ambiental para las Inversiones Sostenibles (Senace, 2013) fueron creados como un sector independiente a causa de la cada vez mayor presión social, que exigió cambios institucionales para darle más autonomía política y técnica a las funciones de aprobación de la licencia ambiental y su monitoreo, así como mayor transparencia y participación ciudadana a dichos procesos. Entonces, los cambios institucionales tienen que ver con el diseño normativo de la gestión ambiental aunado a las obligaciones institucionales, pero también se moldean por la demanda ciudadana que exige un ejercicio de derechos procedimentales ambientales.
Entonces, una vez definidas las obligaciones estatales ambientales a través del Sistema Nacional de Gestión Ambiental del Perú, que reúne normas (Política Nacional del Ambiente), instituciones rectoras en lo normativo y en lo político (Ministerio del Ambiente), y procedimientos (instrumentos de gestión ambiental), es menester que todas esas funciones y agencias especializadas cumplan con estas obligaciones constitucionales y sean garantías institucionales de derechos. La crítica proveniente de los gremios empresariales es que con la incorporación del Acuerdo de Escazú se produce una bifurcación de normas y procedimientos que complejizará el cumplimiento de la regulación ambiental y las libertades económicas, siendo estas últimas su principal preocupación (Confiep et al., 2020). Una posible solución es la tradicional codificación normativa, con los riesgos que pueda significar reducir requerimientos ambientales; sin embargo, no es un tema de soluciones formales, sino una resistencia política a mejorar la implementación de derechos fundamentales mediante su inserción en los procedimientos y la organización administrativa ambiental.
Otra característica de los derechos ambientales es que su desarrollo normativo ha ido más allá de lo que se desprende como obligaciones de implementación de los derechos sociales. Si bien el derecho fundamental comparte también esa naturaleza de solidaridad por un interés colectivo o difuso, su exigibilidad radica en la relevancia de ese interés colectivo y no en la realización específica de la gravedad del caso, su vinculación con otros derechos o incluso el presupuesto asignado (Rubio, 2013, p. 218), porque estas ponderaciones ya se han realizado al estructurar el interés público en políticas, normas, procedimientos e instituciones ambientales. Desde el punto de vista del interés público donde recae la protección ambiental, perseguir el bien común es perseguir la protección de la naturaleza. El rol del Estado y, por ende, de la Administración fue determinar el interés público, distinguiéndolo del interés privado; mientras que, en el caso de la regulación ambiental, es la Administración la que velará por la protección de ese interés público configurado como protección ambiental. No obstante, la existencia de una fuerte burocracia y un rol omnipresente del Estado como representante del interés público se ha percibido en América Latina como ineficaz para lograr el desarrollo; es decir, esto ha sido permanentemente cuestionado para la persecución del interés público ambiental.
Las agencias administrativas ambientales justamente tienen como misión encargarse de ello, pero revestidas de elementos de gobernanza ambiental, lo que implica permitir ejercer muchos de los derechos de acceso ambiental mediante procedimientos administrativos. Es una conjunción donde prima el interés público ambiental, pero a partir de también permitir que los ciudadanos se involucren en ese interés público.
El asignar a estos arreglos institucionales la función del bien común ambiental, cuidar la naturaleza o permitir un adecuado uso de los recursos naturales sin generar inestabilidad social o impactos ambientales, pese a los avances normativos en la planificación ambiental o la ejecución de proyectos de extracción de recursos, no ha tenido resultados exitosos. Es más, el Acuerdo de Escazú refuerza la posibilidad de la colaboración en la conservación de la biodiversidad en espacios transfronterizos (López-Cubillos et al., 2022, pp. 9-11), donde emergen amenazas de ilicitudes contra la naturaleza cada vez más graves. Por ello, reforzar este interés público con la concretización de los derechos procedimentales ambientales se hace necesario y urgente.
La siguiente tabla resume esta intersección entre la gestión ambiental y los derechos procedimentales ambientales en el Perú.
Tabla 2. Intersección de la gestión pública y los derechos procedimentales ambientales
Derechos procedimentales |
Gestión ambiental |
Conservación mediante áreas protegidas |
Uso sostenible de los recursos naturales |
Acceso a la información |
Acceso a instrumentos de gestión como límites máximos permisibles, estándares de calidad ambiental, etc. |
Acceso a instrumentos de planeamiento como el Plan Director de Áreas Protegidas y planes maestro por cada área |
Acceso a los estudios de impacto ambiental y programas de adecuación ambiental de proyectos de explotación de recursos |
Participación ciudadana |
Participación en la Comisión Ambiental, comisiones regionales y locales |
Participación en los comités de gestión de las áreas protegidas nacionales y regionales |
Participación en la aprobación de las licencias ambientales y los programas de vigilancia comunitaria |
Acceso a la justicia |
Acción de amparo a la falta de acceso o imposibilidad de participar en espacios de diseño de políticas o normativas |
Acción de amparo cuando se vulneran los espacios de protección definidos en las áreas protegidas |
Acción de amparo por incumplimiento de obligaciones de los estudios ambientales y otros delitos ambientales (contaminación, deforestación, degradación) |
Defensores ambientales |
Elaboración de políticas, normativas, programas e instrumentos de protección de defensores, con partidas presupuestarias |
Implementación de mecanismos de vigilancia comunitaria para salvaguardar las áreas protegidas por comunidades aledañas |
Mecanismos de vigilancia forestal, minera y de hidrocarburos donde participan miembros de comunidades |
Fuente: elaboración propia.
VII.3. Desafíos de la implementación de las obligaciones ambientales constitucionalizadas
Desde los arreglos institucionales que hemos visto, encontramos dos problemas principales a afrontar con las obligaciones ambientales y los derechos procedimentales en su implementación:
Dentro de los hallazgos que hemos encontrado en el análisis de la legislación ambiental y lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú, encontramos cuatro desafíos de adecuación de la legislación ambiental peruana a lo señalado por este tratado internacional de derechos ambientales:
Asimismo, esa meta de perseguir el interés público ambiental no solo depende de agencias administrativas, sino también de órganos jurisdiccionales especializados que velen por la protección de ese interés ambiental. La implementación del derecho ambiental a través del derecho administrativo es una tradición y tendencia de la regulación ambiental, así como el incremento de casos de litigio estratégico. Ambos han permitido una colaboración administrativa entre la sociedad y las autoridades administrativas y judiciales, expresada en el amicus curiae y la participación del tercero civilmente interesado, entre otras herramientas de colaboración para este y otros derechos procedimentales (López‐Cubillos et al., 2021, pp. 3-7), instituciones que el Acuerdo de Escazú promueve para mejorar la administración ambiental.
Sobre el derecho procedimental de acceso a la justicia ambiental, el litigio estratégico se ha convertido en una herramienta de protección ambiental y, a la vez, de defensa de los derechos de los pueblos indígenas, siendo un campo de interseccionalidad muy común en América Latina. Un primer problema ha sido que la eficacia de los tribunales administrativos ambientales es limitada porque sus decisiones pueden ser judicializadas posteriormente y se suspende la decisión administrativa mientras no se obtenga una decisión judicial inoponible y última, con lo que el conflicto socioambiental continuará y la afectación al medio ambiente también (Johnston et al., 2020, p. 79).
De igual manera, los conflictos socioambientales se convierten en litigios constitucionales utilizando el «amparo ambiental». El incremento de la utilización del amparo como remedio judicial constitucional está respaldado por las obligaciones constitucionales impuestas al Estado para proteger o conservar los recursos naturales, y por reformas constitucionales y legales, así como por el Tribunal Constitucional del Perú, que ha facilitado el uso de ese recurso tras el retorno pleno a la democracia el año 2000. No obstante, en las últimas dos décadas se puede apreciar la falta de conocimiento del derecho ambiental por parte de los órganos administrativos y judiciales, aunque esto se viene revirtiendo en los últimos años. Este aumento de casos judiciales y administrativos ambientales, producto del activismo judicial y el rol de organizaciones no gubernamentales, ha ido a la par de promover mecanismos de participación para solucionar conflictos socioambientales. Las mesas de diálogo, los diálogos tripartitos (Estado, empresas y sociedad civil), los mecanismos de queja y otros mecanismos de solución de conflictos no voluntarios, que son preventivos y menos costosos, han ayudado al ejercicio de este derecho de participación y a evitar el desarrollo de litigios.
De hecho, el modelo peruano, proveniente de la tradición legal del civil law, está pensado sobre todo en los términos prescriptivos del derecho; sin embargo, esta tradición está siendo superada con una aproximación preocupada por la efectividad de las normas ambientales y por lograr arreglos políticos e institucionales de gobernanza ambiental, donde se vuelve necesario que el carácter prescriptivo del derecho a gozar del ambiente se integre y se ejerza también mediante los derechos procedimentales en las acciones de la gestión pública, en las políticas ambientales de los diferentes niveles de gobierno y en el cumplimiento de la regulación ambiental.
Finalmente, vale comentar que otra característica de la regulación ambiental que podrá ser potenciada por el Acuerdo de Escazú y que no ha sido analizada a profundidad por el sector privado es la inclusión de obligaciones ambientales privadas, reguladas por el derecho civil (Prityi et al., 2020, pp. 48-49), a ser tratadas en sede administrativa o judicial. Si bien es cierto que viene creciendo el uso del argumento jurídico de responsabilidad por daño ambiental por parte de tribunales administrativos y judiciales, existe desconfianza ciudadana sobre la idea de que los procesos civiles o administrativos resuelvan conflictos socioambientales de manera eficiente, oportuna y de bajo costo. Esta desconfianza permanece en la ciudadanía al considerarlo un sistema excluyente de acceso a la justicia cuando realmente, por ejemplo, grupos excluidos de la justicia ambiental pueden recurrir a estos mecanismos, que atienden casos de responsabilidad ambiental. Hay procesos judiciales y administrativos que han tomado tiempo y no han sido reparadores de derechos, como es el caso del reciente derrame de petróleo en el litoral peruano por parte de la empresa Repsol o el caso de contaminación por Chevron Texaco en Ecuador. Estos son mecanismos útiles como complemento a otros enfoques legales y administrativos como el reconocimiento de los derechos procedimentales.
VIII. CONCLUSIONES
Queda claro que la regulación ambiental, ya sea internacional o nacional, pasa por la participación indispensable y soberana de los Estados (Schrijver, 2021, p. 110). Ciertamente, en la región de América Latina y el Caribe existe un desarrollo desigual de la regulación ambiental, para lo cual el Acuerdo de Escazú se convierte en un mínimo común denominador de cumplimiento para los Estados parte, superando vacíos o lagunas de sus legislaciones nacionales (French & Kotzé, 2019, p. 29) al momento de evaluar su implementación por la Conferencia de las Partes del Acuerdo de Escazú y sus órganos auxiliares, como es el Comité de Apoyo e Implementación. Para muchos países, el Acuerdo de Escazú implica un desafío muy importante por el poco desarrollo legislativo y reglamentario de los derechos procedimentales ambientales, pero en casos como el de Perú, que tiene una rica experiencia en la regulación ambiental, se debe definir claramente cuáles son sus brechas de implementación.
Si Perú ratifica el Acuerdo de Escazú, el ejercicio de concordancia y ajuste de la legislación nacional a este tratado internacional implicará una serie de retos de implementación. Estos retos no comprenden grandes esfuerzos de cambios normativos, institucionales y procedimentales, lo que quiere decir que se deben realizar acciones de adecuación de la legislación nacional al acuerdo, como establecer lineamientos específicos de excepciones de acceso a la información ambiental considerada reservada, secreta y confidencial; uniformizar la participación ambiental en el uso de los recursos naturales, sin que ello implique trasladar la función de aprobación de la licencia ambiental a los ciudadanos (Del Valle Mora, 2020, p. 111); aclarar el uso procedimental de la herramienta de la inversión de la carga de la prueba ambiental en la sede administrativa y judicial; implementar medidas de protección para los defensores ambientales; etc. (Gamboa, 2023, pp. 49-70).
El Acuerdo de Escazú coadyuvará a identificar estos desafíos de implementación y posibilitará que los ciudadanos participen en esa construcción política, normativa e instrumental. Ello podría implicar cambios estratégicos para la institucionalidad pública y adelantar la deliberación pública de lo ambiental, esperando que con ello se puedan solucionar los conflictos socioambientales antes de que escalen a un punto de crisis o violencia sin punto de retroceso.
Asimismo, los efectos constitucionales del Acuerdo de Escazú permiten complementar y reforzar lo ya establecido por la Constitución del Perú, así como los principios y criterios de interpretación desarrollados por el Tribunal Constitucional del Perú en estas últimas dos décadas. Estas implicancias constitucionales son las siguientes:
Como señalábamos al inicio de nuestras conclusiones, es necesaria la soberanía estatal para llevar a cabo las obligaciones ambientales, pero es insuficiente para su implementación, y es ahí donde urge el ejercicio de los derechos ambientales. Sin embargo, tanto en el Perú como en otros países se expresó la preocupación de los gremios empresariales por el posible impacto del Acuerdo de Escazú sobre la seguridad jurídica de las inversiones y el aumento del costo de sus operaciones a nivel territorial, así como por las barreras legales e institucionales que supuestamente representaría el ejercicio de estos derechos procedimentales ambientales (Marañón Tovar, 2021, pp. 14-19). Esta preocupación, cabe indicar, no tiene un claro sustento y hemos encontrado evidencias que la justifiquen en el análisis constitucional realizado; es decir, no tienen fundamento a menos que se considere que la emergencia de estos derechos sea una limitante para el uso de los recursos de la naturaleza. No obstante, cerca de tres décadas de experiencia en estas actividades nos indican que los déficits de derechos procedimentales ambientales han tenido como efecto un impacto negativo en el ambiente, así como el incremento de conflictos socioambientales que se desarrollan fuera de los marcos políticos, legales e institucionales diseñados para dicho efecto. En consecuencia, el ingreso del Acuerdo de Escazú al derecho nacional peruano traería más ventajas que desventajas para la protección ambiental en el país, aportando así a cumplir con las obligaciones ambientales emanadas de la Constitución del Perú.
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Recibido: 30/10/2022
Aprobado: 15/01/2024
1 Normas sobre participación ambiental: Reglamento de Participación Ciudadana para la realización de Actividades de Hidrocarburos (Decreto Supremo N.° 002-2019-EM), Reglamento de Participación Ciudadana en el Subsector Minero (Decreto Supremo N.° 028-2008-EM), Reglamento para la Protección Ambiental en las Actividades Eléctricas (Decreto Supremo N.° 014-2019-EM) y Lineamientos para la Participación Ciudadana en las Actividades Eléctricas (Resolución Ministerial N.° 223-2010-MEM-DM).
2 Normas relacionadas a la autoridad de transparencia ambiental: Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Legislativo N.° 1353), Reglamento del Decreto Legislativo N.° 1353 que crea la Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Supremo N.° 019-2017-JUS), Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Ley N.° 27806), y Decreto que Fortalece el Tribunal de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Legislativo N.° 1416).
3 El uso de la inversión de la carga de la prueba por parte de la autoridad nacional debe ponderarse en función a la presunción de licitud e inocencia (Ley N.° 27444, art. 248); y aplicarse en mandatos particulares exigibles para los administrados para que realice «determinadas acciones que tengan como finalidad garantizar la eficacia de la fiscalización ambiental» (Ley N.° 29325, art. 16-A). El deber del administrado que tiene en su poder bienes del patrimonio forestal es «demostrar el origen legal de estos» (Ley N.° 29763, art. II, num. 10).
* Este artículo es parte del trabajo de fin de máster con que el autor optó al grado universitario del magíster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca (2022). Asimismo, el autor obtuvo el Premio Extraordinario de Máster Universitario en la Universidad de Salamanca durante el curso académico 2021/22. El autor quisiera agradecer a su tutor doctoral, Dr. Augusto Martín De la Vega, por su apoyo en esta investigación.
** Alumno del Programa Doctoral «Estado de Derecho y Gobernanza Global» de la Universidad de Salamanca (España). Abogado y doctor en Derecho y Ciencia Política por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). Asesor senior de Derecho, Ambiente y Recursos Naturales (DAR).
Código ORCID: 0000-0002-0706-765X. Correo electrónico: cesar.gamboa@usal.es
La protección penal internacional del medio ambiente: hacia el delito de ecocidio
International Criminal Protection of the Environment: Advancing Towards the Crime of Ecocide
MARÍA DEL MAR MARTÍN ARAGÓN*
Universidad de Cádiz (España)
Resumen: Este estudio se centra en tres aspectos fundamentales relacionados con la protección internacional del medio ambiente. Así, tras una breve aproximación al estado de la cuestión medioambiental en relación a la situación de emergencia climática que enfrentamos, se aborda la cuestión del medio ambiente como un derecho humano. A continuación, se aborda el desarrollo histórico de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas. Finalmente, se profundiza en la propuesta de definición de ecocidio y las modificaciones sugeridas para el Estatuto de Roma, destacando la labor de la Fundación Stop Ecocidio y otras iniciativas en ese sentido. Este enfoque busca contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente a nivel internacional, explorando estos tres ejes centrales.
Palabras clave: Ecocidio, medio ambiente, delitos contra el medio ambiente, protección penal del medio ambiente, derecho penal internacional
Abstract: This study focuses on three fundamental aspects related to the international protection of the environment. Thus, after a brief overview of the environmental situation concerning the climate emergency we face, the issue of the environment as a human right is addressed. Subsequently, the historical development of ecocide in the context of the United Nations is examined. Finally, there is an in-depth analysis of the proposed definition of ecocide and the modifications suggested for the Rome Statute, highlighting the work of the Stop Ecocide Foundation and other similar proposals. This approach aims to contribute to the development of international environmental criminal protection by exploring these three central axes.
Keywords: Ecocide, environment, crimes against the environment, criminal protection of the environment, international criminal law
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL MEDIO AMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO.- III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO.- III.1. LA APARICIÓN DEL TÉRMIMO «ECOCIDIO» EN EL CONTEXTO DE CONFLICTOS ARMADOS Y GUERRAS.- III.2. LOS INTENTOS DE CONEXIÓN ENTRE ECOCIDIO Y GENOCIDIO.- III.3. RETORNO A LOS DAÑOS AL MEDIO AMBIENTE: ABANDONO DEL TÉRMINO «ECOCIDIO».- III.4. RENACER DEL DEBATE: HACIA LA INCLUSIÓN DEL ECOCIDIO EN EL ESTATUTO DE ROMA.- IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO.- V. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
En la actualidad podemos decir que, desde el año 2023, la destrucción de los ecosistemas naturales ya es prácticamente irreversible en demasiados aspectos, que el cambio climático es una realidad tangible y que el aumento del nivel del mar será inevitable durante «siglos o milenios» como consecuencia del calentamiento continuado de los océanos y el deshielo global (Lee et al., 2023, p. 18). El ataque continuado e indiscriminado provoca no solo un daño directo en el medio ambiente, sino también la desaparición de ciertos ecosistemas que permitirían atenuar de alguna forma los efectos del cambio climático. Así, la deforestación y degradación de los bosques supone la pérdida de las mayores reservas de carbono y biodiversidad de la Tierra (Naciones Unidas, 2023). Además, tampoco podemos perder de vista que la contaminación marina, el calentamiento global, la deforestación masiva, la destrucción de ecosistemas y el cambio climático se combinan con el tráfico ilegal de especies protegidas para dar lugar a un alto riesgo de extinción de numerosas especies animales y vegetales. En concreto, un millón de especies en el mundo se encuentran en peligro de extinción, de acuerdo con la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (ONU, 2023).
La situación de emergencia climática que enfrentamos en la actualidad, y que trae causa de años de desatención del medioambiente como bien jurídico a proteger, no solo afecta a los ecosistemas y la biodiversidad, sino también a la vida humana, conllevando fatales consecuencias como «escasez alimentaria, pérdida de viviendas e infraestructuras, migración de población, etc.» (ONU, 2023, p. 38). Sin embargo, el impacto que causa no afecta por igual a todas las regiones ni a todas las comunidades. En este sentido, las investigaciones ponen de manifiesto (Adger, 2006; Cutter et al., 2006) que la vulnerabilidad humana y de los ecosistemas son variables interdependientes, lo que significa que quienes cuentan con mayores obstáculos para el progreso se encuentran también en una situación de mayor exposición a los peligros climáticos.
Paradójicamente, las comunidades más afectadas son quienes menos han contribuido al deterioro del medio ambiente (Lee et al., 2023). Así, por ejemplo, zonas urbanas situadas en áreas bajas o pequeñas islas se ven especialmente expuestas al aumento del nivel del mar, lo que afecta cuestiones tan elementales como su economía, salud o bienestar, viéndose sus comunidades forzadas a desplazarse (ONU, 2023). En concreto, en el año 2021 fueron 22,3 millones de personas las que tuvieron que abandonar su lugar de residencia por estos motivos (Observatorio de Desplazamiento Interno y Consejo Noruego para Refugiados, 2022). En este contexto, las personas pueden enfrentar situaciones de vulneración de derechos humanos, especialmente las mujeres y los niños, que suelen ser la población desplazada más numerosa y, además, no gozan del estatus de protección de las personas refugiadas, ya que no reúnen los requisitos de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018). En cambio, los países que pueden ser señalados con una mayor cuota de responsabilidad en la crisis climática invierten mayores esfuerzos económicos en asegurar sus fronteras que en mitigar y poner fin a las causas que generan este éxodo humano, causado precisamente por la sobreexplotación y mala gestión del medio ambiente (Miller et al., 2021). Si nos centramos en los ecosistemas terrestres, se observa cómo el mayor deterioro de las superficies forestales a nivel mundial también afecta en mayor medida a países en desarrollo ubicados en América Latina, el Caribe, África subsahariana y el Sudeste asiático (ONU, 2023).
Pese a que la protección de la biodiversidad, de los ecosistemas, de la fauna, la flora y los recursos naturales debería haber sido una cuestión de primer orden en el ámbito de los Estados, la introducción de estos asuntos en la agenda internacional como una apuesta firme es relativamente nueva. Ante los desalentadores datos que nos muestra la evidencia científica, en los últimos tiempos el daño al medio ambiente se ha convertido en una preocupación creciente en la comunidad internacional y ponerle freno es una de sus prioridades. Así, el plan de acción conocido como Agenda 2030, aprobado por las Naciones Unidas en 2015, incluyó dentro de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible tres específicamente encaminados a la protección del medio ambiente: el 13, «Acción por el Clima»; el 14, «Vida Submarina»; y el 15, «Vida de Ecosistemas Terrestres» (Resolución 70/1, 2015). Uno de los más recientes ejemplos es la adopción en marzo de 2023 del «Acuerdo en el Marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar relativo a la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica marina de las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional» (2023), comúnmente conocido como «Tratado de Alta Mar». En este instrumento se reconoce de forma expresa la degradación de los ecosistemas marinos y la pérdida de biodiversidad a causa, principalmente, del cambio climático y la contaminación.
La intensificación de esta conciencia medioambiental también se ha visto impulsada por el incansable movimiento activista y el tejido asociativo existente alrededor de los valores ecologistas y protectores del medio ambiente. Y es que la concienciación es un elemento fundamental junto a la sensibilización para prevenir y actuar contra la devastación de los ecosistemas. Precisamente en septiembre de 2023 tuvo lugar en Nueva York la Cumbre sobre la Ambición Climática con el objetivo de incrementar la conciencia medioambiental y «acelerar la toma de medidas» de los «gobiernos, las autoridades comerciales, financieras y locales y la sociedad civil». Y es que los daños al medio ambiente enfrentan una especial dificultad en cuanto a su visibilización, pues pertenecen a la categoría de los «delitos invisibles». Así, su impacto social se limita a aquellos casos en que los efectos son catastróficos y prácticamente irreversibles (Roldán Barbero, 2003). Por lo tanto, la labor de concienciación y sensibilización es especialmente dificultosa porque la víctima no es individualizable ni tangible. Pero, además, hay que tener en cuenta otra cuestión fundamental que se añade a este escenario: la adecuación social no solo de las actividades que suponen un daño al medio ambiente, sino de las entidades y los individuos que las llevan a cabo, que pertenecen habitualmente a entornos adinerados, poderosos y privilegiados (Paredes Castañón, 2013).
Uno de los propósitos de este trabajo es analizar y profundizar en la compleja relación entre el medio ambiente y los derechos humanos, temática abordada en la primera sección del documento. Posteriormente, se explora el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas, proporcionando un contexto clave para la comprensión del marco normativo internacional.
A continuación, el estudio se centra en la propuesta de definición de ecocidio —un componente esencial— y las posibles modificaciones al Estatuto de Roma. Este análisis se adentra en la detallada evaluación de la propuesta presentada por la Fundación Stop Ecocidio, junto con la consideración de otras iniciativas conexas.
En resumen, este trabajo persigue contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente desde una perspectiva global, explorando tres ejes centrales: la consideración del medio ambiente como un derecho humano, el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en la ONU, y las propuestas actuales para su tipificación y sanción. Estos objetivos se plantean con la finalidad de enriquecer la comprensión y el debate en torno a la protección jurídica del medio ambiente en el ámbito internacional.
II. EL MEDIOAMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO
La definición del medioambiente no es única, ya que varía según la perspectiva de la disciplina que aborde su estudio. En este trabajo se va a atender a la definición facilitada en el artículo 8 ter, numeral 2, literal e del Comentario del Panel de Expertos encargado de la definición de ecocidio; esto es: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021). Se pretende con esta conceptualización cumplir con el principio de legalidad penal, que exige una delimitación clara y precisa del bien jurídico a proteger (Lledó, 2022). Este concepto, que se entiende desde una perspectiva de interacción de los distintos elementos (Steffen et al., 2020), es similar al que el Tribunal Constitucional español expuso en su sentencia 102/1995 del 26 de junio de 1995:
El medio ambiente no puede reducirse a la mera suma o yuxtaposición de los recursos naturales y su base física, sino que es el entramado complejo de las relaciones de todos esos elementos que, por sí mismos, tienen existencia propia y anterior, pero cuya interconexión les dota de un significado trascendente más allá del individual del cada uno. Se trata de un concepto estructural cuya idea rectora es el equilibro de sus factores (f. 6).
En cualquier caso, nos encontramos ante un bien jurídico supraindividual, por cuanto que el perjuicio se causa a un colectivo, trascendiendo la mera individualidad. Pero, además, el medio ambiente como bien jurídico presenta una peculiaridad y es que protege un interés difuso, ya que afecta «a toda una colectividad» (Sentencia 529/2012, 2012). Alastuey Dobón (2004) va más allá y señala que «el medio ambiente es condición de la vida de las generaciones futuras, no sólo en el sentido de la subsistencia, sino también en lo que respecta al ejercicio de los bienes jurídicos de esas generaciones» (p. 39). Así, Borrillo (2011) habla de la «conducta ecológicamente razonable» para referirse a la obligación de restituir a las generaciones futuras un entorno «que no se encuentre sustancialmente alterado» (p. 5), en una analogía con el usufructo.
El medio ambiente se articula así en torno a una doble dimensión: una ecocéntrica, en cuanto a bien jurídico a proteger en sí mismo considerado; y una antropocéntrica en la medida que supone el reconocimiento del derecho al medio ambiente del ser humano y, en concreto, el derecho a uno adecuado para la vida. Este concepto integrador es el manejado por autoras como Matellanes Rodríguez (2008) al entender que la protección al medio ambiente debe velar por la conservación de los sistemas naturales para alcanzar un nivel de calidad de vida y de desarrollo adecuados para el ser humano.
Así surge, por lo tanto, la idea de obligación de protección del medio ambiente por el derecho que todas las personas tienen al mismo en unas condiciones que garanticen una calidad de vida digna. La superación de la protección de un derecho individual pone el foco en la importancia de proteger como comunidad un bien que nos es dado en unas condiciones que debemos cuando menos preservar, o incluso mejorar para generaciones posteriores. No se trata por tanto de proteger mi derecho al medio ambiente, sino el derecho de la humanidad al mismo. En este sentido, Bonilla Sánchez (2015) apunta al reconocimiento por un sector de la doctrina del derecho al medio ambiente como un «derecho prestacional, porque vale para mejorar la calidad de vida de los que estamos en sociedad» (p. 76). Esta dualidad característica del medio ambiente fue reconocida a nivel internacional en la Conferencia de Estocolmo de 1972, que lo entendió, por un lado, como un derecho fundamental relacionado con la dignidad y el bienestar de las personas; y, por otro, como un objeto de protección en los siguientes términos:
el hombre tiene el derecho fundamental […] al disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las obligaciones futuras (principio 1).
También opta por esta visión antropocéntrica y de obligación generacional la Declaración de Río sobre Medio ambiente y Desarrollo de 1992 al establecer en su principio 1 que «los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza». Y este espíritu es precisamente el que se recoge en numerosas constituciones nacionales que reconocen al medio ambiente en este doble sentido de derecho y obligación. Así, por ejemplo, la Constitución Española de 1978 reconoce en su artículo 45.1, dentro del título destinado a los derechos y deberes fundamentales, que «todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo». Tal y como afirma Bonilla Sánchez (2015), un sector de la doctrina encuentra una clara conexión con el derecho de libertad por cuanto que «sirve para disfrutar de los recursos naturales, tanto material como espiritualmente» (p. 76).
Esta visión, propia del constitucionalismo clásico europeo, está siendo superada en la actualidad por las corrientes neoconstitucionalistas de América Latina, más enfocadas en ideas que abogan por implantar un «nuevo modelo de sostenibilidad socioambiental capaz de balancear el uso de los recursos económicos, valorizar la diversidad histórico-cultural e implementar una mejor calidad de vida» (Iacovino, 2020, p. 272). Así, por ejemplo, el artículo 47 de la Constitución de la República Oriental de Uruguay de 1967 dispone que «la protección del medioambiente es de interés general»; el artículo 117 de la Constitución de La República de El Salvador de 1983 que «es deber del Estado proteger los recursos naturales, así como la diversidad e integridad del medio ambiente, para garantizar el desarrollo sostenible»; y, en un sentido similar, el artículo 97 de la Constitución Política de la República de Guatemala de 1993 establece que «El Estado, las municipalidades y los habitantes del territorio nacional están obligados a propiciar el desarrollo social, económico y tecnológico que prevenga la contaminación del ambiente y mantenga el equilibro ecológico».
Avanzando en esta línea, las Constituciones de Bolivia (2009) y Ecuador (2008) suponen un paso más en su configuración del medio ambiente, partiendo de una cosmovisión que integra la filosofía andina (Imparato, 2020, citado en Iacovino, 2020) que se manifiesta en el empleo de los términos «Buen Vivir» (que procede del quechua Sumak Kawsay) en Ecuador y «Vivir Bien» (que tiene su origen en el aymara Suma Qamaña) en Bolivia (Iacovino, 2020). La Constitución ecuatoriana, en su artículo 14, reconoce el derecho de la población a vivir en un entorno saludable y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el Buen Vivir. De manera similar, la Constitución boliviana aborda este tema en su artículo 33, reconociendo el derecho a un medio ambiente saludable, protegido y equilibrado. El ejercicio de este derecho debe permitir a los individuos y las colectividades de las presentes y futuras generaciones, además de a otros seres vivos, desarrollarse de manera «normal y permanente». Resulta interesante resaltar la referencia explícita a otros seres vivos, lo que supone un claro reflejo de esa filosofía holística, de unión con la naturaleza, que el mundo andino sitúa en el centro de su concepción del mundo a diferencia del ámbito europeo, que tradicionalmente viene separando sociedad de naturaleza (Iacovino, 2020).
Coincidimos con Iacovino (2020) al considerar que este enfoque necesario supone un «magnífico manifiesto de las más avanzadas teorías constitucionales en tema de derechos humanos y Estado social» (p. 287). Precisamente, esta vinculación de los derechos humanos y la protección del medio ambiente es la senda que viene siguiendo las Naciones Unidas de forma inequívoca desde hace algún tiempo. Así, el relator especial sobre la promoción y la protección de los derechos humanos en el contexto del cambio climático reconocía expresamente esta interdependencia y la necesidad de contar con un medio ambiente saludable para poder disfrutar de los derechos humanos. A esto añadía que «el ejercicio de los derechos humanos, incluidos los derechos a la libertad de expresión y de asociación, a la educación, a la información, a la participación y al acceso a recursos efectivos, es fundamental para la protección del medio ambiente» (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018b, p. 4).
Y es precisamente en este sentido que en 2021 las Naciones Unidas reconoció el derecho a un medio ambiente saludable, limpio y sostenible como un derecho humano «importante para el disfrute de los derechos humanos» en su Resolución 48/13 de 20211; y que, por lo tanto, los daños ambientales repercuten a su vez negativamente, de forma directa e indirecta, en el disfrute de todos los derechos humanos, que, por el contrario, se ven promovidos y beneficiados por el desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente. Y de la misma forma que el cambio climático y sus devastadores efectos se dejan sentir con mayor fuerza en las comunidades más vulnerables, en correlación con el argumento anterior, también los derechos humanos de las personas que las integran se ven más afectados. Las Naciones Unidas referencia expresamente a «los pueblos indígenas, las personas de edad, las personas con discapacidad y las mujeres y las niñas» (2021). Este impacto especial supone una discriminación indirecta contra la que los Estados deben adoptar medidas de acuerdo con los Principios Marco 14 y 15 sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a). Estos principios añaden a los colectivos mencionados anteriormente en la Resolución 48/13 de las Naciones Unidas a «las minorías étnicas, raciales o de otra índole y las personas desplazadas».
A nivel jurisprudencial, distintos tribunales se han pronunciado al respecto, de forma más o menos directa, afirmando que se trata efectivamente de un derecho humano. En 2019, el Tribunal Supremo de los Países Bajos resolvía el célebre caso Urgenda c. Países Bajos (Sentencia 19/00135) entendiendo que el cambio climático era una amenaza directa para los derechos humanos y que
para asegurar la adecuada protección de las amenazas a dichos derechos causadas por el cambio climático, debe ser posible invocarlos contra cualquier estado individual, también en lo que se refiere a la anteriormente mencionada responsabilidad parcial. Esto está en línea con el principio de efectiva interpretación […] y con el derecho a la protección legal efectiva (f. 5.7.9).
Se trata de la primera demanda exitosa contra un Estado por su acción insuficiente ante el cambio climático (De Vílchez Moragues, 2022). En 2022, la Corte Suprema de Brasil, en el caso seguido contra el Gobierno brasileño por no dotar de recursos al Fondo del Clima, determinó que el Acuerdo de París es un tratado de derechos humanos y que, por tanto, prevalecía sobre las leyes nacionales (PNUMA, 2022). Esto implica, tal y como señala Ribeiro D’ávila (2022), la creación de un «marco de protección privilegiado para la mitigación y la adaptación al cambio climático, uno que asegura uno de los pilares fundamentales de la acción climática: el financiamiento».
También la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha tenido la ocasión de pronunciarse en este sentido, manteniendo la estrecha vinculación entre la protección del medio ambiente y los derechos humanos desde distintas perspectivas. Así, por ejemplo, en el caso Kawas Fernández Vs. Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas (2009), se abordaba la cuestión desde el punto de vista de cómo el cambio climático y la degradación ambiental que este conlleva afectan al efectivo disfrute de los derechos humanos. Vinculando la protección del medio ambiente, el territorio ancestral y los recursos naturales con el derecho a una vida digna, encontramos los casos Comunidad Indígena Yakye Axa Vs. Paraguay. Fondo Reparaciones y Costas (2005), y Pueblos Kaliña y Lokono Vs. Surinam. Fondo, Reparaciones y Costas (2015), que centran, además, la cuestión en la especial vulnerabilidad que enfrentan a este respecto los pueblos indígenas y tribales.
En el ámbito europeo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha reconocido la vinculación entre la afectación al derecho a la vida y la degradación del medio ambiente en casos como Öneryildiz Vs. Turquía [GS], N.° 48939/99 (2004), en el que los familiares de una persona fallecida por una explosión de metano en un vertedero municipal alegaban que las autoridades nacionales eran las responsables de dicha muerte. Efectivamente, el Tribunal entendió que la obligación del Estado de salvaguardar la vida se aplicaba también en el «contexto particular de las actividades peligrosas» (§ 90). En López Ostra Vs. España, N.° 16798/90 (1994) el TEDH da un paso más y relaciona los daños graves al medio ambiente con la lesión del derecho a la vida privada y familiar, en el sentido de que «pueden afectar al bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio» (§ 51). En este mismo sentido, en Guerra y otros Vs. Italia, N.° 14967/89 (1998) se entiende que las emisiones tóxicas no solo dañan el medio ambiente, sino que también afectan el derecho a la vida privada y familiar (§ 57), y que «la contaminación medioambiental de carácter grave puede afectar al bienestar de los individuos y privarles del disfrute de sus hogares de manera que se vea afectado su derecho a la vida privada y familiar» (§ 60).
Partiendo, pues, de la premisa de que el medio ambiente constituye un derecho humano y está íntimamente relacionado con el disfrute de otros derechos humanos, el principio 13 de los Principios Marco sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a) dispone que «los Estados deben cooperar entre sí para establecer, mantener y aplicar marcos jurídicos internacionales eficaces a fin de prevenir, reducir y reparar los daños ambientales a nivel transfronterizo y mundial que interfieran con el pleno disfrute de los derechos humanos». En 2023, en el 54.° periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos, la cuestión medioambiental aparece en tres informes del relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos. En concreto, se abordaban los efectos tóxicos de algunas soluciones propuestas para hacer frente al cambio climático (relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos, 2023a), se informaba de la visita a la Organización Marítima Internacional (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023b) y de la visita al Paraguay (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023c), todo ello como parte del tema 3 de la Agenda 2030, «Promoción y protección de todos los derechos humanos, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, incluido el derecho al desarrollo». La inclusión de la temática medioambiental en la agenda de derechos humanos supone otro reconocimiento expreso en esta misma línea que refuerza su conceptualización en estos términos.
El reciente reconocimiento del medio ambiente como un derecho humano marca un momento trascendental en el cual se aprecia un aumento en la comprensión de la interconexión entre la salud del planeta y los derechos fundamentales de las personas. Este cambio de perspectiva implica que la protección del medio ambiente no se limita a preservar recursos naturales para nuestro beneficio, sino que se convierte en una obligación legal intrínseca. La comunidad internacional ahora reconoce la dignidad inherente y el valor del entorno natural.
Al establecer el medio ambiente como un derecho humano, se construye una base sólida para abordar de manera más efectiva las violaciones ambientales graves, como el ecocidio. Este delito, al representar una amenaza masiva para la biosfera y, por ende, para la calidad de vida de las personas, se alinea directamente con la conceptualización de las violaciones de derechos humanos. La inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma se presenta como una necesidad legal que expresa la responsabilidad colectiva de la humanidad hacia la preservación de nuestro hogar común.
La consideración del ecocidio como una forma de violación de derechos humanos destaca la conexión intrínseca entre la salud del medio ambiente y el bienestar humano. Este enfoque refuerza la idea de que la degradación ambiental, especialmente cuando es resultado de acciones deliberadas y devastadoras, no solo afecta la diversidad biológica y los ecosistemas, sino que también compromete directamente los derechos fundamentales de las personas a un ambiente saludable y equilibrado.
En este contexto, el reconocimiento del ecocidio como un delito grave en el Estatuto de Roma se presenta como un paso necesario para fortalecer los mecanismos legales y fomentar una mayor responsabilidad global en la protección del medio ambiente. Este enfoque busca sancionar actos que causan daño ambiental significativo y envía un mensaje claro sobre la importancia de considerar el respeto y la preservación del medio ambiente como elementos esenciales en la agenda internacional.
III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO
III.1. La aparición del término «ecocidio» en el contexto de conflictos armados y guerras
La primera vez que se emplea el término «ecocidio» como tal es en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad en 1970. Es el profesor Arthur W. Galston quien «propone un acuerdo internacional para prohibir el Ecocidio —la destrucción intencionada del medio ambiente» (Weisberg, 1970, p. 4). Este biólogo, director del Departamento de Botánica de la Universidad de Yale, fue quien elaboró el compuesto químico, concebido primero como fertilizante, que sería posteriormente transformado en el conocido «agente naranja», utilizado por Estados Unidos en la guerra de Vietnam. El herbicida resultó ser altamente tóxico no solo para el medio ambiente, sino también para las personas (Soler Fernández, 2017). Galston llegó incluso a desplazarse personalmente a Vietnam para monitorear el impacto del «agente naranja» y acabó concluyendo que con la fumigación de este tóxico se estaba «eliminando uno de los nichos ecológicos más importantes para el ciclo vital de ciertos mariscos y peces migratorios» (Weisberg, 1970, p. 4). Además, junto al profesor Matthew S. Meselson de la Universidad de Harvard, puso de manifiesto el importante peligro que representaba para los seres humanos, como finalmente se demostró con los estudios realizados por el Departamento de Defensa. Estas presiones llevaron a que finalmente Nixon pusiera fin a su uso (Yale Interdisciplinary Center for Bioethics, s. f.). Este riesgo para la salud humana se cifró entonces por parte de las autoridades vietnamitas en torno al medio millón de niños que nacieron con defectos físicos (Soler Fernández, 2017). Sin embargo, también en la actualidad se siguen registrando casos de niños que nacen con malformaciones congénitas como consecuencia no solo de la transmisión genética, sino también por la presencia del tóxico en las tierras de cultivo o el agua, lo que hace que «los daños causados a las diversas generaciones de aquella población sean incalculables» (Pasa et al., 2020, p. 82).
Weisberg (1970), además de titular su obra Ecocidio en Indochina, aporta al hilo del análisis de las declaraciones del profesor Galston en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad una primera definición del ecocidio, y relaciona la necesidad de su configuración con la del genocidio en su momento.
no cabe duda de que el “Ecocidio” se ha originado por la reciente preocupación de que la guerra química en Viet Nam requiere de un concepto similar al del Genocidio, relacionado con la teoría de los crímenes de guerra. […] El Ecocidio es el ataque premeditado a una nación y sus recursos contra los individuos, la cultura, la flora de otro país y sus sistemas medioambientales (p. 4).
Poco después, en 1972, y en un contexto internacional, se vuelve a emplear el término «ecocidio». Se trataba de la primera conferencia a nivel mundial para abordar específicamente la cuestión medioambiental, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, conocida como la «Conferencia de Estocolmo». En su discurso de apertura, el primer ministro sueco, Olof Palme, se refirió a la cuestión de la guerra de Vietnam empleando expresamente el término «ecocidio»:
La inmensa destrucción causada por el bombardeo indiscriminado, el uso a gran escala de excavadoras y herbicidas es un ultraje a veces denominado ecocidio, que requiere una atención internacional urgente. Sabemos que el trabajo por el desarme y la paz debe ser enfocado desde una perspectiva a largo plazo. Sin embargo, es de vital importancia que la guerra ecológica cese de manera inmediata (citado en Andersen, 2022).
También en los documentos finales de trabajo de la conferencia, si bien no con la denominación de «ecocidio», la comunidad internacional dejaba traslucir esa necesidad de protección coordinada del medio ambiente por parte de todos los países y de la instauración de una serie de medidas encaminadas a responder ante el daño y, en última instancia, repararlo en la medida de lo posible, presente en los principios 22 y 24, recogidos en el anexo II de la Conferencia, denominado Informe del Grupo de Trabajo sobre la Declaración sobre el Medio Humano (United Nations, 1972). Dichos principios señalan:
22 (ex 19). Los Estados deben cooperar para continuar desarrollando el derecho internacional en lo que se refiere a la responsabilidad y a la indemnización a las víctimas de la contaminación y otros daños ambientales que las actividades realizadas dentro de la jurisdicción o bajo el control de tales Estados causen a zonas situadas fuera de su jurisdicción.
24 (ex 23). Todos los países, grandes o pequeños, deben ocuparse con espíritu de cooperación y en pie de igualdad de las cuestiones internacionales relativas a la protección y mejoramiento del medio. Es indispensable cooperar, mediante acuerdos multilaterales o bilaterales o por otros medios apropiados, para evitar, eliminar o reducir y controlar eficazmente los efectos perjudiciales que las actividades que se realicen en cualquier esfera puedan tener para el medio, teniendo en cuenta debidamente la soberanía y los intereses de todos los Estados (p. 78).
Rodríguez Vázquez de Prada (1972) entendió esta voluntad como «preconfiguración» del futuro delito de ecocidio, ya que, aunque la mención no era expresa, sí que lo era la finalidad de la conferencia de proteger los derechos de la naturaleza, «lo que simultáneamente significaba —y significa— que se prevea lo que va contra tales derechos (y todo lo que va contra un derecho es un delito o, al menos, una falta […])» (p. 393).
Parece claro entonces que el término nació estrechamente vinculado a contextos de guerras y conflictos armados, cuyos ataques asociados al ecocidio incluyeron diversas formas de daños masivos al medioambiente como el uso de armas de destrucción masiva, los intentos de provocar desastres naturales o el desalojo continuo de especies para satisfacer estrategias militares (De Pompignan, 2007). En este mismo sentido, Weisberg (1970) señalaba que los conflictos armados y las guerras no conocen de fronteras o límites sencillos. El nacimiento del ecocidio a la sombra y como consecuencia de conflictos armados queda patente también en la estrecha relación que guarda el término con el de «genocidio». Se traza así una línea que vuelve a hacer confluir al ser humano y a la naturaleza como un todo, pues el ataque a una parte de este binomio conlleva también un daño para la otra parte.
De forma paralela a la Conferencia de Estocolmo, se celebraron foros alternativos no oficiales en los que también se analizaba la cuestión medioambiental en términos ecocidas. Así, por ejemplo, la Cumbre de los Pueblos, que configuró un grupo de trabajo para desarrollar una Ley de Genocidio y Ecocidio; y la Conferencia del grupo Dai Dong. Esta última, de carácter no gubernamental, propuso dos proyectos relacionados con la guerra y el medio ambiente. Uno de ellos consistía en la proyección de un convenio internacional sobre el ecocidio (Soler Fernández, 2017), que sería finalmente propuesto por Richard Falk en un borrador presentado a las Naciones Unidas en 1973. El texto contextualizaba al ecocidio dentro de los conflictos armados como clara consecuencia de lo sucedido en la guerra de Vietnam: «en Indochina durante la pasada década encontramos el primer caso moderno en que el medioambiente ha sido considerado como un objetivo militar apropiado para una destrucción total y sistemática» (Falk, 1973, p. 80). En su artículo II se ofrece una definición del delito de ecocidio en los siguientes términos:
Se entenderá por ecocidio a los efectos del presente convenio cualquiera de los siguientes actos realizados con intención de deteriorar o destruir, en todo o en parte, un ecosistema humano:
Esta propuesta de tipificación adolece, efectivamente, de ser una previsión únicamente para los ataques al medioambiente acometidos dentro del curso de conflictos armados o guerras, pese al reconocimiento expreso en el texto de que los daños irreparables al medioambiente se podían causar (y, de hecho, se habían causado) también en tiempos de paz y que en ambos casos debía ser calificado como un delito por el derecho internacional (Falk, 1973). La propuesta desprotegía así otras situaciones, igualmente lesivas para el medioambiente, que se producen al margen de conflictos bélicos y dentro de una tendencia marcada por intereses puramente económicos, políticos, corporativistas o extractivos (Pasa et al., 2020). Por citar solo algunos ejemplos especialmente conocidos y sin ánimo de exhaustividad, podríamos referirnos al desastre nuclear de Chernóbil, al dumping tóxico de petróleo del caso Chevron-Texaco en la Amazonía ecuatoriana, al vertido de crudo del buque Prestige en España o al derrame de mercurio en Choropampa. Otra cuestión importante en este texto es la presencia de un elemento subjetivo específico como la «intención de deteriorar o destruir el ecosistema», que fue objeto de un intenso debate en la Convención sobre la Guerra Ecocida de las Naciones Unidas celebrada en 1978, que se basó en la propuesta presentada por Falk (1973). Por un lado, un sector consideraba que era un elemento fundamental, mientras que otro entendía que el ecocidio era más comúnmente una consecuencia del desarrollo económico que de un ataque directo al medioambiente (Soler Fernández, 2017).
A pesar de que los esfuerzos por proteger al medioambiente a nivel internacional siguieron avanzando, la ruta era la misma: las guerras y los conflictos armados como encuadre del ecocidio. Así, la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, recogía en su artículo 1 el compromiso de los Estados a «no utilizar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles que tengan efectos extensos, duraderos o graves, como medios para producir destrucciones, daños o perjuicios a otro Estado Parte». Aunque encontramos el añadido de fines hostiles a los militares, aquellos se contextualizan necesariamente también en conflictos armados, como se extrae por ejemplo del contenido y vocabulario eminentemente bélico de la sección II, «Hostilidades», del Convenio IV, relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre; y de su anexo firmado en La Haya en 1907, cuyo capítulo 1 está dedicado a «medios de herir al enemigo, asedios y bombardeos». También la definición de hostilidades a los efectos de las Reglas de la Haya sobre Guerra Aérea, elaboradas por una Comisión de Juristas de la Haya en 1922, se refiere (más allá de su revelador título) en su artículo 1 a la «transmisión durante el vuelo de información militar para uso inmediato de una de las partes beligerantes».
En esta misma línea de proteger al medioambiente dentro de los conflictos armados, se aprueba en 1977 el Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra de 1949, que en su artículo 35.3 prohíbe hacer uso de medios que hayan sido diseñados para «causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural». La protección al medioambiente la dispensa en el capítulo III, dedicado a los «bienes de carácter civil», concretamente en el artículo 55, que además de indicar que «en la realización de la guerra se velará por la protección del medio ambiente natural contra daños extensos, duraderos y graves», incluye la prohibición del artículo 35, numeral 3, que añade la prohibición cuando el uso de dichos medios comprometiera la «salud o la supervivencia de la población».
III.2. Los intentos de conexión entre ecocidio y genocidio
En 1978, como consecuencia de estos debates, se publicó un borrador elaborado por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías (en adelante, SPDPM), en concreto por el relator especial Nicodème Ruhashyankiko, para la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en el que se planteaba la ampliación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 para incluir el ecocidio en la misma. Al ecocidio se dedicaba el apartado 2 del capítulo IV, denominado «Efectividad de las medidas internacionales existentes sobre el genocidio y la posibilidad de tomar nuevas acciones internacionales». En el apartado a, «Ecocidio como un crimen internacional similar al genocidio», se traía de nuevo a colación la similitud con el genocidio, pero como novedad se hace expresa referencia en la propuesta del articulado a la configuración del delito de ecocidio en tiempos «de paz o de guerra» (Ruhashyankiko, 1978, p. 129). En la tipificación de las conductas se recupera íntegramente la propuesta por Falk (1973). A este respecto, el Reino Unido se manifestó contrariamente a la inclusión del ecocidio en los siguientes términos:
No existe una definición del término ‘ecocidio’ y podría parecer que el término no es capaz de albergar ningún significado preciso. El término ha sido utilizado en ciertos debates con fines de propaganda política y sería inapropiado intentar establecer disposiciones en un convenio internacional para tratar cuestiones de este tipo (Ruhashyankiko, 1978, p. 130).
En el apartado b, «Ecocidio como crimen de guerra», se abordaba la cuestión desde esta configuración partiendo precisamente de una consideración similar a la expuesta por Reino Unido; esto es, que el término carece de un significado preciso, pero que sí se le puede encuadrar dentro de violaciones de leyes de guerra fundamentales, lo que lo convierte en un crimen de guerra (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). Se cita para sustentar esta postura a Fried (1973), que mantiene que, aunque el contenido del ecocidio se puede entender, es un término que no está legalmente definido que engloba varias formas de «devastación y destrucción que tienen en común la intención de dañar y destruir la ecología o geografía en detrimento de la vida humana, animal y vegetal» (p. 43). El problema desde este punto de vista estriba, por tanto, en la dificultad de concretar en qué actos concretos se materializa el delito, si bien esto no pareció un obstáculo para Falk (1973). Se cita también en el informe, como una propuesta encuadrada en los crímenes de guerra, la que remitió el senador estadounidense Claiborne Peel al Senado en un intento de hacer un borrador de un tratado de guerra geofísica, donde prohibía «cualquier acción militar destinada a modificar el clima, produciendo terremotos, o interfiriendo con las aguas o los sistemas oceánicos» (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). En esta misma línea argumentativa, se hace también referencia a las enmiendas a los Convenios de Ginebra de 1949 sobre la protección a víctimas de conflictos armados internacionales presentadas durante la Conferencia de reafirmación y desarrollo de la Ley Humanitaria Internacional de Conflictos Armados de 1974, ya mencionadas anteriormente.
En el apartado c, «Prohibición de influir en el medioambiente y el clima con fines militares o de otro tipo», se hace referencia a posturas como la que guía la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, ya comentada anteriormente.
De todo esto, el informe concluye que la cuestión del ecocidio ha sido abordada desde contextos distintos al del genocidio, lo que lleva al relator especial a considerar que «una extensión generalizada de la idea de genocidio a casos que solo pueden tener una relación muy lejana con el mismo puede perjudicar la efectividad de la Convención sobre el genocidio» (Ruhashyankiko, 1978, p. 134). Efectivamente, extender las conductas de genocidio para que lleguen a abarcar las de ecocidio podría suponer una desvirtuación de aquellas; no obstante, también es cierto que puede afirmarse su similitud dentro de la independencia de la configuración de cada uno de los delitos.
Sin embargo, estos intentos no prosperaron y la cuestión del ecocidio permaneció en estado de suspensión hasta 1985 con el informe del relator especial Benjamin Whitaker para la SPDPM, lo que suponía un seguimiento del informe de Ruhashyankiko de 1978. En el párrafo 33 se recoge la voluntad de algunos miembros de esta subcomisión de ampliar el término «genocidio» para incluir también el de «etnocidio» (entendido como genocidio cultural) y el de «ecocidio», aportándose una definición en los siguientes términos:
Las alteraciones nocivas, a menudo irreparables, del medio ambiente —por ejemplo, por explosiones nucleares, armas químicas, contaminación grave y lluvias ácidas, o la destrucción de las selvas pluviales— que amenazan la existencia de poblaciones enteras, ya sea deliberadamente o por negligencia culposa (Whitaker, 1985, p. 17).
Aunque la inclusión de las nuevas vertientes del genocidio —esto es, etnocidio y ecocidio— estaba recibiendo apoyos de cierto sector de las Naciones Unidas especialmente preocupado con la destrucción de las culturas y comunidades indígenas, también existían fuertes opiniones que sostenían que lo correcto era entender estos actos como crímenes de lesa humanidad. De nuevo nos encontramos con que la configuración del ecocidio como un tipo específico del genocidio vuelve a suponer un obstáculo para su reconocimiento. Así, la cuestión volvió a ser pospuesta para otro momento bajo la premisa de que «debería seguir analizándose el problema, e incluso si no existiera consenso habría que estudiar la posibilidad de redactar un protocolo facultativo a ese respecto» (Whitaker, 1985, p. 18). Posteriormente, el relator especial Mubanga-Chipoya, miembro también de la SPDPM, presentó una resolución preliminar como continuación del informe de Whitaker, en la que se recoge la sugerencia de los miembros de que efectivamente Whitaker debía continuar con el estudio de las nociones de etnocidio y ecocidio (Mubanga-Chipoya, 1985). No obstante, por motivos que no constan en ninguno de estos informes, los esfuerzos iniciales de la SPDPM por avanzar en la configuración del ecocidio se diluyeron y desaparecieron (Gauger et al., 2012).
Tan solo un año después, en 1986, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas (en adelante, CDI) introdujo la propuesta del relator especial Doudou Thiam sobre incluir los delitos contra el medio ambiente en la lista de crímenes contra la humanidad del Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, y más precisamente dentro del artículo 12 («Actos constitutivos de crímenes contra la humanidad»), en los siguientes términos: «son crímenes contra la humanidad: 4. Toda violación grave de una obligación internacional de importancia esencial para la salvaguardia y la preservación del medio humano» (ONU, 2007, p. 18).
III.3. Retorno a los daños al medio ambiente: abandono del término «ecocidio»
En 1987, durante el 39.° periodo de sesiones de las Naciones Unidas, celebrado entre el 4 de mayo y el 17 de julio de dicho año, vuelve a aparecer el «ecocidio», en concreto para referir a la falta de oposición del relator Pawlak a que se incluyera el término como «expresión general de la necesidad de proteger y preservar el medio ambiente» (ONU, 1989, p. 59).
En 1989 desaparece el «ecocidio» y se retoma la nomenclatura de «daños al medio ambiente», sin que «exista constancia alguna de las razones ni se consigne al menos un breve debate sobre el punto» (Lledó, 2022, p. 625). Así, el relator Thiam presentó una reformulación, incluyendo los daños al medio ambiente dentro del artículo 14 («Crímenes contra la humanidad»): «constituyen crímenes contra la humanidad: 6. Todo daño grave e intencional causado a un bien de interés vital para la humanidad, como el medio humano» (ONU, 2007, p. 18). La referencia al tipo subjetivo doloso era una exigencia de ciertos miembros que entendían que en los crímenes contra la humanidad se presuponía la intencionalidad.
Finalmente, el proyecto se aprueba en 1991 y la cuestión se zanja dedicando el artículo 26 a los «Daños intencionales y graves al medio ambiente», que tomaba prácticamente de forma íntegra la regulación del Protocolo I adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 —«el que intencionalmente cause daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural, u ordene que sean causados tales daños […]»—, si bien se señala que la propuesta de artículo 26 «no se limita a los conflictos armados» (ONU, 1994, p. 115). En los comentarios a la propuesta se definen claramente los conceptos clave de la tipificación. Así, del medio ambiente natural se afirma que incluye «los mares, la atmósfera, el clima, los bosques y otras coberturas vegetales, la fauna, la flora y otros elementos biológicos» (p. 116). Sobre la gravedad de los daños, se puntualiza que se debe atender a la consideración de la magnitud, la persistencia y la extensión de los mismos. Con la intencionalidad se apuntaba a que el propósito específico era causar ese daño. Este aspecto generó grandes controversias por cuanto que, así configurado, quedaban fuera todos aquellos casos en los que hubiera efectivamente un ataque doloso, pero cuya finalidad expresa no fuera causar ese daño al medio ambiente. Así, el sector que sostenía las críticas a esa parte de la redacción entendía que esto entraba en contradicción con el artículo 22 y que, por tanto, aunque mediara por ejemplo un afán de lucro con el ataque, si ello suponía la violación deliberada de reglamentos protectores del medio ambiente, se podría considerar igualmente un crimen contra la humanidad, aunque no estuviera presente ese dolo específico de causar el daño al medio ambiente (ONU, 1994, p. 116). En estos términos se expresaba, por ejemplo, Austria: «como el motivo por el que se perpetra este crimen es generalmente el afán de lucro, no debe establecerse la intencionalidad como una condición para su punibilidad» (ONU, 2007, p. 19). Algunos países, como Países Bajos o Reino Unido e Irlanda del Norte, se opusieron totalmente a la inclusión de este artículo:
71. El gobierno de los Países Bajos se opone a la inclusión en el proyecto de código de los artículos 23 a 26, ya que ninguno de ellos satisface los criterios establecidos en la parte I del comentario (Países Bajos).
[…]
31. […] Los daños ambientales pueden dar lugar a responsabilidad civil y penal con arreglo a las legislaciones nacionales, pero tipificar tales daños como un crimen contra la paz y la seguridad de la humanidad sería extender demasiado el derecho internacional (Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte) (ONU, 2007, pp. 19-20).
Otros, como Estados Unidos, fueron tal vez más sutiles en expresar sus reticencias, pero dejando traslucir su nulo interés porque la cuestión medioambiental entrara a formar parte del derecho penal internacional. Además de argumentar la vaguedad de los términos en que se había formulado la propuesta, apuntaba que, «como ocurre en otros artículos, tampoco se considera plenamente en éste el complejo entramado convencional, vigente y en elaboración, respecto a la protección del medio ambiente» (ONU, 2007, p. 19). Estos tres países, que fueron los que presentaron mayores reservas, tenían un punto en común para sustentar tal postura, y es que alojaban a empresas petroleras muy importantes y beneficiosas en términos económicos (Garzón, 2019).
Aunque —tal y como se recoge en el anuario de 1996— una gran mayoría de los países2 manifestaron estar a favor de mantener la regulación de los delitos contra el medio ambiente (ONU, 2007), la CDI decidió eliminar el artículo 26 en vez de introducir mejoras o reformas en lo referente a la intencionalidad, que era precisamente el aspecto que causaba mayores desacuerdos. Sin embargo, de los comentarios recogidos se puede afirmar que esta decisión no estuvo basada en un acuerdo entre las partes (Gauger et al., 2012). De hecho, ante las discrepancias existentes, lo que se propuso en 1995 fue celebrar una reunión informal «a fin de facilitar las consultas y asegurar un intercambio verdaderamente franco de opiniones» (ONU, 1997, p. 56).
Así, en la sesión N.° 47 de 1996 se constituyó otro grupo de trabajo para abordar la cuestión (ONU, 2007). Este grupo generó el informe Documento sobre los delitos contra el medio ambiente, elaborado por Tomuschat. En cuanto a la controvertida cuestión del elemento subjetivo específico que requería intencionalidad de dañar el medio ambiente, se entendía que debía mantenerse dicho requisito, aunque quedaran fuera los que se cometieran con ánimo de lucro, ya que el objetivo de esta tipificación era «hacer frente a situaciones que no pueden ser tratadas de la manera tradicional por la maquinaria ya existente para el enjuiciamiento de hechos delictivos» (Tomuschat, 1996b, p. 25). Con respecto a la configuración del delito contra el medio ambiente, se propusieron tres opciones: entenderlo como una categoría autónoma, como parte de los crímenes de guerra o de los delitos contra la humanidad (Tomuschat, 1996b). Sin embargo, en la sesión 2431 de 1996, la primera opción no fue sometida a la votación del grupo de trabajo a pesar de la oposición de Szekely, que recordó al presidente Mahiou que «debería darse a los miembros la oportunidad de votar sobre las tres propuestas» (ONU, 1998, p. 15).
En cualquier caso, el término «ecocidio» y también el artículo 26 desparecieron definitivamente de lo que sería el futuro Estatuto de la Corte Penal Internacional (en adelante, CPI), finalmente aprobado en 1998. Esta «misteriosa» desaparición no pasó desapercibida para quienes participaron en el proceso.
No se puede evitar la impresión de que las armas nucleares han jugado un papel decisivo para muchos de los que han optado por la versión final del texto que ha sido reducido hasta tal punto que sus condiciones de aplicabilidad casi nunca se darán incluso aunque la humanidad haya pasado por las catástrofes más atroces a causa de acciones conscientes de quienes estaban completamente al tanto de las fatales consecuencias que sus decisiones acarrearían (Tomuschat, 1996a, p. 243).
III.4. Renacer del debate: hacia la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma
Una de las voces fundamentales en el debate del ecocidio es la de Mark Allan Gray (1996), que como novedad a todos los intentos anteriores de tipificación del ecocidio añade el criterio del «desperdicio», por entender que el ecocidio «despilfarra recursos preciosos, impide alternativas eficientes y amplía las disparidades de riqueza» (p. 218). Este elemento es el que según el autor hace de esta conducta un hecho «moralmente reprochable» y lo que permitiría elevarlo a la categoría de «crimen internacional» (p. 217). Y esta, efectivamente, como señala Serra Palao (2019), además de introducir esta novedad, es la primera vez que se trata de descomponer el concepto de ecocidio para analizar pormenorizadamente cada uno de los elementos que lo componen. No obstante, la propuesta de Gray adolecía de una visión práctica para la configuración del ecocidio (Serra Palao, 2020).
La entrada en vigor del Estatuto de Roma se produce en el año 2002 y hasta 2013 no se vuelve a abordar de forma específica la cuestión medioambiental. Es el fiscal de la CPI quien plantea la evaluación del daño ambiental como un criterio para valorar la gravedad de un hecho (Fiscalía de la CPI, 2013). Tan solo tres años después, en 2016, la propia Fiscalía vuelve de nuevo a poner el acento en el medio ambiente como elemento para valorar la gravedad de un caso y dispone que
se prestará especial atención al enjuiciamiento de los crímenes del Estatuto de Roma que se cometan mediante o que tengan como consecuencia, entre otras cosas, la destrucción del medio ambiente, la explotación ilegal de los recursos naturales o el despojo ilegal de tierras (Office of the Prosecuter, 2016, p. 14).
Aunque sea de una forma implícita, el medio ambiente comienza de nuevo a ser un tema de interés y a reavivar el debate sobre la importancia de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, sobre todo tras la inclusión en 2018 del crimen de agresión. En este sentido, son los Estados de Vanuatu y Maldivas, fuertemente golpeados —como muchos territorios insulares— por las consecuencias del cambio climático, quienes solicitaron en la 18.a reunión de la Asamblea de la CPI que se vuelva a considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma. Vanuatu, tras referir la situación de emergencia climática que enfrenta, propone que «esta idea radical merece un debate serio ante las recientes pruebas científicas que muestran cómo el cambio climático supone una amenaza existencial para las civilizaciones» (Licht, 2019, p. 4). Mucho más directo y explícito resultó el Gobierno de Maldivas:
Los países en primera línea del cambio climático, como Maldivas, no pueden permitirse el lujo de negociar otro instrumento jurídico internacional para la lucha contra los delitos medioambientales. Creemos que ha llegado el momento de estudiar una enmienda al Estatuto de Roma que tipifique los actos de Ecocidio (Saleem, 2019, p. 2).
A esta petición ante la CPI se sumaría por primera vez un país europeo —Bélgica— en el año 2020, que de una forma más similar a la de Vanuatu resaltaba la oportunidad de volver sobre la «tragedia de los crímenes medioambientales graves» y la utilidad de «examinar la posibilidad de introducir los llamados crímenes de ecocidio en el sistema del Estatuto de Roma» (Wilmès, 2020).
Poco después, ese mismo año, el Parlamento Europeo aprobó dos informes relativos al ecocidio. El elaborado por la Comisión de Asuntos Jurídicos (2021) solicitaba de forma explícita, por un lado, a la Comisión que «estudie la pertinencia del ecocidio en el marco del Derecho y la diplomacia de la Unión» (p. 10), y, por otro, a la Unión que promueva «la ampliación del ámbito de competencias de la Corte Penal Internacional para que reconozca los delitos equivalentes a un ecocidio con arreglo al Estatuto de Roma» (p. 22). El otro informe provenía de la Comisión de Asuntos Exteriores (2021) y, en la misma línea, animaba a los Estados miembros y a la propia Unión a reconocer y apoyar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como una medida para «luchar contra la impunidad de los autores de delitos medioambientales a escala mundial y allanar el camino en el seno de la Corte Penal Internacional hacia nuevas negociaciones entre las partes» (p. 12).
Casi de forma paralela, la Unión Interparlamentaria aprobaba en mayo de 2021 una resolución en la que incluía una cláusula sobre el ecocidio solicitando a todos los parlamentos integrantes de la Unión que reforzaran su sistema penal
para prevenir y castigar el daño generalizado, duradero y grave al medio ambiente, ya sea causado en tiempo de paz o de guerra, y que examinen la posibilidad de reconocer el crimen de ecocidio para prevenir las amenazas y los conflictos derivados de los desastres relacionados con el clima y sus consecuencias (Standing Committee on Peace and International Security of the Inter-Parliamentary Union, 2021, p. 6).
La propuesta fue respaldada por todos los países salvo Nicaragua, India y Turquía. Estos dos últimos presentaron reservas a la totalidad del texto.
Finalmente, sería un Panel de Expertos Independientes convocado por la Fundación Stop Ecocidio el que en junio de 2021 presentaría un proyecto de enmienda al Estatuto de Roma para incluir el ecocidio (Sands QC et al., 2021).
IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO
En 2010, la activista y abogada británica Polly Higgins presentó ante la Comisión Jurídica de Naciones Unidas una definición de ecocidio: «el ecocidio es la pérdida extensiva, el daño o la destrucción generalizada de los ecosistemas de un territorio(s) determinado(s) […] de tal manera que el disfrute pacífico de sus habitantes ha sido o será gravemente disminuido» (Lescano, 2021, p. 2). Siete años después, Higgins fundaría junto a Jojo Mehta la organización Stop Ecocidio, cuya fundación benéfica Stop Ecocidio (fuente principal de recursos económicos) convocó a petición de un grupo de parlamentarios suecos un panel de expertos independientes internacionales (en adelante, el Panel) para que llevaran a cabo una definición legal de ecocidio (Stop Ecocidio, s.f.-b). Esto acabó cristalizando en junio de 2021 en una propuesta de definición del ecocidio por parte del Panel mediante la adición de un artículo 8 ter al Estatuto de Roma en los siguientes términos: «cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente» (Sands QC et al., 2021, p. 5). A continuación, y como segundo párrafo de este nuevo artículo, se incluía una definición de los términos «arbitrario», «grave», «extenso», «duradero» y «medioambiente». Esta estructura guarda cierto paralelismo con la utilizada en el propio Estatuto para la tipificación de los crímenes de genocidio, lesa humanidad, agresión y crímenes de guerra. Sin embargo, no incluye, como sí lo hacen el artículo 7 —relativo a los crímenes de lesa humanidad— o la propuesta inicial de Falk (1973), un listado de acciones u omisiones a castigar dentro del crimen. La intención subyacente, según indica uno de los propios panelistas, era no limitar las posibles conductas, apostando así por una definición «que fuera autosuficiente y que se ajustara a lo que se necesita proteger» (Lledó, 2022, p. 635).
En cuanto al tipo objetivo, en la tipificación solo se hace referencia a la acción; no obstante, en los comentarios del documento (fuera del articulado propuesto) se explica que la conducta punible incluye tanto acciones y omisiones individuales como el cúmulo de las mismas. Esta cláusula relativa a los actos acumulados es una fórmula bastante extendida en los delitos contra el medio ambiente. Así, por ejemplo, la Directiva 2009/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo del 21 de octubre de 2009 dispone que serán infracción penal «los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua». La justificación que subyace, dada por la Unión Europea, es la siguiente:
Dada la necesidad de garantizar un elevado nivel de seguridad y de protección del medio ambiente en el sector del transporte marítimo, así como la de garantizar la eficacia del principio según el cual la parte contaminadora paga por los daños causados al medio ambiente, los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua, deben considerarse infracción penal (Directiva 2009/123/CE, 2009, considerando 10).
Se trata de una aplicación de la teoría de los «delitos cumulativos» en la que el acto individual en sí mismo considerado no es suficiente para colmar las exigencias del tipo, pero sí verificaría el riesgo jurídico-penalmente relevante en el caso de realizarse de forma acumulada. Lo que se persigue con la aplicación de esta teoría al ámbito medioambiental, por tanto, no es solo evitar un daño nuevo, sino también que aumente el ya existente (De Vicente Martínez, 2017). Este entendimiento es el que ha permitido, por ejemplo, al Tribunal Supremo español condenar por vertidos en ríos que estaban previamente en un estado de deterioro muy avanzado por considerar que se estaba perjudicando la capacidad de recuperación del ecosistema (Sentencia 940/2004, 2004).
La ilicitud remite a la necesidad de que el acto esté prohibido previamente por el derecho, tanto nacional como internacional, con la intención de cubrir posibles lagunas, ya que como el propio Panel indica, el hecho de que una conducta sea lícita en el derecho interno no puede ser justificación para unos actos que son ilícitos en la legislación internacional, del mismo modo que «no hay ningún motivo para que una ilicitud nacional —en particular, una relativa al derecho penal interno— no forme parte de una definición en derecho internacional» (Sands QC et al., 2021, p. 10). Alternativamente, el hecho puede ser también arbitrario, de manera que un acto lícito (nacional o internacionalmente considerado) puede ser arbitrario y, por tanto, constitutivo de delito. Este término, también de amplia tradición el derecho penal internacional, nos reconduce a la idea de «hacer caso omiso de manera temeraria respecto de unas consecuencias prohibidas» (Lledó, 2022, p. 642), que en el caso del ecocidio lo constituiría un daño al medio ambiente de carácter «manifiestamente excesivo en relación con la ventaja social o económica prevista» (Sands QC et al., 2021, p. 10). La definición no está exenta de críticas en la academia y, en este sentido, Morelle Hungría (2021) señala la falta de concreción en los siguientes términos:
algunas de las acciones u omisiones derivadas de algunas actividades antrópicas pueden generar daños ambientales de gravedad, pero éstos pueden ser lícitos por lo tanto estaríamos ante una actividad lícita y no se contemplaría la posible aplicación de esta nueva modalidad criminal, ya que faltaría el requisito de la antijuricidad de la conducta (p. 7).
En lo que se refiere al objeto material, se considerarán típicos aquellos daños en el medioambiente graves, extensos y duraderos. Para dotar de contenido al término «medioambiente», el Panel ofrece su propia definición: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Aunque se planteó la posibilidad de no definir el término para poder adaptarse a eventuales cambios en el futuro, finalmente, para respetar el principio de legalidad, se decidió elaborar un concepto únicamente a efectos del tipo de ecocidio sin mayores pretensiones (Lledó, 2022). Una vez que tenemos claro qué se va a entender por medioambiente, debemos analizar el tipo de daño punible; esto es, aquel grave, extenso y duradero. El daño tiene que reunir, por tanto, estas tres características, que han sido claramente definidas por el Panel en el documento: «se entenderá por grave el daño que cause cambios muy adversos, perturbaciones o daños notorios para cualquier elemento del medioambiente, incluidos los efectos serios para la vida humana o los recursos naturales, culturales o económicos» (Sands QC et al., 2021, p. 8); «se entenderá por extenso el daño que vaya más allá de una zona geográfica limitada, rebase las fronteras estatales o afecte a la totalidad de un ecosistema o una especie o a un gran número de seres humanos» (p. 9); y «se entenderá por duradero el daño irreversible o que no se pueda reparar mediante su regeneración natural en un plazo razonable» (p. 9).
Sin embargo, estamos ante un tipo de peligro, por cuanto que no es necesario para la consumación que efectivamente se produzca el daño, basta con que del acto ilícito o arbitrario se derive una «probabilidad sustancial» del mismo. Esta estructura ya existe en el propio Estatuto de Roma, por ejemplo, en el artículo 8, numerales 2.b.i a iii, que castiga por la comisión del acto con la intención específica de destruir total o parcialmente el grupo, con independencia de si efectivamente se produjo o no dicho resultado (Lledó, 2022). El uso de la estructura del delito de peligro obedece a la especialidad del bien jurídico y los objetos en que se concreta, y en esto coinciden doctrina y jurisprudencia, ya que los daños que se condenan (graves, extensos y duraderos) convierten en especialmente dificultoso —cuando no imposible— restaurar el medio ambiente y sus elementos (Prat García & Soler Matutes, 2000).
Queda ahora, por tanto, determinar si estamos ante un tipo de peligro abstracto, concreto o hipotético. Aquí se entiende que estamos ante un delito de peligro hipotético, pues ni el tenor literal del tipo ni su estructura exigen un peligro concreto, sino que lo que se castiga es un «comportamiento idóneo para producir peligro para el bien jurídico protegido; la situación de peligro no es elemento del tipo, pero sí lo es la idoneidad del comportamiento efectivamente realizado para producir dicho peligro» (De Vicente Martínez, 2017, p. 89). En consonancia con esta idea, no sería necesario comprobar la existencia del nexo causal entre el acto y el daño, sino un «pronóstico de causalidad» respecto al acto peligroso (p. 89).
Con respecto al tipo subjetivo, el Panel quiso en su redacción dar cabida a supuestos que, partiendo de lo regulado en el artículo 30 del Estatuto, quedarían sin castigo, ya que este se ciñe a castigar supuestos de dolo directo. De este modo, en el ecocidio se cubren también aquellas conductas llevadas a cabo mediante dolo eventual, subjetividad que el Panel considera «suficientemente onerosa para asegurar que solo se exigirán responsabilidades de las personas con culpabilidad significativa respecto de daños graves» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Esta previsión permite castigar estas conductas en tiempos de paz y ser más acorde con la dinámica y realidad de estos delitos, por cuanto que lo que ocurre normalmente es que las empresas, para obtener los máximos beneficios económicos, causan estos daños mediante conductas riesgosas por omitir medidas de prevención cuya implantación les supone un elevado coste (Lledó, 2022). Autores como Heller (2021) se muestran críticos con esta configuración del tipo subjetivo que califica de «profundamente confusa», apuntando a que la definición de «conocimiento» que se maneja se está refiriendo realmente a imprudencia o a dolo eventual.
La inclusión del ecocidio en el Estatuto venía acompañada con la consiguiente recomendación de enmiendas (además de la ya mencionada del artículo 8) al mismo para dotar de coherencia y aplicabilidad al precepto y su espíritu. Así, se incluye un párrafo 2 bis en el preámbulo que contextualiza el nuevo delito al señalar: «preocupados por la amenaza constante a la que el medioambiente está siendo sometido como resultado de su grave destrucción y degradación que ponen en serio peligro los sistemas naturales y humanos en todo el mundo» (Sands QC et al., 2021, p. 5); y también una letra (la «e») al párrafo 1 del artículo 5: «El crimen de ecocidio».
Esta propuesta, según indica Lledó (2022), miembro del Panel, pretendía ofrecer un concepto que pudiera ser fácilmente aceptado por buena parte de los países con la intención de integrarse a un organismo operativo y existente como la CPI. De esta forma, se entendía como un proyecto a corto plazo que supusiera el punto de partida para abordar la situación de emergencia climática.
Otra propuesta es la impulsada por Neyret (2017), que proporciona la definición de ecocidio en los siguientes términos:
actos intencionados cometidos en el contexto de una acción generalizada y sistemática que tienen un impacto adverso en la seguridad del planeta tales como los actos que se definen a continuación:
En lo que se refiere al tipo objetivo, en esta conceptualización, a diferencia de la llevada a cabo por Stop Ecocidio, sí que encontramos un listado de acciones concretas que van a formar parte de la definición del ecocidio, que se enuncia como un delito de resultado al exigir un «impacto adverso en la seguridad del planeta», a diferencia del tipo de peligro previsto por Stop Ecocidio. Este impacto se va a entender como producido cuando los actos mencionados anteriormente causen:
También el objeto material es diferente. Mientras Neyret (2017) se refiere a la «seguridad del planeta», Stop Ecocidio menciona al medio ambiente como elemento diferenciador; esto es, «el ecosistema y el disfrute pacífico del mismo por sus habitantes (independientemente de la especie)» (Serra Palao, 2019, p. 40).
En cuanto al tipo subjetivo, también encontramos diferencias, ya que para Neyret (2017) se requiere necesariamente la intencionalidad, cabiendo también la imprudencia grave al referir que se entenderá que hay intención si quien lleva a cabo las conductas «supiera o debiera haber sabido que existía una alta probabilidad de que sus actos afectaran de forma adversa a la seguridad del planeta» (p. 38).
En España este debate está sobre la mesa desde que en diciembre de 2020 el Grupo Parlamentario Plural, a instancias de una diputada (Mariona Illamola) y un diputado (Jaume Alonso-Cuevillas) de Junts per Catalunya, presentara ante el Congreso de los Diputados su «Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español». Destacaba en su exposición de motivos cómo, a pesar de lo dispuesto en el artículo 8, literal b, numeral iv del Estatuto de Roma, nadie había sido enjuiciado por dichos actos, lo que evidenciaba «la necesidad de adaptar el marco normativo existente a fin de preservar un ecosistema terrestre habitable», considerando que «la Corte Penal Internacional ofrece, en este momento, el marco más adecuado y coherente a nivel mundial para la persecución del delito de ecocidio», apoyando así la propuesta de Maldivas y Vanuatu de modificación del Estatuto de Roma. Además, señalaban la pertinencia de complementar esta iniciativa con la regulación nacional de dicho delito (Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español, 2020, exposición de motivos).
Dos años después, en la Comisión de Transición Ecológica del Congreso de los Diputados, se aprobaba una proposición no de ley a propuesta del Grupo Parlamentario Confederal de Unidas Podemos-En Común Podem-Galicia en Común, en la que se insta al Gobierno a impulsar el ecocidio como un delito internacional en el sentido propuesto por el Panel, así como su inclusión en el Código Penal nacional. Quien presentara la propuesta, López de Uralde Garmendia, presidente de la Comisión, recordaba casos acaecidos en España que bien podrían ser considerados ecocidios a la luz de la propuesta del Panel, como el de los vertidos de la mina de Aznalcóllar en el entorno del Parque Nacional de Doñana o el vertido de crudo en las costas gallegas por el Prestige (Congreso de los Diputados, 2022).
El último de los pasos en este sentido se dio en julio de 2023, cuando se inició en el Parlamento catalán un procedimiento para llevar al Congreso de los Diputados una «Propuesta de Ley para modificar la ley del Estado 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, para incorporar el crimen de ecocidio al Tribunal Penal Internacional», redactada y registrada en 2022 por el Grup Parlamentari de la Candidatura d’Unitat Popular. En el artículo único de esta propuesta se plantea la incorporación de un capítulo denominado «Del delito de ecocidio» dentro del título XXIV de los «Delitos contra la comunidad internacional». Se tipifica así el ecocidio en un sentido bastante similar al propuesto por el Panel, lo que no es de extrañar, ya que la propuesta estaba impulsada, además de por la Xarxa per la Justícia Climàtica y la SETEM Cataluña, por Stop Ecocidio:
Todo acto ilegal o derivado de un defecto grave de previsión o de precaución cometido por estados, empresas públicas o privadas (incluyendo directores, accionistas e inversores) o individuos y grupos de individuos sabiendo que es altamente probable que cause un daño grave, extenso y duradero al medio ambiente (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, p. 3).
Una de las grandes diferencias es que aquí se hace una descripción amplia y expresa respecto de los posibles sujetos activos, en los que se incluyen también las personas jurídicas. Esto cobra especial importancia por cuanto que, tal y como apunta García Ruiz (2022), «los principales destinatarios de la norma penal ecocida no serían la mayoría de los sujetos individuales, sino aquellos que conforman las estructuras más poderosas de las sociedades, como las corporaciones y los Estados» (p. 62). A esta misma idea apuntaba ya Gray (1996) cuando ponía de manifiesto cómo este tipo de conductas acababan produciendo beneficios solo en un determinado sector poderoso y que, en caso de que se produjera algún beneficio social, se vería «ampliamente superado por los costes sociales» (p. 218).
Además, se prevé la aplicación de la prisión permanente revisable para las personas físicas (equivalente a la cadena perpetua y, por lo tanto, la pena más grave actualmente en el Código Penal español) y una indemnización económica a las víctimas por un valor mínimo de los beneficios obtenidos por parte de las personas físicas y/o jurídicas responsables del delito de ecocidio en casos
extremos, como la destrucción mayor de ecosistemas, hábitats y especies clasificadas ecológicamente de acuerdo con el Convenio sobre Diversidad Biológica de Naciones Unidas, la desviación sensible de los objetivos climáticos y los que vengan a actualizarlos o el asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias en zonas en conflicto ambiental (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, p. 3).
Esta agravación plantea ciertas cuestiones en cuanto a su penología. Se propone la prisión permanente revisable para una variante más grave del delito de ecocidio, pero que no implica un ataque a la vida humana dependiente, que es para lo que inicialmente se diseñó esta pena. Habría que plantearse la pertinencia, en términos de proporcionalidad, de la ampliación de supuestos de aplicabilidad de una pena —indeterminada, por cierto— cuya constitucionalidad ha sido tan debatida, incluso tras su ratificación por el Tribunal Constitucional español. Por otro lado, con respecto a la solicitud de aplicarla en caso de asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias, debemos tener en cuenta que si se tratara de un asesinato cometido dentro de un contexto de genocidio o de lesa humanidad, ya estaría prevista su aplicación. En el supuesto de que se tratara de un asesinato fuera de dicho contexto, cuya víctima no cumpliera los requisitos establecidos en el artículo 140 del Código Penal para aplicar la prisión permanente revisable, se podría acudir a la agravante genérica del artículo 22.4 relativa a cometer el delito por motivos discriminatorios basados en la ideología o las creencias de las víctimas, lo que permitiría aplicar la pena en su mitad superior. Distinto sería si el asesinato fuera cometido por quien pertenece a un grupo u organización criminal, en cuyo caso también está prevista la aplicación de prisión permanente revisable.
Tras esta propuesta de tipificación, se insta al Estado a que apoye las iniciativas de Vanuatu y Maldivas de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma y a que tome la iniciativa de crear un grupo «de estados pilotos encargados de preparar la redacción de un proyecto de nueva convención internacional relativa a la represión del crimen de ecocidio» (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, pp. 3-4).
De hecho, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reconoció en septiembre de 2023 acoger «con beneplácito esta posibilidad así como otras medidas diseñadas para ampliar la exigencia de responsabilidades por daños medioambientales, tanto a nivel nacional como internacional», en un contexto de «necesidad de combatir la impunidad de la que disfrutan personas y empresas quienes expolian en gran medida nuestro medio ambiente» (Türk, 2023). Türk insistía en la vinculación del medio ambiente con los derechos humanos —«las personas de cualquier punto del planeta quieren, y tienen derecho, a […] un medioambiente limpio, saludable y sostenible»— y también en la importancia de abordar la cuestión climática desde esta perspectiva de una forma urgente —«esta espiral de daños supone una emergencia de derechos humanos»—.
Otro avance importante en la línea de configurar el delito de ecocidio a nivel europeo es la propuesta presentada en enero de 2023 por el Instituto de Derecho Europeo (en adelante, IDE) con el nombre de Informe sobre ecocidio: reglas modelo para una directiva de la UE y una del Consejo. Partiendo de la definición del Panel, el IDE ofrece la suya propia que, aunque más extensa, viene a hacer una tipificación prácticamente idéntica, aunque incluyendo lo que en el documento del Panel formaba parte de los comentarios como parte del texto, salvo en lo que se refiere a la intencionalidad:
toda conducta definida en los párrafos 4 o 5, cometida intencionalmente, que pueda causar, o contribuir de manera sustancial a causar un daño grave y duradero o un daño grave e irreparable o irreversible a un ecosistema o ecosistemas en el medio natural (IDE, 2023, p. 35).
El avance más reciente ha sido el proyecto de ley para prevenir y tipificar el ecocidio presentado en septiembre de 2023 por Alleanza Verdi e Sinistra en el Parlamento italiano, basado en la propuesta de tipificación del Panel (Stop Ecocidio, 2023).
Así, aunque la propuesta cuenta con un amplio apoyo en la comunidad internacional, con al menos veinticuatro países miembros de la CPI que están abordando la cuestión a nivel parlamentario y/o gubernamental, y docenas de otros países, lo cierto es que las mejores previsiones por parte de Stop Ecocidio auguran que el ecocidio podría ser una realidad para 2025 o 2026 (Stop Ecocidio, s.f.-a).
V. CONCLUSIONES
Preservar la biodiversidad y los recursos naturales que conforman nuestro entorno no solo constituye una responsabilidad hacia las generaciones venideras, sino también una obligación intrínseca con el equilibrio y la armonía del medio ambiente, así como con la diversidad de especies que coexisten en nuestro planeta. En este contexto, se destaca la importancia de considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un paso significativo hacia la responsabilidad colectiva en la preservación del medio ambiente, subrayando la necesidad de salvaguardar nuestro planeta como un patrimonio compartido que trasciende las fronteras nacionales.
Desde sus inicios, el concepto de ecocidio como delito autónomo fue controvertido no solo por la dificultad de definición del bien jurídico, sino también, y sobre todo, por el elemento subjetivo del tipo y la necesidad de exigir o no un dolo específico referido a la intención de causar daños al medio ambiente. Otro de los caballos de batalla fue si restringirlo al ámbito de los conflictos armados o no. Todos estos obstáculos vienen motivados, en buena parte, por la visión que siempre se ha tenido del medio ambiente como un bien al servicio del ser humano que se configura partiendo de sus necesidades.
Superada esta visión del constitucionalismo clásico europeo, las ideas propugnadas por el ecologismo y el neoconstitucionalismo de América Latina han permitido abrir el concepto y enfocarlo hacia las necesidades propias de la naturaleza y los ecosistemas naturales. Precisamente por ser de todos los seres que lo habitan, el mundo no es de ninguno de ellos en concreto. De ahí que, a pesar de que existan numerosos países que condenan en sus códigos penales el delito de ecocidio, resulte fundamental configurarlo como un delito que afecta a toda la comunidad internacional.
Aunque hay varias definiciones en diferentes códigos penales, la que se maneja a nivel internacional y se ha propuesto para ser incluida en el Estatuto de Roma ha sido la elaborada por el Panel a iniciativa de Stop Ecocidio. Esta propone un tipo de peligro hipotético, lo que, además de incidir en la función preventiva respecto a la conducta, supone un adelantamiento de la protección fundamental en cuanto a la irreversibilidad de los daños que se pueden causar al medio ambiente. Se reserva además este delito de ecocidio, como no podía ser de otra manera, a aquellos daños graves, extensos y duraderos. El apoyo de numerosos países a esta propuesta y la petición expresa y reciente de Vanuatu y Maldivas, territorios especialmente golpeados por el cambio climático, de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, dibujan sin duda un futuro esperanzador en cuanto a que el ecocidio sea una realidad en pocos años.
En este trabajo se respalda la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un tipo autónomo, respondiendo a la creciente conciencia global sobre los impactos ambientales devastadores derivados de diversas actividades humanas. Así, tal y como señalan Merz et al. (2014), dotar a este delito de autonomía permitiría el reconocimiento no solo de los derechos de la naturaleza, sino también de los pueblos indígenas y las generaciones futuras, mientras que lo contrario «reduciría su ámbito de aplicación y mantendría una visión legal antropocéntrica» (p.16). La necesidad de una revisión sustancial en el marco penal internacional se vuelve cada vez más evidente al contemplar la magnitud de los daños medioambientales, instando a una reflexión sobre la eficacia de la normativa existente.
Esta posición se basa en la premisa de considerar la inclusión de este delito como un paso clave para abordar de manera más efectiva los daños ambientales a gran escala. La argumentación se centra en la necesidad de establecer una base legal sólida que permita la responsabilización de quienes lleven a cabo conductas que resulten en impactos significativos en el medio ambiente. Más allá de la mera sanción, se entiende aquí que esta medida fortalecería los esfuerzos globales para preservar la salud y la integridad del planeta, proporcionando un marco más robusto para la protección del medio ambiente. Así, García Ruiz (2018) señala la importancia de adoptar una «posición firme e inequívoca» en este ámbito, destacando la «importancia y legitimidad de una ley penal internacional consagrada al medio ambiente» (p. 35).
Para concluir, referiré las acertadas palabras de Marques (2020): «el colapso ambiental ya no es un escenario eventual del futuro, con todo el peso de incertidumbre que se reserva a esta palabra» (s.p.).
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Sentencia 19/00135 (Tribunal Supremo [Países Bajos], Urgenda c. Países Bajos, 20 de diciembre de 2019).
Recibido: 21/10/2023
Aprobado: 13/02/2024
1 La resolución fue aprobada con cuarenta y tres votos (Alemania, Argentina, Armenia, Austria, Bahamas, Baréin, Bangladesh, Bolivia, Brasil, Bulgaria, Burkina Faso, Camerún, Costa de Marfil, Cuba, Chequia, Dinamarca, Eritrea, Fiyi, Filipinas, Francia, Gabón, Indonesia, Islas Marshall, Italia, Libia, Malawi, Mauritania, México, Namibia, Nepal, Países Bajos, Pakistán, Polonia, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, República de Corea, Senegal, Somalia, Sudán, Togo, Ucrania, Uruguay, Uzbekistán y Venezuela) y cuatro abstenciones (China, Rusia, India y Japón).
2 Guatemala, Bulgaria, Croacia, Suiza, Chile, Eslovenia, Bielorrusia, Trinidad y Tobago, Marruecos, Egipto, Jamaica, Burkina Faso, Malasia, Italia y Bangladesh.
* Profesora ayudante. Doctora en el Departamento de Derecho Internacional Público, Penal y Procesal de la Universidad de Cádiz (España), y doctora en Ciencias Sociales y Jurídicas por la misma casa de estudios.
Código ORCID: 0000-0002-3873-3889. Correo electrónico: mariadelmar.martin@uca.es
Ordenamiento territorial y concesiones mineras en el Perú: bases para un sistema integrado y armónico con el desarrollo sostenible*
Land-Use Planning and Mining Concessions in Peru: Foundations for an Integrated System Compatible with Sustainable Development
Ady Chinchay Tuesta**
Universidad de Princeton (Estados Unidos)
Martin Scurrah***
Hunter Renewal (Australia)
Resumen: Las actividades mineras y demás actividades económicas se realizan sobre el territorio; por ende, influyen en el ambiente y el entorno humano en el que se desenvuelven. Por ello, es trascendental garantizar que estas actividades humanas sean ejecutadas de forma respetuosa con el ambiente y la sociedad para así evitar futuros y eventuales conflictos socioambientales. Una de las herramientas más poderosas para lograr este equilibrio entre actividades humanas y desarrollo sostenible es el ordenamiento territorial (OT), entendido como la institución encargada de organizar las actividades humanas para lograr dicho equilibrio. Con base en esta premisa, este artículo tiene un triple objetivo: a) complementa la literatura sobre OT, explicando la interconexión entre esta institución y el régimen de concesiones mineras; b) identifica y analiza los principales problemas del procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras en el Perú; y c) propone los fundamentos de un futuro sistema integrado de concesiones mineras y OT que contiene principios comunes y mecanismos participativos para conciliar las tensiones entre los intereses y valores de todos los interesados, además de brindar alternativas de solución a los problemas actuales del régimen de concesiones mineras. Para ello, se adopta una metodología cualitativa que combina análisis documental, revisión de reportes oficiales y entrevistas semiestructuradas con actores clave. Teniendo en cuenta los objetivos planteados, esta investigación concluye que: a) para lograr el desarrollo sostenible y evitar la futura aparición de conflictos, las concesiones mineras deben ser otorgadas con base en una planificación del territorio que el Estado (a nivel nacional, regional y local) debe realizar previa y conjuntamente con la sociedad civil; b) el procedimiento de concesiones mineras carece de mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social; y c) como alternativa de solución a dichos problemas, se sugiere la creación de un sistema integrado de OT y concesiones mineras que sea vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas e intercultural.
