La protección del medio ambiente: problemática actual y retos pendientes


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https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.001

Calistenia constitucional: una futura integración del Acuerdo de Escazú con el derecho constitucional peruano*

Constitutional Calisthenics: A Future Integration of the Escazu Agreement with Peruvian Constitutional Law

César Gamboa Balbín**

Universidad de Salamanca (España)


Resumen: El presente artículo analiza las implicancias constitucionales de la futura vigencia del Acuerdo de Escazú (Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe) en el ordenamiento jurídico peruano. En segundo lugar, este artículo analiza si existe una consistencia entre el contenido de este tratado regional de derechos procedimentales ambientales y lo preceptuado por la Constitución del Perú. Ello implica analizar una serie de principios constitucionales asociados a la Constitución Ecológica, el principio de sostenibilidad, el derecho fundamental a gozar de un ambiente sano y el diseño constitucional de las tareas ambientales estatales.

Por medio de un análisis documentario de fuentes normativas, jurisprudenciales y doctrinarias en materia ambiental, se describen los derechos procedimentales ambientales y se analiza su consistencia a nivel de la regulación constitucional con otros bienes constitucionales, como las libertades económicas.

Finalmente, el Perú afronta diversos retos políticos para mejorar la gestión pública de sus recursos naturales y con ello definir su propio modelo de democracia ambiental. En ese sentido, el Acuerdo de Escazú representa tanto un reto como una oportunidad para dotar de mayor legitimidad el planeamiento de las decisiones públicas sobre los ecosistemas y el uso de los recursos naturales, y con ello evitar una posible afectación al derecho fundamental al ambiente sano.

Palabras clave: Derechos ambientales, Constitución Ecológica, desarrollo sostenible, participación ciudadana, acceso a la información, acceso a la justicia, defensores ambientales

Abstract: This article analyzes the constitutional implications of the future validity of the Escazú Agreement (Regional Agreement on Access to Information, Public Participation and Access to Justice in Environmental Matters in Latin America and the Caribbean) in the legal Peruvian system. Second, this article analyzes whether there is consistency between the content of this regional treaty on environmental procedural rights and what is prescribed by the Constitution of Peru. This implies analyzing a series of constitutional principles associated with the Ecological Constitution, the principle of sustainability, the fundamental right to enjoy a healthy environment and the constitutional design of state environmental tasks.

Through a documentary analysis of normative, jurisprudential and doctrinal sources on environmental matters, environmental procedural rights are described and their consistency at the level of constitutional regulation with other constitutional goods, such as economic freedoms, is analyzed.

Finally, Peru faces various political challenges to improve the public management of its natural resources and thereby define its own model of environmental democracy. In this sense, the Escazú Agreement represents a challenge as well as an opportunity to give greater legitimacy to the planning of public decisions on ecosystems and the use of natural resources, and thereby avoid a possible impact on the fundamental right to a healthy environment.

Keywords: Environmental rights, Ecological Constitution, sustainable development, citizen participation, access to information, access to justice, environmental defenders

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. ANTECEDENTES Y CONTEXTO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- III. LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- III.1. CONCEPTO DEL DERECHO A UN AMBIENTE SANO.- III.2. DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- IV. PERFECCIONANDO EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA DEL PERÚ.- IV.1. CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA «A LA COLOMBIANA».- IV.2. CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA «A LA PERUANA».- V. DISOLVIENDO LAS TENSIONES DEL PRINCIPIO DE DESARROLLO SOSTENIBLE EN PERÚ.- V.1. EL ANTROPOCENTRISMO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- V.2. EL DESARROLLO SOSTENIBLE EN EL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VI. COMPLETANDO EL DERECHO FUNDAMENTAL AMBIENTAL CON LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- VI.1. DERECHOS PROCEDIMENTALES AMBIENTALES.- VI.2. EFECTOS MATERIALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VI.3. EFECTOS FORMALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ.- VII. GUIANDO LAS OBLIGACIONES ESTATALES AMBIENTALES.- VII.1. MARCO DE LAS OBLIGACIONES AMBIENTALES.- VII.2. OBLIGACIONES AMBIENTALES CONSTITUCIONALIZADAS EN IRRADIACIÓN.- VII.3. DESAFÍOS DE LA IMPLEMENTACIÓN DE LAS OBLIGACIONES AMBIENTALES CONSTITUCIONALIZADAS.- VIII. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