Palabras clave: Ordenamiento territorial, zonificación económica-ecológica, planeamiento multinivel, industrias extractivas, capacidad estatal, conflictos socioambientales
Abstract: Mining and other economic activities are carried out on a particular territory and, thus, affect the natural and human environment in which they operate. As a consequence and in order to avoid future and eventual socio-environmental conflicts, it is essential to guarantee that these human activities are conducted in a manner that respects both environment and society. One of the most powerful tools to achieve this balance between human activities and sustainable development is Land-Use Planning (LUP), understood as the institution charged with organizing human activities to achieve that balance. Bearing this in mind, the present article has three objectives: a) complement the literature on LUP by explaining the interconnection between LUP and the mining concessions regime, b) identify and analyze the main problems with the procedures for granting mining concessions in Peru, and c) propose the foundations for a future integrated system of mining concessions and LUP based on common principles and participatory mechanisms to reconcile tensions between the interests and values of all stakeholders, in addition to providing alternative solutions to the current problems with the mining concessions regime. To analyze the mining concessions regime and LUP a qualitative methodology is adopted, combining documentary analysis, review of official reports, and semi-structured interviews with key actors. Taking into consideration the stated objectives, this research concludes that: a) to achieve sustainable development and prevent the future emergence of conflicts, mining concessions must be granted based on territorial planning that the State (at the national, regional and local levels) should undertake prior to and in conjunction with civil society; b) the mining concession procedure lacks mechanisms of good governance, environmental sustainability and social justice; and c) as an alternative solution to these issues, this research suggests the creation of an integrated system of LUP and mining concessions, one that is binding, efficient, gradual, investor-friendly and intercultural.
Keywords: Land-use planning, ecological-economic zoning, multi-level planning, extractive industries, state capacity, socio-environmental conflicts
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL OTORGAMIENTO DE DERECHOS MINEROS Y EL OT: DOS HISTORIAS Y ENFOQUES DISTINTOS.- III. LOS PROCEDIMIENTOS PARA EL OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS.- III.1. EL PROCEDIMIENTO ORDINARIO MINERO PARA LAS CONCESIONES DE EXPLORACIÓN Y EXPLOTACIÓN.- III.2. ANÁLISIS Y PROPUESTAS AL PROCEDIMIENTO DE OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS.- IV. LA ZEE Y EL OT.- IV.1. LA ZEE Y EL OT: HERRAMIENTAS INDISPENSABLES PARA UNA GOBERNANZA JUSTA Y SOSTENIBLE DEL TERRITORIO.- IV.2. ACIERTOS, DESACIERTOS Y SUGERENCIAS AL PROYECTO DE LEY DE OT.- V. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN SISTEMA INTEGRADO DE OT Y DE CONCESIONES MINERAS ARMÓNICO CON EL DESARROLLO SOSTENIBLE.- V.1. EL MODELO IDEAL DE OT: UN SISTEMA ÚNICO QUE CONTEMPLE EL RÉGIMEN DE CONCESIONES MINERAS.- V.2. REFORMAS NECESARIAS PARA IMPLEMENTAR UN SISTEMA ÚNICO DE OT.- VI. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
Con la captura de Abimael Guzmán y la reducción de la amenaza de Sendero Luminoso, el gobierno de Alberto Fujimori adoptó medidas para enfrentar la crisis económica y así reorientar y reestructurar la economía. Una de las tareas planteadas implicaba atraer inversión directa extranjera hacia la minería como medida para reactivar la economía. Por ello, en 1992 se promulgó la Ley General de Minería, aprobada por el Decreto Supremo N.° 014-92-EM, para ofrecer incentivos tributarios y crear condiciones legales favorables para la inversión minera.
Durante el mismo periodo y sin coordinación alguna, iba surgiendo un sistema de planificación territorial regional, primero bajo la rectoría del Consejo Nacional del Ambiente (Conam) y, posteriormente, del Ministerio del Ambiente (Minam) (Gustafsson & Scurrah, 2019a, 2019c). Este sistema de planificación, basado en la zonificación económica-ecológica (ZEE) y el ordenamiento territorial (OT) regional, surgió como un mecanismo para, entre otras cuestiones, otorgar a los gobiernos regionales un papel en la gobernanza de las actividades extractivas (Gustafsson & Scurrah, 2019c, p. 134).
El «OT» es un término polisémico y puede ser entendido desde diversas disciplinas y enfoques1. Para efectos del presente artículo, se le debe entender como una institución ambiental que busca identificar el lugar adecuado para cada actividad, de modo tal que se aprovechen los recursos naturales asegurando el mínimo de perturbación [a] la naturaleza y el ambiente. Esta definición se aleja de una concepción más restringida del OT, que lo define como una herramienta técnica, despojada de su naturaleza política, que implica la toma de decisiones sobre el territorio2. En contraste, esta investigación se fundamenta en la premisa de que el OT, además de tener un componente técnico, también posee un componente político y, por ende, incluye el proceso de decidir qué se puede y qué no se puede hacer en el territorio.
La introducción dentro del Estado de dos políticas diferentes para orientar la explotación de los recursos naturales, con criterios y enfoques distintos y contradictorios, creó las condiciones para el surgimiento de conflictos y tensiones alrededor del proceso de expansión de la actividad minera en el Perú y limitó la capacidad del Estado para resolver los conflictos. Por un lado, el sistema de otorgamiento de concesiones mineras reflejaba una política de prioridad casi absoluta para la actividad minera; mientras que, por otro lado, el sistema de OT relativizaba la importancia de la minería frente a los demás actores y actividades al priorizar la conservación de los recursos y la sostenibilidad de las actividades de explotación de estos. Aunque la paralización de los procesos de OT en 2011 inclinó la balanza a favor de las actividades extractivas, no eliminó las tensiones entre estos dos enfoques y tampoco aumentó la capacidad del Estado para gestionar los conflictos asociados con la expansión minera.
El continuado estancamiento de proyectos de inversión minera importantes, como Conga y Tía María, y la ausencia de nuevas inversiones mineras de envergadura en los últimos años, se deben en gran parte a la falta de mecanismos estatales para conciliar estos dos enfoques sobre la explotación de los recursos mineros: el fortalecimiento de la minería como motor del desarrollo económico y la promoción del desarrollo sostenible con base en la conservación de recursos naturales.
Este artículo presenta las lógicas que sustentan los dos mecanismos en conflicto —otorgamiento de concesiones mineras y OT—, analiza cada mecanismo en detalle y ofrece sugerencias para su mejora. De esta manera, se busca presentar los fundamentos para integrar ambos instrumentos en un sistema de planeamiento territorial multinivel (nacional, regional y local). Este sistema incorporaría el otorgamiento de los derechos mineros, la ZEE y el OT en un solo sistema con principios comunes y mecanismos participativos para conciliar las tensiones entre los intereses y valores en juego.
Este artículo se organiza en seis secciones. La segunda sección desarrolla la evolución y los enfoques seguidos por el régimen de concesiones mineras y por el OT en el Perú. La tercera sección presenta los procedimientos de otorgamiento de concesiones mineras del Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico (Ingemmet), y analiza su relación con los mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social. La cuarta sección explica las trayectorias de la ZEE y del OT en el Perú y examina el proyecto de ley de OT de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), al que los autores tuvieron acceso en el año 2020. La quinta sección presenta las bases para lograr un sistema único de OT en el Perú que integre el procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras. La sexta sección, por último, presenta argumentos y comentarios finales a modo de conclusión.
II. EL OTORGAMIENTO DE DERECHOS MINEROS Y EL OT: DOS HISTORIAS Y ENFOQUES DISTINTOS
Un elemento importante de la estrategia de otorgamiento de los derechos mineros era simplificar y agilizar el proceso mediante el fortalecimiento del Ingemmet y, con ello, brindar cierta seguridad jurídica a favor de los empresarios para así atraer inversión extranjera. En ese sentido, Bastida (2001) argumenta que el factor clave para atraer la inversión extranjera en la minería es asegurar la seguridad del título, minimizando los riesgos y estableciendo reglas claras y predecibles (p. 32). Siguiendo la misma línea, Morgan (2002, p. B166) concuerda que las empresas extranjeras quieren marcos legales y fiscales seguros para garantizar la seguridad del título minero, y añade que son aspectos clave de un sistema de administración efectiva de las concesiones mineras (pp. B168-B169). Por eso, Salazar (2014, p. 371) sostiene que el título de concesión minera debe ser habilitante, aunque también señala que, en sistemas legales basados en el dominio eminente3, como el caso peruano, el derecho a la concesión minera implica deberes y obligaciones en atención a los fines públicos (pp. 368-369). De modo similar, Ferrero (2002) también caracteriza a la minería como de interés público, razón por la que considera que el Estado debe facilitar las concesiones mineras.
Con base en estos argumentos se ha construido una narrativa que sostiene que, por la dotación de recursos mineros que tiene el país y por el legado minero imperante en el Perú —que data de la Colonia—, la minería está destinada a ser el motor de la economía y la inversión minera el sustento del crecimiento económico. Dada la magnitud de muchos proyectos mineros y las exigencias tecnológicas para su explotación, una parte estratégica de esta inversión corresponde a la inversión extranjera directa. Para atraer esta inversión, especialmente en la década de los noventa, la tesis de la simplificación reglamentaria y la creación de las condiciones para la seguridad del título estaban fuera de discusión, y el sistema de otorgamiento de concesiones en Ingemmet ha respondido eficazmente a esta demanda.
Durante las dos décadas posteriores a estos cambios normativos hubo una expansión del número de derechos mineros otorgados, de los niveles de inversión directa extranjera en la minería y del número de proyectos mineros puestos en marcha (Cooperacción, 2016, 2017). Esta expansión rápida y descoordinada de las actividades mineras generó el sobreposicionamiento entre las concesiones mineras y los recursos naturales que sostenían las vidas de los pueblos rurales, especialmente de los Andes, y un número creciente de conflictos socioambientales (Defensoría del Pueblo, 2020; Gustafsson & Scurrah, 2020; Bebbington & Bury, 2009, p. 17296; Preciado et al., 2014, p. 104). Inclusive, Bebbington y Bury (2009) argumentan que las simples concesiones mineras —aún sin exploración o explotación— generaron «mapas de incertidumbre» (p. 17299) y exacerbaron tensiones en las zonas con una alta densidad de concesiones (Slack, 2014; Cuba et al., 2014).
De esta manera, la expansión rápida de la minería, junto con la reestructuración neoliberal del Estado y la economía, crearon las condiciones para un aumento en el número de conflictos sociales (Gustafsson & Scurrah, 2020). El hecho, por ejemplo, de que el catastro minero manejado por el Ingemmet no estuviera integrado con otros catastros del Estado (Comisión para el Desarrollo Minero Sostenible, 2020), especialmente el catastro rural manejado por el Ministerio de Agricultura y Riego, abría la posibilidad para el surgimiento de conflictos sobre las prioridades para el uso de la tierra.
En un estudio econométrico riguroso, Del Pozo y Paucarmayta (2015) concluyeron: «Se ha encontrado evidencia que indica que la minería y la agricultura serían actividades económicas excluyentes entre sí dentro de un mismo espacio territorial en Perú» (p. 10). En cierto sentido, este proceso de expansión poco regulado terminó generando una planificación territorial no explícitamente intencionada con un marcado sesgo favorable a la actividad minera (Gustafsson & Scurrah, 2019b).
Estas condiciones han creado una situación denominada por Terry Karl (1997) como la «paradoja de la abundancia» para hacer referencia a los Estados petroleros que permanecen como países con ingresos que provienen de esta actividad extractiva, pero sin lograr madurez organizacional, situación que se refuerza con el paso del tiempo (Karl, 1997). Este fenómeno también es advertido por Bebbington y Bury (2009), quienes analizan otros contextos donde la expansión minera frecuentemente ha antecedido la institucionalización estatal debido a la preferencia otorgada a la inversión directa extranjera. Entonces, la importancia que el legado minero posee en las entidades estatales peruanas se debe, en parte, a que su desarrollo se remonta a siglos antes de la creación del Estado peruano y a su desarrollo institucional (p. 17299).
Aunque esta propuesta de planificación territorial centrada a nivel regional no tuvo en sus orígenes una preocupación por las actividades extractivas sino, más bien, por el manejo sostenible de los bosques amazónicos, con el tiempo se perfilaba como un potencial mecanismo para conciliar los intereses contrapuestos sobre el uso de la tierra y los recursos naturales no solo en la Amazonía, sino en todo el territorio nacional. En la actualidad, esta institución debe adquirir un protagonismo trascendental en la agenda estatal debido a su potencial para reducir la generación de futuras pandemias como la producida por el COVID-19. En efecto, la sobreexplotación de la naturaleza y, en especial, la expansión desenfrenada de actividades económicas en los bosques amazónicos, impulsa la zoonosis y la transferencia de virus desde los animales hacia los seres humanos, como sucedió con el COVID-19. Frente a esta peligrosa y latente amenaza biológica a la humanidad, generada como consecuencia de esta sobreexplotación, el OT puede concebirse como un instrumento que podrá contribuir a prevenir posibles epidemias futuras y también con el uso más sostenible de la tierra y los recursos naturales.
Gustafsson y Scurrah (2019c) argumentan que el hecho de que los proyectos mineros no tomen en cuenta los impactos cumulativos sugiere que la planificación territorial con base en la ZEE y el OT debe considerarse en el proceso de otorgamiento de las concesiones mineras (p. 136). Por su lado, la Plataforma para el Ordenamiento Territorial ha sostenido que la integración de la ZEE y el OT con el sistema de otorgamiento de las concesiones mineras fomentaría la gobernanza inclusiva y sostenible de los recursos naturales en la presencia minera (Campana & Gómez, 2017, p. 31).
Sin embargo, en la práctica, estas aspiraciones de que el sistema de ordenamiento territorial contribuya a la resolución de conflictos surgidos alrededor de la expansión minera y a la gobernanza sostenible de los recursos naturales colisionaban, por un lado, con la oposición del sector minero, que temía la subordinación del proceso de otorgamiento de las concesiones mineras al OT; y, por otro lado, con la difícil resolución de conflictos por los usos de los recursos entre distintos actores. Estas tensiones llegaron a un momento de crisis alrededor de la aprobación del proyecto minero Conga en Cajamarca, a fines de 2011, y tuvo como desenlace el congelamiento del proyecto y la paralización de los procesos de OT (Gustafsson & Scurrah, 2019a, 2020; De Echave & Díaz, 2013).
A continuación, las secciones III y IV identificarán y analizarán los principales problemas del procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet y del OT en el Perú.
III. LOS PROCEDIMIENTOS PARA EL OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS
Las concesiones mineras son derechos otorgados por el Estado para realizar actividades orientadas al aprovechamiento de los recursos naturales existentes en el subsuelo de una zona determinada (Decreto Supremo N.° 014-92-EM, art. 9)4. La presente sección analiza el procedimiento para el otorgamiento de concesiones de exploración y explotación de la gran y mediana minería en el Perú con la finalidad de identificar si cuentan con mecanismos de buena gobernanza5, sostenibilidad ambiental6 y justicia social7, además de reflejar los criterios de seguridad legal y eficiencia. Luego, se realiza una crítica constructiva del referido procedimiento y se brindan alternativas que incorporan estos mecanismos.
III.1. El procedimiento ordinario minero para las concesiones de exploración y explotación
El procedimiento contempla una serie de pasos, que separamos en dos momentos solo por motivos didácticos. El primer momento inicia con la presentación del petitorio minero (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 16.3) y culmina cuando el peticionario informa al Ingemmet que realizó la publicación del petitorio. El segundo momento inicia con el análisis del Ingemmet para resolver las oposiciones y continúa hasta la emisión de la resolución que otorga la concesión.
En el primer momento, la Dirección de Concesiones Mineras del Ingemmet verifica que el petitorio cumpla con diversos requisitos que permitan continuar con el trámite. Si el petitorio no puede ser subsanado porque adolece de una causal de rechazo o de inadmisibilidad, el petitorio se rechazará (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, arts. 26-27)8. Si el petitorio adolece de una omisión que puede ser subsanada, el Ingemmet le brinda diez días hábiles al peticionario para subsanar y, de no hacerlo en dicho plazo, el petitorio es rechazado (art. 26). Si el petitorio no se encuentra incurso en ninguna de estas causales, el procedimiento continúa y la Dirección de Concesiones Mineras le notifica de ello al peticionario y a los titulares de concesiones mineras anteriores cuyas áreas se encuentren ubicadas en toda o en parte del área peticionada (arts. 31.2 y 33.4). Según el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, desde la presentación del petitorio hasta la notificación que realiza el Ingemmet no pasan más de siete días hábiles (art. 31.2).
La notificación al peticionario contiene los avisos para que este publique información del petitorio en el Diario Oficial El Peruano y en el diario encargado de la publicación de los avisos judiciales de la capital del departamento donde se encuentre ubicada el área solicitada (art. 33)9. Luego de haber sido notificado, el peticionario tiene hasta treinta días hábiles para publicar el aviso (art. 31.3) y este debe contener el «Nombre y código del petitorio, titular, zona, coordenadas UTM WGS84 de los vértices de la cuadrícula o conjunto de cuadrículas solicitadas, extensión, departamento, provincia y distrito donde se ubica, fecha y hora de presentación» (art. 33.3). La misma información es notificada a los titulares de concesiones mineras anteriores con la finalidad de que evalúen si interpondrán una oposición. Una vez publicado el aviso, el peticionario tiene sesenta días calendario para entregar al Ingemmet la constancia de publicación (art. 31.3).
Con la comunicación del peticionario al Ingemmet culmina el primer momento del procedimiento de concesiones mineras. En este momento se observa que el Ingemmet realiza un primer análisis de gabinete de las coordenadas y verifica si la zona solicitada por el nuevo petitorio coincide con otros petitorios y concesiones previas para abrir la ventana de oportunidad a que estos mineros se opongan al nuevo petitorio.
El segundo momento inicia cuando la Dirección de Concesiones Mineras verifica si alguien se opuso al petitorio. El Decreto Supremo N.° 014-92-EM dispone que la oposición es un procedimiento administrativo para impugnar la validez del petitorio de una concesión minera y que puede ser formulada por cualquier persona natural o jurídica que se considere afectada en su derecho (art. 144). Al respecto, el anterior reglamento de procedimientos mineros no limitaba el ejercicio de la oposición a ninguna persona; en cambio, la norma vigente establece que la oposición solo puede ser interpuesta por el titular de una concesión minera con título definitivo en todo o parte del área peticionada (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 111). De este modo, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM excluye a todas las personas que no ostenten derechos mineros (personas naturales, propietarios, comunidades, municipalidades, otros), a pesar de sentirse afectadas con este nuevo petitorio. En realidad, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM solo formalizó una práctica que el Ingemmet venía realizando con respecto a la oposición, que consiste en desestimar categóricamente las oposiciones realizadas por aquellos que no ostenten un derecho minero (entrevista 3).
Si hubo oposición, el Ingemmet inicia un procedimiento para evaluar las razones y pruebas (otorgadas por el opositor u ordenadas por el Ingemmet). La oposición tiene éxito cuando la superposición entre derechos mineros es total o parcial al área peticionada. Si la superposición de derechos mineros es total al área peticionada, se cancela el nuevo petitorio, y si la superposición de derechos mineros es parcial y la cuadrícula peticionada aún cuenta con área libre, se continúa el procedimiento respecto de esta área libre (entrevista 3). Cuando la oposición no tiene éxito, el trámite del petitorio minero sigue su curso. Si no hubo oposición, la Dirección de Concesiones Mineras emite unos dictámenes técnicos y legales (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 31.4)10. Con base en estos dictámenes, el presidente ejecutivo del Ingemmet emite una resolución otorgando el título de concesión minera (arts. 31.4-31.5)11.
El Decreto Supremo N.° 020-2020-EM no dispone que la resolución que otorga la concesión sea publicada, sino solo dispone que sea publicada en el Diario Oficial El Peruano una relación o lista de los títulos otorgados en el mes anterior (art. 38). Una vez publicada dicha lista, se tiene hasta quince días hábiles para interponer un recurso de revisión contra la resolución ante el Consejo de Minería. Contra la resolución que emita el Consejo de Minería solo corresponde iniciar un proceso contencioso-administrativo en sede judicial. Entonces, en el segundo momento del procedimiento de concesiones mineras, el Ingemmet analiza y resuelve posibles oposiciones de terceros contra el petitorio minero, culminando con una resolución que otorga la concesión.
Sobre el tiempo que demora obtener una concesión ante el Ingemmet, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM indica que el procedimiento para otorgamiento de una concesión minera tiene un plazo de treinta y siete días hábiles desde presentada la solicitud (art. 31.1). Sin embargo, este plazo se encuentra bastante alejado de la realidad, puesto que no contempla el tiempo usado por otras entidades estatales para elaborar y enviar sus opiniones al Ingemmet, ni contempla diversas complejidades que el petitorio puede presentar, como sucede cuando el peticionario debe subsanar ciertos requisitos, cuando existe oposición, cuando se interpone un recurso de revisión contra alguna resolución o cuando existen dos o más petitorios sobre la misma área, entre otros. En específico, la exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet estima que en la práctica solo el 20 % o 30 % de petitorios obtienen una concesión en cuatro o seis meses, y que el porcentaje restante demora mucho más por presentar una o más de estas complejidades (entrevista 3).
Sobre los derechos que otorga una concesión, es importante precisar que el título de concesión no autoriza por sí mismo a realizar las actividades mineras de exploración ni explotación, ya que previamente se requiere que el concesionario cuente con una certificación ambiental; con las declaraciones, autorizaciones o certificados del Ministerio de Cultura; y que obtenga el permiso del propietario del terreno superficial o haya obtenido una servidumbre administrativa, entre otros requisitos (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 37.3). Asimismo, aunque el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM no hace referencia al Catastro de Áreas Restringidas a la Actividad Minera, de acuerdo con una entrevista realizada a una funcionaria del Ingemmet, esta entidad revisa si el área peticionada coincide con alguna de estas áreas restringidas y, de existir dicha coincidencia, el Ingemmet verifica si esta área restringida admite la actividad minera con ciertas restricciones o si de plano no la admite (entrevista 3).
En resumen, el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet tiene dos momentos. El primero se caracteriza por implicar un análisis solo con información del Ingemmet, y el segundo implica un análisis con información proporcionada por terceros, en caso de que exista alguna oposición. La siguiente subsección analiza algunos puntos clave del procedimiento descrito previamente y plantea propuestas para su mejora.
III.2. Análisis y propuestas al procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras
El procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet está diseñado para crear una serie de hechos consumados que hacen cada vez más difícil evitar la concesión. La teoría o política de los hechos consumados es una táctica tomada en una negociación o conflicto para imponer una ganancia unilateral con la creencia de que el adversario acabará optando por ceder. Esta teoría es aplicada para explicar reacciones internacionales en conflictos armados (Olar, 2019; Karakatsanis & Swarts, 2018; Friedman, 2018) y también es usada para explicar procesos de negociación en los que una de las partes modifica el acuerdo primigenio con la intención de que la otra parte acepte la modificación sin objeciones para cerrar el trato a la brevedad (Buskirk, 1989; Valbuena, 2003, p. 109; Olaz, 2016, p. 124).
Afirmamos que el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras representa el empleo de la táctica de los hechos consumados porque genera permisos y registros rápidamente, y solo brinda la oportunidad para presentar observaciones u objeciones una vez que el proceso está avanzado y con plazos cortos. Así, este procedimiento concibe como opositores a las partes interesadas —que podrían sentirse perjudicadas por el otorgamiento del derecho— y permite que estas partes sean sorprendidas con hechos consumados, o casi consumados, con la esperanza de que desistan de realizar objeciones o defender sus derechos. Por el contrario, nosotros consideramos necesario que el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM establezca una estrategia opuesta a los hechos consumados, caracterizada por una amplia difusión de información sobre el proceso, y que también otorgue plazos generosos para observar y objetar, amplíe la oposición para aquellas personas que no posean un derecho minero e incluya la consulta previa, así como mecanismos de participación ciudadana.
Asimismo, el vigente procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras está pensado para lograr otorgar la concesión en el menor tiempo posible. Sin embargo, este procedimiento evita enfrentarse a problemas que podrían devenir en futuros conflictos sociales y ambientales en etapas posteriores (durante la certificación ambiental, el otorgamiento de títulos habilitantes y después de comenzada la actividad minera). Así, actualmente no hay mecanismos que permitan abrir un espacio durante el otorgamiento de concesiones mineras para tratar los conflictos, tensiones y problemáticas que surgen en esta etapa (entrevista 2). Nuestro objetivo no es obstaculizar el proceso de otorgamiento de concesiones mineras, sino fortalecer la seguridad del título otorgado, minimizar la aparición de conflictos posteriores y evitar los costos asociados con estos.
En este escenario, urge la incorporación de los mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social en el otorgamiento de concesiones mineras, y esta incorporación tiene un doble sustento. Por un lado, se sustenta en el derecho que todo ser humano tiene a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado para el desarrollo de la vida, derecho que posee un lugar privilegiado en la escala de ponderación por haber sido reconocido por la Constitución Política. Por otro lado, es razonable que los inversionistas conozcan la viabilidad de sus proyectos mineros para evitar realizar gastos innecesarios e imposibles de ser recuperados a largo plazo (costos hundidos)12. Por tanto, aun siguiendo una lógica exclusivamente económica, en la que se prioriza la inversión por encima del derecho al ambiente, es mejor discutir y resolver las posibles objeciones y problemas desde la etapa de concesión que más adelante, cuando el peticionario ya ha gastado muchos recursos en el proceso. No obstante, el procedimiento de concesiones mineras vigente en el Perú no contempla ni el derecho a gozar de un ambiente adecuado, ni busca evitar costos hundidos. Esto, a su vez, crea incentivos perversos para que los peticionarios busquen continuar con el proyecto minero para no perder lo invertido, aun cuando este proyecto genere impactos negativos en el ambiente y la salud de las personas. Similarmente, el Estado tendrá incentivos para continuar con el proyecto minero y evitar enfrentar demandas de indemnización en su contra si cancela la concesión y/o no brinda condiciones necesarias para el desarrollo del proyecto.
Asimismo, muchos de los principios considerados en el Decreto Supremo N.° 014-92-EM y el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM13 son solo meras formalidades o trámites sin mecanismos que aseguren su implementación práctica. Por ejemplo, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM solo menciona a algunos de estos principios cuando solicita que el peticionario presente, junto con su petitorio, una declaración jurada en la que se compromete a respetar los principios de desarrollo sostenible, excelencia ambiental y social, cumplimiento de acuerdos, relacionamiento responsable, empleo local, desarrollo económico, y diálogo continuo (art. 30.2.f.). Este decreto se limita a indicar que estos principios se reflejarán en medidas concretas en la certificación ambiental (art. 30.3), pero carece de disposiciones específicas que indiquen cuándo y cómo se llevará a cabo la participación social, cómo el peticionario contribuirá con la diversificación económica, cómo se hará efectivo el diálogo continuo y, en general, cuáles son los mecanismos que traducen estos principios en acciones claras. De forma similar, tampoco establece un seguimiento o verificación por parte de la entidad que otorga la concesión para identificar si el peticionario viene cumpliendo con estos principios, ni establece una consecuencia o sanción administrativa cuando la autoridad detecta incumplimientos.
En aras de lograr un procedimiento de concesiones mineras más justo y equitativo, los siguientes párrafos identificarán la existencia —o inexistencia— de mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social en el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM con la finalidad de proponer alternativas de solución.
Respecto de mecanismos democráticos y de prevención de conflictos socioambientales, el comentado decreto prevé la consulta previa solo luego de la presentación de la solicitud de autorización y antes de emitirse la resolución de autorización de inicio de actividades de exploración (art. 98). Sin embargo, en este momento el titular ya cuenta con la certificación ambiental; es decir, las normas mineras no prevén la consulta previa durante la etapa de otorgamiento de concesiones, ni si quiera lo hacen durante la etapa de certificación ambiental, sino que la consulta previa está prevista para la etapa de autorizaciones y permisos (como sucede, por ejemplo, con la autorización de inicio de actividades de exploración y explotación). Consideramos imperioso incorporar la consulta previa en los procedimientos de concesiones mineras, puesto que tiene sustento legal en el Convenio 169 de la OIT y en la Ley N.° 29785, Ley de Consulta Previa. De forma similar, es imperioso que el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM disponga de forma clara cómo y cuándo se hará efectiva la participación ciudadana.
Sobre los mecanismos de transparencia, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM los establece en tres momentos: a) con la notificación del nuevo petitorio a los titulares de petitorios o concesiones mineras anteriores cuyas áreas coincidan con el área peticionada (en todo o en parte), b) con la publicación del petitorio minero en el Diario Oficial El Peruano y en el diario de la capital del departamento en el que se encuentra el área peticionada, y c) con la publicación en el Diario Oficial El Peruano de la lista de las concesiones mineras otorgadas el mes anterior por el Ingemmet. No obstante, estos mecanismos de transparencia son insuficientes y presentan serias deficiencias que deben ser subsanadas.
Primero, el tratamiento que le brinda a los posibles afectados con la concesión es diferenciado. Así, mientras que los titulares de concesiones mineras anteriores reciben una notificación directa del Ingemmet sobre el nuevo petitorio, todos los demás posibles afectados con la concesión (por ejemplo, municipalidad, gobierno regional, pueblos indígenas, centros poblados y otros que habitan en el área peticionada) solo pueden enterarse mediante una publicación en el Diario Oficial El Peruano. Este tratamiento diferenciado limita que todos estos posibles afectados tengan acceso a la información de que existe un petitorio en un área que poseen, habitan o gestionan y, con ello, disminuye la posibilidad de interponer una oposición en contra del nuevo petitorio. Asimismo, en caso de que estos posibles afectados se enterasen del nuevo petitorio, la información que poseen es tan precaria e incompleta que generará nulas posibilidades de lograr una oposición exitosa.
Comprendemos que es inviable que el Ingemmet conozca a todos estos posibles afectados con la nueva concesión (no es su función) y que tampoco es factible que notifique a cada uno de ellos, dada la gran cantidad de petitorios mineros anuales14. No obstante, debido a la importancia de transparentar el proceso de otorgamiento de concesiones mineras, sugerimos que sea el Ingemmet el que notifique a los gobiernos subnacionales (regionales y locales) mediante un sistema informático de alertas que envíe una alerta al gobierno regional y a gobiernos locales cada vez que se presente un petitorio minero en su jurisdicción. Luego, los gobiernos subnacionales serán los encargados de notificar la existencia de petitorios mineros a los interesados en sus respectivas jurisdicciones. Adicionalmente a ello, se sugiere mantener la publicación en diarios como medio de información complementario. Si bien la tarea de identificar a los propietarios y habitantes de una zona parece casi imposible, este es un trabajo necesario que deben realizar los gobiernos subnacionales y que se encuentra algo avanzado en algunos departamentos con ZEE aprobados. En efecto, hay un trabajo participativo y de mapeo e involucramiento previo de actores y representantes interesados, y este trabajo debe ser aprovechado por el Estado con miras a desarrollar consensos con estos actores sobre el uso de sus territorios15.
Sobre la necesidad de notificar directamente a los propietarios de las áreas peticionadas en concesión para que puedan oponerse, comprendemos que jurídicamente las concesiones son derechos distintos a los derechos de propiedad del terreno en el que se encuentran. Sin embargo, en la práctica, esta superposición de derechos sí restringe el uso y disfrute de la propiedad (individual y comunal), así sea de forma expectante, porque la concesión que existe allí genera una restricción (entrevista 2). Entonces, si el solo otorgamiento de una concesión genera una restricción al desarrollo de los propietarios y a cómo quieren vivir, todo aquel que siente afectado su derecho de propiedad debe tener disponible la vía legal para poder oponerse a dicha concesión.
Segundo, la sola publicación en el Diario Oficial El Peruano de la lista de concesiones mineras otorgadas en el mes anterior no garantiza que las decisiones administrativas lleguen a todos los interesados ni que la información arribe de forma completa. En la práctica, las comunidades son las últimas en enterarse de que su territorio está superpuesto a una concesión minera (entrevista 2). Como solución se propone que, adicionalmente a esta publicación que resume la información, el Ingemmet envíe una alerta a los gobiernos subnacionales en los que se encuentra dicha área y permita la visualización de la resolución administrativa que otorga la concesión para que estos, a su vez, se encarguen de informar a los propietarios y las poblaciones que habitan en esta área. Asimismo, el acceso a la resolución que otorga la concesión a todos los interesados debe estar secundado por la posibilidad de plantear una impugnación contra esa decisión. Aunque cualquiera puede interponer un recurso de revisión contra la resolución que otorga la concesión (entrevista 3), en la práctica son solo aquellos con derechos mineros precedentes los que tienen opciones de tener éxito en esta impugnación. Asimismo, y en coherencia con las dos propuestas previamente mencionadas, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM debe incorporar el principio de transparencia en el procedimiento de concesiones mineras.
Tercero, sugerimos que la información a los propietarios y habitantes del área peticionada y la publicación en diarios debe incluir no solo las coordenadas, sino también un mapa de la zona, para que así los terceros puedan identificar fácilmente si el área peticionada coincide con el lugar en que habitan. Si bien la publicación de un mapa puede generar aumento de costos, estos deben ser asumidos por el peticionario y debe realizarse por ser un mecanismo necesario en beneficio de la transparencia a la información.
En lo referido a los mecanismos de descentralización, los procedimientos de concesiones mineras para la gran y mediana minería están centralizados. Esto se advierte, primero, porque es el Ingemmet el que otorga las concesiones de la gran y mediana minería y no los gobiernos regionales; y, segundo, porque estos procedimientos tampoco prevén ningún tipo de coordinación ni consulta con los gobiernos regionales, esto es, no existen mecanismos de coordinación multinivel. Para lograr mayor coordinación y sintonía entre el Ingemmet y los gobiernos regionales, consideramos que se debe incidir en dos puntos: en mejorar los mecanismos para lograr una visión de OT consensuada entre el ámbito nacional y regional, y en el envío de información del Ingemmet a los gobiernos regionales. Para lograr consensos sobre la visión del territorio consideramos necesario que los planes de OT (inexistentes aún en el Perú) sean elaborados por los gobiernos regionales en coordinación con el Gobierno nacional. Para ello, será imperativo que, previamente, todos los sectores a nivel nacional coordinen, conversen y adopten una visión y propuesta de actividades en una región16. En lo referido al envío de información, recordamos nuestra propuesta de notificación mediante un sistema informático de alertas.
Con respecto a la ZEE, se advierte que el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras no prevé la verificación de la ZEE aprobada por el gobierno regional competente. Esto se debe a que la ZEE, en vez de ser fortalecida, ha sido debilitada por distintas normas, como sucedió con la Ley N.° 30230 de julio de 2014, cuyo artículo 22 establece que la ZEE y el OT no son vinculantes. Consideramos que es imperativo que todos los procedimientos de concesiones incorporen la revisión de la ZEE para verificar si la concesión solicitada coincide, en todo o en parte, con el uso recomendado por la ZEE. Si la ZEE recomienda la actividad minera, la concesión puede otorgarse, y si la ZEE no recomienda la actividad minera, la concesión minera deberá ser rechazada. En el anexo 1, presentamos un gráfico resumen del procedimiento de concesiones mineras y una tabla que resume nuestras principales propuestas para mejorar el procedimiento de otorgamiento de concesiones.
Tabla 1. Propuestas para mejorar el procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras
Tema |
Situación actual |
Propuesta de mejora |
Propósito del procedimiento |
Lograr hechos consumados |
Procedimiento más abierto y transparente |
Plazos |
Plazos cortos |
Plazos generosos para observar y objetar |
Información |
Información limitada para terceros |
Amplia difusión de información sobre el proceso |
Publicación |
La información publicada se limita a mencionar las coordenadas |
La información publicada debe, además, incluir un mapa de la zona |
Igualdad de tratamiento entre los posibles afectados |
Brinda un tratamiento diferenciado entre titulares de derechos, mineros y otros |
Brinda un tratamiento igualitario entre titulares de derechos, mineros y demás personas que se sientan afectadas con la concesión |
Oposición |
Solo puede ser planteada por una persona con otro derecho minero |
La oposición puede ser planteada por cualquier persona |
Costos hundidos |
No busca evitar costos hundidos |
Busca evitar costos hundidos |
Seguridad del título |
Concesiones con dificultades para iniciar operaciones por tensiones y conflictos socioambientales |
Fortalece la seguridad del título y minimiza la aparición de conflictos posteriores |
Coordinación multinivel con gobiernos regionales |
Sin coordinación ni consulta con los gobiernos regionales |
Incorpora mecanismos de coordinación multinivel con gobiernos regionales |
Notificación a gobiernos subnacionales |
Ingemmet no notifica a los gobiernos subnacionales sobre los petitorios mineros |
Ingemmet envía alertas automáticas a los gobiernos subnacionales (regionales y locales) sobre los nuevos petitorios |
Consulta previa y participación ciudadana |
Sin consulta previa ni participación ciudadana |
Con consulta previa y participación ciudadana antes del otorgamiento de la concesión |
ZEE aprobadas |
No considera a las ZEE aprobadas |
Respeta las recomendaciones de uso de las ZEE aprobadas |
Fuente: elaboración propia.
IV. LA ZEE Y EL OT
El presente acápite tiene un doble objetivo. Primero, busca definir y explicar la importancia de la ZEE y del OT, así como resumir sus avances y retrocesos en el Perú. Segundo, analiza el proyecto de Ley de OT elaborado por la PCM17 y realiza algunas sugerencias para que el OT logre una real implementación.
IV.1. La ZEE y el OT: herramientas indispensables para una gobernanza justa y sostenible del territorio
La ZEE y el OT son mencionados de forma oficial en el Perú por primera vez en la Estrategia para la ZEE y el Monitoreo Geográfico de la Amazonía peruana de 1996 (en adelante, la Estrategia). La Estrategia define al OT como un proceso integral cuyo propósito es la organización espacial del territorio y la planificación de su ocupación adecuada para promover la mejora de los activos sociales y económicos, y lograr un desarrollo productivo en armonía con el medio ambiente (Inrena & TCA, 1996, p. 22). El OT comprende dos fases: un diagnóstico territorial, que es la ZEE, y una evaluación prospectiva territorial. Por un lado, la ZEE es un instrumento neutral18 que proporciona información a los usuarios sobre el territorio para que luego puedan decidir de forma consensuada qué uso le darán a este (pp. 19-20). Por otro lado, la evaluación prospectiva territorial implica identificar los problemas del territorio, clasificarlos e identificar alternativas viables que resuelvan esos problemas (pp. 22-23). Entonces, desde su ingreso al Perú quedaba claro que mientras que la ZEE constituía una herramienta neutral, la evaluación prospectiva territorial sí es una herramienta política. Por tanto, el OT es una institución técnica y política que implica decidir qué uso darle al territorio.
La Estrategia nace como producto de un compromiso internacional asumido por el Estado peruano en el marco del Tratado de Cooperación Amazónica, hoy OTCA (Postigo, 2017, p. 5). En sus inicios, la ZEE estaba relacionada con la reducción del cambio climático, la tala de árboles y la protección de biodiversidad en la Amazonía. Sin embargo, al advertirse su potencial para ser aplicada a cualquier territorio, la Ley N.° 26821, Ley Orgánica para el Aprovechamiento Sostenible de los Recursos Naturales de 1997, insertó en el sistema jurídico peruano a la ZEE y al OT.
El proceso de oficialización o institucionalización del OT en el Perú no fue lineal y, desde su formalización en 1997, ha pasado por diversos avances y retrocesos. Durante la década del 2000, la ZEE mostró avances en varias regiones del Perú, los cuales continuaron en la década de 2010, pero con menos entusiasmo. Así, al 2024, dieciocho gobiernos regionales lograron aprobar sus respectivas ZEE, y solo los gobiernos regionales de Tacna y Junín han logrado aprobar sus respectivos Planes de OT19. El punto de quiebre entre este entusiasmo primigenio y el estancamiento inició en 2010, luego de que el Grupo Norte manifestara desconfianza del proceso ZEE en Cajamarca20, lo cual devino en una serie de acciones por parte del Minam y del Gobierno nacional que terminaron por frenar los procesos de ZEE no solo en Cajamarca, sino también en las demás regiones.
Primero, en mayo de 2013, el Minam aprobó una Guía Metodológica para la Elaboración de los Instrumentos Técnicos Sustentatorios para el OT21. Esta guía incorporó a los estudios especializados (EE) y al diagnóstico integrado del territorio (DIT) como nuevos requisitos técnicos —además de la ZEE— para lograr la aprobación del OT. Aunque el Minam ha venido defendiendo la tecnicidad y necesidad de ambos instrumentos desde 2013, algunos expertos consideran que estos son innecesarios para el proceso de OT (Postigo, 2017, pp. 6-8), lo que estaría retardando el OT al convertirlo en un proceso más engorroso y burocrático. Adicionalmente, esta guía incorporó la opinión previa favorable del Minam como un requisito para aprobar estos instrumentos, lo que implicó retrasos. Segundo, en julio de 2014, el Congreso de la República aprobó la Ley N.° 30230, Ley que establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país. Esta ley, por un lado, niega de forma expresa que la ZEE y el OT puedan decidir el uso del territorio; y, por otro lado, excluye su carácter vinculante, es decir, aunque es obligatorio contar con una ZEE y un OT, su contenido es meramente referencial para las autoridades al momento de decidir otorgar concesiones, permisos, licencias u otro derecho. Tercero, en febrero de 2017 el Gobierno peruano emitió un decreto que creó el Viceministerio de Gobernanza Territorial dentro de la PCM22 y determinó que el Minam solamente fuese el responsable de aprobar un «OT ambiental». Este decreto creó un vacío legal con respecto a la entidad encargada de aprobar el OT y disminuyó las competencias previamente otorgadas al Minam en dicha materia.
Las razones que explican el estancamiento de los procesos ZEE y OT en todo el Perú son múltiples. Por un lado, el Estado peruano no ha logrado crear una institucionalidad que favorezca a la ZEE ni al OT. Esto se advierte en la falta de capacidades en los tres niveles de gobierno, en la carencia de mecanismos efectivos de coordinación (a nivel sectorial y multinivel), y en la falta de un marco normativo adecuado, como una Ley de OT, que establezca de forma clara las funciones y entidades encargadas de aprobar las ZEE y el OT, identifique un ente rector, elimine la superposición de competencias entre entidades, disponga su carácter vinculante para todos, y genere incentivos y mecanismos de coerción para que la ZEE y el OT sean implementados con prontitud.
Por otro lado, el Estado no es el único responsable de la paralización de los procesos de ZEE y OT, pues las empresas y los actores internacionales también tienen cierta cuota de responsabilidad. En efecto, los cuestionamientos contra la ZEE y el OT comenzaron en 2010 y provinieron de empresas mineras por considerarlos como un mecanismo que limitaría sus actividades. El panorama y los malentendidos aumentaron cuando el ex presidente regional de Cajamarca, Gregorio Santos, se manifestó en contra de las actividades mineras en la región23. Al respecto, ni la ZEE ni el OT buscan limitar la minería. Lo que estas instituciones pretenden es lograr que esa minería y demás actividades humanas sean realizadas en los lugares adecuados; esto es, en lugares con potencial para ser explotados sin que se generen daños ambientales y contra la salud humana. Asimismo, aunque la cooperación internacional fue un aliado importante durante el inicio de los procesos de ZEE en varias regiones, cuando comenzaron los cuestionamientos en contra de la ZEE y el OT el apoyo internacional cesó en la mayoría de las regiones, y esto también contribuyó a la paralización de los procesos de ZEE y OT (Gustafsson et al., 2020).
El OT es una herramienta trascendental para que el Estado pueda planificar y organizar las actividades humanas en el territorio de forma integral y bajo una misma visión de país. Asimismo, mediante el OT, el Estado puede planificar y decidir qué y cuántas actividades humanas se pueden realizar en ciertas áreas geográficas para evitar afectar al ambiente y proteger vidas humanas24. Actualmente, el Estado no posee esta visión integral del Perú y se limita a otorgar —de forma fragmentada y descoordinada— derechos sobre el territorio para el desarrollo de actividades humanas. Esto se advierte, por ejemplo, cuando se otorgan concesiones, certificaciones ambientales y títulos habilitantes para iniciar actividades económicas en zonas específicas, como si los estudios de impacto ambiental (EIA) y demás instrumentos de gestión ambiental sustituyesen al OT. En realidad, los EIA son útiles, permiten identificar si un proyecto cumple con ciertos requisitos y están pensados para una zona en específico, pero de ningún modo reemplazan la mirada integral del territorio que solo el OT brinda.
Con respecto a la evaluación ambiental estratégica (EAE), es legalmente entendida como una evaluación que hace el Minam respecto de planes, programas y políticas aprobadas por otras entidades estatales para verificar su impacto ambiental. No obstante, la EAE no ha sido implementada en la práctica en el Perú y existe poco consenso sobre su contenido y en qué circunstancias debe ser aplicada. En cualquier caso, la EAE tampoco reemplazaría al OT porque, mientras que la EAE analiza planes, programas y políticas que se enfocan en determinado ámbito geográfico, el OT implica la toma de decisiones sobre el territorio de forma integral.
IV.2. Aciertos, desaciertos y sugerencias al Proyecto de Ley de OT
Desde el año 2019, la PCM ha venido trabajando un Proyecto de Ley de OT (en adelante, el Proyecto) que ha sido producto de reuniones con ministerios, gobiernos regionales y organizaciones de la sociedad civil. A continuación, se analiza la versión más reciente del Proyecto y su exposición de motivos25, y se plantean algunas sugerencias.
El Proyecto acierta en crear un sistema funcional de OT, en otorgarle a la PCM el carácter de ente rector, en estipular que son los gobiernos regionales los responsables de la conducción, formulación e implementación de los planes de OT, y en derogar el artículo 22 de la Ley N.° 30230, que le quitaba carácter vinculante al OT26. No obstante, el Proyecto falla al enfocarse en la organización del Estado más que en el OT en sí mismo y al ser demasiado general e incompleto, dejando muchas precisiones importantes a los reglamentos posteriores27.
En lo referido a los problemas de falta de claridad y superposición de funciones y competencias, estos no son exclusivos del OT, sino endémicos a todo el Estado. Comprendemos que, debido al actual desorden estatal, el Proyecto incorpore cuestiones relacionadas a la organización del Estado, pero ello no debe situar al OT en un segundo plano. Con respecto a la falta de precisión del Proyecto, se recuerda que los reglamentos (aprobados usualmente mediante decretos supremos) solo desarrollan cómo ciertas entidades cumplirán con sus funciones, pero de ningún modo establecen competencias que solo pueden ser otorgadas por una ley. Así, en aras de lograr una norma clara, el Proyecto debe precisar qué órgano de la PCM asumirá la rectoría del OT (podría ser el Viceministerio de Gobernanza Territorial, el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico [Ceplan] u otra entidad). En cualquier caso, es imprescindible que este organismo cuente con suficiente fortaleza institucional para tener poder de convocatoria en todas las entidades estatales y suficiente fuerza coercitiva para lograr avances en materia de OT. Al respecto, la PCM evaluó la creación de una nueva secretaría para OT, que se denominaría Secretaría de Ordenamiento Territorial y Gestión del Riesgo de Desastres y tendría a cargo la rectoría del OT a nivel nacional (Gestión, 2019; entrevista 4). Si bien estamos de acuerdo en que la nueva secretaría de la PCM asuma la rectoría del OT y con integrar el OT con la gestión de riesgos de desastres, consideramos necesario que esta rectoría se encuentre delimitada y establecida de forma clara y expresa en el Proyecto.
Asimismo, el Proyecto debe distinguir las funciones, responsabilidades y competencias del Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM, del Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, y del Ceplan, a fin de evitar eventuales conflictos por superposición de competencias en materia de OT. De modo similar, el Proyecto debe establecer los mecanismos de coordinación y articulación entre este nuevo sistema funcional de OT y el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (Sinagerd).
El Proyecto omite referirse al ordenamiento territorial ambiental (OTA), que se encuentra en manos del Minam. Si bien consideramos necesario eliminar el OTA y hablar solo de OT, cuya naturaleza ambiental le es inherente, resulta necesario que el Proyecto indique expresamente que toda referencia al OTA debe entenderse como OT. Asimismo, el Proyecto debe dejar en claro que el Minam ya no será el encargado de fomentar la ZEE, sino que este instrumento y los demás del OT deberán ser fomentados por la PCM, lo que implicaría una transferencia de competencias. En cualquier caso, carece de sentido dividir las funciones en materia de OT en dos entidades distintas, debiendo ser una sola entidad a nivel nacional la que ostente estas competencias. Asimismo, la tercera disposición final complementaria del Proyecto dispone que toda referencia al acondicionamiento territorial (AT) debe entenderse como OT, lo cual es un acierto si consideramos que, en términos prácticos, el AT es también OT. Sin embargo, el Proyecto no explica qué sucederá con los planes de AT que ya cuentan con aprobación municipal: ¿serán considerados como plan de ordenamiento territorial (POT) a nivel municipal?, ¿serán considerados solo un insumo para la futura elaboración de POT municipales? Al respecto, sugerimos que estos planes de AT sean considerados como planes de OT a nivel micro en zonas urbanas que, luego, deberán ser complementados con planes de OT más integrales.
El artículo 6 del Proyecto define al OT como un
Proceso político, técnico y administrativo, facilitador de la toma de decisiones y de acciones consensuadas y planificadas en torno a la ocupación, uso y aprovechamiento del espacio con el ambiente natural y social, que contribuya al desarrollo de modos de vida regidos por valores éticos, culturales, ambientales, políticos y económicos.
Sugerimos que la definición indique claramente que el OT no solo facilita la toma de decisiones, sino que constituye un proceso por el que se toman decisiones sobre el territorio. De otro modo, el OT seguirá siendo no vinculante.
En congruencia con esta definición, el Proyecto debe establecer de forma expresa que la ZEE y el OT son de obligatorio cumplimiento y son vinculantes para el Estado, en todos sus sectores y niveles, y para la ciudadanía en general. Asimismo, el Proyecto debe prever una consecuencia jurídica como producto de su incumplimiento para dotarle de fuerza coercitiva, y establecer incentivos y mecanismos coercitivos para que la ZEE y el OT sean aprobados e implementados en la práctica. Por ejemplo, el Reglamento de la ZEE de San Martín de 200928 estableció, por un lado, que todo acto administrativo que implicase el uso, aprovechamiento u otorgamiento de derechos sobre el suelo debía ser previamente validado y estar de acuerdo con la ZEE (art. 10); y, por otro lado, estableció que el gobierno regional podría iniciar acciones legales contra los funcionarios que incumpliesen la disposición anterior (art. 43).
Asimismo, la Ley de Bosques Nativos de Argentina estableció un mecanismo de coerción y un incentivo para que las provincias aprobasen sus respectivos ordenamientos territoriales de bosques nativos (OTBN) con celeridad. Así, dicha ley dispuso que las provincias no podían otorgar permisos para desmontes hasta que hubieran aprobado sus respectivos OTBN y que podrían acceder a un nuevo fondo de compensación solo si previamente cumplían con aprobar sus OTBN (Gutiérrez, 2017, p. 294). En el caso peruano, debemos trabajar con un régimen de incentivos para que los gobiernos regionales y el Gobierno nacional agilicen el desarrollo de los POT, lo que se lograría, por ejemplo, dando un plazo de gracia de dos o tres años para su elaboración, luego de lo cual ninguna estancia estatal podría otorgar derechos sobre el territorio hasta que los POT se aprueben. Asimismo, de forma transitoria hasta que los POT sean aprobados, sugerimos que se debe evitar dar concesiones en contra de las recomendaciones de uso de las ZEE ya aprobadas por los gobiernos regionales29.
En sintonía con el establecimiento de incentivos y mecanismos de coerción para el respeto de la ZEE y el OT, es necesario que el Proyecto disponga que todas las ZEE aprobadas a nivel regional sean de revisión obligatoria por todos los funcionarios y servidores antes del otorgamiento de derechos sobre el territorio.
Para verificar si la zona peticionada coincide con las actividades recomendadas por las ZEE, se recomienda que el Proyecto disponga que la información (recomendaciones de uso) de las ZEE sea incorporada en un catastro nacional. Ese catastro puede ser el Catastro Nacional Integrado (creado por la Ley N.° 28294, que aún no ha sido implementado)30 o un nuevo catastro, que sería creado y administrado por la PCM, o un sistema integrado que conjugue todos los catastros ya existentes en las distintas entidades estatales. Para ello, el Proyecto podría crear en una de sus disposiciones finales una comisión encargada de dilucidar cómo lograr esta sinergia entre catastros. Hasta que eso suceda, se recomienda que el Catastro de Áreas Restringidas a la Actividad Minera incorpore todas las zonas consideradas como no aptas para la minería en las ZEE ya aprobadas.
Toda decisión sobre el territorio requiere una única visión de país; sin embargo, el Estado no ha logrado ponerse de acuerdo con respecto a cómo quiere ver al Perú en unos años31. Para que la ZEE y el OT sean diseñados e implementados con éxito recomendamos que el Proyecto especifique de forma clara los mecanismos que asegurarán la consistencia de planes de OT entre los tres niveles de gobierno. Con ese objeto, a nivel nacional, el ente rector debe establecer lineamientos generales para los gobiernos subnacionales. Se sugiere incorporar como uno de estos lineamientos a la identificación de una visión común de país y de desarrollo, que deberá ser respetada por todos los gobiernos subnacionales y por el mismo Gobierno nacional. Esta visión de país no debe ser adoptada unilateralmente por el Gobierno nacional, ni impuesta hacia los gobiernos subnacionales y la ciudadanía, sino que debe ser adoptada mediante consensos, negociaciones y conciliaciones que aseguren el respeto por las diversas y distintas culturas que coexisten en el Perú.
Por otro lado, cuando se trate de elegir visiones de desarrollo a nivel regional y local, sugerimos que sean las autoridades subnacionales quienes decidan el modelo de desarrollo que desean adoptar con base en su conocimiento y experiencia, pero siempre resguardando de no contravenir la visión de país establecida por el Gobierno nacional. En procesos tan complejos como el OT, los desacuerdos son inevitables y habrá conflictos respecto de las visiones de desarrollo a ser adoptadas en cada departamento, que pueden colisionar entre sí cuando dos departamentos o dos provincias tienen visiones y planes distintos para una zona ubicada en ambas jurisdicciones. Para resolver estos supuestos, se sugiere que el Proyecto indique mecanismos claros que permitan resolver estas discrepancias y que le otorguen al ente rector la potestad para negociar y, eventualmente, dirimir estos supuestos.
A fin de reducir posibles tensiones y desacuerdos entre sectores y los tres niveles de gobierno, el Proyecto debe manifestar claridad respecto de las competencias de cada gobierno para evitar la superposición de funciones y lograr un proceso de OT con coherencia dentro del Estado32, debiendo indicar también en qué medida estos gobiernos (nacional y subnacionales) podrán recomendar usos en el territorio.
Debido a que el proceso de OT es participativo, el Proyecto debe considerar mecanismos para evitar desacuerdos y resolver conflictos cuando la ciudadanía manifiesta una visión de desarrollo distinta a la adoptada por el Estado. Se sugiere que en estos supuestos de desacuerdo sea el Estado el que dirima, pero con la advertencia de que este poder para dirimir (y decidir) será aplicado como último recurso; es decir, será aplicable exclusivamente cuando se hayan agotado todos los esfuerzos e instancias de diálogo y negociación. De este modo, se reduce el peligro de que el diálogo entre Estado y sociedad se convierta en un mero formalismo. De forma similar, el Proyecto debe adoptar mecanismos que garanticen el respeto por la autonomía de pueblos indígenas que pueden construir sus propias normas para ordenar su territorio. Existen múltiples ejemplos de la disconformidad de los pueblos indígenas por el modo en que el Estado peruano viene ordenando su territorio y el Proyecto debe apuntar a evitar futuros enfrentamientos y conflictos en estos supuestos.
Los cambios sugeridos al Proyecto servirían de poco si el Estado no fortalece la descentralización y si no garantiza que los gobiernos regionales y el mismo Gobierno nacional adquieran capacidades (económicas, políticas) que permitan diseñar e implementar la ZEE y el OT en la práctica. Finalmente, dada la actual coyuntura, manifestamos preocupación por el futuro del OT en el Perú al no ser considerado parte de la agenda prioritaria. Desde una mirada cortoplacista, los Estados han optado por flexibilizar sus regulaciones ambientales, laborales y otros derechos para enfrentar la crisis económica generada por el COVID-19. En cambio, consideramos estratégico adoptar una mirada de mediano y largo plazo para reducir la probabilidad de futuras pandemias. Así, la aparición del COVID-19 debe alzarse como una oportunidad para que el OT asuma el protagonismo que se merece en las políticas públicas, evitando que el ser humano interfiera en la vida silvestre y, con ello, posibles procesos de zoonosis. Ciertamente, el OT debe tener el poder para planificar y determinar qué se puede y qué no se puede hacer en un área geográfica, y así convertirse en una herramienta fundamental para reducir invasiones antropogénicas en territorios naturales, disminuyendo con ello las probabilidades de crear zoonosis y evitando así futuras pandemias como la causada por el COVID-19. A pesar de esta importancia, el Estado ha preferido solo centrarse en una visión a corto plazo en la que prima la recuperación económica de forma desordenada, cuando podría estar aprovechando esta oportunidad para potenciar el OT, reactivar la economía con mayor orden y reducir los riesgos de nuevas epidemias.
V. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN SISTEMA INTE-GRADO DE OT Y DE CONCESIONES MINERAS ARMÓNICO CON EL DESARROLLO SOSTENIBLE
Las actividades humanas en el territorio peruano han ido en aumento de forma desordenada, lo que viene perjudicando a los seres humanos, la naturaleza y los empresarios, quienes pueden perder lo invertido si su actividad económica no llega a ser viable33. Así, el escenario actual muestra a un territorio particionado y con gran número de actividades realizadas en zonas sin vocación para ellas. Los intentos del Estado peruano para planificar las actividades sobre su territorio de forma integrada no han tenido éxito34 y en la actualidad nos encontramos frente a un régimen de planificación incompleto, particionado, sectorializado y privatizado. Es incompleta porque no existe una visión integrada del territorio peruano, es particionada porque solo se viene realizando en algunas zonas del Perú, es sectorializada porque el otorgamiento de derechos sobre el territorio recae en distintos ministerios sin coordinación previa, y ha sido privatizada porque la elección y el estudio del territorio se encuentra en manos de terceros, como sucede con la elaboración de líneas de base antes de la aprobación de los EIA.
Nuestro objetivo con este artículo es contribuir a la construcción de un sistema único de OT que fusione coherentemente los regímenes de otorgamiento de concesiones mineras y de OT, de modo tal que esta planificación realizada por el Estado sea posteriormente usada por los privados y se logre el desarrollo sustentable. Para ello, las secciones III y IV del presente artículo analizaron el sistema de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet y el sistema de OT. La presente sección, por su parte, tiene por objetivo presentar las bases de este sistema único de OT.
V.1. El modelo ideal de OT: un sistema único que contemple el régimen de concesiones mineras
A continuación, proponemos algunos lineamientos para visualizar el régimen de otorgamiento de concesiones del Ingemmet como parte de un sistema único de OT; no obstante, su construcción y modo de implementación requerirá un desarrollo más fino que podrá ser trabajado con posterioridad. Bajo este modelo ideal, la planificación sobre el territorio que el Estado realiza debe anteceder a las concesiones y proveer el marco de prioridades y exclusiones dentro del cual se otorgarían estas concesiones. Así, el nuevo sistema de OT que proponemos es un modelo integrado, vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas y con enfoque intercultural.
Es integrado a nivel geográfico porque cada una de las áreas (por ejemplo, las cuencas) que conforman el territorio peruano será analizada bajo la premisa de que lo que se haga o deje de hacer en ella influirá en las demás áreas que conforman el territorio nacional, como si fuesen piezas de un rompecabezas. Esta visión se distancia del modelo actual de planificación del territorio, en el que son los terceros quienes ven potencialidad en un área específica, sin que previamente exista una planificación territorial del Estado. Así, estos terceros ejercen la planificación del uso del territorio en forma consistente con sus objetivos y necesidades particulares, sin necesariamente tomar en cuenta los objetivos y necesidades de la comunidad en conjunto.
Es vinculante porque comprende los diversos regímenes de otorgamiento de derechos (concesiones, títulos habilitantes, autorizaciones, permisos, etc.). Por tanto, todas las instancias del Estado con competencia para otorgar derechos sobre el territorio deberán verificar si la zona solicitada es apta para la actividad que se pretende desarrollar allí, tanto por sus características físicas como sociales. Así, se podrá realizar cualquier actividad económica que no vulnere la planificación estatal adoptada previamente en dicha zona. Un ejemplo de cómo lograr que el OT a nivel regional sea vinculante y que puede servir de modelo para el sistema de OT a nivel nacional son los mecanismos coercitivos considerados en el Reglamento de la ZEE del Gobierno Regional de San Martín descritos en la sección III.
Es eficiente porque un sistema de planificación territorial que vincule a todas las entidades estatales permitirá acortar el tiempo de los procedimientos de otorgamiento de derechos, aligerando la burocracia y reduciendo los costos de los inversionistas a mediano y largo plazo. Por ejemplo, los intercambios de opinión, como réplicas y contrarréplicas entre entidades estatales durante el procedimiento de otorgamiento de concesiones, no tendrían cabida en este sistema de OT porque, al momento en que el tercero solicita un derecho sobre una zona, ya existirá un acuerdo y una planificación previa por parte de todas las entidades del Estado sobre dicha zona. De modo similar, con este sistema de OT se brindan mayores garantías de que la zona en la que se otorga el derecho cuenta con viabilidad física y social para la realización de una actividad económica.
Es escalonado porque va desde el Gobierno nacional hasta la ciudadanía y viceversa, pasando por los gobiernos regionales y locales. En ese sentido, el Gobierno nacional debe definir los lineamientos generales que rigen el sistema de OT y estos deben ser elaborados luego de haber escuchado muy atenta y detalladamente las propuestas, aspiraciones y necesidades de los gobiernos subnacionales y de la ciudadanía. Una vez en funcionamiento, el sistema de OT debe involucrar un ida y vuelta continuo entre los diferentes niveles de gobierno. En cualquier caso, la coordinación y el diálogo constante entre los tres niveles de gobierno es imprescindible en todo momento. Si no se llega a un consenso, el Gobierno nacional deberá tomar una decisión final solo si previamente se han agotado todas las vías de diálogo y coordinación posibles entre los diferentes niveles de gobierno.
Por ejemplo, el ente rector en materia de OT debe trabajar desde dos flancos en la identificación y el consenso de una visión común sobre lo que se debe y no se debe hacer en el territorio nacional. Por un lado, el ente rector en materia de OT debe convocar a todos los sectores y construir una propuesta de visión única de país en diez o veinte años. Por otro lado, el Gobierno nacional debe conversar con y escuchar a los gobiernos regionales sobre cómo quieren que sean sus regiones en diez o veinte años; esto es, si buscan una región minera, agrícola, con prioridad en salud pública, educación, desarrollo urbano, etc. De modo similar, los gobiernos regionales deben trabajar de la mano con los gobiernos locales para que expliquen cómo quieren que sea su territorio en unos años. A su vez, los gobiernos locales deben de convocar al diálogo y debate a la ciudadanía para escuchar sus aspiraciones y preocupaciones respecto del territorio que habitan para que puedan trasladarlas hacia las demás instancias estatales y que sean tomadas en consideración al momento de elaborar los POT. Luego, el ente rector en materia de OT debe revisar las visiones de cada región y verificar que estas no se alejen de la visión de país.
Es amigable con los inversionistas, pues el sistema de OT propuesto presupone un conjunto de lineamientos claros sobre cómo organizar y planificar las actividades dentro del territorio, lineamientos que son seguidos y consensuados por todos los niveles de gobierno y por los mismos habitantes. De esta manera, los beneficios económicos del propuesto sistema de OT a favor de los inversionistas extranjeros son múltiples. Por un lado, las compañías extranjeras podrían mejorar su imagen en el mercado internacional al mostrarse como ecoamigables y con actividades que no conllevan conflictos sociales; por otro, el sistema de OT propuesto garantizaría la seguridad jurídica del derecho otorgado y reduciría la incertidumbre económico-financiera. A su vez, operar en zonas con baja conflictividad genera condiciones de financiamiento más favorables, dado que, al reducirse el riesgo de la actividad (por ser realizada sin conflictos), también se reduce el costo de financiamiento y los inversionistas pueden acceder a tasas de interés más atractivas. Adicionalmente, este sistema dotaría de mayor rapidez a los procedimientos de otorgamiento de concesiones, permisos y autorizaciones.
Tiene un enfoque intercultural porque garantiza la participación de la sociedad civil y busca consensos entre los habitantes del territorio y el Estado, minimizando así futuros conflictos con respecto a las actividades a realizarse. El enfoque intercultural en el actual régimen de concesiones mineras culmina con la presentación de una declaración jurada por parte del peticionario. En cambio, nosotros proponemos un sistema que respete la autodeterminación de los pueblos indígenas y que incorpore la consulta previa y la participación ciudadana.
Con respecto a la autodeterminación de los pueblos indígenas, el sistema de OT propuesto respeta la planificación de actividades y el OT que estos pueblos hayan elegido para sus territorios35. Sobre la consulta previa y la participación ciudadana, comprendemos que es inviable realizar una consulta previa y un proceso de participación ciudadana por cada petitorio minero, dado el alto volumen de petitorios recibidos por el Ingemmet (que bordea los ocho mil por año)36. En respuesta, proponemos que ambos procesos se lleven a cabo antes del otorgamiento de concesiones mineras para que, cuando estas sean peticionadas y otorgadas, los habitantes de la zona ya hayan sido previamente informados y hayan brindado su consentimiento a la actividad minera en principio, no generando sorpresas y evitando tensiones.
Así, proponemos un proceso de consulta previa y de participación ciudadana durante la elaboración de las ZEE y los POT. Esta información, de la mano con los datos técnicos que hayan sido recolectados por los gobiernos regionales para elaborar la ZEE, debe bastar para lograr un POT consensuado. De este modo, la consulta previa y la participación ciudadana durante la elaboración de las ZEE y del POT implican procesos de diálogo continuo con los habitantes que anteceden a todas las concesiones. Con posterioridad, cuando ya exista un proyecto minero con actividades más específicas, se requerirá un nuevo proceso de consulta previa y participación ciudadana con información nueva y detallada de las actividades propuestas por la empresa37.
V.2. Reformas necesarias para implementar un sistema único de OT
La implementación del sistema de OT propuesto es un camino de largo aliento. Para ello, sugerimos una serie de pasos y reformas.
El primer paso es lograr que el OT ingrese como un tema prioritario a la agenda del Gobierno. Para ello, se recomienda al Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM convocar a un debate público sobre OT. Así, todos los actores interesados podrán expresar con libertad sus intereses, preocupaciones y sugerencias para que este sistema sea implementado en la práctica. Comprendemos que han existido acercamientos previos38; sin embargo, consideramos pertinente, además de un gesto de apertura, que se muestre una disposición a escuchar a todas las partes interesadas en el OT.
El segundo paso implica que el Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM perfeccione el Proyecto de Ley Orgánica de OT que ha venido trabajando desde 2019 con base en las preocupaciones y los aportes brindados durante el debate público. Este Proyecto de Ley de OT debe establecer los lineamientos generales, básicos y más importantes que deberán ser seguidos por las demás entidades de los tres niveles de gobierno y por la ciudadanía. Estos son:
El tercer paso consiste en adoptar un conjunto de acciones que preparen el camino para la implementación de la Ley de OT con las características antes descritas, conforme mencionamos a continuación:
A modo de resumen, la presente sección presentó algunas propuestas para la construcción de un sistema integrado de OT en el Perú, como iniciar un debate público, aprobar una ley de OT que designe un ente rector y contenga principios básicos (integración, obligatoriedad, eficiencia, enfoque escalonado, amigabilidad hacia los inversionistas, interculturalidad), entre otros. A fin de lograr su aplicación práctica, esta sección presentó algunos pasos que el Gobierno podría adoptar para formar las bases de este sistema integrado de OT como, por ejemplo, potenciar la labor educativa y de información hacia la sociedad civil, y adoptar las recomendaciones de la ZEE hasta que se logre la aprobación de un sistema integrado de OT, entre otros. Al respecto, este artículo reconoce que este sistema integrado de OT constituye un objetivo de largo aliento y, por tanto, también se proponen algunas alternativas a corto plazo para reducir los impactos ambientales y evitar futuros conflictos sociales por el otorgamiento de derechos en zonas con aptitudes diferentes y sin licencia social.
VI. CONCLUSIONES
En este artículo hemos hecho una crítica constructiva del procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras y del sistema de OT, proponiendo modificaciones para unificar ambos regímenes en un sistema único y así generar una serie de beneficios para el Estado, los inversionistas y la ciudadanía.
El procedimiento actual de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet busca rapidez y, por ello, establece plazos cortos, limita el universo de terceros con interés para oponerse a un petitorio minero y prefiere omitir resolver problemas que podrían devenir en futuros conflictos, los que terminan apareciendo en fases posteriores. Sin embargo, en vez de favorecer a los empresarios, esto les genera costos innecesarios y no les brinda seguridad de que un futuro proyecto será viable en la zona. En este artículo hemos sugerido modificaciones al procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras basadas en una amplia difusión de información, la incorporación de plazos suficientes para que los terceros puedan objetar, la ampliación de la oposición a favor de todos los que consideren que la concesión minera podría afectarles —incluyendo a aquellos sin derechos mineros—, y la inclusión del proceso de consulta previa y participación ciudadana.
El OT vigente en el Perú no ha tenido mayor éxito a pesar de diversos esfuerzos y de haber sido adoptado por el Estado peruano hace más de dos décadas. Esto se debe, entre otras razones, a la falta de una institucionalidad suficientemente sólida para su diseño e implementación, así como a una oposición del sector empresarial por temor a que esta institución merme sus intereses. No obstante, se debe cambiar la percepción del OT porque este no busca limitar la minería, sino ubicar a esta actividad y a las demás actividades económicas en los lugares adecuados, de modo tal que no generen daños a las personas y el ambiente. Asimismo, el Estado debe trabajar arduamente en el fortalecimiento de sus capacidades en los tres niveles de gobierno para que puedan diseñar e implementar el OT.
El Proyecto de Ley de OT de la PCM tiene aciertos, pero también tiene lagunas que deben resolverse en el texto de la misma ley y no en sus posteriores reglamentos. Por ello, recomendamos que este Proyecto defina al OT como un proceso vinculante por el que se decide qué hacer con el territorio, que incorpore los principios que guiarán el sistema de OT y que establezca lineamientos generales que todos los POT deben seguir obligatoriamente. Asimismo, debe designar a un ente rector de OT con poder de convocatoria y de solución de controversias en la materia, introducir incentivos para que el ente rector y los gobiernos subnacionales aprueben sus POT lo antes posible, y disponer que todos los derechos otorgados en el territorio deben coincidir con las actividades recomendadas por las ZEE ya aprobadas.
Los cambios sugeridos al procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet deben ir de la mano con el diseño e implementación de un nuevo sistema de OT para que sean viables y adquieran sentido. Así, sugerimos adoptar un sistema de OT que contemple a las concesiones dentro de este y que sea un modelo integrado, vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas y con enfoque intercultural.
Las ventajas del procedimiento propuesto de otorgamiento de concesiones mineras incluyen la reducción de costos de los inversionistas, rapidez, mayor seguridad —porque se reducen las probabilidades de que el proyecto presente oposiciones y conflictos socioambientales— y la reducción de los incentivos perversos que hacían a los empresarios persistir con los trámites para iniciar o continuar con la actividad, a pesar de que el proyecto generase impactos negativos en la salud de las personas y en el ambiente.
La amenaza del cambio climático y los impactos en ello de la depredación descontrolada de los recursos naturales, especialmente la deforestación en la cuenca amazónica, requieren el desarrollo de mecanismos eficaces, como el OT, para conservar los recursos naturales esenciales para la supervivencia humana en el planeta. Asimismo, la pandemia de COVID-19, que ha impactado fuertemente al país, nos ha alertado sobre la necesidad de tener mecanismos eficaces, como el OT, para controlar los impactos de las actividades humanas en la naturaleza.
El proceso de expansión minera en el Perú en las últimas décadas ha sido una de los más conflictivos en el mundo y ha conducido a una polarización entre las actitudes pro y antimineras. Frente a ello, este artículo propone un diseño y puesta en marcha de un sistema de OT con legitimidad, que priorice el uso y la conservación de los recursos naturales y concilie los intereses de los actores involucrados para procurar el bien común. De esta forma, este sistema de OT ofrece mayores posibilidades para asegurar la legitimidad y sostenibilidad de la actividad minera en el país a largo plazo que las prácticas tradicionales de imposición y empleo de influencias políticas.
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Lista de entrevistas
Entrevista 1 (10 de octubre de 2020) y N° 6 (17 de noviembre de 2020): excoordinadora del Proceso de ZEE y de OT de Cajamarca, y exsubgerente de Acondicionamiento Territorial del Gobierno Regional de Cajamarca.
Entrevista 2 (16 de octubre de 2020): coordinador del Área Legal del Instituto del Bien Común, miembro de la Plataforma de Ordenamiento Territorial.
Entrevista 3 (18 de octubre de 2020): jefa de la Unidad de Áreas Restringidas y exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet.
Entrevista 4 (19 de octubre de 2020): coordinadora de la Unidad Funcional de Ordenamiento Territorial y Gestión de Riesgo de Desastres del Despacho Viceministerial de Gobernanza Territorial de la PCM.
Entrevista 5 (30 de octubre de 2020): exviceministro de Interculturalidad y exadjunto para la Defensoría del Pueblo para el Medio Ambiente, Servicios Públicos y Pueblos Indígenas.
Recibido: 25/10/2023
Aprobado: 15/02/2024
1 Un estudio detallado de las diversas definiciones y enfoques sobre OT puede advertirse en la tesis doctoral de Chinchay (2022).
2 Esta concepción restringida del OT fue adoptada en el artículo 22 de la Ley N.° 30230, Ley que establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país. En efecto, dicho artículo indica que el OT no puede establecer usos ni exclusiones de usos.
3 Entendido como «la facultad del Estado de disponer, en caso de necesidad pública, de los bienes de propiedad privada que existen dentro del territorio» (Hernández, 2011, p. 188).
4 Existen dos procedimientos diferenciados para el otorgamiento de concesiones: a) el procedimiento ordinario minero, dirigido a las concesiones para la exploración y explotación; y b) los procedimientos especiales, aplicables a las concesiones de beneficio, labor general y transporte minero.
5 El término «buena gobernanza» nace para diferenciarse de la administración pública tradicional al incorporar la participación de actores no gubernamentales, la responsabilidad de la Administración, el deber de rendir cuentas y el derecho de los ciudadanos de exigir resultados (Chica, 2015, p. 86). Así, la buena gobernanza puede ser definida como el «conjunto de reglas, procesos y conductas que afectan a la forma en la que se ejerce el poder, en concreto, en lo relacionado con la apertura, la participación, la rendición de cuentas, la eficacia y la coherencia» (Villoria, 2012, p. 11).
6 La sostenibilidad ambiental implica una visión más profunda sobre el componente ambiental del desarrollo sostenible. Así, la sostenibilidad ambiental es una condición de equilibrio, resiliencia e interconexión que permite a la sociedad humana satisfacer sus necesidades sin exceder la capacidad de los ecosistemas que los sustentan para continuar regenerando los servicios necesarios para satisfacer esas necesidades ni disminuir la diversidad biológica mediante nuestras acciones (Morelli, 2011, p. 5).
7 El término «justicia social» puede ser entendido desde diversos enfoques. Este artículo se adhiere a la definición amplia planteada por Craig (2008), quien considera a la justicia social como un marco de objetivos políticos que acepta las diferencias y la diversidad, que se fundamenta en valores de dignidad, igualdad, satisfacción de necesidades básicas, reducción de desigualdades sustanciales y participación de todos, y cuyo logro implica la aplicación de políticas sociales, económicas y ambientales (p. 236). Así, la justicia social debe trascender un enfoque meramente redistributivo, incluyendo también el respeto por las diferencias multiculturales, la aceptación de desigualdades estructurales, y la necesidad de aplicar mecanismos de participación ciudadana.
8 A modo de ejemplo, son causales de rechazo no adjuntar constancia de pago del derecho de vigencia o que este pago sea incompleto, no indicar fecha y número de la constancia de pago, entre otros aspectos formales (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 26). Son causales de inadmisibilidad el no consignar las coordenadas UTM WGS84 del área solicitada, no identificar correctamente la cuadrícula o poligonal cerrada, que se exceda el área máxima establecida por el Decreto Supremo N.° 014-92-EM , que sean peticionados por extranjeros en zona de frontera, que sean formulados en áreas de no admisión de petitorios, o que corresponda a área urbana, entre otras causales (art. 27).
9 Si el área peticionada abarca dos departamentos, solo se publicará en el departamento donde se encuentra la mayor área (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 33.1).
10 Para emitir tales dictámenes, el Ingemmet cuenta con treinta días hábiles, contados desde la recepción de la publicación de avisos.
11 Esta resolución deberá ser emitida no antes de treinta días calendario de efectuada la última publicación del petitorio minero (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 31.5).
12 Como sucede con los costos hundidos, los empresarios tendrán un comportamiento con tendencia a continuar su esfuerzo inicial una vez que hayan realizado una inversión de dinero, esfuerzo y tiempo (Arkes & Ayton, 1999).
13 El Decreto Supremo N.° 014-92-EM, Ley General de Minería, reconoce a la certeza, simplicidad, publicidad, uniformidad y eficiencia como principios de los procedimientos mineros. El Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, Reglamento de Procedimientos Mineros, dispone que el peticionario debe presentar una declaración jurada en la que se compromete a cumplir con los principios de enfoque de desarrollo sostenible, excelencia ambiental y social, cumplimiento de acuerdos, relacionamiento responsable, empleo local, desarrollo económico y diálogo continuo.
14 La exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet comentó que, de enero a octubre de 2020, esta institución estaba tramitando un aproximado de ocho mil solicitudes de concesión minera, y que este número ha disminuido a comparación de otros años debido al COVID-19 (entrevista 3).
15 La cuarta sección de este artículo desarrolla más esta propuesta y explica su viabilidad en la práctica, luego de algunos cambios necesarios en el régimen de otorgamiento de concesiones mineras y en el régimen de OT.
16 Este ejercicio es imprescindible para lograr uniformizar visiones sobre lo que se espera para una región en particular, propuesta que deberá ser conversada con el respectivo gobierno regional.
17 Los autores agradecemos a la coordinadora de la Unidad Funcional de Ordenamiento Territorial y Gestión de Riesgo de Desastres del Despacho Viceministerial de Gobernanza Territorial de la PCM por compartir el referido proyecto de ley en el año 2020.
18 Consideramos que la ZEE es un instrumento que pretende ser neutral; sin embargo, la realidad ha demostrado que el proceso de ZEE puede generar controversias.
19 El Plan de Ordenamiento Territorial del departamento de Tacna fue aprobado mediante la Ordenanza Regional N.° 028-2021-CR/GOB.REG.TACNA. El Plan de Ordenamiento Territorial de Junín fue aprobado mediante Ordenanza Regional N.° 379-2023-GRJ/CR.
20 En 2010, el Grupo Norte solicitó al GORE Cajamarca no aprobar el proyecto de ZEE que venía trabajando por varios años. Como el GORE hizo caso omiso a este pedido, el Grupo Norte presentó un recurso de reconsideración ante el GORE y una queja ante el Minam (Barrantes et al., 2012, p. 200). En respuesta, en diciembre de 2010, el exministro del Ambiente, Antonio Brack (2008-2011), manifestó de forma pública su decisión de iniciar un proceso de inconstitucionalidad contra la ZEE aprobada en Cajamarca por considerarla como un impedimento para el desarrollo de las actividades mineras (Brack, 2010).
21 Esta guía fue aprobada mediante la Resolución Ministerial N.° 135-2013-MINAM.
22 Decreto Supremo N.° 022-2017-PCM, Reglamento de Organización y Funciones de la Presidencia del Consejo de Ministros, publicado el 28 de febrero de 2017.
23 Santos Guerrero se manifestó en contra del proyecto minero Conga y de las actividades mineras en la región por considerar que «Cajamarca ya cumplió con su cuota al Estado peruano», y por estimar que Cajamarca ya había sido sobreexplotada por la minería durante muchos años (La República, 2011).
24 El enfoque de cuencas constituye un criterio de planificación del territorio acertado y que deja de lado demarcaciones políticas.
25 El Proyecto y su exposición de motivos fueron compartidos por la PCM con organizaciones de la sociedad civil y fueron presentados en un taller virtual organizado por la PCM el 16 de julio de 2020.
26 La derogación del artículo 22 de la Ley N.° 30230 es un acierto, pero esta derogación es solo una victoria pírrica para aquellos que defienden el carácter obligatorio y vinculante de la ZEE y del OT. En efecto, de nada sirve derogar este artículo si, a su vez, el Estado no adopta mecanismos que doten de fuerza vinculante a la ZEE y al OT.
27 Comprendemos que buscar consensos entre todos los sectores en materia de OT es un reto muy grande, pero estos consensos son necesarios y deben estar establecidos con claridad en una ley puesto que vincularán a todas las entidades estatales, que deben estar alineadas y bajo el mismo enfoque.
28 Aprobada mediante el Decreto Regional N.° 002-2009-GRSM/PGR, Aprueban el Reglamento para la aplicación de la ZEE.
29 Comprendemos que estos mecanismos de coerción e incentivos deben establecerse no solo respecto de los gobiernos subnacionales, sino también respecto del Gobierno nacional, para que así este promueva la coordinación intersectorial dentro del Estado e intensifique su apoyo a los gobiernos subnacionales en la aprobación de sus respectivos planes de OT.
30 La recomendación de implementar el Catastro Nacional Integrado también constituye una conclusión del Informe de la Comisión para el Desarrollo Minero Sostenible (2020, p. 32).
31 La existencia de múltiples visiones distintas se pone de manifiesto, por ejemplo, en el gran número de planes existentes en los gobiernos municipales, los gobiernos regionales y los diferentes ministerios del Gobierno nacional, los cuales no guardan relación entre sí y pueden llegar a ser contradictorios.
32 Es importante que la delimitación de competencias entre los gobiernos (nacional, regional y local) sea establecida en una ley y no en un reglamento (que es aprobado con normas de menor rango que una ley).
33 Como sucede cuando en la zona elegida existen tensiones o conflictos socioambientales.
34 Como se dio con los planes elaborados por el extinto Instituto Nacional de Planificación (INP) en las décadas de 1970 y 1980, y como ha sucedido con los planes de OT impulsados desde inicios de la década del 2000 y que aún son inexistentes en el Perú. Para más información sobre las actividades realizadas por el INP y su historia de creación y disolución, se recomienda el estudio realizado por Dargent (2019). De modo similar, una narración del aporte del INP a la planificación del territorio puede verse en Rendón (2019).
35 Comprendemos que uno de los cambios deseables para hacer esta propuesta viable a favor de los pueblos indígenas implica que la Constitución Política del Perú reconozca al Estado peruano como un Estado plurinacional.
36 De acuerdo con información brindada por la exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet (entrevista 3).
37 Consideramos que este proceso de consulta previa y participación ciudadana debe darse, con esta información más específica, antes del otorgamiento de la certificación ambiental; esto es, durante la evaluación del EIA.
38 En referencia al trabajo de elaboración del Proyecto de Ley Orgánica de OT que el Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM trabajó durante 2019 y 2020, y que compartió con miembros de la sociedad civil.
39 La institución que asuma la rectoría del OT podría ser el Viceministerio de Gobernanza Territorial o el Ceplan. Comprendemos que el Ceplan es una entidad pequeña aún, pero ello no impide que pueda asumir el encargo si se le dota de suficientes recursos humanos y presupuestales para hacer frente a esta nueva tarea. Existe experiencia previa con el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA), que pasó de ser una institución pequeña en 2010 a ser una que ha ido consolidando su fuerza en la última década.
40 El Perú cuenta con la Política 34: Ordenamiento y Gestión Territorial, aprobada el 24 de septiembre de 2013, y con los Lineamientos de Política para el Ordenamiento Territorial, aprobados por la Resolución Ministerial N.° 026-2010-MINAM. No obstante, esta política es muy general y sus lineamientos son insuficientes. Por ejemplo, no menciona el carácter multiescalar, multidimensional ni sistémico del OT, como sí lo menciona expresamente el Documento Marco de Política General de OT de Colombia. Además, ni la política ni sus lineamientos en el Perú prevén mecanismos de resolución de controversias frente a intereses y visiones en oposición por parte de los gobiernos nacional, regional y local sobre cómo buscan planificar su territorio.
41 Este tipo de incentivo ha sido adoptado por la Ley de Bosques Nativos de Argentina, que dispuso un periodo de gracia para que las provincias aprueben sus OTBN. Si este plazo se incumplía, las provincias estaban impedidas de otorgar permisos para desmontes hasta que aprobasen sus respectivos OTBN (Gutiérrez, 2017).
42 De modo similar, el contar con un OTBN constituía un requisito necesario para que las provincias accedieran a un nuevo fondo de compensación (Gutiérrez, 2017).
43 De nada serviría ampliar los supuestos para oponerse si la Administración seguirá considerando a estos supuestos como insuficientes para rechazar un petitorio minero.
44 La alternativa planteada implica que la actividad minera continúe, pero respetando los compromisos socioambientales. El cumplimiento de estos compromisos corresponde a la entidad de fiscalización ambiental y, eventualmente, a la entidad de certificación ambiental, cuando estos compromisos requieran ser revisados o modificados.
45 Los dos escenarios expuestos se relacionan, en parte, con la tipología de conflictos desarrollada por Arellano Yanguas (2011), en específico con el tipo de conflicto antiminero y el tipo en el que se pide mayor poder de negociación y mejores condiciones laborales.
46 La teoría de los derechos adquiridos en derecho no impide que el Estado desconozca los derechos otorgados a particulares previamente cuando estos vulneran otros derechos. La discusión es amplia, solo a modo de ejemplo recomendamos la lectura de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Área de Conservación Regional Cordillera Escalera (Exp. N.° 03343-2007-PA/TC), en especial el considerando 49.
47 Estos talleres fueron promovidos por el Minam hace más de una década y convocaban no solo a técnicos de diversos niveles de gobierno (regional y local), sino también a académicos y sociedad civil en general. En ese sentido, consideramos que estos talleres deben retomarse, pero desde un nuevo enfoque integral de OT.
* Los autores expresan su agradecimiento al Centro de Estudios sobre Minería y Sostenibilidad (CEMS) de la Universidad del Pacífico por su apoyo durante el desarrollo del presente artículo.
** Investigadora postdoctoral asociada del Princeton Institute for International and Regional Studies (PIIRS) de la Universidad de Princeton (Estados Unidos). Abogada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). Doctora en Sociología por la Pontificia Universidad Católica del Perú (Perú).
Código ORCID: 0009-0009-2928-8611. Correo electrónico: ac1541@princeton.edu
*** Investigador y consultor del proyecto Hunter Renewal de la Universidad de Newcastle (Australia). Economista por la Universidad de Tasmania (Australia). Máster en Administración de Negocios por la Universidad de Washington (Estados Unidos). PhD en Administración Pública por la Universidad Cornell (Estados Unidos).
Código ORCID: 0000-0002-5991-5446. Correo electrónico: mascurrah@gmail.com
Anexo 1. Procedimiento de concesiones mineras de exploración y explotación
Fuente: elaboración propia.
Nota: si la oposición tiene éxito porque la superposición entre derechos mineros es total al área peticionada, el nuevo petitorio se cancela; en cambio, si la oposición tiene éxito porque la superposición de derechos mineros es parcial y la cuadrícula peticionada aún cuenta con área libre, se continúa el procedimiento respecto de esta área libre.
El consumo sustentable: un principio implícito en el sistema chileno de consumo
Sustainable Consumption: An Implicit Principle in the Chilean Consumer Law
Erika Isler Soto*
Universidad Autónoma de Chile (Chile)
Resumen: La Ley de Protección al Consumidor chilena no menciona al consumo sustentable como un principio explícito. En este contexto, el objetivo del presente trabajo radica en indagar su posible vigencia como un principio general del derecho de consumo en Chile. La investigación logró acreditar la hipótesis inicial, que postulaba la eficacia jurígena del consumo sustentable como principio general del derecho de consumo. En efecto, a partir de la utilización de la metodología dogmática, se llegó a la conclusión de que su vigencia puede ser derivada igualmente de una interpretación armónica y sistemática de los principios y las reglas que el ordenamiento jurídico chileno de hecho contiene. En concreto, la eficacia normativa del consumo sustentable puede desprenderse a partir de dos vías dentro de las técnicas del positivismo jurídico. La primera de ellas consiste en una concretización de principios generales, los cuales, en el supuesto planteado, corresponderían al pro natura y el pro homine. En segundo término, el consumo sustentable como principio general sería obtenido de una generalización realizada a partir de manifestaciones específicas. Estas últimas se encontrarían radicadas en la consagración de los derechos básicos de los consumidores, la disciplina de la información y la publicidad, así como en la instauración de mecanismos de extensión de la durabilidad de los bienes.
Palabras clave: Consumidor, derecho de consumo, principios generales del derecho, consumo sustentable, desarrollo sostenible, principios implícitos
Abstract: The Chilean Consumer Protection Law does not mention sustainable consumption as an explicit principle. In this context, the objective of this work lies in investigating its possible validity as a general principle of consumer law in Chile. The research managed to prove the initial hypothesis that postulated the legal effectiveness of sustainable consumption as a general principle of consumer law. In fact, from the use of the dogmatic methodology, it was concluded that its validity can also be derived from a harmonious and systematic interpretation of the principles and rules that the Chilean legal system actually contains. Specifically, the normative effectiveness of sustainable consumption can be derived from two ways within the techniques of legal positivism. The first of them consists of a concretization of general principles, which, in the hypothesis presented, would correspond to pro natura and pro homine. Secondly, sustainable consumption as a general principle would be obtained from a generalization made from specific manifestations. The latter would be rooted in the consecration of basic consumer rights, the discipline of information and advertising, as well as the establishment of mechanisms to extend the durability of goods.
Keywords: Consumer, consumer law, general principles of law, sustainable consumption, sustainable development, implicit principles
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. UNA APROXIMACIÓN A LOS PRINCIPIOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.1. LOS PRINCIPIOS Y SUS APTITUDES JURÍGENAS.- II.2. LOS PRINCIPIOS EXPLÍCITOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3. LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3.1. APROXIMACIÓN CONCEPTUAL A LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS.- II.3.2. FUENTES NORMATIVAS DE LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS Y SU APLICACIÓN AL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3.2.1. EL PRINCIPIO IMPLÍCITO COMO UNA ESPECIFICACIÓN DE UN PRINCIPIO EXPLÍCITO MÁS GENERAL.- II.3.2.2. EL PRINCIPIO IMPLÍCITO COMO GENERALIZACIÓN DE UN CONJUNTO DE NORMAS ESPECÍFICAS. III. FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LA IMPLICITUD DEL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE.- III.1. EL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE COMO ESPECIFICACIÓN DE UN PRINCIPIO EXPLÍCITO MÁS GENERAL.- III.1.1. EL PRINCIPIO PRO NATURALEZA O PRO MEDIO AMBIENTE.- III.1.2. EL PRINCIPIO PRO HOMINE.- III.2. EL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE COMO GENERALIZACIÓN DE UN CONJUNTO DE DECLARACIONES ESPECÍFICAS.- III.2.1. LOS DERECHOS BÁSICOS DE LOS CONSUMIDORES.- III.2.2. INFORMACIÓN Y PUBLICIDAD.- III.2.3. EXIGENCIAS TENDIENTES A LA DISMINUCIÓN Y TRATAMIENTO DE DESECHOS.- IV. CONCLUSIONES.
¿Cómo expresar, hoy en día, la belleza del Mundo, el frágil esplendor de la totalidad de la Tierra más que la gloria antigua del paisaje local? Una vez más, ¿cómo expresar la frágil belleza de la Tierra?
Michel Serres (1991, p. 5)
I. Introducción
Es de público conocimiento la grave crisis ambiental y climática por la cual atraviesa nuestro planeta. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), de hecho, ha denunciado recientemente que al menos nueve millones de personas mueren al año a causa de la contaminación ambiental (ONU, 2022). En Chile este panorama se manifiesta en diversos ámbitos. Así, por ejemplo, desde hace algunos años se ha venido verificando una escasez hídrica de larga duración que ha implicado, entre otros efectos, la supresión de servicios sanitarios —más grave aún en pandemia—, así como la muerte de especies vegetales y animales. Por otra parte, el aumento de las emisiones de efecto invernadero y el incremento sustancial de residuos sólidos deviene en una contaminación de espacios terrestres, marítimos, lacustres y aéreos incompatible con la vida en nuestro territorio en un espacio no tan lejano.
Si bien este preocupante panorama es multifactorial, lo cierto es que el consumo de bienes y servicios ocupa un importantísimo rol en ello. Únicamente a modo de ejemplo, cabe recordar la mundialmente conocida calificación de «cementerio tóxico» del desierto de Atacama, luego de que saliera a la luz que al menos 39 000 toneladas de ropa que demoran doscientos años en desintegrarse son desechadas en él (Reyes, 2021). El panorama es más dramático si se considera la altísima cantidad de agua que se necesita para fabricar una prenda textil —2000 litros para una polera y 10 850 para un pantalón— y que Chile es el país de Latinoamérica que más desechos tecnológicos genera.
Este contexto obliga a que la preocupación por un consumo sustentable haya dejado de ser un objetivo que secunda el crecimiento económico para pasar a ocupar uno de los principales resultados que persigue o debe buscar perseguir la economía —y el derecho— actualmente. El reconocimiento de que ya «No da lo mismo cómo se consume», como pregona Pinochet Olave (2015, p. 409), ha dado lugar a la formulación de un principio de consumo sustentable o de desarrollo sostenible, concebido como aquel
proceso destinado a la satisfacción plena de las necesidades del hombre y de toda la sociedad no solo presente, sino también y principalmente, futura, con el objeto de mejorar la calidad de vida, fundada en principios de equidad y protección del medio ambiente (Gonzáles Silva, 2001, p. 273).
Esta noción ha sido recogida además por la Agenda para el Desarrollo Sostenible (2015) de la ONU (Objetivos 3 y 12), organismo al cual pertenece nuestro país y que ha sido refrendado además por la reciente aprobación de la suscripción del Acuerdo de Escazú (2022).
Se trata de una directriz que ha de informar todas las actividades públicas y privadas, y que devela la íntima relación que existe entre el derecho del consumidor y el derecho ambiental (Frustagli & Hernández, 2015, p. 360; Frustagli, 2016, p. 445). Con todo, en otros países ha sido reconocida de manera expresa como principio general explícito. Así, el artículo 1094 del Código Civil y Comercial de la Nación argentina lo instituye como un principio general del derecho, a la vez que Bolivia lo sitúa en el estatuto consumeril (Ley N.° 453, art. 6, num. 2).
En Chile la situación es diversa, en el sentido de que hasta el momento ni la Ley de Protección de los Derechos de los Consumidores (LPDC) ni ningún otro cuerpo normativo vinculado con el consumo lo enuncian como un principio de general aplicación, lo que podría tornar en incierta su vigencia dentro de su territorio con graves consecuencias para el resguardo del medio ambiente. En efecto, la ausencia de una mención explícita al consumo sustentable o al desarrollo sostenible como directriz fundamental y básica que debe dirigir la actividad de proveedores y consumidores —los consumidores también tienen deberes— podría llevar a la conclusión de que su eficacia se reduce únicamente a sus manifestaciones concretas que sí han sido tipificadas por el ordenamiento jurídico o bien a una buena práctica empresarial.
El Servicio Nacional del Consumidor, en tanto, aunque se le ha conferido la facultad para interpretar las disposiciones de la LPDC (art. 58, inc. 2, lit. b)1, ha decidido ejercerla respecto de otras materias (garantía legal, mercado inmobiliario, publicidad nativa, etc.), sin que hasta el momento haya dictado una circular que profundice de manera sistemática acerca de la eficacia de los imperativos derivados del consumo sustentable a la relación de consumo.
El propósito de este trabajo, en este contexto, radica en indagar la posible vigencia del consumo sustentable o del desarrollo sostenible como un principio general del derecho de consumo en Chile. La hipótesis que se buscará validar dice relación con la defensa de su eficacia implícita en el sistema de consumo chileno, por la cual cumpliría funciones jurígenas propias de los principios generales del derecho que trascienden las menciones particulares típicas. Para tal efecto, el texto se divide en tres partes: la revisión de la noción de principios, el examen de los principios generales del derecho de consumo chileno y la enunciación de las fuentes que jurídicamente sustentan la validez del consumo sustentable como principio general del derecho de consumo chileno.
II. UNA APROXIMACIÓN A LOS PRINCIPIOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO
A continuación, se realizará una aproximación a los principios jurídicos y a su recepción en el sistema chileno de consumo. Las reflexiones contenidas en esta primera parte se incorporan con la finalidad de sustentar la posterior defensa de la vigencia del consumo sustentable como principio implícito en el ordenamiento jurídico indicado.
II.1. Los principios y sus aptitudes jurígenas
Aunque los principios y las reglas son verdaderas normas, presentan diferencias de las cuales se derivarán también disímiles consecuencias jurídicas. Con todo, la distinción entre unos y otras no ha sido pacífico.
Conforme a una primera propuesta —que Aarnio (2000) llama de la «demarcación débil» (p. 594)—, los principios y las reglas cumplirían un papel similar en el discurso jurídico, sin que exista entre ellos una verdadera separación lógica (Moreno, 2015, p. 323). La diferencia estaría dada por el grado (Aarnio, 2000, p. 594), en el sentido de que poseerían un nivel de determinación diversa (Dworkin, 1984, p. 75).
En este esquema los principios serían más generales y se caracterizarían por no establecer —o establecer de manera difusa— su ámbito de procedencia, enunciando una razón unidireccional que no exige una decisión particular (Dworkin, 1984, p. 76), tal como ocurriría con la inocuidad o la buena fe. Su amplitud y abstracción, por otra parte, alcanzarían tanto al supuesto de hecho como a la consecuencia jurídica (Ruiz Ruiz, 2012, p. 147) derivada de la norma.
Las reglas, por el contrario, contienen una prescripción precisa, disciplinando supuestos particulares desde una perspectiva concreta (Saffie Gatica, 2005, p. 383). Por tal razón, la labor del intérprete en la determinación de las guías de conducta contenidas en ellas disminuye considerablemente, en el sentido de que no requerirían de deliberación (p. 383).
La doctrina de la «demarcación débil», entonces, les atribuiría una forma de operar disyuntiva; esto es, bajo la lógica del «todo o nada»: «se aplican o no se aplican, se siguen o no se siguen, y no hay una tercera posibilidad. Las reglas son válidas o no válidas» (Orozco Henríquez, 2003, p. 144).
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el deber de no dañar consagrado en el artículo 932 del Código Civil chileno (en adelante, CC)2, por el cual se confiere a quien tema que la ruina de un edificio le pare perjuicio una acción destinada a solicitar su destrucción si no admitiere reparación.
Una segunda tesis —de la «demarcación fuerte», en la terminología de Aarnio (2000, p. 593)— postula que la distinción entre los principios y las reglas no obedecería únicamente a una mayor o menor generalización de su enunciado, sino a un factor cualitativo. Se trataría, por lo tanto, de categorías diversas sustentadas en lógicas también disímiles (p. 593).
Alexy (1988), en ese sentido, aunque reconoce en el grado de generalidad una diferencia importante entre los principios y las reglas, agrega que el contraste no se agota en ello (p. 141), pues su eficacia y fuerza vinculante serían distintas. Así, entiende que mientras los primeros conducirían a un «mandato de optimización» (Alexy, 1988, p. 143; 1993, p. 86), las reglas no admitirían un término medio: o se cumplen o no (Aarnio, 2000, p. 593). Aarnio, en esa línea, explica: «Las reglas pueden compararse a las vías de ferrocarril: o las sigues o no. No existe una tercera alternativa. Esto se aplica a todas las reglas y, por tanto, también a las jurídicas» (p. 593).
Por otra parte, a los principios se les reconocería una dimensión de peso o importancia del que las reglas carecen (Dworkin, 184, p. 78), lo que los habilitaría para cumplir funciones políticas (p. 77) o, incluso, de sistematización de un determinado ordenamiento jurídico.
Con todo, la importancia de reconocer a un imperativo el carácter de principio general del derecho radica en las aptitudes que se le pueden atribuir. No es neutra, por lo tanto, la calificación, puesto que, de ostentar tal calidad, podrá pregonarse que cumplen las funciones jurígenas propias de los principios y que su vigencia puede deducirse de manera explícita o implícita, a saber: interpretativa, de integración, de resolución de antinomias, de distribución de la carga de la prueba, etc.
II.2. Los principios explícitos en el derecho de consumo chileno
Ruiz Ruiz explica (2012) que los principios explícitos son aquellos que cuentan con un reconocimiento efectivo y expreso en una fuente de producción jurídica (p. 148). Por tal razón, su validez no suele ser cuestionada, a diferencia de lo que ocurre con los implícitos, cuya vigencia debe ser extraída de otras fuentes típicas o autónomas en los términos que se indicarán más adelante.
Con todo, la LPDC chilena comenzó a consagrar directrices de este tipo en una primera etapa a propósito de ciertas materias particulares. Así, somete las prácticas de cobranza extrajudicial a los imperativos de proporcionalidad, razonabilidad, justificación, transparencia, veracidad, respeto a la dignidad y a la integridad física y psíquica del consumidor, y privacidad del hogar (art. 37, inc. 10). Para los procedimientos voluntarios de protección del interés colectivo o difuso de los consumidores, en tanto, se consagran los principios de indemnidad, economía procesal, publicidad, integridad y debido proceso (art. 54 H).
En el año 2021 la entrada en vigencia de la Ley 21.398 trajo consigo la introducción en la parte preliminar de la LPDC de un nuevo artículo 2 ter, que reconocía expresamente un principio explícito general: el pro consumidor. La norma en concreto señala: «Las normas contenidas en esta ley se interpretarán siempre en favor de los consumidores, de acuerdo con el principio pro consumidor, y, de manera complementaria, según las reglas contenidas en el párrafo 4° del Título Preliminar del Código Civil».
Ahora bien, la fórmula escogida por el legislador para tipificar el pro consumatore ha dado lugar a diversas dudas interpretativas. Una de ellas guarda relación con la vinculación que existe entre la directriz exegética del artículo 2 ter y la interpretación reglada del CC (arts. 19-24). En efecto, la voz «complementaria» mencionada en la norma no permite determinar de manera diáfana si la disciplina del derecho común en esta parte es supletoria, preferente o concurrente a la que se deriva del pro consumidor interpretativo reconocido en la LPDC.
Sobre este punto, Rodríguez Diez (2021) niega el privilegio del artículo 2 ter:
Esta complementariedad, de más está decirlo, no puede implicar una primacía del ‘principio pro consumidor’ sobre las reglas del Código Civil, ya que de ser así, el intérprete podría incluso desentenderse del tenor literal de la ley o de su sentido natural y obvio. En caso de que este nuevo principio efectivamente opere de manera complementaria al art. 23 del Código Civil, su ámbito de aplicación será prácticamente nulo.
No obstante, pienso que es posible también otorgarle una segunda lectura a la norma. Podría considerarse, en efecto, que el artículo 2 ter de la LPDC sí consagra una jerarquía en cuanto a los mecanismos de interpretación de las leyes, dada la prescripción de que sus disposiciones se interpretarán «siempre» con un enfoque pro consumidor y solo «de manera complementaria» por las reglas del CC, las cuales, por lo tanto, tendrían un carácter secundario.
Por otra parte, se debe considerar que, aun cuando el derecho común corresponde al régimen supletorio de la LPDC, dicho efecto es limitado en un doble sentido. En primer lugar, atendiendo a que solo resulta aplicable a las acciones civiles y no necesariamente a la responsabilidad contravencional, la cual debe remitirse al derecho sancionatorio. En segundo término, porque la reconducción resultará procedente únicamente en la medida que el derecho subsidiario sea compatible con la naturaleza y las peculiaridades de la relación de consumo.
No obstante, aun aceptándose la aplicabilidad del CC al vínculo que se forma entre un proveedor y un consumidor, lo cierto es que difícilmente podría considerarse que el derecho común chileno tiene como directriz programática un principio «pro medio ambiente», pese a que de alguna de sus disposiciones pueda derivarse parte de la tutela medioambiental (arts. 937, 948, 2333, etc.).
II.3. Los principios implícitos en el derecho de consumo chileno
III.3.1. Aproximación conceptual a los principios implícitos
Los principios implícitos, a diferencia de los explícitos, no cuentan con un reconocimiento estatal expreso, por lo que su vigencia ha de extraerse de una fuente distinta de la legislada directa. Así, Ruiz Ruiz (2012) explica en términos generales que «son deducidos por el aplicador del derecho a partir de disposiciones expresas del Ordenamiento jurídico» (p. 148).
Se trata por lo tanto de enunciaciones que, si bien no cuentan con una tipificación estatal, presentan una eficacia que puede ser deducida del ordenamiento jurídico de que se trate. De ser lo anterior correcto, el programa de un determinado estatuto —por ejemplo, el de consumo— no solo está integrado por aquellas directrices que el legislador expresamente ha enunciado como tal, sino también por otras que es posible derivar del sistema jurídico que le sirve de contexto.
Concebidos así los principios implícitos, el rol que el intérprete o juez cumple respecto de su identificación dentro de un ordenamiento jurídico, así como en lo relativo a la determinación de las funciones que válidamente cumplen, es considerablemente mayor que aquel que desempeñan al aplicar principios explícitos. En efecto, la tesis de los principios implícitos amplía la discrecionalidad del tribunal, en el sentido de que, en su función interpretativa e integradora, podrá sustentar sus decisiones en normas —los principios lo son— que exceden la literalidad positiva. Así, explica Alonso (2018b): «La posibilidad de admitir principios implícitos con arreglo a la tesis juspositivista de las fuentes sociales del derecho puede impactar en el modo en que se concibe la llamada tesis de la ‘discreción judicial fuerte’, usualmente atribuida al juspositivismo» (p. 148).
Ahora bien, atendiendo a que los principios cumplen diversas funcionalidades dentro del orden normativo, puede ocurrir también que algunas de ellas cuenten con un reconocimiento expreso (explicitud) y otras sean extraídas por el intérprete (implicitud) (Isler Soto, 2023, p. 93). Un ejemplo de esta última situación se manifiesta en la eficacia del principio pro consumidor en el ordenamiento jurídico chileno, el cual solo se encuentra reconocido expresamente en su función interpretativa (art. 2 ter), debiendo extraerse la juridicidad de las demás —mecanismo de resolución de antinomias, integración, etc.— a partir de otras técnicas normativas mediante un esfuerzo interpretativo (Isler Soto, 2024).
Con todo, antes de analizar la fuerza obligatoria de los principios implícitos —o de sus funciones— y las fuentes de las cuales es posible derivarlos, cabe prevenir que no existe unanimidad en torno a reconocerle la misma naturaleza que los principios explícitos. Así por ejemplo Ruiz Ruiz (2012) señala que corresponden a los denominados principios generales del derecho (p. 148). Moreno (2015), en tanto, ha sostenido que la distinción entre principios y reglas no siempre es conciliable con la reconstrucción lógica del razonamiento sobre principios implícitos, particularmente si se lo analiza desde una perspectiva positivista (p. 340). A partir de lo anterior podría surgir entonces una doble interpretación: atribuirles idénticas características que los principios explícitos o bien considerarlos como una categoría normativa diferente (tertius genus). En uno y otro caso, las argumentaciones tendientes a defender su vigencia serán también diversas (p. 340).
Con todo, los principios implícitos en el derecho de consumo chileno presentan una particular relevancia, dado que la LPDC se muestra bastante parca al momento de reconocer, en su parte preliminar, principios generales que alcancen a todos los vínculos jurídicos de consumo. En efecto, salvo el pro consumatore interpretativo (LPDC, art. 2 ter) y la enunciación de los derechos básicos (art. 3)3, el legislador consumeril nacional silencia un programa explícito y claro de las relaciones de consumo.
II.3.2. Fuentes normativas de los principios implícitos y su aplicación al derecho de consumo
Los principios implícitos y sus funciones, desde el punto de vista del positivismo jurídico, pueden ser fundamentados a partir de la invocación de una norma estatal que se encuentre actualmente vigente. En este caso, se recurre a «alguna fuente normativa como punto de partida» (Alonso, 2018a, p. 65), por lo que se asume igualmente que el fundamento último del principio en comento corresponde a una declaración expresa del Estado. Esta vez, como explica Alonso Vidal (2012), se trataría de una «subsunción de un principio explícito ya reconocido por el ordenamiento jurídico» (p. 169). El programa por lo tanto, se obtendría a partir de procesos de abstracciones lógicas sucesivas del derecho positivo (Ruiz Ruiz, 2012, p. 148).
Lo que se invoca, por lo tanto, en esta ocasión como fundamento del principio implícito es una fuente normativa, por lo que en última instancia es el propio ordenamiento positivo el que sustenta su eficacia. Así, señala Alonso (2018b): «los principios se obtienen a partir del material normativo positivo considerado como punto de partida, con utilización de un modelo de verificación basado en herramientas inductivas y abductivas» (p. 219).
Como se puede apreciar, en este caso no se rechaza el poder estatal al momento de deducir la vigencia de los principios implícitos, sino que, al contrario, se persiste en su utilización. A consecuencia de lo anterior, esta justificación permitiría continuar situando la normatividad de los principios implícitos dentro del mismo positivismo jurídico4.
No obstante, la defensa de los fundamentos normativos como únicas fuentes de los principios implícitos excluye su autonomía y, por ello, la reconducción a un orden externo al estatal como sustento de su eficacia. De esta manera,
El carácter juspositivista del modelo estriba en que el contenido de los principios implícitos viene determinado exclusivamente por el contenido de las normas usadas para obtenerlos. Para la configuración de los principios implícitos no se ha considerado ningún contenido externo al sistema de normas de referencia (Alonso, 2018b, p. 219).
Ahora bien, como todo principio implícito, la labor del intérprete-juez al momento de identificarlo y justificar su vigencia suele ser muy relevante, de acuerdo con lo señalado con anterioridad. No obstante, la discrecionalidad suele ser menor en este grupo de principios implícitos —los obtenidos de otras normas del ordenamiento jurídico— que aquella otra que es requerida para sustentar su autonomía, en el sentido de que la asunción de esta última característica implica el reconocimiento de que es posible recurrir a fundamentos diversos de los positivos —incluso metajurídicos— para sustentar un juicio jurídico válido, como podría ser el orden natural, la ratio legis, etc.
Con todo, desde la teoría de las fuentes del derecho, se suelen distinguir a su vez dos posibles vías de justificación de la eficacia normativa de los principios implícitos: la especificación a partir de un principio general y la generalización surgida de normas particulares. En ambos casos, se asume la generalidad como una de las virtudes a las cuales el derecho debe aspirar —de hecho, integra uno de los «principios implícitos de legalidad», según Fuller5—, solo que se la obtiene a partir de dos procesos inversos, que se pasarán a comentar a continuación.
II.3.2.1. El principio implícito como especificación de un principio explícito más general
Una de las formas de derivar los principios implícitos de una fuente normativa positiva (Alonso, 2018b, p. 225) dice relación con su obtención a partir de otros principios más generales, que efectivamente han sido reconocidos de forma expresa por el ordenamiento jurídico. A consecuencia de lo anterior, el principio implícito en esta concepción corresponde a una especificación de otro principio explícito de mayor amplitud (Alonso, 2018a, p. 65; 2018b, p. 225).
Como se puede apreciar, el fundamento último de su vigencia correspondería a una norma positiva emanada de un órgano del Estado (Alonso, 2018b, p. 225) en ejercicio válido de las facultades que le confiere el mismo ordenamiento jurídico, por lo que su defensa no pugna con la doctrina positivista.
Ahora bien, desde el punto de vista del razonamiento jurídico, se trataría de un proceso deductivo; esto es, un argumento lógico cuya conclusión viene determinada por premisas anteriores (Bengoetxea, 2010, p. 275). En este esquema, el principio implícito tomaría el lugar de la conclusión, en tanto que los explícitos corresponderían a las premisas.
Por otra parte, esta técnica se encontraría conteste con la universalidad exigida por la justicia formal y la consistencia del derecho (p. 275), así como con la supletoriedad que se le atribuye a los principios generales.
En Chile, algunos de los principios que integran el sistema de consumo también pueden ser derivados de otros principios explícitos más generales, por lo que adscriben a esta categoría.
La primera norma que podría invocarse en este procedimiento, por lo tanto, es la carta fundamental, considerando que tradicionalmente corresponde al continente normativo que suele alojar los principios generales aplicables a un sistema jurídico6.
Esta doctrina fue recogida en la sentencia Aguilar González c. Promotora CMR Falabella S.A. y Estudio Jurídico GNA Abogados (2021), por la cual la Corte de Apelaciones de Santiago reconoció la plena vigencia de principios aplicables a las prácticas de cobranza extrajudicial antes de que fuesen explicitados, si se derivaban del resguardo de los derechos fundamentales. En este sentido, argumentó:
Que si bien la norma transcrita fue introducida a la Ley 19.496 por la Ley 21.320 y entró en vigencia el 20 de abril de este año, no puede esta Corte desconocer que la forma en que se efectuó la cobranza extrajudicial por las recurridas al actor no se ajustó a los principios de proporcionalidad, razonabilidad, respeto a la dignidad, a la integridad psíquica del consumidor y a la privacidad de su hogar, los que pese a no haber estado plasmados a esa fecha en una disposición legal, son inherentes a una actuación de este tipo y debieron ser respetados por las recurridas siempre (considerando 8).
Otro ejemplo de especificación de un principio más general lo encontramos en la buena fe del derecho común (CC, chileno, art. 1546), cuyas funciones se proyectan también a la relación de consumo7. Así, en la sentencia Amenábar Borgheresi c. United Airlines Agencia en Chile (2021), la Corte de Apelaciones de Santiago rechazó la acción interpuesta por un consumidor que reclamaba el respeto del precio de un pasaje aéreo que por error había sido publicado con un monto considerablemente inferior al ordinario, precisamente invocando los imperativos de la buena fe, los cuales serían reclamables de ambas partes de la relación de consumo.
Lo propio puede sostenerse respecto del principio de inocuidad, el cual, pese a no tener una consagración expresa con tal nomenclatura, es sin embargo derivado del derecho básico a la seguridad en el consumo (LPDC, art. 3, lit. d), así como de las garantías fundamentales a la vida y a la integridad física y psíquica (CPR, art. 19, num. 1) reconocidas en nuestra actual carta fundamental.
Similar operación puede realizarse respecto de principios explicitados en otros cuerpos normativos, distintos de la LPDC, pero que, no obstante, son apropiados por el sistema de consumo nacional. Es lo que ocurre, en primer lugar, con el ya mencionado programa constitucional y sus imperativos.
También puede mencionarse el principio del interés superior de niños, niñas y adolescentes (NNA), reconocido ampliamente en la reciente Ley 21.430 sobre Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y la Adolescencia (art. 7), así como en la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 3.1). Se trata de un principio general de todo el derecho, cuya eficacia amplia se encuentra reconocida en la misma Ley 21.430, a propósito de su función interpretativa. Así, su artículo 3, inciso 1 señala:
En la interpretación de las leyes y normas reglamentarias referidas a la garantía, restablecimiento, promoción, prevención, participación o protección de los derechos del niño, niña o adolescente, se deberá atender especialmente a los derechos y principios contenidos en la Constitución Política de la República, en la Convención sobre los Derechos del Niño, en los demás tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Chile que se encuentren vigentes y en esta ley .
Posteriormente, la misma disposición agrega que «Dicha interpretación deberá fundarse primordialmente en el principio de la aplicación más favorable a la vigencia efectiva del derecho conforme al interés superior del niño, niña o adolescente, y se aplicará de forma prevaleciente y sistemática» (Ley 21.430, art. 3, inc. 2).
Como se puede apreciar, la eficacia del principio rector del interés superior de los NNA alcanza igualmente a los vínculos que se forman entre consumidores y proveedores, sobre todo considerando que la misma Ley 21.430 reconoce expresamente el carácter y el rol de consumidores que los NNA cumplen en la sociedad actual (arts. 53-55)8.
Finalmente, los principios tutelares de las personas mayores se entienden vigentes respecto de la relación de consumo, aun cuando la LPDC los omita, e incluso si el estatuto regulador de la relación de consumo nada dice acerca de la vigencia de la categoría particular de consumidores vulnerables, de la cual podrían derivarse reglas más beneficiosas para las personas mayores. En esta ocasión, la fuerza obligatoria de estos imperativos se suele desprender de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (2015)9.
II.3.2.2. El principio implícito como generalización de un conjunto de normas específicas
Una segunda forma de comprender los principios implícitos, sin abandonar su sustento positivo, consiste en obtenerlos a partir de una generalización de un conjunto de normas particulares que contempla el ordenamiento jurídico de manera expresa. Como explica Alonso (2018a, p. 65; 2018b, p. 255), en esta concepción los principios implícitos se derivarían de un conjunto de normas jurídicas más específicas mediante un proceso de generalización.
Comparte, por lo tanto, con el procedimiento anterior la fuente primaria en el sentido de que ambos invocan una norma positiva (Alonso, 2018b, p. 225), aunque se diferencia de él en la forma en que ello se realiza. En efecto, si con anterioridad el principio se alcanza desde la deducción de una generalidad, en esta ocasión se lo obtiene del proceso inverso; esto es, de una generalización desde la identificación de un conjunto de normas particulares.
Esta técnica también es coherente con la universalidad exigida al derecho, en el sentido de la obtención de normas generales a partir de prescripciones específicas, e implica la asunción de que entre las últimas existen elementos comunes que precisamente permiten la abstracción. Desde este punto de vista, la defensa de la vigencia de un principio implícito, surgido de su deducción de reglas y principios explícitos de carácter particular, asume que ellas comparten fundamento o al menos la consecuencia lógica que se deriva de la solución legislativa. De esta manera, las decisiones particulares no serían más que manifestaciones del principio deducido mediante ejercicios de interpretación.
El derecho de consumo suele ser también sede de principios implícitos derivados de la generalización de instituciones, principios y reglas particulares. Un ejemplo lo encontramos en la transparencia, a la cual la dogmática consumeril chilena ha atribuido el carácter de verdadero principio general del derecho de consumo (Baraona Gonzáles, 2019, p. 16; Cortez Matcovich, 2004, p. 4). En efecto, aunque no ha sido reconocida como tal en la parte preliminar de la LPDC —a diferencia de lo que ocurre con el pro consumidor interpretativo (LPDC, art. 2 ter)—, se lo puede derivar de sus manifestaciones que sí contempla la LPDC.
En concreto, la transparencia se encontraría detrás del reconocimiento del derecho básico a una información veraz y oportuna (LPDC, art. 3, lit. b), de las exigencias acerca de que la información básica comercial debe ser puesta a disposición del consumidor de manera comprensible (arts. 1, num. 3, y 31, inc. 1), así como de la prescripción de que los contratos por adhesión deben ser inteligibles para los consumidores destinatarios de la prestación (arts. 17 y 17B), por citar algunos ejemplos. Adicionalmente, la transparencia puede reconocerse a propósito de la cobranza extrajudicial (LPDC, art. 37) y de los procedimientos voluntarios para la protección de los intereses supraindividuales de los consumidores (art. 54 H). Todas las anteriores instituciones y reglas darían cuenta de una directriz mayor: que la información que se otorga a los consumidores debe ser asequible y comprensible10.
Lo propio ocurre con la profesionalidad en tanto estándar de diligencia o deber de conducta: si bien no es enunciada de manera explícita como una prescripción general que informa todo el sistema de consumo chileno, se la ha intentado desprender de ciertas alusiones particulares que la LPDC sí reconoce de manera expresa11.
Así, en primer lugar, se invoca la «habitualidad» que se exige a una persona natural o jurídica para ser considerada un «proveedor» en el régimen de la LPDC (art. 1, num. 2), asumiéndose que quien realiza una actividad de manera reiterada y frecuente debería encontrarse en condiciones de ofrecer a los consumidores una prestación segura y de calidad. De la misma manera, la mención de la «profesionalidad» como parámetro de adecuación de la responsabilidad infraccional (LPDC, art. 24) daría cuenta de que el legislador le asigna un rol determinante del reproche contravencional.
III. FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LA IMPLICITUD DEL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE
El principio de consumo sustentable, como se indicó, no cuenta con un reconocimiento expreso general en el ordenamiento chileno de consumo. No obstante, ello no implica que no rija, desde que su vigencia puede igualmente ser defendida, mediante la invocación de alguna de las fuentes de los principios implícitos, en los términos ya indicados.
De ser correcto lo anterior, los imperativos del consumo sustentable podrán cumplir válidamente funciones jurígenas, atendida su naturaleza de principio general del derecho y, como tal, de norma jurídica. Podrá, por lo tanto, ser invocado al momento de interpretar textos con relevancia jurídica, resolver antinomias o bien al integrar vacíos normativos, por citar algunos ejemplos.
A continuación, se revisarán aquellos fundamentos de los principios que se ajustan al modelo positivista; esto es, que se sustentan sobre la base del recurso a una norma positiva que sí se encuentra reconocida expresamente en el sistema chileno de consumo. En particular, se analizará su forma de obtención mediante la especificación y la generalización, atendiendo a que es posible que un mismo principio cuente con más de una fuente jurídica.
III.1. El principio de consumo sustentable como especi-ficación de un principio explícito más general
El principio de consumo sustentable puede obtenerse, en primer lugar, a partir de su especificación surgida de un principio explícito más general. En este contexto, y considerando que los principios suelen insertarse en las cartas fundamentales, corresponde analizar las disposiciones de la Constitución Política de la República (CPR) chilena con la finalidad de deducir de ellas el principio de consumo sustentable aplicable a las relaciones de consumo.
Para tal efecto, se dividirá el análisis en dos ámbitos vinculados con bienes jurídicos no disponibles: el cuidado directo de la naturaleza (pro natura) y su tutela indirecta a partir de la intención de resguardar la integridad del ser humano (pro homine).
III.1.1. El principio pro naturaleza o pro medio ambiente
Una vez que se asentó la necesidad de tutelar de manera particular a los débiles jurídicos (favor debilis), se comenzó a advertir la urgencia por resguardar el medio ambiente. Este fenómeno surgió no solo como paso secundario que siguió a la orientación del derecho a la persona humana (pro homine), sino que también a la visualización simultánea de las crisis medioambientales por las que atravesaba —y atraviesa— nuestro planeta12. En efecto, «la gravedad de los problemas de contaminación ha llevado a una mayor toma de conciencia de los mismos» (Bertelsen Repetto, 1998, p. 140). Así también explica González Silva (2001):
No es un misterio que las relaciones entre el ser humano y la naturaleza han cambiado. En el contexto mundial, se aprecia una sobreexplotación de los recursos naturales, todo lo cual traerá, sin lugar a dudas, importantes consecuencias a las generaciones futuras. Ante esta realidad, el Derecho está haciendo esfuerzos importantes, creando instituciones que sean capaces de conciliar el progreso y el desarrollo, con la protección del derecho a la vida y a vivir en un medio ambiente sano y adecuado (p. 271).
Por tal razón, los juristas propusieron la vigencia de un principio general pro medio ambiente (pro natura)13, por el cual la interpretación y aplicación de los sistemas jurídicos deben también tender hacia el resguardo del entorno en el cual se desenvuelve el ser humano, puesto que solo de esa forma se podrá preservar nuestra especie y las otras que la circundan.
La equidad, asimismo, en tanto principio general del derecho, adquiere la forma de justicia ambiental (Lanegra Quispe, 2009, pp. 263-274), la cual debe servir también de programa para todo el sistema jurídico. Esta consideración ha sido plasmada en las cartas fundamentales, en tanto fuente de principios jurídicos, tal como explica Bertelsen Repetto (1998):
La valoración cada vez mayor del medio ambiente no podía dejar de repercutir en el plano constitucional y ello explica que en las últimas dos décadas ha sido cada vez más frecuente la aparición en las Cartas Fundamentales de disposiciones sobre la materia (p. 139).
En Chile, el cuidado del medio ambiente se desprende en la Constitución actual del derecho de toda persona «a vivir en un medio ambiente libre de contaminación» (art. 19, num. 8)14. En esta configuración jurídica:
Toda persona natural, […] tiene la facultad de desarrollar su existencia en un entorno no contaminado, y de ahí que la obligación que pesa erga omnes sobre órganos del Estado, personas jurídicas de cualquier tipo y personas naturales, es no contaminar, esto es, abstenerse —obligación de no hacer— de conductas que degraden el ambiente (Bertelsen Repetto, 1998, p. 141).
La Ley 19.300 sobre Bases Generales del Medio Ambiente (1994) reitera el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la necesidad de proteger la naturaleza (art. 1)15, así como el deber del Estado y sus organismos de permitir el acceso a la información ambiental, promover campañas educativas en pro del cuidado del medio ambiente y propender a su adecuada conservación, desarrollo y fortalecimiento (art. 4)16.
Lo anterior, además, es reforzado por la reciente Ley 21.430 sobre garantías y protección integral de los derechos de la niñez y la adolescencia (2022), la cual consagra el derecho de todo NNA a vivir en condiciones adecuadas para su desarrollo (art. 15, inc. 2) en un ambiente saludable y sostenible (art. 48), y a la educación, uno de cuyos propósitos es el respeto del medio ambiente (art. 41, inc. 1)17. Adicionalmente establece el deber del Estado de adoptar actividades de goce y disfrute de las riquezas naturales de la nación (art. 48), lo cual, desde luego, no se logrará en la medida de que el territorio se encuentre contaminado.
Se trata de una garantía cuyo sujeto pasivo son todos los individuos de la sociedad chilena, en la medida que les corresponda. Deben propender a la consecución de un ambiente compatible con la vida actual y futura del ser humano y las demás especies no solo el Estado, sino también los privados, consideración que alcanza a la relación de consumo, por lo que a ello deben someterse tanto proveedores como consumidores, cada uno dentro de sus ámbitos de competencia y acción.
El constituyente instituye además al Estado como depositario del deber de velar para que tal garantía no sea afectada, así como de tutelar la preservación de la naturaleza (art. 19, num. 8), para lo cual puede recurrir a sus diversos poderes; esto es, Legislativo, Judicial y Ejecutivo. De hecho, la misma norma constitucional reconoce la posibilidad de que la ley establezca restricciones al ejercicio de determinados derechos o libertades para resguardar el medio ambiente (art. 19, num. 8), dentro de las cuales se pueden ubicar la libertad de empresa y el ejercicio de las decisiones de consumo por parte del consumidor.
Con todo, el principio de consumo sustentable se fundamenta no solo en la naturaleza en tanto bien jurídico autónomo, sino también en la tutela del ser humano, tal como se expondrá a continuación.
III.1.2. El principio pro homine
Tal como se adelantó, el siglo XX vino a rebatir la literalidad y la impronta patrimonial del derecho que había propuesto el siglo XIX, no solo en lo relativo al derecho de la persona y de familia, sino también en lo referente al derecho privado patrimonial. Las guerras mundiales incrementaron este proceso (Aguilar Cavallo, 2016, p. 20), una vez advertido el daño que un ser humano podía realizar a su alteridad. Barcia Lehmann (2014) señala:
el Derecho moderno, aunque es el Derecho de la abundancia, responde a los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Esta diferencia dará lugar a unos sistemas jurídicos sustentados sobre los derechos fundamentales, los que desplazaran a un derecho basado en una economía de la escasez (p. 62).
Se asentó entonces la dignidad humana como un bien jurídico inalienable hacia el cual todo el derecho debía orientarse en resguardo del ser humano (Aguilar Cavallo, 2016, p. 20). En el mismo sentido, se consolidó además la defensa de la configuración y vigencia a todo evento —implícita, si es necesario— de un principio general pro homine (favor personae), que devino en una de las más importantes causas de la redirección de los órdenes internos a la persona (Barocelli, 2015, p. 15; Schötz, 2013, p. 117; Tolosa Villabona, 2017, p. 15).
Con todo, esta directriz —pro homine— también puede ser invocada al momento de fundamentar la implicitud del pro natura18. En efecto, tal como se indicó, la urgencia por el cuidado del medio ambiente no solo obedece a un espíritu altruista, sino por sobre todo a la necesidad de proporcionar al ser humano, en sus actuales y futuras generaciones, un entorno que haga viable su desarrollo físico y espiritual. Lanegra Quispe (2009) sostiene: «La mejora de la calidad ambiental amplía las posibilidades de desarrollo de las personas y aumenta sus libertades reales. Su deterioro, en cambio, afecta en mayor grado a los más vulnerables» (p. 274).
De hecho, la incorporación en la carta fundamental chilena de la aludida garantía de toda persona «a vivir en un medio ambiente libre de contaminación» (art. 19, num. 8) tuvo por objeto, en un inicio, la efectiva protección de la vida y la salud de los ciudadanos (Navarro Beltrán, 1993, p. 596; Silva Silva, 1993, p. 673).
Otro fundamento lo podemos encontrar en el deber del Estado, reconocido en las Bases de la Institucionalidad, de «contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible» (CPR, art. 1, inc. 5), en el sentido de que ello solo se logrará en tanto habite un entorno que lo permita. Así, González Silva (2001) explica:
Sin lugar a dudas [sic] que el camino para lograr esta realización material y espiritual es a través del desarrollo económico, social, político y cultural, cuyo objetivo principal es mejorar la calidad de vida de las personas. Este concepto de calidad de vida, va mucho más allá que el satisfacer el ‘nivel de vida’ de una sociedad, pues, en él concurren necesidades más profundas, que dicen relación con el hombre y la comunidad, como su entorno. No podemos pretender la calidad de vida si al mismo tiempo estamos deteriorando el medio ambiente (p. 272).
Con posterioridad agrega que «las necesidades que determinan una calidad de vida, no son solo materiales, sino también espirituales, y deben beneficiar no solo al hombre en su plenitud, sino también al ecosistema del cual depende» (p. 272).
A consecuencia de lo anterior, y considerando que el pro homine y las garantías fundamentales constituyen valores esenciales del ordenamiento jurídico (Aguilar Cavallo, 2016, p. 55) y principios informantes generales, pueden especificarse en otros principios subsumidos en ellos, tales como el de consumo sustentable.
III.2. El principio de consumo sustentable como generalización de un conjunto de declaraciones específicas
Finalmente, el principio de consumo sustentable puede obtenerse a partir de un proceso de generalización de manifestaciones particulares reconocidas de manera típica en el ordenamiento jurídico. En concreto, el sistema chileno de consumo establece expresamente deberes e instituciones que tienen como fundamento común el resguardo del medio ambiente, del cual se puede desprender un principio de vigencia general. A continuación, se los revisará.
III.2.1. Los derechos básicos de los consumidores
Una primera manifestación la encontramos en el reconocimiento de los derechos básicos de los consumidores (LPDC, art. 3, inc. 1)19. Es así que se le reconoce al consumidor la garantía de la «protección del medio ambiente» (art. 3, lit. d) en el mismo literal que consagra el derecho a la seguridad en el consumo. Dicha ubicación, en primer lugar, evidencia la filosofía del legislador consumeril en orden a asociar el cuidado del medio ambiente con la integridad física y psíquica de los consumidores, tal como también lo realizó el constituyente de acuerdo con lo señalado previamente. De hecho, así lo consideró la Corte de Apelaciones de Santiago en la sentencia Orellana Orellana con Cencosud (2010):
La seguridad de que habla este artículo, está referida, en cambio, al bien mismo que se consume o bien al servicio mismo que se presta, en cuanto a los riesgos que pueden presentar o representar para la salud y el medio ambiente (considerando 7).
Por otra parte, el contexto normativo del derecho al cuidado del medio ambiente —junto a la seguridad— implica que también le resulten aplicables las prescripciones referentes a la seguridad (arts. 1, num. 3; 3, lit. d; 20; 23; 24; 44 y ss.; 50 F).
Lo anterior es refrendado a propósito de las prestaciones turísticas, en el sentido de que la Ley 20.423 expresa que uno de sus objetivos es la conservación de los recursos y atractivos turísticos nacionales (art. 1), entre los cuales se encuentran los medioambientales. Adicionalmente, se tipifica el deber genérico del proveedor de productos y servicios turísticos de «velar por la preservación del patrimonio turístico que sea objeto de su actividad» (art. 45, lit. e), el cual puede ser material o inmaterial (art. 5, lit. d)20.
Con todo, naturalmente, el beneficiario de las prácticas que tiendan a ello no solo será el individuo que intervenga materialmente con la prestación, sino la sociedad toda.
También se agrega el derecho a «la educación para un consumo responsable» (LPDC, art. 3, lit. f), dentro del cual se ubica el fomento al consumo «sustentable», como lo expresan la legislación ecuatoriana (Ley 2000-21, art. 4, num. 7) y la extremeña (Ley 6/2019, art. 26, lits. d-e); y como, además, lo ha consignado la ONU en su ya reseñada Agenda 2030 (2015, Objetivo 12).
Un fundamento normativo adicional se advierte en la reciente Ley 21.430, la cual, además de reconocerle a los NNA su protección como consumidores (arts. 53 y 55), tipifica el deber de los órganos de la Administración del Estado, en el ámbito de sus competencias, de fomentar «la sensibilización y la educación de los niños, niñas y adolescentes sobre el consumo sostenible y responsable» (art. 53, inc. 3). Lo anterior, además, es refrendado por la exigencia de promover «programas formativos, divulgativos y de sensibilización para el uso responsable y sostenible de los recursos naturales y la adquisición de hábitos positivos para la conservación del medio ambiente y de mitigación de los efectos del cambio climático» (art. 48, inc. 3). Como se puede apreciar, a propósito de este especial colectivo, el legislador de 2022 ya enuncia el «consumo sustentable» con tal denominación.
III.2.2. Información y publicidad
El derecho a una información veraz y oportuna (LPDC, art. 3, lit. b) se concretiza en la disciplina de la información y la publicidad, en las cuales igualmente podemos reconocer imperativos vinculados con el cuidado del medio ambiente. Así, en primer lugar, respecto de los bienes durables, la LPDC tipifica el deber de informar su duración en condiciones previsibles de uso, incluido el plazo en que el proveedor se obliga a disponer de repuestos y servicio técnico para su reparación (art. 1, num. 3, inc. 3).
Por otra parte, la normativa sectorial de la LPDC consagra deberes de rotulación vinculados con el desarrollo sostenible. A modo de ejemplo, pueden mencionarse el de incorporar una etiqueta de eficiencia energética de edificios en la publicidad de venta de inmuebles (Ley 21.305, art. 3). Similar regla rige para los productos durables que utilicen consumo energético (Decreto 64/MinEn/2014), tales como refrigeradores, microondas, etc. De la misma manera, se obliga a informar el plazo de expiración de los productos corruptibles, entendido como aquel más allá del cual no es posible esperar que conserve su estabilidad, tal como ocurre con los cosméticos (Decreto 239/MinSal/2003, art. 40) o con productos farmacéuticos (Decreto 3/MinSal/2011, arts. 74 y 142), por citar únicamente algunos ejemplos. Asimismo, se puede desprender un deber general de información relativo al cuidado del medio ambiente en lo relativo a las declaraciones dirigidas a los NNA (Ley 21.430, art. 55, nums. 5-6).
Otro estadio de protección lo encontramos a propósito de las prácticas publicitarias, las cuales se diferencian de la mera información en que buscan deliberadamente obtener la preferencia del consumidor, así como la celebración de un contrato de consumo. Esta materia se encuentra regulada en los artículos 28 y ss. de la LPDC, los cuales igualmente evidencian el pro medio ambiente.
Así, la Ley 19.496 sanciona a quien «a sabiendas o debiendo saberlo y a través de cualquier tipo de mensaje publicitario induce a error o engaño» (art. 28, inc. 1) acerca de «su condición de no producir daño al medio ambiente, a la calidad de vida y de ser reciclable o reutilizable» (art. 28, lit. f). La fórmula escogida por el legislador puede configurarse, a su vez, a partir de dos situaciones.
Un primer ilícito concurrirá si se difunde un soporte publicitario que induzca a su destinatario a creer que un producto o servicio es inocuo para el medio ambiente en circunstancias en que sí lo lesiona. Tampoco cumple con el estándar de legalidad exigido si se da a entender que la prestación daña al medio ambiente en menor medida de lo que efectivamente realiza.
En segundo término, también será falsa o engañosa aquella publicidad por la cual se ofrecen productos o servicios a los que se les atribuye la virtud de resguardar el medio ambiente, en la medida de que ello no sea efectivo. Una conducta como la descrita podría dar lugar a la técnica del green washing o ecoblanqueo, que persigue exhibir al público una imagen corporativa de resguardo al medio ambiente que no se ajusta a la realidad.
Adicionalmente, cabe recordar que en la actualidad la Ley 21.430 se refiere a esta temática a propósito del público infanto-juvenil, enunciando verdaderos principios en tal sentido. Así, prescribe que la publicidad dirigida a estos colectivos debe respetar los principios de la «publicidad informativa respecto de la sustentabilidad ecológica de los bienes y servicios ofrecidos» (art. 55, num. 5), y de «no incitación al consumo desmedido, sin supervisión de adultos responsables» (num. 6).
III.2.3. Exigencias tendientes a la disminución y tratamiento de desechos
Finalmente, un imperativo general de consumo sustentable puede desprenderse de las exigencias que el sistema chileno de consumo establece destinadas a extender en el tiempo la durabilidad o funcionalidad de una determinada prestación. Al respecto, cabe prevenir que, aunque Chile no cuenta con una regulación acerca de la obsolescencia programada, sí prohíbe la comercialización de productos de durabilidad menor a la normativamente deseable.
Así, por ejemplo, en nuestro país se proscribió la entrega de bolsas plásticas en el comercio (Ley 21.100, 2018), la comercialización de ampolletas incandescentes (Resolución Exenta 60, 2013) y se limitó la puesta a disposición del público de la entrega de plásticos de un solo uso (Ley 21.368, 2021).
IV. CONCLUSIONES
De las anteriores consideraciones es posible desprender que el sistema chileno de protección de los consumidores se encuentra conformado no solo por reglas, sino también por principios. Estos últimos pueden, a su vez, tener el carácter de explícitos o implícitos, según si cuentan o no con una norma que los enuncie de manera expresa, directa e inmediata.
Son ejemplos de los primeros aquellos que han sido reconocidos a propósito de la cobranza extrajudicial y los procedimientos voluntarios para la protección del interés supraindividual de los consumidores, además del pro consumidor interpretativo, que tiene un ámbito de aplicación amplio.
Dentro de los principios implícitos, en tanto, se encuentra el de consumo sustentable en el sentido de que, si bien no es explicitado por el legislador, puede no obstante derivarse su vigencia de una interpretación armónica y sistémica de los principios y reglas que la LPDC efectivamente contiene. Lo anterior se realiza a partir de la utilización de dos técnicas que se insertan dentro del positivismo jurídico.
La primera de ellas —especificación— consiste en una concretización de principios generales típicos, de los cuales se obtendría el implícito. En el supuesto planteado, las directrices que servirían de fuente al consumo sustentable corresponderían al pro natura y el pro homine, reconocidos ambos en la carta fundamental chilena y en otras leyes que se han dictado bajo su amparo.
En segundo término, el programa en análisis podría ser obtenido a partir del proceso inverso; esto es, de una generalización conseguida de manifestaciones específicas, en la medida de que ellas cuenten con un fundamento común. Esta vez, revisado el sistema chileno de protección de los derechos de los consumidores, es posible encontrar en la tipificación de los derechos básicos de los consumidores —seguridad, inocuidad y medio ambiente—, de la disciplina de la información y la publicidad, así como en la instauración de mecanismos de extensión de la durabilidad de los bienes, fuentes idóneas de las cuales puede derivarse un principio general de consumo sustentable.
Finalmente, cabe concluir que reconocerle al consumo sustentable el carácter de principio general del derecho de consumo lo habilita para cumplir las funciones que se le suelen atribuir a este tipo de normas, tales como servir de elemento de interpretación, integración y resolución de antinomias jurídicas.
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Recibido: 31/10/2023
Aprobado: 01/04/2024
1 «Corresponderán especialmente al Servicio Nacional del Consumidor las siguientes funciones: b) Interpretar administrativamente la normativa de protección de los derechos de los consumidores que le corresponde vigilar. Dichas interpretaciones sólo serán obligatorias para los funcionarios del Servicio».
2 «El que tema que la ruina de un edificio vecino le pare perjuicio, tiene derecho de querellarse al juez para que se mande al dueño de tal edificio derribarlo, si estuviere tan deteriorado que no admita reparación; o para que, si la admite, se le ordene hacerla inmediatamente; y si el querellado no procediere a cumplir el fallo judicial, se derribará el edificio o se hará la reparación a su costa» (CC, chileno, art. 932, inc.1).
3 Acerca del carácter programático de los derechos básicos de los consumidores, ver Acedo Penco (2003, pp. 345- 350), Álvarez Moreno (2015, p. 41), Barrientos Zamorano (2013, p. 101), Contardo González (2013, p. 119), Corral Talciani (2013, p. 109), Espada Mallorquín (2013, p. 136), Faúndez Vergara (2018, p. 83), Isler Soto (2019, pp. 244-247), Reich (1999, p. 16) y Stiglitz (1997, p. 12).
4 La defensa de los principios implícitos no pugna con el positivismo. Al respecto, ver Alonso (2013, pp. 358-357; 2018a, pp. 63-83; 2018b, pp. 224-226).
5 De acuerdo a Fuller (1967), los ocho requisitos de la moralidad interna —«principios de legalidad»— del derecho son la generalidad de las leyes, la publicidad de las leyes, la evitación de la retroactividad de las leyes, la claridad de las leyes, la ausencia de contradicción entre leyes, la falta de exigencia de conductas imposibles de cumplir, la estabilidad razonable de las leyes, y la congruencia entre la actitud de los órganos públicos frente al ciudadano y el texto de la ley (pp. 56-107).
6 Zagrebelsky (2016) explica que uno de los criterios de distinción entre los principios y las reglas radica en su ubicación, dado que las normas legislativas mayoritariamente corresponderían a reglas, mientras que las constitucionales sobre derechos y sobre la justicia darían lugar a principios, a consecuencia de lo cual solo las segundas cumplirían una función constitucional (pp. 109-110). Así, ejemplifica: «Cuando la ley establece que los trabajadores en huelga deben garantizar en todo caso determinadas prestaciones en los servicios públicos esenciales estamos en presencia de reglas, pero cuando la Constitución dice que la huelga es un derecho estamos ante un principio» (p. 110).
7 La buena fe es un principio general del derecho de consumo. Para Chile, ver Cortez Matcovich (2004, p. 4); para Brasil, Junqueira (2018, p. 205).
8 Acerca de la protección del menor consumidor, ver Álvarez Rubio (2017, pp. 281-298), López Díaz (2022) y Mondaca Miranda (2021, pp. 111-142).
9 Acerca de la aplicabilidad directa a las relaciones de consumo de los principios contenidos en instrumentos internacionales sobre personas mayores, revisar Pinochet Olave (2019, pp. 63-89).
10 La transparencia exige un estadio de protección mayor al solo otorgamiento de información, consistente en dos elementos: asequibilidad y comprensibilidad. Sobre esta temática se puede revisar Asua González (2017, p. 70), Barrientos Camus (2018, p. 1011), De la Maza Gazmuri y Momberg Uribe (2018, p. 89), Mato Pacín (2019, p. 197) y Miranda Anguita (2023, p. 244).
11 Acerca del deber de profesionalidad, ver Gatica Rodríguez y Morales Ortiz (2022).
12 Incluso se ha mencionado la instauración de un principio que se traduce en el aforismo: «No hagas a la naturaleza lo que no quieres que te hagan a ti» (Silva Silva, 1993, p. 670).
13 Galdós (1997) defiende la vigencia de un principio pro ambiente, in dubio pro ambiente (p. 42).
14 Acerca de esta garantía, ver Bertelsen Repetto (1998, pp. 139-174), González Silva (2001, pp. 271-276), Navarro Beltrán (1993, pp. 595-602), Polanco Frontera (2014, pp. 117-124) y Silva Silva (1993, pp. 669-686).
15 «El derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la protección del medio ambiente, la preservación de la naturaleza y la conservación del patrimonio ambiental se regularán por las disposiciones de esta ley, sin perjuicio de lo que otras normas legales establezcan sobre la materia» (Ley 19.300, art. 1).
16 «Es deber del Estado facilitar la participación ciudadana, permitir el acceso a la información ambiental y promover campañas educativas destinadas a la protección del medio ambiente.
Los órganos del Estado, en el ejercicio de sus competencias ambientales y en la aplicación de los instrumentos de gestión ambiental, deberán propender por la adecuada conservación, desarrollo y fortalecimiento de la identidad, idiomas, instituciones y tradiciones sociales y culturales de los pueblos, comunidades y personas indígenas, de conformidad a lo señalado en la ley y en los convenios internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes» (Ley 19.300, art. 4).
17 «Derecho a la educación. Los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a ser educados en el desarrollo de su personalidad, aptitudes y capacidades hasta el máximo de sus posibilidades. La educación tendrá entre sus propósitos esenciales inculcar al niño, niña o adolescente el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como el respeto de sus padres y/o madres, de su propia identidad cultural, de su idioma, sus valores y el medio ambiente» (Ley 21.430, art. 1, inc. 1).
18 Colman Vega (2018) desprende, además del pro homine, el principio pro consumidor (p. 177).
19 Se distinguen los derechos básicos y los que no tienen tal carácter. Los primeros se atribuyen tanto al consumidor material —quien disfruta o utiliza el bien o servicio— como al jurídico —quien contrata con el proveedor—. Los segundos se conceden a ciertos y determinados individuos, como podría ser, por ejemplo, el comprador en la garantía legal. Al respecto, se puede revisar Jara Amigo (1999, p. 62) e Isler Soto (2019, pp. 196-198).
20 «Patrimonio turístico: conjunto de bienes materiales e inmateriales que pueden utilizarse para satisfacer la demanda turística» (LPDC, art. 5, lit. d).
* Profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Chile (Chile). Abogada, licenciada en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad Austral de Chile (Chile); licenciada en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile (Chile); magíster en Derecho con mención Derecho Privado por la Universidad de Chile (Chile); magíster en Ciencia Jurídica por la Pontificia Universidad Católica de Chile; y doctora en Derecho por la misma casa de estudios.
Código ORCID: 0000-0002-2545-9331. Correo electrónico: erika.isler@uautonoma.cl
Implicancias jurídicas del modelo social de discapacidad en la imputabilidad penal*
Legal Implications of the Social Model of Disability in Criminal Accountability
Analucía Torres Flor**
Universidad Católica San Pablo (Perú)
Percy Vladimiro Bedoya Perales***
Universidad Católica San Pablo (Perú)
Resumen: La entrada en vigencia del Decreto Legislativo N.° 1384 supuso que el Perú incorpore a su legislación en materia de capacidad jurídica el paradigma del modelo social de discapacidad contenido en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006). Esto ha significado un cambio rotundo sobre la comprensión de la noción de capacidad y la interacción existente entre el sistema jurídico y toda persona que presente deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas, pues ahora lo que inicialmente suponía un impedimento para el ejercicio de sus derechos y obligaciones deja de serlo, y se asume que toda persona goza de plena capacidad para desplegar su esfera jurídica. Ahora bien, considerando que el derecho se presenta como un sistema normativo que responde a criterios de lógica y coherencia interna, y que sus consideraciones parten de un factor común como es la persona y su comportamiento, surge la siguiente pregunta: ¿cuáles son las implicancias que este cambio ocasiona en el tratamiento jurídico de la capacidad para ser sujeto de imputación penal? Desde esta perspectiva, analizamos cómo esta nueva concepción de la capacidad operaría en el ámbito del derecho penal, principalmente la referida a las nociones de imputabilidad y culpabilidad. Esto responde a que estas categorías también se estructuran sobre la noción de capacidad como aptitud para motivarse conforme a la norma o, en su caso, para infringirla y, con ello, ser considerado responsable del injusto típico, haciéndose merecedor del castigo. En esta línea, consideramos que el modelo social de discapacidad implicaría que en el ámbito penal también se reformulen los fundamentos de la sanción, contenidos en las mencionadas categorías, pues la noción de capacidad es un elemento unánime al razonamiento jurídico que se asienta en la lógica del deber que tiene toda persona de adecuar su conducta al derecho, la cual no puede ser considerada de forma abstracta por el ordenamiento jurídico, como lo haría la legislación inspirada en el mencionado modelo.
Palabras clave: Modelo social de discapacidad, capacidad jurídica, persona con discapacidad, imputabilidad, culpabilidad, vigencia normativa
Abstract: The entry into force of Legislative Decree No. 1384 meant that Peru incorporated into its legislation on legal capacity the paradigm of the Social Model of Disability contained in the Convention on the Rights of Persons with Disabilities (2006). This has meant a resounding change in the understanding of the notion of capacity and the existing interaction between the legal system and any person who presents psychosocial, intellectual and/or cognitive deficiencies, since now what was initially an impediment to the exercise of their rights and obligations is no longer an impediment and it is assumed that every person enjoys full legal capacity to deploy their legal sphere. Now, considering that the Law is presented as a normative system that responds to criteria of logic and internal coherence and that its considerations are based on a common factor such as the person and his behavior, the following question arises: what are the implications that this change causes in the legal treatment of the capacity to be subject to criminal charges? From this perspective, we analyze how this new conception of capacity would operate in the field of criminal law, mainly that referring to the notions of imputability and culpability. This responds to the fact that these categories are also structured on the notion of capacity as aptitude to be motivated in accordance with the norm or to infringe it and, thus, be considered responsible for the typical wrongdoing and deserving of punishment. In this line, we consider that the Social Model of Disability would imply that the bases of the sanction in the criminal field, contained in the mentioned categories, are also reformulated, since the notion of capacity is a unanimous element to the legal reasoning that is based on the logic of the duty that every person has to adapt his conduct to the Law, which cannot be considered in an abstract way by the legal system, as the legislation inspired by the mentioned model would do.
Keywords: Social model of disability, legal capacity, person with a disability, imputability, guilt, regulatory validity
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. LA NOCIÓN DE CAPACIDAD JURÍDICA EN EL DERECHO CIVIL PERUANO.- III. EL MSD: SU IMPACTO EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO.- III.1. LA CONVENCIÓN SOBRE LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD (CDPD).- III.2. LA CAPACIDAD JURÍDICA DE LA PERSONA CON DISCAPACIDAD A PARTIR DEL DL 1384.- IV. CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA UNIDAD Y COHERENCIA DEL SISTEMA NORMATIVO.- V. CULPABILIDAD E IMPUTABILIDAD: PRESUPUESTOS DEL REPROCHE PENAL.- V.1. CULPABILIDAD: CUESTIONES SOBRE SU FUNDAMENTO EN LA LÓGICA DEL CASTIGO.- V.2. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: CUESTIONES SOBRE EL MERECIMIENTO EN EL REPROCHE PENAL.- VI. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: EL DEBER COMO NÚCLEO DEL REPROCHE.- VII. REFLEXIONES EN TORNO A LA CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD: CUESTIONES SOBRE EL IMPACTO DEL MSD EN EL DERECHO PENAL.- VIII. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
Según la primera encuesta nacional especializada sobre discapacidad (INEI, 2012), en el Perú el 5,2 % de la población total nacional padecía de alguna discapacidad. Para el año 2017, según el resultado del último censo nacional, este porcentaje prácticamente se había duplicado, ya que el 10,4 % de la población nacional padecería de algún tipo de discapacidad. Respecto del total de peruanos con discapacidad, los porcentajes se distribuían de la siguiente forma: el 48,3 % tenía dificultad para ver, el 15,1 % para moverse o caminar, el 7,6 % para oír, el 4,2 % para aprender o entender, el 3,2 % presentaría problemas para relacionarse con los demás, y el 3,1 % para hablar o comunicarse (INEI, 2017).
No obstante, ¿qué se entiende por discapacidad? Según la Ley General de la persona con discapacidad (en adelante, LGPD):
La persona con discapacidad es aquella que tiene una o más deficiencias físicas, sensoriales, mentales e intelectuales de carácter permanente que, al interactuar con diversas barreras actitudinales y del entorno, no ejerza o pueda verse impedida en el ejercicio de sus derechos y su inclusión plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones que las demás (Ley N.° 29973, 2012, art. 2).
Sobre esto último, fue a través de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (en adelante, CDPD) que se reconoció la necesidad de garantizar el ejercicio pleno de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas que adolezcan de alguna discapacidad. Al respecto, su artículo 12 reconoce la capacidad jurídica de la persona con discapacidad en igualdad de condiciones que las demás personas en todos los aspectos de la vida. Tal reconocimiento exige de los Estados parte «la adopción de las medidas necesarias para proporcionar el acceso y apoyo necesario para el ejercicio pleno de su capacidad jurídica» (CDPD, 2006).
En este sentido, las legislaciones nacionales han ido adaptando y modificando su ordenamiento jurídico interno para dar cumplimiento a la CDPD. El Perú no ha sido la excepción y en esta línea, a través de las disposiciones contenidas en la LGPD del año 2012, se estableció el marco legal para la promoción, protección y realización en condiciones de igualdad de los derechos de las personas con discapacidad. Si bien es cierto que el reconocimiento de la capacidad jurídica de ejercicio de la persona con discapacidad —recogido por la LGPD— dio origen a la derogación del numeral 3 del artículo 43, del numeral 4 del artículo 241, de los artículos 693 y 694, y del numeral 2 del artículo 705 del Código Civil peruano (en adelante, CC) —todos ellos referidos a la incapacidad absoluta de ejercicio de derechos personales y/o patrimoniales de los sordomudos, ciegosordos y ciegomudos que no pudieran expresar su voluntad de manera indubitable—, fue a través del Decreto Legislativo N.° 1384 (en adelante, DL 1384) que se modificaron veintinueve artículos del CC peruano. Asimismo, se incorporaron tres artículos y se añadió un nuevo capítulo al libro III del CC, todos ellos referidos al tratamiento de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad, principalmente psicosocial, intelectual y/o cognitiva.
Esto ha traído consigo una trasformación de la regulación del concepto de capacidad jurídica, el cual no alcanza solo a las personas con discapacidad, sino también a la regulación de la capacidad jurídica de menores de edad (Torres & Carpio, 2021, pp. 486-487). Sin lugar a duda, nos encontramos ante un nuevo paradigma a partir del cual la privación de discernimiento, la enfermedad y/o el deterioro mental ya no pueden ser causa de restricción sobre la capacidad de ejercicio de derechos personales y/o patrimoniales, como lo era hasta antes del DL 1384. Por tanto, el goce y ejercicio de todos los derechos se encontrarían garantizados para las personas con discapacidad en igualdad de condiciones y en todos los aspectos de la vida (DL 1384, 2018, art. 3), lo cual obviamente incluiría a las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva.
Como recordamos, conforme a la regulación previa al DL 1384, el ordenamiento jurídico contemplaba que los privados de discernimiento eran absolutamente incapaces, mientras que los enfermos mentales y las personas con deterioro mental que les impidiera manifestar su voluntad indubitablemente eran considerados incapaces relativos. Ante esta situación, su respectiva protección y representación, tanto para el ejercicio de derechos personales como patrimoniales, recaía sobre la figura de la curatela. En el modelo actual, al no existir restricciones sobre el ejercicio de la capacidad jurídica por razón de discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva, estas personas no requerirían ya de protección jurídica ni representación forzosa por parte de un curador. Es decir, se abandona completamente el modelo sustitutivo de la voluntad. No obstante, la nueva regulación de la capacidad jurídica del DL ha incluido la figura de apoyos y ajustes razonables para el ejercicio de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad (DL 1384, 2018, art. 45).
Sin embargo, como se sabe, toda atribución de derechos y, por lo tanto, su ejercicio, necesariamente generan obligaciones (Espinoza, 2021, pp. 205-206). Por ello, no es de extrañar que exista preocupación en la doctrina nacional (Chipana, 2019, pp. 48-49; Castillo & Chipana, 2018, p. 48) sobre las obligaciones jurídicas que el ejercicio de derechos, tanto personales como patrimoniales, generaría a las personas con discapacidad. Cuestión aún más problemática es la de determinar la atribución de la responsabilidad civil derivada del incumplimiento de cláusulas contractuales (Código Civil, 1984, art. 1321), así como la originada en la infracción de un deber de cuidado (art. 1969) por parte de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva.
En esta misma línea nos preguntamos si el reconocimiento de la plena capacidad jurídica de ejercicio de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva tendría implicancias en el ámbito de la atribución de la responsabilidad penal. Esta cuestión obedece a que las disposiciones contenidas en el DL 1384 no han generado modificaciones en la legislación penal; no obstante, el cambio de criterio en torno a la noción de capacidad jurídica podría generar impacto en las categorías dogmáticas de la imputabilidad, inimputabilidad y culpabilidad. Esto como consecuencia de considerar que la actuación del sistema jurídico presupone un conjunto de axiomas que demandan que la actuación normativa se despliegue bajo un criterio de unidad y coherencia. De esta forma, las disposiciones legales que ordenan la conducta humana pueden operar bajo un mismo criterio de exigencia en el cumplimiento de los deberes que les corresponden a los ciudadanos. Del mismo modo, esta cuestión no resulta baladí si consideramos que, según la doctrina alemana, dentro de la capacidad de ejercicio —también denominada «capacidad de obrar»— se distingue entre la capacidad negocial, la capacidad de imputación o delictual, y la capacidad procesal, siendo la capacidad de imputación delictual «la aptitud para quedar obligados por los propios hechos ilícitos que se cometan» (Espinoza, 2021, p. 207). Bajo esta perspectiva, al ser que el concepto de capacidad de ejercicio sería equivalente al de capacidad de responsabilidad penal (en una relación de género a especie), surgen las preguntas respecto a: ¿cuáles serían las implicancias de la nueva noción de capacidad en el ámbito de la imputabilidad penal?, ¿supondría esto una reformulación de los fundamentos de las categorías penales de culpabilidad e imputabilidad?, ¿se debería seguir distinguiendo entre imputables e inimputables, y con ello entre penas y medidas de seguridad?, y ¿puede el derecho penal partir de una consideración abstracta de la capacidad de responsabilidad para aplicar el castigo?
Por estas razones, el presente artículo tiene como objetivo analizar si existe relación entre el concepto de capacidad jurídica del derecho civil y las nociones de capacidad de imputabilidad y culpabilidad propias del derecho penal, todo ello para dar respuesta a las interrogantes anteriormente planteadas y evidenciar las implicancias del cambio de paradigma propio del modelo social de discapacidad (en adelante, MSD) en el ámbito del derecho penal. A tales efectos, se ha propuesto el siguiente camino metodológico: primero, nos detendremos sobre la noción de capacidad jurídica en el derecho civil peruano; asimismo, se describirá brevemente el impacto del MSD en el ordenamiento jurídico nacional. Luego, abordaremos la cuestión sobre la unidad y coherencia del sistema normativo, para así poder desarrollar las categorías de culpabilidad e imputabilidad como fundamentos del reproche penal. A continuación, analizaremos la relación entre capacidad jurídica de ejercicio y capacidad para ser sujeto de imputación penal desde la noción del deber como núcleo del reproche para, finalmente, reflexionar sobre la responsabilidad penal de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Por último, culminaremos con las conclusiones de la investigación.
II. LA NOCIÓN DE CAPACIDAD JURÍDICA EN EL DERECHO CIVIL PERUANO
Existe unanimidad para definir a la capacidad jurídica como la aptitud para ser titular de derechos y ejercerlos (Cifuentes, 1988, p. 70; Abelenda, 1980, p. 239; García, 1979, p. 399). De esta forma, la capacidad jurídica se concibe en una doble manifestación: la capacidad de goce y la capacidad de ejercicio. La capacidad de goce se define como la aptitud para ser titular de relaciones jurídicas y le es reconocida a todas las personas humanas. Por su parte, la capacidad de ejercicio se define como la aptitud para ejercer por sí mismo los derechos y deberes de los que se es titular (Torres, 2019b, pp. 90-91), la cual —siguiendo a la doctrina clásica— no poseerían todos sus titulares (p. 91).
Con lo que respecta a su clasificación, la capacidad jurídica ha sido catalogada tanto por la doctrina francesa como por la alemana de la siguiente forma: la primera distingue entre la capacidad de goce o de derecho y la capacidad de ejercicio o de hecho; mientras que la segunda, admitiendo la actual doctrina francesa, distingue dentro de la capacidad de ejercicio las nociones de capacidad negocial, capacidad de imputación penal o delictual, y capacidad procesal (Espinoza, 2021, p. 207). Justamente, esta manifestación de la capacidad como supuesto para ser sancionado penalmente abre la cuestión referente a si es que existe una relación directa entre el concepto de capacidad jurídica propio del derecho civil y la noción de capacidad para ser sujeto de imputación penal, aspecto que resulta necesario abordar a efectos de determinar las implicancias que el MSD generaría en el ius puniendi.
Volviendo sobre la capacidad de ejercicio, esta presupone necesariamente la capacidad de goce y, a su vez, puede distinguirse entre capacidad general y especial. La primera corresponde a la capacidad atribuida para ejercer todos los actos jurídicos permitidos por la ley, mientras que la segunda es la capacidad atribuida para determinados actos singulares (Torres, 2019b, p. 91). Asimismo, la capacidad general puede ser plena o atenuada. Será plena cuando el sujeto puede realizar todos los actos que son de su interés y que, en el caso peruano, se adquiere al cumplir los 18 años (p. 91), tal como establece el recientemente modificado artículo 42 del CC con ocasión de la prohibición del matrimonio de personas menores de edad (Ley N.° 31945, 2023, art. 1).
De otro lado, la capacidad de ejercicio será atenuada cuando el sujeto puede realizar algunos actos que sean de su interés; no obstante, para los actos de disposición y gravamen se requiere de autorización de su representante legal. En este sentido, el artículo 44 del CC prevé los casos de capacidad de ejercicio restringida. Así las cosas, pareciera que las modificaciones introducidas por el referido DL 1384 no son de gran relevancia, ya que persiste paralelamente la curatela en tanto modelo sustitutivo de la voluntad. No obstante, antes de explicarlas, nos detendremos brevemente a desarrollar en qué consiste el MSD, el cual fundamenta la CDPD y, consecuentemente, los recientes cambios legislativos de nuestro ordenamiento jurídico.
III. EL MSD: SU IMPACTO EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO
A lo largo de la historia, el tratamiento jurídico de las personas con discapacidad ha sido abordado a través de diversos modelos, los cuales enfocan la discusión desde diversos puntos de vista, permitiendo comprender la discapacidad. Esto constituye un dato relevante, ya que cómo se aproximan el Estado y la sociedad a las personas con discapacidad dependerá del paradigma que se asuma (Bolaños, 2018, p. 160). En este sentido, se puede distinguir entre: a) el modelo de prescindencia, que presenta a su vez dos submodelos, el eugenésico y el de marginación; b) el modelo médico o rehabilitador; y c) el modelo conocido como MSD (Palacios, 2008, pp. 26-27).
El modelo de prescindencia asocia la discapacidad a cuestiones mágico-religiosas, siendo la discapacidad considerada un castigo divino. Según este, las personas con discapacidad no aportaban nada a la sociedad y, por tanto, se podía prescindir de ellas. De esta idea surge el submodelo eugenésico, para el cual la práctica del infanticidio y el genocidio era socialmente aceptada. Por su parte, para el submodelo de la marginación, las personas con discapacidad podían ser abandonadas y confinadas. Según esta perspectiva, las personas con discapacidad no eran consideradas ciudadanos ni mucho menos sujetos de derecho, pudiendo prescindirse de ellos a través de la muerte, el aislamiento o encarcelamiento (Palacios, 2008, pp. 37-61). Aquí es interesante advertir que, salvando las distancias, la lógica de la marginación se asemeja a los efectos que se derivan del criterio correspondiente a las medidas de seguridad, las cuales se fundan en un factor preventivo de la peligrosidad objetiva del autor y en el ámbito penal han supuesto la distinción entre imputables e inimputables. Esta cuestión se abordará más adelante, ya que existen posiciones referidas a que la consideración a priori de sujetos inimputables por parte del derecho penal supone un criterio discriminatorio que es contrario al paradigma de igualdad que sostiene el MSD, extremo que —de considerarse— debería llevar a la erradicación de las medidas de seguridad como reacción punitiva por parte del Estado.
Por su parte, el modelo médico o rehabilitador considera a la discapacidad como una enfermedad que, por tanto, requiere de cura. Este abandona las causas mágico-religiosas del primer modelo, considerándolas más bien científicas, por lo que la rehabilitación o normalización de la deficiencia que padezca la persona con discapacidad permitiría su reinserción en la sociedad. Entonces, este modelo busca que la persona con discapacidad se adapte a la sociedad para normalizarla (Palacios, 2008, pp. 66-90). Asimismo, cabe precisar que considera a la persona como un objeto de protección jurídica (Bolaños, 2018, p. 161).
Finalmente, el MSD se consolida normativamente con la aprobación de la CDPD y se halla íntimamente ligado al llamado «enfoque de derechos humanos» (De Asís, 2013). Para este modelo, la discapacidad «es una situación derivada de estructuras y condicionamientos sociales y de hábitos mentales que son los que deben ser objeto de revisión» (Cuenca, 2018, p. 21). En este sentido, la sociedad tendría que adaptarse a las necesidades de las personas con discapacidad para que ellas puedan participar plenamente en la comunidad. Las limitaciones y restricciones impuestas al ejercicio de sus derechos serían resultado de la interacción del diseño de la estructura social; de igual forma, obedecerían a las condiciones del ejercicio de los derechos, el cual estaría construido artificialmente bajo patrones de normalidad, así como de relaciones de poder. De esta manera, todas ellas ocasionarían barreras de acceso para las personas con discapacidad, quiénes no se encontrarían bajo los estándares de normalidad socialmente exigidos (Cuenca, 2012, pp. 21-22).
Por tanto, el MSD implica ineludiblemente el reconocimiento de las personas con discapacidad bajo una perspectiva abstracta de igualdad ante la ley. Esto exigiría que las personas con discapacidad sean reconocidas como sujetos con capacidad jurídica de ejercicio plena, lo cual supone entender que a priori toda persona puede ejercer la totalidad de sus derechos, tal como ha sido recogido en los incisos 1 y 2 del artículo 12 de la CDPD, situación que procedemos a analizar.
III.1. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD)
Si bien el MSD aún no ha sido agotado conceptualmente, la entrada en vigor de la CDPD el 3 de mayo de 2008 ha hecho que alcance reconocimiento internacional. Nos encontramos frente al primer tratado internacional de los derechos humanos que protege específicamente a las personas con discapacidad. Esto ha generado que todos los Estados ratificantes de la CDPD estén obligados a interpretar y regular los derechos de las personas con discapacidad de conformidad con los principios del MSD (Tantaleán, 2019, p. 202).
El MSD se fundamenta en cuatro principios. El primero se refiere al cambio de paradigma sobre la toma de decisiones de la persona con discapacidad, pasando de un modelo de sustitución en la toma de decisiones a uno de apoyos. El segundo principio garantiza el goce y ejercicio de los derechos de la persona con discapacidad en condiciones de igualdad y no discriminación. El tercer principio refiere a la situación de discriminación que mujeres y niñas con discapacidad enfrentan en todos los aspectos de la vida social. Finalmente, para el cuarto principio, el derecho a la educación de la persona con discapacidad debiera ofrecerse con base en la igualdad de oportunidades (Palacios, 2008).
Estos principios, a su vez, han sido plasmados en los veinticinco incisos de su preámbulo y los cincuenta artículos que integran la CDPD, conformando un catálogo de derechos individuales y civiles, políticos y económicos, sociales y culturales. No obstante, la CDPD (2006) recoge sus propios principios generales (art. 3), los que van desde el reconocimiento de la dignidad humana inherente (art. 3, inc. a), la que se encontraría desvinculada «de la posesión de una u otras capacidades y que relaciona con la autonomía, la independencia y la libertad en la toma de decisiones» (Cuenca, 2018, p. 23). Asimismo, el reconocimiento del principio de igualdad y no discriminación (CDPD, 2006, art. 3, incs. b y e), el principio de participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad (art. 3, inc. c), el principio de accesibilidad universal (art. 3, inc. f), y el principio de igualdad entre hombre y mujer (art. 3, inc. g).
Particularmente, los principios de dignidad inherente, igualdad y no discriminación, así como el principio de participación e inclusión plena y efectiva en la sociedad, sostendrían el reconocimiento de la igualdad ante la ley (art. 12), la cual se proyecta sobre el reconocimiento de igual capacidad jurídica de la persona con discapacidad y en la obligación de los Estados de promover y garantizar la participación de las personas con discapacidad en todos los aspectos de la vida social, y que irremediablemente se traduce en reformas legislativas que —tal como hemos señalado— han alcanzado al ordenamiento jurídico peruano.
En este sentido, la LGPD (2012) establece el marco jurídico «para la promoción, protección y realización, en condiciones de igualdad, de los derechos de la persona con discapacidad» (art. 1). Con lo que respecta al tema que nos ocupa, el artículo 9, en su inciso 1, reconoce la capacidad jurídica de la persona con discapacidad en igualdad de condiciones con los demás en todos los aspectos de la vida —premisa que, junto a las disposiciones del DL 1384, genera la interrogante de si esto también implicaría las decisiones autónomamente determinadas para comportarse de forma contraria a derecho y, con ello, ser merecedor de sanción penal—, mientras que el inciso 2 determina la obligación del Estado de garantizar tanto los derechos patrimoniales y/o personales de la persona con discapacidad. Así, entre los primeros se refiere expresamente el derecho de propiedad, herencia y a contratar libremente, así como el derecho a acceder a seguros, préstamos bancarios, hipotecas y otras modalidades de crédito financiero en igualdad de condiciones con los demás. En cuanto a los derechos personales, se alude al derecho a contraer matrimonio, y a decidir sobre el ejercicio libre de su sexualidad y sobre su fertilidad.
Sin embargo, no fue hasta el DL 1384 que se realizaron las modificaciones necesarias sobre la capacidad de ejercicio de la persona con discapacidad psicosocial, mental y/o cognitiva regulada en el CC para que esta pueda ejercer los derechos antes referidos. Como adelantamos en la introducción de nuestra investigación, la LGPD derogó el supuesto de incapacidad absoluta de los ciegosordos, ciegomudos y sordomudos que no pudieran manifestar su voluntad de manera indubitable (Código Civil peruano derogado por la única disposición complementaria derogatoria de la Ley N.° 29973, 2012, art. 43, inc. 3), sin tocar las causales de incapacidad absoluta de privación de discernimiento e incapacidad relativa por las causales de retardo mental y deterioro mental que impida expresar la libre voluntad. Fue el DL 1384 el que se encargó de derogarlas, tal como explicaremos a continuación.
III.2. La capacidad jurídica de la persona con discapacidad a partir del DL 1384
El DL 1384 ha transformado el tratamiento jurídico de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Al respecto, la nueva regulación introducida por la referida norma se sostiene sobre «el reconocimiento de la capacidad de ejercicio en igualdad de condiciones, de las personas con discapacidad, en todos los aspectos de la vida» (DL 1384, 2018, art. 3). En esta línea, el artículo 42 del CC reconoce la capacidad plena de ejercicio:
toda persona mayor de dieciocho años tiene plena capacidad de ejercicio. Esto incluye a todas las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones con las demás y en todos los aspectos de la vida, independientemente de si usan o requieren de ajustes razonables o apoyos para la manifestación de su voluntad (Ley N.° 31945, 2023, art. 1).
El reconocimiento de la capacidad plena de ejercicio del artículo 42 del CC ha traído como consecuencia lógica la derogación de las causales de incapacidad absoluta y relativa, referidas a la incapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Estas son, respectivamente, la privación de discernimiento por cualquier causa, y el retardo y el deterioro mental que impida la manifestación libre de la voluntad. Consecuentemente, la figura de la curatela ha sido también suprimida para las referidas causales. En su lugar, el artículo 45 del CC ha previsto la figura de los ajustes razonables y apoyos para el ejercicio de su capacidad jurídica, los mismos que pueden ser solicitados o designados de acuerdo con su libre elección. Como puede notarse, esta figura se aparta de la figura del curador, el cual sustituía la voluntad del incapaz conforme a la regulación previa al DL 1384.
En este sentido, la nueva regulación introduce dos nuevos conceptos: ajustes razonables (CDPD, 2006, art. 2, § 4; Ley N.° 29973, 2012, art. 51; DL 1384, 2018, art. 45; Decreto Supremo N.° 016-2019-MMP, 2019, art. 5) y apoyos. Según la CDPD, los ajustes razonables se definen como:
las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones con los demás, de todos los derechos humanos y libertades (CDPD, 2006, art. 2, § 4).
Si bien la CDPD no ha desarrollado el concepto del término «apoyo», la Observación General N.° 1 del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2014) refiere que:
se trata de un término amplio ya que puede incluir a una o más personas escogidas por la persona con discapacidad para que le ayuden en la toma de decisiones, así como medidas relacionadas a la accesibilidad, diseño universal, medios de comunicación, entre otras.
Es menester aclarar que la curatela —en tanto modelo sustitutivo de la voluntad— persiste para las causales de capacidad de ejercicio restringida de prodigalidad, mala gestión, ebriedad habitual, toxicomanía y pena que lleva anexa la interdicción civil (CC, 1984, art. 44, incs. 4-8); mientras que para el supuesto de la persona que se encuentra en estado de coma, que no haya designado apoyos con anterioridad, el legislador ha previsto el nombramiento judicial de apoyos y salvaguardias (DL 1384, 2018, art. 44, inc. 9).
Habiendo intentado exponer sucintamente las principales modificaciones introducidas por el DL 1384 sobre el reconocimiento de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad, queda claro el marcado espíritu de la norma que se rige por el paradigma del MSD. Este modelo, en consonancia con la CDPD, serviría a la finalidad de garantizar la igualdad ante la ley de las personas con discapacidad y el ejercicio pleno de todos sus derechos personales y/o patrimoniales, lo cual sería posible incluso sin la necesidad de recurrir al nombramiento voluntario o judicial de la figura del apoyo.
No obstante, este escenario da paso a una cuestión fundamental, que es la relativa a los deberes que surgen tras el reconocimiento de la capacidad de ejercicio de todas las personas con discapacidad. Así pues, al ser que la lógica de la igualdad ante la ley contenida en el DL 1384 obliga a aceptar que toda persona cuenta con plena capacidad de ejercicio de sus derechos, al mismo tiempo tendría que aceptarse que dicha persona también cuenta con capacidad para responder respecto a las obligaciones de índole jurídica que surjan de dichos atributos. De esta forma, este criterio indiferenciado de atribución de derechos que prescinde de la consideración de las deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas de los seres humanos en el despliegue de su comportamiento, también alcanza a la imposición de deberes por parte del orden jurídico, por lo que pareciera ser que la persona con discapacidad también puede ser considerada responsable de todo tipo de obligaciones contractuales o las derivadas de actos jurídicos personalísimos como la celebración del matrimonio o el reconocimiento de sus hijos.
La cuestión trasciende al ámbito del derecho civil, ya que al ser la capacidad jurídica un elemento transversal a todo el sistema jurídico, y dado que el criterio del deber responde a un mismo criterio de antijuridicidad normativa —como se verá más adelante—, surge la interrogante relativa a cuáles son las implicancias que esta consideración abstracta de la capacidad genera en el ámbito de la capacidad para ser penalmente responsable. Ahora bien, para poder dar respuesta a esta interrogante, resulta necesario determinar si la actuación del sistema jurídico debe regirse con base en un principio de unidad y coherencia de las disposiciones normativas, situación que procedemos a abordar.
IV. CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA UNIDAD Y COHERENCIA DEL SISTEMA NORMATIVO
Aunque el objetivo de este trabajo es analizar si el MSD impacta sobre la lógica de la imputabilidad penal, previamente resulta necesario transitar sobre la cuestión referida a si en el proceder del sistema normativo existe un principio de unidad y coherencia que delimita su accionar. Efectivamente, el análisis de los conceptos de capacidad en el ámbito civil y capacidad de imputabilidad penal nos invitan a analizar si la valoración jurídica que realiza el sistema normativo parte o no de una aproximación unitaria al momento de valorar el comportamiento humano que se regula en las distintas esferas del orden jurídico y, con ello, las consecuencias jurídicas sobrevinientes.
En nuestra consideración resulta necesario entender que el sistema jurídico se estructura como un todo ordenado que responde a un mismo criterio al momento de asignar derechos, establecer deberes e imponer castigos. En definitiva, esto es consecuencia de que la consideración jurídica del obrar humano parte de un fundamento principal, que es la noción del ser humano que libremente es capaz de autodeterminarse y, de esta forma, motivarse conforme a los axiomas de las normas. Como lo señala Pawlik (2016), una de las ideas principales del lenguaje político, jurídico y moral parte de la noción de autodeterminación que se caracteriza por un orden de prelación entre mandato y obediencia (pp. 36-34). Bajo esta premisa, las normas jurídicas estructuran sus postulados entendiendo que sus prohibiciones o mandatos comparten un mismo criterio de finalidad, que en buena cuenta explica los fines político-jurídicos de la sociedad.
De esta forma, no puede olvidarse que «el derecho, como objeto de lo justo, no puede establecer orientaciones de conducta contradictorias entre sí, aunque se trate de normas que proceden de diversas ramas del derecho» (Pérez del Valle, 2022, p. 152). Esta es una cuestión importante que por momentos suele ser olvidada, principalmente porque pareciera ser que la multidisciplinariedad que caracteriza a la ciencia jurídica hace pensar que no existe conexión entre la diversa y específica regulación normativa que compone el sistema; sino, más bien, que cada rama del derecho opera de forma autónoma bajo sus propios criterios de comprensión del factor jurídico.
Si bien es cierto que existen particularidades en la forma como se contempla el dinamismo jurídico, las distinciones metodológicas de las diversas disciplinas jurídicas no supone ajenidad entre las mismas, pues la consideración del derecho como ciencia del accionar humano práctico lleva a entender que existen extremos que comparten un mismo fundamento y que incluso se muestran como presupuestos del propio sistema normativo. Tal es el caso de la noción de capacidad como supuesto habilitante para el goce de los derechos y la atribución del castigo, o de la propia idea de dignidad que sustenta todo el sistema de normas que, a su vez, se integran desde el sistema unitario de principios contenidos en la Constitución. Desconocer esta idea de unidad en el ordenamiento jurídico haría imposible entender la presencia de instituciones tales como la antijuridicidad, que en el campo penal y civil constituye un elemento esencial del juicio normativo.
Es precisamente bajo la lógica de la antijuridicidad donde mejor se aprecia este principio de unidad del sistema. Así, la valoración del hecho antijurídico no solo implica analizar la presencia de causas de justificación contempladas por la ley que anulan la posibilidad del castigo o de la indemnización, sino que vincula una valoración integral de los axiomas que sostienen el sistema al momento de valorar el comportamiento humano. Así, como lo señalan Bustos Ramírez y Hormazábal Malarée (2006): «la valoración como antijurídica o como conforme a derecho de una conducta en cualquier ámbito del ordenamiento jurídico tiene validez general y lo es, también, en cada uno de los campos que lo integran» (p. 242).
Para graficar lo señalado, resulta paradigmático recordar lo ya mencionado en torno a que tanto el ordenamiento civil como el ordenamiento penal peruanos parecen reconocer el criterio de unidad y coherencia al que hacíamos referencia. De esta manera tenemos que al reparar sobre el contenido del artículo 20 del Código Penal (en adelante, CP), podemos encontrar un conjunto de situaciones (causas de justificación) que eximen de responsabilidad penal —por ejemplo, la legítima defensa o el ejercicio legítimo de un derecho—, y el mismo criterio aparece en lo normado por el artículo 1971 del CC, el cual expresamente reconoce la inexistencia de responsabilidad ante el ejercicio regular de un derecho o el ejercicio de la legítima defensa. Esta misma situación vuelve a aparecer al analizar el contenido de una de las instituciones principales que aparecen en la imputación penal, como es el caso de la autopuesta en peligro de la víctima. Conforme a esta noción, «cuando el titular de un bien jurídico (“víctima”) emprende conjuntamente con otro (“autor”) una actividad que puede producir una lesión de ese bien jurídico, la actividad generadora del riesgo debe ser imputada al ámbito de responsabilidad preferente de la víctima» (Cancio, 2022, p. 377). Precisamente, de forma coherente, esta misma idea también es reconocida por el artículo 1972 del CC cuando señala que, en los casos del ejercicio de una actividad riesgosa, el autor no está obligado a la reparación cuando el daño fue consecuencia de la imprudencia de quien lo padece.
En esta perspectiva, consideramos que la sistemática normativa se ordena con base en un conjunto de axiomas que explican y dan coherencia a la actuación jurídica, ya sea en el ámbito del reconocimiento de derechos, en el de atribución de obligaciones o en el de la imposición del castigo. Esta es una cuestión importante que en el fondo contribuye al análisis de la legitimidad del dispositivo normativo, pues las decisiones del legislador no pueden darse sin observar el carácter coherente y programático que las normas han de ostentar al momento de regular la configuración política de la sociedad. Así pues, al ser el sistema de normas el resultado de un proceso de acción política, estas quedan sujetas a la evaluación y crítica de su contenido, como sucede con toda injerencia estatal. De esta forma, como bien señala Muñoz Arenas (2016): «El análisis de la política legislativa tiene mucho que ver con la necesidad de averiguar si las leyes son o no útiles, racionales, coherentes y eficaces. Si sirven al propósito para el que fueron aprobadas» (p. 25).
Precisamente, es por las razones expuestas que, al reparar en el contenido del DL 1384 surge la interrogante en torno a si esta medida observa dichos criterios de coherencia y unidad al momento de establecer una nueva noción de capacidad que, en una valoración conjunta del sistema, nos hace pensar en posibles situaciones dilemáticas que podrían suscitarse en el campo de la imputabilidad a razón de los fundamentos valorativos que sostiene el MSD, situación que desarrollaremos más adelante.
V. CULPABILIDAD E IMPUTABILIDAD: PRESUPUES-TOS DEL REPROCHE PENAL
Desarrolladas las cuestiones referentes al MSD asumido por la legislación peruana y al habernos referido a la coherencia lógica del sistema jurídico, corresponde tratar los elementos jurídico-penales que vinculan la noción de capacidad con la lógica del reproche penal. De manera principal, interesa enfocarse en la cuestión de la imputabilidad o capacidad de culpabilidad para así poder dar respuesta a la pregunta relativa a si las consideraciones contempladas en el DL 1384 impactan o no en la atribución de responsabilidad penal, y si también se debiera tomar en cuenta este cambio de paradigma en el fundamento de la imputabilidad al momento de aplicar la sanción punitiva. Desde esta perspectiva analizaremos cuáles son los elementos sobre los que se desarrolla el juicio de atribución de responsabilidad y la imposición del castigo. Para estos efectos, primero debemos transitar por las ideas medulares que sostienen el concepto de culpabilidad toda vez que esta categoría ha integrado la noción de imputabilidad (Díez, 2007, p. 15).
V.1. Culpabilidad: cuestiones sobre su fundamento en la lógica del castigo
El derecho penal interviene ante la constatación de un hecho que vulnera injustificadamente una norma de carácter punitivo que prohíbe u ordena determinada conducta. No obstante, este proceso de sanción no es desplegado por el juzgador de forma automática, sino que precisa confirmar que la persona a la cual se pretende sancionar es capaz de responder penalmente. Todas estas cuestiones corresponden a la categoría jurídico-penal de la culpabilidad, la cual se identifica como el ámbito de aplicación del reproche que de manera personal es aplicado por el sistema normativo sobre los individuos que considera aptos para ser destinatarios y portadores de un deber (Sánchez, 2018, pp. 214-215).
Obsérvese que el núcleo de la culpabilidad se constituye por la capacidad que la persona manifiesta de comprender y ser capaz de desplegar el injusto típico. Por tanto, la atribución del castigo responde a un criterio comunicativo; esto es, que la sanción surge como consecuencia del rechazo al mensaje normativo que la persona expresa con su conducta. En consecuencia, el reproche penal da cuenta de la relación subjetiva que existe «entre el individuo y el delito acontecido» (Yacobucci, 2021, p. 1). De esta manera, la comisión de un delito no se asume como un mero proceso que afecta el sistema normativo y los intereses penalmente protegidos; sino que, de forma principal, el delito se entiende como una expresión de la conducta humana que vincula al sujeto y su hecho ilícito a la infracción normativa.
Bajo esta óptica, la atribución de responsabilidad obedece a que todo delito se asume como obra de una persona que puede comprender el contenido antijurídico y desvalorado de su acción. Por este motivo, la relación existente entre delito y sanción requiere de la concurrencia de diversos factores que legitimen la atribución de responsabilidad. En este punto, los criterios doctrinales son divergentes al establecer cuáles serían los factores que presuponen el reproche. En la doctrina sobre la culpabilidad y la imputabilidad se ha suscitado un intenso debate sobre el fundamento de estas categorías. De manera somera, en el evolucionar de estos conceptos podemos ver que la doctrina se movió entre dos perspectivas: la primera, correspondiente a un enfoque psicológico de la culpabilidad, por el cual se le entendía como la conexión subjetiva del sujeto con el resultado, y que comprendía al dolo y la culpa como formas de culpabilidad, con lo cual esta se fundamentaba en una relación puramente descriptiva o fáctica (Luzón-Peña, 2013, p. 344); y la segunda perspectiva, que planteó una concepción normativa de la culpabilidad, la cual expresa un juicio de valoración de la acción delictiva en referencia al sustrato axiológico de la norma.