El presente artículo tiene como objetivo aclarar algunas críticas esbozadas en el campo constitucional contra los derechos procedimentales ambientales o «derechos de acceso ambiental», expresadas en el rechazo a la aprobación legislativa del Acuerdo de Escazú (ONU, 2018) en Perú.

El Acuerdo de Escazú es un convenio regional de derechos humanos ambientales que permite la emergencia de los derechos procedimentales ambientales. Su posible repercusión en los países está relacionada a fortalecer el Estado de derecho ambiental y la democracia ambiental, solucionar los conflictos socioambientales y mejorar la gestión pública ambiental (Ferrucci, 2019), además de hacerle frente a la crisis climática con ciudadanos más empoderados, más información y mejores armas legales para ejercer el derecho a un ambiente sano.

El Acuerdo de Escazú es importante porque los derechos procedimentales ambientales tienen un efecto positivo en la lucha climática e intentan equilibrar la relación ser humano-naturaleza. Asimismo, una mayor promoción de las actividades extractivas producto de la reactivación económica y los efectos de la guerra con Ucrania, el uso de técnicas riesgosas como el fracking o actividades mineras en los fondos marinos (Willaert, 2020), harán necesario resguardar la naturaleza y los derechos de los ciudadanos.

Ciertamente, nos encontramos en un contexto álgido socialmente y de incertidumbre política. El último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático ha señalado que el tipping point se ha acercado aún más (IPCC, 2021, p. 27). El punto de no retorno para evitar el incremento de la temperatura a nivel global se encuentra en la próxima década, dejándonos poco margen para cambiar nuestra relación con la naturaleza, tanto para conservarla como para explotarla sosteniblemente. De acuerdo con las evidencias, la mejor forma de proteger esa relación ser humano-naturaleza es incrementando el buen gobierno de los bienes comunes con el ejercicio de los derechos procedimentales ambientales. No es un esquema perfecto ni pacífico, pero sí posibilita que cualquier ciudadano o colectividad —como los pueblos indígenaspueda tener herramientas preventivas, de protección o de defensa frente a una vulneración de su derecho a gozar de un ambiente sano o lograr una justicia ambiental en el terreno (Graddy-Lovelace, 2021, pp. 108-109).

En ese sentido, el presente artículo pretende responder a las dudas planteadas con relación a la posible colisión entre el Acuerdo de Escazú y su integración con las obligaciones ambientales constitucionalizadas por la Constitución de 1993. Así, hemos dividido este artículo en los siguientes puntos de análisis: primero, analizamos el concepto de los derechos procedimentales ambientales; segundo, el vínculo entre el Acuerdo de Escazú y la Constitución Ecológica de la Constitución del Perú; tercero, la relación con el principio de sostenibilidad, la interacción entre el derecho humano al ambiente y los derechos procedimentales ambientales; y, cuarto, las obligaciones estatales ambientales y la contribución de guía de lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú.