Luego de varias interpretaciones, el concepto normativo de culpabilidad terminó imponiéndose en la doctrina penal. En esta perspectiva, con los matices que puedan presentarse —ya que al interior del mismo concepto normativo se ha suscitado una variedad de perspectivas relativas al fundamento material de la culpabilidad (por ejemplo: las «subcategorías» de imputabilidad, evitabilidad, motivabilidad, inexigibilidad, etc.)—, lo cierto es que la atribución de culpabilidad responde a un proceso que valora la contraposición que existe entre el hecho delictivo y un deber de naturaleza normativa que corresponde a todas las personas que son capaces de motivarse conforme a la norma, lo cual impacta en los fines preventivos de la política criminal (Roxin, 1997, pp. 794-797).
Con ello, el juicio de culpabilidad demanda que el juzgador observe la concurrencia de elementos imprescindibles a valorar antes de imponer el castigo. Esto obedece a que un ejercicio legítimo de la sanción punitiva presupone determinar que la conducta delictiva manifestó contrariedad al ordenamiento jurídico. De esta forma, la atribución de culpabilidad que observa en la persona —un sujeto capaz de entender el mensaje de la norma y adecuar su comportamiento a la regla de conducta— responde a la racionalidad que impera en la lógica de la sanción. Como lo desarrolla Pawlik (2019), la imposición del castigo por parte de los tribunales manifiesta un criterio de merecimiento de pena, el mismo que expresa una negación de la conducta delictiva que, a su vez, resolvió libremente rechazar el mensaje normativo (pp. 60-61).
Con lo desarrollado se cae en cuenta de que en el derecho penal la atribución de culpabilidad es incompatible con una concepción eminentemente retributiva de la sanción; es decir, en un Estado de derecho el juez no opera como simple aplicador de la norma, sino que detrás de la reacción que el orden jurídico ofrece al delito se expresa toda una racionalidad que manifiesta la coherencia del sistema. De igual modo, la culpabilidad se sostiene principalmente sobre el entendimiento del ser humano como sujeto responsable, capaz de autodeterminarse; de ahí que la culpabilidad también se exprese como un principio que delimita el actuar del ius puniendi y que a nivel jurisprudencial se ha desarrollado siguiendo la lógica reseñada. Así, el Tribunal Constitucional peruano, a través de la sentencia recaída en el expediente N.° 014-2006-AI/TC de 2006, ha señalado que:
el principio de la culpabilidad es uno de los pilares sobre los que descansa el derecho penal. Concretamente, constituye la justificación de la imposición de penas dentro del modelo de represión que da sentido a nuestra legislación en materia penal y, consecuentemente, a la política de persecución criminal, en el marco del Estado constitucional. El principio de culpabilidad brinda la justificación de la imposición de penas cuando la realización de delitos sea reprobable a quien los cometió. La reprobabilidad del delito es un requisito para poder atribuir a alguien la responsabilidad penal de las consecuencias que el delito o la conducta dañosa ha generado (f. 25).
Relacionado a esto también se presenta otro aspecto, que es el referido a la cuestión de la libertad en las acciones humanas. Este es uno de los elementos que mayor polémica ha presentado en el fundamento de la culpabilidad pues, como se sabe, la controversia en torno a la existencia del libre albedrío es un extremo que ha sido abordado ampliamente a través de posturas divergentes que podrían etiquetarse como aproximaciones deterministas e indeterministas (por ejemplo, en el derecho penal son conocidas las investigaciones sobre neurociencias y derecho penal, donde el debate sobre el libre albedrío se presenta de manera álgida). Esta realidad ha llevado a que cierto sector de la doctrina concluya que se trata de un debate innecesario e infructuoso en el tratamiento de la culpabilidad e imputabilidad (Martínez, 2005a, p. 264), pues la prueba científica de la libertad es un propósito irrealizable. Al respecto, esta imposibilidad en nada afecta la fundamentación de la culpabilidad. Esto obedece a que en la realidad resulta posible partir de otros criterios que conllevan a advertir que en el ser humano existe un espacio donde el mismo se experimenta capaz de autodeterminarse. En este sentido:
la existencia de la libertad en el hombre se puede captar mediante algunas experiencias profundamente humanas, entre las cuales pueden mencionarse las siguientes: a) En primera instancia […] la experiencia personal […] b) También experimentamos la libertad cuando captamos la no necesidad de nuestras acciones. Es decir, no sólo estamos libres de agentes externos, sino que en nosotros mismos captamos que no hay ningún principio intrínseco que nos fuerce a obrar de una manera u otra […] c) En tercer lugar, la experiencia de la responsabilidad manifiesta nuestra libertad, porque ser libre quiere decir “ser dueño de mis acciones”, lo que implica también ser responsable de las mismas. Ser responsable equivale a ser capaz de “responder” de los propios actos, y esto lo hacemos en la medida en que esos actos nos “pertenecen”: por esta razón podemos explicar sus motivaciones. Si no se asume la responsabilidad de los actos estamos negando que se hicieran libremente. Responsabilidad es otro nombre de libertad o, si se prefiere, dos caras de la misma moneda (García, 2010, p. 152).
En este sentido, en la consideración jurídica de la pena y la culpabilidad, la libertad es un criterio indispensable. El hecho de que su existencia o inexistencia pareciera ser inaccesible desde una perspectiva empírica no anula su trascendencia al momento de fundamentar la lógica del castigo, aunque de lo que sí daría cuenta es de la inconveniencia de pretender aplicar métodos propios de las ciencias naturales al análisis jurídico (Roxin, 2007, pp. 305-306). Junto a ello, también vemos que si el juicio de culpabilidad se estructura sobre criterios valorativos, este mismo enfoque se presenta al plantear el reproche penal sobre la premisa de que la persona obró de manera libre. De esta forma, se puede argumentar que el fundamento del reproche de culpabilidad se da en la consideración de que el hombre dispuso su accionar autodeterminándose de manera responsable y, por tanto, optando por infringir los deberes jurídicos de adecuación a la norma (Hirsch, 2013, p. 48) o, como lo expresa Silva Sánchez (2018):
la constatación de la existencia de libertad en el sujeto que realizó el hecho delictivo, así como la identidad entre él y el sujeto sometido a juicio por el delito, es condición necesaria para atribuir a ese último una responsabilidad que se asocie a un “reproche merecido” (p. 67).
V.2. Capacidad de imputabilidad: cuestiones sobre el merecimiento en el reproche penal
Hemos señalado que la culpabilidad es el espacio que la teoría del delito reservó para desarrollar la cuestión de la imputabilidad. De esta manera, pareciera ser que ambas categorías comparten el mismo fundamento principalmente porque, ante la ausencia de imputabilidad, el juicio de culpabilidad se rompe generando la exculpación del sujeto. Si bien es cierto que en el fundamento de estos conceptos existen premisas comunes, tales como la cuestión de la acción humana libremente determinada o que ambos constituyen supuestos habilitantes del castigo, creemos que entre ellos existen extremos que operan de manera particular al momento de justificar la sanción penal y que se deben destacar para tener una mejor comprensión de cómo opera el criterio de atribución de responsabilidad en el derecho penal.
Bajo esta perspectiva, cuando se afirma que el juicio de culpabilidad no puede darse si es que previamente no se confirmó la concurrencia de un sujeto imputable y, a su vez, que esta posibilidad de imputar está supeditada a que la persona tenga capacidad para responder por sus acciones, no queda claro cuál es el fundamento de la imputabilidad o, dicho de otro modo, qué se entiende por capacidad en el ámbito del derecho penal y qué criterios hacen que una persona tenga capacidad para ser sujeto de imputación. Así, como bien lo diagnóstica Martínez Muñoz (2005), al momento de pensar la relación que existe entre capacidad, imputabilidad, culpabilidad y delito, se repara en que:
[e]n estas nociones no se explica, ni remotamente, la relación que pudiera tener el delito con la capacidad jurídica de la persona que lo realiza. Pero […] esa relación es del todo necesaria para que el delincuente pueda comprender el significado del delito que comete, a sí mismo como autor y, también, para que el juez pueda enjuiciarlo y el legislador tipificarlo. Lo primero está directamente vinculado a la capacidad jurídica de la persona y lo segundo, está relacionado de manera derivada (p. 201).
Siendo así, es importante clarificar este extremo, pues pareciera ser que la capacidad como presupuesto de la imputabilidad penal es una cuestión abierta, lo cual resulta llamativo dado que, a pesar de que en el desarrollo de la imputabilidad se constata que las posturas son unánimes al definirla como «la capacidad que tiene una persona para poder responder jurídicamente por sus acciones» (García, 2021, p. 675), no se evidencia cómo es que esta capacidad es concebida y asumida en la sanción penal para determinar que una persona pueda ser imputable. En lugar de esto, la lógica de la imputabilidad suele «formularse a través de su referente negativo; esto es la inimputabilidad, por la cual se formulan supuestos de carácter biológico; psicológico o mixto» (Martínez, 2005, p. 57) que, al manifestarse en el caso en concreto, anulan la posibilidad de atribuir la sanción. Este es un criterio recurrente en los cuerpos normativos de los cuales el Perú es parte, toda vez que en nuestro CP únicamente se determinan los supuestos en que no existe la concurrencia de capacidad de imputabilidad a través del artículo 20.
Relacionado a esto, podría señalarse que no es necesario que todos los presupuestos de la imputabilidad estén absolutamente determinados, pues el derecho puede concretar sus contenidos sobre la base de conocimientos externos a la misma ciencia jurídica, como de hecho parece darse en la noción de capacidad que se enfoca desde criterios biológicos, psicológicos e, incluso, sociológicos, y que en el caso en concreto serán determinados por el profesional especializado en dichas materias. No obstante, debe quedar claro que el elemento psicológico de la imputabilidad por sí solo resulta insuficiente, por lo que se requiere de un componente normativo al momento de precisarla. Por tanto, al igual que la culpabilidad, la noción de imputabilidad termina siendo en estricto una cuestión jurídico-valorativa; esto es, que más allá de la opinión técnica que pueda expresar el perito, la determinación sobre la capacidad o incapacidad para ser sujeto de imputación penal corresponde a la valoración del juez, que se encarga de precisar si el sujeto podía comprender el ilícito y configurar su comportamiento conforme a ese entendimiento (García, 2021, p. 693).
De este modo, el problema en torno a la capacidad de imputabilidad escapa de su fundamento eminentemente psicológico y se enfoca en la cuestión valorativa, pues al señalarse que una persona es capaz de imputabilidad se genera una relación comunicativa entre el comportamiento y los parámetros de conducta debida contenidos en la norma prohibitiva o prescriptiva. Esta cuestión es lo que la doctrina ha identificado como el carácter motivable de la conducta, toda vez que la imposición de la pena no solo se enfoca en el aspecto subjetivo que demuestra el sujeto con su comportamiento, sino que se halla determinado por otros factores que le permiten establecer su ámbito de organización en conformidad o contrariedad con la norma. De esta manera, el problema de la capacidad de imputabilidad también debe reflexionarse tomando en cuenta que la acción penalmente reprochable implica «un proceso de interacción social que supone la convivencia de las personas, las cuales se ven obligadas a mantener comunicación con los demás, desarrollando una serie de facultades que le permiten conocer las normas y regirse conforme a las mismas» (Muñoz & García, 2019, p. 346).
Tras reparar en este criterio comunicativo, creemos que la capacidad de imputabilidad encuentra su fundamento en la lógica del merecimiento de pena que sobreviene a la comisión delictiva; esto es, que el carácter de imputable responde al hecho de que la persona tenía las facultades para organizar su ámbito de competencia conforme a la norma de comportamiento (motivación) y que, tras una decisión libre y consciente, se dispuso a obrar de forma contraria a derecho, ya sea creando un riesgo jurídicamente desaprobado o infringiendo el deber objetivo de cuidado, por lo que la determinación jurídica de su personalidad imputable deviene en necesaria para que la norma pueda recobrar la vigencia quebrantada por la acción delictiva. De esta manera, cuando se habla de merecimiento, se apela a las razones que el orden jurídico contempla para imponer o no una sanción, las cuales en último término se encontrarán en la acción humana autónomamente determinada para contravenir el mensaje normativo en situaciones donde la exigibilidad del comportamiento conforme a derecho era plena y no así en una mera consideración abstracta de la capacidad —como pareciera darse en el MSD—. Por tanto, como afirma Pawlik (2019):
[l]a praxis de responsabilizar según la medida de lo merecido se puede definir y legitimar en un sistema de imputación ética y jurídica que opere bajo la idea de libertad como expresión de respeto ante el autor que se ha servido de su capacidad para configurar el mundo arbitrariamente de un modo concreto (esto es, de forma contraria a deber) y o de otro (esto es, conforme a deber) (p. 57).
De ahí que en la doctrina podamos encontrar algunas líneas de interpretación en torno a lo que se entiende por capacidad de imputabilidad, en la cual se plantea que esta capacidad se expresa de dos formas: por un lado, la posibilidad del imputable de comprender el mensaje de la norma; y, por otro, la posibilidad de autodeterminar sus actos conforme a esa comprensión (Jescheck & Weigend 2014, pp. 637-640). Esta cuestión es asumida por la jurisprudencia peruana al establecer que «la imputabilidad sería la facultad que tenía la persona, al tiempo de la comisión del hecho punible, de comprender el carácter delictuoso de su acto o de orientar su voluntad conforme a dicha comprensión» (Casación N.° 460-2019 HUÁNUCO, 2019).
Adicionalmente, sobre el criterio de la motivación y el merecimiento que asienta la capacidad de imputabilidad, debe señalarse que este es un componente que opera de forma general en la imposición de toda sanción penal. Nos explicamos: como se sabe, el derecho penal contempla diversas reacciones para las personas que inciden en cometer un injusto típico; de esta forma, es común graficar este criterio a través de la dualidad penas-medidas de seguridad. Las primeras obedecen a un criterio de aplicación vinculado a la plena imputabilidad del sujeto y las segundas a un criterio de prevención dirigido a mitigar el riesgo o probabilidad de que nuevamente se dé la comisión de un delito a futuro por parte de la persona incapaz de imputabilidad. A razón de esto, podría argumentarse que el criterio de la motivación y el merecimiento no tendría sentido al referirse a las medidas de seguridad, pues por definición estas se aplican a las personas que no pueden motivarse conforme a la norma y, consiguientemente, no pueden merecer una sanción. Sin embargo, se debe tomar en cuenta que el carácter preventivo-especial que guardan las medidas de seguridad también responde a los criterios de motivación y merecimiento que, en último término, desembocan en una cuestión de necesidad. Así, la imposición de una medida de seguridad con base en la prospección del riesgo futuro da cuenta de que la misma solo será válida en la medida que sea necesaria socialmente para evitar dicho peligro (Meini, 2013, p. 161).
Tras esto, resulta interesante advertir que en el derecho penal la distinción entre imputables e inimputables pareciera referirse únicamente a la clase de sanción que se va a imponer, siendo que la lógica de atribución penal parte de la premisa de que incluso los llamados «sujetos inimputables» son capaces de establecer un proceso de comunicación con la norma de esta manera:
tanto las personas a quienes la ley denomina imputables como a quienes califica de inimputables comparten la capacidad para vulnerar la norma de conducta y perpetrar comportamientos penalmente antijurídicos. Ambos, por tanto, merecen sanción. La razón que explica que unos necesiten “penas” y otros necesiten “medidas de seguridad” se ubica en la distinta intensidad con que se les exige adecuar sus actos al mandato normativo: quienes tienen la capacidad para comprender a cabalidad el sentido normativo de sus actos —imputables— responden con una pena, pero quienes solo han empezado a desarrollar dicha capacidad, y al momento de la comisión del hecho antijurídico no han alcanzado todavía el nivel que les permita comprender plenamente el sentido normativo de sus actos, no han logrado desarrollar toda su capacidad para comprender el sentido normativo de sus actos o la han perdido —inimputables— responden con medidas de seguridad (Meini, 2013, p. 163).
Con lo señalado, confirmamos que la concepción de la imputabilidad y la capacidad que la sostiene dependen de la valoración jurídica que se le asigne; esto es, que la fundamentación de la capacidad de imputabilidad obedece a criterios de relación entre la persona y la norma que se expresan a través de las facultades que tiene el sujeto para motivarse conforme a la norma y, con ello, merecer la sanción punitiva.
VI. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: EL DEBER COMO NÚCLEO DEL REPROCHE
En los párrafos precedentes hemos señalado que para el derecho penal la capacidad de imputabilidad se explica a través de los criterios de motivación y merecimiento de pena en el injusto típico, todo esto entendido desde la relación comunicativa entre el comportamiento humano y la regulación jurídica que delimita la interacción social. Ahora bien, tras ello subyace una cuestión medular que constituye una de las causas últimas que explican la actuación del derecho penal; nos referimos al deber personal como núcleo del reproche.
Afirmamos que la noción de deber constituye una de las causas últimas o primeros principios de la intervención punitiva, pues al observar cómo operan las distintas categorías del derecho penal nos damos cuenta de que la idea del deber es una constante al momento de definir la imputación. De este modo, en la teoría de la tipicidad delictiva se contempla la presencia del deber al momento de fundamentar categorías delictivas específicas, como los llamados «delitos de infracción de deber». A nivel de la tipicidad subjetiva, la noción de culpa o imprudencia se sostiene en la idea de la infracción de un deber objetivo de cuidado en contraposición a la creación de un riesgo prohibido. Asimismo, en la imputación objetiva de las llamadas «conductas neutrales», la referencia al rol socialmente estereotipado comparte los criterios del deber que sustenta el comportamiento humano. En la misma línea, la imputación en los delitos omisivos se sustenta en la inobservancia del deber de actuar o, en su caso, en la infracción del deber de garante que asume el sujeto, aunque incluso en este ámbito se habla de un deber general de solidaridad. Los nuevos modelos de imputación penal también contemplan esta noción del deber; por ejemplo, en la discusión sobre la responsabilidad penal de la persona jurídica se contemplan los deberes de vigilancia propios de los programas de cumplimiento, entre otros supuestos.
Efectivamente, la noción de deber ha alcanzado a trascender en la dogmática penal y, con ello, recibido un desarrollo bastante amplio, situación que se extiende hacia los conceptos de culpabilidad e imputabilidad, los cuales también se construyen sobre esta perspectiva. De esta forma, recordando que la imposición del castigo sigue la relación comunicativa que la persona establece con su comportamiento contrario a la norma:
es correcto señalar que cuando una persona tiene impuesto un determinado comportamiento por una norma jurídica entonces esa persona tiene un deber de comportarse como exige la norma. Así, desde una perspectiva normativa de la responsabilidad penal, el fundamento de ésta viene dado por la existencia y vulneración de deberes negativos y deberes positivos (Navas, 2018, p. 19).
Es importante precisar que tanto la atribución de derechos como la imposición de castigos precisan que se contemple a la persona como ser relacional; esto es, que la interacción jurídica se genera en el momento en que el ser humano entra en contacto con sus congéneres en el espacio social. Este encuentro hace posible el desarrollo del factor jurídico, toda vez que los contactos humanos precisan de orden y regulación, además que habilitan a las personas a ser titulares de derechos y deberes; o, en palabras de Jakobs (2000), todo orden personal que se despliega en la sociedad funda sus raíces en los deberes que obligan a las personas a contribuir con el mantenimiento del orden social (p. 342).
Desde el derecho penal adquiere especial relevancia el criterio del deber, pues este supedita la intervención penal a la infracción de este; ergo, solo se puede imputar un comportamiento en la medida que a la persona se le podía obligar a cumplir con el deber de atención normativa. Ahora bien, cuando señalamos esto no nos referimos en estricto al criterio de tipicidad conformado por los delitos de infracción de deber; sino a la imposición de una obligación personal de adecuar el comportamiento al mensaje de la norma. En esta perspectiva, cuando el ordenamiento jurídico resuelve considerar imputable o inimputable a una persona, lo hace bajo el entendimiento de que esta contravino el deber de respeto y observancia a la norma en situaciones donde era capaz de autodeterminarse y motivar su comportamiento en condiciones de normalidad jurídica.
De esta forma, la noción de capacidad se identifica con el atributo de la personalidad pues permite entrañar la aptitud para ostentar derechos y obligaciones que fundan el carácter responsable del comportamiento, aspecto que atañe tanto al derecho civil como al derecho penal, pues si la persona es capaz de ser centro de atribución de derechos y obligaciones también lo es para ser responsable de su comportamiento (Martínez, 2005, pp. 208-209). Precisamente, esta relación entre el deber y la capacidad constituye uno de los pilares del MSD que genera impacto en la noción de inimputabilidad, pues en su intención de eliminar las barreras en la inserción social de las personas con discapacidad:
es pertinente recordar que la satisfacción de derechos entraña el cumplimiento de ciertos deberes también, y que hablar de personas con discapacidad como verdaderos sujetos de derechos que ejercen ciudadanía y se desenvuelven como actores (activos) de esta sociedad, implica la generación de responsabilidades sociales (Bregaglio & Rodríguez, 2017, p. 148).
De esta forma, la noción de capacidad se vincula al criterio del deber, pues cuando el derecho penal resuelve sancionar a alguien, parte de constatar que dicha persona tenía las facultades necesarias (las cuales pueden ser de distinto orden, llámese biológico, psicológico o mixto) para atender a la obligación que surgió en el momento en que el sujeto desplegó relaciones de correspondencia con la sociedad y el orden jurídico. Siendo así, la infracción del deber normativo que define el comportamiento delictivo constituye el núcleo de la capacidad de imputabilidad.
Ahora bien, esta consideración del deber como elemento fundante de la imputabilidad no solo aparece en el momento de la comisión del hecho delictivo, sino que ya se da en un estadio anterior a la imputación en estricto; esto es, que se halla presente en el momento mismo en que el sistema jurídico establece los lineamientos para relacionarse con las personas. En ese punto, para poder desplegar sus potestades de tutela y control de los comportamientos, requiere tomar en cuenta un conjunto de condiciones que doten de coherencia a la interacción que se establece entre el derecho y las personas, pues ciertamente la regulación normativa no puede reducirse a un acto formal del legislador, sino que debe contener un programa que refleje un factor teleológico coherente y razonable con la lógica que sostiene la noción de antijuridicidad, conforme lo hemos desarrollado.
En suma, la capacidad de imputabilidad se determina sobre la constatación jurídica que opera ante dos situaciones específicas: la primera referida al carácter próximo de la acción manifiestamente determinada para inobservar el deber de cuya competencia se es consciente, y la segunda referida al reconocimiento de la persona como sujeto capaz de desplegar su juridicidad y establecer vínculos en referencia a otras personas y al orden jurídico. Todo esto en relación con la composición del injusto típico, el cual precisa de diversos elementos materiales para su reproche, tales como la valoración social de los estándares de conducta, la relevancia de la conducta típica, la comisión de hechos por parte de sujetos incapaces de cuestionar el derecho y los injustos de gravedad atribuidos a sujetos competentes por la infracción del deber de observancia normativa, entre otros (Pastor, 2019, p. 87).
Subsiste una cuestión adicional, que es la correspondiente al criterio ontológico de la imputabilidad penal. En apariencia, cuando señalamos que la capacidad de imputabilidad se vincula a la cuestión de la capacidad jurídica que, en general, se construye sobre el criterio del deber, podría oponerse la idea referida a que esta es una fundamentación de carácter prejurídico toda vez que, al fijar el núcleo de la imputabilidad en el concepto de deber personal, se estarían sobredimensionando los elementos de la personalidad en la atribución de consecuencias jurídicas; de esta forma, estaríamos en contradicción con el fundamento normativo que predicáramos de la imputabilidad. Al respecto, es preciso entender que la concepción normativa del derecho no debe identificarse con un rechazo de las cuestiones correspondientes a la esencia de los objetos o atributos esenciales de la naturaleza humana. Al contrario, el mismo juicio normativo precisa de estos componentes ontológicos, pues gracias a ellos resulta posible elaborar el concepto jurídico que encuentra sus raíces en la propia entidad y contribuye a la coherencia valorativa interna que el juicio normativo debe tener para, con ello, articular «el orden axiológico que se deriva de la Constitución» (Sánchez-Ostiz, 2019, p. 55), cuestión sobre la que volveremos más adelante.
De esta forma, consideramos que la noción del deber como núcleo de la imputabilidad se presenta como un elemento de referencia obligatoria para el tratamiento jurídico. Por tanto, cuando el sistema penal pretende responsabilizar a un sujeto, forzosamente precisa partir de la constatación de que la persona tenía la capacidad de ser portador del deber de mantener una relación comunicativa de respeto con la norma; es decir, podía motivarse conforme al precepto jurídico. Por consiguiente, la imputabilidad de una persona encuentra sus raíces en la idea de deber jurídico toda vez que, para proceder a responsabilizarla, se precisa confirmar que el sujeto determinó su comportamiento a través del uso correcto de sus facultades cognoscitivas y volitivas, lo cual constituye un dato objetivo que el sistema jurídico debe asumir en primera línea, pues sin esta consideración el subsiguiente proceso de valoración normativa no resulta posible. Por tanto, omitir estos presupuestos haría que la imposición de la sanción penal se torne en un ejercicio desprovisto de los fines preventivos y de garantía que la culpabilidad pretende en la imposición del castigo (Silva, 2012, p. 662).
VII. REFLEXIONES EN TORNO A LA CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD: CUESTIONES SOBRE EL IMPACTO DEL MSD EN EL DERECHO PENAL
Luego de fundamentar las bases sobre las que operan los conceptos jurídicos de capacidad, imputabilidad y culpabilidad como presupuestos del castigo penal, corresponde analizar algunas de las consecuencias que el MSD asumido por el Perú podría tener en el ámbito de la imputación penal.
Como se señaló, el DL 1384 supuso la adhesión del ordenamiento peruano en materia de capacidad de ejercicio de las personas con discapacidad a los parámetros de la CDPD. En esta perspectiva, la lógica de diversidad funcional que expresa este modelo supone que el Estado peruano realice acciones tendientes para que la interacción de las personas con discapacidad se dé en condiciones de igualdad en todos los ámbitos de la vida social (Torres, 2019a, p. 156). En respuesta, surge la pregunta respecto a si esto implica también un tratamiento indiferenciado en la imputación penal y, con ello, una readecuación de los criterios normativos de culpabilidad e imputabilidad con los que el derecho penal opera.
Debe recordarse que en función a lo señalado por el artículo 1 de la CDPD, el MSD tendría como objetivo promover, proteger y asegurar el goce pleno de los derechos y libertades de las personas con discapacidad. Con ello se busca garantizar que la persona con discapacidad despliegue su comportamiento de manera plena y efectiva en la interacción social que autodetermine, por lo que el ordenamiento jurídico reconoce en ella a un sujeto que cuenta con todas las facultades para poder establecer el proceso de comunicación con el sistema jurídico y social.
Asimismo, es importante destacar que, como desarrollamos, en el artículo 3 se precisa el criterio de respeto a su autonomía personal como uno de los principios generales de protección a los derechos de las personas con discapacidad, que incluye la libertad de tomar sus propias decisiones. Incluso en el artículo 12 se precisa que los Estados parte reconocen que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica para desarrollar todos los aspectos de su vida en condiciones de igualdad.
Observados estos lineamientos, queda claro que el marcado sentido de igualdad que propone el MSD lleva a asumir a priori que, en cualquier condición, la persona es un sujeto capaz de autodeterminar su comportamiento y relacionarse con los demás en referencia al sistema normativo. De esta forma, se presume que en todos los casos la persona es capaz de asumir el deber de respeto a la norma y, así, de motivarse conforme a derecho.
Trasladado este criterio a los postulados aquí desarrollados, tendríamos que el razonamiento en torno a la imputabilidad supondría admitir que toda persona cuenta con la capacidad de asumir el deber jurídico de respeto a la norma y, consecuentemente, motivarse en correspondencia con la misma; es decir, toda persona cuenta con capacidad de imputabilidad. De esa manera, en el derecho penal tampoco tendría cabida distinguir entre imputables e inimputables, por lo que la división entre penas y medidas de seguridad se vería como un criterio cuestionable y la lógica del merecimiento y necesidad del castigo sería relativizada. Asimismo, el tratamiento indiferenciado de personas que sostiene el MSD incluso ha llevado a señalar que, en el ámbito de la defensa penal de los llamados inimputables, no se busque la exculpación de los mismos a través de las defensas tradicionales que invocan los supuestos de inimputabilidad. Esto porque dichas categorías perpetuarían la consideración de la persona inimputable como un ser incapaz de comprender el mensaje normativo y, con ello, una estigmatización y marginación de las personas con discapacidad (Mercurio, 2023, p. 294).
Siendo así, un punto a determinar es si la lógica de la capacidad de goce y ejercicio de los derechos guarda relación con la imputabilidad como capacidad para responder penalmente. Reconociendo lo complejo del tema, en nuestra consideración el criterio de la capacidad en el fondo hace referencia al comportamiento humano y, por eso, se constituye como un elemento universal del razonamiento jurídico. Ahora bien, con los matices que se presentan en el tratamiento específico que el derecho reserva para cada conducta —entiéndase, la regulación desde los preceptos del derecho público o privado—, lo cierto es que la valoración de las consecuencias jurídicas que las acciones producen en la sociedad se adecúa a un único criterio de antijuridicidad, pues —como lo señalamos anteriormente— todo sistema normativo obedece o debería obedecer algunos de los primeros principios del razonamiento humano, como los de no contradicción y coherencia interna, los cuales se presentan como principios analíticos y normativos con los que se evita la presencia de antinomias y cuya observancia se requiere para garantizar la democracia constitucional (Ferrajoli, 2013, p. 26), que en efecto garantiza el respeto de la dignidad personal.
Al respecto, podría señalarse que el cambio introducido a través del DL 1384 únicamente despliega sus efectos en el ámbito civil y que la cuestión penal difícilmente se vería afectada por sus postulados, ya que estos dos extremos operan de manera autónoma y en distintos niveles de la valoración jurídica. No obstante, las opiniones que la doctrina ha dado sobre el tema coinciden en señalar que el logro del ideal igualitario que sostiene el MSD debe trascender de la esfera civil a todos aquellos espacios donde exista valoración jurídica del comportamiento de la persona con discapacidad, tal como se daría en el ámbito de la responsabilidad penal. En este sentido, como bien lo reconocen Bregaglio y Rodríguez (2017), el MSD conlleva a redefinir la noción de inimputabilidad, de forma tal que las personas con discapacidad no sean tratadas automáticamente como sujetos inimputables (pues esto implicaría un trato discriminatorio) y asumiendo con ello la consecuencia lógica de que el reproche penal puede ejercerse plenamente sobre los sujetos que adolezcan de alguna discapacidad mental (p. 146). Siendo así, vemos que el análisis integral del aparato normativo lleva a reconocer el impacto que el MSD generaría en el ámbito penal, lo cual es corolario de la coherencia que rige el sistema y que, como ya lo vimos, hace que el análisis de la validez de la política legislativa implique reconocer un sistema de valoraciones que sostiene el accionar de la regulación normativa. Bajo esta lógica:
la dogmática debe someter las relaciones en cuestión a un test de control de los distintos razonamientos que pueden explicar los fundamentos de las valoraciones reconocidas en relaciones estructurales determinadas positivamente y, a partir de la determinación del fundamento más convincente de la estructura particular de esas relaciones, depurar el sistema de relaciones de valoración por medio de la construcción de un sistema axiológico preciso, el cual luego debe [sic] reaplicado al sistema de Derecho positivo del que las valoraciones en cuestión son subyacentes para lograr una reconstrucción sistemática consistente (Wilenmann, 2017, p. 64).
Bajo esta perspectiva, la noción de capacidad como centro de atribución de derechos y obligaciones o centro de imputación de responsabilidad penal no puede entenderse de manera segmentada, sino que precisa de un referente común en su fundamento, que a nuestro juicio radica en la idea del deber normativo desarrollado anteriormente. Siendo así, la capacidad jurídica se expresa en los distintos niveles del sistema jurídico, ya sea como aptitud atribuida o reconocida para ser titular y ejercer derechos y deberes, o para hacerse competente por la inobservancia injustificada de los deberes impuestos por los mandatos de la norma prohibitiva o prescriptiva del derecho penal (Torres, 2019c, p. 130). Por lo tanto, la capacidad de goce y ejercicio propias del derecho civil y la capacidad de imputabilidad en el derecho penal terminan siendo dos caras de la misma moneda que, en conjunto, obedecen al criterio del comportamiento humano susceptible de desplegar procesos de comprensión con los parámetros de conducta que las normas establecen o, como lo expresa Rodríguez (2016):
si la imputabilidad se refiere a la capacidad penal, es lógico que ésta pertenezca a su vez a la capacidad jurídica. En esta medida, la fundamentación de la imputabilidad debe ser la misma que de la capacidad jurídica. Esto es, el reconocimiento social intersubjetivo (p. 157).
Un criterio similar se ha establecido en la opinión formulada por la Alianza de Organizaciones Latinoamericanas (2014), la cual, al plantear sus aportes para la elaboración de la Observación General N.° 1 sobre el artículo 12 de la CDPD, declara que «el derecho a la capacidad jurídica también involucra el reconocimiento de la aptitud para afrontar la responsabilidad penal ante la comisión de hechos considerados delitos por la legislación de cada Estado» (p. 6).
Seguidamente, otra cuestión a la que debemos dar respuesta es si el MSD automáticamente hace que todas las personas puedan ser consideradas imputables y, con ello, abre paso a la modificación de los criterios legales que regulan la inimputabilidad en nuestro CP. Efectivamente, el componente axiológico del MSD obliga al ordenamiento jurídico nacional a observar el criterio de igualdad y no discriminación en la interacción que las personas entablan con la ley. De esta forma, una interpretación coherente y conforme a la no contradicción del orden legal llevaría a afirmar que los supuestos de inimputabilidad regulados en los códigos penales constituyen supuestos de discriminación indirecta para las personas que adolezcan de alguna discapacidad (Alianza de Organizaciones Latinoamericanas, 2014, p. 6). Con ello, el ordenamiento jurídico penal claramente se ve impactado con la asunción de este nuevo criterio, abriéndose un cúmulo de cuestiones a dirimir para la ciencia penal. Entre ellas, el debate respecto a si las causales de inimputabilidad deben mantenerse en el CP; si el fundamento de la inimputabilidad debe seguir dándose desde criterios psicobiológicos o si hay que reconducir todo al componente normativo; si aún resulta admisible que la sanción penal se reparta entre los supuestos de penas o medidas de seguridad, o si simplemente debiera regir un criterio unánime de sanción para todos los sujetos y, con ello, para los problemas derivados que se generarían a nivel del proceso penal y, principalmente, en el ámbito de la ejecución penal, entre otras cuestiones que se harán evidentes a medida que la nueva legislación en materia de capacidad vaya desplegando sus efectos.
Ahora bien, en el estadio actual de la cuestión en torno a la capacidad e imputabilidad, pareciera ser que la única forma de conciliar este nuevo paradigma con la atribución de responsabilidad penal está en concebir la imputabilidad penal bajo los criterios de la autodeterminación y posibilidad de motivarse conforme a derecho. Efectivamente, si la premisa es que el derecho debe reconocer que toda persona se encuentra en capacidad de autodeterminar su comportamiento —es decir, de ejercer válidamente el deber jurídico de respeto a la norma—, entonces la atribución de responsabilidad penal y las causales de inimputabilidad deben quedar reservadas únicamente a aquellos casos donde la ausencia de posibilidades para determinarse conforme al deber es absoluta. Ante esto, podría señalarse que el MSD no erraría al equiparar a todas las personas como sujetos pasibles de imputación, sino que solo estaría variando el criterio de valoración socionormativa que funda a la imputabilidad penal, ya que para cumplir con el ideal de igualdad plena lo único que se estaría haciendo es reducir el espectro de situaciones jurídicas de inimputabilidad a supuestos donde las personas no entienden las normas, criterio que sería compatible con la formulación de la culpabilidad e imputabilidad como categorías de naturaleza normativa.
En esta línea, Slobogin (2000) ha señalado que si bien es cierto que la consideración de la persona con discapacidad como sujeto plenamente imputable llevaría a que se le considere delincuente, esto no constituye un problema, pues tal valoración resulta menos estigmatizante que la que normalmente se hace al considerarlo como un sujeto carente de capacidad para ser reprochado penalmente (p. 40). Al respecto, consideramos que tal criterio resulta cuestionable, pues más allá de la cuestión normativa o de la valoración social, las dificultades radican al momento de valorar la capacidad y el criterio de igualdad abstracta que el MSD plantea. A nuestro entender, esto podría ocasionar situaciones indeseadas en la injerencia punitiva, pues la imposición de penas, aún en casos donde fácticamente las personas ostenten deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas, pero se les entienda jurídicamente como sujetos con plena capacidad de ejercicio, generaría situaciones de desigualdad y desprotección ante el proceder agresivo que por definición guarda el derecho a pena, situación que se ve complicada al reparar en los efectos colaterales que se derivan tras la imposición de una condena; por ejemplo, las condiciones endebles que actualmente presenta el sistema carcelario y que dificultan un adecuado tratamiento del penado y la consecución del ideal resocializador.
En este sentido, resulta problemático asumir el MSD en el ámbito penal pues, cuando se fundamenta la culpabilidad como criterio normativo de reprochabilidad, el análisis del hecho delictivo no parte de una consideración abstracta de la imputabilidad, sino de una comprensión del accionar humano concreto que se despliega en la realidad de la persona con sus congéneres y la esfera social. De ahí que en el derecho penal la culpabilidad se fundamente como un criterio normativo de reprochabilidad, pues ante la constatación del comportamiento ilícito se procede a imputar el hecho (imputatio facti) y, posteriormente, se añade la atribución del reproche por tratarse de un comportamiento jurídicamente desvalorado (imputatio iuris) (Sánchez-Ostiz, 2018, pp. 40-41).
VIII. CONCLUSIONES
La CDPD, se sostiene sobre los principios del MSD. Según este modelo, la discapacidad radica en la sociedad y no en la persona; por tanto, es la sociedad la que debe adaptarse a las necesidades de la persona con discapacidad y, por ello, los Estados deben promover y garantizar la participación de estos individuos en todos los aspectos de la vida social. Por su parte, el artículo 12 de la CDPD reconoce la capacidad de ejercicio pleno de las personas con discapacidad, la que en el ordenamiento jurídico peruano fue recogida por el artículo 9 de la LGPD. Esta última, antecede las modificaciones introducidas en la regulación de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva por el DL 1384.
Antes del DL 1384, el ejercicio de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva recaía sobre la curatela a través del proceso de interdicción. El legislador nacional, entendió que, dada la condición de discapacidad psicosocial intelectual y o cognitiva de la persona, era necesaria la sustitución de su voluntad en la figura del curador para garantizar su protección en diversos aspectos de la vida y en el ejercicio de sus derechos personales y/o patrimoniales. En este contexto, fueron considerados como absolutamente incapaces los que, por cualquier causa, se encuentran privados de discernimiento; mientras que los retardados mentales y los que adolecen de deterioro mental que les impide expresar su libre voluntad fueron considerados como relativamente incapaces. Asimismo, la nueva regulación introducida por el DL 1384 se sostiene sobre el reconocimiento de la plena capacidad de ejercicio en igualdad de condiciones de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva en todos los aspectos de la vida, independientemente de si usan o requieren ajustes razonables o apoyos para la manifestación de su voluntad.
Las modificaciones de la regulación de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva ha traído como consecuencia la adaptación de las normas de nuestro CC para garantizar que puedan ejercer plenamente su capacidad jurídica y, consecuentemente, sus derechos personales y/o patrimoniales, con independencia de que requieran de apoyos o ajustes razonables para ello.
La consideración del derecho como ciencia del accionar humano práctico implica reconocer que su actuación se encuentra regida por un principio de unidad y coherencia del ordenamiento normativo. Es bajo esta perspectiva que debe analizarse la noción de capacidad, la cual se constituye como un fundamento del sistema legal y se manifiesta como presupuesto habilitante para el goce de derechos y la atribución del castigo. Sin esta idea de unidad y orden lógico sería imposible entender y valorar el carácter antijurídico de la conducta humana, cualidad que en el campo penal y civil constituye un elemento esencial del juicio normativo.
La culpabilidad y la imputabilidad son categorías normativas del derecho penal que centran su fundamento en la noción del ser humano capaz de autodeterminarse conforme a derecho. De esta manera, su sustrato se constituye por el carácter comunicativo que la persona establece con las normas y cuya interacción supone la capacidad del sujeto de comprender y adecuar su comportamiento a los mandatos normativos.
En lo que respecta a la imposición del castigo, la imputabilidad penal se manifiesta como una expresión de la capacidad humana que la persona debe presentar para hacerse competente por la conducta delictiva. De esta forma, la noción de capacidad en el derecho penal debe ser revestida de contenido y debe fundamentar la imputabilidad desde la constatación de la persona como sujeto capaz de motivar su conducta conforme a la norma y, con ello, merecedora del castigo que sobreviene a la infracción normativa. Por esta razón, la consideración de la capacidad de imputabilidad no puede darse desde una aproximación abstracta, sino que precisa de una fundamentación valorativa que parta de conceptos relativos al propio ser humano, en conjunto con la interacción que genera en sociedad.
Resulta posible entender que la capacidad es un atributo que rige de manera universal en el ámbito jurídico. De esta forma, la capacidad para gozar y ejercer derechos y obligaciones, así como la capacidad para ser sujeto de imputación penal, obedecen a un mismo criterio de valoración jurídica que encuentra su fundamento en el criterio del deber personal que se desprende de la acción humana. Por tanto, la noción de capacidad que se postula en el derecho civil y la noción de capacidad de imputabilidad para ser responsabilizado penalmente se muestran como dos manifestaciones de un mismo criterio de atribución normativa.
La noción de deber como fundamento de la capacidad implica entender que la atribución de responsabilidad penal es el resultado de confirmar la realización de un injusto típico por parte de la persona a quien el derecho asignó el deber fundamental de respeto hacia las normas y que, pudiendo observarlo en situaciones de exigibilidad jurídica, decide no hacerlo. Bajo esta perspectiva, la noción del deber se presenta como el contenido de la capacidad de imputabilidad que opera en dos momentos: el primero, en la atribución de derechos y obligaciones con los que el orden jurídico interactúa con las personas; y el segundo, referido al momento del hecho típico donde el sujeto, haciendo uso de sus facultades cognitivas y de autodeterminación, opta por infringir el deber de respeto a la norma.
En lo que refiere al paradigma del MSD, el asunto está en analizar cuáles son las consecuencias que su aplicación genera en el sistema jurídico en general. Esto supone entender que, más allá del propósito manifiesto de incentivar el trato igualitario de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva, el derecho debe actuar bajo una lógica coherente que atañe a la noción de antijuridicidad. De esta manera, en el ámbito de la imputación penal, las premisas del MSD podrían resultar incompatibles con algunos criterios imprescindibles para la imputación y atribución del castigo, puesto que si se reconoce que toda persona —con independencia de las condiciones físicas o mentales que pueda presentar— cuenta con la facultad para autodeterminar su comportamiento, entonces se debería asumir que per se también cuenta con la posibilidad de comprender y motivarse en referencia a la norma penal y, con ello, de ser sujeto de imputación delictiva. Esto se presenta problemático al tomar en consideración el carácter agresivo de la injerencia punitiva y cómo es que opera la reacción penal ante el hecho delictivo, el cual precisa constatar el ejercicio de la acción humana en situaciones de regularidad para la motivación y exigibilidad normativa.
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Recibido: 27/02/2023
Aprobado: 15/01/2024
1 Modificado por el artículo 2 del Decreto Legislativo N.° 1417, de 2018.
* Esta investigación ha sido desarrollada gracias al financiamiento del Concurso de Proyectos de Investigación 2021 de la Universidad Católica San Pablo (Perú).
** Magíster en Derecho por la Universidad Austral de Buenos Aires (Argentina). Abogada. Profesora de Derecho Civil del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Católica San Pablo.
Código ORCID: 0000-0002-4719-8646. Correo electrónico: atorresf@ucsp.edu.pe
*** Magíster en Derecho Penal por la Universidad Austral de Buenos Aires. Abogado. Profesor de Derecho Penal del Departamento de Derecho y Ciencia Política por la Universidad Católica San Pablo.
Código ORCID: 0000-0001-7307-4578. Correo electrónico: pvbedoya@ucsp.edu.pe
¿Qué es convivir en pareja? Los supuestos espaciales de la Corte Suprema colombiana en casos de pensión de sobrevivientes*
What is Cohabitation? The Colombian Supreme Court’s Spatial Assumptions in Survivor’s Pension Cases
Andrés Rodríguez Morales*
Universidad de los Andes (Colombia)
Resumen: En este artículo utilizo la geografía legal para analizar la forma en que la jurisprudencia de la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia de Colombia asume imaginarios espaciales sobre el estándar probatorio de la convivencia en pareja. El patrón fáctico elegido es el estudio del posible reconocimiento de la pensión de sobrevivientes para la pareja del causante, para lo cual presento dos argumentos. En primer lugar, que los supuestos espaciales sobre los que se construye el concepto de convivencia en pareja son contradictorios. En segundo lugar, que tratándose de la existencia de las relaciones sexuales en el marco de la relación de pareja, la Corte Suprema utiliza el binario público/privado, tradicionalmente utilizado para oprimir a las mujeres, para emanciparlas.
Palabras clave: Pensión de sobrevivientes, convivencia en pareja, relaciones sexuales, supuestos espaciales, geografía legal, derecho probatorio
Abstract: In this article I use legal geography to analyze the way in which the jurisprudence of the Labor Cassation Chamber of the Colombian Supreme Court of Justice assumes spatial imaginaries on the evidentiary standard of cohabitation as a couple. The factual pattern chosen is the study of the possible recognition of the survivor’s pension for the partner of the deceased; therefore, I present two arguments. First, that the spatial assumptions on which the concept of cohabitation as a couple is built are contradictory. Secondly, that when it comes to the existence of sexual relations within the framework of the couple’s relationship, the Supreme Court uses the public/private binary, traditionally used to oppress women, to emancipate them.
Keywords: Survivor’s pensions, domestic partnership, sexual relations, spatial assumptions, legal geography, evidence law
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. LA PENSIÓN DE SOBREVIVIENTES COMO MECANISMO PARA CUBRIR EL RIESGO DE LA VIUDEZ.- III. LA CONVIVENCIA EN PAREJA: DEL VÍNCULO A LA COMUNIDAD DE VIDA.- III.1. DEL «TECHO» A LA COMUNIDAD DE VIDA.- III.2. EL «LECHO»: UNA PRUEBA INCONDUCENTE.- III.2.1. LAS CRÍTICAS AL BINARIO PÚBLICO/PRIVADO.- III.2.2. ¿LAS RELACIONES SEXUALES PERTENECEN A LO PRIVADO? EL USO IDEOLÓGICO DEL BINARIO POR LA CSJ.- IV. CONCLUSIONES.
I. INTRODUCCIÓN
El derecho es una fe profundamente antigeográfica. Los jueces son sus sumos sacerdotes, los tribunales son sus santuarios, las facultades de derecho sus seminarios. Sus escrituras son «autoridades» transmitidas de generación en generación por oráculos designados. Su dios es una «racionalidad» descontextualizada, profundamente abstracta y despersonalizada. Los contextos de cualquier tipo —de género, clase, religiosos, culturales, políticos, históricos o espaciales— son los enemigos del derecho. En toda su majestuosidad, el derecho es la antítesis de la región, la localidad, el lugar, la comunidad. Este «sentido común» jurídico acumula abstracción sobre abstracción. Es un sinsentido geográfico: antigeografía.
Pue (1990, citado en Castro, 2020, p. 13).
Como un joven abogado graduado de la que quizás es la escuela de derecho más tradicional de Colombia, puedo afirmar —al igual que Pue— con tranquilidad que los abogados solemos pensar poco en el espacio. Y, cuando lo hacemos, incurrimos en un error común: solemos pensar el espacio como un área delimitada (en dos dimensiones). Por ejemplo, en el derecho civil, la propiedad se delimita a través de unos linderos o unos mojones ubicados en un plano. Al hacerlo, el derecho omite que el espacio tiene otras dimensiones más complejas que se pueden ver a través del volumen (en tres dimensiones) (Elden, 2013).
La geografía legal (en adelante, GL) es un marco teórico para situar esos contextos en los que el derecho es aplicado, así como también devela el rol central que tiene el derecho en la construcción del espacio. Los estudios de GL han denunciado que la forma en la que el derecho construye los espacios es problemática porque sobresimplifica la realidad (Freeman & Blomley, 2019). Esto sucede, entre otras razones, porque el derecho utiliza categorías abstractas, espaciales y estáticas para describir el mundo, ignorando las complejidades particulares de la realidad y el contexto móvil en el que suceden los fenómenos sociales (Castro, 2020).
Por ello, la GL defiende la necesidad de romper con la suposición de que el espacio es un lugar fijo y predeterminado donde suceden las cosas, la cual es predominante en el derecho liberal (Ojeda & Blomley, 2024). Esto la hace un marco teórico útil para describir y analizar cómo el derecho no es neutro en la construcción del espacio; sino que, por el contrario, este participa en la forma en la que se construye y preforma constantemente este (Olarte Olarte & Rua Wall, 2012).
En este artículo, mi objetivo es mostrar las suposiciones espaciales de las que parte la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia de Colombia (en adelante, CSJ) para resolver casos en los que debe determinar si hay convivencia en pareja o no como requisito previo para poder reconocer la pensión de sobrevivientes.
A pesar de que no tenemos cifras suficientes para determinar en cuántos procesos laborales se discute el reconocimiento de este tipo específico de pensiones, sí sabemos que se trata de una causa frecuentemente litigada. Conforme a la información cualitativa recogida en el reciente informe de la Misión de Empleo de 2021, entre un 60 % y 80 % de los procesos laborales ordinarios versan sobre el derecho de la seguridad social, «por ejemplo, con el reconocimiento de pensiones, traslado entre regímenes pensionales, conflictos sobre tiempo de servicio, aportes no realizados al sistema por parte del empleador pese a haberlos laborado el trabajador»(Ramírez Bustamante, 2021, p. 90).
Metodológicamente, utilizo las técnicas de análisis estático y dinámico de decisiones judiciales propuestas por Diego López Medina (2006) con el fin de identificar qué decisiones judiciales se acoplan al patrón fáctico escogido. Posteriormente, realizo un análisis del discurso de las decisiones judiciales, en particular de los fragmentos que muestran cómo el derecho trata de gobernar (Cortés Nieto, 2022) sobre cierto tipo de relaciones sentimentales como condición para acceder a la pensión de sobrevivientes.
Teóricamente, utilizo tres marcos teóricos en el análisis. En primer lugar, como ya lo anticipé, usaré a la geografía legal con el fin de explicar las suposiciones espaciales detrás de los estándares probatorios establecidos por la CSJ para probar la convivencia en pareja. En segundo lugar, emplearé las críticas feministas al derecho para mostrar cómo las subreglas bajo análisis no son neutras en términos de género y generan arreglos distributivos positivos o negativos (Alviar García & Jaramillo Sierra, 2012; Jaramillo Sierra, 2000). Finalmente, en tercer lugar, también compartiré una de las ideas centrales de los critical legal studies (en adelante, CLS): que el estudio de la adjudicación judicial es importante, pues contrariamente a como lo sostienen las teorías liberales, la ideología de los jueces impacta en la forma en la que aplican y crean el derecho.
Conforme a los críticos, dependiendo del caso y de la interpretación que realicen los jueces, el derecho se convierte en un instrumento de emancipación o de opresión (Kennedy, 1998). En los casos elegidos, esa interpretación judicial es aún más relevante tratándose de la CSJ, toda vez que es el órgano de cierre de la especialidad laboral de la jurisdicción ordinaria y, como tal, determina cómo se deben interpretar las normas para todos los jueces de trabajo en el país (Porras & Caselles, 2019, p. 253).
Tras esta introducción, este artículo se divide en tres partes. En la segunda sección, explico la importancia de la figura de la pensión de sobrevivientes y los requisitos legales necesarios para que esta sea reconocida. En la tercera, describo en detalle en qué consiste «la comunidad de vida», el estándar probatorio establecido por la CSJ para definir si existe convivencia. Finalmente, en la cuarta y última sección, presento las conclusiones.
Concluyo el texto argumentando que los supuestos especiales alrededor de los cuales se construye el estándar probatorio de la convivencia en pareja son contradictorios, pues aunque se dice que la conformación de una comunidad de vida es el elemento que configura la convivencia, en realidad se privilegia vivir bajo un mismo techo (en adelante, cohabitación).
II. LA PENSIÓN DE SOBREVIVIENTES COMO MECANISMO PARA CUBRIR EL RIESGO DE LA VIUDEZ
El sistema de seguridad social colombiano está diseñado para cubrir riesgos. Todos los seres humanos afrontamos el riesgo de la muerte. Cualquier día, de la forma menos esperada, uno de nosotros o uno de nuestros familiares más cercanos puede fallecer, y esto podría tener consecuencias económicas graves ante la ausencia de una fuente usual de ingresos en el hogar.
Por esa razón, el derecho colombiano de la seguridad social ampara el riesgo de la muerte de un familiar. Si quien fallece (a quien se le denomina «causante») estaba afiliado al sistema general de pensiones (siempre que hubiera «cotizado cincuenta semanas dentro de los tres últimos años inmediatamente anteriores al fallecimiento» [Ley 100, 1993, art. 46, num. 2]) o si ya disfrutaba de una pensión, algunos de sus familiares más cercanos (a quienes se les llama «beneficiarios») tienen derecho a recibirla en su lugar. Esta protección se denomina «pensión de sobrevivientes» y su objetivo es evitar que los beneficiarios tengan necesidades económicas insatisfechas tras la muerte del causante (Muñoz Segura & Zúñiga Romero, 2021).
La ley regula detalladamente quiénes pueden ser los beneficiarios. El diseño parte de varios grupos de beneficiarios, organizados de forma jerárquica. Los grupos son jerárquicos porque un beneficiario del segundo grupo no podrá solicitar el reconocimiento de la pensión si existe alguno del primer grupo. De la misma manera, el beneficiario del tercer grupo solo puede solicitar la pensión de sobrevivientes si no existen beneficiarios en otros grupos (Arenas Monsalve, 2018).
El primer grupo está conformado por la pareja y los hijos. Si el beneficiario solo tenía pareja, esta recibirá la totalidad de la mesada. Si el beneficiario solo tenía hijos, a estos se les reconocerá en partes iguales la prestación. Si el beneficiario tenía pareja e hijos, la pareja recibe la mitad de la prestación y los hijos se dividen el otro 50 % en partes iguales (Arenas Monsalve, 2018). Para poder acceder a la pensión de sobrevivientes, los hijos deben ser menores de edad (18 años) o tener hasta 25 años, siempre y cuando puedan probar que continúan estudiando.
En el segundo grupo se encuentran los padres1 y en el tercero los hermanos inválidos. Estos dos grupos de beneficiarios deben probar que dependían económicamente del causante2 (Arenas Monsalve, 2018). Sin embargo, la reglamentación más detallada es la de la pareja, que puede ser cónyuge o compañero/a permanente3. Desde 2003, el tiempo por el cual es reconocida la pensión varía dependiendo de la edad. Si la pareja tiene más de 30 años, se reconoce de forma vitalicia; por el contrario, si tiene menos edad y no tuvieron hijos, se reconoce por máximo veinte años4 (Muñoz Segura, 2017a). Adicionalmente, para que esta pueda ser beneficiaria, debe demostrar que durante los últimos cinco años de vida del/de la causante convivió con él/ella5. Finalmente, es importante resaltar que, en caso de convivencia simultánea con dos parejas, la pensión se dividirá entre ambas «en proporción al tiempo de convivencia con el fallecido»(C-1035/08, 2008).
III. LA CONVIVENCIA EN PAREJA: DEL VÍNCULO A LA COMUNIDAD DE VIDA
Desde 1988 se exige que la pareja del causante (ya sea cónyuge o compañero/a permanente) pruebe que antes del fallecimiento existía «vida marital» para acceder a la pensión de sobrevivientes. Este es un avance en términos de cobertura de esa prestación, que inicialmente solo protegía a aquellos unidos a través de un vínculo matrimonial (Muñoz Segura, 2017a). No obstante, la «vida marital» (como la denominaba el Decreto 1160 de 1989) y su categoría sucesora, la «convivencia» (como pasó a llamarse con la vigencia de la Ley 100), son concepciones moldeables. A mi juicio, como lo argumento en este texto, esas concepciones son producto de suposiciones espaciales.
En los primeros años de la década de los noventa, la «convivencia» se interpretaba a través de preconceptos dogmáticos provenientes del derecho de familia. En varias ocasiones se exigía a las parejas beneficiarias de la pensión probar la existencia de una unión marital de hecho. Esta figura fue creada por la Ley 54 de 1990. Su objetivo era reconocerle efectos jurídicos a la convivencia de parejas que vivieran juntas sin estar unidas a través del matrimonio, dándoles una protección patrimonial similar (la sociedad patrimonial) (Gutiérrez Sarmiento, 2001). Para probar la existencia de esta clase de uniones, se solía exigir que la pareja compartiera «techo, lecho y mesa» (CSJ, Radicación 36124, 2010). Esta concepción de lo que constituía la convivencia, al igual que cualquier otra categoría creada o reproducida por el derecho, no era neutra.
Pese a que legalmente la prueba de esos tres elementos no se exige para la acreditación de la convivencia en casos de pensión de sobrevivientes, existe una suerte de conciencia jurídica (Kennedy, 2015) arraigada en los abogados litigantes, y estos suelen utilizar las expresiones «techo» y «lecho» para probar o desvirtuar la existencia de la convivencia6. Por esa razón, para explicar el giro jurisprudencial que estableció el estándar probatorio de lo que implica la convivencia en pareja, esta sección se divide en dos partes.
En la primera parte explico cómo la jurisprudencia de la CSJ modificó su precedente para apartarse de la necesidad de probar el «techo» (cohabitación). En la segunda parte, describo cómo se apartó la CSJ de la necesidad de probar el «lecho» (la existencia de relaciones sexuales) para acreditar la convivencia. Al analizar la oposición a ambos preconceptos dogmáticos del derecho de familia, muestro cómo se construyó el nuevo estándar de convivencia: la comunidad de vida, así como las contradicciones y posibilidades emancipatorias que existen en su formulación.
III.1. Del «techo» a la comunidad de vida
En la concepción original del derecho de familia, para acreditar la existencia de una sociedad patrimonial es necesario probar que la pareja convive en un solo inmueble: debajo de un «techo». Esta concepción de familia reproduce los imaginarios occidentales sobre «el hogar»: una vivienda confortable donde se desarrollan las relaciones familiares de una sola familia (Mallett, 2004). Esto ignora que el hogar no es un espacio vacío, sino que se constituye gracias a las relaciones familiares que suceden dentro de él (Easthope, 2004).
En consecuencia, se invisibiliza la existencia de otro tipo de relaciones familiares, dejándolas sin protección frente al riesgo de la muerte de uno de los miembros proveedores del hogar. Por ejemplo, desprotege de ese riesgo a las familias separadas por la migración internacional (que suelen conservar un proyecto común) (López-Montaño & Zapata-Martínez, 2016) y a las familias nómadas, en las que, pese a tener redes de protección y cuidado, no existe un asentamiento fijo (Mallett, 2004).
Ahora bien, la Constitución de 1991 amplió la concepción de familia protegida por el derecho y, como resultado, la CSJ se apartó de los criterios del derecho de familia (techo, lecho y mesa). En una de sus primeras decisiones, la Corte Constitucional sostuvo que cualquier tipo de proyecto de familia está protegido por la Constitución siempre que estos «se fund[en] en el afecto y la solidaridad que alientan el cumplimiento de un proyecto de vida en común y la feliz realización de cada uno de sus integrantes» (C-577/11, 2011)7.
Ese giro hermenéutico también fue adoptado por la CSJ, haciendo insostenible la concepción anterior, que giraba alrededor de la reproducción. La CSJ reformuló el concepto de convivencia alrededor de la figura de la comunidad de vida de la siguiente manera:
A partir de la Constitución Política de 1991, se dio un giro fundamental en lo que respecta al concepto de “familia”, de modo que no sólo la constituye un primer vínculo matrimonial, sino también cuando después de haber cesado definitivamente la cohabitación dentro de éste, se desarrolla durante varios años otra efectiva comunidad de vida —legal o de hecho— cimentada sobre una real convivencia de la pareja, basada en la existencia de lazos afectivos y el ánimo de brindarse apoyo y colaboración, factores determinantes a efectos de construir el nuevo núcleo familiar (Radicación 11245, 1999)8.
Con el tiempo, la CSJ fue afinando el significado de la comunidad de vida:
Dentro de ese nuevo esquema constitucional de la familia, la convivencia —entendida como la comunidad de vida, forjada en el crisol del amor responsable, la ayuda mutua, el afecto entrañable, el apoyo económico, la asistencia solidaria y el acompañamiento espiritual, que refleje el propósito de realizar un proyecto de vida de pareja responsable y estable, a la par de una convivencia real efectiva y afectiva— durante los años anteriores al fallecimiento del afiliado o del pensionado, se constituye en el criterio que ha de apreciarse cuando el juzgador se aplique a la tarea de definir la persona con vocación legítima para disfrutar de la pensión de sobrevivientes, a raíz de la muerte de su consorte o compañero (Radicación 31605, 2011)9.
Comprender la convivencia como una comunidad de vida, en los términos de la CSJ, modifica radicalmente el análisis en los casos en los que se debate si se puede reconocer una pensión de sobrevivientes. Siguiendo tajantemente la lógica de la comunidad de vida, el hecho de que una pareja suspenda la cohabitación no necesariamente interrumpe la convivencia, pues este solo hecho no difumina la existencia de un proyecto de vida en común (con ayuda, afecto, amor y apoyo) que puede permanecer pese a esa separación física de la pareja.
Por esa razón, la CSJ ha reconocido en múltiples patrones fácticos que la separación temporal de la pareja no necesariamente interrumpe la convivencia. Por ejemplo, en un caso en el que la mujer beneficiaria salía frecuentemente del país a visitar a sus hijos, dejando a su pareja en casa, la CSJ afirmó que ese solo hecho no interrumpía necesariamente la convivencia. A juicio de la Sala, el hecho jurídicamente relevante no es la interrupción de cohabitación, sino la existencia de un proyecto de vida común pese a esa separación (Radicación 31605, 2011).
En el mismo sentido, en varias oportunidades la CSJ ha ordenado que le sea reconocida la pensión de sobrevivientes a la pareja del causante cuando la pareja no convive permanentemente bajo el mismo techo por razones laborales (SL3861-2020, 2020). Igualmente, la Sala ha reconocido que la comunidad de vida puede perdurar en los casos en los que la pareja debe interrumpir su convivencia por motivos de salud (buscando atención médica), ya sea de urgencias (Radicación 11245, 1999; Radicación 34362, 2011) o ante la necesidad de cuidados paliativos permanentes de largo aliento (SL1227-2015, 2015). Inclusive, esa concepción también se ha aplicado en casos en los que la cohabitación se interrumpe por privaciones de la libertad de alguno de los miembros de la pareja (SL4866-2018, 2018).
La CSJ también ha considerado que en casos en los uno de los miembros de la pareja huya del hogar debido al conflicto armado interno, no se interrumpe la convivencia si se acredita que perduró la comunidad de vida (Radicación 31049, 2007; SL2010-2019, 2019). En aplicación del enfoque de género, este patrón fáctico ha sido reinterpretado en casos de violencia doméstica más recientemente por la CSJ. Específicamente, la Sala ha establecido que, con el fin de proteger a la mujer víctima de violencia intrafamiliar, es necesario reconocerle la pensión de sobrevivientes en los casos en los que se demuestre que, pese a las condiciones indignas a las que fue sometida, esta seguía apoyando a su expareja hasta en su lecho de muerte (SL1130-2022, 2022), inclusive en el caso en que los miembros de la pareja estén divorciados (Muñoz Segura & Zúñiga Romero, 2021).
En síntesis, la CSJ ha establecido que si la cohabitación se interrumpe por razones ajenas a la pareja, la convivencia no se interrumpe si la comunidad de vida permanece (SL1399-2018, 2018). Ese cambio conceptual pasa por romper algunas de las suposiciones espaciales que implicaba la definición anterior de convivencia. La comunidad de vida implica un proyecto de vida común, cuidado y apoyo. Esas relaciones no solo suceden en el hogar, sino también fuera de él. De esa forma, prevalece la materialidad de la relación —el hecho de tener una comunidad de vida— sobre el límite espacial —la convivencia debajo de un techo—.
Siguiendo la nueva subregla de forma estricta, en los casos en los que una pareja tenga un proyecto de vida en común, pero decida no cohabitar, habría lugar a reconocer la pensión de sobrevivientes. Sin embargo, existe cierta tendencia a respetar la fuerza gravitacional de las subreglas anteriores y la CSJ se ha negado a reconocer la convivencia en esas circunstancias. En otras palabras, aunque en su jurisprudencia la CSJ ha reiterado sucesivamente que la comunidad de vida es el estándar probatorio para acreditar la convivencia, se ha negado a reconocer la prestación en aquellos casos en los que una pareja establece un arreglo familiar en el que no existe cohabitación por un arreglo mutuo y no por las razones de fuerza mayor ya expuestas en otros escenarios.
En una sentencia hito proferida por la CSJ (Radicación 36124, 2010) vemos el caso de un hombre y una mujer que tenían un hijo en común y un proyecto de vida en conjunto, pero el hombre vivía con sus padres —adultos mayores—, a quienes cuidaba. La mujer argumentó que sus familiares no estaban de acuerdo con su relación, pero que pese a ello ambos habían construido una vida en común. El Tribunal, partiendo de la conceptualización de la comunidad de vida, había ordenado reconocer la pensión, pero la Corte consideró que, al hacerlo, había interpretado mal las normas sobre la pensión de sobrevivientes. Estos fueron los argumentos de la CSJ:
Para la Corte se equivocó el Tribunal al confundir la relación de pareja del sub lite con el concepto de familia que ampara la seguridad social, y ello obedeció a la errada valoración de lo consignado en la demanda que dio origen a la contienda judicial.
El grupo familiar lo constituyen aquellas personas entre las que se establecen lazos afectivos estables que deben trascender el plano de un mero acompañamiento emocional y social, y alcanzar el nivel de un proyecto común de vida; es esencial a la familia el prestarse ayuda mutua, que no es cualquier clase de apoyo sino la que se encamina a realizar el propósito familiar común.
De esta manera el acompañamiento espiritual y material ha de estar referido a lo que la jurisprudencia ha reiterado: una verdadera vocación de constituir una familia […]
En este caso, esa ausencia de propósito común se hace evidente en que cada uno de los miembros de la pareja quiso mantener su propio núcleo familiar de manera separada, y respecto al cual, para cada uno, se agotaba la intención de constituir familia.
La jurisprudencia parte de la premisa de que la vida en común bajo un mismo techo es la expresión ordinaria y común del deseo de conformar una familia; y no desconoce, sino que reafirma ese supuesto, si admite que en circunstancias excepcionales se justifica la convivencia sin que concurra la vida en el hogar común; y se desvirtúa íntegramente, si de la misma se infiere que esa vida en común es prescindible y que puede ser reemplazada por proyectos de vida separados y paralelos (Radicación 38113, 2010)10.
Como se puede ver en este extracto, la CSJ limitó los casos en los que la concepción amplia de comunidad de vida puede ser aplicable. Según la CSJ, para que exista convivencia es necesario que exista un núcleo familiar conformado (bajo el mismo techo), y solo existe convivencia si después de eso hay alguna interrupción y se mantiene la comunidad de vida. Al usar este argumento, la Corte reificó los supuestos espaciales de los que se había apartado inicialmente con el «giro» en el concepto proveniente de la constitucionalización, lo que le resta notablemente su poder transformador.
Lamentablemente, ese criterio jurisprudencial (que limita el alcance transformador del concepto de la comunidad de vida) ha sido reiterado en otros casos recientemente. En la sentencia SL2396-2021, la CSJ conoció un caso en el que el Tribunal había negado el reconocimiento de una pensión de sobrevivientes por no acreditar el requisito de convivencia. La supérstite argumentó que habían vivido de forma intermitente entre las casas de ambos y que tenían ropa en ambos lugares (SL2396-2021, 2021). Asimismo, en la sentencia SL3445-2021, la Sala de Casación resolvió el recurso extraordinario de casación de un expediente en el que la supérstite aseguró que en ocasiones su pareja no dormía en casa, puesto que era el cuidador de su madre, quien no aceptaba la relación de pareja que tenían.
En ambos casos, pese a que la Corte insistió en la retórica de la comunidad de vida, invalidó los acuerdos de la pareja para formar su proyecto de familia, reiterando la subregla de la sentencia con Radicación 38113 de 2010, y asegurando que la cohabitación bajo un mismo techo es un elemento imprescindible para que exista la convivencia (SL2396-2021, 2021; SL3445-2021, 2021).
III.2. El «lecho»: una prueba inconducente
El eufemismo «lecho», que se utiliza en la concepción más clásica del derecho de familia como prueba indispensable para que se configure una sociedad patrimonial, se refiere a la necesidad de probar que los miembros de la pareja tenían relaciones sexuales antes del deceso. Esta concepción no es neutra en términos de género; por el contrario, su exigencia denota la defensa ideal de familia biparental, cuyo fin es solo reproductivo. En esa concepción «natural» de la familia, la mujer es la encargada exclusiva del trabajo de cuidado y el hombre es quien debe proveer a la familia. Esa distribución injusta de los roles de género ha llevado a las feministas a oponerse a este modelo familiar (Jaramillo, 2013).
El derecho colombiano de la seguridad social se ha alejado de esa concepción reproductiva. En la redacción original de la Ley 100 se establecía que no era necesario probar la convivencia para ser beneficiario de la pensión de sobrevivientes cuando se hubiera «procreado uno o más hijos con el pensionado fallecido». A pesar de que la Corte Constitucional (C-389/96, 1996) estableció la constitucionalidad de esa disposición, la CSJ sostuvo que ese mero hecho no eximía al solicitante de probar la existencia de una comunidad de vida (Radicación 14118, 2000; Radicación 16600, 2002; Radicación 24445, 2005; Radicación 26710, 2006; SL15654-2014, 2014). Posteriormente, la posibilidad de eximirse de la convivencia por la existencia de hijos fue derogada por el artículo 13 de la Ley 797 de 2003.
Siguiendo esa movida en contra de una concepción reproductiva y monogámica de la familia, la jurisprudencia de la CSJ, en línea con la jurisprudencia de la Corte Constitucional (C-1035/08, 2008), ha dictaminado que las relaciones sexuales extramatrimoniales de alguno de los miembros de la pareja no necesariamente interrumpen la convivencia. A juicio de la CSJ, el análisis de la convivencia:
[E]xcluye de antemano, las relaciones casuales, circunstanciales, incidentales, ocasionales, esporádicas o accidentales que haya podido tener en vida el causante. El criterio definido por la norma para determinar el beneficiario de la pensión de sobreviviente tiene que ver con la convivencia caracterizada por la clara e inequívoca vocación de estabilidad y permanencia (SL1399-2018, 2018).
Sin embargo, quizás la movida hermenéutica más interesante en contra de ese ideal reproductivo de familia es la siguiente: según la CSJ las relaciones sexuales no son una prueba conducente11 para determinar si existe o no convivencia. Esto se debe a dos razones. El primer argumento sostiene que el hecho de tener relaciones sexuales no es suficiente para probar la existencia de una comunidad de vida, debido al especial contenido de este concepto (que expliqué a detalle en el acápite anterior) (Muñoz Segura, 2017b). El segundo argumento está relacionado con el derecho a la intimidad y ha sido formulado de la siguiente manera:
[La Sala] no puede dejar de manifestar su indignación por el tratamiento dispensado por el ente de seguridad social al demandante, al negarle la pensión de sobrevivientes con base en argumentos deleznables en grado superlativo, y luego de una tortuosa “investigación” que consistió en la recepción de la declaración del cónyuge supérstite y otra persona, que se distinguen porque las preguntas formuladas fueron abiertamente sugestivas, y repetitivas, en busca de contradicciones de los declarantes […].
No resiste ninguna crítica, argumentar que por el hecho de que la extinta pensionada no dormía en el mismo lecho con su esposo, no se configura el requisito de la convivencia, cuando está perfectamente demostrado el estado de postración que le ocasionó la muerte, a más de que, si así no fuera, la decisión de no compartir la misma cama de una pareja, pertenece a su esfera privada, y no merece ser ventilada en un escenario que desborde ese marco, a riesgo de comprometer derechos fundamentales de los involucrados (Radicación 41164, 2012)12.
Como se puede ver en este extracto, que ha sido reiterado recientemente (CSJ, SL1242-2019, 2019; SL3861-2020, 2020), la CSJ considera que las relaciones sexuales en el marco de una relación de pareja pertenecen a la «esfera privada» y no pueden ser utilizadas por los jueces a la hora de determinar si existió o no convivencia con la pareja que solicita que le sea reconocida la pensión de sobrevivientes. Pese a lo dicho por la CSJ, algunas de las consideraciones son problemáticas, por lo que sí ameritan una que otra crítica.
Aunque se podría tildar fácilmente a la Corte de contradictoria (por «ventilar» un asunto que considera que debería ser «ventilado» sin anonimizar los nombres de los demandantes), en lo que resta de este acápite sostengo que: a) las consideraciones sobre la intimidad que presenta la CSJ reifican el binario público/privado; sin embargo, b) contrario a lo que sostiene la crítica feminista, en este caso, el uso del binario permite una redistribución de recursos a favor de las mujeres.
III.2.1. Las críticas al binario público/privado
El binario público/privado es central dentro de la teoría liberal del Estado. Para los liberales, la existencia de un ámbito privado, en el que no existía intervención del Estado, es lo que permitía garantizar el respeto de una órbita de no intervención y, por ende, la garantía de los derechos civiles y políticos (Amaya Castro, 2010). Al estudiar el binario, el movimiento de los CLS ha sostenido que: a) es utilizado de forma contingente; b) su contenido es indeterminado; c) su incongruencia, por sí misma, no es el problema, sino el uso que se la da al contenido específico; y d) ese contenido es llenado conforme a las ideas que se sostienen en ese momento histórico y político, defendiendo a determinada ideología (Amaya Castro, 2010).
Esas críticas contra el binario han sido reiteradas específicamente en el campo del derecho laboral. Como lo explica Karl Klare (1982), en esta rama del derecho la división es tan utilizada que «los tribunales y los comentaristas suelen hablar como si la resolución de los problemas de derecho laboral fuera imposible sin un aparato conceptual para distinguir entre lo público y lo privado» (p. 1359). Al igual que los otros miembros de los CLS, Klare considera que el binario es una construcción ideológica. Específicamente, sostiene que el binario es utilizado para negar que ciertas dimensiones de la vida privada tienen una profunda relación con la política y el derecho. Al negar esa naturaleza política, se oculta que los arreglos distributivos (es decir, las formas en las que alguien gana y en las que alguien pierde con la regulación) detrás de esas normas son contingentes y que podrían cambiarse.
En su trabajo, Klare recopila varios casos en los que el uso que se le da al binario es contingente y contradictorio. En un caso, en el que un trabajador fue expulsado de un sindicato, una corte de California sostuvo que esas organizaciones eran «semi-públicas», por lo que son sujetas a mayor regulación pública y no se podía expulsar al trabajador. En otra ocasión una corte de Michigan conoció un caso sobre la citación periódica de la asamblea de un sindicato y sostuvo que era una asociación privada en la que prevalece la voluntariedad. Por ende, Klare sostiene que la división es utilizada por los operadores jurídicos con «fines ideológicos» día a día (como limitar o darle más autonomía a un sindicato) con el fin de defender ciertos intereses en pugna. En sus palabras:
No existe una “distinción público/privado”. Lo que existe es una serie de formas de pensar sobre lo público y lo privado que están en constante revisión, reformulación y refinamiento. El derecho contiene un conjunto de imágenes y metáforas, más o menos coherentes, más o menos propensas a la manipulación consciente, diseñadas para organizar el pensamiento judicial según patrones recurrentes y cargados de valores. La distinción público/privado se plantea como una herramienta analítica en el derecho laboral, pero funciona más bien como una forma de retórica política utilizada para justificar determinados resultados (p. 1361)13.
El binario también ha sido fuertemente criticado por el feminismo. Las críticas recurrentes han sido en contra de las distinciones «hombre/mujer» y «familia/mercado», que generan diferenciaciones entre ambos, excluyendo a las mujeres de ciertos espacios (feminismo liberal), promoviendo la valoración entre las diferencias (feminismo socialista) o para excluir a las mujeres del mercado (Alviar García & Jaramillo Sierra, 2012; Olsen, 1983). No en vano las feministas utilizan la frase «lo personal es político» con el fin de llamar la atención sobre ciertos aspectos de las relaciones económicas y sociales en los que las mujeres pierden, como la familia y el trabajo, los cuales, si bien no eran considerados tradicionalmente como espacios «políticos», sí era crucial reformar dentro de la agenda feminista (Parrondo Coppel, 2009).
La crítica feminista en contra del binario podría sintetizarse en tres puntos: a) la distinción no es natural, sino construida; b) la distinción es patriarcal (sea el liberalismo patriarcal o no); y c) la diferenciación ha sido utilizada por el liberalismo para dejar a las mujeres en la «esfera privada», oprimidas (Amaya Castro, 2010). Esta tercera crítica ha sido más desarrollada por la geografía feminista, que sostiene que «una razón por la que los estudios sobre las relaciones íntimas pueden estar relativamente descuidados por la disciplina más amplia de la geografía es que se asume que estas relaciones son “privadas” e informales y, por lo tanto, no merecen atención» (Valentine, 2008, p. 2105).
Finalmente, la GL también ha criticado al binario. Esta ha identificado que el binario es una construcción jurídica (Horwitz, 1982) que ha sido utilizada para determinar «gran parte de la política y la acción gubernamental» (Blomley, 2005, p. 281). En particular, la GL también ha resaltado que el binario es un instrumento utilizado para mantener «las realidades del poder privado, la autoridad patriarcal y la implicación del Estado en el mantenimiento de los derechos privados» (p. 284).
Recientemente, se ha desarrollado un naciente canon de estudios sobre los supuestos judiciales de los que parten los jueces al resolver conflictos en el derecho a la propiedad (Blomley, 2008; Keenan, 2013; Olarte-Olarte, 2021) y en el derecho migratorio (Cooper, 2018; Kahn, 2017; Keenan, 2011, 2020; Richland, 2018). Sin embargo, hasta donde sabemos, solo existe un estudio que analiza las espacialidades en un caso de seguridad social. Este texto, además, también estudia a qué ámbito pertenecen las relaciones sexuales: si al público o al privado (Jessup & McIlwraith, 2015).
El texto documenta un caso de riesgos profesionales en Australia, en el que el derecho (en general) y el binario público/privado (en particular) fueron utilizados como un mecanismo para disciplinar a una trabajadora. Esta mujer fue enviada por su empleador a una región lejana, en la cual solo había disponible un motel para alojarse. Allí, tuvo relaciones sexuales esporádicas con un hombre y, durante el acto sexual, fue violentada. La mujer solicitó que se declarara que había sufrido un accidente de trabajo y solicitó tener acceso a todas las prestaciones económicas como resultado del accidente.
Sin embargo, la Corte Suprema de ese país consideró que las relaciones sexuales pertenecían al «ámbito de lo privado» y, por esa razón, no se podía afirmar que el accidente fuera laboral (puesto que no sucedió en el ámbito de lo público) (Jessup & McIlwraith, 2015). Siguiendo a las feministas, considero que en este caso el binario fue utilizado para disciplinar a la mujer y castigarla por «sacar» las relaciones sexuales del ámbito privado (Moran, 2003).
Emulando la lógica del fallo, si la mujer accidentada hubiera sido una «buena» trabajadora, no habría decidido tener relaciones sexuales en un viaje de trabajo. Por ende, al transgredir esa norma (que rompe con el supuesto de la familia monógama con fines reproductivos que expliqué al iniciar este texto), no tiene cobertura del sistema de seguridad social, pese a que el accidente sucedió en un lugar en el que estaba no por voluntad propia, sino debido a las decisiones del empleador. De esta forma, la decisión crea una especie de geografía moral en la que se institucionaliza y protege cierta forma de relaciones sexuales que es amparada por el derecho (Jessup & McIlwraith, 2015, p. 1502)14.
III.2.2. ¿Las relaciones sexuales pertenecen a lo privado? el uso ideológico del binario por la CSJ
Las críticas al binario y los estudios sobre los supuestos espaciales de los jueces que he recogido hasta aquí nos permiten analizar la tesis de la CSJ de Colombia sobre la pertenencia de evaluar la existencia de relaciones sexuales a la hora de determinar si una pareja convive o no. En primer lugar, valdría la pena resaltar que el accionante de ese caso es un hombre, que está «postrado» en cama, suponemos que por una enfermedad. El fondo de pensiones, argumentando que no tenía relaciones con su pareja, trató de poner en duda la convivencia.
La CSJ establece que el derecho no puede llegar a analizar lo que sucede en ese ámbito, pues pertenece a la «esfera privada». Para llegar a esa conclusión, la CSJ no tiene muchos argumentos y, de hecho, como lo vimos, utiliza la expresión «[n]o resiste ninguna crítica» para justificar la contundencia de su postura jurisprudencial, sin utilizar argumentos sólidos para acreditar su robustez. Esto confirma los hallazgos de los CLS: el binario es utilizado con el fin de ocultar que la interpretación es resultado de la discrecionalidad. Los magistrados pudieron interpretar que para acreditar la convivencia era necesario probar la existencia de lecho, techo y mesa, como lo hicieron en otras decisiones que ya expuse. Sin embargo, el hecho de que el accionante sea un hombre en el caso, en una Sala conformada por siete magistrados en el que solo uno de ellos era una mujer, puede haber contribuido a que no fuera necesario «develar» su intimidad, a riesgo de comprometer la «virilidad» del accionante.
No obstante, en términos de la crítica feminista, el análisis podría ser contraintuitivo. Como ya lo expliqué, las feministas han criticado que este binario ha sido utilizado como una herramienta del patriarcado para excluir o valorar menos a las mujeres. Sin embargo, bajo los lentes del análisis distributivo del derecho (Alviar García & Jaramillo Sierra, 2012; Buchely Ibarra, 2012; Halley, 2018), en este caso la respuesta podría ser que el binario ha sido utilizado para redistribuir recursos a favor de las mujeres. El interés en juego es que la pensión le sea reconocida a la accionante en contra del interés de ahorro del fondo pensional.
Por ende, dos arreglos distributivos son posibles: reconocer o no la pensión de sobrevivientes a quien la solicite. La tesis de la CSJ excluye del análisis probatorio la ausencia de relaciones sexuales, que podría poner en duda la convivencia. Al hacerlo, aumentan las posibilidades de ser protegido del riesgo de la viudez. Como ya lo sugerí, puede que la exclusión probatoria a través del binario busque proteger la virilidad del hombre de ser «develada». Pese a ello, esa protección tiene un efecto redistributivo indirecto y positivo a favor de las mujeres, pues la pensión de sobrevivientes es una prestación feminizada (Muñoz Segura & Zúñiga Romero, 2021). No obstante, es importante resaltar que el riesgo de discrecionalidad en contra de las mujeres permanece y, como un recurso contingente, puede que esta u otra interpretación del binario sea utilizada como mecanismo de opresión en otros escenarios (o, inclusive, en los mismos si hay algún cambio jurisprudencial).
En términos espaciales, la decisión citada no puede ser más interesante. La CSJ utiliza el concepto de «esfera privada» para sostener que no debe haber interés del juez respecto de las relaciones sexuales de una pareja. De esa forma, la decisión crea un espacio (la «esfera privada») en donde el derecho no puede intervenir, pues ni siquiera se puede ver; y, en ese escenario, lo que suceda allí es irrelevante para el derecho. A su vez, el reconocimiento de la «esfera privada» implícitamente asume la existencia de un espacio opuesto, al que suponemos que se le denominaría «esfera pública».
Aunque sabemos poco sobre esta esfera, por oposición podríamos deducir que en ella los jueces sí pueden evaluar sucesos para determinar si existe la comunidad de vida; por ende, las consideraciones crean un binario espacial público/privado. De esta forma, la decisión permite ver cómo el derecho no es neutral en la construcción del espacio, sino que su rol es constitutivo: es a través de las categorías dogmáticas que estos espacios se construyen. Al usar la división público/privado en estos casos, la CSJ delimitó los espacios en los cuales el derecho puede ver (e interferir).
Algunos asuntos, sin embargo, me preocupan, como que el uso del binario es contingente y podría ser utilizado de la forma contraria. Al respecto, me llama particularmente la atención la prueba de la convivencia tratándose de parejas del mismo sexo. Por ejemplo, recientemente, la CSJ conoció el caso de una mujer que solicitó que le fuera reconocida la pensión de sobrevivientes de su pareja (otra mujer). La causante, quien trabajaba en una entidad bancaria, afirmó en un formulario que no tenía ninguna relación y que no convivía con nadie. La beneficiaria argumentó que su pareja había negado la existencia de alguna clase de relación por temor a prejuicios o represalias debido a su orientación sexual (SL4549-2019, 2019).
El Tribunal negó la prestación, pero la CSJ casó la sentencia argumentando que la existencia de un contrato de transacción, en el que la beneficiaria se comprometía con la madre de la causante a solicitar la liquidación de la unión marital de hecho, era una prueba suficiente para acreditar la existencia de convivencia. En ese caso, varios testigos también acreditaron la convivencia de ambas. De hecho, varios de ellos enfatizaron que «vivieron bajo un mismo techo» y que «se besaban frente a ellos» (SL4549-2019, 2019).
En este caso, la beneficiaria tenía otros medios de prueba para acreditar la convivencia. Pero ¿qué podría hacer una pareja del mismo sexo cuya relación es secreta (por la homofobia) y que no tenga pruebas documentales? ¿Cómo podrían acreditar su convivencia si solo desarrollan su relación dentro de la «esfera privada»?
IV. CONCLUSIONES
En este texto, utilizando a la GL, me propuse hacer explícitas las suposiciones espaciales implícitas de las que la CSJ de Colombia parte para analizar si existe convivencia en pareja y si se puede reconocer una pensión de sobrevivientes. Argumenté que, aunque en el discurso la comunidad de vida es definida como una red de apoyo o ayuda mutua, y si bien en algunos casos se puede prescindir de la convivencia bajo el mismo techo, en realidad hay una contradicción dentro de la jurisprudencia de la CSJ, pues en la práctica ese Tribunal solo privilegia la comunidad de vida sobre la cohabitación en casos de fuerza mayor. En consecuencia, las personas que decidan tener una relación estable y un proyecto de vida en común, pero que no vivan bajo un mismo techo, no podrán ser beneficiarios de la pensión de su pareja.
También expliqué que, pese a una conciencia jurídica muy fuerte alrededor de la cual parece que, para desvirtuar la convivencia en pareja, podría ser una buena estrategia de litigio poner en duda que, antes de la muerte del beneficiario, la pareja no tenía relaciones sexuales y, por ende, negar el reconocimiento de la pensión de sobrevivientes; en realidad, la jurisprudencia ha considerado de forma reiterada que la prueba de las relaciones sexuales no es conducente para probar la existencia de una comunidad de vida.
Asimismo, argumenté que la tesis actual de la CSJ, que sostiene que analizar la existencia de relaciones sexuales vulnera el derecho a la intimidad, está construida utilizando el binario público/privado. No obstante, en ese caso, dicho binario es utilizado con fines redistributivos en beneficio de las mujeres. En todo caso, advertí el riesgo de ese arreglo distributivo: como está construido alrededor del binario, es contingente y, por ende, la subregla jurisprudencial (por ahora, emancipadora) podría cambiar.
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Recibido: 05/04/2023
Aprobado: 21/02/2024
1 La Corte Constitucional sostiene que es posible que en un caso más de una persona ejerza el rol de padre (a lo que denominó «co-padre»). Si este último fallece, quien se beneficiaba de ese apoyo económico y ejercía el rol de hijo puede ser beneficiario de la pensión de sobrevivientes (Muñoz Segura, 2016).
2 El texto original de la Ley 100 de 1993 establecía que esa dependencia económica debía ser total y absoluta. Esa condición fue declarada inexequible por la Corte Constitucional (C-111/16, 2006).
3 La protección, debido a la jurisprudencia de la Corte Constitucional, incluye a parejas del mismo sexo. Para ver la construcción de esa línea jurisprudencial, véase López Medina (2016).
4 Sin embargo, como lo explico en otro trabajo (Rodríguez Morales, 2022), en los casos en los que hombres más jóvenes sobreviven a sus parejas, este hecho ha sido considerado (partiendo de prejuicios basados en género) como un indicio negativo para el reconocimiento de la pensión.
5 Dos precisiones son importantes. En primer lugar, inicialmente se exigía que la convivencia fuera por dos años, pero la redacción original de la Ley 100 fue modificada por el artículo 13 de la Ley 797 de 2003. En segundo lugar, actualmente se discute si el requisito de probar la convivencia aplica, tratándose del causante afiliado. Textualmente, la ley establece que la prueba de la convivencia es requisito solo para los beneficiarios del pensionado (es decir, a quienes ya se les había reconocido la pensión) (Ley 100, 1993, art. 47, lit. a). No obstante, tradicionalmente la CSJ había extendido ese requisito a los beneficiarios del afiliado (es decir, quien falleciera cotizando, pero aún no estuviera pensionado). En 2020, la CSJ varió su propio precedente y estableció la prueba de la convivencia solo era exigible cuando el causante fuera pensionado (y no para los beneficiarios) (CSJ, SL1730-2020, 2020). Sin embargo, esta última decisión judicial fue revocada a través de una tutela por la Corte Constitucional (SU-149/21, 2021). La Corte Constitucional argumentó que el cambio de precedente era contrario al «principio» de sostenibilidad financiera del sistema pensional. Sin embargo, no hay claridad respecto de cuál es la norma aplicable, pues la CSJ se ha negado a acatar la interpretación de la Corte Constitucional (CSJ, SL735-2022, 2022).
6 Esta suerte de fragmentaciones en las que es posible que existan dos criterios diferentes para determinar cuál es el alcance de la protección legal a una pareja es posible porque en Colombia no hay una definición única de familia y cada rama del derecho (laboral, administrativo y de familia) tiene su propia concepción. Véase Alviar y Jaramillo (2015).
7 Énfasis añadido.
8 Énfasis añadido.
9 Énfasis añadido.
10 Énfasis añadido.
11 En el derecho probatorio, una prueba es conducente cuando puede ser legalmente admitida para probar el hecho que busca demostrar (Parra Quijano, 2007, p. 153).
12 Énfasis añadido.
13 Traducción del autor.
14 En varios países la asignación de las relaciones sexuales en el espacio privado se ha utilizado como un mecanismo para disciplinar las sexualidades no normativas. Por ejemplo, tradicionalmente en India la jurisprudencia solo ha asignado las relaciones sexuales al ámbito de lo privado al tratarse de relaciones sexuales heterosexuales (Mandal, 2009). En un sentido similar, en Reino Unido la construcción de lo privado se utilizó para reprimir las relaciones sexuales en las que participaran más de dos personas. Un tribunal argumentó que, como había sido observado por más de dos personas, no podía pertenecer a la esfera privada (Moran, 2003). Un fenómeno similar pasó en Estados Unidos (Biber & Dalton, 2009). De esta forma, el derecho ha sido utilizado para disciplinar las relaciones sexuales.
* Agradezco a Shawn Van Ausdal y a María Carolina Olarte Olarte por los valiosos comentarios que le hicieron a la versión preliminar de este texto. Presenté una versión previa de este trabajo para obtener el título de magíster en Derecho en la Universidad de los Andes.
** Estudiante del doctorado en Derecho y asistente graduado de docencia de la Universidad de los Andes (Colombia). Miembro de los grupos de investigación Derecho Público y Derecho y Género. Abogado por la Universidad del Rosario (Colombia). Magíster en Derecho por la Universidad de los Andes.
Código ORCID: 0000-0002-1845-3062. Correo electrónico: a.rodriguezm10@uniandes.edu.co
Discusiones en torno a la presunción de la inocencia en el ámbito jurídico angloamericano*
Discussions on the Presumption of Innocence in the Anglo-American Legal System
Ernesto Matías Díaz**
Universidad de Buenos Aires (Argentina)
Resumen: El presente artículo sistematiza, a partir de referencias encontradas en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, los enfrentamientos de pares conceptuales surgidos de discusiones sobre la operatividad de la presunción de la inocencia en el ámbito angloamericano. El estudio demuestra que las conclusiones parciales en cada una de esas confrontaciones, como características definitorias del derecho a la presunción de la inocencia, deben ser obtenidas mediante argumentos consistentes con el fundamento normativo de este derecho. Como resultado, el artículo expone una noción de presunción de la inocencia que abarca cada una de las conclusiones parciales alcanzadas de esa manera.
Palabras clave: Presunción de inocencia, inocencia fáctica, inocencia jurídica, estándar de prueba, debido proceso, inocencia probatoria, Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos
Abstract: This paper systematizes and compares, based on the reasoning of the U.S. Supreme Court and its decisions, four pairings of concepts that arise from discussions on the operability of the presumption of innocence in the Anglo-American legal system. The article illustrates that the partial conclusions in each of these comparisons must be reached by arguments consistent with the normative foundation of the presumption of innocence principle in order to find the defining characteristics of said principle. Ultimately, the paper sets forth a definition of the presumption of innocence that encompasses each of the partial conclusions thus reached.
Keywords: Presumption of innocence, actual innocence, legal innocence, probatory innocence, standard of proof, due process, Supreme Court of the United States
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. PRESUNCIÓN NORMATIVA DE INOCENCIA VS. PRESUNCIÓN REAL DE INOCENCIA.- III. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA JURÍDICA VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA FÁCTICA.- IV. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA MATERIAL VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA PROBATORIA.- V. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA SUSTANTIVA VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA PROCESAL.- VI. CONCLUSIONES.
I. Introducción
Puede decirse que el sentido y el alcance de la presunción de la inocencia no ha resultado ajeno a disputas y controversias en el ámbito angloamericano1. La relevancia de tales discusiones se constata en el hecho de que estas pueden ser reconocidas en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos (en adelante, SCOTUS).
En el contexto de las discusiones suscitadas en este ámbito encontramos opiniones que han llamado nuestra atención, ya sea porque expresan una visión demasiado restrictiva de la presunción de inocencia o bien una perspectiva inconsistente, cuando no vaga, maleable e insustancial2.
Desde un punto de vista teórico, algunas de las opiniones mencionadas han sido conceptualizadas como nociones diferentes y parciales de la presunción de inocencia al resaltar una característica puntual de este derecho (v. gr., presunción de inocencia probatoria); sin embargo, el tratamiento dado a todos estos conceptos no ha sido suficientemente sistemático ni analítico. Las diferentes discusiones han sido llevadas a cabo de una manera inconexa y sus resultados parciales han carecido de una debida coordinación en función de una idea de presunción de inocencia que las englobe de forma coherente3. El análisis de cada uno de estos conceptos resultantes muestra una perspectiva aislada con respecto a los restantes resultados4. Con ello, la fundamentación de esas definiciones parciales en los distintos espacios de incumbencia del derecho a la presunción de la inocencia puede ser considerada insuficiente y débil5. Así también, la recopilación de estas discusiones parece referir que existen múltiples definiciones, no siempre consistentes, de este derecho según el contexto situacional o el problema a resolver6.
Por consiguiente, en el presente trabajo vamos a insertarnos en estas importantes discusiones surgidas en el ámbito angloamericano sobre el sentido y el alcance del derecho a la presunción de la inocencia para poner en crisis las posiciones antes destacadas. Pero lo haremos mediante un abordaje articulado que nos permitirá dar coherencia al tratamiento de todos los puntos discutidos y, también, arribar a un concepto global de presunción de la inocencia que los comprenda.
Clasificaremos las discusiones según un particular par conceptual enfrentado en cada una de ellas7. Así también, distinguiremos la cuestión a resolver en cada caso y resaltaremos aquellas particulares opiniones que nos parecen cuestionables8. En concreto, identificaremos cuatro pares conceptuales. El par conceptual presunción normativa de inocencia vs. presunción real de inocencia, referido al origen o naturaleza de la voz «presunción» inmersa en este derecho, y a los valores políticos y morales involucrados en esta cuestión. En este contexto, encontramos la afirmación de que, más allá de su fundamento moral y político, la presunción de la inocencia no tiene aplicación fuera de la instancia del debate sobre la acusación penal (Lippcke, 2016).
Luego, el par conceptual presunción de inocencia jurídica vs. presunción de inocencia fáctica, vinculado a la necesaria protección de la inocencia en el contexto dado por los requerimientos del debido proceso. Aquí fue definido que el carácter protectorio de la inocencia en el procedimiento penal no impide la exigencia de cargas probatorias en la persona imputada con altos estándares de suficiencia sobre asuntos propios de su responsabilidad penal y, en particular, sobre situaciones de justificación o exculpación (Duff, 2009; Picinali, 2014).
También el par dicotómico inocencia material vs. inocencia probatoria, relacionado con la pregunta sobre cuál debe ser el objeto de la presunción en la instancia de juicio y las razones para su respuesta. La cuestionable conclusión que prima en este punto entiende que es innecesaria, y hasta un contrasentido, la exigencia dirigida al juzgador para que presuma que la persona acusada es inocente de los hechos objeto de la acusación (Laudan, 2013).
Por último, el par presunción de inocencia sustantiva vs. presunción de inocencia procesal, que alude a la delimitación del campo jurídico donde opera este derecho y, en particular, a su posible intervención en el segmento sustantivo de conformación de la ley penal. Aquí aparece la opinión según la cual la presunción de la inocencia resulta un principio fundamental al momento de definir las acciones delictivas, pues el vocablo «inocencia» repercute en las exigencias jurídicas y hasta morales de la tipificación delictiva que realiza el legislador (Duff, 2009).
Abordaremos los puntos relevantes de estas discusiones con arreglo a un hilo conductor de carácter normativo para, de ese modo, encontrar las mejores razones al momento de arribar a cada una de las conclusiones parciales, en función de un único, aunque complejo, concepto de presunción de inocencia. Por lo tanto, dentro del marco dado por las discusiones surgidas en el ámbito angloamericano, en el presente trabajo postularemos, como resultado útil, razonable y consistente de las definiciones parciales de cada par conceptual involucrado, una definición del derecho a la presunción de la inocencia según la cual se trata de una presunción normativa de la noción de inocencia jurídica, con incumbencia en todo el proceso penal y de modo expansivo respecto de la responsabilidad penal del imputado, que exige a los órganos decisores la aceptación inicial de la inocencia material de este último9.
Para el desarrollo de esta tarea, y a fin de poner en evidencia los problemas suscitados y su trascendencia, nos serviremos —solo a modo de disparadores— de ciertas referencias presentes en los fallos de la SCOTUS en tanto instancia representativa del ámbito donde se inscribe nuestro análisis10.
En cuanto a la importancia de este trabajo para nuestro medio, corresponde afirmar que las controversias expuestas no nos resultan completamente ajenas. Por lo pronto, el fenómeno de internacionalización e imbricación global del derecho procesal penal que ha venido ocurriendo entre los sistemas de common law y civil law incorpora estas discusiones (Jackson & Summers, 2012) y ello da una pauta sobre la necesidad de un análisis desde nuestra propia ubicación geográfica. Asimismo, algunos autores, desde el ámbito europeo continental, han ingresado a estos debates (Weigend, 2013) o han utilizado posiciones surgidas en estos (Ferrer Beltrán, 2021), con lo cual ya se ha producido una penetración de este esquema teórico en nuestro espacio jurídico.
II. PRESUNCIÓN NORMATIVA DE INOCENCIA VS. PRESUNCIÓN REAL DE INOCENCIA
Para poner de relieve esta primera distinción tomaremos el caso Coffin v.United States (1895), en el que la SCOTUS expresó que la presunción de inocencia a favor del imputado es una doctrina jurídica indudable, axiomática y elemental, y que las razones de su imposición son la base fundacional de la administración de justicia penal en los Estados Unidos. Este principio, sostuvo la SCOTUS, «marca una devoción hacia la libertad humana y los derechos individuales, y brinda una base para su protección»11.
Estas reflexiones entrañan dos sentidos sobre la presunción de inocencia que resultan contradictorios o, cuando menos, difíciles de conciliar. Se trata de dos sentidos referidos puntualmente a la naturaleza o conceptualización de la voz «presunción», uno real12 y el otro normativo.
La afirmación de una presunción real de inocencia entraría en contradicción con el hecho de que el desarrollo del proceso refleja una mayor posibilidad de que el imputado sea culpable en vez de inocente al exigir una determinada cantidad de prueba incriminatoria como motivo para alcanzar la etapa del juicio (Laudan, 2013, pp. 144-145; Weigend, 2014, p. 287). La presunción de inocencia como concepto fundamental del sistema penal no nace de un conocimiento empírico (Fox, 1979, pp. 259-260). Tampoco responde a los resultados de estadísticas acerca del porcentaje de condenas existentes por cada proceso iniciado, ni mucho menos a encuestas de opinión acerca de cómo la sociedad considera a las personas efectivamente acusadas.
De allí que el fundamento de la presunción de inocencia es eminentemente normativo (Ferguson, 2016, p. 137). Este se basa en una serie de valores implicados en una determinada concepción del hombre como persona moral libre e igual, y en la idea de sociedad como un sistema de cooperación entre ciudadanos basado en el principio de libertad que todos elegiríamos para regir la estructura social en un régimen liberal y democrático (Rawls, 1995, pp. 43-44).
Ello representa una concepción general de los ciudadanos como seres receptivos y responsables del control de sus conductas13 y, en consecuencia, el rechazo de la consideración de algunos ciudadanos como potenciales seres nocivos o criminales (Duff, 2013a, p. 181). Es en el espacio público donde cobra relevancia esta actitud de confianza en tanto portadora de valores que hacen al respeto y al trato público entre los ciudadanos, y entre estos y el Estado14.
La presunción de inocencia, en definitiva, reflejaría una decisión original o «fundacional» de moralidad política (Duff, 2005, p. 130; Ferguson, 2016, p. 135)15, en el sentido de que evidencia la adopción de un criterio de justicia que todos elegiríamos para ser juzgados en el ámbito penal16. Esta idea debe formar parte del sentido de la obligación del Estado de tratar a las personas, también en el ámbito penal, de una particular manera: con igual consideración y respeto (Ferguson, 2016, pp. 132 y 138).
En una línea argumental decisiva como hilo conductor normativo para las sucesivas discusiones del presente artículo, podríamos decir que la presunción de inocencia resulta la particularización para el ámbito procesal penal de la idea de confianza cívica, de cara a la posible asignación de responsabilidad penal y a la intervención sobre la libertad física e integridad de la persona por medio de una pena, entendida esta como censura y restricción de la libertad por la comisión de un delito17.
En primer lugar, la presunción de inocencia en esos términos ilumina y enfatiza la naturaleza problemática de la acción de juzgar penalmente a una persona, quien debe ser vista como si fuera cualquiera de nosotros, y quien ha acordado ser condenada siempre que sea responsable de la comisión de un delito. Por eso, la presunción de inocencia nos ayuda a sentir la carga de esa intervención institucional, a apreciar su sentido en tanto ejercicio de poder y, por consiguiente, a reconocer la responsabilidad que debe asumirse en su ejecución (Clark, 2014, pp. 425-426). Aquel sentido normativo tendrá una repercusión en la necesidad institucional de brindar mecanismos procesales de protección de la inocencia para el rol de imputado y, en particular, en la determinación de la actitud del juzgador18.
En segundo lugar —en tanto cuestión relevante para lo que sigue en el análisis de este punto—, como consecuencia de aquella decisión de moralidad política original podemos decir que, hasta que se demuestren los elementos desencadenantes de la responsabilidad penal, no será posible aplicar una restricción a la libertad o una medida de censura a una persona con motivo en la comisión de un delito. Tampoco será posible reprobar públicamente su comportamiento, ni retirarla transitoriamente de la vida pública en comunidad. Toda persona que se encuentre sometida a la instancia igualitaria del juicio penal en el rol de imputado, hasta la institucional declaración de culpabilidad, contará con el derecho al resguardo de su libertad física y a verse libre de todo reproche penal (Stewart, 2014, p. 411). La condena penal, por cierto, transforma el rol institucional del sujeto y se impone como razón legítima para la pérdida de tal derecho (Ferguson, 2016, p. 148).
Sin embargo, la propia SCOTUS, en el caso Bell v. Wolfish (1979), afirmó que la presunción de la inocencia no tiene operatividad fuera de la etapa de debate. En rigor, la mayoría de la SCOTUS expresó que el derecho a la presunción de la inocencia no tiene aplicación en la determinación de los derechos de los imputados que se encuentran detenidos de manera preventiva (Struve, 2013, p. 1033).
Tiempo después, en United States v. Salerno (1987), el tribunal sostuvo que la absoluta privación de la libertad de la persona imputada durante el desarrollo del proceso, justificada en la prevención de un peligro para la comunidad, no implicaba un castigo en sí mismo ni una violación a la Constitución, sino una mera reglamentación de derechos propia de la competencia del Congreso federal (French, 1988, p. 189). En este sentido, para la SCOTUS, tal reglamentación de la libertad no resultaba excesiva en función de los fines buscados ni se encontraba prohibida por la cláusula del debido proceso19.
Cabe resaltar pues que la SCOTUS, sin renegar del fundamento normativo de la presunción de inocencia como principio axiomático del sistema penal vigente en ese país, no explicó por qué el encarcelamiento preventivo de un ciudadano con fundamento en el peligro social provocado por su propia conducta —objeto de la acusación y razón para inferir ese peligro— no es un castigo20; y, fundamentalmente, tampoco explicó el impacto que ese encarcelamiento tiene en el sentido de la presunción de inocencia21.
Como escenario resultante de estos fallos podemos encontrar dos sentidos derivados de presunción normativa de inocencia: una presunción normativa «limitada» a la determinación de la culpabilidad en el debate (Lippcke, 2016, p. 157) y una de mayor alcance e integral; es decir, una presunción normativa que abarca todos los aspectos vinculados con la libertad e integridad de los ciudadanos imputados a lo largo de todo el desarrollo del proceso penal. La posición de la SCOTUS puede ser identificada con la primera, pues el legado de Salerno (1987) fue definido como un total reordenamiento no solo de lo que significa la libertad para los estadounidenses, sino también de su compromiso con relación a la inocencia como valor (Pernell, 1989, p. 402). La línea argumental para esta reducción del sentido normativo de la presunción de inocencia pasa por resaltar la idea según la cual la detención preventiva del imputado resultará razonable, siempre y cuando haya motivos que indiquen que puede poner en riesgo el bienestar de la comunidad mientras espera el juicio en su contra (Wiseman, 2014, p. 1351; Lippcke, 2016, p. 164). Con este prisma, la falla consistente en la concreción de los daños evitables mediante una detención del imputado sería mucho más costosa para todos que la falla resultante de una condena errónea por un supuesto delito pasado (Allen & Laudan, 2011, pp. 801-802). Puesto en otros términos: el hecho de que la persona encarcelada durante el proceso resulte finalmente absuelta en el juicio importa menos que la omisión de evitar daños a la comunidad con su encarcelamiento preventivo.
Pero el carácter normativo de la presunción de inocencia se relaciona con la concepción según la cual todos los individuos, como personas morales autónomas, libres e iguales, merecen igual consideración y respeto en el diseño y la administración de las instituciones (Dworkin, 2010, p. 274). Ello implica su tratamiento como agentes responsables que deben dar cuenta de sus actos criminales (Duff, 2013b, p. 119). Por lo tanto, el apartamiento de la vida pública como una respuesta a un acto delictivo llevado a cabo por ese agente respeta esta idea si se basa en el criterio igualitario de determinación de la responsabilidad en el juicio por un hecho propio pasado22.
Por el contrario, como afirma Dworkin (2010), la prisión preventiva impuesta a determinadas personas por la sola existencia de un peligro social representa la determinación de una clase de personas peligrosas y el otorgamiento de un trato degradante que rompe con la idea del igual criterio de determinación basado en la responsabilidad del agente por su hecho pasado (p. 60). Por más que el peligro sea serio y se encuentre constatado23, un agente autónomo y por ello responsable podría, siempre y en todo momento, no concretarlo (Tribe, 1970, p. 389). Ello deja abierta la posibilidad para aludir, cuando ocurre una detención preventiva por razones de peligro social, a potenciales falsos positivos no controlables (Duff, 2013b, p. 119); es decir, el encarcelamiento de personas por daños que probablemente no habrían cometido de estar en libertad24.
Además, tomar el caso —aun grave o incluso sólido desde el punto de vista probatorio— objeto del enjuiciamiento como un factor de peligro en sí mismo contradice el sentido y la razón del juicio en su armonización con la presunción normativa de inocencia y los valores en juego (Duff, 2013b, pp. 115-119). Justamente, en virtud de este enfoque, es en el juicio donde cabe determinar si el hecho penal ocurrió y si su autor debe ser declarado culpable, para recién cuando ello ocurra decidir la sanción correspondiente en función, entre otras razones, del peligro social que esa circunstancia trae consigo25.
Dado que en el marco de la presunción normativa limitada el imputado puede ser puesto en prisión preventiva con base en el peligro representado por la acusación en su contra por un delito grave, el propósito de llevarlo a juicio para determinar su culpabilidad por esa conducta pierde sentido, pues las consecuencias jurídicas —por lo menos la principal— vinculadas con la comisión de un hecho ilícito ya se habrán dispuesto26. Y si se insistiera con que no se trata de una pena anticipada, entonces lo importante sería la acreditación previa de la peligrosidad. En este sentido, cualquier persona considerada peligrosa podría calificar para una medida de este tipo sin necesidad de adquirir el rol de imputada.
Pero lo cierto es que las exigencias que aducen los defensores de estas medidas, tales como que la medida se relacione con un delito grave, que la responsabilidad penal esté acreditada con un grado de probabilidad y que se dé prioridad a esos casos para un juzgamiento penal rápido (Lippcke, 2016, pp. 162- 165), carecen de sentido si la premisa de la cual se parte es que la detención preventiva no es un adelantamiento de pena. En rigor, esas exigencias parecen revelar que la mentada detención es una implícita consecuencia adjudicada a la conducta del imputado, establecida antes del —o sin el— juicio y sin los estándares propios de la determinación de responsabilidad penal27.
A juzgar por los valores que han sido dados para proclamar su existencia, podemos decir, con Stewart (2014), que, si la presunción de inocencia no tiene incidencia en el procedimiento anterior al juicio, resulta muy difícil de apreciar por qué debería ser aplicada durante este (p. 414).
III. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA JURÍDICA VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA FÁCTICA
En la causa In re Winship (1970), la SCOTUS expuso ideas relevantes con relación a las graves implicancias de las condenas en los derechos de los ciudadanos y a las necesarias condiciones de legitimidad para su imposición en juicios penales. El valor de estas ideas se aprecia a poco de recordar que los juicios penales representan un supuesto de justicia procesal imperfecta, pues el resultado deseado a partir de un criterio independiente al propio proceso —«que el acusado sea declarado culpable si y solo si ha cometido la falta que se le imputa»— no puede ser asegurado completamente mediante las normas procesales28. En su voto, el juez Brennan, que llevó la opinión de la SCOTUS, dijo:
el estándar de la duda razonable juega un rol vital en el esquema estadounidense del procedimiento penal. Es un instrumento fundamental para reducir el riesgo de condenas basadas en errores fácticos. El estándar provee concreta sustancia a la presunción de inocencia, ese principio fundacional, axiomático y primordial cuya aplicación se basa en los fundamentos de la administración de justicia penal (§ 363).
Este pasaje sugiere que la interconexión entre presunción de inocencia y estándar de prueba propone un sentido jurídico de inocencia, en contraposición a uno meramente fáctico29.
No son pocos los autores que afirman que la presunción de inocencia no implica necesariamente un estándar tan exigente como el de la prueba de la culpabilidad del imputado más allá de la duda razonable (Lippke, 2016, p. 72; Weigend, 2014, p. 291; Stuckenberg, 2014, p. 308). Dicho de otra manera, del hecho de que se presuma que un ciudadano es inocente no se sigue sin más que la refutación de esa presunción solo pueda lograrse mediante la prueba de culpabilidad más allá de la duda razonable. Son los valores subyacentes a la protección de la inocencia de la persona imputada frente a las consecuencias de una condena penal los que fundan como una extensión, y no como una implicación, la necesaria presencia del demandante estándar de prueba «más allá de la duda razonable» para vencer aquella presunción (Duff et al., 2007, pp. 89-90).
La culpabilidad en un sentido puramente fáctico podría representar una hipótesis a confirmar mediante cualquier procedimiento confiable y cualquier tipo de información relevante. En este caso, el objeto del proceso sería solo la verificación del supuesto fáctico previsto en la ley, sin otra pretensión que la obtención de un resultado aceptable en virtud de un estándar de prueba epistemológicamente válido (Laudan, 2011, p. 184; Lillquist, 2002, p. 146). Un estándar o criterio tan exigente como el de la duda razonable no sería necesario desde el punto de vista puramente epistémico, pues lleva a descartar decisiones verdaderas —veredictos de culpabilidad que no alcanzan el exigente estándar más allá de la duda razonable, pero que cumplen con otros criterios de verificación epistemológicamente válidos—. Desde esta postura, sería una confusión atribuir la cualidad de correcto a un veredicto absolutorio que, si bien cuadra con las pruebas válidamente presentadas en el juicio, no hace completa referencia a lo que pasó en el mundo fuera del tribunal (Laudan, 2013, p. 36).
La protección de la inocencia dentro de un proceso penal, en función de los valores comprometidos en su resultado cuando es condenatorio, tiene un sentido propio que repercute en la consideración de la decisión final como correcta o incorrecta (Ferguson, 2016, p. 133; Lippke, 2016, p. 99; Kitai, 2003, p. 1183). Ya que no puede asegurarse un resultado correcto según un criterio externo de justicia, entonces debe procurarse uno en un proceso jurídicamente correcto. Dicho, en términos rawlsianos, debe procurarse la evitación de una condena injusta desde un punto de vista puramente procesal mediante la aplicación de todas las garantías procesales, incluida aquella de protección de la inocencia (Rosler, 2017, p. 69).
No se trata solo de la utilización de un método fiable que lleve a conclusiones fácticas epistemológicamente aceptables, sino de la definición de cómo y por qué debemos distribuir los posibles errores en la decisión final del proceso penal, según criterios de moralidad política30. En consecuencia, en el proceso penal resulta necesario cubrir además un plus de protección del sujeto imputado31. La regla jurídica de la prueba de la culpabilidad más allá de la duda razonable como exigencia para la decisión condenatoria cumpliría un doble fin sin contradicciones. La operatividad de este estándar necesariamente llevaría a descartar decisiones condenatorias verdaderas, pero en pos de lograr aquella que, a más de corroborar la culpabilidad fáctica, se condice con los valores que interesan en la aplicación del sistema penal: la protección del imputado inocente (Duff, 2017, p. 19)32.
En esta línea se entiende el sentido de la decisión absolutoria como la comunicación de que la presunción de la inocencia jurídica «no ha sido derrotada» o de que el carácter jurídico de inocente —único relevante a los fines asignados al juicio penal— de la persona imputada debe seguir siendo respetado desde el punto de vista institucional (Duff, 2017, p. 19)33. Aquí se revela la inocencia como un concepto jurídico, pues solo adquiere sentido en el marco de un proceso legal que toma la forma de un ineludible método de determinación de los elementos conformantes de la responsabilidad penal34.
El derecho a la presunción de la inocencia jurídica pasa a ser así, de forma armónica, parte del derecho general al debido proceso (Ho, 2012; Ong, 2013)35. Este establece que el Estado no puede condenar a una persona por un delito a menos y hasta que la demostración de su culpabilidad en un proceso cumpla con determinadas características que hacen a un juicio justo, las que incluyen el plus de protección de la inocencia representado por un exigente estándar de prueba (Packer, 1968, p. 167).
Ahora bien, podríamos hablar de una distorsión de este plus de protección del imputado si la propia distribución de errores vinculados con la acreditación de todos los elementos necesarios para arribar a una condena, al momento de la decisión final del juicio, no respeta los niveles propios de un estándar de prueba tan exigente como el de la prueba más allá de la duda razonable. En otras palabras, la protección de la inocencia del imputado pierde intensidad y, por lo tanto, parte de su sentido, si, a pesar de la existencia de una duda razonable sobre la existencia de algún elemento determinante de la culpabilidad, se dicta una condena.
En 1987 la SCOTUS estableció, en el caso Martin v. Ohio, que no existe una violación a la cláusula del debido proceso si una norma estadual exige que el imputado pruebe la existencia de una legítima defensa mediante el estándar conocido como «preponderancia de la prueba». Entre otras cosas, esto significa que, a pesar de que la propia Corte indirectamente reconoció que el ejercicio de una legítima defensa propia provoca la absolución de toda culpa del imputado por los hechos llevados a cabo, no alcanza con probar esa circunstancia mediante una duda razonable para lograr ese resultado (Sundby, 1989, p. 471).
Este precedente puede ser ubicado dentro de la doctrina que se apoya en la cuestionable división formal entre elementos propios de la conducta delictiva definida en la ley —offense— y aquellos pertenecientes a las defensas —defense—, y en los amplios poderes de las legislaturas al respecto (Picinali, 2014, p. 254). Así, considera de especial forma la carga probatoria y el estándar de prueba de situaciones denominadas defensas, pero que comprenden elementos propios de la responsabilidad penal; y lo hace sin tener en cuenta cómo ello repercute en la distribución de errores de la decisión final36.
Tras este análisis, podríamos afirmar que una mujer fue condenada (y se encuentra cumpliendo una pena grave) a pesar de que la existencia de una situación de legítima defensa era tan probable como su inexistencia; es decir, a pesar de la duda sobre la existencia de una acción justificada o no merecedora de reproche alguno desde el punto de vista penal (Sundby, 1989, p. 487). Como afirma Laudan (2013), la respuesta ante ello es clara: si el Estado requiere que el imputado establezca una causal que lo exime de responsabilidad penal con un nivel de prueba tan alto como el de la preponderancia de la evidencia37, ello lleva a sostener que el Estado en algunos casos auspicia más una condena falsa que una absolución verdadera38.
Exigir al imputado que pruebe una situación de legítima defensa con un grado de prueba basado en la preponderancia de la evidencia y no en la sola duda significa negar en parte la presunción de inocencia, su función protectora en el juicio y los valores que la sustentan de cara a una decisión condenatoria39. En el mejor de los casos, podríamos aludir con ello a una visión recortada —o «delgada» (Allen, 2021, p. 116)— del alcance de la protección implícita en el derecho a la presunción de la inocencia jurídica (Stumer, 2010, pp. 68-81).
Pero, desde el punto de vista jurídico, nadie debería ser más o menos inocente en función del carácter, los rasgos o las circunstancias propias de su caso (Underwood, 1977, p. 1322). Por eso, solo una visión expansiva reconoce que en el proceso penal todos ostentamos un igual estado de inocencia jurídica40. Si la legislatura reconoce que actuar en legítima defensa —o con el consentimiento de la víctima o en un estado de demencia— excluye la responsabilidad penal de los actos llevados a cabo por el imputado, no hay razones válidas para no incluir ese concepto dentro del alcance de la protección de inocencia (Laudan, 2013, pp. 169-170).
De allí que dentro del contexto del proceso penal resulte tan inocente aquel cuya conducta descripta en la ley penal no fue probada más allá de la duda razonable, como aquel a cuyo respecto existe una duda razonable sobre la justificación de su actuar —v. gr., legítima defensa—. Ninguno de los dos puede ser considerado responsable desde el punto de vista penal, ni en consecuencia merece ser reprochado. Si ello es así, entonces la visión recortada recién referida establece una distinción moral, política y, en especial, jurídica injustificable.
IV. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA MATERIAL VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA PROBATORIA
La SCOTUS, en Kentucky v. Whorton (1979), consideró que la omisión de dar una instrucción al jurado sobre la presunción de la inocencia es un factor que no debe ser considerado de manera aislada y que una omisión de ese tipo no implica por sí sola una violación a la Constitución. Tiempo después la mayoría de la SCOTUS sostuvo en el caso Arizona v. Fulminante (1991) que, en ausencia de una instrucción sobre la presunción de inocencia, una instrucción sobre la duda razonable es suficiente para garantizar el debido proceso. Ello significó, entre otras cosas, que la instrucción a los jurados acerca de la presunción de inocencia no sea considerada una condición de legitimidad de la condena, a diferencia de la instrucción de la regla de la carga de la acusación de probar la culpabilidad «más allá de la duda razonable».
Estas decisiones exponen otro par conceptual sobre la presunción de la inocencia, uno que alude a la definición del objeto de la presunción en la instancia del juicio. Por un lado, se trata de la presunción de que el sujeto imputado no cometió el hecho delictivo o bien de que él no es penalmente responsable; por otro, de la circunstancia de que su culpabilidad debe decidirse únicamente con base en las pruebas presentadas en el juicio41. Ello puede ser sintetizado como la posibilidad de concebir en el juicio propiamente dicho una presunción de inocencia material o una mera presunción de inocencia probatoria (Lippke, 2016; Laudan, 2013).
Desde una presunción de inocencia probatoria, la única exigencia para jurados o jueces, según los casos, es que deben basar su veredicto de culpabilidad en las pruebas presentadas durante el juicio. De acuerdo con este objeto de la presunción de inocencia42, y en línea con lo que sugiere la SCOTUS, con la instrucción referida a la carga de la prueba del fiscal y al estándar de prueba necesario, o, en su caso, con la prescripción legal referida a esos mismos extremos, resultaría suficiente para que los jurados, o bien los jueces, tomen una decisión correcta al finalizar el debate. Se afirma que la inocencia probatoria como objeto de la presunción en el juicio se condice con una posición del juzgador que brinda iguales posibilidades a las partes en el debate (Laudan, 2013; Picinali, 2020)43.
Sin embargo, esta manera de concebir la presunción de inocencia en el juicio no se hace cargo de las actitudes, prejuicios o creencias íntimas con que los jueces o jurados naturalmente cuentan al inicio del debate; es decir, la presunción de inocencia probatoria no tiene en cuenta ningún esquema mental ni perspectiva inicial de parte de los jueces o jurados sobre la participación punible del imputado que neutralice tales impurezas mentales. Por ello, al contrario de lo que sugiere Picinali (2020, p. 728), la idea de inocencia probatoria, en tanto advertencia acerca de lo que puede ser usado como evidencia para una decisión sobre la culpabilidad, no es suficiente44.
La cuestión problemática viene dada entonces por saber si —y en qué medida— un esquema mental o una perspectiva inicial de este tipo puede hacer alguna diferencia en relación con la valoración de la prueba y la decisión final del juicio. Según Duff (2009), un órgano decisor en materia penal, cuya tarea fundamental consiste en condenar o absolver al imputado, no debería empezar el juicio simplemente con una mente abierta sobre la posibilidad de que la persona sea inocente o culpable (p. 196). Tal órgano no se encuentra envuelto de forma desinteresada en una indagación teórica. Las razones obvias para negar esta posición del órgano juzgador son dadas por las implicancias y consecuencias de sus veredictos.
Por ello, algunos autores nos recuerdan que debemos tener en cuenta nuevamente los valores puestos en juego en el juicio penal y que sustentan el aspecto normativo del término «presunción de inocencia» (Laufer, 1995; Ho, 2008; Ferguson, 2016; Lippke, 2016). El órgano decisor no debe fijar los términos de la disputa sobre los intereses aquí puestos en juego como si fuera un proceso privado, sino que debe, en primer lugar, encarar el juicio con una actitud «protectora» hacia la persona acusada ante el riesgo de una intervención estatal injustificada en sus libertades (Ho, 2008, p. 226). Esta actitud protectora se identifica con la presunción de inocencia material; es decir, con la aceptación inicial por razones prácticas de la idea de que la persona acusada ha actuado de acuerdo con sus deberes sociales y es un miembro de la comunidad inocente de los cargos que pesan sobre ella en el juicio45.
La aceptación de los jueces o jurados de que el imputado que tienen ante sí es una persona inocente puede resultar contraintuitiva, pues todo lo sucedido en el proceso nos lleva a la idea contraria (Laudan, 2013, p. 153). Pero justamente por eso se sostiene que los juzgadores deben ser expresamente instados a adoptar esta perspectiva protectora al inicio del juicio para así analizar cada aspecto del caso de la Fiscalía bajo este lente (Lippke, 2016, p. 92). Un entendimiento de la inocencia material como objeto de la presunción que deben tener los órganos decisores en el juicio representa una obligación de su parte de hacer reales esfuerzos para que, sin importar sus creencias e intuiciones propias y personales, sus acciones iniciales tomen en cuenta al imputado como si no hubiera participado de un hecho delictivo (Ferguson, 2016, p. 139)46.
La presunción de la inocencia material conlleva la obligación de aceptar una postura inicial de parte de los juzgadores inclinada hacia uno de los platillos de la balanza que, de manera figurada, representa la justicia de un caso (Underwood, 1977, p. 1307)47. Tal inclinación favorece lógicamente al imputado. Por consiguiente, la presunción de inocencia material ha sido definida en la diagramación de la relación procesal como la imposición de un mayor esfuerzo en cabeza de quien acusa en la presentación y prueba de su caso48. Los juzgadores que inicien el juicio con esa asunción esperarán y demandarán más del órgano acusador antes de llegar a una decisión condenatoria (Lippke, 2016, p. 91).
En algún punto, esta concepción parecería remitirnos a un criterio decisorio puramente subjetivo e irracional para resolver la culpabilidad del imputado. Sin embargo, esa derivación debe ser descartada49. La presunción de inocencia material encuentra un correlato en la conceptualización de la tarea del juzgador como «paradigmáticamente epistemológica» (Haack, 2013, p. 75). Es decir, la asunción de la inocencia material de la persona imputada guarda armonía con la idea según la cual la eventual condena en el juicio penal debe contar con una corroboración racional y suficiente a partir de las pruebas del debate de su culpabilidad. Su fundamento no solo tiene un anclaje en razones normativas inspiradas en la concepción moral de las personas como seres que merecen igual consideración y respeto, y las implicancias que ello tiene en la relación entre ciudadanos y el Estado cuando uno de ellos es sospechoso de la comisión de un delito (Ferguson, 2016, p. 132)50. La presunción de inocencia material también se apoya en argumentos epistémicos vinculados con la posición del sujeto que procederá a la determinación de la culpabilidad jurídica en el proceso penal.
Por ejemplo, ha sido demostrado mediante estudios basados en la psicología de los jurados que algunas personas llamadas a intervenir en la determinación de culpabilidad en un juicio penal, aun cuando superen ciertos filtros del procedimiento previstos para el control de su imparcialidad, no pueden dejar de lado sus creencias, impresiones, preferencias y hasta intuiciones sobre las razones por las cuales un sujeto determinado es sentado en el banquillo de los imputados. Por consiguiente, estas imperceptibles manifestaciones de sus estados mentales colorean su predisposición una vez que se inicia la presentación de las pruebas. Los jurados prontamente toman partido al encontrar alguna prueba incriminadora.
Por cierto, del mismo modo que la problemática operatividad de otros sesgos fundados en razones de clase o género de los acusados (Robbennolot, 2005; Williams, 2018; Dominioni et al., 2020; Mocan, 2020), esta posible presencia de sesgos cognitivos que perjudican al imputado en el debate puede ser predicada tanto respecto de jueces como de jurados legos5151. Estos sesgos pueden tener como explicación una contaminación mental con determinada información del caso, el mero avance del procedimiento hasta la instancia del juicio o, en el supuesto específico de los jueces profesionales, las similitudes del caso bajo decisión con respecto a otros precedentes52.
Por eso una prescripción dirigida a los juzgadores sobre la debida presunción de inocencia material del imputado no solo tendría una especial función expresiva y educacional sobre el fin del juicio penal y las razones normativas que sustentan la carga del acusador, sino que también serviría para que los juzgadores ejerzan su función epistemológica desde una posición adecuada, en atención a los valores puestos en juego (Gobert, 1988, p. 276). La asunción de la inocencia material toma el sentido de una herramienta para lidiar con la pervivencia de: a) creencias, presunciones e intuiciones basadas en el contexto del procedimiento previo al juicio; b) los perniciosos efectos de la predisposición inicial favorable a la posición del acusador; y c) la tendencia a valorar de forma diferenciada la prueba que confirma la hipótesis acusatoria (Lippke, 2016, p. 94; Laufer, 1995, pp. 399-400; Reynols, 2012-2013, p. 243).
V. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA SUSTANTIVA53 VS. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA PROCESAL
La SCOTUS ha validado el uso de las figuras legales conocidas como strict liability. Lo ha hecho desde temprano, pues en el caso United States v. Balint (1922)54 consideró constitucional una ley federal por la cual se penalizaba la actividad consistente en «vender drogas ilícitas»55.
Ante el cuestionamiento del imputado acerca de que él no había sido objeto de una imputación consistente en vender drogas ilícitas con conocimiento de que lo eran, la SCOTUS concluyó en que el castigo a un sujeto con fundamento en la realización de una conducta penal, cuando este ignora los hechos implicados en ella, no significa una negación del debido proceso legal. Para ello consideró que:
el propósito manifiesto de esta ley es exigir que cada persona que interviene en transacciones de drogas verifique si la droga que vende encuadra en la prohibición legal, y que, si vende un tipo de droga prohibida ignorando su carácter, sea igualmente penalizada. Es el Congreso el que sopesó la posible injusticia de someter a un vendedor inocente a una pena en contraposición con el mal de exponer a compradores inocentes al peligro generado por ese tipo de drogas, y determinó que este último escenario resulta preferible evitar (United States v. Balint, 1922)56.
Estas apreciaciones sobre el peso de la inocencia del agente en relación con las figuras legales conocidas como strict liability nos llevan a la última distinción conceptual que proyectamos acerca de la presunción de inocencia. Aquí se toma la inocencia de una persona —en el caso, el vendedor— en un sentido sustantivo; es decir, la inocencia como equivalente al estado del sujeto que no realizó una acción moral o jurídica reprochable sobre la cual él deba responder o ser castigado. Se trata de una conceptualización especial del derecho implicado en la presunción de inocencia. En este sentido, el derecho a la presunción de inocencia significaría un obstáculo contra cualquier pretensión punitiva que no implique ese tipo de reproche por una comprobada acción de esa particular naturaleza.
Puesto que las figuras delictivas conocidas como strict liability se caracterizan por prescindir de la valoración del elemento subjetivo o la disposición mental o subjetiva del agente —mens rea— en relación con los elementos del delito o sobre algunos de ellos —actus reus—, una eventual condena en esos términos se daría con relación a quien no cometió una acción moral o jurídica reprochable; en otras palabras, se daría con relación a una persona inocente (Duff, 2005, p. 129)57.
Pero el compromiso con tal sentido sustantivo de inocencia podría proyectarse a otros casos —por fuera de las figuras delictivas de strict liability— de personas condenadas por conductas que no deberían ser criminalizadas dado que, por diversas razones, son moralmente irreprochables o inocuas (Jackson & Summers, 2012, p. 208), o de personas castigadas con penas excesivas con relación al reproche propio de las conductas realizadas (Duff, 1991, p. 154). Se trata de una consideración de la inocencia atada a la criminalización primaria de la conducta (Picinali, 2014, p. 245)58.
Particularizando aún más esta noción sustantiva del derecho a la presunción de inocencia, para algunos autores sería necesario efectuar una lectura del delito más allá de su definición legal para poder vincularlo con el propósito o fin de su configuración en la ley sustantiva. Ese propósito daría la pauta de la real, pero subyacente conducta delictiva y sus necesarios elementos objetivos y subjetivos que, en efecto, el legislador pretendió regular para su disuasión o control (Tadros & Tierney, 2004, p. 413). Por consiguiente, el imputado tendría el derecho a que se lo presuma inocente hasta que el Estado pruebe su responsabilidad referida a la conducta que, en última instancia, la figura legal, más allá de las palabras empleadas, pretendió en efecto criminalizar59.
Con ello surgiría como necesaria la intervención del derecho a la presunción de la inocencia en los aspectos sustantivos del ámbito penal, pues de otra manera se castigaría a sujetos inocentes; esto es, a aquellos a quienes posiblemente el legislador no pretendía penalizar, o bien a aquellos que en rigor no realizaron un acto reprochable o indebido. Tadros (2014) afirma que, si bien la inocencia y su protección no se vinculan con los errores de naturaleza moral que los legisladores pueden cometer al establecer las condiciones de responsabilidad penal con relación a un delito determinado, en muchas oportunidades, al configurar una infracción penal, ellos prescinden de ciertas condiciones por sus dificultades con relación a la prueba en el juicio (p. 454). En ese caso, afirma el autor, si tales dificultades llevan a una situación de sobrecriminalización de conductas, la protección de la inocencia se encuentra comprometida60.
En definitiva, se trataría de la inocencia de una persona en un sentido sustantivo, supra legal (Duff, 2005) o extra legal (Tadros, 2014). La razón para propiciar este sentido sustantivo de la presunción de inocencia se explica porque, de no ser así, el legislador se encontraría en condiciones de manipular el contenido de la propia presunción de inocencia (Jeffries & Stephan III, 1979, p. 1345). Si no aceptáramos este sentido sustantivo, la inocencia sería aquello que el legislador dispusiera. Por consiguiente, la estructura probatoria del juicio penal —carga, consideración de la inocencia y estándar de prueba—, identificada con el derecho a la presunción de inocencia en un sentido procesal, sería insuficiente para proteger al ciudadano inocente en estos términos (Ashworth, 2006, p. 253).
Por su parte, el derecho a la presunción de la inocencia en un sentido procesal puede ser entendido como el obstáculo que impide la aplicación de una pena a una persona hasta que en el juicio sea probada, más allá de la duda razonable, su culpabilidad por la violación de la ley penal (Roberts, 2002, pp. 49-50). La estructura probatoria de la responsabilidad penal es en este sentido la esencia del ámbito de aplicación de la presunción de inocencia (Lippke, 2016, p. 63).
La presunción de la inocencia en un sentido procesal funciona en un campo conceptual distinto al principio de daño, al principio de culpabilidad por el acto —responsabilidad solo ante un actuar subjetivamente configurado— y al de proporcionalidad de las penas. Desde esta postura, no hay motivos reales que obliguen a extender el ámbito de funcionalidad de la presunción de inocencia cuando otros principios pueden válidamente impedir aquellos riesgos que se esgrimen, como pueden ser el castigo a quien realizó una conducta inocua, el exceso de pena en relación con la entidad de la falta o bien la configuración de un tipo penal carente de elementos subjetivos.
Ashworth (2006) afirma que con el concepto de presunción de inocencia sustantiva se trata de encontrar los fundamentos para establecer las precondiciones apropiadas de la responsabilidad penal, y no las condiciones para determinar la culpabilidad y/o responsabilidad del imputado en el juicio (p. 254). Pero resulta necesario tener presente que el concepto de inocencia no es idéntico al de falta de contenido de la responsabilidad penal. El principio sustantivo según el cual no hay responsabilidad penal sin culpa, o aquel otro que exige la presencia de un daño por el cual responder, no se encuentran implicados en la confianza cívica sobre nuestros pares que da sustento normativo a la presunción de inocencia dentro del proceso penal61.
Recordemos que, de acuerdo con su fundamento normativo, la presunción de inocencia tiene su centro de acción dentro del proceso penal como una manera de proteger la libertad, en un sentido amplio, ante potenciales decisiones institucionales y, más precisamente, jurisdiccionales que la ponen en peligro con motivo en la comisión de un delito, antes y durante la realización del juicio propiamente dicho —v. gr., decisión de encarcelar preventivamente, pena de prisión—. El derecho a la presunción de la inocencia solo tiene sentido cuando una persona es sindicada en el proceso penal como posible autora o partícipe de un hecho delictivo (Picinali, 2014, p. 251). Por ello mismo, se trata de un derecho procesal de la persona imputada a la presunción de la inocencia jurídica frente a una posibilidad de condena penal62. Sus derivaciones son procesales y su objetivo es el examen crítico de las prácticas procesales y no el escudriñamiento del proceso de definición de delitos (Picinali, 2020, p. 721).
La concreta determinación en el juicio de la culpabilidad jurídica de una persona imputada, en virtud de la realización de una conducta lesiva o dañina, no puede ser vista como una cuestión relacionada de forma directa con la potestad estatal de sancionar delitos y aplicar castigos, sino con la puesta en efecto de la valoración ya expresada en una ley penal —que presupone esa potestad punitiva—, y por la cual una determinada acción delictiva, de acuerdo con específicos elementos, debe ser condenada y castigada en el proceso establecido para ello (Sundby, 1989, pp. 495-496). Desde el prisma procesalista de la presunción inocencia, la tipificación delictiva de las conductas se toma como una actividad ya dada; es decir, previa y necesariamente ejercida (Picinali, 2014, p. 246). Por ello, las exigencias y los resultados de esta actividad son siempre extraños o ajenos al concepto de presunción de inocencia.
Quizás de manera poco reflexiva se ha considerado insuficiente y hasta peligrosa esta visión puramente procesal de la presunción de inocencia. En este sentido, se ha afirmado que el énfasis puesto exclusivamente en las derivaciones procesales de la protección de la inocencia pasa por alto las potestades legislativas para tornar ineficaz esa protección. Sin la operatividad de la presunción de la inocencia en el campo sustantivo, las maniobras legislativas se potenciarían mientras, de forma paradojal, mayor sea el alcance predicado para la protección de la inocencia en el ámbito del procedimiento penal. Es decir, si la visión procedimental del derecho a la presunción de la inocencia, aun ante la marcada distinción legal entre las conductas definidas como delictivas —offenses— y las defensas que enuncian circunstancias justificantes o excusantes —afirmative defenses—, pretendiera imponer como obligación del fiscal la carga probatoria tanto sobre unas como sobre otras, se podría dar una posible deriva derogatoria de esas circunstancias justificantes o excusantes (Jeffries & Stephan III, 1979, p. 1345). Stumer (2010) denomina a este argumento como «lo más incluye lo menos», el cual puede proyectarse en dos sentidos complementarios (p. 83).
El primero explicaría que el válido ejercicio de los cuerpos legislativos en la creación de defensas afirmativas referidas a algunos asuntos —esto es, el poder de reconocer legalmente la incidencia de un asunto que cancela el surgimiento de la responsabilidad penal— incluye el poder de disponer la carga de la prueba de ese asunto en cabeza del imputado.
El segundo de los sentidos apuntados ubicaría el centro de atención en la competencia legislativa para crear figuras delictivas. Es decir, si las legislaturas tienen el poder de definir las conductas delictivas y crear las respectivas defensas afirmativas ante los obstáculos procedimentales surgidos con fundamento en el derecho a la presunción de la inocencia —v. gr., cargar al representante estatal en la acusación con la prueba de todos los elementos conformantes de la responsabilidad penal, independientemente de su denominación—, ellas tendrían el poder de derogar tales defensas, quedando la persona imputada en una peor situación que la que tenía antes de operar la protección procesal de la inocencia.
Pero este argumento desconoce que son dos poderes diferentes los asimilados en el razonamiento que le sostiene: la posibilidad de agregar o restar elementos a las figuras delictivas, por un lado; y la posibilidad de determinar las cargas probatorias de las partes en el juicio —v. gr., imputado— con respecto a un asunto, por otro (Stumer, 2010, p. 84).
Fundamentalmente, tal argumento pasa por alto las restricciones constitucionales que, derivadas del principio de libertad, existen sobre el poder de las legislaturas para definir las conductas criminales. Allí se da por sentado que las legislaturas, en toda y cualquier hipótesis, podrían derogar elementos razonablemente erigidos como condicionantes del surgimiento de la responsabilidad penal —v. gr., justificaciones de las conductas delictivas apoyadas en un mayor interés que la criminalización y el castigo de la conducta llevada a cabo por el agente63—. Siguiendo el argumento aquí criticado, podría plantearse ese alarmante escenario derogatorio incluso con relación a componentes de las conductas delictivas definidas en la ley —offenses—, como el mens rea, lo que llevaría a la proliferación de figuras de strict liability solo porque la, en algunos casos, engorrosa prueba del mens rea corre por cuenta del representante de la acusación pública (Stumer, 2010, p. 84).
En todo caso, en forma previa a analizar las repercusiones procesales en torno a la operatividad de la protección de la inocencia, correspondería preguntarnos si una actitud del legislador como la descripta por esta idea es válida en un sistema constitucional basado en el principio de libertad como principio de justicia. Además, deberíamos analizar si ello es algo que concierne a la presunción de inocencia, dado que lo que se encuentra en juego en el examen de validez de esa posibilidad es la concreta construcción sustantiva de la responsabilidad penal, en tanto condición deontológica del castigo representativa del ejercicio de la libertad del ciudadano. El argumento analizado nos lleva ineludiblemente a la pregunta acerca de cuáles son, en definitiva, los elementos que por exigencia del principio de libertad deben integrar en la ley el concepto de responsabilidad penal; y ello, en honor a la claridad conceptual, resulta algo ajeno, o bien previo, a la operatividad del derecho a la presunción de inocencia (Jackson & Summers, 2012, p. 209).
De este modo, la presunción de inocencia procesal evita cualquier conflicto conceptual entre la facultad del Estado para definir los aspectos de la responsabilidad penal en función de la idea de maximización de la libertad en la sociedad, por un lado; y la preocupación deontológica referida a la afectación de la libertad —es decir, a la condena y al castigo— de aquel individuo que actuó de acuerdo con la ley, por otro (Sundby, 1989, p. 510). No hay dudas de que la visión más clara del asunto, a fin de pensar sus derivaciones conceptuales, resulta aquella que se centra en el hecho de que la injusticia en la definición de un delito, al fijar de manera ilegítima los elementos que este debe contener, no es la misma injusticia que se deriva de una ilegítima presunción de culpabilidad en el juicio (Stewart, 2014, p. 419).
La determinación legal de una conducta que no alcanza a configurar un ejercicio de libertad pasible de ser calificado como generador de responsabilidad penal, debido a razones sustantivas, no viola el derecho a la presunción de inocencia del sujeto imputado en el proceso penal (Roberts, 2005, p. 188). Mas este derecho procesal a la presunción de la inocencia —que opera solo dentro del proceso penal de cara a una imputación concreta referida a una figura delictiva ya definida en el ámbito legislativo— deberá abarcar a todos los elementos cuya determinación en el juicio lleve en cada caso a una condena penal, o bien cuya falta de determinación evite la condena del sujeto imputado por el delito en cuestión. Ello es así porque el alcance de este derecho procesal debe encontrarse sustentado en el efecto que los elementos jurídico-legales definidos por la legislatura tienen en la decisión condenatoria, independientemente del rótulo con el que es designado por el cuerpo legislativo en la conformación de la ley —v. gr., defensa, excusa, justificación—.
Con ello, se evitarían manipulaciones de parte de los órganos legislativos del sentido de este derecho procesal a la presunción de la inocencia y, sobre todo, de su alcance —«inocencia sería aquello que las legislaturas determinan»64—.
VI. CONCLUSIONES
En el presente trabajo analizamos, a partir de referencias encontradas en la jurisprudencia de la SCOTUS, relevantes discusiones surgidas en el ámbito angloamericano sobre la aplicación del derecho a la presunción de inocencia. Para apreciar cabalmente los distintos contextos implicados en cada discusión, procedimos a la descomposición de la estructura de la presunción de inocencia en pares conceptuales enfrentados. A partir de este procedimiento, hallamos insuficiencias argumentales originadas en la falta de coordinación y consistencia entre las opiniones resultantes en cada uno de los puntos discutidos. Junto con ello, constatamos que la presencia en cada segmento de un hilo conductor normativo referido al fundamento de este derecho permite encontrar argumentos más sólidos y, a su vez, ubicar los resultados parciales en un integrador concepto general de presunción de inocencia.
En este sentido, en cuanto al primer punto discutido, ha sido demostrado que toda vez que la presunción de inocencia se trata de una presunción normativa fundacional que «marca una devoción hacia la libertad humana», su fundamento debe recoger la determinación de responsabilidad como condición para la aplicación de consecuencias derivadas de la comisión de un delito. La presunción de inocencia sería la particularización para el ámbito procesal penal de la idea de confianza cívica necesaria para la cooperación social, de cara a la posible asignación de responsabilidad penal y a la intervención sobre la libertad física e integridad de la persona por tal comisión delictiva. Ello torna ilegítima a la privación de la libertad durante el desarrollo del proceso penal por razones de peligrosidad social fundadas en la propia imputación penal.
La segunda arista de la presunción de inocencia aquí discutida puso en evidencia el carácter jurídico del concepto de inocencia involucrado en el proceso penal y las razones para identificarlo con un plus de protección a favor del imputado, sobre todo en lo concerniente al estándar de prueba de los elementos conformantes de la responsabilidad penal. Esta indagación demostró que, si ese estándar se vincula con la legítima distribución de errores de la decisión final del juicio a favor del imputado, los casos que exigen que el imputado pruebe una situación de justificación o de exculpación con un nivel de prueba más alto que la mera generación de una duda razonable marcan una ilegítima reducción de la protección de inocencia jurídica en el proceso penal.
El análisis del tercer par conceptual, por su parte, permitió identificar las razones por las cuales los juzgadores deben aceptar que la persona imputada que tienen enfrente durante el debate es inocente desde el punto de vista material. Según vimos, esta asunción de la inocencia material se condice con el fundamento normativo basado en la idea de la presunción de inocencia como particularización de la confianza cívica dentro del proceso penal y, además, encuentra un fundamento epistemológico para una determinación de los hechos adecuada a la idea de inocencia/culpabilidad jurídica. La presunción de inocencia material busca inhibir la operatividad de sesgos mentales que perjudican al imputado en la labor de los juzgadores en el proceso penal.
Por último, el aspecto relacionado con el ámbito de aplicación de la presunción de inocencia nos llevó a propiciar la presunción de inocencia procesal como concepto adecuado a los fundamentos normativos de la presunción y, al propio tiempo, ajustado al correcto sentido y alcance de la voz «inocencia». La confianza cívica sobre nuestros pares, que da sustento normativo a la presunción de inocencia, se refiere a la situación de quienes se encuentran frente a potenciales consecuencias aflictivas previstas para la comisión de un delito. Ello deja entrever que el derecho a la presunción de la inocencia solo tiene sentido cuando una persona es sindicada en el proceso penal como posible autora o partícipe de un hecho ya definido como delictivo. De allí que el concepto de inocencia no puede ser confundido con el de insuficiencia de contenido material de la noción de responsabilidad penal.
De acuerdo con todo ello, una visión conglobada y consistente de las respuestas sugeridas en los segmentos analizados a lo largo del artículo impuso la idea de que el derecho a presunción de la inocencia representa una presunción normativa fundacional, que incorpora un concepto jurídico de inocencia con una proyección integral de la situación de la persona imputada, que exige de los órganos decisores la aceptación de la inocencia material del imputado y que, si bien opera solamente de cara a una imputación formal ya lanzada contra un ciudadano dentro del proceso penal, alcanza a todos los elementos conceptuales a partir de los cuales surge su responsabilidad penal.
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Recibido: 23/11/2023
Aprobado: 22/03/2024
1 En el último tiempo, entre muchos otros, han discutido el tema Ashworth (2006), Ferguson (2016), Lippcke (2016), Duff (2012), Stumer (2010), Kitai (2002), Ho (2012), Campbell et al. (2014) y Picinali (2014, 2020).
2 «Nada más que un artefacto retórico» (Picinali, 2020, p. 739). «Una retórica inflamada» (Roberts, 2020, p. 8902). Allen (2021) describe, como consecuencia de este lenguaje ampuloso y grandilocuente, una gran confusión al momento de pensar y argumentar sobre derivaciones concretas de este derecho (p. 3).
3 Quizás tengan que ver con esta observación las conclusiones contradictorias a las que arriban, por ejemplo, Stewart (2014) y Lippcke (2016) en materia de prisión preventiva, a pesar de su punto de partida común basado en un compromiso con las ideas liberales que sustentan la presunción de inocencia.
4 En general, los trabajos analizados que utilizan estas categorías, quizás debido al particular objeto de interés de sus autores, lo hacen de manera aislada y no brindan una derivación integradora de todas estas categorías en una definición del derecho a la presunción de la inocencia. Si bien Allen (2021) procura una mayor claridad conceptual en el análisis de las categorías complementarias propuestas en su trabajo —una «delgada» y procesal presunción de inocencia junto a una «gruesa» y normativa—, su preocupación y, por ende, su enfoque sigue siendo parcial: explicar la posibilidad de inversión de la carga de la prueba. Por su parte, Stumer (2010) conecta las derivaciones procesales de este derecho a partir de la proclamación de la protección de la inocencia y la promoción del Estado de derecho como razones duales de la presunción de la inocencia, pero deja fuera de su análisis —y de aquel fundamento— lo concerniente a la prisión preventiva.
5 Por ejemplo, Picinali (2014) expresamente excluye el examen del fundamento normativo de la presunción de la inocencia, al analizar las cargas probatorias como medios de protección de la inocencia en el proceso penal (p. 253).
6 Ver la crítica de Weigend (2013) a las múltiples presunciones de inocencia presentes en la posición de Duff.
7 La falta de distinción de los contextos —y sus requerimientos propios— en los cuales se utiliza el derecho a la presunción de inocencia lleva a Ferguson (2016, pp. 138-140) a confundir la definición de Packer (1968) sobre la inocencia jurídica con la explicación de Laudan (2011) de su concepto de inocencia probatoria. La misma confusión o asimilación entre inocencia jurídica e inocencia probatoria la hallamos en Picinali (2020, p. 732). Si bien ambos conceptos se refieren a la necesidad de que la culpabilidad del acusado sea probada en el juicio más allá de la duda razonable, queda claro que el primero alude a esta condición jurídica como una de las protecciones que se brinda al acusado en el proceso penal en el marco del principio del debido proceso, donde la inocencia jurídica implica conceptualmente tanto la justicia (imperfecta) del resultado como la justicia del procedimiento. Por su parte, la inocencia probatoria a la que echa mano Laudan se refiere al objeto de la asunción mental de los juzgadores antes del inicio del juicio con respecto a la situación del acusado que tienen enfrente; es decir, qué es lo que deben asumir o aceptar de la situación de ese sujeto.
8 Ante los múltiples usos y sentidos de la presunción de inocencia y las falacias presentes en los debates sobre este derecho, Roberts (2020) también aboga por la identificación de los motivos y métodos de quien promueve esos usos como primera medida de racionalidad (pp. 8902-8903). En el presente trabajo procuraremos complementar estas exigencias con la necesidad de dar un sentido coherente a todos los debates para obtener, a partir de estos, una definición útil y completa de este derecho.
9 La utilidad de esta definición resultante puede corroborarse a partir de la impresión generalizada acerca de que hay poco acuerdo sobre el significado y el alcance de la presunción de inocencia. Al respecto, ver Ferguson (2016, p. 133), Weigend (2013, p. 193) y Stuckenberg (2014, p. 301).
10 En los Estados Unidos se entiende que la presunción de la inocencia, a partir de las propias consideraciones de la SCOTUS, resulta un concepto «superfluo» (Garret, 2016, p. 186).
11 Sin embargo, en ese caso también expresó que la presunción de inocencia debía contar en el juicio como un instrumento de prueba creado por la ley a favor del acusado, y por lo tanto los jurados debían ser instruidos sobre la existencia de esa presunción en forma independiente a la instrucción referida a la regla de la carga de la prueba más allá de la duda razonable. Esta doctrina fue rápidamente dejada de lado en Agnew v. United States (1897) para beneplácito de la de los autores en esta materia. Fundamentalmente así lo expresa Cleary (1972, p. 805), citado por Holland y Chamberlin (1973, p. 148), quienes sostienen que la frase «presunción de la inocencia» da cuenta de una suposición de inocencia: que la persona imputada no ha realizado la conducta prohibida por la ley, salvo prueba en contrario. Resulta interesante el fundamento dado para ello en la obra clásica citada: «la concepción del hombre en el Common Law como un ser bueno, no inclinado a la hostilidad».
12 Hablamos de una presunción real o con valor epistémico cuando aludimos a que la existencia de (y) resulta presumida a partir de la prueba fehaciente de (x), tal como lo entiende Jacobson (1988, p. 1009).
13 «El principio de libertad conduce al principio de responsabilidad» (Rawls, 1995, p. 228).
14 Stewart (2014) explica que la protección normativa de la inocencia encuentra un soporte moral en una actitud de confianza cívica que debe regir la sociedad pensada desde la idea de cooperación, del mismo modo que la garantía de libertad de culto encuentra apoyo en una moral actitud de tolerancia (p. 410).
15 Como explica Dworkin (1996, pp. 1-38), aludimos a principios de moral política que comprenden pautas vinculadas a una moral intersubjetiva y no a pautas autorreferentes que aluden a comportamientos cuyos efectos solo inciden en el carácter moral del agente, al decir de Nino (2013, p. 133).
16 Solo ante el cumplimiento de este criterio de justicia, al que la propia persona interesada condicionó la emisión de la sentencia condenatoria, podríamos hablar de una decisión condenatoria correcta.
17 Ese es el fundamento de la situación o el estado de cosas que debe ser reconocido al imputado. Por ello, la noción «deflacionaria» de presunción de inocencia de Picinali (2020), según la cual la presunción de inocencia no es otra cosa que una traducción procesal del racional principio de inercia en materia argumental, resulta cuando menos insuficiente (pp. 709-717). De acuerdo con este último principio, ante la ausencia de prueba en contrario, el statu quo debe ser preservado. Si una parte desea cambiar este estado de cosas, debe dar suficientes razones distintas para ese cambio y asumir la carga de la prueba. El statu quo a los fines de la presunción de la inocencia sería el libre disfrute de los derechos de parte del imputado, mientras que una condena sería un cambio del statu quo. Así, la presunción de inocencia solo nos diría que el disfrute libre de los derechos es el statu quo. Pero, como el propio autor reconoce, su idea no explica por qué debe ser ese el statu quo del imputado, ni de dónde surge. Por cierto, la idea de particularización de la confianza cívica para el ámbito procesal penal, frente a la posibilidad de condena y aplicación de pena, torna inadecuados o inconducentes a los fundamentos de la presunción de la inocencia ante situaciones tales como la determinación judicial de la pena concreta o la determinación legislativa de una conducta como delito. Ello así puede ser dicho, sin perjuicio de la opinión según la cual son razones morales equivalentes las que demuestran que en la etapa de sentencia son preferibles los errores que llevan a un castigo leve que aquellos errores fácticos que tienen como consecuencia una pena más severa, tal como señala Tomlin (2014, p. 432). Esta inadecuación de los fundamentos de la presunción de inocencia en los terrenos de la previsión legal de un delito también puede ser afirmada sin perjuicio de aquella otra opinión por la cual los principios penales procesales y sustantivos se encuentran abarcados por un principio de justicia (principle of fairness), que justifica en última instancia al sistema penal e impone exigencias paralelas en todos sus campos; por ejemplo, en materia de criminalización: a) una carga estatal de persuasión para justificar la criminalización de una conducta; y b) un alto estándar epistémico para justificar su sanción como delito en la ley penal, tal como describe Ulväng (2014, p. 474).
18 En este sentido, el juicio penal no se direcciona únicamente a lograr una decisión final precisa, sino que por sobre todas las cosas procura afirmar una empresa común entre el órgano decisor y el imputado. La idea de empresa común se inspira en el fin de asegurar una autoridad moral para que la decisión sea aceptada por la persona a la cual se dirige y afecta, tal como explica Ho (2008, p. 83).
19 Gain (1988-1989) explica que en el caso se encontraba en discusión la constitucionalidad de la ley federal de fianza del año 1984, que preveía como razón para proceder a la detención preventiva de un acusado que ninguna condición o combinación de condiciones pueda garantizar la seguridad de la comunidad o de una persona determinada (p. 1372).
20 Tras haber establecido que la detención preventiva no podía ser considerada un castigo, la SCOTUS procedió a identificar un claro interés o fin social, como es la seguridad de las personas y de la comunidad en general, para finalmente aseverar que el medio utilizado resultaba razonable, como también señala Gain (1988-1989, pp. 1379-1380).
21 Es verdad que el planteo de los acusados estaba sustentado en su derecho a una fianza y en la prohibición de aplicar castigos de manera previa al juicio; sin embargo, la opinión de la mayoría se basó en la razonabilidad de la detención de estos sujetos a fin de salvaguardar importantes intereses sociales como la seguridad.
22 Ello obliga a remarcar la idea de que el juicio penal en sí mismo representa una instancia justa y equitativa «para conocer razonablemente la verdad» (Rawls, 1995, p. 225). Se trata de una condición que todos elegiríamos para poner en efecto nuestra responsabilidad por el erróneo ejercicio de la libertad.
23 Los criterios puramente utilitaristas basados en los beneficios sociales reportados sobre la detención de personas (comprobadamente) «peligrosas» se desentienden de la calidad moral de las personas, poniendo un precio bajo a su libertad, sostiene Tribe (1970, pp. 385-390).
24 Para quienes, una vez que la persona es detenida de forma preventiva por motivos de peligrosidad, «resulta imposible demostrar que la detención es errónea o innecesaria» (Fagan & Guggenheim, 1996, p. 418). La detención en esos términos es irrefutable o imposible de falsar.
25 El juicio penal como institución, sin esa necesaria vinculación con el reconocimiento de las personas como seres morales libres e iguales, y, por consiguiente, con el concepto de presunción normativa de la inocencia en un sentido integral, pierde su razón de ser como protección del acusado. Por lo tanto, se desvanece la justificación deontológica del juicio frente a ese sujeto imputado. Como nos recuerda Ho (2010), un sistema punitivo podría existir y funcionar sin la necesidad de un juicio penal (p. 243). Después de todo, los defensores de la detención preventiva basada en los peligros sociales o la posible «repetición» de actos criminales acuden a su efectividad como medio, por fuera del juicio, para la lucha contra el delito.
26 Es más, estos casos ponen en evidencia una idea de reproche, una imposición de parte de los agentes estatales de una especie de culpa por determinados actos o estados de ese imputado, y, por consiguiente, de un estigma social como peligroso, señala Kitai-Sangero (2009, p. 920).
27 Para Tribe (1970), estas exigencias no necesariamente significan una protección de la persona que ha sido injustamente imputada. En rigor, la determinación de esas exigencias podría ser perjudicial para la persona imputada en diversos sentidos, básicamente porque expresaría la idea de que el encierro o la detención anterior al juicio es un comienzo de lo que en esencia es un castigo obligatorio y necesario que con seguridad vendrá después del juicio (p. 382).
28 «Aun cuando se obedezca cuidadosamente al derecho, conduciéndose el procedimiento con equidad y corrección, puede llegarse a un resultado erróneo» (Rawls, 1995, p. 90).
29 La operatividad del estándar de prueba necesario para condenar en el fuero penal no depende de la naturaleza del órgano judicial que emite la decisión sobre la culpabilidad de la persona imputada. Su sentido protectorio debe ser esgrimido tanto frente al juzgamiento de un juez profesional como frente al juzgamiento de jurados legos, independientemente de las particularidades de la emisión del veredicto de culpabilidad en uno y otro caso. En el mencionado caso Winship (1970), la SCOTUS se pronunció en el contexto de un procedimiento juvenil en el que actuaba un juzgador profesional o técnico. Más adelante, en Cage v. Louisiana (1990), la SCOTUS, ahora en el marco de un juicio por jurados, recordó las consideraciones de Winship referidas al sentido protectorio del estándar de prueba de la culpabilidad. El mismo tribunal en Clark v. Arizona (2006), un caso donde el acusado había renunciado a ser juzgado por un jurado, volvió a poner de relieve la relación intensa que, en su consideración, existe entre presunción de inocencia y estándar de prueba al afirmar, con cita de Winship, que «la fuerza de la presunción de inocencia es medida por la fuerza de la prueba necesaria para superarla, lo que se manifiesta en la prueba más allá de la duda razonable» (Clark v. Arizona, 2006, § 26).
30 Entre otros, Roberts y Zuckerman (2010, p. 221), y Stein (2005, pp. 65 y 73).
31 «La presunción de inocencia solo es realmente valiosa si acarrea robustas o exigentes implicancias para el estándar de prueba» (Roberts & Zuckerman 2010, p. 223).
32 Damaska (2015), por su parte, explica que los métodos epistemológicos óptimos o deseables de investigación y de determinación fáctica son aceptables en la medida en que no comprometan o bien sean armónicos con los valores preeminentes del proceso penal (p. 125).
33 Al postular un concepto de inocencia factual en vez de un concepto de inocencia jurídica, se diluye lo que la inocencia significa en el proceso penal. Inocencia jurídica en este contexto sería la falta de acreditación de la culpabilidad más allá de la duda razonable o sin los medios legítimos previstos para ello, entiende Hughes (2010, pp. 1090 y 1099). Ello repercute en el significado de condena errónea (pp. 1090 y 1097).
34 Rosler (2017) sostiene que una decisión absolutoria que tome en cuenta el concepto jurídico de culpabilidad/inocencia y sea la conclusión de un procedimiento desarrollado de acuerdo con todas las reglas previstas será justa en términos procesales (p. 69).
35 En este sentido, Ulväng (2014) remarca la relación entre la protección que debe brindar la presunción de inocencia en el proceso penal y la operatividad de las garantías procesales, y afirma que la presunción de inocencia protege a las personas imputadas inocentes de la posibilidad de ser condenadas, pero también protege a las personas culpables de la posibilidad de ser condenadas con base en prueba insuficiente o en un procedimiento injusto (p. 470).
36 Allen (2021) entiende que estas cargas probatorias persuasivas en cabeza del imputado facilitan la consecución de condenas, lo cual, ceteris paribus, lleva a un mayor número total de condenas. Más condenas, en general, llevan a un mayor número de condenas erróneas (p. 124, nota 14).
37 Más allá de los problemas vinculados con la falta de definición precisa de cada uno de ellos, según Haack (2014), en los Estados Unidos los estándares de prueba judiciales pueden ser ordenados desde el más exigente hasta el más débil de la siguiente manera: a) más allá de toda duda razonable, b) prueba clara y convincente, c) preponderancia de la prueba, y d) sospecha razonable (p. 51).
38 Tal como señala Laudan (2013), utilizamos el término eximir en un sentido amplio, comprensivo de situaciones tales como legítima defensa, consentimiento de la víctima o bien una situación de inimputabilidad del hecho criminal (p. 169).
39 Según lo dicho por la propia SCOTUS, el estándar de la preponderancia de la evidencia expresa que «los litigantes comparten de manera más o menos igual el riesgo de error. Mientras que en un caso penal nuestra sociedad carga sobre sí la totalidad del riesgo de error, lo que se encuentra representado en la exigencia de prueba más allá de la duda razonable» (Addington v. Texas, 1979, §§ 423-424). Ver también Haack (2013, p. 69).
40 Aquí se encuentra el principal punto de controversia con respecto a posiciones reduccionistas, como la sostenida por Picinali (2014). Según este autor, su postura se basa en un simple requerimiento formal: si el legislador entiende que un elemento X forma parte de la conducta delictiva definida en la ley —offense—, entonces quien debe probar su existencia en contra de la situación del imputado es el fiscal. Pero si la legislatura entiende que el mismo elemento debe ser excluido de tal conducta y ser objeto de una defensa positiva, en ese caso quien corre con la carga de la prueba es el imputado. De ahí que, por ejemplo, si la ley reconoce expresamente que la conducta delictiva se configura con el elemento «antijuricidad o ilicitud» —unlawfulness—, la legítima defensa personal como justificación de la conducta no deba ser un asunto cuya prueba corresponda al imputado. Del mismo modo, si la criminalización de una conducta en la ley reconoce como elemento propio la necesidad de «un acto voluntario», la carga de la prueba sobre la inexistencia de un automatismo debe recaer en la fiscalía. En el supuesto de que ese reconocimiento no se encuentre, tales cargas corresponderán a la persona imputada, describe Picinali (p. 254, nota 59). Al respecto, como respuesta cabe decir que lo crucial no es identificar si un elemento forma o no parte de la conducta definida en la ley, algo, como dijimos, y como el propio autor reconoce, sumamente problemático de precisar en algunos casos si no es a través de la mera literalidad. Aquello que corresponde dilucidar, al momento de postular la protección de la inocencia en el ejercicio de las cargas probatorias del juicio, es si el elemento de que se trata resulta esencial para fundar la responsabilidad penal de la persona imputada. Es la responsabilidad penal, como ejercicio erróneo de la libertad, la condición que el Estado debe acreditar para condenar penalmente a una persona. En opiniones como la de Picinali, tal condición queda sujeta a las arbitrarias clasificaciones —defensas/ofensas— que pueda hacer la legislatura. Lo llamativo del caso es que el propio autor toma como definición de presunción de inocencia «la ausencia de responsabilidad penal del imputado por un comportamiento delictivo» (p. 252).
41 Laudan (2013) señala que la presunción de inocencia no es más que un mecanismo para establecer quién tiene la carga de la prueba y una medida para prevenir que el jurado realice inferencias adversas a partir del hecho de que se ha iniciado un juicio penal en contra del acusado (p. 144).
42 «No debería defenderse una interpretación de la presunción de la inocencia que afirma que debe presumirse que el acusado no cometió el delito que se le imputa» (Laudan, 2013, p. 142).
43 En este sentido, Posner (1999) sugiere un principio de neutralidad equiparable a la presunción de inocencia probatoria, en virtud del cual al inicio del juicio un imparcial o neutral juzgador debe comenzar su labor con una idea sobre los méritos de la acusación que refleje un análisis previo de probabilidades de 1:1, o 50:50, de que el fiscal tiene un caso lo suficientemente fuerte como para llegar a una condena (p. 1514). No obstante, asumir de manera previa al juicio un grado de probabilidad de que el acusado puede ser condenado implica asumir que su sola presencia en ese rol es una prueba que respalda esa probabilidad, contraria, por cierto, a la idea de presunción de la inocencia, como explican Ferrer Beltrán (2021, p. 84) y Friedman (1999-2000, p. 878).
44 En este aspecto, no habría ninguna diferencia entre un proceso penal y uno civil.
45 En este sentido, un esquema mental inicial referido a la asunción de la inocencia material es armonizable con la idea de la culpabilidad jurídica como reverso del concepto de inocencia jurídica propio del proceso penal. Del hecho de que los jurados inicien su actividad con una actitud mental protectora (presunción de que no cometió el hecho por el cual es acusado) no se sigue que después no puedan absolverlo por el beneficio de la duda. De la opinión contraria es Laudan (2013), quien ve un problema de consistencia entre la presunción de la inocencia material y el concepto inocencia jurídica y su reverso, la culpabilidad jurídica (p. 147). Quizás en todo esto no exista más que un equívoco en relación con los segmentos conceptuales y los fines en virtud de los cuales acudimos a la presunción de inocencia en uno y en otro caso. Al parecer, Laudan confunde y asimila totalmente los sentidos de los conceptos de inocencia fáctica, en tanto objeto de la decisión final del juicio, y de inocencia material, como objeto de la asunción o presunción que hace al derecho del acusado, cuando en rigor utilizamos este último como centro del esquema mental inicial de los jurados con el cual deberán valorar la prueba del juicio para evitar sesgos imperceptibles, en virtud de las exigencias normativas de la presunción fundacional de inocencia.
46 En un sentido contrario, señalan autores como Sundby (1989, p. 501), también se puede afirmar que la presunción de inocencia no exige a los jurados dejar de lado su sentido común ni su experiencia, pues es necesario resistir frívolas peticiones de los acusados que podrían llevar a absoluciones erróneas. Ello redirige nuevamente la cuestión a la idea de las condiciones de justicia del proceso penal en general y de la decisión condenatoria en particular, al ser estas decisiones las que infligen un daño moral a una persona determinada.
47 No se trata de obligar a los jurados a creer en la inocencia del acusado, como parece pensar Laudan (2013, pp. 147 y ss). La aceptación es el resultado de una decisión voluntaria y puede ser determinada normativamente, tal como afirma González Lagier (2020, p. 425). En este caso, las razones para que el juzgador acepte la situación inicial del imputado son razones prácticas, prudenciales, no sustentadas en justificaciones epistémicas. Esas razones prácticas se relacionan con el valor de la protección de la inocencia ante una posible condena injusta. Agradezco a Alejandra Verde por su sugerencia sobre la necesidad de hacer una aclaración expresa respecto de este punto.
48 Así como el requerimiento de la prueba más allá de la duda razonable nos dice «dónde deben finalizar» los jurados para tomar una decisión condenatoria, la asunción de inocencia material nos dice «desde dónde deben partir», afirma Ferguson (2016, p. 146).
49 «El grado de creencia del juzgador de los hechos es una cuestión secundaria; mientras el peso de las pruebas es lo principal» (Haack, 2013, p. 71).
50 Jackson y Summers (2012) sostienen que este aspecto de la presunción de inocencia pone en evidencia los problemas de índole moral envueltos en la posibilidad de que una persona imputada sea juzgada y condenada por su historial o por lo que ella representa, y no por lo que conforma el objeto de la acusación (p. 203, nota 18).
51 Es una interrogante todavía abierta si la profesionalización de los jueces o su mayor entrenamiento facilita una mayor racionalidad en la actividad de valoración de la prueba y determinación de los hechos, en tanto su supuesta internalización de los límites de la ley, la lógica y la razón en el desarrollo de esta tarea impediría que estos se vean afectados por «una indebida emocionalidad», tal como describe Jackson (2001, p. 584). El propio autor reconoce que la experiencia y la profesionalización también son juzgadas negativamente porque podrían cementar (case-hardened) y predisponer el criterio decisional de los jueces en contra del imputado y su defensa (p. 584). En algún punto también podría argumentarse que la fundamentación expresa de una sentencia de condena, en tanto explicitación de las razones por las cuales se considera que las pruebas del caso corroboran en un grado suficiente la hipótesis acusatoria, permite descubrir si un juzgador basa indebidamente su decisión en sesgos y prejuicios que perjudican al imputado. Ello podría llevar a negar el valor de la inocencia material en los sistemas procesales en los que actúan jueces profesionales regidos por el principio de la sana crítica racional en la valoración de la prueba, pero lo cierto es que la exigencia de fundamentación de la sentencia no inhibe totalmente la operatividad de estos sesgos y prejuicios. Y tal inhibición es justamente el objetivo de la idea según la cual la inocencia material debe ser el objeto de la presunción de los juzgadores en el debate. A raíz de ello, la presunción de la inocencia del imputado en un sentido material debe ser el contenido de una advertencia necesaria tanto para jueces profesionales como para jurados legos. Pero, además, por lo menos en el caso de los Estados Unidos, la actuación de los jueces profesionales como juzgadores en determinadas clases de juicios (por ejemplo, bench trials) no conlleva la obligación de justificar expresamente su fallo; es decir, no implica la explicitación de cada uno de los motivos e inferencias por los cuales se considera probado un caso. A lo sumo el veredicto de culpabilidad en tal supuesto debe precisar y explicar cuáles han sido las determinaciones fácticas (findings) probadas en el juicio, de acuerdo con lo explicado por La Fave et al. (2009, p. 592). Agradezco a una de las personas que de forma anónima examinó el artículo por haber destacado la necesidad de aclarar este punto.
52 En este último caso, el sesgo de conocimiento puede presentarse traducido como una frecuencia estadística relativa de la culpabilidad en los casos juzgados que son similares. Como nos alerta Haack (2013, pp. 77-92), ello podría representar un criterio subjetivo inicial de que el imputado es culpable.
53 Por razones de practicidad, preferimos mantener la denominación con la que ha sido caracterizada o conocida esta acepción de la presunción de la inocencia, en contraposición a la presunción de inocencia procesal. Sin embargo, cabe otorgar razón a la observación efectuada por Daniela Domeniconi acerca de que, en rigor, la denominación sustantiva no es representativa del sentido y alcance del concepto pues, si lo sustantivo se identifica con la ley de fondo, el concepto en cuestión alude a las condiciones previas a la configuración legal sustantiva. En realidad, lo ajustado hubiese sido utilizar el término «presunción de inocencia pre-sustantiva».
54 Al respecto, ver Gottfried y Baroni (2008).
55 Para Husak y Singer (1999), los casos referidos como «pioneros» en este tema, como United States v. Balint (1922), no pueden ser considerados doctrina constitucional. En su entendimiento, las referencias que pudieron hacerse allí sobre la cuestión de las figuras legales strict liability y la necesaria disposición mental del agente para configurar una acción delictiva deben ser entendidas como meros dicta (p. 864).
56 Énfasis añadido.
57 Tadros (2007) define a esta idea como una presunción de inocencia moral, ya que básicamente hace hincapié en la condena de una persona en virtud de una conducta que no debería haber sido definida como delito (p. 197).
58 La presunción de la inocencia, de acuerdo con esta visión sustantivista, conferiría a los tribunales «el poder de escudriñar las opciones tomadas por el legislador en su actividad de criminalización de conductas» (Picinali, 2014, p. 245).
59 Stumer (2010) identifica esta postura de Tadros y Tierney como «procesal pero recortada», pues en definitiva postula una operatividad del derecho a la presunción de inocencia dentro del proceso penal, en particular en la distribución de cargas probatorias, aunque ate con rotundidad (¿en última instancia?, o ¿finalmente?) el alcance de este derecho a la idea del propósito real del legislador al sancionar las conductas delictivas. El propio Stumer confirma que ese análisis arrastra todos los problemas e inconvenientes de quienes defienden un sentido sustantivo del derecho a la presunción de la inocencia (p. 79).
60 Tadros entiende (2014) que se confía en que la discreción de los fiscales a la hora de dirigir sus acusaciones evitaría la criminalización de aquellos que son inocentes a los ojos de la intención real de los legisladores (p. 463). Pero puede suceder que igualmente se dicten condenas por fuera de los casos que el legislador quiso verdaderamente encerrar. En esas ocasiones se violaría el principio de inocencia en este sentido sustantivo, señala Stumer (2010, pp. 58-59).
61 Ulväng (2014) aprecia una afinidad (kinship) entre la presunción de inocencia y ciertos principios sustantivos; por ende, encuentra efectos perjudiciales para la primera en casos como la criminalización de daños remotos, el desmerecimiento de la ignorancia del derecho como causal de exclusión de la responsabilidad penal y la indiferencia del estado mental del agente ante la comisión de delitos bajo una situación de autointoxicación voluntaria. Pero, al final de cuentas, los problemas que él identifica —por ejemplo, menores posibilidades para que una persona demuestre su inocencia o un recorte del sentido de inocencia— dejan entrever una posición previa de lo que la responsabilidad debe ser y cuáles deben ser sus elementos conformantes, además de, por cierto, una identificación conceptual entre contenido de responsabilidad e inocencia; esto es, un concepto sustantivo de inocencia (pp. 470 y 473-480).
62 Esta posición niega una interconexión —como la sostenida por Laudan (2013, p. 144)— entre aspectos sustantivos del sistema penal y la presunción de inocencia ante ciertas figuras delictivas que hacen hincapié en el carácter de procesados por crímenes graves como un factor de peligrosidad relevante; por ejemplo, el delito que prohíbe que los procesados por determinados crímenes porten armas. A la vez, la posición procesal aquí defendida niega la operatividad de la presunción de inocencia en otro tipo de procesos distintos al penal, como el juicio político a funcionarios y los procedimientos para menores no punibles.
63 El argumento se aproxima a una petición de principio, pues da por sentado una premisa que necesariamente debe ser probada —el poder de retirar a discreción las circunstancias que justifican o excusan las conductas delictivas definidas en la ley—. O bien, toda vez que se trata de un pronóstico tremendista infundado o no probado sobre las sustantivas consecuencias propias del nivel legislativo derivadas de una protección del imputado en el proceso penal, podríamos estar ante un argumento de pendiente resbalosa.
64 En un sentido similar, Stumer (2010) explica que el derecho a la presunción de la inocencia debe ser entendido como una limitación al poder de la legislatura de manipular las reglas del procedimiento, pero no como una limitación sobre la creación del derecho de fondo (p. 84). Picinali (2014) entiende que «una postura procesal expansiva», como la defendida en este trabajo, en el fondo implica una teoría holística de carácter sustantivo (p. 251). Ello puede ser cierto en tanto y en cuanto quede claro que el centro de referencia para aludir a la culpabilidad/inocencia en el juicio es el concepto sustantivo de la responsabilidad penal y todos los elementos necesariamente relacionados con este. Por ello mismo, en el caso que el propio Picinali plantea y en el razonamiento teórico que él utiliza para su solución es posible encontrar una suerte de manipulación de los elementos propios de la responsabilidad penal por parte del legislador. Esto ocurre cuando el legislador define una conducta delictiva dentro de la categoría jurídica strict liability, pero al propio tiempo reconoce para el imputado una defensa afirmativa para eludir su responsabilidad si logra probar que él no tuvo conocimiento de los elementos imprescindibles para configurar el delito. Según el autor, en ese caso la presunción de inocencia no tendría ninguna función relevante pues cualquier proyección de su alcance para controlar la legitimidad de la carga de la defensa implicaría un avance sobre el contenido de la ley penal, algo para lo cual la presunción de inocencia carece de operatividad. Por ello, según Picinali (2014), la obligación probatoria del fiscal, derivada de la presunción de inocencia, solo opera con relación a las defensas que implican un «solapamiento» de elementos con respecto a aquellos que integran solo la conducta delictiva definida en la ley (p. 254). Pero lo cierto es que la propia ley penal en este caso da la pauta de que la responsabilidad penal de un autor de un hecho como el descripto en el ejemplo solo puede surgir ante la comprobada inexistencia del elemento subjetivo —conocimiento— sobre los hechos, catalogada por el legislador como defensa y no como elemento de la estricta conducta delictiva definida en la ley penal. Y es sobre esa responsabilidad, sobre los elementos que la hacen surgir, que actúa la presunción de inocencia y, en particular, la determinación de las cargas probatorias que surgen de ella.
* Agradezco fundamentalmente a Diana Veleda por las agudas observaciones críticas realizadas a una versión anterior y a Máximo Langer por las discusiones mantenidas sobre asuntos tratados en el presente artículo. Cabe dar las gracias también a los participantes del Encuentro de Grupos Conicet-UNC-UBA titulado «El lugar de los hechos en la decisión judicial. Teoría de la prueba y derecho penal», llevado a cabo en la Ciudad de Córdoba, Argentina, el 3 de noviembre de 2023; y, en especial, a Daniela Domeniconi por sus interesantes comentarios. Por último, mi agradecimiento a las dos personas que, de forma anónima, examinaron el artículo para su publicación.
** Profesor adjunto (i) del Departamento de Derecho Penal, Derecho Procesal Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Abogado por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Especialista en Derecho Penal por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho por la misma casa de estudios.
Código ORCID ID: 0009-0004-4621-8483. Correo electrónico: matiasdiaz92@hotmail.com
Autores y partícipes: un estudio comparado entre el Código Penal alemán y el Código Penal Modelo de los Estados Unidos
Perpetrators and Accomplices: A Comparative Study Between the German Penal Code and the American Model Penal Code
Nicolás Santiago Cordini*
Universidad de Buenos Aires (Argentina)
Resumen: Durante más de cien años se ha investigado extensamente el estudio de las partes involucradas en un delito, convirtiéndose en un tema crucial en el ámbito del derecho penal. A pesar de que existe una cantidad considerable de investigaciones sobre esta cuestión en los sistemas de common law y de civil law, se ha notado una notable falta de interés en los estudios de derecho comparado entre ambos sistemas. Este trabajo presenta un estudio de derecho comparado entre los modelos mencionados, ofreciendo un análisis paralelo y analítico para comprender su aplicación y los desafíos asociados a la implementación de estas categorías. Estas categorías son cada vez más universales en el pensamiento y la política criminal occidentales, lo que hace que este análisis sea sistemático, complejo y articulado. El análisis se centrará en el Código Penal alemán interpretado a la luz de la teoría del dominio del hecho y el Código Penal Modelo, sirviendo como instrumento armonizador de diversos códigos penales imperantes en los Estados Unidos. Se destacará la necesidad de realizar estudios comparativos sobre el derecho penal de los Estados Unidos y el Código Penal alemán. Con la internacionalización del derecho penal, los estudios comparativos se vuelven imprescindibles, ya que es en este ámbito donde se produce el choque de culturas jurídicas. Un estudio comparativo entre ambos modelos pretende determinar en qué medida cada sistema presenta similitudes y diferencias. Este estudio busca proporcionar una comprensión más profunda de las similitudes y diferencias entre los sistemas del Código Penal Modelo (common law) y el Código Penal alemán (civil law) con el objetivo de exponer en qué medida difieren para, de esa forma, mejorar la aplicación de las categorías penales en un contexto de internacionalización.
Palabras clave: Autor, partícipe, código penal alemán, código modelo estadounidense
Abstract: For more than a hundred years, the study of the parties involved in a crime has been extensively researched, becoming a crucial topic in the field of criminal law. Although there is a considerable amount of research on this issue in the common law and civil law systems, there has been a notable lack of interest in comparative law studies between the two systems. This paper presents a comparative law study between the aforementioned models, offering a parallel and analytical analysis to understand their application and the challenges associated with the implementation of these categories. These categories are increasingly universal in Western criminal thought and policy, which makes this analysis systematic, complex and articulated. The analysis will focus on the German Criminal Code interpreted in the light of the theory of the act dominion and the Model Penal Code, serving as a harmonizing instrument for various criminal codes prevailing in the U.S. The need for comparative studies on U.S. criminal law and the German Criminal Code will be highlighted. With the internationalization of criminal law, comparative studies are becoming indispensable, as it is in this area that the clash of legal cultures occurs. A comparative study between the two models aims to determine the extent to which each system has similarities and differences. This study seeks to provide a deeper understanding of the similarities and differences between the systems of the Model Penal Code (common law) and the German Penal Code (civil law) with the aim of exposing the extent to which they differ and, thus, to improve the application of criminal categories in a context of internationalization.
Keywords: Perpetrator, accomplice, german penal code, model penal code
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. AUTORES Y PARTÍCIPES EN EL SISTEMA PENAL ALEMÁN: UNA SÍNTESIS DE LA TEORÍA DEL DOMINIO DEL HECHO.- III. AUTORES Y PARTÍCIPES SEGÚN EL COMMON LAW.- IV. LA DIVISIÓN ENTRE AUTOR Y PARTÍCIPES A PARTIR DEL CPM.- IV.1. EL ROL DEL CPM.- IV.2. LAS PARTES DEL DELITO SEGÚN EL CPM.- V. COMPARACIÓN DE SISTEMAS: PRIMERA APROXIMACIÓN.- VI. DIFERENCIAS EN TORNO AL CASTIGO.- VII. LA CARENCIA DE PRINCIPIO DE ACCESORIEDAD EN EL CPM.- VIII. EL ELEMENTO INTENCIONAL DE LA PARTICIPACIÓN.- IX. TENTATIVA Y PARTICIPACIÓN: DIFERENCIA ENTRE AMBOS SISTEMAS.- X. PARTICIPACIÓN, CONSPIRACY Y TENTATIVA DE PARTICIPACIÓN.- XI. CONCLUSIÓN.
I. INTRODUCCIÓN
El estudio de las partes del delito ha sido ampliamente analizado desde hace más de un siglo, convirtiéndose en un problema central del derecho penal. Al ser el derecho penal una disciplina estrictamente vinculada a la soberanía de los Estados, los distintos ordenamientos jurídicos internos han adoptado diferentes respuestas al problema de la vinculación de los distintos agentes que intervienen en el delito. En este sentido, los Estados pertenecientes al common law, por un lado, y los Estados pertenecientes al civil law —especialmente los vinculados a la tradición penal alemana—, por otro, han adoptado puntos de vista diferentes.
En el ámbito del common law, son trascendentales las obras de autores como Blackstone (1753), Perkins (1941), Dubber (2005) y LaFave (2010), pero no podemos perder de vista el papel preponderante de la jurisprudencia y del Código Penal Modelo (CPM) en este sistema jurídico. Casos destacados, como State v. Powell (1914) o Pinkerton v. United States (1946), han sido fundamentales para la estructuración del sistema. En el ámbito de la teoría del delito, por su parte, son muchos los autores que han abordado esta cuestión, aunque el que más aportaciones ha realizado al campo científico ha sido Claus Roxin, quien ha actualizado la discusión sobre el tema con su teoría de la autoría y el dominio del hecho (Täterschaft und Tatherrschaft, 1963). La importancia de su teoría ha sido tal que se ha aplicado fuera del ámbito de influencia de la teoría del delito.
Aunque existe una gran cantidad de investigaciones sobre el tema en ambos sistemas jurídicos, no encontramos, sin embargo, casi ningún interés en los estudios de derecho comparado entre los dos sistemas. Dubber (2005), Dubber y Hörnle (2014), y George Fletcher (2000), han comparado el sistema del common law con el derecho penal alemán para establecer sus similitudes y diferencias, aunque sus estudios están ligados a la lengua inglesa, haciendo hincapié en el sistema penal estadounidense.
Desde el punto de vista metodológico, se trata de un trabajo de análisis dogmático que busca comprender la aplicación de las categorías dogmáticas en dos sistemas penales, en particular, el common law y el civil law. Se trata de un análisis paralelo y comparativo que busca comprender su aplicación y las dificultades que entraña la puesta en práctica de estas categorías, cada vez más universales, en el pensamiento y la política criminal occidentales, por lo que se trata de un análisis sistemático, complejo y articulado. En consecuencia, se hará constante paralelismo entre el Código Penal alemán (StGB) interpretado a la luz de la teoría del dominio del hecho y el Código Penal Modelo (CPM) como instrumento armonizador de los diversos códigos penales reinantes en los Estados Unidos.
La necesidad de realizar estudios comparativos se hace imprescindible con la internacionalización del derecho penal, ya que es en este ámbito donde se produce el choque de culturas jurídicas. Un estudio comparativo entre ambos modelos radica en determinar hasta qué punto uno u otro sistema encuentran similitudes y diferencias entre sí.
II. AUTORES Y PARTÍCIPES EN EL SISTEMA PENAL ALEMÁN: UNA SÍNTESIS DE LA TEORÍA DEL DOMINIO DEL HECHO
No constituye la finalidad de este trabajo realizar un análisis pormenorizado sobre una teoría harto estudiada en el derecho penal de raíz germánica, la exposición de la teoría del dominio del hecho, considerada en la actualidad dominante; sino que obedece solamente a fines comparativos con el sistema penal estadounidense.
La teoría del dominio del hecho es un concepto central en teoría de la autoría y participación de la dogmática jurídico-penal. Los delitos se clasifican en dos categorías: delitos de dominio y delitos de infracción de deber. Los delitos de infracción de deber son cometidos por personas con deberes especiales y quienes infringen estos deberes son considerados autores. Los demás participantes que no tienen tal deber son, como máximo, partícipes (Roxin & Greco, 2020, pp. 439-440).