II. ANTECEDENTES Y CONTEXTO DEL ACUERDO DE ESCAZÚ

En esta sección, explicaremos brevemente el origen del Acuerdo de Escazú y el contexto crítico en que se encuentra en el Perú. Así, después de la reunión de las Naciones Unidas de Río+20, se inició un proceso negociador para un tratado regional de derechos ambientales procedimentales radicados en el Principio 10 de la Declaración de Río de 1992. Después de varios años de negociación, la versión final del Acuerdo de Escazú se definiría el 4 de marzo de 2018 entre varios países de América Latina y el Caribe, con el apoyo técnico de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) (De Miguel, 2020), en Escazú, Costa Rica. Después se iniciaron distintos procesos de ratificación, algunos interrumpidos por la pandemia de COVID-19, aunque sin muchos contratiempos, ya que este acuerdo internacional entró en vigor el 22 de abril de 2021. Según el artículo 21 del acuerdo, este estaría abierto a la firma de todos los países de América Latina y el Caribe, en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, del 27 de septiembre de 2018 al 26 de septiembre de 2020. El Acuerdo de Escazú se tornó vinculante desde el 22 de abril de 2021 para los primeros quince países ratificadores, incorporándose Granada como el décimo quinto país ratificador (Cepal, 2022).

Ciertamente, este proceso de ratificación no fue pacífico en algunos países, tal como sucedió en el Perú. Durante el año 2020 se inició un proceso de debate social sin precedentes sobre el Acuerdo de Escazú (Marañón Tovar, 2021, pp. 14-18), que después se trasladó al Poder Legislativo peruano, el cual inició una discusión pública sobre la aprobación parlamentaria de este tratado internacional de derechos humanos. Se produjo un rechazo a dicha ratificación por parte del sector privado, cuyos argumentos cuestionaban la forma en que se negoció el acuerdo (con participación del «público») como también un posible menoscabo al control estatal sobre el uso de sus recursos naturales, la eventual inconsistencia con la legislación ambiental peruana y una probable afectación a la promoción de las inversiones.

En ese sentido, en diversos medios y redes sociales —tal como sucedió en Colombia, Brasil y Costa Rica—, así como en las sesiones parlamentarias, se ha mostrado el rechazo a este tratado internacional (Miranda, 2020; Redacción, 2020), y por más que se ha intentado nuevamente dar apertura al debate, la mayoría de partidos políticos ha optado por objetar formalmente esa posibilidad, denegando así la apertura del expediente de aprobación del Acuerdo de Escazú (Comisión de Relaciones Exteriores, 2022). Frente a ello, la sociedad civil peruana ha señalado permanentemente que este acuerdo es consistente con el derecho constitucional peruano y su legislación ambiental, y que más bien su introducción en el ordenamiento jurídico mejorará la aplicación de dicha legislación a través de un mejor ejercicio de los llamados derechos «procedimentales» ambientales.

Estos desencuentros se desenvuelven en una crisis mundial cada vez más crítica. De hecho, la COVID-19 ha generado cambios normativos ambientales para facilitar las inversiones y salir de la crisis económica y de los problemas de desigualdad que persisten en la región.

En ese sentido, existen tensiones normativas y políticas que se aprecian en la regulación ambiental. Por ejemplo, recientes cambios institucionales, legales y políticos en países como el Perú apuntan a reducir el aparato estatal que monitorea la implementación del marco legal ambiental e incrementar la autorregulación de las inversiones en cuanto a sus obligaciones ambientales, lo cual ha generado una desconfianza en la sociedad por un riesgo de incumplimiento de dichas obligaciones. Asimismo, el incremento de conflictos socioambientales (Squella Soto, 2021, p. 2), producto de las luchas territoriales entre inversionistas y comunidades, nos muestran irreconciliables perspectivas de desarrollo; mientras que el aumento de casos de corrupción por una opacidad permanente de la gestión pública y el modelo de business as usual o modelo de negociar con nuestros recursos naturales, que se produce entre el Estado y las empresas, son también elementos de esta crisis de sostenibilidad que vive la región. Finalmente, la COVID-19 solo ha agravado este contexto porque presiona aún más el modelo de desarrollo bajo criterios de crecimiento económico en los procesos de reactivación económica que reducen los requerimientos para aprobar licencias ambientales, favoreciendo el crecimiento del hoy e incrementando la incertidumbre del mañana (Gamboa, 2020, pp. 15-19).