Los delitos de dominio se basan en el llamado «dominio del hecho». Quien tiene el dominio del hecho es considerado autor, mientras que aquellos que carecen de este dominio son partícipes. El criterio decisivo para la autoría es la posesión del poder de cometer el delito; es decir, tener en las manos la secuencia de hechos que constituye el delito. El autor, agente clave, dirige el acontecimiento mediante su decisión y puede moldearlo según su voluntad; o sea, puede inhibir o permitir la ejecución del delito. Revelador del dominio del hecho es, por tanto, el control sobre si se comete el delito (dominio de la decisión) y el control sobre cómo se comete el delito (dominio de la configuración) (Kindhäuser, 2015).
Esta teoría se desarrolló a partir de conceptos previos como la teoría del dolo de Hans Welzel y de varios otros autores (Busch, 1949; Gallas, 1954; Kohlrauch & Lange, 1961; Maurach et al., 2014), y ha sido redefinida principalmente por Roxin1. Según Roxin, el dominio del hecho es un elemento objetivo de la autoría que incluye el conocimiento fundamentador del dominio. En otras palabras, el autor debe conocer las circunstancias que fundamentan su dominio sobre el acontecimiento y tener la voluntad consciente de realizar de manera concreta lo que fundamenta objetivamente dicho dominio.
Roxin (2015) concibe el dominio del hecho como un concepto abierto, lo que significa que no es fijo ni indeterminado (p. 122), en el sentido de que nunca será posible una «exposición exhaustiva de sus características siempre indispensables» (p. 124) y no estará cerrado a la inclusión de nuevos elementos de contenido. Debe tener en cuenta los sucesos reales de la vida, pero también seguir un principio rector común que permita diferenciar los casos particulares.
Roxin identifica diferentes formas de dominio del hecho. En primer lugar, la influencia del grado de realización del delito mediante acciones propias en la autoría (dominio de la acción); en segundo lugar, alguien puede ser autor en virtud de su fuerza de voluntad, incluso sin su propia participación en la ejecución del delito (dominio de la voluntad); y, por último, cuándo y hasta qué punto un partícipe puede convertirse en la figura central del delito únicamente mediante la cooperación con otros si ni realiza el acto que constituye el delito ni ejerce un poder de voluntad sobre las acciones de los demás (dominio funcional del delito) (p. 126)2.
El autor es la figura central en la realización del acto de comisión (StGB, § 25). El partícipe es una figura periférica que inicia el acto del autor instigándolo (§ 26: Anstiftung, «instigación») o contribuye a él prestándole asistencia (§ 27: Beihilfe, «prestación de ayuda»). Que esto es así puede deducirse de la ley, que distingue entre autoría, mera instigación y colaboración, a la par que hace depender ambas formas de la participación de la existencia de autoría dolosa y se basa en ella (Roxin, 2003, p. 9).
III. AUTORES Y PARTÍCIPES SEGÚN EL COMMON LAW
En el ámbito de los delitos graves (felonies) según el common law, los partícipes se dividían en «autores y partícipes» (principals and accesories). Según la antigua interpretación, solo el agente que llevaba a cabo la acción criminal se consideraba autor o principal, mientras que los demás intervinientes eran denominados partícipes o accesorios. Estos últimos, a su vez, se clasificaban en tres categorías: accesorios antes del hecho, accesorios en el hecho y accesorios después del hecho. En un momento temprano, la persona que originalmente se consideraba un accesorio en el hecho dejó de ser catalogada como tal y fue designada «autor en segundo grado». Esta recategorización se hizo para distinguirla del autor real del delito (de primer grado). A partir de entonces, en casos de delitos graves, existían dos tipos de autores: de primer y segundo grado; y dos tipos de accesorios o partícipes: antes y después del hecho (Blackstone, 1753, §§ 34-35; Perkins, 1941, p. 581). Es crucial tener en cuenta que, según el common law, la responsabilidad accesoria se limitaba a casos de delitos graves (felonies). En los delitos menores (misdemeanour) y en el delito de traición (treason), todos los intervinientes se consideraban autores o principales: los primeros eran considerados demasiado triviales como para requerir una distinción cuidadosa entre las partes del delito, mientras que el delito de traición era lo suficientemente grave como para justificar esta diferenciación. En consecuencia, clasificar a una persona como autor o partícipe dependía en parte de la clasificación del delito sustantivo como traición, delito grave o delito menor (Dubber, 2005). En el contexto del delito de homicidio (delito grave), esta clasificación de las partes involucradas en el delito fue sintetizada por la Corte Suprema de Carolina del Norte en el caso State v. Powell (1914):
Las partes en un homicidio son: (1) autores en primer grado, son aquellos cuyos actos u omisiones ilegales causan la muerte de la víctima, sin intervención de ningún agente responsable; (2) autores de segundo grado, son aquellos que están presentes de manera real o constructiva en la escena del crimen, ayudando y colaborando [aiding and abetting] en el mismo, pero no causando directamente la muerte; (3) accesorios antes del hecho, son aquellos que han conspirado con el autor real para cometer el homicidio, o algún otro acto ilegal que naturalmente resultaría en un homicidio, o que lo hayan procurado, instigado, alentado o aconsejado que lo cometa, pero que no estaban presentes ni constructivamente cuando se cometió; y (4) accesorios después del hecho, siendo aquellos que, después de la comisión del homicidio, a sabiendas ayudan a escapar de una de sus partes (p. 138).
Para ser considerado autor en segundo grado, se requería que una persona estuviera presente durante la comisión del delito y ayudara, aconsejara, ordenara o alentara al autor en primer grado en el momento del hecho. Esta presencia podía ser real o establecerse, incluso, de manera «constructiva». Una persona se consideraba presente de forma constructiva cuando, aunque estuviera físicamente ausente del lugar del crimen, brindaba asistencia o incitaba al autor en primer grado desde cierta distancia. Esto podría implicar dar indicaciones al autor desde lejos sobre la aproximación de la víctima o estar preparado para ayudar, aunque fuera del alcance de la vista u oído (Dubber, 2005, p. 981). En otros términos, no era necesario estar físicamente cerca de la escena del crimen, pero sí requería estar lo suficientemente cerca como para prestar ayuda si fuese necesario (LaFave, 2010, p. 703)3. Como se explica en un caso ampliamente citado de Alabama, State v. Tally (So. 722, 1984), una persona estaba presente desde el punto de vista legal, independientemente de la distancia, si en ese momento llevaba a cabo algún acto que contribuyera a la comisión del delito o si estaba en condiciones de proporcionar información útil al autor de primer grado, prevenir que otros interviniesen o si, de alguna otra manera, obstaculizara la consumación del delito (p. 981).
Por último, la categoría accesorios o partícipes después del hecho también fue dejada de lado4, ya no se la considera un modo de participación en el delito, sino un delito en sí (delito sustantivo), ya sea obstrucción de justicia o asistir, ayudar o albergar a un delincuente, según sea el caso.
IV. LA DIVISIÓN ENTRE AUTOR Y PARTÍCIPES A PARTIR DEL CPM
IV.1. El rol del CPM
En los Estados Unidos existen cincuenta y dos códigos penales, que abarcan las leyes penales de cada uno de los cincuenta estados federados y del distrito de Columbia, además del Código Penal Federal (U.S. Code, título 18). Bajo la Constitución de los Estados Unidos, la facultad para imponer la responsabilidad penal está, en principio, reservada a los estados de la unión, junto con la autoridad federal que se encarga de prohibir y sancionar delitos especialmente relacionados con los intereses federales.
A pesar de la diversidad legal, el CPM se erige como un elemento crucial en el estudio comparativo del derecho penal en Estados Unidos. Aunque no fue el primer intento, ni el más ambicioso, de codificar el derecho penal estadounidense, el CPM ha sido, sin duda, el más exitoso. Desarrollado por el American Law Institute (ALI), el CPM se publicó en 1962, después de una década de redacción. Aunque no tiene fuerza legal vinculante, desde su publicación más de la mitad de los estados de Estados Unidos han adoptado sus principios5.
El CPM se diseñó con el propósito de estimular y asistir a las legislaturas estatales estadounidenses en la actualización y estandarización de las leyes penales del país. A diferencia del Código Penal Federal, que es desorganizado e incompleto, el CPM ha proporcionado una estructura más coherente y sistemática a la hora de abordar los delitos.
Es importante destacar que la influencia del CPM no se limita a la reforma de los códigos estatales, también ha sido fundamental en la enseñanza del derecho penal estadounidense y ha sido citado como argumento decisivo en numerosas decisiones judiciales. A pesar de las diferencias existentes entre los estados que no han seguido el CPM, este modelo ha establecido una base común que permite la comparación y el análisis detallado de las leyes penales en el contexto estadounidense.
En contraste con la tradición legal alemana, donde la teoría del delito se ha desarrollado para entender el derecho penal como un conjunto de conceptos y prácticas interrelacionados, el CPM se centra en codificar el derecho penal del common law. Esta es una diferencia fundamental en la forma en que se aborda la legislación en las dos culturas jurídicas. El CPM se redactó con suma libertad respecto de restricciones históricas6. De hecho, sus redactores se apartaron de soluciones jurídicas propuestas por la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos como en el caso de la regla Pinkerton, que abordaremos más adelante.
Los redactores del CPM se guiaron por el principio de que la responsabilidad penal debe reflejar la culpabilidad individual —en términos de peligrosidad— de cada persona. Este enfoque implicó revisar las normas del common law para que estuvieran más alineadas con este principio subyacente. Castigar a una persona según su culpabilidad no implicaba imponer un castigo proporcional al merecimiento, ya que el castigo se veía como un acto peno-correctivo, adecuado a las necesidades de corrección de cada delincuente propias de la ideología del tratamiento (prevención especial)7.
Desde esta ideología del tratamiento, toda la doctrina penal se enfoca en identificar, diagnosticar y tratar a las personas con una peligrosidad anormal. En este contexto, las reglas sobre la participación criminal —como veremos infra— también contribuyen a este enfoque.
El CPM adopta definiciones detalladas en áreas donde el StGB opta por la cautela. La razón principal radica en el enfoque estadounidense de redactar un código que parte del supuesto de que este debe tener una base sólida por sí mismo. A diferencia de otros sistemas, no se basa en una dogmática jurídico-penal que desarrolla los conceptos esenciales necesarios para trabajar con el código. Este tipo de código se podría describir como «imperialista», ya que pretende desplazar no solo la influencia de la jurisprudencia, sino también las enseñanzas aportadas por la doctrina. Busca ser una guía exhaustiva para resolver los problemas que aborda (Fletcher, 1998, pp. 7-8).
Lógicamente, los tribunales están encargados de aplicar el código y resolver ciertos problemas dentro de sus disposiciones. En este contexto, a la doctrina le corresponde la tarea residual de escribir comentarios sobre el código, mientras que la jurisprudencia contribuye a llenar los vacíos y aclarar las interpretaciones necesarias para la aplicación efectiva del código en la práctica jurídica8. En última instancia, este enfoque refleja la confianza estadounidense en la capacidad del código para proporcionar orientación y soluciones completas para los desafíos legales que se presentan. Además, en el contexto positivista que prevalece en las jurisdicciones estadounidenses, el derecho penal ha llegado a depender en mayor medida de la acción de las legislaturas y los tribunales. Estos factores han limitado la investigación sobre la naturaleza del derecho penal y han fomentado a las legislaturas a remodelar el derecho penal de acuerdo con su voluntad (Fletcher, 2000, p. 408). Esta diversidad, sin embargo, no ha obstaculizado la importancia del CPM como un marco de referencia crucial en los estudios comparados del sistema penal estadounidense.
IV.2. Las partes del delito según el CPM
El CPM, y, por lo tanto, el moderno sistema penal de los Estados Unidos, han reemplazado la taxonomía tradicional del common law por una versión más racionalizada, siguiendo una tendencia que ha permeado la doctrina del derecho penal en general. El CPM introdujo el primer tratamiento exhaustivo de la cuestión de la responsabilidad de los partícipes en el derecho penal estadounidense. Antes de la formulación del CPM, legisladores, jueces y doctrinarios se limitaban a repetir y mantener el esquema históricamente desarrollado por el common law sin buscar una coherencia sistemática en este aspecto (Dubber, 2005, p. 985).
El CPM elimina la tradicional distinción entre diferente grado de autores y partícipes, optando por un enfoque simplificado. En lugar de hablar de autores y partícipes, el CPM hace referencia a aquellos que cometen el delito «por su propia conducta» y a aquellos cuya responsabilidad penal se deriva de «la conducta de otra persona de la que es legalmente responsable»9. El primero comprende a quien participa directa o indirectamente en la conducta prohibida, ya sea personalmente (autor directo) o a través de una persona inocente o irresponsable (autor indirecto). El segundo comprende a aquellos que intervienen a través de la instigación (solicitation) o cooperación (facilitation) en la conducta prohibida de otra persona y son legalmente responsables de ella. Esta estructura simplificada entre autores y partícipes permite una mejor comprensión de la participación en el derecho penal estadounidense. En contraposición al enfoque del common law, que distinguía entre autores (principales) y accesorios según su presencia en el lugar del delito y en relación al momento de su contribución al delito, el CPM rechazó explícitamente esta distinción. Los redactores del CPM consideraron que el problema del concepto «presencia» residía tanto en su irrelevancia como en su flexibilidad.
En el contexto del CPM, lo crucial para la atribución de responsabilidad no es si alguien diferente al autor estaba cerca del lugar del delito, sino si esa persona podría ser considerada «legalmente responsable» de la conducta del autor, independientemente de su ubicación en el momento del delito. Si dicha persona instigó o cooperó en el delito con el nivel de culpabilidad requerido (mens rea), se le considera partícipe y, por ende, responsable del mismo; caso contrario, no lo es. Esta perspectiva redefinió el marco de la participación, centrándose en la influencia y participación activa en la conducta del autor (Dubber, 2005, pp. 986-987). Dicho en otros términos, un partícipe es legalmente responsable de la conducta del autor solo en la medida que su participación indique esa peligrosidad anormal que requiere una intervención a través del tratamiento peno-correccional, por lo que habría que preguntarse si, mediante su instigación o cooperación, como el tipo de persona que requiere intervención penal, tanto por su propio bien como por el bien de la sociedad en general (Dubber & Hörnle, 2014, p. 320).
El sistema legal alemán establece una distinción entre instigación de un delito y cooperación. En este sistema, el instigador es considerado un partícipe y no un autor, mientras que la persona que lleva a cabo el delito solicitado es considerada el autor. Tanto la responsabilidad del instigador como la del cooperador o cómplice se derivan del acto ilícito del autor. Esto implica que si el autor no llega a intentar el acto solicitado, el instigador no es considerado responsable.
La dificultad no radica en por qué se diferencia al instigador del autor, sino en por qué se distingue al instigador del cooperador o cómplice. Esta distinción no es reconocida en el common law ni tampoco lo fue por los redactores del CPM. En estos sistemas, no hay diferencia entre alguien que instiga u ordena un acto y alguien que ayuda a cometerlo, proporcionando los medios para llevar a cabo el delito. La razón detrás de esta diferencia en una familia de sistemas, pero no en la otra, es simple: el StGB impone un castigo más severo a los instigadores en comparación con los cooperadores o cómplices10, mientras que el common law, y en particular el CPM, no establece esta distinción (Fletcher, 2000, p. 645).
V. COMPARACIÓN DE SISTEMAS: PRIMERA APROXIMACIÓN
En una primera aproximación, si comparamos ambos sistemas analizados podemos deducir que el autor directo, es decir quien lleva a cabo de propia mano el acto ilícito, propio del § 25 (1) StGB, que se corresponde con el § 2.06(1) CPM. El autor mediato (indirecto, según el CPM) es quien utiliza a otro como instrumento involuntario para llevar adelante la conducta prohibida, receptado en el § 2.06 (2)(a). En ambos sistemas es posible la coautoría, prevista en el § 25 (2) StGB y, de manera implícita, en el § 2.06(1) CPM. En cuanto a los partícipes, tenemos por una parte al instigador, quien determina a otro a participar en la conducta ilícita, receptado en el § 26 StGB y en los §§ 2.06(2)(c) y 2.06(3)(a)(i) CPM. Por último, tenemos al cómplice o cooperador —también llamado facilitador (facilitator) en el derecho penal estadounidense—, quien ayuda —materialmente— a otro a realizar la conducta prohibida, receptado en el § 27 StGB y en los §§ 2.06(2)(c) y 2.06(3)(a)(ii) CPM, respectivamente.
Ahora bien, si profundizamos en el contenido y alcance de cada una de dichas categorías en ambos sistemas, veremos que difieren en varios aspectos, que procedemos a analizar.
VI. DIFERENCIAS EN TORNO AL CASTIGO
El CPM no estableció una distinción explícita en la cuantía de la pena entre autores y partícipes. En lugar de centrarse en las distinciones categoriales entre ellos, el CPM se enfoca en la peligrosidad demostrada por el acusado a través de su conducta. Cabe indicar que el CPM distingue entre autores y partícipes en todos los casos, independientemente de la gravedad del delito, no limitando la aplicación de la diferencia categorial a un tipo específico de delitos —ahora la distinción se aplica también a delitos menores (misdemeanour)—. Tampoco hace hincapié en el diverso reproche que implica ejecutar de propia mano el delito o colaborar en el delito de otro. Esta falta de distinción en torno de la responsabilidad del partícipe es reflejo de la ideología subyacente del CPM.
Según el CPM, la clasificación de una parte del delito como autor o partícipe no parece tener relevancia, ya que la diferencia fundamental radica en si los distintos grados de participación se castigan de manera diferenciada. En el sistema penal del common law en general, y en el CPM en particular, prevalece el principio de que tanto los partícipes como los autores deben ser castigados por igual (MPC, § 2.06); es decir, «todos los cómplices son considerados ‘culpables’ como si fueran autores» (Fletcher, 2000, p. 651).
Surge, entonces, la pregunta de por qué el common law alguna vez reconoció distinciones entre autores y partícipes, considerando este principio de castigo uniforme. La razón parece haber sido un compromiso inicial con la teoría de la responsabilidad derivada (accesoria), donde el partícipe solo podía ser castigado si el autor era culpable. La alternativa a este punto de vista, como se observa en el caso del CPM, es considerar la «participación» en la conducta de otra persona como una forma de responsabilidad basada en una definición ampliada del delito sustantivo (Fletcher, 2000). Este enfoque más amplio es el que adopta el CPM para garantizar una aplicación uniforme de la ley en relación con los intervinientes en el delito.
VII. LA CARENCIA DE PRINCIPIO DE ACCESORIEDAD EN EL CPM
En el contexto del sistema angloamericano, la cuestión de la responsabilidad del partícipe se plantea principalmente en dos frentes: primero, si el autor debe ser verdaderamente culpable del delito y, segundo, si el autor debe ser condenado antes de que el partícipe pueda ser acusado. Históricamente, el common law experimentó un cambio en su norma inicial, que exigía la condena del autor antes de imputar la responsabilidad al cómplice o instigador. Con el tiempo, esta norma se relajó y se permitió la acusación del partícipe incluso si el autor había recibido un indulto o había reclamado el beneficio del clero (Fletcher, 2000, p. 641)11.
El CPM aborda estas complejidades del sistema del common law eliminando la distinción entre autor y partícipe en todos los aspectos, incluidos los procesales. Está diseñado para asegurar que un cómplice o un instigador pueda ser condenado si se demuestra su participación en el delito, independientemente de si el autor ha sido procesado, condenado por un delito diferente o tiene inmunidad para ser procesado. La disposición correspondiente en el CPM (§ 2.06(7)) permite la condena del cómplice o instigador, incluso si el autor ha sido absuelto o no ha sido condenado. Sin embargo, es importante tener en cuenta que este cambio en la normativa no implica que el cómplice o el instigador pueda ser condenado sin pruebas de la comisión del delito por parte del autor. La responsabilidad del partícipe sigue estando relacionada a la conducta del autor, pero el proceso se simplifica y se hace más flexible, permitiendo una mayor adaptabilidad a las circunstancias específicas del caso.
Es importante considerar si el presunto autor fue absuelto por una cuestión de fondo, no solo de procedimiento. Si el presunto autor no cumple con los elementos objetivos (actus reus) o subjetivos del delito (mens rea) del que se acusa al partícipe, entonces no se ha cometido ningún delito por el cual el autor pueda ser considerado responsable directamente o el partícipe de forma indirecta. No obstante, el instigador o el cómplice podría ser considerado penalmente responsable como autor a través de la autoría indirecta si la conducta del presunto autor puede clasificarse como «inocente», lo que implica la ausencia de cualquiera o de todos los elementos subjetivos del delito. Esta interpretación se basa en la aplicación del § 2.06(2)(a) CPM.
En el marco de la responsabilidad penal del partícipe, se plantea la cuestión fundamental de si el autor debe ser verdaderamente culpable del delito y si el partícipe puede beneficiarse de las defensas del autor. Si el autor es absuelto debido a una justificación (justification defence), el partícipe, al haber instigado o colaborado en esa conducta, también debería beneficiarse de ella. Sin embargo, si el autor escapa de la responsabilidad penal debido a una excusa personal (excuse defense), el partícipe no debería beneficiarse de la defensa del autor. Esto se debe a que las excusas son específicas del individuo y no deben aplicarse al partícipe, mientras que las justificaciones se basan en consideraciones generales de legalidad en relación con los propósitos fundamentales del derecho penal. En este contexto, si el autor es excusado debido a su incapacidad mental, por ejemplo, el partícipe no debería ser absuelto, ya que las excusas no se extienden a él. El punto crítico radica en que excusar al autor no tiene el efecto de socavar la ilicitud de la violación, pero justificar su conducta sí. Un hecho justificado es compatible con las normas jurídicas y, por lo tanto, no constituye una base adecuada para la responsabilidad accesoria (Fletcher, 2000, p. 643).
Esta distinción entre excusa y justificación, aunque defendida por autores como Fletcher (2000) o Robinson (1997), no es clara en el derecho penal del common law. Los redactores del CPM evitaron una distinción rígida entre justificaciones y excusas, considerando que esta clasificación formalista oscurecería el núcleo sustantivo del análisis de la responsabilidad penal. En lugar de ello, se centraron en la culpabilidad individual de cada acusado y en su peligrosidad criminal para adaptar el tratamiento peno-correccional a cada caso.
Una vez que se ha establecido el elemento de conducta (actus reus), ya sea por el autor directamente o por el partícipe de forma indirecta, ambos siguen rumbos legales distintos. Cada uno debe ser evaluado individualmente para determinar si cumplen con los aspectos subjetivos y objetivos del delito, incluyendo las circunstancias concurrentes y, especialmente, el resultado. En esta situación, es posible que el autor tenga una intención diferente respecto del resultado del delito en comparación con el partícipe, dado que según el CMP no existe un elemento intencional compartido (shared intent). Esto puede dar lugar a diferentes grados de responsabilidad por el delito. Cada interviniente en el delito (independientemente de cómo se le denomine) puede tener un estado mental (mens rea) diferente con respecto a un determinado elemento objetivo del delito (por ejemplo, el resultado en el caso de homicidio), generando responsabilidad por diferentes delitos o grados de delito. El partícipe, al igual que el autor, es penalmente responsable del delito cuyos elementos objetivos y subjetivos satisface (Dubber & Hörnle, 2014, p. 322). Por ejemplo, si el autor deseaba la muerte de la víctima mientras el cómplice solo creía que la muerte era un resultado probable del acto del autor, el autor sería culpable de asesinato (murder) y el cómplice sería responsable solo por homicidio involuntario (manslaughter), y viceversa. De manera similar, si el autor planeaba matar a la víctima golpeándola con una pala proporcionada por el cómplice, pero este solo quería que la víctima sufriera un golpe en la cabeza, el autor sería culpable de asesinato, mientras que el cómplice sería culpable de lesiones, y viceversa (Dubber, 2005, p. 991).
En el sistema alemán, adepto a la teoría del delito, la cuestión es diferente dado que, a partir del principio de accesoriedad al ilícito (accesoriedad limitada), la culpabilidad de cada parte involucrada es una cuestión personal12. En otros términos, la responsabilidad penal del autor y del partícipe no se basa en diferencias de estados mentales. Si la conducta del autor se encuentra amparada por una causa de justificación, al repercutir en el ilícito, el partícipe se beneficia de ella, no así cuando de lo que se trata es de una causa de exclusión de la culpabilidad.
Según la teoría del delito, la responsabilidad del partícipe se limita a los delitos dolosos. La participación presupone, conforme a los §§ 26 y 27 StGB, junto a la ilicitud del hecho del autor, también su carácter doloso; por lo tanto, no existe participación imprudente ni tampoco participación dolosa en delitos imprudentes. En consecuencia, tampoco existe la instigación negligente ni la complicidad imprudente (Freund & Rostalski, 2019, pp. 419 y 423; Gropp, 2015, p. 433; Roxin, 2003, p. 129; StGB, § 26, acápite 6)13. En el ámbito de los delitos imprudentes, no existe diferencia alguna entre autoría y participación, puesto que toda clase de cocausación en la producción no dolosa de un resultado mediante una acción que lesiona el deber de cuidado conforme al ámbito de relación ya es autoría (Jakobs, 1991, p. 653; Ko, 2021, p. 147). Dicho en otros términos, en el caso de la imprudencia solo existen infracciones del deber de cuidado o creación de riesgo no autorizada que no pueden situarse en ningún tipo de relación jerárquica entre sí (Schünemann & Greco, 2021a, p. 833)14. El autor imprudente es «una mera causa coadyuvante del resultado que se ha producido» (Welzel, 1958, p. 538). Dado que todas las causas tienen el mismo valor, no es posible diferenciar entre autoría y participación en delitos imprudentes (Jeschek & Weigend, 1996, p. 646; Welzel, 1958, pp. 539-540). Esta cuestión es, sin embargo, objeto de controversia en el sistema del common law. Aunque el CPM no aborda explícitamente este tema, los tribunales estadounidenses han rechazado la idea de que instigar o ayudar intencionalmente en un delito no doloso sea lógicamente imposible. Argumentan que la participación se refiere solo al elemento de conducta (actus reus) y que no hay contradicción en instigar o colaborar intencionalmente en una acción que, al mismo tiempo, es imprudente respecto del resultado del delito, como la muerte en un caso de homicidio involuntario (Dubber, 2005, p. 992).
VIII. EL ELEMENTO INTENCIONAL DE LA PARTICIPACIÓN
Tanto las reglas sobre la participación del StGB (§§ 26-27) como las del CPM (§ 2.02) limitan la responsabilidad del partícipe a la instigación o cooperación intencional; no obstante, hay diferencias significativas en cómo se interpreta la intención en ambos sistemas legales. En el derecho penal alemán se distinguen dos formas básicas de tipo subjetivo: el dolo (Vorsatz) y la imprudencia (Fahrlässigkeit). El dolo (Vorsatz) incluye el propósito (Absicht) o dolo directo, dolo indirecto y dolo eventual. El Absicht alemán, por su parte, se asemeja al «propósito» (purpose) en el CPM, definido como la intención consciente de producir un resultado o llevar a cabo una conducta con el conocimiento o la creencia de que ciertas circunstancias acompañan ese resultado. El dolo indirecto alemán es similar al «conocimiento» (knowledge), que implica ser consciente de realizar una conducta específica o de que ciertas circunstancias existen, con la certeza de que ocurrirá un resultado específico. El dolo eventual no tiene una equivalencia directa en el esquema de mens rea del CPM. Puede ser considerado análogo al conocimiento si se enfoca en su aspecto subjetivo, que implica indiferencia o, incluso, aceptación de la posibilidad de un resultado prohibido. Sin embargo, si se enfatiza su aspecto objetivo, que implica crear un riesgo que no alcanza el nivel de certeza virtual, se asemeja más a la imprudencia según el CPM, definida como indiferencia consciente hacia un riesgo sustancial e injustificado. En el contexto de la participación, según el CPM, solo el propósito se considera suficiente.
Es importante señalar que el hecho de que ayudar a sabiendas en un hecho imprudente no se considere complicidad en el CPM no implica que esta conducta no se castigue en el moderno derecho penal estadounidense. Algunas revisiones de los códigos penales estatales incluyen el delito de facilitación (facilitation) para penalizar tipos de conductas que no podrían ser catalogadas de complicidad según el CPM15. Esto demuestra que el derecho penal estadounidense impone requisitos más estrictos a la mens rea para la participación. A pesar de que el propósito puede inferirse del conocimiento, el propósito sigue siendo el requisito de mens rea. Además, el elemento subjetivo catalogado como del dolo eventual en el derecho penal alemán es más amplio que el conocimiento del CPM. Estas diferencias resaltan las disparidades fundamentales entre el sistema alemán y el CPM en cuanto a la interpretación y aplicación de la participación.
IX. TENTATIVA Y PARTICIPACIÓN: DIFERENCIA ENTRE AMBOS SISTEMAS
Es importante destacar que el CPM permite imponer responsabilidad por complicidad incluso a personas que intentan colaborar en la conducta delictiva de otra, aun si no tienen éxito en su intento. Siempre que el cómplice haya actuado con el propósito requerido, el CPM no hace distinción entre si logra o no ayudar al autor principal a cometer el delito. En ambos casos, el colaborador es considerado culpable del delito sustantivo como cómplice y se le castiga al nivel del autor principal (o al nivel de un cómplice que ha tenido éxito). No se requiere recurrir a la doctrina de la tentativa en tales casos, lo cual, en última instancia, no marca una gran diferencia, ya que las tentativas se castigan al nivel del delito consumado. Esto refleja una vez más el enfoque del CPM hacia el diagnóstico de la peligrosidad criminal de cada delincuente.
En contraste, el StGB solo castiga la tentativa de participación —únicamente en delitos graves— y la trata como tentativa en lugar de como una forma de participación (StGB, § 30). Las tentativas están sujetas a una reducción discrecional de la pena en comparación con el delito consumado. Los instigadores son castigados al nivel del autor a diferencia de los cooperadores, que reciben una reducción de la pena obligatoria.
De acuerdo con el CPM, la tentativa de instigación de un delito tentado o consumado se castigaría según la responsabilidad por participación (ya que la definición de tentativa incluye la tentativa de instigación). Además, la tentativa de un delito que no se lleva a cabo se castiga como «incitación» (solicitation)16, un delito incipiente (inchoate crime) distinto de la tentativa, pero que, al igual que esta, se castiga al nivel del delito fin17.
Es importante señalar que la definición de tentativa difiere en el derecho penal estadounidense y alemán. Conforme a la teoría del delito, se requiere el dolo, que incluye el dolo eventual (si así lo admite el tipo penal respectivo). En el sistema estadounidense se exige el propósito (purpose), que excluye dicha especie de dolo. Sin embargo, la afirmación de que el derecho penal estadounidense requiere el propósito necesita ciertas precisiones. El CPM exige el propósito con respecto a la conducta prohibida; con respecto al resultado prohibido, exige el propósito o el conocimiento del autor de que la conducta causará el resultado sin más; y, con respecto a las circunstancias concurrentes, exige simplemente el conocimiento de que existen —criminalizando así las llamadas tentativas imposibles y eliminando la defensa tradicional del common law de la imposibilidad legal18—.
Sin embargo, la decisión de ampliar la responsabilidad del partícipe a las tentativas de instigación o colaboración no es tan trascendental como podría parecer inicialmente. En el sistema alemán —así como en el sistema del common law—, los casos que se consideran como tentativas, pero no consumadas, de colaboración o instigación son bastante raros. Cumplir con el requisito de causalidad para la responsabilidad del partícipe es bastante fácil, ya que se considera que la causalidad está presente siempre que la conducta de instigación o ayuda del partícipe haya sido una causa que contribuya —aunque no necesaria, pero sí suficientemente— en la perpetración del delito por parte del autor principal. La conexión causal adecuada entre la conducta del autor y el resultado prohibido se evalúa según los requisitos estándar de causalidad en ambos sistemas.
X. PARTICIPACIÓN, CONSPIRACY Y TENTATIVA DE PARTICIPACIÓN
Los redactores del CPM se esforzaron por establecer una clara distinción entre participación y conspiración, dos formas de «responsabilidad de grupo» que habían sido objeto de vaguedad en las clasificaciones anteriores por parte de los tribunales angloamericanos. En su intento por definir estas categorías de manera más precisa, el CPM delineó las diferencias fundamentales entre la participación y la conspiración en el contexto de la responsabilidad penal.
La participación, según el CPM implica una responsabilidad indirecta por un delito, donde la conducta del principal es imputada a otra persona que ayuda, incita, aconseja, ordena, induce o procura la comisión del delito. En contraste, la conspiración (conspiracy), en tanto delito incipiente (inchoate crime), se refiere a una responsabilidad directa por el acuerdo para cometer un delito. Mientras que la participación requiere la comisión del delito —o al menos su tentativa—, la conspiración se centra en el acuerdo en sí mismo, independientemente de si el delito se llevaba a cabo o no19. Los redactores del CPM limitaron la responsabilidad penal por conspiración, a diferencia de las hasta entonces vigentes reglas del common law, al acuerdo para cometer delitos (offences), excluyendo actos que fueran simplemente corruptos, deshonestos, fraudulentos o inmorales, pero no delictivos. Para limitar aún más el margen de discreción fiscal, exigieron además del acuerdo un acto manifiesto en cumplimiento del acuerdo criminal (overt act), el mismo que es un elemento de prueba que expresa que el acuerdo criminal ya se encuentra en ejecución.
La conspiración para cometer delitos (conspiracy) y la participación en su ejecución son delitos distintos, pues cada uno entraña su propio sistema de responsabilidad penal. Esta diferencia es evidente incluso cuando el acto manifiesto (overt act) que se presenta en el delito de conspiración es el mismo delito sustantivo que se imputa. En el contexto de una conspiración criminal, el elemento central es un acuerdo para violar la ley, como lo determinó el caso United States v. Frazier (1989, p. 884). Dicho en otros términos, la esencia de la conspiración radica en este acuerdo, lo cual significa que los conspiradores pueden ser castigados incluso si el propósito criminal —delito sustantivo— no se materializa20. En contraste, un partícipe es imputable en función de la comisión de un delito sustantivo, y su responsabilidad se basa en su participación a través de la ayuda o instigación en dicho delito. Los términos «autor» y «partícipe» son descripciones de los roles desempeñados por las partes involucradas en un delito, mientras que el término «conspirador» denota un delito en sí mismo.
Es importante destacar que estos roles a menudo se confunden, dado que un cómplice siempre puede ser considerado un conspirador, ya que toda complicidad implica un acuerdo criminal. Sin embargo, no todos los conspiradores son automáticamente cómplices.
Si el delito objeto de la conspiración se comete y la conducta del autor puede imputarse a otra persona según las normas de la participación, entonces la conspiración se fusiona (merge) con el delito sustantivo. En esta situación, una persona puede ser acusada de ambos delitos y solo ser condenada por uno (CPM, § 1.07), mostrando así la distinción clara entre estas dos formas de responsabilidad penal.21
El CPM también rechazó la regla Pinkerton, que establece que cada parte de una conspiración es responsable de los delitos sustantivos razonablemente previsibles cometidos por su coconspiradores en cumplimiento del acuerdo22. Esta doctrina amplió la responsabilidad penal de los conspiradores, ya que los delitos sustantivos cometidos por otros coconspiradores podían imputarse a ellos en virtud del acuerdo ilegal compartido. La regla establece que, de forma similar a la atribución del partícipe, en el caso de conspiración la parte implicada también es plenamente responsable aunque ella misma no haya realizado ningún acto manifiesto en cumplimiento del acuerdo ilegal, siempre que los actos de la otra parte estén cubiertos por el acuerdo. Esto se debe a que el estar implicado en un acuerdo de conspiración conduce a los coconspiradores a la atribución de excesos que son meramente previsibles. Si algo puede ocurrir en principio en tales delitos, se considera que está cubierto de forma latente por el acuerdo (Momsen & Washington, 2019, p. 191).
A primera vista, la regla Pinkerton parece implicar una responsabilidad por conspiración; no obstante, al analizarla más detalladamente, se trata de una extensión de la responsabilidad del partícipe a partir del criterio de previsibilidad, propio del derecho civil de daños (tort), que conduce a la introducción en el derecho penal de reglas de responsabilidad indirecta o vicaria (vicarious liability). En este punto, resulta crucial comprender la distinción entre un acto manifiesto (overt act) y el delito sustantivo. La regla Pinkerton permite imputar a los coconspiradores los delitos subjetivos cometidos en el contexto de un proyecto ilegal (conspiracy), basándose en la atribución del acto manifiesto de uno de ellos a todos los conspiradores. Aunque en muchos casos el acto manifiesto coincide con el delito sustantivo, no siempre es así. Siempre ha sido aceptado que, a los fines de la conspiración, a un coconspirador se le atribuyen los actos manifiestos de otros coconspiradores, pero surge la pregunta: ¿puede un conspirador ser considerado culpable de un delito sustantivo cometido únicamente por la otra parte del acuerdo? La regla Pinkerton permite, precisamente, que un coconspirador sea condenado por delitos sustantivos cometidos por otro coconspirador, siempre que el delito en cuestión se encuentre dentro del alcance del proyecto ilegal o sea razonablemente previsible.
En las décadas inmediatamente posteriores al caso Pinkerton (1946), la decisión fue objeto de una fuerte crítica por parte de la comunidad académica (LaFave & Scott, 1972; Schuessler, 1983; Yale, 1947). Argumentaron que la justificación de Pinkerton constituía una expansión injustificada de la doctrina civil de la responsabilidad indirecta hacia el ámbito penal, lo que violaba el principio fundamental del derecho penal, que establece que las personas son responsables únicamente de sus propias acciones y no de las de los demás. Asimismo, aunque no existen estadísticas precisas, la aplicación de la responsabilidad según Pinkerton parece haber sido poco común hasta la década de 1970 (Kurt, 2008, p. 596). Incluso figuras influyentes como LaFave y Scott (1972) afirmaron que la regla Pinkerton nunca había obtenido un amplio consenso en la comunidad jurídica.
Dicha regla fue excluida del CPM, dado su rechazo mayoritario. No obstante, a principios de la década de 1970 hubo un cambio en esta tendencia, especialmente en el contexto de los casos relacionados con el narcotráfico, donde los fiscales comenzaron a emplear la regla Pinkerton con mayor frecuencia (May, 1983, p. 21). A medida que avanzaba la década de 1990, la regla Pinkerton siguió ganando aceptación en los tribunales de prácticamente todas las jurisdicciones de los Estados Unidos. Como explica Marcus (1992): «[e]n prácticamente todas las jurisdicciones de los Estados Unidos, un conspirador puede ser considerado responsable de los crímenes cometidos por sus coconspiradores, siempre y cuando dichos crímenes sean en cumplimiento del acuerdo y sean razonablemente previsibles» (p. 6).
Además, varios estados, incluidos Texas23, Iowa24, Kansas25 y Wisconsin26, entre otros, han incorporado la regla Pinkerton en sus códigos penales. A nivel federal, la regla Pinkerton sigue existiendo tanto en lo jurisprudencial, como se confirmó en el caso United States v. Buchanan (7th Cir., 1997). Sin embargo, los tribunales son conscientes de las posibles limitaciones del debido proceso en situaciones que implican relaciones atenuadas entre el conspirador y el delito sustantivo (LaFave, 2010, p. 724). A pesar de las críticas iniciales y las preocupaciones sobre su aplicación justa, la responsabilidad según Pinkerton ha perdurado y se ha convertido en parte integral del sistema legal penal en los Estados Unidos27.
Toda esta maraña de reglas sobre responsabilidad de grupo ha llevado a que algunas legislaciones estatales incluyan en sus respectivos códigos penales la conspiración como base para la responsabilidad como partícipe28. En resumen, la relación compleja entre conspiración, acto manifiesto y participación presenta desafíos importantes en el sistema legal estadounidense, donde la ley busca establecer una línea clara entre la participación activa en un delito (instigación o colaboración) y la mera asociación de conspiradores (conspiracy).
En comparación con el CPM, el StGB abordó el acuerdo para cometer un delito, incluidos los acuerdos unilaterales y las instigaciones no comunicadas, de manera diversa. En primer lugar, para aquellos acuerdos criminales no coyunturales —es decir, que tengan el quid de la permanencia— rige el § 129 StGB relativo a la asociación criminal (kriminelle Vereinigung), delito independiente en el cual se criminaliza, entre otras acciones, la mera membresía a la asociación29. En segundo lugar, el StGB regula la llamada «tentativa de participación» en el § 3030, que guarda cierta similitud con la conspiracy del common law. Desde un punto de vista sistemático, el § 30 StGB no constituye un delito independiente, sino un motivo para ampliar la punibilidad que se encuentra en la parte general del StGB. El § 30 StGB amplía la punibilidad en casos específicos de tentativa de participación, lo que representa una extensión intensificada de la pena para comportamientos que el legislador considera especialmente peligrosos31. Esto conlleva un desplazamiento anticipado del umbral de la pena al inicio de la fase preparatoria del delito (Jescheck & Weigend, 1996, p. 702) dado que implica una extensión potenciada de la punibilidad, ya que esta se amplía en los delitos graves a conductas que preceden en el tiempo a la participación, la coautoría o la tentativa de realización del tipo (Roxin, 2003, pp. 285-286).
A pesar de que la descripción legal del tipo habla de una «tentativa de participación», no se trata precisamente de una tentativa. La noción de una tentativa de participación debe descartarse por completo, ya que según el § 22 StGB la tentativa implica cometer el delito. En contraste, el requisito previo para la aplicabilidad del § 30 StGB es la ausencia de tentativa. Si se produce la perpetración del delito, no estamos tratando un caso bajo el § 30 StGB, sino una participación en una tentativa o una tentativa de cometer el delito.
A pesar de la interpretación predominante, que está respaldada por la clasificación legal en la sección de «autoría y participación», el § 30 StGB representa una regulación especial de la participación. Sin embargo, esta interpretación se contradice con el hecho de que la conspiración para cometer el delito, según el § 30 (2) StGB, no puede explicarse como participación, incluso anticipada. Además, en los demás casos no hay participación porque no existe un «delito principal». Por lo tanto, no hay accesoriedad, que es un requisito según los §§ 26 y 27 StGB. Es cierto que algunos intentan preservar el carácter de participación construyendo una «accesoriedad hipotética» (Maurach et al., 1989); sin embargo, esto resulta problemático, ya que no puede haber ilicitud en la participación si falta un delito real. En el caso del § 30 StGB, estamos ante la penalización autónoma de actos preparatorios que el legislador considera particularmente peligrosos32. En el contexto de un delito planificado, estos actos son merecedores de castigo debido a la cooperación, al menos deseada, de varias personas (Roxin, 2003, p. 286; Schünemann & Greco, 2021b, p. 998).
Esta disposición no está exenta de críticas. Hace casi cuatro décadas Jakobs (1985) lideró un ataque particularmente radical contra el castigo independiente de los actos preparatorios al señalar que, «[e]n ausencia de un comportamiento externamente perturbador, un sujeto no puede ser definido internamente, por lo que lo interno abarca toda la esfera privada, no sólo los pensamientos» (p. 773). Esto lleva a la exigencia de una supresión completa del § 30 StGB, ya que «No debe permanecer [criminalizado] ningún caso de actos preparatorios en virtud del § 30 StGB» (p. 765). Aquí resulta plausible la crítica de Busch, quien se opone principalmente a que el § 30 StGB extienda la punibilidad de los actos preparatorios allí descritos a todos los delitos sin distinción. Esto conduciría a «una expansión cuestionable de la responsabilidad penal en el ámbito de la preparación». En su lugar, la responsabilidad penal debería limitarse a aquellos delitos «para los que exista una verdadera necesidad en términos de política criminal» (pp. 245-256). Si la punibilidad se desplaza al ámbito preparatorio alejado del delito, se requieren investigaciones especialmente cuidadosas —también empíricas—, de las que hasta ahora se ha carecido casi por completo, para demostrar la proporcionalidad de la (¡a pesar de la obligada atenuación, altamente sensible!) amenaza punitiva, exigida por el principio de la ultima ratio y, por tanto, indispensable también por razones constitucionales (Schünemann & Greco, 2021b, p. 1000).
Comparando ambos modelos, el StGB limita la conspiración a delitos graves (Verbrechen), mientras que el CPM extiende la criminalización a los delitos leves. El StGB prevé un castigo menor para la conspiración en comparación con el castigo por el delito fin; asimismo, tampoco exige un elemento extra al mero acuerdo, como es el acto manifiesto (overt act), pues el mero acuerdo es suficiente (Dubber, 2005, p. 997).
XI. CONCLUSIÓN
A partir del análisis del funcionamiento de los códigos en el CPM y en el StGB, respectivamente, es posible visualizar que el código penal y la labor de la dogmática jurídico-penal tienen roles distintos en cada sistema. En el caso del StGB, reconoce estructuras proporcionadas por la dogmática jurídico-penal. Esta última, a su vez, desarrolla los conceptos esenciales necesarios para trabajar con el código. El CPM, por el contrario, parte de cero en relación al derecho penal del common law y se fundamenta en la idea de que el código debe ser autosuficiente. En este contexto, la función de la doctrina es escribir comentarios sobre el código. Aunque el CPM aún no ha sido sancionado por el Congreso de los Estados Unidos, ha servido como modelo para las sucesivas reformas penales de los códigos penales estatales. Además, tiene una importancia fundamental como marco de referencia en los estudios comparados del sistema penal estadounidense.
La adhesión incondicional del CPM a una ideología de tratamiento, que en su momento fue considerada ortodoxa, pero desde hace mucho tiempo se percibe como desfavorable, plantea serias preocupaciones sobre su relevancia y adecuación en la actualidad. La centralidad de la identificación y eliminación de la peligrosidad del delincuente, aunque puede haber sido aceptada en el pasado, se revela como anacrónica en el contexto actual.
En términos comparados, ambos sistemas reconocen los tres tipos de autoría (directa, coautoría y mediata), en el § 25 StGB y en los §§ 2.06(1) y 2.06 (2)(a) CPM, respectivamente. En cuanto a los partícipes, encontramos que el StGB distingue al instigador (§ 26) del colaborador o cómplice (§ 27) con escalas penales diferenciadas. El CPM, por su parte aborda estas formas de participación en los §§ 2.06(2)(c), 2.06(3)(a)(i) y 2.06(3)(a)(ii). Resulta necesario aclarar que la distinción entre instigador y cómplice o cooperador (comúnmente llamado «facilitador») resulta superflua, pues dichas formas de participación no conllevan grados de reproche diferenciados.
Por otro lado, el CPM, al no establecer una distinción explícita en la cuantía de la pena entre autores y partícipes, desplaza el foco de atención de las distinciones categoriales hacia la peligrosidad demostrada por el acusado a través de su conducta. Este enfoque, aunque puede pretender una evaluación más contextualizada, tiene el efecto de redundar en la indistinción entre autores y partícipes, a la vez que plantea interrogantes sobre la equidad y la precisión del sistema penal propuesto por el CPM.
Si bien las categorías de autor y partícipe están presentes en uno y otro sistema, varían en torno al alcance. El CPM no reconoce el principio de accesoriedad limitada, tal como sucede en el StGB, pese a la existencia de cierto consenso en la doctrina. En lugar de ello, los redactores del CPM se centraron en la culpabilidad individual de cada acusado y en su peligrosidad criminal para adaptar el tratamiento peno-correccional a cada caso. Cada uno debe ser evaluado de manera individualizada para determinar si cumplen con los aspectos subjetivos (mens rea) y objetivos (actus reus) del delito, lo que incluye las circunstancias concurrentes y, especialmente, el resultado. En esta situación, es plausible que el autor tenga una intención diferente respecto del resultado del delito en comparación con el partícipe, lo que puede dar lugar a diferentes grados de responsabilidad por el delito, resultando incluso posible que un partícipe sea castigado por un delito más grave que el propio autor.
En ambos sistemas la participación solamente se da en delitos dolosos. A su vez, el elemento intencional en el CMP es más estricto que el dolo del StGB, pues no admite el dolo eventual. Sin embargo, resulta necesario aclarar que el hecho de que ayudar a sabiendas en un hecho imprudente no se considere complicidad en el CPM no implica que esta conducta no se castigue en el moderno derecho penal estadounidense. Algunas revisiones de los códigos penales estatales incluyen el delito independiente de facilitación (facilitation) para criminalizar conductas que no podrían ser catalogadas como complicidad según el CPM.
Por otro lado, ambos sistemas presentan enfoques distintos hacia la responsabilidad penal por conspiración y participación. Las diferencias fundamentales entre el StGB y el delito incipiente de conspiración del CPM es que en este último la conspiración coadyuva a la indistinción entre autores y partícipes, pues toda comisión de un delito entre varios intervinientes implica un acuerdo criminal (conspiracy). En comparación, el StGB alemán aborda la criminalidad de grupo de manera diferente. Por un lado, reconoce el delito de «asociación criminal» (§ 129) para casos de acuerdos criminales no coyunturales, criminalizando la mera membresía en dicha asociación; por otro lado, contempla la «tentativa de participación» (§ 30) para comportamientos especialmente peligrosos. La influencia de estas regulaciones se refleja en la evolución jurisprudencial y en las prácticas legales de cada sistema, destacando la complejidad y los desafíos inherentes a la interpretación y aplicación de las normas de responsabilidad de grupo en el ámbito legal.
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Recibido: 14/12/2023
Aprobado: 27/03/2024
1 Según Welzel (1958), el autor tiene el dominio del hecho y, por tanto, él es el que conscientemente le da forma en su existencia y como tal; mientras que los instigadores y los cómplices solo tienen control sobre su participación, más no sobre el hecho en sí (p. 539). También afirma que el dominio del hecho es «el simple hecho […] de que el hombre puede ponerse un propósito para configurar el futuro (del devenir causal) según un fin que se ha propuesto [...] El criterio esencial del dominio del hecho no es una vaga voluntad de obrar, sino el verdadero dominio final del hecho» (pp. 542-543). El concepto de autor incluye como característica general del autor al dominio final del delito. El amo del hecho es la persona que lo lleva a cabo de forma expeditiva sobre la base de su propia voluntad, en tanto que la configuración del hecho mediante la voluntad intencionada y determinante de realizarlo convierte al autor en amo del hecho (Welzel, 1969, p. 100).
2 Estas modalidades de autoría se ven reflejadas en el § ٢٥ StGB, que señala respecto de la autoría: a) se castiga como autor a quien cometa el hecho punible por sí mismo o a través de otro; y b) si varios cometen mancomunadamente el hecho punible, entonces se castigará a cada uno como autor (coautoría).
3 Un ejemplo ilustrativo de esta presencia constructiva o presencia en contemplación legal fue el caso de Nevada llamado State v. Hamilton (3 Nev. 386, 1978). En esta instancia, se determinó que alguien que encendió una señal de fuego a unas treinta o cuarenta millas de distancia estuvo presente en la comisión de un robo de una diligencia en Nevada y, por ende, fue considerado autor en segundo grado.
4 No obstante, algunos códigos penales siguen utilizando esta categoría, como es el caso del código del estado de Maryland (Maryland Code, Criminal Law, §§ 1-301).
5 Ha tenido algún efecto en la reforma legislativa de más de treinta y cinco estados (Fletcher, 1998, p. 3; Singer, 1988, p. 951).
6 El CPM se organizó en cuatro partes principales: a) disposiciones generales, b) definición de delitos específicos, c) tratamiento y corrección, y d) organización de la corrección. Además de abordar problemas como la jurisdicción, las limitaciones y la doble incriminación, el CPM intenta una articulación completa de los principios básicos que rigen la existencia y el alcance de la responsabilidad. Entre ellos se incluyen los elementos mentales de la culpabilidad, la causalidad, la responsabilidad objetiva (strict liability), la participación, la responsabilidad penal de empresas y asociaciones, las defensas que niegan la mens rea o eliminan de otro modo la base moral de la condena, las justificaciones reconocidas para conductas que de otra forma serían delictivas, y el efecto sobre la responsabilidad de la enfermedad o el defecto mental y la minoridad. También aborda en términos exhaustivos los delitos incipientes (inchoate crimes) generales; es decir, la tentativa, la instigación (solicitation) y la conspiración para cometer delitos sustantivos (conspiracy), así como la posesión de instrumentos del delito y de armas ofensivas prohibidas. Por último, se compromete a especificar los tipos de disposición autorizados tras la condena, a definir la autoridad del tribunal en la imposición de penas y a prescribir los criterios que deben tenerse en cuenta a la hora de imponer penas de diferentes tipos, especialmente la pena de prisión (Wechsler, 1968, pp. 1428-1429).
7 La susodicha ideología del tratamiento tiene diversas manifestaciones. Sin embargo, el núcleo central de la misma está conformado por la pena privativa de libertad indeterminada (Von Hirsch, 1983, p. 57). Como reacción a esta ideología han surgido teorías retributivas, llamadas del «merecimiento justo» (just deserts), que exigen que la pena sea proporcional a la ventaja injusta que el delincuente ha obtenido al infringir la ley (Davis, 1985; Galligan, 1981; Starkweather, 1992).
8 El American Law Institute se adelanta al rol de la dogmática al tratar de definir conceptos que sería mejor dejar a la deliberación filosófica y, asimismo, ignora toda la enseñanza europea. Se suprimen conceptos que cristalizaron con el tiempo en la evolución del common law; sin embargo, tal vez haga falta una arrogancia de estas dimensiones para crear un monumento jurídico de la influencia que tiene el CPM (Fletcher, 1998, p. 109).
9 «Responsabilidad por Conducta Ajena; Complicidad. (1) Una persona es culpable de un delito si éste se comete por su propia conducta o por la conducta de otra persona de la que es legalmente responsable, o por ambas.
(2) Una persona es legalmente responsable de la conducta de otra persona cuando: (a) actuando con el tipo de culpabilidad suficiente para la comisión del delito, hace que una persona inocente o irresponsable realice dicha conducta; o (b) el Código o la ley que tipifique el delito le hagan responsable de la conducta de esa otra persona; o (c) es cómplice de esa otra persona en la comisión del delito.
(3) Una persona es cómplice de otra en la comisión de un delito si: (a) con el fin de promover o facilitar la comisión del delito (i) solicita a la otra persona que lo cometa; o (ii) ayuda, acuerda o intenta ayudar a esa otra persona a planear o cometer el delito; o teniendo el deber legal de impedir la comisión del delito, no se esfuerza debidamente por hacerlo; o (b) su conducta está expresamente declarada por la ley para establecer su complicidad.
(4) Cuando causar un resultado concreto sea un elemento de un delito, un cómplice en la conducta que causa dicho resultado es cómplice en la comisión de ese delito, si actúa con el tipo de culpabilidad, si la hubiere, con respecto a ese resultado que sea suficiente para la comisión del delito.
(5) Una persona que sea legalmente incapaz de cometer por sí misma un delito concreto podrá ser culpable del mismo si éste se comete por la conducta de otra persona de la que sea legalmente responsable, a menos que dicha responsabilidad sea incompatible con la finalidad de la disposición que establece su incapacidad.
(6) Salvo disposición contraria del Código o de la ley que define el delito, una persona no es cómplice de un delito cometido por otra persona si: (a) es víctima de dicho delito; o (b) el delito está definido de tal manera que su conducta es inevitablemente incidental a su comisión; o (c) pone fin a su complicidad antes de la comisión del delito y (i) la priva totalmente de eficacia en la comisión del delito; o (ii) avisa a tiempo a las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley o realiza cualquier otro esfuerzo adecuado para impedir la comisión del delito. (7) Un cómplice puede ser condenado si se prueba la comisión del delito y su complicidad en el mismo, aunque la persona de la que se afirma que cometió el delito no haya sido procesada o condenada o haya sido condenada por un delito o grado de delito diferente o goce de inmunidad para ser procesada o condenada o haya sido absuelta» (CPM, § 2.06).
10 La importancia de su distinción radica en que el § 27 II StGB determina el marco penal de la cooperación en función del hecho principal, pero prevé una atenuación obligatoria de la pena. Ello se corresponde con la importancia de la aportación del cómplice o cooperador, subordinada por regla general en comparación con el ejecutor y el desencadenador (incitador) del hecho. Pero la atenuación del marco penal típico no excluye que, en el concreto caso individual, la penal determinada dentro del marco penal reducido alcance o incluso supere a la del autor (Roxin, 2003, p. 231).
11 El beneficio del clero (privilegium clericale) era una práctica jurídica por la que las autoridades eclesiásticas acusadas de un delito quedaban exentas de enjuiciamiento ante los tribunales seculares y eran juzgadas por tribunales eclesiásticos, en virtud del derecho canónico. Inspirado en el derecho romano, el beneficio del clero fue una inmunidad del sistema judicial del common law durante toda la Edad Media y parte de la Edad Moderna. Los tribunales eclesiásticos se consideraban generalmente más indulgentes en sus enjuiciamientos y castigos, y los acusados hacían muchos esfuerzos por reclamar la condición de clérigos, a menudo por motivos cuestionables o fraudulentos. Diversas reformas limitaron el alcance de esta disposición legal para evitar su abuso, incluyendo la marca de un pulgar en el primer uso para limitar el número de invocaciones de algunos. Con el tiempo, el beneficio del clero evolucionó hasta convertirse en una ficción legal por la que los delincuentes primarios podían recibir penas menores por algunos delitos (los llamados «clerizables»). Este mecanismo legal fue abolido en el Reino Unido en 1827 con la aprobación de la Ley de Derecho Penal de 1827.
12 El StGB —desde 1943— sigue el principio de la accesoriedad limitada. Ni la instigación ni la complicidad requieren que el autor principal haya actuado «culpablemente». Más bien, de acuerdo con el § 29 StGB, cada interviniente será sancionado según su culpabilidad sin recurrir a la culpabilidad de otro. Sin embargo, el hecho principal tiene que haberse cometido «dolosamente» y «antijurídicamente» (StGB, §§ ٢٦-27; Roxin, 2003, pp. 128 y 138).
13 Por regla general si falta dolo del autor, el sujeto de atrás que colabora de manera dolosa es normalmente autor mediato, de manera que no se requiere recurrir al castigo como participación (Roxin, 2003, p. 129).
14 En el caso de la imprudencia, no hay conocimiento de la relación de la acción con el resultado. Por lo tanto, en el caso de la cooperación entre varias personas, el encadenamiento de acciones —es decir, el encaje de una acción en la acción de otra persona— solo puede afectar al comportamiento sin referencia al resultado: en el caso de (a lo sumo) imprudencia mutua, no está claro para ninguna de las partes cómo acabará finalmente el asunto. Por lo tanto, la ley se abstiene de categorizar las formas de participación y trata de la misma manera toda causalidad imprudente o —en el caso de la omisión— la no evitación. La formulación habitual de que todo el mundo es autor es engañosa, pues no se diferencian los tipos de causalidad (propia, a través de otros, con otros), sino que se estandarizan todos los partícipes. El resultado puede denominarse «autoría» en el sentido de delitos imprudentes (Jakobs, 1991, p. 653).
15 En algunas jurisdicciones las leyes penales sobre facilitación no exigen que se cometa realmente el delito principal como requisito previo para la responsabilidad penal. Entre ellas se incluyen las leyes estatales que tipifican como delito proporcionar a una persona medios u oportunidades para cometer un delito, creyendo probable que está prestando ayuda a una persona que tiene la intención de cometer un delito. Véase, por ejemplo, N.Y. Penal Law (§ ١١٥.٠٥), Ariz. Rev. Stat. Ann. (§ ١٣-١٠٠٤), Ky. Rev. Stat. Ann. (§ ٥٠٦.٠٨٠), y N.D. Cent. Code (§ ١٢.١-٠٦-٠٢). Así, en Kentucky: «(1) Una persona es culpable de facilitación delictiva cuando, actuando con conocimiento de que otra persona está cometiendo o pretende cometer un delito, adopta una conducta que, a sabiendas, proporciona a dicha persona los medios o la oportunidad para la comisión del delito y que, de hecho, ayuda a dicha persona a cometer el delito» (Ky. Rev. Stat., § 506.080).
16 En el common law, incitar o solicitar a otro para que cometiera un delito era un delito en sí mismo, independiente de cualquier otro delito que cualquiera de las partes pudiera cometer. Originalmente, la mayoría de los códigos estadounidenses no incorporaban este delito, sino que tipificaban como delito la incitación a cometer delitos concretos. No obstante, un número considerable de estados cuentan ahora con normas generales de incitación, usualmente siguiendo el modelo del § 5.02 CPM. En los «Comentarios» defiende esa formulación: «ha argumentado [que la conducta del solicitante] no es peligrosa porque la voluntad resistente de un agente moral independiente se interpone entre el solicitante y la comisión del delito» (The American Law Institute, 1985, pp. 365-366). «Del mismo modo, se argumenta que el solicitante, al manifestar su reticencia a cometer el delito, no constituye una amenaza significativa. La opinión contraria es que una solicitud es, en todo caso, más peligrosa que una tentativa directa, porque puede dar lugar al riesgo especial de cooperación entre delincuentes» (pp. 375-378). La incitación deliberada presenta peligros que exigen una intervención preventiva y es suficientemente indicativa de una disposición hacia la actividad delictiva como para exigir responsabilidad. Además, el hecho fortuito de que la persona incitada no acepte cometer o intentar cometer el delito incitado no debería eximir de responsabilidad al incitador, cuando de lo contrario sería un conspirador o un cómplice (Kadish et al., 2022, p. 636).
17 «Salvo que se disponga lo contrario en esta Sección, la tentativa, la incitación y la conspiración son delitos del mismo grado que el delito más grave que se intenta cometer o que es objeto de la conspiración. La tentativa, incitación o conspiración para cometer [un delito capital o un] delito grave de primer grado [por ejemplo, asesinato y delitos agravados de secuestro, violación y robo] es un delito grave de segundo grado. Según el § 6.06 CPM, un delito grave de primer grado se castiga con pena de prisión de uno a diez años como mínimo y cadena perpetua como máximo. Un delito grave de segundo grado se castiga con penas de prisión de entre uno y tres años como mínimo y diez años como máximo» (CPM, § ٥.٠٥(١)).
18 En el contexto de los elementos circunstanciales, sin embargo, «deliberadamente» solo requiere que el agente «sea consciente de tales circunstancias o espere que existan». En otras palabras, el «propósito» respecto a una circunstancia puede demostrarse probando no más de lo que se requiere para demostrar el «conocimiento» respecto a una circunstancia. La distinción entre «a propósito» y «a sabiendas» queda así eliminada en relación con los elementos circunstanciales (Robinson,1997, p. 47).
19 «§ 5.03. Conspiración criminal.
(1) Definición de conspiración. Una persona es culpable de conspiración con otra u otras personas para cometer un delito si, con el fin de promover o facilitar su comisión (a) acuerda con esa otra persona o personas que ellas o una o más de ellas llevarán a cabo una conducta que constituya dicho delito o una tentativa o instigación a cometer dicho delito; o (b) acuerda ayudar a esa otra persona o personas en la planificación o comisión de dicho delito o de una tentativa o incitación a cometer dicho delito. [...]
(5) Acto manifiesto. Ninguna persona podrá ser condenada por conspiración para cometer un delito que no sea un delito grave de primer o segundo grado, a menos que se alegue y pruebe que él o una persona con la que conspiró realizó un acto manifiesto en cumplimiento de dicha conspiración» (CPM, § ٥.٠٣).
20 En términos de Sayre (1922): «[N]o toda conspiración criminal es una tentativa. Uno puede volverse culpable de conspiración mucho antes de que su acto esté tan peligrosamente cerca de completarse como para hacerlo responsable penalmente por el delito tentado» (p. 399).
21 Cabe aclarar que los diversos estados no han seguido esta regla del CPM. Conforme a la legislación vigente, la conspiracy y el delito sustantivo no se fusionan.
22 En Pinkerton v. United States (328 U.S., 1946) la Corte Suprema sostuvo que «cuando un acusado participa en una conspiración, los delitos sustantivos cometidos para promover esa conspiración pueden imputarse a todos los acusados siempre que sigan formando parte de la conspiración cuando se cometan esos delitos» (p. 640).
23 «Partes del Delito. (a) Una persona es criminalmente responsable como parte de un delito si el delito es cometido por su propia conducta; por la conducta de otro del cual él es criminalmente responsable, o por ambas. (b) Si, en el intento de llevar a cabo una conspiración para cometer un delito grave, uno de los conspiradores comete otro delito grave, todos los conspiradores son culpables del delito realmente cometido, aunque no tengan intención de cometerlo, si el delito se cometió en apoyo del propósito ilegal y era uno de los que debería haberse previsto como resultado de la realización de la conspiración» (Código Penal de Texas, § 7.01).
24 «Conducta criminal conjunta. Cuando dos o más personas, actuando en concierto, a sabiendas participan en un delito público, cada uno es responsable de los actos del otro realizados en cumplimiento de la comisión del delito […] y la culpabilidad de cada persona será la misma que la de la persona actuando así, a menos que el acto fuera uno que la persona no podía esperar razonablemente que se realizara en cumplimiento de la comisión del delito» (Código Penal de Iowa, § 703.2).
25 «Responsabilidad por delitos de otro. (1) Una persona es penalmente responsable de un delito cometido por otra persona si intencionalmente ayuda, incita, aconseja [advises], contrata, asesora [counsels] o procura que el otro cometa el delito. (2) Una persona responsable bajo la subsección (1) [...] también es responsable de cualquier otro delito cometido en cumplimiento del delito previsto si es razonablemente previsible para dicha persona como una consecuencia probable de cometer o intentar cometer el delito previsto» (Código Penal de Kansas, § 21-5210).
26 «Partes del delito: (1) Quien esté involucrado en la comisión de un delito es un autor y puede ser acusado y condenado por la comisión del delito aunque la persona no lo cometió directamente y aunque la persona que lo cometió directamente no haya sido condenada o ha sido condenada por algún delito de otro grado o por algún otro delito basado en el mismo acto. (2) Una persona está interesada en la comisión del delito si la persona: (a) Comete directamente el delito; o (b) Ayuda e incita intencionalmente la comisión del mismo; o (c) Participa en una conspiración con otro para cometerlo o aconseja, contrata, asesora o procura de otro modo que otro lo cometa. Dicha parte también está interesada en la comisión de cualquier otro delito que se cometa en cumplimiento del delito previsto y que, en estas circunstancias, sea una consecuencia natural y probable del delito previsto» (Código Penal de Wisconsin, § ٩٣٩.٠٥).
27 Para un mayor ahondamiento de la regla Pinkerton y su evolución en el derecho penal estadounidense, revisar Cordini (2022).
28 «Responsabilidad por Delitos de Otro. Subdivisión 1. Ayuda, complicidad, responsabilidad. Una persona es penalmente responsable por un delito cometido por otra persona si intencionalmente ayuda, asesora, contrata, aconseja, conspira o consigue de otra manera que el otro cometa el delito» (Código Penal de Minnesota, § ٦٠٩.٠٥).
29 «Formación de asociaciones ilícitas. (1) Se impondrá una pena privativa de libertad no superior a cinco años o una multa a toda persona que funde una asociación o participe como miembro en una asociación cuya finalidad o actividad esté dirigida a la comisión de delitos con una pena máxima de al menos dos años de prisión. Se impondrá una pena privativa de libertad no superior a tres años o una multa a quien apoye a una organización de este tipo o reclute para ella a miembros o simpatizantes.» (StGB, §129). Según Lampe (1994), el ilícito sistémico de la asociación criminal es relativamente sencillo. El legislador ha dejado constancia de ello en el § 129 del StGB, donde se establece que una asociación criminal es delictiva porque su finalidad o actividad está dirigida a la comisión de hechos delictivos (p. 702). La razón por la cual una asociación se convierte en asociación criminal por su finalidad delictiva es objeto de diferentes interpretaciones según la doctrina. Parte de la doctrina sostiene que la razón radica en la puesta en peligro de la seguridad general y la paz pública debido a la existencia de la asociación (Bubnoff, 2005, p. 126; Langer-Stein, 1987; p. 110, Krauß, 2021, p. 648). Por otro lado, Rudolphi (1987) considera que la peligrosidad de los actos delictivos es lo que destaca, ya que la pertenencia a una asociación criminal implica que los delitos individuales con los que amenazan los miembros son especialmente peligrosos debido a su forma conjunta de comisión. Además, estas asociaciones suelen desarrollar un impulso propio que empuja hacia la comisión de los delitos previstos, menoscabando o incluso excluyendo el sentido personal de responsabilidad de sus miembros individuales. Es importante destacar que el §129 StGB no protege ningún bien jurídico por sí mismo, sino que resguarda aquellos bienes jurídicos protegidos por los tipos penales de la parte especial hacia los cuales están dirigidos los delitos fin (pp. 317-318). En este sentido, Jakobs (1985) también sostiene que el fundamento de punición en el delito de asociación criminal no reside en la lesión de un bien jurídico colectivo, sino en que la conducta tipificada es la preparación de un delito posterior; se trata de una lesión meramente parcial que no infringe normas principales (Hauptnormen) —es decir, aquellas que garantizan expectativas normativas—, sino normas de flanqueo (flankierende Normen) cuya finalidad es garantizar las condiciones de vigencia de las normas principales (p. 775).
30 «Tentativa de participación
(1) Toda persona que intente hacer que otra cometa un delito o incite a otra a cometerlo será castigada de conformidad con las disposiciones relativas a la tentativa de comisión del delito. No obstante, la pena prevista en el artículo 49 (1) será atenuada. El artículo § ٢٣ (٣) se aplicará en consecuencia.
(2) Toda persona que acepte el ofrecimiento de otra o que conspire con otra para cometer o incitar a otra a cometer un delito también será castigada» (StGB, § 30).
31 Desde un punto de vista teleológico, surge la cuestión —importante para la interpretación de la disposición— de qué consideraciones jurídico-políticas impulsaron al legislador a castigar por separado los actos preparatorios de los delitos resumidos en la sección 30. Las diferentes variantes de la disposición penal solo pueden llevar a la conclusión de que la disposición se basa en dos nociones independientes de peligro: por un lado, la idea de la puesta en marcha de un proceso causal independiente e incontrolable; y, por otro, la suposición de una amenaza especialmente elevada para los bienes jurídicos debido a un compromiso unilateral o bilateral de voluntades. El primero de estos dos aspectos es la base del apartado 1 del § 30 StGB y también de la «suposición de una oferta» del apartado 2, que no es más que una forma especial de tentativa de instigación (Schünemann & Greco, 2021, p. 999).
32 En este sentido, la jurisprudencia del Supremo Tribunal Federal (BGH) también ha caracterizado la disposición «como un acto preparatorio punible de forma independiente» (BGHSt, vol. 9, pp. 131 y 134; BGHSt, vol. 14, pp. 378-379).
* Doctor, magíster en Derecho y especialista en Derecho Penal. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en el Instituto Ambrosio L. Gioja de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Profesor de Política Criminal de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y de Derecho Penal de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral (Argentina).
Código ORCID: 0000-0002-3877-4517. Correo electrónico: ncordini@fcjs.unl.edu.ar
INTERDISCIPLINARIA
Cuando la comunidad «dice» el derecho: las asambleas de justicia indígena en Oaxaca
When the Community “Says” the Law: The Indigenous Justice Assemblies in Oaxaca
Irán Vázquez Hernández*
Universidad Nacional Autónoma de México (México)
A Tomás López Sarabia y Bernabé Hernández Flores
Resumen: Las asambleas representan un elemento esencial en la justicia indígena de las comunidades de Oaxaca. En este tipo de reuniones, la colectividad se erige en órgano jurisdiccional colectivo con el fin de resolver una infracción a su sistema normativo. ¿Cuál es su naturaleza? ¿Cómo funcionan? ¿Qué elementos destacables incorporan en su desarrollo? El presente estudio pretende ser una aproximación a estas cuestiones desde las herramientas del análisis del discurso y los estudios sobre la oralidad. Para cumplir con su objetivo, se divide en cuatro secciones: la primera analiza la tipología, naturaleza y estatuto de las asambleas de justicia indígena; mientras que las siguientes secciones se centran en analizar su dinámica procedimental, discursiva y oral.
Palabras clave: Asambleas de justicia indígena, órganos jurisdiccionales comunitarios, evento comunicativo, discursividad, oralidad
Abstract: Assemblies represent an essential element in the indigenous justice of the communities in Oaxaca. In these types of gatherings, the community becomes a collective judicial body in order to address a violation of its normative system. What is their nature? How do they function? What notable elements do they incorporate in their development? This study aims to provide an approach to these questions through the tools of discourse analysis and studies on orality. To achieve its goal, it is divided into four sections: the first analyzes the typology, nature and status of indigenous justice assemblies; while the following sections focus on examining their procedural, discursive and oral dynamics.
Keywords: Indigenous justice assemblies, community judicial bodies, communicative event, discursivity, orality
CONTENIDOS: I. INTRODUCCIÓN.- II. TIPOLOGÍA Y NATURALEZA.- III. LA DINÁMICA PROCEDIMENTAL.- IV. LA DINÁMICA DE LA DISCURSIVIDAD.- IV.1. ELEMENTOS VERBALES.- IV.2. ELEMENTOS NO VERBALES.- V. LA DINÁMICA DE LA ORALIDAD.- VI. EPÍLOGO: JUSTICIA, DISCURSO Y ORALIDAD.
I. INTRODUCCIÓN
13 de marzo de 2016. En la comunidad de Villa Hidalgo Yalalag, en la Sierra Norte de Oaxaca, los habitantes se reúnen en la explanada municipal para abordar el caso de un exfuncionario que presuntamente falsificó documentos durante su administración. Se trata de una reunión donde las personas del lugar se constituyen en un órgano jurisdiccional llamado Asamblea General Comunitaria, el cual representa «la máxima autoridad para la toma de decisiones, en la que participan mujeres y hombres, quienes tienen derecho a voz y voto» (Sistema normativo indígena de Villa Hidalgo, Yalalag, CIJI Oaxaca, 2023). El presidente municipal en turno coordina la asamblea: después de hacer el pase de lista y comprobar que existe el quorum legal, declara abierta la sesión. Acto seguido, el síndico municipal expone el asunto de la falsificación de documentos ante todos los miembros de la asamblea, la cual, tras escuchar la relatoría de los hechos, da inicio a una deliberación colectiva en la que cada uno de sus miembros va expresando lo que considera que debe hacerse en el presente caso. Este proceso dura alrededor de tres horas. Al final, la asamblea llega a un consenso mayoritario: la falsificación de documentos no está permitida por las normas del lugar, por lo que se determina sancionar al infractor con la «separación de la comunidad». De todo esto se levanta un acta que servirá como registro para la memoria del pueblo y en caso de que el infractor desee acudir ante las autoridades del Estado. Asunto cerrado.
Casos como el antes mencionado constituyen una práctica recurrente en las comunidades indígenas de Oaxaca. Desde una perspectiva jurídica, se enmarcan en lo que se conoce como «justicia indígena», que comprende un conjunto de normativas, procedimientos, prácticas y valores, además de diversas instancias y autoridades encargadas de la resolución de conflictos en la comunidad. En este estudio nos referimos a estas reuniones como «Asambleas de Justicia Indígena» (en adelante, AJI) y, para fines puramente estipulativos, las definimos como aquellas asambleas públicas en las que la comunidad actúa como órgano jurisdiccional colectivo para deliberar acerca de las transgresiones a sus normas comunitarias y, en su caso, determinar sanciones para los infractores.
Hasta el momento existe muy poca bibliografía sobre este tema. Al respecto, cabe destacar el estudio realizado por Martínez (2011), que se enfoca en el análisis de la justicia indígena en dos comunidades de Oaxaca e incluye comentarios perspicaces sobre las AJI. En la misma línea, es relevante mencionar el libro coordinado por Cordero y Juan-Martínez (2021), donde se aborda el tema de las AJI en el contexto de la comunidad de San Cristóbal Suchixtlahuaca, aunque de manera periférica. Asimismo, existen otros estudios que han tratado el tema de las reuniones comunitarias ofreciendo algunos comentarios respecto de las AJI, como los trabajos de Nahmad (2003), Bautista y Juárez (2016), Nava (2018), y Torres-Mazuera y Recondo (2022).
En este sentido, el presente estudio tiene como objetivo contribuir a este tema específico bajo las siguientes cuestiones: ¿cuál es la naturaleza de las AJI? ¿Cómo funcionan? ¿Qué elementos destacables incorporan en su desarrollo? No obstante, se aparta de los análisis más habituales sobre de la justicia indígena, que suelen estar dominados por una perspectiva jurídica y descuidan otros aspectos igualmente relevantes que el ámbito puramente legal. Si bien es cierto que el tema de la justicia indígena posee una dimensión jurídica, también engloba otros aspectos de suma importancia como el cultural, el político y el discursivo, entre otros. Estos ámbitos no deben pasarse por alto si deseamos comprender el sentido de la justicia indígena y, sobre todo, si aspiramos a llevar a cabo ejercicios de traducción intercultural.
Dado que mi enfoque radica en establecer conexiones entre el lenguaje, la cultura y el derecho, las reflexiones que a continuación presento se basan en la combinación de herramientas del análisis del discurso (Renkema, 1993; Van Dijk, 1996; Lozano et al., 2001; Calsamiglia & Tusón, 2002; Rapley, 2014) y los estudios sobre la oralidad (Zumthor, 1991; Havelock, 1996; Lepe & Granda, 2006; Cosimano, 2006; Ong, 2016).
Para cumplir con su objetivo, divido mi análisis en cuatro secciones. La primera funciona como apartado de aclaraciones previas sobre la tipología, la naturaleza y el estatuto de las AJI. Las siguientes secciones se centran en analizar la dinámica procedimental, discursiva y la oralidad de las AJI. El corpus que analizo se basa en las transcripciones de videograbaciones de algunas AJI, así como en algunas conversaciones que he realizado con algunas autoridades de las comunidades que se mencionan en las páginas del presente estudio1. Mi enfoque abreva del método estructural comparativo, el cual busca regularidades o iteraciones en los casos analizados, superando las diferencias culturales entre ellos. Sin embargo, es importante mencionar que el análisis de la especificidad requiere una investigación más profunda, a llevarse a cabo mediante el enfoque etnográfico o cualquier otro método que se sumerja en la realidad concreta de cada comunidad.
Debo decir que el presente estudio no pretende ser un análisis exhaustivo sobre las AJI, pues se trata más bien de una aproximación al tema como cualquier otra que pudiera hacerse. En el fondo, intenta ser un ejercicio de traducción intercultural para todas aquellas personas que, como yo, se encuentran interesadas en crear zonas de inteligibilidad recíproca que ayuden a comprender de mejor manera las relaciones entre la justicia indígena y la justicia del Estado.
II. TIPOLOGÍA Y NATURALEZA
La mayoría de comunidades de Oaxaca se reúnen en asambleas para atender diferentes tipos de asuntos (Gallardo, 2012). En ocasiones, sus habitantes se congregan para elegir a sus representantes o hacer la designación de autoridades según su sistema de cargos; en otras, para organizar las fiestas religiosas del pueblo o llevar a cabo la ejecución de una acción pública de interés social; en otras tantas, para la solución de conflictos con comunidades vecinas o para atender asuntos de carácter agrario; y, finalmente, como en el ejemplo antes citado, para deliberar sobre la infracción a la normatividad de la comunidad por parte de uno de sus miembros. Cada uno de estos asuntos de algún modo determina el sentido y alcance de cada asamblea, como se muestra en el siguiente cuadro.
Tabla 1. Tipos de asambleas comunitarias
Asunto |
Función |
Elección de autoridades municipales o comunitarias |
La asamblea funciona como órgano electoral comunitario |
Designación de cargos o servicios |
La asamblea funciona como órgano administrativo comunitario |
Organización de fiestas religiosas |
La asamblea funciona como auxiliar eclesiástico |
Ejecución de obra pública o acciones de interés social |
La asamblea funciona como órgano de gobierno comunitario |
Resolver conflictos sobre colindancia o tenencia de la tierra |
La asamblea funciona como órgano agrario |
Resolver conflictos con comunidades vecinas |
La asamblea funciona como órgano de gobierno comunitario |
Resolver un conflicto sobre la infracción de la normatividad comunitaria |
La asamblea funciona como órgano jurisdiccional comunitario |
Fuente: elaboración propia.
Esta tipología es puramente ideal, pues en una asamblea se pueden abordar múltiples temas, posibilitando que la comunidad funcione de manera diversa. En ocasiones, se presenta la situación en la que el primer punto del orden del día trata sobre la limpieza de un área compartida por la comunidad, mientras que el segundo aborda el caso de un ciudadano que no cumple con el sistema de cargos. En este ejemplo, la comunidad desempeñaría el papel de órgano local de gobierno en el primer caso y actuaría como órgano jurisdiccional comunitario en el segundo punto. Es evidente que las combinaciones entre los temas tratados y las funciones de las asambleas generales son diversas. Aquí nos centramos específicamente en el caso de aquellas asambleas que asumen la calidad de AJI o están destinadas exclusivamente a desempeñar dicho papel.
Ahora bien, la facultad de las comunidades indígenas de erigirse en órganos jurisdiccionales comunitarios es un derecho reconocido por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (1917), así como por los instrumentos internacionales relativos a la libre autonomía y autodeterminación indígena (Berraondo, 2006; Giraudo, 2008). Sin embargo, debemos aclarar que este fundamento no se limita únicamente a un mandato del Estado o a una conformidad con el discurso internacional de los derechos humanos, pues también es una práctica intrínseca al poder de decisión arraigado en lo que el pensamiento crítico indígena ha denominado como «comunalidad» (Rendón, 2003; Robles & Cardozo, 2007; Maldonado, 2016).
En este contexto, es esencial destacar que el concepto de comunalidad, tal como lo plantea el pensador mixe Floriberto Díaz, abarca los siguientes elementos, con especial énfasis en el segundo: a) la tierra, como Madre y como territorio; b) el consenso en asamblea para la toma de decisiones; c) el servicio gratuito, como ejercicio de autoridad; d) el trabajo colectivo, como acto de recreación; y e) los ritos y las ceremonias, como expresión del don comunal (Robles & Cardozo, 2007, p. 40).
Con base en lo anterior, se hace patente que las AJI, en tanto fenómeno normativo, poseen un doble estatuto. Por un lado, representan un derecho humano, respaldado tanto a nivel nacional como internacional, que reconoce la autonomía y autodeterminación de las comunidades indígenas en asuntos de justicia. Por otro lado, encarnan una forma de vida arraigada en la comunidad, donde el consenso, el servicio desinteresado y la toma de decisiones colectivas son esenciales para la identidad y la cohesión comunitaria. En consecuencia, las AJI no solo son un mecanismo legal, sino también un componente fundamental de la cultura y existencia de las comunidades indígenas.
De igual modo, se puede apreciar el doble estatuto de las AJI como eventos comunicativos. En primer lugar, analizándolas como sucesos puramente aislados, representan asambleas transitorias que se disuelven una vez que se ha resuelto el asunto controvertido en cuestión. Es importante comprender que quienes pertenecen a una comunidad indígena no van a misa, al molino, a la siembra, etc., como si siempre fueran miembros permanentes de una AJI. En otras palabras, las AJI no constituyen órganos jurisdiccionales con una existencia continuada dentro de la comunidad, sino que se convocan únicamente cuando surge un asunto que exige la aplicación del sistema normativo local. Esto es necesario para corregir una transgresión que amenaza la cohesión social o el equilibrio comunitario.
En el caso específico de Yalalag que hemos reseñado al comenzar este artículo, el Centro de Información de Justicia Indígena de Oaxaca (CIJI Oaxaca, 2023) menciona lo siguiente:
Cuando se trata de faltas menores, le corresponde conocer el asunto al Síndico Municipal. En ocasiones se somete a la deliberación del Presidente Municipal cuando es un asunto importante. El Presidente cita a los integrantes de la Asamblea General Comunitaria y, en casos especiales, se forma una comisión para analizar un asunto específico (por ejemplo, conocer e investigar el ejercicio presupuestal del año anterior). Finalmente, corresponde a la Asamblea General Comunitaria conocer, resolver y señalar las sanciones en las faltas graves a las normas de la comunidad.
Como podemos apreciar, en esta comunidad no toda infracción amerita que la población se constituya en AJI. Desde el punto de vista de la teoría del proceso judicial, esto puede entenderse como la existencia de al menos dos instancias: la primera atiende faltas menores a la comunidad y está a cargo del síndico municipal; mientras que la segunda, que se ocupa de faltas graves, corresponde a la AJI. De este modo, las AJI se consideran órganos de excepción.
Sin embargo, la cuestión cambia cuando analizamos el asunto desde un punto de vista sistémico. Si bien las AJI funcionan como órganos jurisdiccionales de excepción que solo se activan para abordar infracciones graves, esto no significa que carezcan de una presencia constante en la comunidad. Para comprender esto, podemos recurrir a una analogía con el doble estatuto del lenguaje: una palabra solo cobra vida cuando se pronuncia en un discurso específico, pero la posibilidad de utilizarla en una situación determinada se deriva de su existencia previa en el sistema de la lengua2.
En este sentido, podemos aplicar un razonamiento similar a las AJI. Estas asambleas funcionan como órganos jurisdiccionales que la comunidad activa cuando surge un asunto de justicia concreto; no obstante, debemos reconocer que su vigencia es intrínseca a la estructura del sistema de justicia indígena3. Esta dualidad se relaciona con el reconocimiento del derecho de libre determinación de las comunidades indígenas y con el concepto de comunalidad en el que basan sus prácticas. En conclusión, la vigencia permanente de las AJI tiene su origen en estos dos postulados, que integran el sistema de justicia de las comunidades.
No quisiera ahondar más en este aspecto, pues su tratamiento merece un estudio aparte. Aquí solo me interesa destacar el hecho de que las AJI poseen un doble estatuto: son órganos jurisdiccionales que se activan y disuelven para abordar casos concretos, pero al mismo tiempo son instituciones permanentes cuya existencia se encuentra arraigada en el sistema de justicia indígena.
III. LA DINÁMICA PROCEDIMENTAL
Desde otro punto de vista, las AJI constituyen un proceso complejo que incorpora diferentes momentos, tanto en su preparación como en su desarrollo y culminación. Para tal efecto, propongo realizar un análisis estructural tomando en cuenta el siguiente esquema tripartito:
Tabla 2. Proceso de las AJI
Convocatoria |
Desarrollo |
Formalización |
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Fuente: elaboración propia.
El primer momento se refiere a las circunstancias que, de alguna manera, impulsan en la comunidad el deseo de establecer una AJI. Es importante recordar que el conflicto interno latente surge a raíz de un evento que causa un daño significativo al tejido social de la localidad. En el denominado «caso Suchixtlahuaca», famoso por su relevancia nacional en el ámbito de la justicia indígena en México, el conflicto comenzó cuando una persona desobedeció las normas de la comunidad al permitir que sus chivos pastaran en una zona designada como reserva ecológica (Cordero & Juan-Martínez, 2021). Cuando los representantes agrarios se percataron de este acto, informaron de inmediato a la autoridad municipal, quien envió a la policía local para abordar la cuestión (primer encuentro con la autoridad). Este incidente se vio agravado cuando la persona reincidió en su comportamiento, lo que fue considerado por las autoridades como un acto de desacato grave. Como resultado, se llevó a cabo un arresto (segundo encuentro con la autoridad), lo que intensificó aún más el desarrollo del conflicto latente, involucrando a las autoridades de la Fiscalía y el Poder Judicial del estado de Oaxaca. Finalmente, la autoridad municipal se vio obligada a convocar a los habitantes del lugar (convocatoria) para que se abordara el asunto de manera colectiva. Todos estos eventos representaron las condiciones previas necesarias para la constitución de la AJI.
Cabe decir que la convocatoria para una AJI, en general, puede hacerse a través de diversos medios, tales como el citatorio directo a través de los topiles, el anuncio en lugares públicos, el perifoneo, los medios electrónicos, las redes sociales y, en casos urgentes, a través del repique de campanas de la iglesia del lugar. Con estas diversas opciones la autoridad municipal intenta garantizar que la convocatoria para una AJI sea efectiva y accesible para todos los miembros de la comunidad, independientemente de su ubicación o nivel de acceso a la tecnología.
En lo que respecta al desarrollo de las AJI, se debe decir que encarna la esencia misma de este tipo de asambleas. En primer lugar, hallamos el preámbulo, que integra todos los elementos del saludo a la llegada de los habitantes del lugar y demás elementos paraverbales que tendremos la oportunidad de analizar en el siguiente apartado. La oralidad juega un papel importante en todo esto. Se puede percibir la inflexión de tono entre esta parte de la asamblea, menos formal, y lo que viene después, ya iniciada la sesión, donde la oralidad conversacional cede el paso a lo que los estudios del discurso llaman «oralidad institucional», un género discursivo característico de los procesos donde se ejerce la gobernabilidad (Calsamiglia & Tusón, 2002, p. 40).
En algunas reuniones se utiliza la lengua de la comunidad (zapoteco, mixe, mixteco, etc.) y en otras se puede apreciar el uso generalizado del castellano. También existen casos en donde acontece el fenómeno de la diglosia (Raiter & Zullo, 2004, p. 138); esto es, el uso alternado de la lengua de la comunidad, principalmente por parte de las personas mayores, y del castellano, en su mayoría utilizado por los más jóvenes. La lengua que predomina en las AJI es distinta en cada comunidad y depende de muchos factores históricos, culturales y hasta geográficos; por ejemplo, los procesos de transculturación que han vivido las comunidades por causa de la imposición del castellano como lengua oficial, la cercanía o lejanía con la capital del estado, el cambio generacional y la falta de un vínculo fuerte de muchos jóvenes con su comunidad, la migración interna y externa, el contacto de la población con la industria cultural y los medios masivos de comunicación, entre otros (García Canclini, 2004; Escárcega & Varese, 2004; Toribio, 2018)4.
Enfocándonos ya en el desarrollo concreto de las AJI, cabe decir que es una práctica que una autoridad —a veces administrativa, a veces agraria— sea quien coordine el orden del día de la asamblea. Esto es natural, ya que no se trata de una interacción espontánea en la que pocas personas conversan libremente sobre un tema cotidiano, sino de un evento institucional en el que se debate algo relevante para la comunidad (Tusón, 1997, p. 69). En este caso, tanto por el número de participantes como por el asunto que se analiza, la AJI necesariamente requiere la intervención de un agente que gestione el buen desarrollo del evento. En la comunidad de Yalalag, por ejemplo, esta función le corresponde al presidente municipal, quien es el encargado de hacer el pase de lista. Si no hay quorum, la AJI se reprograma; si lo hay, él es quien declara la AJI como constituida. En este punto, la comunidad formalmente asume el papel de órgano jurisdiccional indígena.
A partir de este momento son evidentes algunas similitudes y diferencias con respecto del sistema de justicia estatal. En Yalalag, por ejemplo, la presentación del asunto controvertido es responsabilidad del síndico municipal, una función que guarda cierta analogía con la que realiza el ministerio público en la audiencia inicial de imputación dentro del proceso penal. No obstante, existe una diferencia fundamental: la actuación ministerial en el sistema estatal se lleva a cabo ante un juez, mientras que en el contexto de una AJI se desarrolla ante la comunidad, que actúa como un órgano jurisdiccional colectivo. Esto implica una lógica distinta en el proceso a seguir. En el procedimiento penal, por otro lado, a pesar de su «principio de oralidad», se observa una rigidez formal y doctrinal basada en elementos como la definición del hecho delictivo, la presentación de los eventos, la incorporación de pruebas, razonamientos de iure y de facto, así como la determinación de la reparación del daño, entre otros aspectos. En cambio, en el procedimiento de las AJI, la flexibilidad es una característica distintiva, pues está fundamentada en una comunicación oral menos estructurada por los principios que rigen a la oralidad legal en el ámbito estatal. Mientras que las actuaciones en el proceso penal se adhieren a un formato preestablecido por el Código Nacional de Procedimientos Penales, las acciones en una AJI se ajustan más a la estructura deliberativa de las asambleas. Además, en las AJI no es necesario distinguir entre distintos tipos de argumentos o razonamientos, ya que la justicia se construye de manera colectiva y dialógica conforme se desarrolla el evento. Esto refleja la naturaleza comunitaria y participativa de las AJI, que operan bajo una lógica menos formalista y más centrada en el diálogo y la construcción consensuada en la toma de decisiones.
La resolución que adopta la AJI tiene que lograr el consenso de la mayoría de los pobladores; es decir, la unanimidad no es requisito para dejar el asunto sin una respuesta. En este proceso, la sanción resulta de las discusiones y participaciones de los miembros de la comunidad durante el desarrollo de la AJI, en lugar de depender exclusivamente de un reglamento o un documento escrito. En ocasiones, las autoridades locales incluso olvidan la existencia de un Bando de Policía y Buen Gobierno en su comunidad.
En este punto es esencial comprender que la ejecución y el cumplimiento de las resoluciones recaen en la autoridad municipal, la cual no tiene la libertad de desobedecer estas decisiones, pues sobre ellas existe la amenaza de enfrentar sanciones en caso de incumplimiento. Esta última cuestión es particularmente relevante, ya que muchas veces las autoridades comunitarias argumentan ante la jurisdicción estatal que no pueden oponerse a la decisión de la AJI debido a que también serían sancionadas si lo hicieran. No obstante, es lamentable que los operadores de justicia del Estado no comprendan la dinámica cultural y los matices de la justicia comunitaria. En lugar de reconocer este hecho, tienden a criminalizar a las autoridades indígenas cuando son denunciadas por personas inconformes con las resoluciones de la AJI. Esto revela una falta de comprensión hacia la rica diversidad de sistemas de justicia y sus normas en las comunidades indígenas, lo que puede llevar a malentendidos y conflictos innecesarios entre los sistemas de justicia estatal y comunitario.