Debemos reconocer entonces que hay una clara tensión entre el sistema capitalista actual y las distintas fórmulas de democracia sobre la premisa de solucionar el problema climático y ambiental que tenemos, y que producirá un desenlace catastrófico por el continuo incremento de conflictos socioambientales (Sorj, 2022, p. 110). En América Latina se ha resaltado cada vez más esta problemática en la última década. Los diálogos regionales con respecto a la democracia reclaman promover la participación y transparencia, así como buenas prácticas políticas, inclusivas y deliberativas (González, 2022, p. 32), y este es un pendiente en los temas ambientales (Stevenson, 2023).

El Acuerdo de Escazú podría convertirse en un instrumento para enfrentar la crisis ambiental y climática. Por ejemplo, la participación en asuntos públicos ambientales podría promover y complementar el debate climático internacional y sus mecanismos de participación ad hoc (Sánchez Castillo-Winckles, 2020, p. 376). Muchos Estados han intentado dar respuesta a esta problemática, por lo que parece importante analizar y entender cómo los ciudadanos pueden proteger su derecho al ambiente sano mediante los derechos procedimentales ambientales.

Los derechos de acceso ambiental son derechos fundamentales que se manifiestan en las constituciones y, recientemente, en el Acuerdo de Escazú, el cual encumbra los derechos procedimentales ambientales. Estos derechos ambientales, a ser analizados desde sus dimensiones constitucionales, son el derecho a la participación, el derecho a la justicia, el derecho al acceso a la información pública, y la protección jurídica y material de los defensores de derechos en materia ambiental. Asimismo, un cuarto nuevo elemento dentro del concepto de «derechos procedimentales ambientales» o de «acceso» es la protección de defensores ambientales, que establece obligaciones estatales para proteger a los ciudadanos; es decir, ciudadanos que realizan acciones para la defensa de la naturaleza.

Asimismo, podríamos realizar una salvedad. A partir de la protección de los defensores, la doctrina especializada ha comenzado a estudiar los alcances de este nuevo derecho a nivel de las amenazas que sufren el movimiento de derechos humanos (M. Aguilar, 2020), los pueblos indígenas (Barrios Lino, 2020), el movimiento feminista ligado a la defensa de la madre tierra (Acevedo-Castillo et al., 2020), y las personas que simplemente ejercen derecho al acceso a la información (Bezerra Queiroz Ribeiro & Amaral Machado, 2019). En consecuencia, la cualidad del derecho de los defensores ambientales podría convertirse en un elemento disruptivo para la legislación ambiental peruana.

III. LA NATURALEZA JURÍDICA DE LOS DERECHOS PROCEDIMENTALES DEL ACUERDO DE ESCAZÚ

En este acápite analizaremos el concepto del derecho a un ambiente sano y la naturaleza jurídica de los derechos procedimentales ambientales bajo el marco conceptual desarrollado por el jurista español Fernando Simón sobre el derecho a un ambiente sano en la legislación europea y española.

III.1. Concepto del derecho a un ambiente sano

Bajo la clasificación de Simón (2012b) sobre el derecho al ambiente sano, se establecen hasta cinco figuras jurídicas de este derecho:

Estas estructuras jurídicas se han desarrollado en las constituciones latinoamericanas con varios matices, pero siempre presentando los mismos límites constitucionales a nivel de la estructura de derechos fundamentales (Cubillos Torres, 2020, pp. 27-29; Galdamez Zelada, 2017, pp. 121-123). En ese sentido, los mayores retos para estructurar el derecho al ambiente como derecho fundamental son:

En la tabla 1 desarrollamos la clasificación propuesta por Simón sobre las distintas posiciones jurídicas que puede adoptar el derecho a un ambiente sano.