Finalmente, el tercer momento de las AJI lo constituye la formalización de la asamblea. A causa de las políticas intervencionistas del poder estatal, las comunidades indígenas se han visto en la necesidad de levantar un acta escrita —y firmada por todos los participantes de la AJI— para cumplir con las exigencias del Estado. Por esta razón, se puede decir que la función de estas actas es ambigua: por un lado, y en palabras de Boaventura de Sousa Santos (2012), a través de ellas la justicia indígena «busca mejorar su memoria, registrar las reincidencias y evitar dobles juzgamientos» (p. 37); por otro, se trata de una respuesta adaptativa que las comunidades indígenas adoptaron ante la imposición estatal de documentar sus asambleas. Reproduzco a continuación uno de los puntos de acuerdo de una AJI de la comunidad de Santiago Tlazoyaltepec, el cual constituye un ejemplo de cómo las actas pueden ser un elemento conflictivo dentro de las prácticas de la justicia indígena:
Se autoriza que se pase el contenido de esta asamblea en un acta en castellano, pero la versión que vale es la oral que se desarrolló en el día y fecha que se ha indicado, pues muchos argumentos y palabras usados en mixteco no pueden expresarse y escribirse en castellano porque no es nuestra lengua materna. Por ello, esta acta solo es una forma de explicar lo [sic] regiduría que se hizo, pero no coincide exactamente con lo discutido en mixteco (Asamblea General de Santiago Tlazoyaltepec, ASJI Oaxaca, 2023).
La ambigüedad que hemos señalado antes surge de lo siguiente: por un lado, para el sistema jurídico hegemónico, el acta escrita es fundamental para otorgar validez a la asamblea y cumplir con los requisitos legales del Estado; por otro lado, para la comunidad, la versión oral es la que tiene mayor importancia. Esto genera una tensión entre la validez interna y externa de las actas, ya que son documentos que se mueven entre la oralidad del evento comunitario y la cultura jurídica letrada del Estado. Dado que esto escapa al objetivo del presente estudio, no podemos abundar más en este tema; no obstante, conviene concluir que la formalización de las AJI por medio de actas implicó una variación en la práctica oral de la justicia indígena, ya que las actas se convirtieron en un registro escrito de los procedimientos y decisiones tomadas, generando lo que Boaventura de Sousa Santos (2012) denomina como «híbrido jurídico» (p. 37).
IV. LA DINÁMICA DE LA DISCURSIVIDAD
Más allá de su aspecto procedimental, las AJI representan momentos en los que las comunidades indígenas expresan su percepción de lo que consideran justo o injusto, de acuerdo con su propia cosmovisión. Comprender la forma en que se comunican se convierte en una tarea de suma importancia. En este sentido, propongo examinar este aspecto de las AJI como eventos comunicativos, siguiendo la perspectiva de los estudios del discurso (Calsamiglia & Tusón, 2002, p. 18; Raiter & Zullo, 2004, p. 57). Las AJI se presentan así como interacciones complejas que combinan elementos verbales y no verbales en un contexto socioculturalmente definido. En mi opinión, abordarlas de esta manera nos permitirá comprender la dinámica discursiva que abarcan estas asambleas, lo que permite ir más allá de una perspectiva puramente jurídica.
IV.1. Elementos verbales
Las AJI pueden ser analizadas como macroactos de habla según la pragmática del discurso, la cual define un macroacto de habla como el resultado de una secuencia de actos de habla linealmente conectados (Van Dijk, 1996, p. 63). En este contexto, las AJI representan eventos comunicativos complejos compuestos por dos momentos distintos: un proceso y un resultado.
El proceso se integra por todos los actos de habla individuales llevados a cabo por los participantes durante la asamblea mediante sus intervenciones verbales. Así, aquellas personas que solicitan un turno para expresarse no solo «dicen algo» sobre el asunto litigioso en cuestión, sino también «realizan algo» mientras se expresan. ¿Qué realizan? Dado que sus intervenciones se desarrollan en un contexto comunicativo en el que la comunidad colectivamente valora la responsabilidad de uno de sus integrantes, están efectivamente «erigiéndose» como miembros de un órgano jurisdiccional comunitario. Aquí interviene la performatividad del acto individual: la persona que «argumenta» a favor o en contra de aquel que se halla bajo el escrutinio comunitario lo hace desde la posición de un agente de la justicia local. Asume, pues, el papel de juzgador en un ente colegiado que «dice» el derecho a nombre de la comunidad.
Lo anterior no quiere decir que quienes no intervienen en la asamblea no formen parte del órgano jurisdiccional comunitario. En este caso, la ausencia de verbalización se compensa con la «actuación» que ejecutan como sujetos institucionales. En otras palabras, las personas que no hacen uso de la voz en las AJI «hablan» por medio de su comportamiento. Sobre esto volveremos en breve. Lo que quiero dejar establecido es que los actos de habla de las AJI no deben ser analizados aisladamente, sino que su análisis debe ser completado con todos aquellos actos de las personas que, si bien no verbalizan su sentir dentro de la reunión, aportan cierta carga semiótica al evento por medio de su lenguaje corporal.
Ahora bien, centrándonos puramente en los elementos verbales, se advierte que los diversos actos de habla que se suceden durante el curso de la reunión se entrelazan en una secuencia lineal que culmina en la integración de un macroacto de habla global, que constituye el resultado de todo el evento. ¿En qué consiste este macroacto de habla? De acuerdo con la tipología de John Searle (Levinson, 1989, p. 230), se puede entender como un «acto declarativo», ya que la comunidad, erigida en órgano jurisdiccional colectivo, «declara» la responsabilidad o ausencia de responsabilidad de uno de sus integrantes. El modelo estándar de esta declaración es el siguiente: «La asamblea acuerda que…» o cualquier otro sintagma parecido. En este caso, tal fórmula lingüística funciona de manera análoga a como lo hace cualquier punto resolutivo de una sentencia de un juez del sistema estatal. Con esta declaración, no está de más decirlo, la comunidad ejerce su derecho de autonomía en la resolución de sus propios conflictos (según el punto de vista de los derechos humanos) y administra justicia conforme a sus propias prácticas culturales (según la perspectiva de la comunalidad).
En resumen, desde el punto de vista pragmático, las AJI se constituyen como un evento comunicativo complejo conformado por un proceso y un resultado: el primero se integra por la secuencia de actos de habla que realizan quienes intervienen en ellas (que funcionan a la manera de los «considerandos» de una sentencia); el segundo, como la suma global de toda esa secuencia integrada en un macroacto de habla de tipo declarativo en el que la comunidad toma la decisión final (el punto resolutivo)5.
Al respecto, no podemos dejar de lado que el macroacto de habla de una AJI ocasiona un efecto perlocucionario, tal como lo entiende el análisis del discurso; es decir, aquel efecto que conmina a hacer algo a una persona (Renkema, 1999, p. 41). En este caso, podemos dividir este efecto en dos. El primero, dirigido a la autoridad municipal o comunitaria que, como dijimos antes, es la encargada de «ejecutar» las determinaciones de la asamblea. Por otro lado, el segundo efecto se dirige hacia el entorno comunitario, pues la determinación de la asamblea busca restituir las cosas a como estaban antes de que se rompiera la armonía de la comunidad.
En este punto, debemos señalar la divergencia de los efectos perlocucionarios de las AJI respecto de los que se producen en el sistema estatal. En efecto, cuando en un proceso penal se declara la culpabilidad de una persona, la resolución modificará la esfera jurídica de esa persona concreta sin trascender directamente en el resto de la sociedad (salvo que se trate de un asunto de trascendencia social). En el caso de las AJI, en cambio, al tratarse de un asunto cuya solución interesa a la mayoría de los habitantes de una localidad, la determinación tomada en asamblea trascenderá la esfera puramente individual y alcanzará la esfera de la comunidad. La diferencia entre la dimensión liberal que rige el sistema de justicia estatal y la dimensión comunitaria del sistema de justicia indígena es patente en este caso.
En cuanto a las personas del discurso (Calsamiglia & Tusón, 2002, p. 133), las AJI se desenvuelven en encuentros donde los que participan dirigen su discurso hacia una audiencia que cumple un doble papel: ser el lugar de enunciación y el agente receptor de carácter colectivo. En este contexto, el uso del plural inclusivo es determinante. Sintagmas como «en el pueblo decidimos», «ver por el bien de todos» o «no podemos permitir esta situación» contribuyen a generar la sensación de estar inmersos en una voz colectiva: se habla para la comunidad en nombre de la comunidad6. De igual modo, su uso no solo refleja la unidad y cohesión de la comunidad, sino que también establece una clara distinción entre quienes pertenecen a ella y quienes no. Esto resalta aún más la naturaleza comunitaria y colectiva de las AJI.
En lo que respecta a la temática de las reuniones, es evidente que en la mayoría de los casos prevalece una isotopía (Lozano et al., 2001, p. 29) que desempeña un papel fundamental al conferir coherencia al discurso colectivo. Tales isotopías están relacionadas con el daño a la comunidad, la desobediencia a la autoridad, el mal ejemplo que proporciona la persona infractora y la solución del asunto mediante una sanción ejemplar que funcione como precedente para casos posteriores. En este sentido, las isotopías de las AJI no solo funcionan como marcas de coherencia para el discurso colectivo, también son un reflejo de las aspiraciones de cohesión que esperan quienes habitan en la comunidad. Estas reuniones permiten a sus miembros expresar su preocupación por el comportamiento de ciertas personas, destacando la responsabilidad y el compromiso de la comunidad hacia la justicia y la convivencia.
IV.2. Elementos no verbales
Como hemos dicho antes, el sentido de las AJI no se limita al aspecto puramente verbal, sino que también se enriquece con una dimensión extradiscursiva que añade profundidad y significado a las reuniones. Como práctica discursiva (Calsamiglia & Tusón, 2002, p. 23), las AJI se desarrollan como acontecimientos grupales que trascienden el ámbito de la conversación espontánea. En estas asambleas se aprecia un grado de ritualismo formal que contrasta con el comportamiento cotidiano de sus pobladores. Sin embargo, a diferencia de otros rituales significativos para la comunidad, como festividades o ceremonias religiosas, las AJI se conciben como sucesos de carácter institucional (no son ni festivos ni sacros, aunque conserven la riqueza de voces de los primeros y la solemnidad de los segundos). Este fenómeno se debe a que los habitantes del lugar se reúnen en las AJI para deliberar y tomar decisiones en asuntos relacionados con la impartición de justicia. Al hacerlo, temporalmente abandonan su rol de ciudadanos comunes para convertirse en un ente institucional que ejerce la juris dictio; es decir, el poder de decir la ley en nombre de la comunidad. Esto transforma a las AJI en órganos jurisdiccionales de carácter colectivo que reflejan la capacidad de la comunidad para autogobernarse y resolver los conflictos internos de manera participativa.
Por otro lado, se observa que los participantes tienen un profundo conocimiento de las «reglas del juego» que rigen las AJI, lo que les permite saber cuándo solicitar la palabra, qué decir y cuándo mantenerse en silencio. Por ejemplo, en la comunidad de Candelaria Loxicha, al momento en que las personas emiten su voto en una AJI, mantienen la mano levantada firmemente, no obstante de que el escrutador tarde varios minutos en hacer el conteo. Se advierte así el interés de los participantes en la AJI de que su voluntad sea tomada en cuenta en un asunto relevante para la comunidad. Estas acciones no son arbitrarias; más bien, contribuyen a establecer y consolidar la institucionalidad del evento de manera performativa. En otras palabras, la comunidad no solo habla de justicia, sino que también la encarna a través de su comportamiento ritualizado y mediante la forma en que ocupan el espacio de la AJI.
Esta correspondencia estrecha entre la dinámica comunicativa y actitudinal utilizada por quienes participan en ellas demuestra la armonía entre la situación comunicativa específica de estas asambleas y las prácticas y los valores arraigados en la comunidad. El cumplimiento de estas normas refleja la participación activa de los miembros en el proceso de justicia, subrayando así la importancia de la autogestión y la resolución de conflictos dentro del marco de la comunidad.
Gestos como levantar la mano o ponerse de pie en momentos específicos son parte de una «práctica corporalizada» (Taylor, 2015) que se ejecuta en paralelo con el discurso. Estos elementos contribuyen a dar vida a lo que algunos expertos denominan como performance (Zumthor, 1991; Ong, 2016; Lepe & Granda, 2006). Así pues, las AJI son algo más que eventos lingüísticos, pues representan también acontecimientos que se desarrollan en un escenario específico, con un número determinado de «actantes», cada uno de los cuales aporta su voz y su tono, timbre, velocidad, ritmo y elocución. Además, se acompañan con gestos, movimientos del cuerpo y elementos proxémicos y cinésicos que se suman a la riqueza de la comunicación.
Otro ejemplo que nos ayuda en este aspecto es el observado en una AJI de la comunidad de Santa María Sola. En esta localidad, los hombres ocupan la parte frontal de la galera municipal, mientras que las mujeres se sitúan en la parte posterior. Aunque las mujeres pueden participar en las AJI, es evidente que los hombres predominan en el uso de la voz, reflejando así la perspectiva masculina preponderante en la comunidad. Por otro lado, cuando los hombres desean hablar en la reunión, levantan sus sombreros, que previamente habían colocado debajo de sus sillas al llegar, y los sostienen firmemente en sus manos mientras expresan sus opiniones. Esto no solo connota un signo de autoridad masculina debido a la «sujeción» del sombrero por la mano7, sino también un tipo de la legitimación en el uso de la voz, pues para ellos el sombrero es sinónimo de distinción social. Esto demuestra que los gestos y elementos de su atuendo desempeñan un papel importante en las AJI. El tono de voz que utilizan, en su mayoría, es de tipo moderado, pero cobra intensidad cuando expresan su desaprobación ante la conducta de alguien sometido al escrutinio comunitario, lo que es recibido con exclamaciones confirmatorias por parte de la audiencia.
Este comportamiento pone de manifiesto que las AJI no se rigen por un proceso lógico de razonamiento judicial, como se espera en las audiencias del proceso penal. En cambio, la deliberación está influida por las emociones del público, que surgen a raíz del daño infligido a la comunidad. Se puede decir que en las AJI el pathos y el ethos desempeñan un papel más relevante que el logos8. Aspectos como el número de participantes, las interrupciones, los ruidos ambientales y las sonoridades contribuyen a establecer un marco de significado para el evento. Este marco es esencial para entender la importancia y el impacto de las decisiones tomadas en la AJI, ya que el contexto paraverbal y no verbal refuerza y amplifica su sentido como evento comunicativo complejo.
Por último, no podemos dejar de lado el elemento espacial en que se desarrollan las AJI. Los sitios más frecuentes son el salón ejidal, la galera, la cancha o la explanada municipal. Estos lugares, además de ser espacios físicos, poseen una profunda carga simbólica que representa el resultado del trabajo colectivo de la comunidad. Desde una perspectiva política, constituyen espacios públicos que permiten el ejercicio de la autoridad comunitaria y la transparencia en la toma de las decisiones más relevantes para la comunidad (Gallardo, 2012). En palabras de uno de los habitantes de la comunidad zapoteca de San Miguel Albarradas: «Aquí [en la explanada municipal] es más fácil hablar, porque aquí todo se oye, nada se oculta al pueblo».
V. LA DINÁMICA DE LA ORALIDAD
Iniciaré esta parte del análisis con la siguiente reflexión de Walter J. Ong (2011):
Hoy en día, la cultura oral primaria casi no existe en sentido estricto, ya que toda cultura conoce la escritura y ha experimentado sus efectos. Sin embargo, en diferentes grados, muchas culturas y subculturas, incluso en un entorno altamente tecnológico, mantienen una parte significativa del molde mental de la oralidad primaria (p. 20).
Esta cita es relevante para destacar que, en ocasiones, se tiende a asumir que la justicia indígena se encuentra arraigada en comunidades que han permanecido ajenas al impacto de lo que Ong denomina «tecnología de la escritura» (p. 84).
En este sentido, el estudio de la oralidad en comunidades indígenas es un asunto complejo que depende de factores geográficos, personales y contextuales. Por ejemplo, en muchas comunidades la oralidad mediada por la escritura se combina, además, con esa otra modalidad discursiva que Paul Zumthor (1991) llama «oralidad mecánicamente mediatizada» (p. 37); es decir, la oralidad que utiliza dispositivos tecnológicos para su transmisión y conservación. Un ejemplo de esto es la comunidad de San Miguel Albarradas, donde las asambleas se convocan tanto por métodos tradicionales, como el perifoneo o el anuncio escrito en lugares públicos, como a través de la página de Facebook gestionada por la autoridad municipal de turno. Esto, por supuesto, contradice la noción simplista de primordialismo que algunos asocian a las comunidades indígenas.
Beatriz Preciado (2014) ha señalado la relevancia de la tecnología en los movimientos indígenas, identificando una suerte de «cultura oral-digital-tecno-indígena» en las manifestaciones comunitarias de muchos lugares. Por lo tanto, es necesario que complejicemos nuestra comprensión de la oralidad en el contexto indígena. Creer que estas comunidades se encuentran aisladas de la «tecnología de la escritura» o que no tienen contacto con la cultura de masas y los medios masivos de comunicación es un error, sin olvidar el esencialismo que subyace en el fondo de esta creencia9.
La interacción entre las culturas indígenas y la cultura de masas en un mundo globalizado merece un estudio aparte; lo que me interesa señalar es la necesidad de evitar un análisis dicotómico simplificante cuando se trata de la oralidad en estas comunidades. Por el contrario, debemos considerar al respecto las múltiples áreas de interacción que surgen entre las comunidades indígenas y la cultura escrituraria del Estado. En este sentido, las AJI representan un ejemplo paradigmático de que la justicia indígena se desenvuelve en un contexto en el que la palabra oral y escrita se entrecruzan y adquieren nuevos significados.
Una vez aclarado el punto anterior, es necesario decir que la mezcla del discurso oral y escrito en las AJI genera un complejo proceso de tensiones, complementariedad e influencias recíprocas que debemos analizar con cierto detalle. Como hemos visto antes, el desarrollo de las AJI está condicionado por la estructura de las actas de asamblea, cuya fuente se deriva del derecho agrario. Es decir, los actos de habla que realizan los participantes se encuadran en un modelo estándar previamente estatuido: a) preámbulo, b) orden del día, c) pase de lista, d) verificación del quorum, e) asunto litigioso a resolver y f) firmas.
Este «orden» es el que guía las acciones de la comunidad durante el desarrollo de las AJI al representar el marco formal subyacente —el «orden del discurso»— de toda la reunión. Sin embargo, dentro de este molde, por más regulado que parezca, subsisten elementos orales que dirigen la práctica institucional de la comunidad. Para usar una fórmula bastante común, decimos que la «forma» de las AJI proviene del derecho estatal y la «sustancia» se deriva de la cultura local. Para ilustrar este punto, reproduzco a continuación un fragmento de la asamblea del caso Suchixtlahuaca10:
1.ª intervención: Es vergonzoso lo que hace este ciudadano, que haga caso omiso a las advertencias que las autoridades le hacen. Se debe aprovechar el Bando de Policía y Buen Gobierno, yo creo que la primera vez pasa, la segunda ya es burla. Lo que se debe hacer es levantarle el acta y el comisariado se asesore para que promuevan la demanda ante Profepa.
2.ª intervención: Este elemento tiene cuentas con el comisariado de bienes comunales, no es ciudadano que cumple. Este caso no se puede dejar por desapercibido, es una persona que no cumple con servicios a la comunidad; a lo contrario destruye, lo que los ciudadanos han hecho por medio de tequios y faenas. Través del apoyo de Conafor, yo sugiero que el comisariado se asesore y reúna pruebas suficientes para demandar ante Profepa y sea castigado.
3.ª intervención: Es lamentable esta situación de que este señor se burle del pueblo y de las autoridades. Este proyecto costó gestionarlo en $ 5,000,000, no se debe tomar a la ligera, sí se debe hacer justicia. Que vengan peritos de la Profepa a valorar los daños, los arbolitos ya están logrados.
4.ª intervención: Este señor siempre ha sido renuente con la población, nunca ha cumplido como ciudadano. Que el comisariado se asesore y promueva la demanda ante la Profepa para que sea un ejemplo para los demás ciudadanos y pague el perjuicio que ha causado.
5.ª intervención: Que el comisariado vea las maneras quien compre los animales para que el señor cubra su deuda que tiene con el comisariado; por otra parte, si no quiere que nadie lo moleste, que tome sus pertenencias y se vaya de la comunidad.
6.ª intervención: Es lamentable lo que hace este señor, no da ningún servicio a la comunidad, burlándose así de las autoridades y del pueblo en general. Él en una ocasión argumentó que con el servicio que ha había dado de regidor ya hasta el pueblo le salía debiendo, y que no se le volviera a molestar, así que si no quiere estar aquí, que tome sus pertenencias y se vaya a otro pueblo donde no lo molesten, porque es un mal ejemplo para la juventud y la niñez.
7.ª intervención: Este ciudadano es un mal ejemplo, yo opino que la decisión es del pueblo, que la autoridad lo cite y se le haga saber el acuerdo del pueblo, y si es necesario que se vaya para no tener más problemas. Con respecto al ganado, que quede a resguardo de la autoridad municipal (Asamblea General de San Cristóbal Suchixtlahuaca, ASJI Oaxaca, 2016).
Según Walter Ong (2011), la oralidad es formularia, acumulativa, redundante y depende del presente real de su enunciación (pp. 38-80). Hallamos muchas de estas características en el fragmento anterior. En primer lugar, la «redundancia» semántica y sintáctica. Debe entenderse este término no en un sentido peyorativo, sino más bien como una estrategia lingüística intrínseca de todo discurso oral. Nuevamente recurro a las palabras de Walter Ong para explicar esto:
La escritura establece en el texto una “línea” de continuidad fuera de la mente. Si una distracción confunde o borra de la mente el contexto del cual surge el material que estoy leyendo, es posible recuperarlo repasando selectivamente el texto anterior […] En el discurso oral la situación es distinta. Fuera de la mente no hay nada a qué volver pues el enunciado oral desaparece en cuanto es articulado. Por lo tanto, la mente debe avanzar con mayor lentitud, conservando cerca del foco de atención mucho de lo ya tratado. La redundancia, la repetición de lo apenas dicho, mantiene eficazmente tanto al hablante como al oyente en la misma sintonía (p. 46).
Bajo esta idea, el análisis de las participaciones reproducidas revela un patrón distintivo que gira en torno a dos temas recurrentes: el daño material y simbólico que el infractor inflige a la comunidad, y la necesidad de presentar una demanda ante Profepa por parte del comisariado de bienes comunales. Estos dos temas se inscriben en lo que hemos discutido páginas atrás bajo el concepto de isotopía, que actúa como un indicativo de las aspiraciones de justicia por parte de los miembros de la comunidad.
La redundancia en torno a los dos temas clave no solo se refleja a nivel semántico, sino que también incide en la estructura sintáctica de las intervenciones. Al comparar estas intervenciones, se puede observar que la mayoría sigue una lógica de composición similar. El hablante, al tomar la palabra, primero evalúa el caso en cuestión y, en segundo lugar, presenta a la asamblea su propuesta de solución. La estructura sintáctica de estas intervenciones sigue un patrón más o menos como el siguiente: «Está mal lo que hace este ciudadano... lo que se debe hacer es...».
Es esencial destacar que este patrón no se asemeja a una estructura condicional lógica del tipo «si… entonces…» utilizada en el razonamiento jurídico convencional. En su lugar, se trata de una oración coordinada en la que el primer elemento se enfoca en la valoración del caso, mientras que el segundo elemento se orienta hacia la dimensión deontológica; es decir, hacia lo que debe hacerse para resolver la situación. Este uso del lenguaje y la estructura de la proposición refleja la interacción entre la lógica jurídica de las AJI y la lógica inherente a la comunidad. La redundancia como marca de la oralidad, en este contexto, se manifiesta tanto a nivel sintáctico como semántico, lo que subraya la importancia de la repetición y la reiteración en el proceso de deliberación y toma de decisiones en las AJI.
La observación de estos patrones revela cómo la justicia indígena se aparta de la estructura de razonamiento jurídico convencional y adopta una estructura de proposición que refleja la interacción de la comunidad con la cuestión de la justicia. La redundancia oral, tanto a nivel sintáctico como semántico, es una característica distintiva de las AJI que enfatiza la importancia de los valores, la evaluación ética y la resolución de conflictos en la toma de decisiones de la comunidad
Por otro lado, en el fragmento analizado hallamos el uso de formulismos como otra característica de la oralidad comunitaria. En este caso me refiero al uso de expresiones coloquiales que parecen enraizarse en el lenguaje cotidiano de los habitantes del lugar y que, posteriormente, se incorporan al discurso global de las AJI, asumiendo un carácter institucional. Estas expresiones, a menudo, se convierten en fórmulas normativas de carácter oral una vez que ingresan en las AJI.
Un ejemplo de ello es el sintagma «yo creo que la primera vez pasa, la segunda ya es burla». Esta fórmula lingüística, comúnmente utilizada en situaciones en las que se reclama una falta o infracción, se transforma en una norma de facto dentro del contexto de las AJI. Funciona como una guía que establece un estándar de comportamiento y una advertencia sobre las posibles sanciones que podrían derivarse del desacato a las normas comunitarias. Además, su estructura sintáctica basada en el paralelismo ayuda a que dicha fórmula quede fijada en la memoria de los hablantes como un proverbio de carácter normativo.
Otro ejemplo ilustrativo del lenguaje formulaico es la expresión utilizada en las últimas tres intervenciones del fragmento reproducido: «si no quiere que lo molesten, que se vaya de la comunidad». Nótese nuevamente la estructura sintáctica en paralelismo, la cual le otorga ese ritmo sentencioso que ayuda a su fácil repetición. Esta fórmula, frecuente en situaciones de reclamo por el incumplimiento de las normas comunitarias, constituye una especie de advertencia que, de algún modo, va perfilando la sanción que posiblemente se impondrá en la AJI.
Además, se pueden encontrar expresiones como «los arbolitos ya están logrados». En este caso, se personifica un elemento de la naturaleza, lo que exige un marco de significado compartido por la comunidad. La utilización del diminutivo apela emocionalmente a los oyentes, destacando el impacto del daño causado a un «producto» de la naturaleza. Dicha expresión subraya la relación de la comunidad con su entorno natural y, en particular, destaca la connotación maternal de la «naturaleza».
Desde luego, tales expresiones no son exclusivas de las personas que las profieren; más bien, forman parte del patrimonio colectivo que se ha formado a lo largo del tiempo a través de su repetición y transmisión de generación a generación. Nos hallamos, pues, con la utilización del discurso rítmico, el poder de los refranes populares y la concisión de las fórmulas rituales. En otras palabras, estamos en el vasto territorio de la tradición oral, donde todas estas manifestaciones verbales nacen y se consolidan (Cosimano, 2006). La memoria y la identidad de las comunidades se forja a través de esta tradición, como bien señala Eric A. Havelock (1996): «Las memorias son personales; pertenecen a cada hombre, mujer o niño de la comunidad; pero su contenido, el lenguaje conservado, es comunitario, es algo compartido por la comunidad y que expresa su tradición y su identidad histórica» (p. 104).
Es importante señalar, por otro lado, que todas estas expresiones formulaicas trascienden las categorías analíticas utilizadas en el derecho estatal convencional. No se trata de pruebas en el sentido jurídico tradicional, sino de elementos valorativos que contribuyen a dar un respaldo material al proceso de toma de decisiones en las AJI. Dichas expresiones se arraigan en el mundo vital de los habitantes de la comunidad y se convierten en una parte integral de la lógica jurídica de las AJI. En definitiva, las expresiones coloquiales presentes en las AJI son ejemplos de cómo el sistema jurídico indígena se diferencia del derecho estatal convencional. Reflejan una racionalidad afincada en la vida cotidiana de la comunidad y en sus valores, en lugar de basarse en la abstracción teórica. Además, proporcionan información concreta que se utiliza para evaluar la magnitud de un asunto y respaldar el proceso de toma de decisiones colectivas. Final del formulario
Por otro lado, en el fragmento estudiado hallamos otra marca de la oralidad en la dependencia del presente real de la enunciación. Este vínculo entre las categorías utilizadas en las AJI y la realidad cotidiana de los habitantes de la comunidad se hace especialmente evidente a través de expresiones aparentemente simples, como el uso del demostrativo «este». En el fragmento reproducido se puede apreciar la frecuencia con la que este adjetivo se utiliza en sintagmas como «este ciudadano», «este elemento» y «este señor». El uso de los demostrativos o deícticos (Calsamiglia & Tusón, 2002, p. 116), en este caso, nos sumerge de manera inevitable en el contexto específico de una situación comunicativa en la que se señala o imputa una falta a un miembro de la comunidad.
Esta observación aparentemente trivial tiene una profunda relevancia en el marco de las AJI. Al utilizar «este» para referirse a los individuos implicados en un asunto, se está estableciendo un lazo directo con el entorno y la realidad circundante de la comunidad. Esto no es una mera coincidencia lingüística, sino un reflejo de cómo la justicia indígena opera en un contexto profundamente arraigado en la vida cotidiana de sus miembros.
El uso de «este» no es simplemente una cuestión gramatical, es también una manifestación de la cercanía y la implicación personal que subyace en el proceso de toma de decisiones en las AJI. Esta elección lingüística no solo identifica al individuo en cuestión, sino que también evoca un sentido de comunidad, de pertenencia y de responsabilidad compartida. Cuando se dice «este ciudadano» o «este elemento», se está señalando no solo a la persona involucrada, sino a alguien que es parte integral de la comunidad y cuyas acciones afectan a todos. En ese sentido, el enfoque en el uso de «este» ilustra cómo la justicia indígena es una institución profundamente arraigada en la cultura y la vida de la comunidad. No es un sistema legal abstracto, sino un proceso de resolución de conflictos que se nutre de las relaciones interpersonales, las tradiciones y los valores comunes. Al reconocer a las personas de esta manera, las AJI refuerzan la importancia de la responsabilidad colectiva y la interconexión en la toma de decisiones y la búsqueda de soluciones en el contexto de la justicia indígena.
Así, el uso oral de los demostrativos como «este» en las AJI es un claro ejemplo de cómo las categorías utilizadas en este sistema jurídico están intrínsecamente relacionadas con la realidad vivida por los miembros de la comunidad. Esta elección lingüística refuerza la importancia de la comunidad en la justicia indígena y subraya la responsabilidad compartida en la resolución de conflictos.
En síntesis, la oralidad penetra y supera múltiples niveles y aspectos del formato institucional de las AJI. No solo persiste como un componente esencial arraigado en el contexto local, también se entrelaza con la forma jurídica abstracta adoptada por las comunidades indígenas. Esta interacción puede variar desde lo armonioso hasta generar conflictos, ya que en ocasiones la asamblea desafía el orden hegemónico establecido por la forma jurídica tradicional, dando paso a la diversidad de voces en las que la oralidad se experimenta con toda su vitalidad.
Es fundamental reconocer que todos estos elementos discursivos, así como otros que por cuestiones de espacio no he abordado en detalle, no son incidentales en el estudio de la justicia indígena; por el contrario, son elementos centrales que permiten una comprensión más profunda de los componentes y la dinámica normativa del sistema jurídico de la comunidad. Como dice Walter Ong (2011): «En las culturas orales, la ley misma está encerrada en refranes y proverbios formulaicos que no representan meros adornos de la jurisprudencia, sino que ellos mismos constituyen la ley» (p. 42).
Un ejemplo de esto es la expresión «yo creo que la primera vez pasa, la segunda ya es burla», pronunciada en la primera intervención del fragmento reproducido. Como hemos dicho, esta expresión va más allá de ser simplemente una fórmula coloquial de la comunidad. Su validación por parte de todas las voces presentes en la asamblea, sin ninguna contradicción a lo largo de la reunión, la perfila como posible candidata a erigirse como norma no escrita del sistema jurídico de la comunidad. Su formulación hipotética, de acuerdo con la teoría de la norma del derecho hegemónico, sería la siguiente: «Se prohíbe toda conducta reincidente de desacato a la autoridad comunitaria».
Por lo tanto, comprender las normas, principios y valores que conforman el sistema jurídico de las comunidades indígenas implica, en primer lugar, el estudio y la comprensión de la oralidad, así como de los elementos paraverbales y no verbales utilizados por las personas que participan en las AJI. Así, la oralidad en las AJI es un componente esencial y dinámico que influye en la forma en que se desarrollan las normas y valores comunitarios. Esta interacción entre la oralidad y la forma jurídica tradicional es crucial para la comprensión profunda de la justicia indígena y sus fundamentos normativos.
VI. EPÍLOGO: JUSTICIA, DISCURSO Y ORALIDAD
Después de todo lo anterior, me parece que estamos en condiciones de señalar algunas conclusiones sobre el tema. En primer lugar, debemos decir que las AJI desempeñan un papel fundamental en la vida de las comunidades de Oaxaca. A través de ellas, encarna el sentido de la justicia indígena, distinto al que se expresa en el derecho estatal de herencia occidental. En este sentido, las AJI son mucho más que simples mecanismos legales, son una parte integral de la cultura y la vida comunitaria y desempeñan un papel crucial en la autonomía y autodeterminación de las comunidades indígenas, así como en la preservación de su identidad y cohesión
El enfoque discursivo aquí asumido ha permitido desentrañar la naturaleza de las AJI como eventos comunicativos complejos. Hemos dicho que estas asambleas se encuentran enmarcadas en un contexto sociocultural específico, y que integran a un mismo tiempo tanto elementos verbales como no verbales en su objetivo de resolver conflictos y administrar justicia de manera colectiva. Cuando se aborda a las AJI únicamente desde el punto de vista jurídico, por ejemplo, se corre el riesgo de dejar pasar desapercibidos algunos elementos en su desarrollo que, sin embargo, resultan esenciales a ellas.
Y lo mismo puede decirse de la dinámica oral inscrita en ellas, pues en lugar de considerar a la oralidad como una mera tradición, es esencial reconocer su papel central en la justicia indígena y su influencia en la construcción de un sistema jurídico arraigado en la vida cotidiana y los valores compartidos. Así, si en verdad se desea conocer la dinámica y riqueza de los «sistemas normativos indígenas» en donde se enmarcan las AJI, es necesario entender que esa dimensión normativa se expresa en diferentes niveles en el marco de las prácticas de justicia comunitaria: en lo procedimental, en lo verbal, en lo corporal, en el uso, tono e inflexión de las palabras, en fin, en la manera de proceder comunicativamente como comunidad.
Para finalizar, debemos decir que el presente estudio es solo una primera aproximación al tema, aún falta mucho por hacer al respecto. Los resultados que hemos ofrecido aquí han de completarse, corregirse o refutarse con estudios específicos en comunidades concretas. La tarea es ardua y requiere de tiempo. Como hemos dicho al inicio, lo más importante en este caso es crear zonas de inteligibilidad compartida que ayuden a comprender de mejor manera las relaciones entre la justicia indígena y la justicia del Estado.
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Recibido: 04/12/2023
Aprobado: 20/02/2024
1 Agradezco a las autoridades oaxaqueñas de San Francisco Lachigolo, Santa María Sola, San Cristóbal Suchixtlahuaca y San Miguel Albarradas por el apoyo brindado al presente trabajo. De igual modo, extiendo mi agradecimiento a la Sala de Justicia Indígena del Poder Judicial de Oaxaca por permitirme la consulta de algunos de sus expedientes y registros videográficos.
2 Recordemos la diferencia que los lingüistas hacen entre «lengua» y «habla»: la primera representa el sistema subyacente del lenguaje, mientras que la segunda es el uso concreto de ese sistema (Marcos, 1994).
3 Que, a su vez, forma parte del sistema normativo indígena, un concepto que aún requiere de la elaboración de un estudio concreto a profundidad.
4 Este tema, por su relevancia, merece un estudio aparte.
5 Como macroacto de habla, en este sentido, también se pueden analizar las condiciones de adecuación de las determinaciones de las AJI. Recordemos que la teoría de los actos de habla se refiere a cuatro tipos de condiciones para que el acto de habla sea efectivo (Escandell, 1996, p. 68). Tales condiciones son: a) condición proposicional, b) condición preparatoria, c) condición de sinceridad y d) condición esencial. Así, en lo que respecta a la condición proposicional, las resoluciones de las AJI frecuentemente tienen la siguiente estructura lingüística: «La Asamblea General Comunitaria determina que los vehículos de los infractores se queden bajo resguardo de la autoridad municipal como garantía del pago por el daño causado a la comunidad» (Asamblea General de Santiago Tillo, Nochixtlán, ASJI Oaxaca, 2018). En este ejemplo, nótese que la resolución de la AJI no dice, por ejemplo, que «promete» que los vehículos se quedarán bajo resguardo de la autoridad municipal, ya que en ese caso no se trataría de un acto de habla declarativo, sino promisorio, lo cual iría en contra de la condición proposicional requerida para que se trate de una determinación de carácter jurisdiccional. Sobre la condición preparatoria que alude a los requisitos necesarios previos a la ejecución, se requiere que una persona de la comunidad haya infringido el sistema jurídico de la comunidad y que la comunidad tenga como tradición el hecho de resolver el asunto en una AJI. En este sentido, las condiciones preparatorias incluyen, necesariamente, la existencia de normas, principios y valores que integren el sistema jurídico de la comunidad y, por otro lado, que cuente con un sistema de justicia en el que la comunidad se constituya en un órgano jurisdiccional colectivo que resuelva el asunto por medio de un procedimiento específico. Esto sin mencionar que el análisis debe tomar en cuenta que las dos condiciones anteriores se refuerzan, además, con una tercera condición preparatoria y que consiste en el reconocimiento constitucional del derecho de libre determinación de las comunidades indígenas. Visto así, la condición preparatoria es en realidad el elemento esencial de la justicia indígena. Y lo mismo puede decirse de la tercera de las condiciones para que el acto de habla que ejecuta la AJI sea efectivo, la condición de sinceridad. En este caso, ninguna comunidad se reúne para juzgar a uno de sus miembros para jugarle una broma. Esto va en contra del espíritu comunitario y de la formalidad de su sistema de justicia. La sinceridad es necesaria en este caso. Por último, la condición esencial se integra por toda la secuencia de participaciones o actos de habla particulares que contribuyen a tomar la decisión colectiva. En este caso, lo que se determina en la AJI ha de ser coherente con lo que se ha dicho públicamente en la deliberación colectiva. Se trata, pues, de una cuestión lógica: no se puede determinar la inocencia de una persona cuando las intervenciones de los participantes en la AJI hacían referencia a su culpabilidad. No está de más decir que el anterior análisis es completamente superficial y merece un tratamiento más riguroso.
6 En este estudio dejamos de lado el «uso» ideológico del discurso que pudieran hacer algunas personas de la comunidad. Por ejemplo, Juan Carlos Martínez (2011) hace la siguiente descripción de una asamblea en la comunidad de Santa María Tlahuitoltepec: «Durante las asambleas es común ver la formación de corrillos o grupos de personas en torno a los líderes; frecuentemente son los maestros quienes hacen rápidas reflexiones antes de que otro tome la palabra y exponga sus puntos de vista en la plenaria […] Por su parte, quienes tienen más influencia en las asambleas son los hombres mayores de una buena posición económica que viven en el pueblo (perfil que cubren solamente los maestros y algunos comerciantes). Estas personas lideran grupos más grandes, compuestos por jóvenes, algunas mujeres, campesinos y migrantes, comúnmente vinculados por consanguinidad, aunque recientemente también por amistad o afinidad ideológica. El lugar que anteriormente ocuparon los viejos grupos familiares, los barrios o los linajes, está siendo hoy reemplazado por protopartidos políticos en el nivel local» (p. 184). Casos como estos requieren un estudio aparte desde el enfoque del análisis crítico del discurso.
7 Como dice Pierre Guiraud (2013): «Como órgano de prensión, la mano es el símbolo de la “apropiación”: uno mete la mano, toma en su mano, de ahí la idea de “posesión”: se tiene bajo mano, entre manos. La “posesión” es indisociable, tanto en nuestras culturas como probablemente en la mayoría de las demás, del “poder” y de la “autoridad”: se cae en manos del enemigo, el príncipe tiene a sus súbditos en sus manos, la Dirección mete la mano en los negocios. El símbolo del poder es el cetro adornado con una mano. Se caracteriza por la “dureza”, es una mano de hierro en guante de seda» (p. 50).
8 Por ello, más que estudios sobre argumentación jurídica indígena como los que comienzan a circular ya en el mundo del derecho, se precisan análisis sobre la retórica discursiva utilizada en las asambleas indígenas y, sobre todo, de las razones que apelan a la emotividad (pathos) y la moralidad (ethos) en el proceso deliberativo.
9 En el mismo sentido, Díaz Viana (2007) señala la errónea visión del folklorismo, que asimila la oralidad primaria con culturas populares e indígenas.
10 Las asambleas en esta comunidad se realizan completamente en castellano debido al reducido número de hablantes de chocholteco.
* Investigador, abogado y doctor en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (México). Miembro de la Asociación Latinoamericana de Estudios del Discurso-Delegación México.
Código ORCID: 0000-0003-0085-9993. Correo electrónico: iran.vazquez@gmail.com
Litigantes propensos al riesgo: manifestaciones de su participación en el proceso civil
Risk Prone Litigators: Manifestations of Their Participation in the Civil Procedure
Nicolás Carrasco Delgado*
Universidad de Chile (Chile)
Resumen: El presente artículo desarrolla un marco teórico sobre la propensión del riesgo aplicada al litigio. De ese marco teórico se desprende que el propenso al riesgo demandará más que el adverso al riesgo; que cuando el propenso al riesgo es demandado, no reduce su propensión frente a alternativas de pérdida de escasa variabilidad en comparación con alternativas previas de pérdida de mayor variabilidad; y que genera mayores gastos procesales que personas con otros perfiles. Lo anterior produce mayores pérdidas sociales al acrecentar las externalidades negativas del litigio por la mayor divergencia entre el beneficio privado y social de litigar. Esto último se examina a propósito de las temáticas de los tribunales permanentes y la posibilidad de alcanzar acuerdos.
Palabras clave: Análisis económico del derecho, teoría prospectiva, perfiles de riesgo, derecho procesal, costos procesales
Abstract: This article develops a theoretical framework on the propensity for risk applied to litigation. From this theoretical framework, it follows that the risk prone will initiate legal proceedings more than those averse to it; that when the risk prone are sued, their propensity to risk does not decrease in the face of low variability chance of loss in comparison with previous chances of loss of greater variability; and that furthermore, they generate greater legal expenses than people of other risk profiles. The aforementioned causes greater social losses on increasing the negative externalities of litigation due to the greater divergence between its private and social benefits. The latter shall be examined regarding the issues of permanent courts and the possibility of reaching agreements.
Keywords: Economic analysis of law, prospect theory, risk profile, procedural law, procedural costs
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. POSICIONES SOBRE EL RIESGO.- II.1. UNA BREVE INTRODUCCIÓN A LOS PERFILES DE RIESGO.- II.2. ALGUNAS IDEAS DEL PROPENSO AL RIESGO EN EL JUICIO.- III. ¿ES DESEABLE QUE LITIGUE EN UN JUICIO UNA PERSONA PROPENSA AL RIESGO?.- III.1. DIVERGENCIA ENTRE EL INTERÉS PÚBLICO Y PRIVADO DE DEMANDAR.- III.2. ¿TRIBUNALES PERMANENTES O ARBITRALES?.- III.3. LA POSIBILIDAD DE ALCANZAR ACUERDOS O EQUIVALENTES JURISDICCIONALES.- III.4. LA RELACIÓN PROFESIONAL ENTRE LAS PARTES Y SUS ABOGADOS.- IV. CONCLUSIONES.
I. Introducción
La regulación del derecho sobre el riesgo, según algunos autores, parece centrada fundamentalmente en la normativa de seguros (Ríos, 2010), según la cual se distribuyen los riesgos en una gran cantidad de asegurados en un contexto normativo que requiere de la intervención del Estado a propósito de la fiscalización, las sanciones y la dictación de regulación técnicas. La doctrina especializada sostiene que uno de los presupuestos para el surgimiento de los seguros es que el asegurado sea adverso al riesgo, es decir, una persona que está dispuesta a pagar un monto total por la prima que sea superior al valor esperado del daño asegurado (Schäfer & Ott, 1991, pp. 264-270), en cuyo caso, según veremos, nos referiremos al costo esperado del riesgo. Por el contrario, los seguros no son contratados por personas a quienes les seduce el riesgo, quienes no están dispuestas a desprenderse de recursos para asegurar una pérdida esperada. Con todo, la temática del riesgo es también parte de otras instituciones jurídicas como los contratos aleatorios (Valdés, 2012) y la teoría de la imprevisión (Momberg, 2010), entre otras.
Asimismo, ese albur es estudiado por diversas disciplinas como la economía del comportamiento (Noll & Krier, 2020, pp. 325-354), la teoría de juegos (Schick, 1999, pp. 41-45) y la neurociencia (Maldonado et al., 2016, pp. 289-293), entre muchas más. En este trabajo se introduce la temática del riesgo en materia procesal civil y, en específico, se examina lo que sucede con los sujetos renuentes al seguro, que son los propensos al riesgo.
Intuitivamente, podría parecer que la vinculación de las personas con el riesgo es irrelevante en el proceso civil y que hay otros factores más importantes para examinar cómo los litigantes enfrentan sus decisiones procesales. Con todo, en este artículo se desea evaluar la relevancia de los perfiles de riesgo sin desmerecer esos otros factores, dado que se ha demostrado que los perfiles de riesgo son inmodificables en la toma de decisiones procesales, por ejemplo, en materias tales como el acceso a la justicia, temática donde la ley no puede mejorar los índices de acceso si los potenciales demandantes tienen ciertas posiciones sobre el riesgo (Carrasco, 2023).
De seguir esa invariabilidad, las personas propensas al riesgo no se desprenderán de su naturaleza y actuarán como jugadores, teniendo, en la generalidad de los casos, una inclinación por aceptar como deseable la incertidumbre del azar. Bajo esa hipótesis se indaga en ciertas instituciones procesales que permiten espacios de albur que pueden ser aprovechados por personas que poseen tal perfil de riesgo, hipotetizando sobre cuál debería ser su actuación en ese contexto.
El análisis sucesivo sobre la incidencia de los perfiles de riesgo en la litigación no significa ni se traduce en afirmar que los perfiles de riesgo determinan el curso de un proceso civil ni tampoco que constituyen el único factor a considerar en una teoría del caso o defensa. De hecho, en este artículo se mencionan esos perfiles en conjunto con una serie de otros elementos que también inciden en la litigación. Sin embargo, como indicamos, la relevancia particular que tienen los perfiles de riesgo se debe a que normalmente son un factor inescindible e inmodificable para el litigante, siendo complejo que las normas produzcan que las personas se comporten con un perfil distinto del que poseen. Por lo anterior, es interesante estudiar qué implicancias tiene asumir la propensión al riesgo en la litigación civil ceteris paribus de otros elementos.
El carácter inmodificable de estas posiciones frente al riesgo permite concebir que ellas operan como filtro final en la toma de decisiones procesales; es decir, una vez conjugados los otros factores (costos, probabilidades de ganar o perder, derechos involucrados, fortalezas y debilidades, etc.), la decisión final del litigante probablemente dependerá de si es propenso, adverso o neutral al riesgo. De esta forma, si un litigante acepta litigar con mayores incertezas, lo que subyace primordialmente en esa decisión es la propensión al riesgo.
Con todo, antes de pasar a nuestro foco de interés, es indispensable introducir las distintas posiciones frente al riesgo y señalar cómo es posible configurar un marco teórico en esta materia aplicable al proceso civil.
II. POSICIONES SOBRE EL RIESGO
II.1. Una breve introducción a los perfiles de riesgo
Las personas tienen diferentes actitudes frente a eventos futuros que pueden generar beneficios o pérdidas. Esos eventos ocurrirán con cierta probabilidad, existiendo eventos futuros cuya ocurrencia es más segura que otras. Para la economía los riesgos, ex ante, no son negativos ni positivos, sino que suponen una incertidumbre (afecta a probabilidad) que incidirá en un resultado futuro (Bodie et al., 2014, pp. 117-123).
Por su parte, el derecho examina la temática de los riesgos a partir de los escenarios de incertidumbre que surgen de actos jurídicos o comerciales.
Un ejemplo de esto último acontece a propósito de los juegos del azar, que se estructuran con base en las preferencias acerca de la incertidumbre de esos eventos futuros. El Código Civil trata con escasa consideración a los juegos de azar que están prohibidos, estableciendo objeto ilícito por las deudas por ellos originadas (art. 1466) y quitando la posibilidad de acción por los créditos así obtenidos (libro IV, título XXXIII). De modo similar y adicional a esa normativa, el derecho chileno contiene diversas referencias en la materia1.
Ahora bien, lo seductor de los juegos es la posibilidad de obtener altísimas sumas de dinero, pero con muy bajas probabilidades de ganar. Por tanto, una persona que tiene el dinero suficiente para comprar un ticket de lotería puede valorar dos escenarios alternativos: participar en la lotería o bien invertir ese dinero en algo que le traerá un resultado más seguro. En el primer caso, sus probabilidades son ínfimas frente a la posibilidad de hacerse millonario si es que apunta los números ganadores. En el segundo caso, sus probabilidades de ganar dinero son altísimas, pero la inversión se incrementará en valores insignificantes.
Los perfiles de riesgo tratan de resolver qué hará una persona frente a ese dilema. Si prefiere un valor seguro en comparación a un valor incierto de igual valor probable, entonces será adversa al riesgo. Si, en cambio, prefiere un valor incierto frente a un valor seguro de igual valor probable, entonces será propensa al riesgo. Finalmente, si manifiesta ser indiferente entre ambos escenarios, estaremos frente a una persona neutral al riesgo.
La diferencia entre cada una de ellas viene dada por la relación que una persona tiene entre un ingreso monetario y la utilidad marginal de ese ingreso cuando se presentan alternativas de ingresos ciertos e inciertos de igual valor esperado que el ingreso cierto (Carrasco, 2019a, pp. 89-90). Así, el adverso al riesgo estima que la utilidad de un ingreso monetario cierto es mayor que la utilidad esperada de un ingreso monetario incierto de igual valor (o sea, prefiere $ 100 a la alternativa de obtener el 10 % de obtener $ 1000). Si se mantiene indiferente entre ambas alternativas, será neutral (o sea, no tiene preferencia entre obtener $ 100 o bien el 10 % de obtener $ 1000); y es propenso al riesgo si tiene una preferencia por la utilidad esperada de un ingreso monetario incierto (o sea, prefiere el 10 % de obtener $ 1000 a la alternativa de obtener $ 100). En este punto, se debe distinguir entre el riesgo y el costo o el beneficio esperado del riesgo.
El riesgo es un evento incierto que puede impactar positiva o negativamente en un resultado futuro (como la probabilidad de 50 % de ganar o perder un juicio); en cambio, el costo o el beneficio esperado del riesgo multiplica esa probabilidad por el costo o beneficio asociado (multiplicar la probabilidad anterior por el monto de la pretensión). Así, la manera de definir los perfiles de riesgo en el párrafo anterior atiende al costo o beneficio esperado, y no al riesgo, en cuanto esos perfiles han sido conceptualizados a partir del costo o beneficio esperado de obtener una cierta cantidad de dinero (Posner, 2020, p. 103; Schäfer & Ott, 1991, pp. 100-105).
Se ha señalado que en ciertos casos es conveniente y racional ser propensos al riesgo o apostar, lo que ocurre cuando los riesgos que se asumen son calculados, como acontece con las compañías de seguros, donde los riesgos se disipan en una gran cantidad de sujetos asegurados (Binmore, 2011, p. 22), o bien cuando una empresa diversifica sus actividades (y riesgos) a través de diversas empresas filiales o coligadas (Posner, 2000, pp. 410-412), lo que debe ser ponderado por eventuales pérdidas de economías de escala2.
En materia procesal, se ha sostenido que las normas procesales deben establecer reglas pensadas en el adverso al riesgo (Núñez & Carrasco, 2015, p. 602), ya que los sujetos que representan tales perfiles constituyen la forma más normal de ejercer una acción judicial (Cooter & Ulen, 2000, p. 81). Incluso, personas con propensión al riesgo han sido estudiadas como casos neuropsiquiátricos (Feinstein et al., 2011, pp. 34-38). Por esa excepcionalidad, resulta sugerente examinar a las personas con propensión al riesgo en un contexto procesal.
ii.2. Algunas ideas del propenso al riesgo en el juicio
Para desarrollar un marco de análisis acerca del riesgo en el proceso debemos indicar que en todo procedimiento jurisdiccional la sentencia definitiva corresponde al evento futuro respecto del cual surgen alternativas que poseen probabilidades de ganar o de perder. Para efectos de la explicación, las alternativas se pueden medir en una escala que va desde 0 (que refleja ninguna posibilidad de obtener un resultado favorable tanto para el demandante como para el demandado) hasta 1 (que refleja certidumbre en el resultado favorable tanto para el demandante como para el demandado). En lo sucesivo, para la explicación, vamos a suponer que la ganancia o pérdida del demandado se mide únicamente en términos pecuniarios3.
Un caso paradigmático es el supuesto en que el demandante posee un reconocimiento de la deuda por escritura pública del día anterior a la fecha en que inicia el juicio ejecutivo, en circunstancias en las que tanto él como el futuro demandado saben que este último no ha pagado la deuda. En este caso, el sujeto activo conoce que se encuentra en la escala en donde sus probabilidades de ganar son 1.0 y, por contrapartida, el demandado sabe que sus probabilidades de ganar son 0.
Este ejemplo es excepcional, toda vez que los casos reales presentan situaciones mixtas en donde las probabilidades de ambas partes no se encuentran en ninguno de esos dos extremos de la escala referida. Por ejemplo, en un caso de tuición en donde padre y madre se muestran como buenos criadores de acuerdo con el interés superior del niño, las alternativas para ambas partes pueden ser simétricas y cercanas a .054.
Considerando ese marco de análisis, una primera aproximación a la propensión al riesgo busca medir la mutación de las preferencias de riesgo cuando las personas son enfrentadas a alternativas seguras y a alternativas probables. En este sentido, se ha demostrado que cuando las personas tienen que elegir entre una alternativa (digamos B) que es segura (ofrece a la persona recibir 2400 con probabilidad del 100 %) y otra alternativa (digamos A) que es probable (ofrece a la persona recibir 2500 con probabilidad del 33 % y recibir 2400 con probabilidad del 66 %), entonces se elige la alternativa segura (B).
Al respecto, Kahneman y Tversky (1987) llevaron a cabo un ejemplo en donde se dio a elegir a 72 alumnos entre distintas alternativas en dos problemas:
Problema 1: elegir entre… |
A: 2500 con probabilidad .33 2400 con probabilidad .66 0 con probabilidad .01 B: 2400 seguras N = 72 (18) para A (82)* para B |
Problema 2: elegir entre… |
C: 2500 con probabilidad .33 0 con probabilidad .67 D: 2400 con probabilidad .34 0 con probabilidad .66 N = 72 (83)* para C (17) para D |
Fuente: Kahneman y Tversky (1987, p. 98).
Se aprecia que en el problema 1, cuando las personas enfrentan una elección entre una alternativa de valor probable (A) y una alternativa de valor seguro (B), las preferencias son mayoritarias a favor de la alternativa segura (82 vs. 18).
La teoría prospectiva llama a este fenómeno «efecto de certidumbre», que significa que las personas ponderan de mejor manera aquellos resultados que conducen a una certeza versus aquellos resultados que son solamente probables (Kahneman & Tversky, 1987, pp. 97-98). Esa preferencia demostrada, de acuerdo con la metodología de la preferencia revelada, se mide por la disposición a favor de una cierta elección (Hausman, 2000, pp. 95-115). Lo anterior, queda reflejado en el problema 1, donde las personas prefieren la opción segura (alternativa B) frente a la opción probable (alternativa A), incluso a pesar de que la opción probable tiene un valor esperado superior5.
Ahora, si alteramos la formulación de una elección entre alternativas probables y seguras (A y B), transformándolas en una elección de ambas alternativas bajo probabilidades (a las que llamaremos C y D), entonces las preferencias se modifican de forma más drástica.
Así, en el problema 2 se enfrentan dos opciones probables y, por tanto, desaparece el efecto de certeza de una de las alternativas. En este caso, las personas terminan escogiendo la alternativa que representa el mayor valor esperado, aunque sea menos probable6. De este modo, se escoge igualmente la opción más segura en términos de resultados, no de probabilidades.
De lo anterior se concluye que cuando las personas enfrentan alternativas de valor positivo —es decir, donde obtienen ganancias (como en las opciones A, B, C y D)—, entonces, en general, las personas son adversas al riesgo, prefiriendo las alternativas sin riesgos; o bien, si están afectas a riesgos, se prefiere la más segura en término de resultados esperados.
El asunto es que no todas las personas actúan de manera adversa al riesgo. Aquellos que siguen escogiendo las alternativas meramente probables escogen A en la elección entre A y B, o bien no cambian sus elecciones cuando una alternativa de valor cierto se transforma en una alternativa de valor probable en circunstancias que enfrentan otras dos alternativas construidas de este último modo (elección entre C y D, escogiendo D). Esas personas exhiben un comportamiento excepcional no ajustado al efecto de certidumbre: actúan como propensos al riesgo en el ámbito de las ganancias.
Ahora bien, la categorización de las personas como adversas al riesgo en el ámbito de las ganancias tiene plena vigencia en materia procesal y en específico en relación con el demandante.
Se ha sostenido que el demandante es uno de aquellos sujetos que típicamente visualizan alternativas positivas (como son las opciones A, B, C y D, toda vez que ellas ofrecen la certeza o la probabilidad de una ganancia), de modo que cualquiera de los pares de elecciones mencionados corresponde a escenarios que normalmente pondera un litigante racional antes de decidir demandar. También sabemos que esa probabilidad es uno de los factores que debería considerar, junto con la cuantía del asunto, la situación patrimonial de las partes, las probabilidades de la parte contraria y los costos privados del juicio (Núñez & Carrasco, 2015, pp. 596-602). Pero si asumiéramos, para los efectos de esta explicación, que los resultados de la ecuación dependieran solo de las probabilidades de ganar el juicio7, entonces un litigante adverso al riesgo no demandaría bajo probabilidades cercanas a 0, situación que, sin embargo, no desalentaría a un litigante propenso al riesgo. Tampoco se produciría este último efecto si por alguna razón varían las circunstancias concomitantes de la teoría del caso de una parte, de modo que teniendo originalmente una certeza de ganar el proceso, sus resultados pasan a ser meramente probables. Bajo esta perspectiva, frente a un mismo resultado probable (determinado por la aplicación de los otros factores que inciden en la litigación), la decisión de litigar o no dependerá de si la persona es o no adversa al riesgo. De esta forma, queda claro que el perfil de riesgo tiene alguna incidencia una vez aplicados todos los otros factores que determinan si las personas deciden acudir o no a la justicia.
Como síntesis de lo dicho, tendremos que el propenso al riesgo demandará más que el adverso al riesgo. La consecuencia de lo anterior es que habrá mayores costos sociales y privados, así como una mayor divergencia entre el interés privado de litigar y el interés social de ir al proceso, produciendo gastos regresivos y mayor pérdida de bienestar, según se explicará al tratar las instituciones procesales que aplican el marco teórico aquí desarrollado.
El análisis de los perfiles de riesgo en un juicio no es completo si no se examina lo que sucede con el demandado, quien a diferencia del demandante enfrenta en el juicio alternativas de dominio negativo. Es decir, un demandado enfrenta una escala que exhibe valores de signo negativo. En este sentido, para los fines de la explicación, se supondrá que concurren situaciones donde es completamente cierto para el demandado que perderá el proceso, en cuyo caso su posición se ubicará en el punto −1 de la escala; sin embargo, pueden acontecer situaciones donde el proceso no genere ninguna pérdida, en cuyo extremo su posición estará cercana al punto 0 de la escala.
Sobre esto último, la teoría prospectiva y otros trabajos (Fishburn & Kochenberg, 1979, pp. 503-518) han concluido a partir de estudios experimentales que la actitud racional de las personas frente a escenarios de pérdidas ciertas o probables, o bien frente a escenarios de no ganancia8, es la propensión hacia el resultado incierto de pérdidas. Es decir, en esos escenarios las personas se comportan como propensas al riesgo. Esto marca una diferencia con las preferencias de las personas frente a las ganancias que, como señalamos, es la de adversidad al riesgo.
Kahneman y Tversky (1987) demuestran lo anterior en un ejemplo con el que constataron que existe una preferencia por el riesgo de aceptar la alternativa de .80 de perder 4000 (opción A´) frente a la alternativa de una pérdida segura de 3000 (opción B´), aunque esta última posea un valor esperado menor que la primera (3200 > 3000)9; es decir, se escoge la alternativa sujeta a mayor probabilidad, aunque signifique una mayor pérdida esperada para el elector.
Problema 3: elegir entre… |
A´: −4000 con probabilidad .80 B´: −3000 seguras N = 95 (92)* para A (8) para B |
Fuente: Kahneman y Tversky (1987, p. 100).
Con todo, esta atracción al riesgo en el dominio de pérdidas no siempre resulta cierta.
En ciertas hipótesis las alternativas de pérdidas presentan pequeñas diferencias, que no superan el valor esperado de cada una de ellas. En tales casos, los ejemplos que condujeron Kahneman y Tversky concluyeron que si las alternativas en juego corresponden a un .20 de perder 4000 (opción C´) y un .25 de perder 3000 (opción D´), entonces existen personas que siguen eligiendo la opción C´, que representa un valor esperado mayor a D´ (−800 > −750). Ahora bien, la cantidad de personas que toman la alternativa C´ se reduce (dejando de ser mayoritaria, como ocurría en el problema 3), cambio motivado porque la diferencia del valor esperado de ambas opciones es también menor, según consta a continuación.
Problema 4: elegir entre… |
C´: −4000 con probabilidad .20 D´: −3000 con probabilidad .25 N = 95 (42) para C (58)* para D |
Fuente: Kahneman y Tversky (1987, p. 100).
¿De qué forma lo expuesto aplica respecto al propenso al riesgo? La respuesta se encuentra en que esas personas (que originalmente elegían A´ en el problema 3) no modifican su elección, escogiendo la alternativa propensa al riesgo (C´) en el problema 4.
Para comprobar esta hipótesis he realizado un experimento con mis alumnos de Derecho Procesal III, quienes ya conocían los elementos esenciales de los perfiles de riesgo y del acceso a la justicia. Los estudiantes que asistieron a la clase del 1 de junio de 2022 respondieron una serie de preguntas en la aplicación u-test del sistema u-cursos de la Universidad de Chile. Esas dos preguntas buscaban medir si la propensión al riesgo es la explicación preferente para aquellas personas que, enfrentadas a un problema como el 4, siguen escogiendo la elección propensa al riesgo (opción C´), ubicada en el dominio de las pérdidas. A tales estudiantes se les formuló un primer problema (N.° 5), que es el mismo problema 4, siendo sus respuestas las siguientes:
Problema 5: elegir entre… |
E: −4000 con probabilidad .20 F: −3000 con probabilidad de .25 N = 44 (13) para E (29)* para F |
Fuente: Kahneman y Tversky (1987, p. 100).
Los resultados del problema 5 son similares a los resultados del problema 4. En efecto, las respuestas de ambas pruebas (la realizado por Kahneman y Tversky y la mío) presentan una desviación estándar10 que es estadísticamente insignificante11.
Esos resultados permiten establecer una regularidad a favor de la propensión al riesgo en casos como los presentados, ya que los mismos resultados subsisten en diferentes culturas, frente a diversos encuestados y con años de distancia. La explicación para ello se encuentra en la invariabilidad que supone el actuar bajo un determinado perfil de riesgo.
En efecto, las elecciones a favor de D´ en el problema 4 y de F en el problema 5 demuestran una propensión al riesgo, porque en ambas alternativas las pérdidas esperadas son menores ($ 2250) a las pérdidas esperadas de las alternativas C´ y E ($ 3200), escogiendo los alumnos entre alternativas probables de pérdida aquella menos riesgosa; es decir, la que implica una mayor probabilidad de pérdida (25 % > 20 %), pero con un menor valor esperado.
Con miras a profundizar en la elección de las personas propensas al riesgo, se construyó una pregunta 6 que asocia características propias a una persona propensa. En este sentido, se solicitó a los estudiantes asumir que es un demandado y que desea «litigar a pesar de no tener mayores posibilidades de ganar». Los resultados que arrojó esta pregunta son los siguientes:
Problema 6: asuma que usted es demandado y desea litigar a pesar de no tener mayores posibilidades de ganar. Partiendo de esa premisa, escoja entre las siguientes opciones, a las que se enfrenta como demandado: |
G: −4000 con probabilidad .20 H: −3000 con probabilidad .25 N = 44 (16) para G (25)* para H |
Fuente: elaboración propia.
Cabe precisar que en el problema 6 se pretendía probar dos hipótesis con la asignación de un rol específico de demandado propenso al riesgo. La primera era que las personas que antes tenían un comportamiento adverso al riesgo pasaban a comportarse como propensas al riesgo; y la segunda era examinar si las personas que habían respondido la pregunta 5 como propensas al riesgo mantenían esa calidad cuando se les pedía asumir formalmente tal perfil. Cabe indicar que los resultados de la pregunta 6 ratifican ambas hipótesis.
En primer lugar, quienes respondieron la pregunta 5 como propensos al riesgo (escogiendo D´ y F), siguieron siendo propensos al riesgo cuando se les pidió asumir ese rol en la pregunta 6, lo que permite desprender que al responder la pregunta 5 eran genuinos propensos al riesgo. En segundo término, quienes en la pregunta 6 cambiaron su elección de perfil de riesgo de la pregunta 5, pasando de la adversidad a la propensión, lo hicieron debido al perfil que se les dio, no por otras causas (que no estaban incluidas en la pregunta).
De esta forma, se concluye que un individuo propenso al riesgo en juicio considera como alternativa válida en el proceso litigar a cualquier costo, sin consideración de las probabilidades de ganar que pueda tener.
Lo problemático de lo anterior es que el propenso al riesgo, en comparación al adverso al riesgo, produce las siguientes consecuencias en el proceso civil: a) el propenso al riesgo demandará más que el adverso porque asignará menor valor a las probabilidades de ganar; b) el propenso al riesgo que es demandado no reduce su propensión frente a alternativas de pérdida de escasa variabilidad en comparación con alternativas previas de pérdidas de mayor variabilidad, de modo que incluso sabiendo que va a perder insiste en evitar esa pérdida a cualquier costo (ver resultados de problemas 3 y 4); y c) el propenso al riesgo está dispuesto a invertir en gastos privados de justicia una mayor cantidad de recursos con miras a implementar estrategias judiciales neutras de corrección del error. En efecto, dado que el propenso al riesgo litiga a cualquier costo y bajo cualquier probabilidad de ganar, la inversión de recursos en juicio no tenderá necesariamente a la reducción del error, sino a otras estrategias de desgaste de su contraparte o de dilación, según veremos al tratar los equivalentes jurisdiccionales.
Esas tres consecuencias implican que el propenso al riesgo genera mayores divergencias entre el beneficio privado y el beneficio social de demandar, haciendo más dispendiosa la jurisdicción, más regresivo el gasto judicial, y produciendo mayores pérdidas de bienestar. La conclusión es que un sistema de justicia con gratuidad de acceso, inexcusabilidad y mejoras de calidad que enfrentan a propensos al riesgo conduce a mayores desperdicios de recursos públicos, según se indagará a continuación a propósito de instituciones procesales particulares.
III. ¿ES DESEABLE QUE LITIGUE EN UN JUICIO UNA PERSONA PROPENSA AL RIESGO?
En este apartado se extiende el marco conceptual anterior a ciertas instituciones procesales. De esa aplicación surgirá la pregunta acerca de si es deseable que un propenso al riesgo participe en un proceso civil.
Es legítimo cuestionarnos aquello porque tal sujeto preferirá que la norma procesal le habilite el mayor espacio para comportamientos oportunistas y estratégicos donde pueda jugarse la suerte en cada decisión procesal. Por eso, la configuración de la norma procesal es relevante para saber si podremos limitar la actuación de sujetos con ese perfil.
En este sentido, el gran problema que enfrenta el proceso civil es que el propenso al riesgo se encuentra en condiciones de jugar su suerte e incurrir en ilegalidades con mayor probabilidad que los otros perfiles de riesgo. Esto ha sido documentado en la literatura especializada (Shavell, 2016, pp. 616-620). Evidentemente, en caso de que ello ocurra, tratarán de transitar desde la ilegalidad a una actuación aparentemente conforme a derecho.
Un ejemplo puede encontrarse en los incentivos que los agentes económicos poseen para generar pérdidas ínfimas a múltiples consumidores (las que implican grandes ganancias recíprocas para los agentes que adoptan esas prácticas), de modo de dificultar el ejercicio de las acciones judiciales de los afectados12, todo amparado en la libertad de emprendimiento.
Lo anterior expone que la propensión al riesgo puede llegar al extremo de utilizar al derecho para infringirlo, aparentando el uso de instrumentos y medios legítimos. De ocurrir lo anterior, se verificará una situación típica de fraude de ley13.
En lo sucesivo se indagará cómo este litigante debería enfrentar ciertas instituciones procesales. Dado ese escenario, es fundamental determinar si el diseño o la regulación normativa facilita o no la actuación y las consecuencias que supone la intervención de un propenso al riesgo en el proceso civil. Las soluciones y las respuestas acerca de si es conveniente controlarlo serán materia de otro artículo. Pues bien, esta concretización del análisis del propenso al riesgo en el proceso civil será examinada a propósito de la regulación chilena sobre la divergencia entre el interés público y privado de demandar, el establecimiento de tribunales permanentes o arbitrales, la posibilidad de conciliar o alcanzar equivalentes jurisdiccionales, y la relación del abogado con su cliente. Se debe precisar que, dado que se ha desarrollado un marco teórico general para el propenso al riesgo, las consideraciones sucesivas sobre esas instituciones también pueden ser útiles para otras legislaciones distintas de la chilena.
III.1. Divergencia entre el interés público y privado de demandar
Una de las materias comunes en todo manual de análisis económico del derecho (AED) cuando trata los temas de litigación refiere a la discusión estratégica entre demandar o ir a juicio. Normalmente, esos libros enfocan el problema desde la perspectiva de los beneficios privados (ganancias probables o ahorro de pérdidas probables que el litigio implica para el demandante y demandado) y costos privados de litigar (gastos o desembolsos que las partes realizan para llevar a cabo su litigación)14.
Bajo este prisma, la opción de ir a juicio es racional cuando los beneficios privados igualan o superan a los costos privados, alcanzándose el punto óptimo cuando el beneficio privado marginal (el provecho que el litigante obtiene del último recurso invertido en litigio) se iguala con el costo privado marginal de ir a juicio (el costo que tiene el último peso invertido en juicio).
Sin embargo, la literatura de AED, desde fines de la década de los años setenta, ha sostenido que los beneficios y costos privados difieren de los beneficios y costos sociales de litigar (Shavell, 1982; Kaplow, 1985; Menell, 1983). En este sentido, los beneficios sociales atienden a los precedentes y las externalidades positivas que van asociadas al ejercicio jurisdiccional como certezas jurídicas y definición de pautas de comportamiento. Por su parte, los costos sociales reflejan los desembolsos que realiza el Estado para poner en funcionamiento la actividad jurisdiccional. Es claro que esos beneficios y costos sociales suponen una suerte de subsidio (en el caso de los costos sociales) y una externalidad positiva de escasa implicancia en el provecho para el litigante concreto (en el caso de los beneficios sociales).
En efecto, cuando concurren subsidios, aumenta el nivel de actividad de la persona subsidiada al no estar soportando todos los costos de sus actuaciones, pudiendo llevar su comportamiento a una cantidad excesiva. Por ejemplo, en lo que interesa en este artículo, ese subsidio implica que los demandantes ejercen una cantidad de acciones ante los tribunales que es superior a la óptima, o bien que los demandados formulan defensas en una cantidad y con una intensidad que son superiores a las socialmente deseables, sean o no meritorias esas acciones o defensas en ambos casos. Así, los subsidios alteran los incentivos privados a gastar en juicio porque modifican la evaluación que el litigante realiza acerca de invertir en el proceso hasta el punto en donde el beneficio privado se iguale con su costo privado (Shavell, 2016, p. 462). Lo anterior debe morigerarse tanto en supuestos donde los subsidios se necesiten para promover el ejercicio de acciones judiciales que generan mayores beneficios sociales (Kaplow & Shavell, 2002, pp. 232-241) como en materia de consumo.
Como consecuencia, el subsidio en el litigio incide en la manera en que se percibe el riesgo porque el costo esperado del riesgo será menor si parte de ese costo no es soportado por el litigante. De este modo, el subsidio fortalece el perfil del propenso al riesgo y hará posible que ciertos adversos o neutrales al riesgo puedan tener comportamientos menos sensibles al costo esperado, actuando por tanto como un litigante con mayor propensión. Esto último no es necesariamente negativo, como se indicó, en la medida que el subsidio permita alcanzar un beneficio social mayor.
Por su parte, cuando existen externalidades positivas como los precedentes, la comunidad toda es beneficiaria de la decisión, de modo que la utilidad para un demandante específico es ínfima, una vez descontado el beneficio privado. El problema es que esas externalidades positivas son difíciles de generar en países pertenecientes al sistema del civil law, en atención al rol preponderante que posee el caso concreto en la decisión judicial15. Ello ha conducido a que la doctrina haya buscado formas de generar mayor certeza jurídica por vías de justificar el precedente con base en el principio de igualdad (Garrido, 2009), en un contexto donde se han verificado desviaciones a esa certeza jurídica (Carbonell, 2022), aunque no existen estudios empíricos que midan la entidad de la imprevisibilidad de las decisiones. Esa imprevisibilidad también incide en la manera en que se percibe el riesgo porque aumenta la volatibilidad en el resultado del proceso.
Siguiendo lo anterior, cuando los incentivos privados están desalineados de los objetivos sociales, las personas actuarán en el litigio más de lo que es deseable en términos de bienestar social. Al respecto, entenderemos que esto último sucede siempre que los costos sociales generados por el litigio superen los beneficios privados y beneficios sociales de litigar. De esta manera, un litigante propenso al riesgo, cuando inicia una acción ante los tribunales, conduce a costos sociales gastados en provechos meramente privados, o bien, costos sociales gastados sin ningún beneficiario directo. Lo anterior trae consigo pérdidas netas de bienestar que16, en el siguiente gráfico, corresponden al triángulo generado por los puntos A, B y C.
Figura 1. Pérdida irrecuperable de bienestar por el ejercicio de acciones judiciales por un neutral al riesgo
Fuente: elaboración propia.
La figura 1 contiene un ejemplo típico de divergencia entre el costo marginal privado (curva negra más intensa) y el costo marginal social (curva negra menos intensa). Al respecto, esas dos curvas tienen una pendiente ascendente, demostrando que ambas crecen a medida que aumenta la producción (eje horizontal)17. Asimismo, se describe la curva de beneficio marginal (curva punteada), que por simplicidad y para efectos de la explicación se asumirá que comprende tanto el beneficio marginal social como el beneficio marginal privado. Esa curva tiene pendiente descendente como consecuencia de la ley de la utilidad marginal decreciente de los ingresos; es decir, como consecuencia de que a medida que aumenta la producción, existen menores niveles de utilidad.
Pues bien, como se aprecia en la figura 1, la curva de costo marginal social se encuentra sobre la curva de costo marginal privado, significando que los desembolsos que destina el demandante particular para iniciar un proceso no comprenden todos los gastos que genera ese proceso. Así, el valor de cada incidente o de cada proceso adicional no está comprendido en el gasto que realiza el demandante, sino que existen costos que él no soporta y que sí son desembolsados por el Estado o por alguien más.
Entonces, la actuación del demandante produce la pérdida de bienestar social que hemos referido porque los costos no están compensados por beneficios. Tal pérdida de bienestar es irrecuperable y se manifiesta en el triángulo que se forma entre los puntos A, B y C.
Respecto del triángulo de la figura 1, si el nivel de actividad del demandante se ubica en la proyección del punto A en el eje horizontal, entonces el costo marginal social por la demanda intentada corresponde al punto B. Sin embargo, el punto B refleja que ese costo marginal social no se encuentra compensado por sus beneficios. De hecho, en el gráfico 1, el punto B se ubica a la izquierda de la intersección entre beneficio marginal social y costo marginal social, que es el punto C. De esta forma, el área conformada por A, B y C se traduce en una pérdida de bienestar social que no tiene justificación en beneficio alguno. Llámese la atención sobre que, en este caso, la pérdida de bienestar social se genera incluso cuando el costo marginal privado está justificado por los beneficios marginales, toda vez que A se encuentra en el punto de intersección entre costo marginal privado y beneficio marginal social; es decir, la pérdida social se produce incluso cuando la litigación individual es óptima desde un punto de vista de la eficiencia individual.
Según consta en el título de la figura 1, esta refleja el nivel de actividad procesal de un demandante neutral al riesgo. Por tanto, siguiendo lo explicado, el nivel de actividad de un propenso al riesgo se desplazará hacia la izquierda del punto A (punto que se llamará «A´»), originándose un área de pérdida de bienestar social mayor que el examinado en la figura 1.
Ello se demuestra en la figura 2, donde se aprecia que la actuación del propenso al riesgo produce una pérdida de eficiencia a nivel social, dado que los costos marginales sociales no están justificados por beneficios marginales (B´ se encuentra a la izquierda de C); y también produce una pérdida de eficiencia a nivel privado, dado que los costos marginales privados no están justificados por beneficios marginales (A´ se encuentra a la izquierda de C).
Figura 2. Pérdida irrecuperable de bienestar por el ejercicio de acciones judiciales por un propenso al riesgo
Fuente: elaboración propia.
Dado que el área de pérdida irrecuperable de bienestar que se manifiesta en la figura 2 es mayor que el área respectiva de la figura 1, podemos concluir que enfrentar en un proceso civil a un litigante propenso al riesgo conduce a mayores pérdidas de bienestar que si litiga una parte que no tuviera ese perfil de riesgo, según se explicó en el apartado II.2. Por tanto, una normativa que no establezca reglas para precaver actuaciones de demandantes propensos al riesgo generará el efecto indeseado que se ha manifestado en los gráficos precedentes. En la actualidad, la normativa chilena no contempla una regulación exhaustiva para hacer frente a esas consecuencias, de modo que es plausible que la hipótesis desarrollada se esté verificando en la práctica.
En efecto, las instituciones procesales que la legislación podría utilizar con la finalidad de precaver actuaciones de propensos al riesgo las podemos clasificar en aquellas que conducen al fracaso temprano o en definitiva de la pretensión, y aquellos mecanismos que desincentivan una litigación temeraria.
Respecto del primer tipo, una institución procesal que permite filtrar acciones no meritorias corresponde al examen de admisibilidad de la acción intentada, que no se contempla en el procedimiento civil ordinario en Chile; por el contrario, en procedimientos civiles especiales sí se establece dónde en esta etapa se controlan aspectos de fondo que buscan asegurar que el asunto se enmarque en la materia específica que debe ser conocida por su intermedio18. La carencia de una evaluación de admisibilidad en el procedimiento civil ordinario ha sido objeto de críticas por la doctrina respecto de cuestiones procesales específicas como la legitimación, promoviéndose que ese tipo de materias sean resueltas en momentos iniciales del procedimiento (Figueroa, 1997). En esta línea, la ausencia de esta etapa favorece comportamientos propensos al riesgo porque reduce los filtros normativos que evalúan directa o indirectamente la plausibilidad de la pretensión o de sus aspectos formales. De esta manera, si existen diversos procedimientos para conocer de una cierta materia (por ejemplo, en Chile, para el cobro de una acreencia, son admisibles tanto el procedimiento ordinario como los procedimientos concursales), entonces el propenso al riesgo instará por aquellos que no dispongan mecanismos de admisibilidad porque de esa manera se disminuye el costo esperado del riesgo.
Otro mecanismo que determina la procedencia de las pretensiones o defensas (aunque, en este caso, rige en la sentencia definitiva y no en etapas iniciales) corresponde al estándar de prueba, que determina el umbral en virtud del cual una cierta proposición sobre un hecho se encuentra acreditada (Larroucau, 2012, p. 783). Como se sabe, existen diversos estándares de prueba que distribuyen de manera diferenciada el riesgo del error. Lo anterior influye en las decisiones de litigación de las partes porque la parte que tiene la carga de prueba en un procedimiento (por regla general, el demandante o sujeto activo) preferirá litigar en aquellos procedimientos donde el estándar de prueba sea menor. En esta línea se ha demostrado que un cambio de estándar de prueba penal, o de prueba clara y concluyente, por un estándar de prueba civil favorece al sujeto activo y perjudica al sujeto pasivo (Carrasco, 2019b). Esa misma decisión aplica en aquellos supuestos donde la materia puede ser discutida en procedimientos en los que rigen estándares de prueba distintos. Así sucede con los delitos de acción penal privada, donde la víctima puede preferir el ejercicio de una acción civil o bien querellarse en sede penal. Si bien la finalidad de ambos procedimientos es diversa, la ley asume que, en cierto sentido, son incompatibles porque el ejercicio de la acción civil extingue la acción penal privada (Código Procesal Penal, art. 66). También ello acontece en libre competencia, donde ciertas conductas de riesgo anticompetitivo (Decreto Ley 211, arts. 3, inc. 1; y 18, num. 2) pueden ser materia de un procedimiento contencioso o de un procedimiento no contencioso de libre competencia, rigiendo en el primero un estándar de prueba clara y concluyente, que es mayor que el de prueba convincente que se aplica en el segundo (Gárate, 2022, pp. 103-105). Al respecto, cualquiera sea el perfil de riesgo del litigante que es sujeto activo, por racionalidad siempre preferirá litigar bajo un estándar de prueba más bajo. No obstante, un demandante propenso al riesgo favorecerá esa opción con mayor frecuencia porque incluso litigará cuando sus probabilidades de vencer sean escasas, escenario que no se verifica respecto del adverso al riesgo por el efecto de certidumbre tratado en el apartado II.2.
Respecto de los mecanismos que desincentivan la litigación, las legislaciones pueden hacer uso de diversas instituciones procesales. En Chile se contemplan las costas, aunque otros países también disponen de regulación de tasas.
Respecto de las costas, el Tribunal Constitucional ha explicitado que su función es desincentivar la litigación temeraria (STC 1557-2009-INA). Con todo, el establecimiento de un sistema subjetivo como el chileno, donde la condena en costas en la sentencia de primera instancia y en los incidentes depende de que el tribunal considere que una parte ha litigado sin «motivos plausibles» (Código de Procesamiento Civil, art. 144), aminora el efecto que pudiera tener este instrumento. Lo anterior debido a que es difícil anticipar en qué casos habrá motivos plausibles en las posiciones de la contraparte, lo que, sumado a que la jurisprudencia ha indicado que la definición de esos motivos no son materia de casación en el fondo, dificulta la generación de pautas uniformes por la Corte Suprema (Cortez & Palomo, 2018, p. 442). Un régimen más objetivo, como el inglés (donde la parte perdedora paga las costas del vencedor) o el norteamericano (donde cada parte paga sus costas), entregaría señales más claras a los litigantes en cuanto a las decisiones de litigar o negociar (Hughes & Snyder, 1995). El hecho de que las costas en Chile no cumplan un fin disuasivo abre un mayor espacio para el ejercicio de acciones no meritorias de sujetos propensos al riesgo porque el costo esperado del riesgo será menor en comparación con un sistema donde exista mayor previsibilidad en la materia.
Otra institución que se ha utilizado en derecho comparado corresponde a las tasas, que en un sentido amplio pueden ser entendidas como aquellos pagos o desembolsos que las partes deben realizar para llevar a cabo actuaciones procesales específicas o para acceder a instancias superiores. Se ha discutido la naturaleza jurídica de las tasas en cuanto a si son impuestos, depósitos o consignaciones (Lewis, 2014, pp. 241-242), aunque en cualquiera de esas hipótesis las tasas gravan el acceso a la justicia con la finalidad de filtrar aquellas acciones que pudieran no ser meritorias o bien aquellas que no justifican su judicialización. En este sentido, las tasas óptimas deberían conducir a que «el litigante internalice todos los costos y beneficios de sus decisiones de demandar usando el sistema judicial» (Mery, 2015, p. 112). Esa internalización supone que el litigante asuma parte de los costos sociales de litigar y, por tanto, solamente litigaría aquellos casos donde los beneficios superan esos costos. Con todo, ese gasto adicional podría disuadir la demanda de litigantes adversos al riesgo que no puedan financiar los costes totales del proceso (incluyendo las tasas), aunque de existir altas probabilidades de ganar podrían acceder a contratos de honorario de cuota litis donde traspasa esos costos (y el riesgo asociado a la pérdida del juicio) al abogado (según se verá en el apartado III.4). Las mismas opciones existen para el litigante propenso al riesgo, aun cuando, como hemos expresado, el incremento en el costo esperado del riesgo no es un factor que necesariamente lo disuada de litigar.
III.2. ¿Tribunales permanentes o arbitrales?
La hipótesis anterior puede ser examinada conceptualmente respecto de una de las decisiones relevantes que deben adoptar todos los litigantes acerca de si preferir un tribunal permanente o uno de tipo accidental como los árbitros.
La pregunta que surge es si los propensos al riesgo, adicionalmente a los otros factores que inciden en la litigación, prefieren demandar ante un tribunal permanente o ante un tribunal arbitral. Esta interrogante define el nivel de intervención de las partes en la persona que conocerá del conflicto y a los litigantes les interesa que el juez esté de acuerdo con sus posiciones. Dicho interés subyace en el fenómeno del forum shopping, donde las partes utilizan las reglas de competencia para elegir a aquellos tribunales que probablemente decidan sus pretensiones de manera favorable (Baird, 1987, pp. 815-834). El fenómeno del forum shopping, en general, tiene aplicación ante tribunales arbitrales y, con ciertas particularidades, ante tribunales permanentes.
De hecho, se verifican situaciones de forum shopping en el caso de los tribunales permanentes chilenos, dada la posibilidad que tienen las partes de elegir el tribunal que conocerá de un conflicto en casos de prórroga de competencia y cuando la ley admite supuestos de competencia acumulativa19. Con todo, aunque las partes pueden escoger el tribunal en ciertos supuestos, no existe la posibilidad de que puedan influir en la persona del juez que resolverá. En efecto, los tribunales permanentes son servidos por uno o por varios jueces, o sea, orgánicamente, tienen una composición unipersonal o pluripersonal en su funcionamiento y, además, por razones ajenas a la voluntad de las partes, puede ocurrir que el juez que resuelva un asunto no sea el mismo que lo conoció (por ascenso, jubilación, remoción, renuncia, etc.). Esto último, sin embargo, se encuentra limitado en aquellos tribunales que conocen de procedimientos orales, donde las exigencias de inmediación imponen la necesidad, bajo sanción de nulidad, de que aquellos jueces que conocieron del juicio o audiencia oral sean los mismos que lo resuelvan en definitiva20.
Las normas de designación y mantención en el cargo de los jueces que forman parte de tribunales permanentes son complementadas con reglas que buscan asegurar que los jueces sean imparciales. En el derecho procesal chileno tal objetivo se logra por medio de causales de implicancias y recusaciones que permiten inhabilitar a un juez en atención a sus vínculos con el conflicto o con alguna de las partes (Romero, 2011, pp. 518-520). La legitimación para hacer valer las reglas de implicancia y recusación corresponden tanto al juez como a la parte perjudicada, y como la detección de la inhabilidad puede ser difícil para las partes, se establecen tipos penales que sancionan al juez que participa en un procedimiento cuando les afecta una causal de implicancia. Asimismo, tales reglas de implicancia están consideradas como verdaderas normas prohibitivas de actuación de los jueces (Larroucau, 2020, pp. 145-146).
Una característica fundamental de las referidas reglas de inhabilidad es que ellas son objetivas; es decir, no dependen del mero comportamiento de las partes antes o durante el proceso. O sea, las partes no pueden realizar actuaciones por sí y ante sí con la finalidad de crear una causal de implicancia o recusación con el objeto de impedir la actividad jurisdiccional de un juez que no resulta favorable a sus intereses. Un elemento que fortalece aún más esa vocación de permanencia corresponde a las reglas de preclusión de los incidentes de implicancia y recusación21.
Situación diversa ocurre ante los tribunales arbitrales. La regla general es que esos tribunales son escogidos por las partes. Por tanto, a diferencia de lo que acontece con los tribunales permanentes, los interesados sí tienen un rol preponderante en determinar quién será la persona que ejerza la calidad de juez. Los tribunales arbitrales también se encuentran afectos a reglas de inhabilidad, las que constituyen el resguardo necesario frente al rol preponderante de las partes en la designación de los jueces. Sin embargo, la legislación chilena no establece un estatuto normativo detallado y especial de implicancias o recusaciones respecto de los árbitros, o que flexibilice las reglas de preclusión respecto al momento en el cual hacer valer tales inhabilidades. Estas dos cuestiones no dejan de ser importantes porque a las dificultades normales en la detección de las causales de inhabilidad se suma la complejidad de determinar la persona que accidentalmente servirá el cargo de juez (en calidad de árbitro).
Por otro lado, en el caso de los jueces árbitros, las partes tienen un rol fundamental no solo en la designación, sino en la terminación del compromiso que origina el arbitraje. Esto refuerza el carácter precario del funcionamiento del juez árbitro. Las normas orgánicas del sistema arbitral chileno sobre terminación del arbitraje (Código Orgánico de Tribunales, arts. 240-242) señalan que se extingue el compromiso si el árbitro «es maltratado o injuriado por algunas de las partes» (art. 240, num. 2). Si bien no existe evidencia acerca de que esta regla sea usada habitualmente, carece de sentido que la normativa procesal establezca un incentivo para que aquellas partes que estén disconformes con la actividad judicial de un árbitro puedan dar término al arbitraje. Lo que en el caso de los tribunales permanentes está regulado como un supuesto en donde la única perdedora con tales actos es la parte que maltrata o injuria22, en el caso de los tribunales arbitrales abre la posibilidad de que la contraparte de quien maltrata o injuria, ya que por la causal de terminación del arbitraje que se analiza dejará, probablemente, de tener a un juez que lícitamente se estaría convenciendo de la posición que incomodaba a su contraria (de otro modo, no se justificarían los actos de maltrato o injuria).
Con ese escenario resulta evidente que si un propenso al riesgo se encuentra en la necesidad de demandar, además del resto de los otros factores que se consideran en esa decisión, buscará incidir en la elección del árbitro por medio del compromiso o la cláusula compromisoria. Lo problemático, según se señaló, es que la ley procesal admite como posibilidad que en caso de que resulte errada la elección, tiene la opción (solo dependiente de él) de terminar el arbitraje, invocando cualquier excusa que justifique su maltrato o injuria. En este sentido, dado que un propenso al riesgo valora de mayor manera el escenario incierto que el escenario cierto, entonces es racional que acepte el riesgo de tener un nuevo juez que conozca de su conflicto si las expectativas de seguir con el actual no lo favorecían.
De hecho, el escenario anterior es uno que puede ser modelado a partir del efecto de certidumbre examinado en el apartado II.2. Si un propenso al riesgo sabe que el juez árbitro no favorecerá su posición en juicio, entonces enfrentará una alternativa de pérdida cierta. En ese escenario, preferirá la alternativa de cambiar ese árbitro porque de ese modo la ley procesal le entrega la posibilidad de elegir un nuevo árbitro que, aunque no lo conozca, le dé una nueva chance u oportunidad de que pueda (incluso, probabilísticamente) aceptar su posición.
Si, para efectos de la explicación, modelamos numéricamente la decisión del demandado propenso al riesgo cuando adquiere la certeza durante el juicio de que el juez no favorecerá su posición, entonces la expectativa que tenía con ese árbitro antes de tal convencimiento que, digamos, era de inexistencia de pérdida (porque iba a ganar el juicio), se transforma en un escenario de pérdida probabilística (o costo esperado del riesgo) que, por ejemplo, puede ser sufrir una pérdida de −$ 3000 con 80% de probabilidad y una pérdida de −$ 8000 con 20 % de probabilidad. Es decir, transita desde un escenario de inexistencia de pérdida a un escenario de pérdida esperada de −$ 4000.
Pues bien, en el momento en que visualiza que el árbitro actual puede perjudicar sus intereses, la ley procesal sin racionalidad habilita la evaluación del valor que trae consigo la designación de un nuevo árbitro. Si suponemos que el nuevo árbitro entrega un 50 % de probabilidad de perder −$ 8000, sumados a los costos que supone la designación del nuevo árbitro (digamos $ 300), entonces la pérdida esperada de esta alternativa es de −$ 8300.
En el marco de esa elección, el propenso al riesgo tenderá a escoger la alternativa que conduce a la mayor pérdida esperada (o al mayor costo esperado del riesgo), favoreciendo la opción que supone un mayor albur, que es elegir un nuevo árbitro.
De acuerdo con lo examinado al momento de estudiar el marco teórico de los perfiles de riesgo, podemos concluir que es el único perfil que optará por esa alternativa. De hecho, esa elección es la misma que la opción a favor de la alternativa A en el problema 3, reforzándose lo allí señalado con la elección que se examina en este apartado. Por el contrario, un adverso al riesgo preferirá continuar con el árbitro inicial a pesar de la proyección negativa respecto de su decisión porque en el ejemplo anterior elegirá la pérdida cierta a la mayor pérdida esperada.