Tabla 1. Posiciones jurídicas clasificadas por Simón sobre el derecho al ambiente

Posiciones jurídicas

Contenidos de la posición jurídica

Derecho de defensa

Protección de la persona frente a una acción estatal contraria al ambiente (salud o capacidad de resiliencia de la naturaleza)

Derecho de protección

Protección positiva estatal a la persona contra acciones de privados (monitoreo y fiscalización de obligaciones emanadas de la licencia ambiental para operar proyectos de inversión)

Derecho a la organización y procedimiento

Regular los procedimientos administrativos para que se adecuen a la protección ambiental (autorizaciones administrativas e, incluso, procedimientos judiciales especializados para ejercer la defensa del derecho fundamental ambiental)

Derecho a

prestaciones fácticas

Protección estatal a bienes jurídico-fundamentales básicos que, a su vez, obligan su protección fáctica para el medio ambiente (espacios urbanos sostenibles, manejo adecuado recursos hídricos, fin social ambiental de la propiedad)

Derecho

reaccional

Interés legítimo para reaccionar ante posibles agresiones que afectan bienes ambientales (la naturaleza, el ambiente, la biodiversidad, los recursos naturales). Este interés también alcanza, por su naturaleza colectiva, a todos los ciudadanos, por lo que transciende el interés individual y se fusiona con el interés público

Fuente: Simón (2012a).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tomado una posición en cuanto a la definición del derecho al ambiente, la suya es una postura de rechazo a considerarlo un derecho fundamental; más bien, su jurisprudencia considera que estamos frente a un objeto de protección llamado «calidad de vida ambiental», apoyándose en los terrenos del derecho a la vida y la integridad física (Simón, 2010, pp. 96-97). Por otro lado, en el caso peruano, la propia naturaleza de este derecho fundamental, ya sea colectivo o difuso (Narváez & Narváez, 2012, pp. 288-289), necesita para su concretización de contenidos que el Tribunal Constitucional de Perú ha venido implementando gracias a su jurisprudencia (responsabilidad que en un primer momento fue potestad de los legisladores), obligando una construcción permanente de este derecho fundamental, especialmente para hacer eficaz su plasmación y lograr una «justiciabilidad inmediata mínima» (Simón, 2012a, p. 161). Es decir, existe un mandato de protección ambiental (por exigencia de su propio contenido fundamental), que busca obtener un ambiente sano para la reproducción de los ecosistemas, las especies de flora y fauna, y el componente genético, así como de la vida humana; y equilibrado, es decir, adecuado a las necesidades sociales, económicas, y viceversa.

En consecuencia, esta indeterminación formal y material no produce la ineficacia del derecho fundamental o de las obligaciones estatales, solo las complejiza más porque dependerán de los poderes constituidos; por lo tanto, se presenta la situación jurídica de la necesaria (y aún mayor) intervención de los ciudadanos en dicha construcción de la eficacia normativa del derecho al ambiente sano y de las obligaciones estatales plasmadas en políticas ambientales. Es más que probable que la mejor forma de lograr esta eficacia sea recurrir a los derechos procedimentales ambientales.

Asimismo, encontramos que la Constitución peruana señala que el derecho al ambiente sano es un derecho reaccional y prestacional (Eto Cruz, 2017, pp. 284-285). Tal como lo ha definido Simón anteriormente, esto implica que el Estado debe abstenerse con su acción a afectar la relación positiva entre ser humano y naturaleza; y, por otro lado, que es deber del Estado preservar y conservar la naturaleza —es decir, esa relación armoniosa—. De igual forma, el Tribunal Constitucional ha interpretado que existe integración entre el derecho fundamental como una serie de obligaciones estatales ambientales y una estructura jurídica, combinadas como dos caras de una misma moneda. Estas obligaciones son necesarias para concretizar el derecho al ambiente sano y la realización de este derecho iusfundamental se encuentra unívocamente ligada al bien común (la naturaleza), cuya obligación estatal es la «protección ambiental». Estas obligaciones ambientales son mandatos al legislador y a la Administración para llevar a cabo en sus potestades discrecionales la eficacia de la protección ambiental (eficacia directa), y también criterios de interpretación para la guía y actuación de la Administración o de la función administrativa o judicial a nivel jurisdiccional (eficacia indirecta).