El problema con el resultado al que nos conduce el propenso al riesgo es que su elección no es socialmente deseable desde una perspectiva de eficiencia entendida como minimización23. En esencia, la subsistencia del árbitro inicial y la posibilidad de una nueva elección puede quedar en manos de partes que usan actos aparentemente lícitos, duplicando la actividad jurisdiccional y aumentando los costos sociales, tal como se mencionó en el apartado II.2.
III.3. La posibilidad de alcanzar acuerdos o equivalentes jurisdiccionales
Una vez que el proceso se inicia es posible alcanzar una solución autocompositiva. Al litigante propenso al riesgo le beneficiará tener un mecanismo de conciliación que no se encuentre sujeto a control jurisdiccional alguno, sino uno donde prime el solo acuerdo entre las partes. Ese mecanismo de conciliación preferido por el propenso respeta el principio dispositivo, donde las partes controlan el inicio, término y contenido del proceso (Romero, 2015, pp. 35-45), tal como ocurre en Chile.
El AED nos enseña que si un sujeto adverso o neutral al riesgo deduce una demanda meritoria (aquella que se basa en antecedentes reales que dan mérito a la posición del actor), y si litiga con un demandado propenso al riesgo, el demandado tiene mayor posibilidad de obtener una ventaja respecto del demandante porque la adversidad al riesgo del demandante lo llevará a aceptar un acuerdo menor del óptimo. Esto lo conoce el demandado propenso al riesgo, quien tratará de reducir al máximo el pago al demandante24.
El efecto anterior se genera por el rol que toman en el litigio sujetos contendientes que poseen diversos perfiles de riesgo. Por tanto, si dejamos a las partes libradas solamente a un mecanismo de conciliación sin intervención judicial, es posible que los acuerdos alcanzados sean inferiores al monto que se obtendría de no existir divergencias en las preferencias de riesgo. Ello conduce a un resultado contraproducente con la eficiencia: se generan incentivos para una menor disuasión (ya que el demandado propenso al riesgo no será sancionado, dada la posibilidad de conciliar por un valor menor al que correspondería de existir una sentencia que acogiera la demanda meritoria) y, por tanto, el demandado podrá continuar (en algún margen) no internalizando todos los costos sociales que produce (Carrasco, 2018, pp. 55-85). Como consecuencia, existirá una posibilidad de que el propenso al riesgo siga produciendo daños subsecuentes sin responsabilidad alguna (Harvard Law Review, 2005, pp. 597-598).
Por su parte, un sistema que contemple la necesidad de homologación judicial sobre un factor normativo que establezca la legislación introduce una intervención judicial, donde el juez soslaya las preferencias de riesgo y resuelve de acuerdo con el mérito de ese factor. Lo anterior evita la primacía de la divergencia en las preferencias de riesgo que favorecen al demandado en una negociación.
Esta solución es eficiente y no produce el efecto de subdisuasión referido. De hecho, ayuda a evitar la falla de mercado de negociación bajo asimetrías que son producto de las divergencias de preferencias de riesgo, actuando como una suerte de seguro a favor de la parte que, en este contexto, es el litigante débil de la negociación (demandante adverso al riesgo). El control de homologación puede implicar un grado de intervención que controle la justicia de las contraprestaciones en la negociación con base en un valor de orden público que la ley puede establecer como parámetro de control judicial25.
Esto ocurre porque la disposición a aceptar del adverso al riesgo es más baja que la de un propenso al riesgo, tendiendo ese nivel a traslaparse de modo más fácil con la disposición a pagar de un demandado propenso al riesgo (cuyo nivel de disposición a pagar es más bajo que el de un demandado adverso al riesgo).
El resultado mencionado es fácil de visualizar. Por ejemplo, asumamos que el demandante adverso al riesgo enfrenta en una negociación la alternativa de aceptar un monto seguro de, digamos, $ 2000 y una probabilidad de 50 % de obtener $ 4000. En este caso, ese demandante optará por aceptar la conciliación que le asegura ese monto (consecuencia del efecto de certidumbre ya examinado en el apartado II.2). En cambio, el demandado propenso al riesgo, enfrentado a un 50 % de probabilidad de perder $ 4000 (asumamos para facilitar el ejemplo, que ambos tienen la misma confianza sobre el éxito de su caso, siendo en este del 50%), preferirá acordar por una suma inferior a la pérdida esperada y, por tanto, no ofrecerá un monto de $ 200026.
Para forzar un escenario como el indicado, el propenso al riesgo tendrá incentivos para ejecutar conductas que tiendan hacia el acuerdo debido a la técnica de racionalidad de inducción hacia atrás27. Precisamente, tal negociación inducida por la presión del propenso al adverso es la que un criterio de homologación puede ayudar a aminorar. Esto último se hace más necesario de establecer en un contexto procesal civil como el chileno, en donde la burocratización, las ineficiencias y la crisis de la justicia civil pueden ser razones —adicionales a los perfiles de riesgo— por las cuales las partes se vean incentivas a alcanzar acuerdos (Lillo, 2020, p. 150).
III.4. La relación profesional entre las partes y sus abogados
La intervención de las partes en juicio se encuentra modulada por la participación de sus abogados, que corresponde al sujeto que participa del procedimiento y exterioriza frente a terceros y al tribunal la posición de la parte. Por tanto, el análisis acerca de la actuación procesal del litigante propenso al riesgo no puede soslayar el rol de su abogado.
Dada la especialización y los conocimientos técnicos del abogado, la relación que se genera con su cliente es asimétrica (Shavell, 2016, p. 484). Lo anterior genera una relación de agencia (Cooter & Ulen, 2000, p. 585), toda vez que el principal (cliente) no está en condiciones de evaluar el comportamiento del agente (abogado), quien posee cierto margen de libertad y, en lo que aquí interesa, puede favorecer la transferencia de riesgo hacia el cliente.
En efecto, esto último se verificará dependiendo de cuál sea el tipo de contrato que los vincule. Por una parte, en caso de que el contrato de honorario suponga un desembolso por cierta actividad del abogado, entonces este externaliza el riesgo en su cliente, quien deberá pagar por las horas, días o tareas ejecutadas por el abogado28. En cambio, en un contrato de cuota litis, donde el pago depende de la obtención de un cierto resultado en el proceso (ya sea por medio de una sentencia firme o un equivalente jurisdiccional), el abogado asume un mayor riesgo, que es compensado con una mayor proporción en el resultado del proceso29.
Ambas formas de contratación tienen implicancias en el análisis de los perfiles de riesgo. En efecto, el contrato de cuota litis ejerce mayor influencia en la percepción del riesgo de las partes en comparación con el contrato por honorarios fijo. Al respecto, se ha sostenido que el contrato de cuota litis, al transferir total o parcialmente los riesgos desde la parte al abogado (quien pasaría a comportarse como propenso al riesgo), produce que una parte adversa al riesgo, que no decidiría litigar si no tuviera ese contrato, pueda probablemente comportarse como propensa al riesgo decidiendo litigar, dado que el abogado asume parte de los riesgos (Posner, 2000, pp. 583-584). Al respecto, la obligación solidaria del abogado en el pago de las costas procesales (Código de Procedimiento Civil, art. 28) podría ser una razón adicional a considerar por la parte adversa al riesgo para favorecer la suscripción de contratos de cuota litis. Ahora bien, bajo un contrato de honorarios fijo, el litigante adverso al riesgo mantendría su perfil porque él seguiría financiando el litigio a su propio costo.
Por su parte, un litigante propenso al riesgo litigaría en ambos casos, aunque probablemente con una mayor intensidad en el del contrato de cuota litis, porque disminuiría su costo esperado del riesgo. El litigante propenso al riesgo, al asignar mayor valor a los escenarios de incertidumbre (como se indicó en el problema 6), tenderá a no escoger abogados adversos al riesgo que favorezcan el efecto de certidumbre.
Esta mayor litigiosidad no es necesariamente negativa desde la perspectiva del bienestar social. Lo anterior dependerá de si los beneficios sociales (precedentes) y privados (resolución del conflicto en concreto) que trae consigo un mayor acceso a la justicia, generado por la mayor cantidad de acciones judiciales de adversos al riesgo que demandan gracias al contrato de cuota litis, son mayores que los costos sociales y privados que pudieran derivarse de una litigación que no aporta a la definición de pautas de comportamiento, o bien que es meramente estratégica o frívola.
IV. Conclusiones
Este artículo ha explicado las razones por las cuales no es socialmente conveniente que en un proceso civil tengamos como parte a un sujeto propenso al riesgo. La razón fundamental se encuentra en que esos sujetos, de acuerdo con las instituciones examinadas en este artículo (decisión de demandar y los factores normativos que lo favorecerían o desincentivarían, elección del tribunal, mecanismo de conciliación, relación profesional entre la parte y su abogado), generan divergencia entre los beneficios/costos privados y los beneficios/costos sociales, pueden aumentar los riesgos de parcialidad en el ejercicio de la actividad jurisdiccional, e incrementan o agravan las consecuencias distributivas entre las partes. Las constataciones son una muestra de que los propensos al riesgo generan efectos indeseados en el proceso.
Con base en lo anterior, se ha pretendido hipotetizar sobre las implicancias de la actuación procesal de los propensos al riesgo, pero no señalar sus soluciones ni sus consecuencias prácticas. Para lo primero, se está trabajando en un artículo posterior que se hará cargo de esas soluciones; para lo segundo, es indispensable medir el porcentaje de propensos al riesgo que litigan en los procesos civiles chilenos, requiriéndose para aquello de otras herramientas cuantitativas con miras a examinar esa materia en la práctica. Esto último es una invitación para que otros trabajos multidisciplinarios puedan indagar sobre las hipótesis aquí planteadas.
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Sentencia 1557-2009-INA (Tribunal Constitucional [Chile]), 14 de abril de 2011.
Recibido: 13/12/2023
Aprobado: 03/04/2024
1 Entre otras normas pueden mencionarse: a) el artículo 63, numeral 19 de la Constitución Política de la República (1980), que dispone que quedan entregados a la ley la regulación de: «19) Las que regulen el funcionamiento de loterías, hipódromos y apuestas en general»; b) los artículos 1466, 2259 a 2263 del Código Civil, según los cuales hay objeto ilícito en las deudas contraídas en juegos de azar (art. 1466), lo que genera nulidad absoluta (de conformidad al artículo 1682 del Código Civil). Por su parte, las normas de los artículos 2259 a 2263 del Código Civil —tratadas en el párrafo 1 del título XXXIII del libro IV del Código Civil, que trata «Del juego y de la apuesta»—, refieren a los juegos lícitos, los que solamente producen excepción de pago, pero no acción; c) la Ley 19.995, que establece las bases generales para la autorización, el funcionamiento y la fiscalización de casinos de juego; y d) los artículos 275 a 279 del Código Penal, normas que conforman el título VI del libro II del Código Penal, que trata «De las infracciones de las leyes y reglamentos referentes a loterías, casas de juego y de préstamo sobre prendas».
2 Las economías de escala ocurren cuando existen importantes niveles de inversión en costos fijos que generan niveles de producción que permiten una reducción sucesiva de los costos marginales y, por tanto, de los costos medios a medida que aumenta la producción.
3 Esto no significa que el marco de análisis no sirva para asuntos civiles de cuantía indeterminada o cuyas materias no sean reconducibles a aspectos económicos. Lo anterior, porque en esos casos también existen probabilidades de ganar o de perder. El único elemento particular es que las asunciones de racionalidad asociadas a los perfiles de riesgo pueden diseminarse porque, en asuntos donde la pretensión no es directamente patrimonial, probablemente entrarán en juego consideraciones de venganza o de justicia que requieren análisis particulares que exceden el foco de este trabajo. Sobre el punto, véase Jollis et al. (2000, pp. 23-26). Por otro lado, conviene precisar que el análisis es aplicable a acciones constitutivas y declarativas, en la medida que las posibilidades de ganar o perder se reconduzcan a valores pecuniarios.
4 En estos casos, en ausencia de razones para sostener una de las tesis en juego, da lo mismo que la decisión se sustente en el azar. Al respecto, ver Elster (1999, pp. 95-96).
5 En este caso, la alternativa tiene un valor de 2409 (2500 x 0.33 = 825 + 2400 x 0.66 = 1584) versus 2400.
6 En el problema 2, la opción C tiene un valor probable de 825 (2500 x 0.33) versus la opción D, que tiene un valor probable de 816 (2400 x 0.34), eligiéndose mayormente la alternativa C, menos probable que D.
7 Es decir, es el elemento de la ecuación que determina su resultado.
8 Con miras a comprender los supuestos en donde el resultado del curso de acción examinado es 0 o de conservación del statu quo.
9 Véase, en este sentido, el análisis de Kahneman y Tversky (1987, p.101).
10 Al respecto, se ha seguido la fórmula típica de desviación estándar (DE), donde ∑ representa la suma de x, que es un conjunto de datos; µ es la medida de esos datos dividida por N, que es el número total de antecedentes usados, a saber:
11 En el trabajo de Kahneman y Tversky (1987) la desviación estándar respecto de D´ es de 1.216119800, y en la pregunta 5 esa desviación a favor de F es de 1.01129979.
12 Menell (1983) ha señalado que potenciales demandados pueden fijar su nivel de actividad en el punto en que a los eventuales demandantes (perjudicados por ese nivel de actividad) no les resulte rentable demandar (pp. 41-52).
13 Una conducta cometida en fraude de ley es aquella que aparenta respetar la legalidad, ejecutada en un contexto de normas permisivas, pero que al considerar todos los factores permite concluir que se está frente a una conducta atentatoria contra el ordenamiento jurídico. Sobre el tema, véase Atienza y Ruiz (2006, pp. 27-28).
14 Para un desarrollo de estas ideas, véase Shavell (2016, pp. 433-435), Cooter y Ulen (2008, pp. 571-576), y Gico (2021, pp. 126-146).
15 Según reconoce Atria (2016, pp. 315-316). En Chile ello se manifiesta en el artículo 3, inciso 2 del Código Civil, que contempla el efecto relativo de las sentencias e indica que las sentencias solamente tienen fuerza obligatoria «en las causas en que actualmente se pronunciaren». En el mismo sentido, la literatura ha sostenido que en países del common law se verifica un mayor nivel de predictibilidad en las decisiones (Cooter & Ulen, 2020, pp. 642-644).
16 Que en términos simples significa menos riqueza en una sociedad determinada.
17 Por ejemplo, esto puede ser medido tanto a nivel de un juicio individual, entendiendo que existe mayor producción como sinónimo de mayor litigiosidad; o bien a nivel agregado de los casos ante un tribunal, entendiéndose que existe mayor producción como sinónimo de mayor cantidad de procesos iniciados.
18 Como sucede con la etapa de admisibilidad en el procedimiento de reclamación ambiental (Ley 20.600, art. 27), con la etapa de admisibilidad en el procedimiento preventivo de libre competencia (Decreto Ley 211, art. 31), y la admisibilidad de oficio que realiza el Tribunal Tributario y Aduanero en el procedimiento de reclamaciones (Código Tributario, art. 125, inc. 2), entre otros.
19 Tipo de competencia que se verifica cuando, luego de aplicadas las reglas de competencia absoluta y relativa, dos o más tribunales tienen competencia simultáneamente para conocer de un mismo asunto. Al respecto, ver Alessandri (1936, p. 316).
20 Por ejemplo, la causal literal a del artículo 374 del Código Procesal Penal establece que será un motivo absoluto de nulidad el que la sentencia se hubiera pronunciado con la «concurrencia de jueces que no hubieren asistido al juicio».
21 El artículo 114 del Código de Procedimiento Civil dispone que la declaración de implicancia o recusación, cuando haya de fundarse en causal legal, deberá pedirse antes de toda gestión que ataña al fondo del negocio, o antes de que comience a actuar la persona contra quien se dirige. Incluso su inciso 2 sanciona con multas a beneficio fiscal a la parte que haya retardado el reclamo de la implicancia. Asimismo, en el caso de que los jueces hagan constar en el proceso las causales de recusación que los afecten, la parte afectada con esas causales tendrá únicamente un plazo de cinco días para hacer valer la recusación, so pena de tenerse por precluido ese derecho (Código Orgánico de Tribunales, art. 199 [en relación con el artículo 125 del Código de Procedimiento Civil]).
22 Por medio de reglas de sanciones disciplinarias, como aquellas contenidas en los artículos 530 y 531 del Código Orgánico de Tribunales, y de reglas penales asociadas a los delitos que esos actos pueden traer consigo.
23 En efecto, una visión extendida sobre la eficiencia es que ella refleja situaciones de minimización de costes. Ello emana del denominado «teorema de Coase», cuyo primer presupuesto sostiene que en ausencia de costes de transacción (minimización extrema, pero irreal), se alcanzará siempre un resultado eficiente; en cambio, en su segundo presupuesto se asume la existencia de costes de transacción (minimización de segundo orden, que da cuenta de un escenario más real), siendo la pauta para el juez que resuelva el asunto asignando el derecho a la parte que puede minimizar los costes. Sobre el particular, véase Coase (1992, pp. 81-134).
24 Revisar los análisis que constan en Harvard Law Review (2005, pp. 590-592).
25 De lege ferenda la ley podría establecer este parámetro de homologación si se desea evitar las extracciones indebidas que un propenso al riesgo pueda lograr en contra de un adverso al riesgo. Un ejemplo se encuentra en las reglas que prohíben la conciliación de créditos laborales en el concurso, salvo que esa conciliación ocurra ante el Juzgado del Trabajo o bien se alcance una transacción con posterioridad a la notificación de la sentencia definitiva de primera instancia (Ley 20.720, art. 246). En este caso, el demandante laboral es un típico caso de actor afecto a la adversidad al riesgo porque para él las prestaciones laborales son valoradas como medios de subsistencia y, por tanto, es posible ex ante asignar a ellas un alto valor en la medida en que son montos por recibir de forma cierta. Con reglas como las indicadas se busca evitar que el trabajador adverso al riesgo pueda ceder en sus posiciones para así asegurar un cierto monto. Por ejemplo, para tal efecto, la sentencia definitiva de primera instancia le entrega un parámetro imparcial mínimo que probablemente sea mayor que la disposición a aceptar del trabajador, porque se supone que el juez no está afecto a adversidad al riesgo.
26 Llámese la atención sobre que ese monto será ofrecido si el demandado es adverso al riesgo.
27 Se refiere a la racionalidad asociada a que, si existe información perfecta respecto de cierto comportamiento, o bien ese comportamiento es una alternativa dominante, entonces las jugadas o acciones previas a ese comportamiento se asumirán como ciertas incluso antes de que se verifiquen, y así sucesivamente hacia atrás. Se trata de un supuesto de racionalidad examinado en todos los libros de teoría de juegos.
28 Se supone que en esta clase de contrato el riesgo lo asume el cliente porque, dada la asimetría de información, no está en condiciones de evaluar completamente el trabajo realizado por el abogado.
29 También pueden existir contratos de honorarios mixtos que mezclen ambas formas de remunerar el trabajo profesional del abogado. Para simplificación del análisis, se examinarán los modelos puros referidos.
* Abogado, licenciado en Ciencias Jurídicas por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile (Chile). Magíster por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid (España). Profesor asociado de Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
Código ORCID: 0000-0001-9026-3266. Correo electrónico: ncarrasco@derecho.uchile.cl
Respuestas adaptativas, derecho a la salud y el límite del criterio de satisfacción: una reflexión y puesta en evidencia desde el sistema de salud peruano *
Adaptive Responses, Right to Health, and the Limit of the Satisfaction Criteria: An Examination and Evidence from the Peruvian Health System
Leandro Cornejo Amoretti**
Pontificia Universidad Católica del Perú (Perú)
Resumen: Algunas lecturas utilitaristas presentes en la bioética enfatizan la importancia de la satisfacción de las preferencias de las personas como un criterio importante de justicia. Una de sus aplicaciones recurrentes en el sector salud es a través la medición de los niveles de satisfacción de los usuarios de los servicios de salud. No obstante, poco se ha expuesto y discutido en el campo sanitario y bioético sobre las objeciones a las que este criterio se ha enfrentado desde la filosofía del derecho y política. Una de estas, denominada como el problema de las respuestas adaptativas, afirma que las personas, sea de manera consciente o no, ajustan su satisfacción a lo que pueden conseguir, por lo que recomiendan una mirada cautelosa a este criterio, en especial cuando se mide la satisfacción de personas con privaciones. La cautela debería ser mayor cuando es aplicada a servicios que garantizan derechos fundamentales, como el derecho a la salud.
Este artículo tiene como finalidad discutir sobre este problema, así como evidenciar su presencia en los servicios de salud del Perú. Específicamente, y luego de conceptualizar tentativa y abreviadamente lo que sería una respuesta adaptativa inapropiada, se analizará y evaluará dicho problema a partir de algunos componentes de la Encuesta Nacional de Satisfacción de Usuarios del Aseguramiento Universal en Salud (Ensusalud) de los años 2014, 2015 y 2016, las únicas tres encuestas de este tipo elaboradas en el Perú a la fecha y a escala nacional. Con mayor detalle, se busca determinar si existen diferencias significativas en la satisfacción por su seguro de salud entre usuarios en función a su nivel de ingresos y frente a un mismo grado de afectación a su derecho a la salud. Se concluye del procesamiento y análisis de la base de datos que estas diferencias sí existen. Ante una restricción a este derecho (por ejemplo, no recibir ningún medicamento en la farmacia, tener una consulta médica de menos de cinco minutos, etc.), los usuarios en situación de grave privación económica manifiestan mayores niveles de satisfacción por su seguro en comparación a los usuarios sin privaciones económicas. Ello ofrece indicios para sospechar que, con relación al primer grupo de usuarios, se podría estar, en efecto, ante un caso de respuestas adaptativas.
Palabras clave: Justicia en salud, utilitarismo, satisfacción, derecho a la salud, respuestas adaptativas inapropiadas, preferencias adaptativas, Ensusalud
Abstract: Some utilitarian readings present in bioethics emphasize the importance of satisfying people’s preferences as a significant criterion of justice. One of its recurring applications in the healthcare sector is through measuring the satisfaction of healthcare service users. However, little has been discussed in the healthcare and bioethics field regarding objections that this criterion has faced from the philosophy of law and political philosophy. One of these, known as the problem of adaptive responses, asserts that individuals, whether consciously or not, adjust their satisfaction based on what they can attain. Therefore, a cautious view of this criterion is recommended, especially when measuring the satisfaction of individuals facing deprivations. Greater caution should be exercised when it is applied to services that guarantee fundamental rights, such as the right to health.
This article aims to discuss this issue and highlight its presence in the healthcare services of Peru. Specifically, after tentatively and briefly conceptualizing what an inappropriately adaptive response would be, this problem will be analyzed and evaluated based on certain components of the National Survey of User Satisfaction of Universal Health Assurance (Ensusalud) of 2014, 2015 and 2016, which are the only three surveys of this kind conducted in Peru to date and on a national scale. In more detail, the aim is to determine whether significant differences in satisfaction with their health insurance exist among users based on their income levels, considering the same degree of impact on their right to health. The processing and analysis of the database lead to the conclusion that these differences do indeed exist. Faced with a infringement on this right (for example, not receiving any medication at the pharmacy, taking more than ninety minutes to reach the facility, etc.), severe economically deprived users express higher levels of satisfaction with their insurance compared to users without economic deprivations. This provides indications to suspect that, in relation to the first group of users, there might indeed be a case of adaptive responses.
Keywords: Health justice, utilitarianism, satisfaction, right to health, inappropriately adaptive responses, adaptive preferences, Ensusalud
CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN: SATISFACCIÓN DEL USUARIO EN EL SECTOR SALUD Y JUSTICIA UTILITARISTA.- II. EL PROBLEMA DE LAS RESPUESTAS (PREFERENCIAS) ADAPTATIVAS.- III. HACIA LA IDENTIFICACIÓN DE RESPUESTAS ADAPTATIVAS (INAPROPIADAS) EN EL SISTEMA SANITARIO PERUANO.- IV. DERECHO A LA SALUD COMO PARÁMETRO OBJETIVO Y GRADUAL DE UNA TEORÍA DEL BIENESTAR.- V. RESPUESTAS ADAPTATIVAS INAPROPIADAS EN EL SISTEMA DE SALUD PERUANO: DISCUSIÓN DE RESULTADOS.- VII. REFLEXIONES FINALES.
I. INTRODUCCIÓN: SATISFACCIÓN DEL USUARIO EN EL SECTOR SALUD Y JUSTICIA UTILITARISTA
La retórica de la satisfacción del usuario tiene una fuerte presencia en la política sanitaria global y peruana. Desde hace ya varias décadas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que la satisfacción es un componente importante de la calidad en salud (Gilmore & De Moraes, 1996, p. 2). En esa línea, también ha afirmado que los recursos del sistema de salud deben distribuirse con base en las necesidades de la población, así como tomando en cuenta la satisfacción de sus deseos (OMS, 2000, pp. 55 y 66). En un sentido análogo, «la Organización Internacional de Normalización (ISO) considera fundamental la opinión del usuario en la evaluación de la calidad de los servicios sanitarios» (Valls & Abad, 2018, p. 310).
La literatura peruana tampoco ha estado desentendida de ello, como mucha de la citada a lo largo de esta pequeña investigación. Por ejemplo, se ha enfatizado la trascendencia de la satisfacción y la calidad de los servicios de salud en el país, por ejemplo, al resaltar la importancia de la ética biomédica de las decisiones compartidas en salud como elemento para aumentar la satisfacción de los pacientes (Bravo et al., 2013). También se ha destacado la relación entre la satisfacción de los usuarios del Seguro Integral de Salud (SIS) del Perú (Velásquez, 2016) y las innovaciones en los mecanismos de gestión y control, así como sus vinculaciones con la atención preventiva.
Y es que existen varias razones para tomarse en serio la satisfacción. En primer lugar, conocer la satisfacción es importante porque la medición es un indicador de calidad de un sistema de salud (Becerra-Canales & Condori-Becerra, 2019, p. 659), así como un indicador indirecto del cumplimiento de las normas médicas y la obtención de resultados (Agosta, 2009, p. 611). En segundo lugar, la evaluación de la satisfacción ofrece una pista sobre las brechas del servicio (Sihuin-Tapia et al., 2015, p. 299) en tanto permite conocer las expectativas y percepciones de los usuarios.
En tercer lugar, la satisfacción puede servir como una llamada de atención a los tomadores de decisiones públicas para que descuiden su preocupación más importante: la salud de los pacientes (OMS, 2000, p. xviii.). En cuarto lugar, procurar la satisfacción de los pacientes ayuda a que tiendan a adherirse al tratamiento médico, creando un clima de aliento para una preocupación mayor por su propia salud (Shimabuku et al., 2012, p. 484). En quinto lugar, la medición de este componente de la calidad puede ayudar a prevenir las quejas, demandas y denuncias, evitando que se genere una percepción negativa de la sociedad sobre sus instituciones sanitarias.
Finalmente, en sexto lugar, es útil porque «un paciente satisfecho […] está dispuesto a colaborar con el proceso de atención, lo que reduciría costos innecesarios de atención» (Hernández-Vásquez et al., 2019, p. 621)1. Este último punto, la relación entre mayor satisfacción y la reducción de costos de atención, guarda estrecha relación con el foco de reflexión del presente trabajo.
La pauta de reducción de costos tiene una presencia mayor cuando de justificar la medición de satisfacción se trata. Y es que, como sostienen Valls y Abad (2018), al «desarrollar encuestas de satisfacción para evaluar la calidad […] deben perseguir implantar programas de evaluación y mejora de la calidad encaminados a maximizar la satisfacción del paciente con el menor coste posible» (p. 310)2. En un sentido similar, Díaz (2002) ha afirmado que lo ideal es superar las expectativas del usuario de prestaciones sanitarias «de forma que se logre maximizar la satisfacción, y maximizar lo que algunos autores denominan “calidad sorpresa” que englobaría los aspectos no esperados por el cliente» (p. 32). De esta manera, se evidencia una relación entre calidad, maximización de la satisfacción y reducción de costos en la atención.
La exigencia de maximizar y reducir costos en el campo sanitario no es ajena a la reflexión de la bioética, la filosofía del derecho y la política. Subyacen a estas consideraciones fundamentos que pueden ser leídos desde la teoría de la justicia o ética utilitarista, en particular en su vertiente preocupada por la satisfacción de las preferencias.
El utilitarismo es una de las teorías éticas y concepciones de la justicia más influyentes y vigentes en los debates contemporáneos (Campbell, 2008, p. 132). En el campo bioético, las exigencias éticas del utilitarismo son consideradas complementos de alcance restringido al principio de dignidad humana (De Lora & Gascón, 2008, p. 49-50; Atienza, 2010, p. 73) y con aplicaciones bastante operativas que van desde el racionamiento de recursos (Ruger, 2009, pp. 19-25) hasta el triaje en emergencias sanitarias (Sotomayor et al., 2021). Esta teoría, de forma abreviada, puede definirse como aquella concepción de la justicia que sostiene que un estado de cosas o una decisión es correcta si es que promueve la maximización del bienestar. En términos de Rawls (2010):
Puesto que el principio para un individuo es promover tanto como sea posible su propio bienestar, esto es, su propio sistema de deseos, el principio para la sociedad es promover tanto como sea posible el bienestar del grupo […]. Del mismo modo en que un individuo equilibra ganancias presentes y futuras con pérdidas presentes y futuras, de ese modo una sociedad puede equilibrar satisfacciones e insatisfacciones entre individuos diferentes. Y así, mediante estas reflexiones, se alcanza de modo natural el principio de utilidad: una sociedad está correctamente ordenada cuando sus instituciones maximizan el equilibrio neto de satisfacción (p. 35)3.
El utilitarismo posee tres rasgos constitutivos (Sen & Williams, 1999, pp. 3-4; Beauchamp & Childress, 2013, pp. 354-355). En primer lugar, se trata de una propuesta consecuencialista, dado que las acciones o estados de cosas son correctos o incorrectos según el equilibrio de sus consecuencias buenas y malas. En segundo lugar, se encuentra el rasgo agregativo; es decir, que la utilidad que debe ser tomada en cuenta es aquella derivada del bienestar todas las personas consideradas para el cálculo ético. Finalmente, en tercer lugar, se encuentra el rasgo bienestarista, que establece como valor moral crucial el bienestar de las personas consideradas en el cálculo utilitario. Una decisión pública y un acto privado, de acuerdo con esta concepción, debe tener como objetivo aumentar la felicidad, riqueza o satisfacción de la sociedad, y el resultado es mayor que el de disminuirla.
Sobre esto último, el utilitarismo posee diversas variaciones, con importantes aplicaciones desde las teorías del bienestar (Harsanyi, 1982, p. 40; Marciani, 2020, p. 118). Dentro de estas, una de las formas bastante extendidas de interpretarlo es conceptualizarlo como la satisfacción de las preferencias, una definición trabajada desde enfoques normativos típicos en los estudios económicos del bienestar. En términos de Hausman y McPherson (2010):
Qué tan próspero [o qué tanto bienestar disfruta] un individuo, es la misma cosa que [decir] qué tan bien satisfechas están sus preferencias. En consecuencia […] el bienestar [es identificable] con la satisfacción de las preferencias. [Esta interpretación del bienestar necesita también] un inocuo principio moral de benevolencia mínima: si todo lo demás permanece constante, es moralmente bueno que las personas mejoren su condición […] Si todas las demás consideraciones moralmente relevantes, como la equidad, son igualmente probables, entonces es moralmente bueno hacer que las personas mejoren […] Si [… se aprueba] la benevolencia mínima e identifica el bienestar de un individuo con la satisfacción de sus preferencias, entonces […] todo lo demás constante, es moralmente bueno satisfacer las preferencias de un individuo (pp. 73-74)4.
Esta interpretación de la utilidad o del bienestar tiene la ventaja adicional de que puede ser defendida como compatible con valores como la autonomía y la libertad, dado que respetar a una persona requiere que aceptemos la satisfacción que obtiene por las preferencias que manifiesta (Hardin, 1989, pp. 194 y 198; Farrell, 2007, pp. 51-52). Esta podría ser una razón de por qué la retórica de la satisfacción ha tenido una importante acogida en la reflexión sobre la calidad en la provisión de servicios y en la protección del consumidor, cliente y usuario. Y es que el criterio de satisfacción de las preferencias tiene la capacidad de sintetizar tanto el bienestar y la autonomía como la libertad en un solo criterio.
Una forma de medir el bienestar es través de los diversos grados de satisfacción (y no satisfacción) que las personas pueden manifestar; por ejemplo, con el seguro de salud en el que estén afiliados, tal y como se plantea desde la encuesta objeto de esta investigación. En efecto, en las encuestas de los años 2014, 2015 y 2016 existe la pregunta que indaga sobre el nivel de satisfacción con los servicios brindados por el seguro de salud al cual el usuario se encuentra adscrito. Estos serían el Seguro Integral de Salud (SIS), el Seguro Social de Salud (EsSalud), Sanidad de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional del Perú, y clínicas. La variable satisfacción se desglosa en cinco categorías, siguiendo la escala de Likert: muy insatisfecho/a (1), insatisfecho/a (2), ni satisfecho/a ni insatisfecho/a (3), satisfecho (4) y muy satisfecho (5). Esta simple métrica para diagnosticar el bienestar o equilibrio neto de satisfacción explicaría parte de la popularidad que tiene el criterio de satisfacción en la cultura del servicio al usuario en los servicios públicos, como en el sector salud. No obstante, evaluar el bienestar de esta manera ha enfrentado varias objeciones, una de las cuales es tratada a continuación.
II. EL PROBLEMA DE LAS RESPUESTAS (PREFERENCIAS) ADAPTATIVAS
Una importante objeción al criterio de satisfacción de la ética utilitarista, proveniente de las concepciones igualitaristas de la justicia, es aquella que cuestiona la tendencia a ignorar el trasfondo social y el proceso previo a la formación de las preferencias y los deseos5. Es necesario, de acuerdo con esta crítica, problematizar la métrica del criterio de satisfacción y afirmar que algunas personas no estarían bien así se encuentren satisfechas. Esta objeción interpela la dimensión bienestarista del utilitarismo. Cuestiona que «el deseo de satisfacción individual [deba] ser el criterio de justicia y elección social, [en tanto…] ese mismo deseo individual puede haber sido moldeado por un proceso que es anterior a la elección» (Elster, 1982, p. 219). La crítica muestra una preocupación por el carácter dúctil de la satisfacción, condicionada institucional y socialmente. Por ejemplo, y desde la reflexión de Amartya Sen (2000):
Nuestros deseos y capacidades para experimentar placer se adaptan a las circunstancias, sobre todo para hacer que la vida resulte soportable en las situaciones adversas. El cálculo de utilidad puede ser muy injusto para las personas persistentemente desfavorecidas […] Las personas desvalidas tienden a aceptar sus privaciones debido a su mera necesidad de sobrevivir […] La medida mental del placer o del deseo es demasiado maleable para ser una guía sólida de las privaciones y las desventajas (pp. 85-86)6.
Martha Nussbaum (2007) habría dicho algo similar, aunque mucho más atenta al criterio específico de satisfacción:
Todavía hay otro problema con esta confianza en la utilidad, y es que ni siquiera incluye toda la información relevante. Una de las cosas que queremos saber es cómo se sienten los individuos, si están satisfechos o no […]. Pero [… las] personas ajustan sus preferencias a lo que piensan que pueden conseguir, y también a lo que su sociedad les dice que es una meta adecuada para alguien como ellos […] Estas clases de preferencias validan típicamente el status quo [sic]. La satisfacción es muy importante; pero sin duda no es lo único que importa (pp. 85-86)7.
Esta objeción planteada por Elster, Sen y Nussbaum, denominada también como el problema de las preferencias adaptativas, ha tenido importantes desarrollos específicos desde el enfoque de capacidades (Pereira, 2007; Bruckner, 2009; Khader, 2011; Robeyns, 2017) y desde otras perspectivas adyacentes (Elster, 1982; Hausman & McPherson, 2010, p. 119; Farrell, 2007; Marciani, 2020). Esta crítica ataca directamente al criterio de satisfacción, dado que algo puede ser perjudicial pese a que las personas muestren satisfacción, en tanto pueden no tener el coraje o las «agallas debido a la falta de experiencia o condicionamiento social» (Sen & Williams, 1999, p. 6)8. En buena cuenta, por ejemplo, es un recordatorio de la importancia de un trato justo a los usuarios de servicios de salud que sufren privaciones económicas, así estos puedan sentirse satisfechos pese a sufrir maltrato del personal sanitario o si el establecimiento no atiende adecuadamente sus necesidades de salud.
De esta manera, sea desde una mirada sobre las personas que sufren privaciones económicas como sobre aquellas que no, la objeción advierte implícitamente del refuerzo o mantenimiento del statu quo. De un lado, porque el primer grupo de personas no necesariamente tendrían la suficiente experiencia personal, los recursos ni la agencia para poder evaluar la situación en la que se encuentran, puntuando una buena satisfacción pese al trato injusto que reciben. Y, de otro lado, porque el segundo grupo9, con niveles de agencia razonable, experiencia y recursos, tendría parámetros de atención en servicios públicos más exigentes. Debido a ello, presionarían al servicio para que mejore en función a su umbral de satisfacción y sus preferencias.
Por último, es importante detenerse brevemente en el principio de benevolencia mínima citado en la introducción. Este nos dice que cualquier exigencia de justicia, como perseguir ciertas dosis de equidad, es algo que se puede presumir como probable de ocurrir dentro de esta interpretación del bienestar. Por ello, el principio sugiere una mayor preocupación por mejorar la satisfacción de las preferencias de las personas. En otras palabras: si se presume que hay un intento por perseguir algo de equidad, vale la pena concentrarse en identificar la satisfacción de los usuarios con su bienestar.
Hay dos objeciones que pueden ofrecerse. En primer lugar, la presunción de una tendencia hacia la equidad no se preocupa por cómo se implementa en la práctica. Si a ello agregamos el rasgo agregativo de la teoría utilitarista, que trata el bienestar de cada individuo por igual y busca obtener máximo bienestar para el mayor número de personas, entonces enfrenta un problema importante. Y es que su incapacidad para tomarse en serio la cuestión de la distribución del bienestar (dado que una presunción podría ser suficiente), genera la tendencia a validar el sacrificio o descuido de los derechos y bienestar de otras personas (Rawls, 2010, p. 171). Y, usualmente, estas otras personas están conformadas por los menos favorecidos con privaciones económicas.
No en vano Hausman y McPherson (2010) han acusado al utilitarismo de la satisfacción de las preferencias como una interpretación del bienestar que persiste en considerar «diferencias entre teoría y realidad como cuestiones de detalle» (p. 121). Esta presunción permitiría ignorar la intervención de un criterio de justicia adicional que aborde la distribución inicial y arbitraria de ventajas y talentos de las personas dentro del sistema social. Rawls (2010) denomina a esta distribución la lotería natural en tanto esta «distribución natural no es ni justa ni injusta […] sino son hechos meramente naturales» (pp. 39-40). En la medida en que todos deben ser considerados «por igual en tanto que personas morales, […] su participación en los beneficios y cargas de la cooperación social [no puede ser] de acuerdo con su fortuna social o a su suerte en la lotería» (p. 80). El rasgo agregativo del utilitarismo de la satisfacción de las preferencias, bajo el acompañamiento del principio de benevolencia mínima, no termina generando una propuesta tan igualitaria como aparenta.
En segundo lugar, dado que la persecución de la equidad puede presumirse, esto puede provocar que la indagación sobre el contexto de formación de las preferencias y la satisfacción de las personas se convierta en un tema que pueda ignorarse. Esto motiva que las preferencias y la satisfacción resultante sean tomadas como dadas (Sotomayor, 2020, p. 161). Y es que, como anotan Hausman y McPherson (2007), «el hecho de que haya muy pocas investigaciones sobre la formación de las preferencias ayuda a hacer verosímil la identificación del bienestar con la satisfacción» (p. 78)10. Ello explica, en parte, por qué la mayoría de investigaciones sobre satisfacción en el campo sanitario citadas a lo largo de este trabajo no han tratado de explorar las relaciones entre la satisfacción y los niveles económicos de los usuarios para indagar, por ejemplo, si estas diferencias económicas pueden influir en la manifestación de satisfacción de las personas encuestadas, algo que se procurará hacer en esta modesta contribución.
En suma, la supuesta persecución de equidad presente en la presunción pasaría a un segundo plano debido a que no implica un elemento constitutivo y sustancial de la teoría utilitarista. Provocaría intencionalmente un descuido para indagar sobre la formación de las preferencias, cuando ello debería ser relevante. Por ejemplo, ayudaría a considerar la situación económica de las personas cuyos niveles manifestados de satisfacción son tomados en cuenta para el cálculo de utilidad total, una presunción que genera una desidia tanto deontológica como epistemológica sobre la real dimensión y distribución del bienestar.
Y pese a la importante literatura que sustenta esta crítica, tanto desde el igualitarismo rawlsiano como desde el enfoque de capacidades, no existe un consenso amplio sobre una definición rigurosa analíticamente de preferencias adaptativas. En su lugar, existe una cantidad de interpretaciones agrupadas de diversas maneras y algunos cuantos intentos de describir cómo luciría una preferencia adaptativa en las personas reales (Khader, 2011, pp. 9-10). Pero, resumidamente, estas conceptualizaciones aluden a una situación en donde las personas muestran satisfacción, contento o deseo ante su realidad general o concreta, pese a encontrarse en una situación de privación (por ejemplo, económica) (Elster, 2016, pp. 25, 122 y ss.). Lo que sigue en esta investigación será trabajar progresivamente esta objeción de manera un poco más operativa y aplicada al campo de la salud.
III. HACIA LA IDENTIFICACIÓN DE RESPUESTAS ADAPTATIVAS (INAPROPIADAS) EN EL SISTEMA SANITARIO PERUANO
Para evidenciar la presencia del problema de las respuestas adaptativas de usuarios de los servicios de salud es necesario contar con alguna caracterización básica de este fenómeno. Esta no necesita ser totalmente precisa, pero sí reflejar de una manera sensata elementos importantes para identificar el objeto estudiado11. Dado que se busca identificar este fenómeno, la definición debe estar estructurada en términos descriptivos. Y en tanto las respuestas adaptativas que se buscan evidenciar en esta investigación son entendidas como problemáticas, deberá describirse este fenómeno a la vez afirmando su incorrección12. Finalmente, la definición debe ser lo suficientemente operativa como para que pueda evidenciarse el fenómeno a partir de las variables presentes en los materiales disponibles, en este caso, las ediciones de los años 2014, 2015 y 2016 de la Encuesta Nacional de Satisfacción de Usuarios del Aseguramiento Universal en Salud (Ensusalud).
Antes de empezar este ejercicio, es importante mencionar la distinción existente en la literatura entre preferencias adaptativas y adaptación del carácter. Las primeras consisten en el ajuste de la satisfacción o los deseos de las personas de manera no consciente como forma de «eludir la frustración generada por la disonancia cognitiva13 que se siente al experimentar voliciones que no pueden satisfacerse» (Pereira, 2007, p. 148). La segunda, por su parte, consiste en una respuesta adaptativa «consciente que se genera ajustando los deseos a las reales posibilidades que se tienen» (p. 148). Identificar si un grupo de personas está manifestando preferencias adaptativas o adaptaciones del carácter requeriría de acercamientos cualitativos, por lo que la presente investigación no podrá indagar detalladamente esta distinción. Asimismo, la información proporcionada en la encuesta no permite determinar el grado de consciencia de los usuarios.
Por ello, aquí se recurre al término de «respuesta adaptativa», que en esta investigación implicará indistintamente cualquiera de las dos categorías ya mencionadas, así como otras análogas que se hayan trabajado en la literatura y no hayan hecho las distinciones anotadas atrás. Se apelará al término genérico antes que a alguna de las especies. Dicho esto, se procede a ofrecer la definición preliminar y operativa para esta investigación.
Una persona o grupo de personas A manifiesta respuestas adaptativas inapropiadas cuando:
En esta sección y la siguiente se procederá a justificar brevemente el concepto indicado previamente. A su vez, y conforme cada componente del concepto es justificado, se mostrará qué variables de las encuestas a trabajar serán las relevantes para evidenciar este fenómeno en el sistema sanitario peruano.
Hay tres líneas argumentativas para justificar la presente definición a operativizar con las encuestas que comprenden esta investigación. La primera línea es que, si se toma en cuenta la literatura citada hasta ahora, una persona manifiesta una respuesta adaptativa cuando experimenta satisfacción, placer o contento, pese al trasfondo adverso en el que se encuentra. Este genera que acepte sus privaciones y ajuste sus preferencias en función a lo que pueda conseguir o a lo que sus instituciones (como su subsistema de salud) determinen que puede esperar de aquellas. La definición captura dos aspectos que son decisivos para contar con una forma de medir adecuadamente este fenómeno: la existencia de una manifestación de bienestar subjetivo y de una situación de privación.
Ello es compatible con parte de la literatura que ha profundizado en este asunto, que indica que es necesario contar tanto con indicadores objetivos como subjetivos. Los primeros ayudarían a definir el nivel de privación, mientras que los segundos son determinantes para pautear la autopercepción de la situación personal. De esta manera, «si los indicadores objetivos pautan una situación de alta vulnerabilidad […] y los indicadores subjetivos muestran que el individuo no manifiesta ninguna frustración […] entonces es muy probable que nos enfrentemos a una persona que ha desarrollado preferencias [respuestas] adaptativas» (Pereira, 2007, p. 159). Los primeros tipos de indicadores pueden obtenerse de diversas variables socioeconómicas: nivel socioeconómico, pobreza (extrema), etc. Los segundos estarían conformados por variables vinculadas al estado de salud y la satisfacción con el seguro de salud, entre otras.
Para lograr identificar la existencia de respuestas adaptativas, y siguiendo lo anotado por Pereira, en esta investigación se tomarán dos variables de las encuestas objeto de estudio: a) la satisfacción con el seguro de salud y b) los ingresos familiares mensuales.
La primera variable (subjetiva) definirá la satisfacción con la institución social que provee el servicio, es decir, el subsistema de salud al que la persona se encuentra adscrita. Esta variable será desglosada en tres categorías: satisfecho, ni satisfecho/ni insatisfecho e insatisfecho. La segunda variable será de utilidad para definir el nivel de privación de los usuarios de los servicios. Se aludirá a la privación económica para referir al trasfondo social de los sujetos encuestados. Los umbrales de privación económica son definidos en función al costo promedio mensual de la canasta básica de consumo (CBC) en un hogar de cuatro miembros, según los datos de cada año proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI): S/ 1212 (2014), S/ 1260 (2015) y S/ 1312 (2016).
De esta manera, por ejemplo, se puede tener distintos grados de situación económica, y habría un umbral para separar y contar a aquellos usuarios que no se encuentran en una situación de privación económica (ingresos por encima de la CBC)14. Por añadidura, también habría un umbral para contar a aquellos usuarios que sí se encuentran en una situación de privación económica. Finalmente, también se podría agregar un umbral mucho más impactante: el de usuarios que se encuentran en una situación grave de privación económica.
Como segunda línea argumentativa, aquí se sostiene que es necesario establecer comparaciones de satisfacción entre grupos o personas diferentes para identificar si existe un problema de respuestas adaptativas. Robeyns (2007), por ejemplo, ha estructurado este problema con base en una comparación entre dos grupos diferentes de personas:
En términos generales, la formación o adaptación de preferencias es el fenómeno en el cual la evaluación subjetiva del bienestar de una persona no coincide con la situación objetiva. Dos personas que se encuentran en la misma situación objetiva tendrán una evaluación subjetiva muy diferente, ya que una se siente satisfecha con pequeñas cantidades de “bienes objetivos”, mientras que la otra es mucho más exigente […] La preocupación general se centra en personas desfavorecidas que, con el tiempo, se adaptan a sus circunstancias objetivamente pobres y reportan un nivel de bienestar subjetivo que es mayor de lo que las circunstancias objetivas justifican (p. 137)15.
Por lo tanto, no solo bastaría con medir el grado de satisfacción de usuarios que se encuentran en situación de privación económica, sino que también es importante compararlos con la satisfacción manifestada de usuarios que no se encuentran en una situación de privación económica. Así, podremos estar seguros de que, en efecto, nos encontramos ante este fenómeno. Aquí se apostará por una diferencia algo amplia entre los grupos a comparar. Se elegirá a los grupos opuestos: usuarios que no se encuentran en una situación de privación económica (ingresos por encima de la CBC) frente a usuarios que se encuentran en una situación grave de privación económica (ingresos menores a la mitad de la CBC).
Tabla N.° 1. Relación y especificación de variables subjetiva y objetiva desde el concepto operativo de respuesta adaptativa inapropiada
Componente del concepto operativo de respuesta adaptativa inapropiada |
Variable de Ensusalud (2014, 2015 y 2016) |
Categorías adaptadas desde la variable en Ensusalud |
Interpretación: usuarios… |
Satisfacción, placer, etc., con una situación específica |
Satisfacción con el seguro de salud (satisfacción) |
Satisfecho |
… satisfechos |
Ni (in)satisfecho |
… indiferentes |
||
Insatisfecho |
… insatisfechos |
||
Condiciones de privación económica |
Ingresos familiares mensuales (situación económica) |
Ingresos por encima de la CBC en un hogar de cuatro miembros |
… que no se encuentran en situación de privación económica (B) |
Ingresos por debajo de la CBC en un hogar de cuatro miembros |
… que se encuentran en situación de privación económica |
||
Ingresos menores a la mitad de la CBC en un hogar de cuatro miembros |
… que se encuentran en situación grave de privación económica (A) |
Fuente: elaboración propia.
Finalmente, una tercera línea argumentativa guarda relación con la necesidad de un parámetro objetivo de bienestar (florecimiento) que confirme que una persona o grupo de personas manifiesten respuestas adaptativas que merezcan una intervención de las instituciones. Siguiendo a Khader (2011), las instituciones no se deberían encontrar en el dilema de elegir entre respetar acríticamente las preferencias adaptativas o anularlas completamente. Y es que, de acuerdo con ella, existe un error y sesgo de muchos especialistas a la hora de definir este fenómeno, que tiende a conceptualizarlo en términos cargados negativamente en todos los casos (pp. 11-13). También sucede que en algunas ocasiones quien diagnostica una preferencia adaptativa está tratando inadecuadamente las creencias y actitudes de las personas beneficiarias, como si estas fueran la causa central de su situación de privación general o específica. En otras ocasiones, el diagnóstico no repara en que muchas preferencias adaptativas pueden implicar que las personas aceptan menos de un bien con el objetivo de obtener más de otro, por lo que no podemos afirmar contundentemente que esta preferencia merezca ser intervenida. Y, en algunas ocasiones, es posible que el funcionario público o profesional del desarrollo confunda la diversidad humana con la privación al tratar preferencias atípicas como si fueran adaptativas, pese a ser compatibles con el florecimiento humano.
Este problema ocurre porque subyacen en la literatura concepciones procedimentales de la autonomía (Khader, 2009, p. 184) que agregan exigencias basadas en un ideal de autonomía sumamente rígido al concepto de preferencia adaptativa. Así, hay varias formas de concebirlas que deben ser rechazadas (Khader, 2011, pp. 13 y ss.). En primer lugar, estaría aquella conceptualización del fenómeno como déficits de autonomía; es decir, lo caracterizamos como preferencias que las personas no eligieron tener porque, por ejemplo, han sido impuestas por las condiciones sociales. El problema es que si consideramos «que […] las preferencias adaptativas no son buenas guías para las necesidades de las personas [… porque] son no elegidas, entonces […] todas las preferencias no elegidas son guías poco confiables para las necesidades […]. Pero no pensamos así» (p. 13).
En segundo lugar, si se incorpora al concepto la idea de que las personas con preferencias adaptativas carecen de información relevante, se pierde de vista que pueden existir respuestas adaptativas no informadas que pueden promover la utilidad, el florecimiento o que no generen ningún problema (Khader, 2009, p. 174). En tercer lugar, también se describe a las personas con preferencias adaptativas como individuos que se perciben como carentes de valía de sí mismas, que adolecen de una falta de concepción general de sí mismas como valiosas (Khader, 2011, p. 15). No obstante, Khader recuerda que esta falta de autoasignación de valor es más acotada que global, dado que las preferencias adaptativas afectan a las personas en ciertas dimensiones de su bienestar, pero no en términos globales. En suma, se corre el riesgo de tratar a las personas con este problema como si algo estuviera mal con ellas y como si sus capacidades de reflexión y elección estuvieran afectadas, lo que representa una forma inaceptable de paternalismo.
De esta manera, y ante todo lo dicho aquí, puede afirmarse que existen tanto respuestas adaptativas válidas (Bruckner, 2009, p. 323) como respuestas adaptativas inapropiadas (Khader, 2011, p. 20). En términos de Khader:
Hablo de “preferencias adaptativas inapropiadas” en lugar de simplemente “preferencias adaptativas”. […porque] Las personas con preferencias adaptativas toman decisiones reflexivas y se preocupan profundamente por ciertas cosas, pero las condiciones sociales a veces las han llevado a elegir y preocuparse por cosas que no son consistentes con su florecimiento [… Por lo tanto, estas preferencias] afectan a las personas de manera selectiva en lugar de globalmente y que no destruyan la autonomía respalda una visión de que las personas con preferencias adaptativas son agentes (pp. 20 y 32).
Y, como se indicó al inicio del tratamiento de esta tercera línea, cuando se alude a la existencia de respuestas que van en contra de una idea de florecimiento humano, emerge la necesidad de contar con un parámetro objetivo, externo, como parte de una teoría general del bien (Khader, 2009, p. 185). La idea es, entonces, tener una conceptualización de las preferencias adaptativas que cuente con un parámetro de florecimiento humano transcultural y deliberado. Ello debe permitir un mínimo acuerdo sobre cuáles son las necesidades humanas básicas (Khader, 2011, p. 21) o dimensiones del bienestar que ayuden a justificar la intervención preponderantemente no coercitiva sobre una preferencia inadecuada.
El propósito de contar con este tercer elemento en el proceso de identificar una respuesta adaptativa inapropiada es que se requiere de una afectación específica a una dimensión considerada como buena tanto deliberativa como transculturalmente (Khader, 2011, p. 21): una idea objetiva del bienestar. En otras palabras, denunciar como injusta a una respuesta adaptativa (para así intervenir sobre las personas que la manifiestan) solo es válido si es que esta presupone una restricción injustificada sobre una dimensión protegible del bienestar en la situación específica en la que se encuentra la persona que padece de este tipo de respuestas.
Por ello, la definición presupone la necesidad de una teoría objetiva del bienestar. Ello es así en la medida que, como Khader ha anotado, no toda respuesta adaptativa presente en una persona es injustificada/incorrecta. Y dado que esta investigación explora este fenómeno en los servicios sanitarios, este componente específico o dimensión del bienestar objetivo a elegirse es el derecho a la salud.
IV. DERECHO A LA SALUD COMO PARÁMETRO OBJETIVO Y GRADUAL DE UNA TEORÍA DEL BIENESTAR
En la actualidad, el derecho a la (protección de la) salud y a la atención médica de las personas es un principio asentado en la democracia constitucional peruana16. Este se fundamenta en disposiciones constitucionales que específicamente establecen este derecho, como es el artículo 7 de la Constitución Política del Perú (1993), que establece que «todos tienen derecho a la protección de su salud, la del medio familiar y de la comunidad, así como del deber de contribuir a su promoción y defensa». También se encuentra en disposiciones de alcance internacional reconocidas constitucionalmente como parte del derecho interno que incluirían, por ejemplo, al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Pidesc, 1976). Este consolida el derecho a la salud en su artículo 12 como el «derecho de toda persona a disfrutar del más alto nivel posible de salud física y mental».
Dos implicancias útiles para esta investigación pueden afirmarse sobre la formulación de ambas disposiciones jurídicas. En primer lugar, y en términos bastante resumidos, ambas apelan a una dimensión del bienestar. En efecto, la salud es y debe ser considerada como un bien universal, tanto con valor intrínseco como instrumental.
Ser una persona saludable es en sí mismo valioso para todos. Dado que implica una vida libre de dolor, estar saludable es bueno para una persona, pues es en sí mismo un estado de bienestar, libre de dolencias, lesiones y discapacidad (Cornejo, 2019b, p. 67). Asimismo, gozar de buena salud es una condición necesaria para realizar todo tipo de actividades valiosas y genuinamente humanas (Gostin, 2008, p. 7). Desde la triple dimensión del bienestar, Dworkin (1993) habría afirmado que los intereses biológicos son elementales porque la vida de alguien no puede ir bien (o ser peor) cuando se encuentra enferma, independientemente de que la persona lo desee (p. 98). Es por estas razones por las que las lecturas más recientes sobre la naturaleza de la salud la conceptualizan como una habilidad de segundo orden que las personas poseen para perseguir, alcanzar y satisfacer un conjunto de metas vitales (Nordenfelt, 1995, pp. 66 y 145), definición que ha sido abrazada por estudios que desarrollan las ideas de Nussbaum y Sen aplicadas al campo de la salud (Venkatampuram, 2011). De esta manera, la salud es un estado valioso para las personas, pero a la vez es útil para que puedan perseguir su concepción de la vida buena, confirmando tanto su valor intrínseco como instrumental y, por lo tanto, objetivo.
En segundo lugar, la formulación indeterminada presentada en ambas disposiciones jurídicas es compatible con la naturaleza de los derechos fundamentales como principios jurídicos. Siguiendo a Alexy (2012), estos son mandatos de optimización sujetos a las posibilidades fácticas y jurídicas, dado que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible (p. 68). Este último punto es plenamente compatible con la apelación al «más alto nivel posible de salud física y mental» mencionado por el Pidesc (1976, art. 12), que precisamente apela a una noción gradual sobre el estado de salud. Es a partir de esta graduación que uno puede determinar una necesidad de mejorar progresivamente el estado de salud de las personas. También permitiría identificar afectaciones en distintos grados (Alexy, 2002), que van desde las afectaciones o restricciones leves a extremadamente graves. Este rasgo es útil para el material de esta investigación, dado que las variables a emplear de la encuesta están categorizadas en términos graduales, sean ordinales (por ejemplo, satisfacción), discretas (por ejemplo, duración de la consulta médica) o categóricas (por ejemplo, entrega de medicamentos).
Por otro lado, el derecho a la salud puede ser desglosado, a su vez, en cuatro elementos esenciales interrelacionados: disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad. Siguiendo a Yamin (2016, pp. 109-111) y la Observación N.° 14 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (2000), el primer elemento exige que haya una cantidad adecuada de instalaciones de atención, bienes y servicios de salud. El segundo elemento exige que las instalaciones de salud, así como los bienes y servicios, sean accesibles para todos, especialmente para los grupos de la población que padecen privaciones o son marginadas. Por ejemplo, como anota Yamin (2016), «la falta de accesibilidad física debido a la distancia o al terreno difícil puede influir en los retrasos en la decisión de buscar atención médica» (p. 109). El tercer elemento, por su parte, exige que los centros asistenciales, servicios y bienes sean respetuosos de la cultura de los individuos y sus pueblos, así como éticamente apropiados. Ello incluye también que las instalaciones sean sensibles «a las necesidades de género y ciclos de vida» (p 110). Finalmente, el cuarto elemento exige que «los establecimientos, bienes y servicios de salud [sean] también apropiados desde el punto de vista científico y médico» (CDESC, 2000). La calidad de la atención sanitaria comprende, además, un tiempo adecuado para la consulta (Outomuro & Actis, 2013), dado que permite el despliegue del proceso participativo que supone la relación médico-paciente. Por ejemplo, una atención larga implica un incremento de las posibilidades de diagnosticar adecuadamente una condición de salud.
Estos cuatro elementos pueden verse reflejados en algunas variables de la encuesta que constituye el insumo central de esta investigación. Y estas variables permiten que se pueda medir un aspecto clave del concepto de respuestas adaptativas inapropiadas trabajado aquí: las restricciones injustificadas sobre una dimensión protegible de su derecho a la salud. Y en tanto estas cuatro variables (una por cada elemento) pueden ser analizadas en grados, estas dialogan adecuadamente con la teoría de los derechos de Alexy, dado que pueden verse como bienes que pueden satisfacerse o restringirse gradualmente.
Por su parte, el concepto de respuestas adaptativas trabajado en la sección anterior requiere de una situación general tanto de privación como de no privación económica, pero también de una restricción al bienestar en una situación específica, la cual puede categorizarse como una restricción injustificada sobre cada elemento del derecho a la salud. Es decir, los cuatro elementos esenciales del derecho a la salud (cada uno con una variable de Ensusalud) constituirían las subdimensiones del bienestar que formarán parte de la identificación de las respuestas adaptativas inadecuadas. Y, dado que el concepto habla de restricciones injustificadas, se escogerán resultados negativos que puedan ser leídos como vulneraciones al derecho a la salud.
Tabla N.° 2. Relación y especificación de variables de la encuesta que describan restricciones al derecho a la salud desde el concepto operativo de respuesta adaptativa inapropiada
Componente del concepto operativo de respuesta adaptativa inapropiada |
Elemento esencial del derecho a la salud a verse restringido (Observación N.° 14) |
Variable de Ensusalud (2014, 2015 y 2016) |
Interpretación: usuarios… |
Restricción injustificada sobre una dimensión protegible de su bienestar objetivo (derecho a la salud) |
Disponibilidad |
Entrega de medicamentos |
… a quienes no se le entregó ningún medicamento |
Accesibilidad |
Tiempo de llegada al establecimiento |
… que tardan más de noventa minutos en llegar al establecimiento |
|
Aceptabilidad |
Idioma hablado en el hogar |
… en cuya casa no se habla español como lengua materna |
|
Calidad |
Duración de la consulta médica |
… que tienen una consulta externa de menos de cinco minutos |
Fuente: elaboración propia.
Así, en primer lugar, para reflejar el elemento de disponibilidad se ha optado por elegir la variable que pregunta a los usuarios por la entrega de medicamentos luego de la consulta médica. Y, dentro de esta variable, se escogerá a aquellos usuarios que no recibieron ningún medicamento en la farmacia del establecimiento. Por su parte, en segundo lugar, para indicar el elemento accesibilidad se ha optado por un tipo específico de esta; a saber, la accesibilidad física. Como afirma el CDESC (2000), esta indica que «los establecimientos, bienes y servicios de salud deberán estar al alcance geográfico de todos los sectores de la población» (§ 12). Ello se verá reflejado en la variable que calcula el tiempo que las personas tardan en llegar desde su lugar de residencia hasta el centro asistencial. Y, en esta variable, se escogerá a aquellos usuarios que tardaron más de noventa minutos en llegar al establecimiento de salud.
En tercer lugar, para revelar el elemento de aceptabilidad, se considera la variable que indaga sobre el idioma hablado en el hogar. Es importante tomar en cuenta la restricción al derecho a la salud que supone recurrir a un servicio de salud ofrecido un idioma distinto del materno. En ese sentido, dentro de esta variable, se escogerá a aquellos usuarios en cuyos hogares no se habla español como lengua materna.
Finalmente, en cuarto lugar, para señalar el elemento de calidad, se considerará el tiempo que dura la consulta médica de cada usuario encuestado. Y, en esta variable, se seleccionará a aquellos usuarios que tienen una consulta menor de cinco minutos.
Lo que viene a continuación será la discusión de los resultados de este trabajo, con base en lo operativizado previamente.
V. RESPUESTAS ADAPTATIVAS INAPROPIADAS EN EL SISTEMA DE SALUD PERUANO: DISCUSIÓN DE RESULTADOS
En las dos secciones anteriores se ha llegado a justificar la inclusión de cada una de las variables de la encuesta Ensusalud (2014, 2015 y 2016) a la luz del concepto de respuesta adaptativa inapropiada ofrecido y sustentado aquí. Estas variables conformarán la puesta evidencia que se pretende en esta investigación sobre las respuestas adaptativas inapropiadas en el sistema de salud peruano. La pregunta central que determinará la presente sección será la siguiente: ¿existe una mayor satisfacción con su seguro de salud por parte de aquellos usuarios que se encuentran en situación grave de privación económica (A) frente a aquellos usuarios que no se encuentran en situación de privación económica (B), ello en tanto ambos grupos hayan padecido una misma restricción a su derecho a la salud en cada uno de sus elementos esenciales?
El ejercicio de esta investigación ha implicado la realización de doce pruebas para comparaciones de proporciones y análisis de datos17: una por cada uno de los cuatro elementos del derecho a la salud y por cada año de las encuestas. Se concluye que la pregunta de investigación se encuentra preponderantemente respondida de manera afirmativa: sí existen diferencias significativas entre la satisfacción con su seguro de salud de usuarios que se encuentran en situación grave de privación económica frente a usuarios que no se encuentran en situación de privación económica, pese a padecer el mismo tipo de restricción a su derecho a la salud.
De estas doce pruebas, solo una no ha obtenido el mínimo de significancia requerida (p < 0.15), situada en el análisis del componente aceptabilidad para el año 2016, mientras que otra se ha ubicado dentro de este mínimo. Cinco se han encontrado dentro del estándar principal (p < 0.05) y cinco han obtenido un nivel de significancia mucho mayor del estándar (p < 0.01). En conclusión, se ha encontrado significancia estadística en once de doce comparaciones realizadas.
Tabla N.° 3. Elemento del derecho a la salud: disponibilidad
Grado de restricción: no recibieron ningún medicamento en la farmacia del establecimiento |
||||||
Usuarios con nivel de ingresos familiares > CBC |
||||||
Satisfacción general |
2014** |
2015* |
2016*** |
|||
n |
% |
n |
% |
n |
% |
|
Satisfecho |
26 |
35 |
33 |
37 |
67 |
54 |
Ni (in)satisfecho |
27 |
36 |
29 |
33 |
31 |
25 |
Insatisfecho |
22 |
29 |
27 |
30 |
27 |
22 |
Usuarios con nivel de ingresos familiares < ½ CBC |
||||||
Satisfecho |
37 |
47 (+12) |
35 |
45 (+8) |
49 |
72 (+18) |
Ni (in)satisfecho |
24 |
31 |
20 |
26 |
11 |
16 |
Insatisfecho |
17 |
22 |
23 |
29 |
8 |
12 |
Resultado de la prueba para comparaciones de proporciones: *p < 0.15, **p < 0.05, ***p < 0.01 |
Fuente: elaboración propia con base en Ensusalud (2014, 2015, 2016).
Con relación al elemento de disponibilidad, se puede apreciar que a lo largo de los tres años de realización de la encuesta las diferencias entre los grupos comparados se sitúan a partir del 8 %. Es el año 2016 el que exhibe una mayor distancia —a saber, de 18 %— entre los grupos de usuarios. Aunque la muestra es pequeña en todos los grupos, vale resaltar que dos de las tres comparaciones para este componente del derecho a la salud han obtenido resultados bastante significativos. La pregunta de investigación con relación a este componente tendría una respuesta afirmativa.
Lo recién indicado parecería confirmar que, con relación al acceso de medicamentos, no se está ante un problema estructural, inclusive si se mira que los grupos de usuarios no difieren sustancialmente en cuanto a la cantidad. Sin embargo, un estudio sobre el tema (Mezones et al., 2016, p. 210) encontró que alrededor de la mitad de los usuarios del sistema público de salud (Minsa-GR) había tenido un acceso inadecuado a medicamentos durante 2014. Esta distancia también existe si se compara el grupo con mayor desventaja económica frente a los mejor situados económicamente. En esta investigación solo se hace una comparación ante el peor escenario (no recibir ningún medicamento), de allí el tamaño más pequeño de las observaciones.
El acceso a medicamentos es uno de los aspectos más importantes para afirmar logros desde el derecho a la salud. La Observación N.° 14 del CESCR (2000, num. 12) ha enfatizado la importancia de que cada Estado disponga de todo lo requerido por el Programa de Acción sobre medicamentos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Hay una importante preocupación por abordar el insuficiente acceso efectivo a medicamentos en el Perú (Mezones et al., 2016, p. 206), así como el problema y la amenaza de la captura corporativa del mercado farmacológico peruano (Durand et al., 2021, pp. 107 y ss.). La preocupación por este asunto pasa por reconocer la inequidad en la distribución de recursos en salud y su foco en las personas con mayores desventajas en clave de una teoría redistributiva de la justicia (Norheim & Asada, 2009). No obstante, un sistema sanitario que muestra una importante preocupación por la satisfacción puede concentrar algo más sus esfuerzos en proveer de medicamentos a los ciudadanos que de por sí ya cuentan con una posición de ventaja.
Esta hipótesis no es descabellada, considerando que han sido parcialmente verificadas en otro servicio público: el sistema de justicia. Estudios en América Latina muestran evidencia de que las decisiones jurisdiccionales no enfocadas preponderantemente desde una teoría redistributiva de la salud pueden reflejar y mantener las desigualdades en el acceso a medicamentos (Sulpino & Zucchi, 2007; Yamin & Gloppen, 2013, pp. 361 y ss.). Esto se debe a que las personas que suelen reclamar, sostener y obtener victorias judiciales son aquellas no mal situadas económicamente, lo que aumenta el riesgo de distorsiones en el uso del presupuesto sanitario para la adquisición y distribución de medicamentos.
Tabla N.° 4. Elemento del derecho a la salud: accesibilidad18
Grado de restricción: tiempo para llegar al establecimiento > noventa minutos |
||||||
Usuarios con nivel de ingresos familiares > CBC |
||||||
Satisfacción general |
2014** |
2015*** |
2016** |
|||
n |
% |
n |
% |
n |
% |
|
Satisfecho |
149 |
53 |
146 |
50 |
239 |
59 |
Ni (in)satisfecho |
75 |
27 |
92 |
31 |
104 |
26 |
Insatisfecho |
55 |
20 |
56 |
19 |
59 |
15 |
Usuarios con nivel de ingresos familiares < ½ CBC |
||||||
Satisfecho |
169 |
62 (+9) |
175 |
69 (+19) |
197 |
67 (+8) |
Ni (in)satisfecho |
70 |
26 |
54 |
21 |
74 |
25 |
Insatisfecho |
33 |
12 |
25 |
10 |
22 |
08 |
Resultado de la prueba para comparaciones de proporciones: **p < 0.05, ***p < 0.01 |
Fuente: elaboración propia con base en Ensusalud (2014, 2015, 2016).
Con relación al elemento de accesibilidad analizado en esta investigación, se puede apreciar que a lo largo de los tres años de realización de la encuesta las diferencias entre los grupos comparados se sitúan también a partir del 8 %, como en el componente anteriormente analizado. Es el año 2015 el que exhibe una mayor distancia —a saber, de 19 %— entre los grupos de usuarios. La muestra es mayor que en el anterior caso y todas las comparaciones realizadas se sitúan dentro del estándar aceptable, por lo que la pregunta de investigación también se encontraría afirmativamente respondida.
La accesibilidad física como componente de un derecho social para brindar servicios públicos es un asunto que, desde el campo jurídico, ha venido recibiendo atención en el Perú. Asimismo, se ha observado (San Giorgi, 2012, p. 59; Tobin, 2012, pp. 168-169) que existen importantes diferencias en el acceso geográfico en varios países, diferenciadas fuertemente entre lo urbano y rural; así como en la distribución de profesionales de la salud, cuestiones que han sido enfatizadas por el CESCR.
Tabla N.° 5. Elemento del derecho a la salud: aceptabilidad
Grado de restricción: no se habla español en el hogar |
||||||
Usuarios con nivel de ingresos familiares > CBC |
||||||
Satisfacción general |
2014** |
2015*** |
2016 |
|||
n |
% |
n |
% |
n |
% |
|
Satisfecho |
19 |
49 |
25 |
54 |
27 |
66 |
Ni (in)satisfecho |
13 |
33 |
10 |
22 |
9 |
22 |
Insatisfecho |
7 |
18 |
11 |
24 |
5 |
12 |
Usuarios con nivel de ingresos familiares < ½ CBC |
||||||
Satisfecho |
151 |
59 (+10) |
162 |
71 (+17) |
106 |
59 (-7) |
Ni (in)satisfecho |
59 |
23 |
49 |
21 |
58 |
32 |
Insatisfecho |
44 |
17 |
17 |
07 |
15 |
08 |
Resultado de la prueba para comparaciones de proporciones: **p < 0.05, ***p < 0.01 |
Fuente: elaboración propia con base en Ensusalud (2014, 2015, 2016).
Sobre el elemento de aceptabilidad, lo más importante que se puede apreciar, en primer lugar, es que no se han encontrado diferencias significativas entre los grupos de usuarios comparados para el año 201619, aunque las diferencias de proporciones en 2014 y 2015 son sólidamente significativas. Asimismo, a lo largo de los dos años comparables de la encuesta, se aprecia que la menor diferencia entre usuarios satisfechos en función al nivel de ingresos es de 10 % (2014); mientras que la mayor diferencia es de 17 % (2015), un rango similar al que se ha encontrado en los otros dos componentes ya analizados. La pregunta de investigación con relación a este componente tendría entonces una respuesta afirmativa, pero no tan extendida temporalmente como en los otros componentes analizados. Este es, pues, el componente analizado con resultados menos robustos.
Un dato interesante a observar, distintivo para este componente, es la diferencia entre usuarios según su nivel de ingresos. Mientras que la cantidad de usuarios sin ventajas económicas para el año 2014 y 2015 es de 19 y 25, los que poseen grandes desventajas económicas son 151 y 162, respectivamente, diferencia que no se aprecia en los otros componentes. Este hallazgo, que muestra un gran contraste entre el número de usuarios con muy pocos y razonables ingresos, es compatible con investigaciones en materia de pobreza y desigualdad que muestran las relaciones entre el nivel económico y la etnicidad en el Perú (Thorp & Paredes, 2011, pp. 71 y ss.); es decir, que la pobreza en el Perú también tiene rostro indígena.
Finalmente, los resultados anotados aquí difieren de otros estudios, lo que invita a mirar estos resultados con cautela. Por ejemplo, hay evidencia de que «vivir en aglomeraciones poblacionales […], como las ciudades, padecer una enfermedad crónica y tener una lengua nativa como […] materna se asocia a una menor satisfacción […] en establecimientos de salud» (Hernández-Vásquez et al., 2019, p. 627). Lamentablemente, las encuestas analizadas en esta investigación no poseen una preocupación por conocer más detalles sobre la etnicidad y los servicios de salud, así como su relación con la satisfacción.
Tabla N.° 6. Elemento del derecho a la salud: calidad
Grado de restricción: duración de consulta < cinco minutos |
||||||
Usuarios con nivel de ingresos familiares > CBC |
||||||
Satisfacción general |
2014*** |
2015*** |
2016** |
|||
n |
% |
n |
% |
n |
% |
|
Satisfecho |
51 |
37 |
30 |
41 |
65 |
46 |
Ni (in)satisfecho |
33 |
24 |
21 |
28 |
37 |
26 |
Insatisfecho |
55 |
4 |
23 |
31 |
37 |
27 |
Usuarios con nivel de ingresos familiares < ½ CBC |
||||||
Satisfecho |
29 |
59 (+22) |
30 |
62 (+21) |
27 |
63 (+17) |
Ni (in)satisfecho |
13 |
27 |
10 |
21 |
10 |
23 |
Insatisfecho |
7 |
14 |
8 |
17 |
6 |
14 |
Resultado de la prueba para comparaciones de proporciones: **p < 0.05, ***p < 0.01 |
Fuente: elaboración propia con base en Ensusalud (2014, 2015, 2016).
El análisis del elemento calidad del derecho a la salud en esta investigación es el que ofrece resultados más robustos. Dos de las pruebas han sido superlativamente significativas (p < 0.01), por lo que la respuesta a la pregunta de investigación sería afirmativa. Asimismo, el rango de diferencias de la proporción usuarios satisfechos en función a su nivel de ingresos es, en términos generales, mayor respecto de los resultados en los otros componentes; y mientras que la menor diferencia es del 17 %, la mayor diferencia asciende hasta 22 %.
Por cierto, la OMS (2014, pp. 25 y 29), así como varios estudios, han recomendado que una consulta médica debe durar alrededor veinte minutos (Outomuro & Actis, 2013, p. 361)20. Pese a este estándar mínimo de calidad de la atención en salud, un estudio que analizó los datos de sesenta y siete países (Irving et al., 2017) encontró que la duración de las consultas médicas oscila desde los cuarenta y ocho segundos en Bangladesh hasta los veintitrés minutos en Suecia. Un total de dieciocho países analizados, que agrupan al 50 % de la población global, tuvieron consultas médicas iguales o menores a cinco minutos. Perú ocuparía el puesto once de todos los países analizados (p. 11), con una media de quince-veinte minutos por consulta médica.
De lo indicado hasta aquí, parece que puede afirmarse que el problema de calidad de la consulta médica, medida en términos de duración de la consulta, es un problema de salud global seguramente motivado por la expansión de los servicios de salud sobre la población, ejerciendo presión sobre la calidad de la consulta médica. Pese a ello, existirían fuertes indicios de respuestas adaptativas en cuanto a este componente y a la variable del derecho a la salud, sobre todo si consideramos que la evaluación de este componente ha sido a partir de aquellos que registran una duración menor al 25 % del estándar internacional.
VI. REFLEXIONES FINALES
La presente investigación ha significado un modesto aporte a la discusión sobre las respuestas adaptativas, aplicado en el ámbito de la salud. El resultado de esta investigación ha sido encontrar que, en efecto, existe una diferencia en la satisfacción con su seguro de salud entre las personas que no padecen privaciones económicas frente a aquellos que sí enfrentan graves privaciones, pese a sufrir una misma gran afectación a su derecho a la salud. Según el análisis, las personas sin privaciones mostrarían menos satisfacción o, en otros términos, penalizarían más a su seguro de salud que las personas con graves desventajas económicas.
Esto es compatible con otros recientes hallazgos, que siguen sumando evidencia a la tesis de que el nivel de privación económica impacta en el grado de satisfacción con los servicios de salud (Cavero et al., 2022, p. 87). Estos hallazgos no son a escala nacional y no tienen las precisiones conceptuales elaboradas en este trabajo, pero apuntan en la misma dirección. Investigaciones anteriores han anotado que, a la hora de diseñar instrumentos que midan la satisfacción, debe tomarse en cuenta la estructura y el contexto del sistema de salud (Crow et al., 2002), que la medición se ve influenciada por factores como la disponibilidad de un bien o servicio de salud (Barriga-Chambi et al., 2022, p. 416), y el peso de la calidad de vida y el nivel socioeconómico (Pacífico & Gutiérrez, 2015, p. 68). En suma, y como se ha anotado también atrás, los factores sociales (como el nivel de privación económica) no han sido parte central en la mayoría de estudios sobre la satisfacción de los usuarios de los servicios de salud en el Perú.
Un punto adicional de los hallazgos de este trabajo debe destacarse, y es que, si bien las diferencias de satisfacción entre ambos grupos no son amplias en todos los supuestos, reflejan que las respuestas adaptativas inapropiadas existen inclusive ante restricciones no críticas al derecho a la salud y cuando las diferencias de privación entre las personas no son tan pronunciadas. Por un lado, no todas las restricciones al derecho a la salud tomadas aquí (por ejemplo, la duración de consulta médica) pueden ser calificadas como muy graves si consideramos que no necesariamente comprometen íntegramente la salud de las personas ni otros derechos conexos tan o más importantes, como el derecho a la vida (CEC, 2022, p. 15). Y, por otro lado, porque las diferencias en el nivel de privación económica tampoco son tan pronunciadas, dado que se compara a personas con muchas privaciones con aquellas que apenas no se encuentran en situación de pobreza. Es posible que las respuestas adaptativas de personas ante restricciones muy graves de un derecho y ante una mayor diferencia de ingresos puedan indicar una mayor diferencia de satisfacción. Indagar sobre este punto requeriría la construcción de una base de datos más refinada para obtener resultados significativos con suficientes observaciones, algo que desborda el alcance de esta investigación.
Por otro lado, la consecuencia más clara del hallazgo de este trabajo es que aporta evidencia a favor del temor discutido sobre los límites de la satisfacción como criterio para una teoría de la justicia adecuada para la evaluación de políticas públicas y sociales (Pereira, 2007; Nussbaum, 2012). Ello se apreciaría en el presente estudio en tanto los resultados de la encuesta, vistos preponderantemente desde la satisfacción, podrían motivar a los tomadores de decisiones en salud a postergar u otorgar menos peso a las mejoras del derecho a la salud del grupo en situación de mayor desventaja económica. A su vez, ello se debería a que son quienes muestran mayores niveles de satisfacción con su seguro de salud y, por lo tanto, no sufrirían como otros grupos, pese a que puedan estar padeciendo restricciones evitables y violaciones a su derecho a la salud.
Aunque se debe admitir que el criterio de satisfacción, como ha sido mencionado atrás, sí posee cierta relevancia en la evaluación del desempeño, la política sanitaria depende constantemente de diagnósticos sobre la situación del trato a los usuarios de los centros de salud y la satisfacción es una importante dimensión de calidad de los servicios. Pero a esta tesis se le podría agregar una adicional: que la detección de respuestas adaptativas puede verse como una herramienta para detectar los límites de la satisfacción y también como un complemento de esta.
Es lamentable, de todas formas, que la encuesta haya sido descontinuada luego de llevarse a cabo por tres años seguidos. Fue el único instrumento a nivel nacional para el sistema de salud que permitía explorar diversos aspectos importantes de su servicio a partir de las opiniones de sus propios usuarios. Tampoco parece ser un desenlace que debería sorprender si se considera no solo la crítica trabajada aquí, sino todas las que se han planteado contra el utilitarismo de la satisfacción de las preferencias. De hecho, puede ser una de las tantas razones para explicar por qué no contamos más con este instrumento.
Sin embargo, es importante que el diagnóstico del sistema sanitario se aborde preponderante y constitutivamente desde un enfoque de derechos, en donde el usuario es, ante todo, un ciudadano con derechos y no un simple consumidor con preferencias que satisfacer (Yamin, 2016, p. 105). Ello podría efectuarse con una encuesta que, si bien incorpore variables que indaguen sobre la satisfacción de los usuarios, también incluya muchas otras variables por cada uno de los elementos esenciales del derecho a la salud. Al fin y al cabo, es un estándar progresivo, universalmente aceptado y que puede ser especificado en función a los contextos de cada sociedad y los estándares de la práctica sanitaria. De esa forma, el criterio de utilitarista no sería rechazado del todo y ocuparía el debido lugar que suele asignársele en el campo bioético como un principio importante, pero complementario y restringido por el principio de dignidad.
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Observación General N.° 14. El derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental (Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales [CESCR] de la ONU, 11 de agosto de 2000). Ginebra. https://www.acnur.org/fileadmin/Documentos/BDL/2001/1451.pdf
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Asamblea General de la ONU, 16 de diciembre de 1966).
Recibido: 25/10/2023
Aprobado: 09/04/2024
1 Énfasis añadido.
2 Énfasis añadido.
3 Énfasis añadido.
4 Énfasis añadido.
5 Sobre este trasfondo, y en términos más abstractos, desde el liberalismo igualitario de Rawls (2010): «el sistema social forja los deseos y aspiraciones que sus ciudadanos llegan a tener, y también determina, en parte, la clase de personas que quieren ser, y la clase de personas que son. Así, un sistema económico no es sólo un mecanismo institucional para satisfacer los deseos y las necesidades, sino un modo de crear y de adaptar los deseos futuros. El cómo los hombres trabajan en conjunto para satisfacer sus deseos presentes afecta los deseos que tendrán después, la clase de personas que serán» (p. 244).
6 Énfasis añadido.
7 Énfasis añadido.
8 Como narra y concluye Nussbaum (2001), a propósito de una encuesta sobre el estado de salud realizada en la India con posterioridad a la gran hambruna de la mitad del siglo XX (incluyendo entre los encuestados a viudos y viudas): «Entre los primeros [los viudos], un 45.6% calificó su salud como “enferma” o “indiferente”. Solo un 2.5% de las viudas hicieron tal juicio, y ninguna de ellas calificó su salud como “indiferente” (como señala Sen, una categoría más subjetiva que “enferma”). Esto contrastaba notablemente con su situación real, dado que las viudas tienden a ser un grupo particularmente desfavorecido en términos de salud básica y nutrición. Sen concluye: “La aceptación silenciosa de la privación y el mal destino afecta la magnitud de la insatisfacción generada, y el cálculo utilitario otorga santidad a esa distorsión”. Y también se puede hacer una observación en sentido contrario: las personas privilegiadas se acostumbran a ser mimadas y cuidadas, y pueden sentir un nivel inusualmente alto de descontento cuando la persona que los mimaba ya no está. Sen concluye que esto hace que la utilidad [subjetiva] sea bastante inadecuada como base para la elección social» (p. 80). Énfasis añadido.
9 Trabajadores y trabajadores asistenciales del Programa de Atención Domiciliaria (Padomi) del EsSalud enfrentan este problema y el contraste de actitudes de los usuarios en función a su nivel socioeconómico. Padomi es un programa de atención domiciliaria destinado preponderantemente a adultos mayores y personas con discapacidades. El mayor despliegue de este servicio se encuentra en la ciudad de Lima, la más habitada del país (con alrededor de diez millones de habitantes). Los grandes contrastes que existen en la ciudad permiten a los trabajadores experimentar con usuarios de todos los niveles socioeconómicos. Mientras que los usuarios de los distritos más pudientes pueden reaccionar vehementemente por una tardanza de no más de quince minutos, los usuarios de las zonas más excluidas de la ciudad reciben al personal con mucha alegría, ofreciéndoles hasta sus propias porciones de carne del almuerzo como forma de agradecimiento por la visita. Agradezco a Blanca Rosales, funcionaria del EsSalud, por compartir y discutir sobre estas experiencias durante la Semana de la Calidad en EsSalud del año 2022. Sin duda, comprender y explicar estos hechos de manera mucho más exhaustiva, desde las propias experiencias narradas por los actores, aportaría muchísimo al esclarecimiento y la comprensión detallada de las respuestas adaptativas en el campo de la salud. En esta investigación, no obstante, y como se indicó al inicio, el objetivo es solo un pequeño aporte y reflexión que dé cuenta de indicios sobre la existencia de este problema a partir de un instrumento (Ensusalud) que posee sus propias limitaciones y ventajas.
10 Énfasis añadido.
11 De acuerdo con Khader (2011), habría tres razones para necesitar una definición explícita (pp. 8, 10 y 13). En primer lugar, porque carecemos de claridad conceptual sobre lo que es este tipo de fenómeno, considerando que, por ejemplo, ni Elster, ni Sen, ni Nussbaum poseen una definición similar (Khader, 2009, p. 171). En segundo lugar, es probable que especialistas en políticas y en desarrollo identifiquen las preferencias adaptativas de manera sesgada por sus intuiciones personales si es que no se cuenta con una definición explícita. Finalmente, en tercer lugar, porque sin una definición clara, y tomando en cuenta el sesgo anterior, es posible que las personas caracterizadas con este problema sean tratadas presuntivamente como sujetos no capaces de tomar decisiones sobre algunos ámbitos de sus vidas; es decir, una forma dura de paternalismo (Cornejo, 2020, p. 236) y, por lo tanto, algo inaceptable.
12 Algunas caracterizaciones de hechos, conductas, relaciones sociales o fenómenos requieren que se separen a) las cuestiones conceptuales que las describan y definan b) de las cuestiones de justificación o evaluación. Considérese el caso de la eutanasia (De Lora & Gascón, 2008, p. 232) o el del paternalismo (Cornejo, 2019a), que en una democracia constitucional como la peruana admite supuestos tanto justificados como injustificados, por lo que es posible y necesario contar con un concepto para identificar ambos actos y luego contar con una herramienta para determinar su justificación en casos concretos. Por su parte, fenómenos que no requieren de una separación entre su conceptualización y justificación o evaluación serían los de asesinato, discriminación o terrorismo, entre otros.
13 Como anota Pereira (2007), «en los contextos de pobreza extrema, la disonancia surge entre elementos cognitivos que entran en contradicción con lo que la cultura local impone; por lo tanto, en entornos que se constituyen como reproductivos de la marginalidad, será disonante el aspirar a una modificación sustancial de la situación. En estos casos, una posible estrategia de superación de la pobreza debería intentar modificar el contexto cultural. Otro posible caso de disonancia en personas afectadas por pobreza extrema surge de la experiencia pasada; el fracaso sistemático en los intentos por superar la situación de pobreza genera una disonancia que los afectados buscarán reducir anulando y degradando las vías de superación. Estos dos aspectos se refuerzan mutuamente configurando una estructura muy sólida de resistencia a cambios que puedan afectar su situación» (p. 146).
14 Como anotan Aramburú y Rodríguez (2011): «el indicador más utilizado es el de pobreza monetaria, y se mide por el nivel de gasto de los hogares en relación con el costo de una canasta básica de consumo de bienes y servicios básicos (CBC). La línea de pobreza (LP) se define como el costo de esta CBC» (p. 15).
15 Énfasis añadido.
16 Aunque distinto es el nivel de implementación y genuina universalización de este derecho. Para más información, véase el relativamente reciente trabajo de Durand et al. (2020).
17 Específicamente, se realizan pruebas de muestras independientes para comparaciones de proporciones, así como análisis e interpretación de datos categóricos y continuos/discretos. Todas las pruebas estadísticas son unilaterales y adoptan un nivel de significancia de p < 0.05, aunque se aceptará hasta un nivel de p < 0.15, dado que es el tope aceptable dentro de las investigaciones cuantitativas en ciencias sociales y porque una de las variables (la principal) a trabajar es de índole subjetiva (satisfacción con el seguro de salud). Las pruebas de muestras independientes para comparaciones de proporciones sirven para determinar si existen diferencias entre la proporción de dos grupos de elementos de una muestra. Lo que hacen estas pruebas es comparar las diferencias de proporciones en dos grupos independientes, como el grupo que tiene graves privaciones económicas (A) y el grupo que no se encuentra en una situación de privación económica (B). Luego, la misma prueba determina si las diferencias que se observan en esas proporciones son estadísticamente significativas; es decir, si son lo suficientemente grandes como para considerarlas como resultados reales y no simples fluctuaciones aleatorias o casualidades. El estándar de significancia estadística por antonomasia, denominado usualmente como «p-valor» o «valor p», es que la probabilidad de que sea una fluctuación aleatoria sea menor a 0.05. Finalmente, la prueba es unilateral, en el sentido de que va en una sola dirección (A > B): se busca demostrar que la proporción de un grupo (A) es mayor que la del otro grupo (B). Sería bilateral si, por ejemplo, solo se buscara demostrar que las proporciones son diferentes (A ≠ B), pero no en algún sentido en particular.
18 Algo importante de mencionar es que, en las encuestas de 2014 y 2015, los encuestados que tardaron más de noventa minutos en llegar al establecimiento de salud desde su residencia incluyen a aquellos usuarios que viven en el mismo departamento, así como a los que no residen en el mismo departamento ni provincia del centro asistencial. Este último grupo lo conforman los usuarios referidos; es decir, que son atendidos en establecimientos en donde no residen y, por lo tanto, en donde no se encuentran adscritos por defecto. No obstante, para el año 2016 la encuesta estableció una división entre usuarios no referidos y usuarios referidos, siendo que a estos últimos la pregunta sobre el tiempo empleado para llegar se les hizo ya no en función a su lugar de residencia, sino al lugar en donde se encontraban hospedados, impidiendo la posibilidad de realizar una comparación adecuada con los resultados de los dos años anteriores. Lo que se ha hecho en esta investigación para permitir la comparación en los tres años de encuestas es asignar a todos los usuarios referidos de 2016 la media ponderada del tiempo empleado para llegar al establecimiento de los usuarios referidos de 2014 y 2015.
19 Lo que se puede apreciar a primera vista es que el resultado es inverso al encontrado en los años 2014 y 2015. Para confirmar si realmente la proporción de personas satisfechas y sin desventaja económica es mayor a las que sí tienen grandes desventajas, se invirtió la prueba unilateral de este estudio. Los resultados no obtuvieron la significancia necesaria; por lo tanto, tampoco se puede afirmar que la proporción de personas satisfechas sin desventaja económica fueron mayores que la del otro grupo.
20 El tiempo de atención no siempre debe ser valorado igualmente. Mientras que para una consulta médica es razonable que un mayor tiempo sea un buen indicador de calidad, esto no aplicaría para el momento de dispensar los medicamentos en la farmacia del establecimiento, en donde una pronta atención debería significar una mejora de calidad. Existen estudios en el Perú en donde se ha constatado que existe una relación inversa entre el tiempo de espera para recibir los medicamentos en farmacia y la satisfacción de los usuarios (Gutierrez et al., 2009, p. 63).
* El presente artículo fue realizado con el apoyo del Centro de Investigación, Capacitación y Asesoría Jurídica (Cicaj) del Departamento de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Asimismo, agradezco a las y los integrantes del Grupo de Investigación sobre Teorías de la Justicia y Derecho (Grijus) de la PUCP —Noemí Ancí, Enrique Sotomayor, Betzabé Marciani, Denisse Paucar, Uber López y Andrey Chambi— por la revisión y discusión de un borrador del artículo. Agradezco también a Ana María Montañez, Rubén Ormeño, Maribel Castillo, Aldo Vivar y Segundo Cruz por conversar sobre esta investigación en las sesiones de discusión formales e informales del grupo de Justicia, Derecho y Bioética del Grijus en la PUCP.
** Profesor de la PUCP, de la Universidad Peruana Cayetano Heredia (Perú) y de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (Perú). Tutor de la Maestría en Derecho con mención en Política Jurisdiccional de la PUCP. Miembro del Grijus. Abogado y magíster en Desarrollo Humano por la PUCP, cuenta con estudios en Estadística Aplicada por la misma casa de estudios.
Código ORCID: 0000-0003-3419-5822. Correo electrónico: lcornejo@pucp.edu.pe
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