III.2. Derechos procedimentales ambientales

Los derechos ambientales reconocidos por el Acuerdo de Escazú son derechos de organización y procedimiento, una nueva tendencia de reconocimiento de derechos que permiten concretizar el derecho a gozar del ambiente. Esto incluso es reconocido por la reciente Declaración de la Asamblea General de las Naciones Unidas al señalar que «el derecho a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible está relacionado con otros derechos y el derecho internacional vigente» (Resolución Pub. L. N.° 76/300, 4, 2022, p. 4). Así, al integrar este derecho fundamental que recoge la Constitución del Perú con los derechos procedimentales ambientales, se otorga eficacia al derecho fundamental por su carácter de indeterminación y se permite un ejercicio más pleno al conceder que la protección ambiental, como obligación estatal, se implemente con la colaboración ciudadana.

Un efecto del Acuerdo de Escazú es que los derechos procedimentales ambientales superan el cuestionamiento moral de los derechos humanos, puesto que, al estar positivizados por el Acuerdo de Escazú, queda claro que los Estados parte reconocen la efectividad de estos derechos procedimentales en sus ordenamientos jurídicos. Otro elemento característico de los derechos de acceso ambiental es que, al desplegar acciones de exigencia de protección ambiental, fortalecen con su actuación complementaria el interés legítimo del derecho fundamental a gozar del ambiente. El interés legítimo por la participación de los ciudadanos o la defensa de la naturaleza por parte de cualquier individuo o grupo (asociados o no en personas jurídicas), que se expresa mediante el acceso a la justicia y a la información pública, es una forma de expresión de la titularidad de los individuos, pero también completa la finalidad última de protección de los bienes ambientales; es decir, el perfeccionamiento del interés legítimo a gozar de la naturaleza desde un punto de vista colectivo, por lo que pueden coexistir ambas dimensiones (Cubillos Torres, 2020, p. 34) y, por consiguiente, guiar la obligación estatal de proteger una relación armoniosa entre los seres humanos y la naturaleza con el acompañamiento de los derechos procedimentales ambientales.

Igualmente, el derecho a un ambiente sano recae en bienes ambientales cuyo interés es colectivo o difuso, y estos pueden ser materialmente defendidos por todos o por un solo individuo, pero también a través del ejercicio individual y colectivo de los derechos procedimentales. De alguna manera se supera la naturaleza jurídica clásica de «derecho subjetivo» del derecho fundamental a un medio ambiente sano, ya que este interés legítimo ejercido por los derechos procedimentales permite transcender hacia el interés colectivo, cuyo beneficio es de la colectividad. Nada más basta poner el ejemplo de la conservación de la biodiversidad mediante áreas protegidas o el cumplimiento de las obligaciones de la licencia ambiental para entender que dichos requerimientos legales son beneficiosos para todos los ciudadanos. En ese sentido, se supera la noción estricta y limitada del poder individual del derecho subjetivo al ambiente sano, cuyo objeto de poder es parte del interés general (un bien colectivo), y, al integrarse con los derechos procedimentales, trae nuevamente la dimensión del ejercicio individual, pero esta vez con una posible mayor satisfacción común.

De acuerdo con Simón (2012a), el derecho madre al ambiente sano (así como los derechos de acceso) tiene una naturaleza de derecho reaccional; es decir, es el despliegue del interés legítimo que tienen los individuos por proteger bienes ambientales que son relevantes para estos, pero que transcienden a todos los ciudadanos (interés colectivo), lo que posibilita a la Administración o a los mecanismos judiciales mover las normas ambientales para evitar una afectación negativa a esa relación entre la persona y la naturaleza (pp. 171-172). De hecho, como hemos señalado, el derecho a gozar del ambiente se refuerza con los derechos procedimentales, dado que expande su contenido de eficacia vinculando aún más al legislador; pero también como una guía a la Administración y a otros poderes en sus actuaciones mediante el ejercicio de estos derechos procedimentales. De esa forma, la aplicación de la legalidad ambiental se ve reforzada como una obligación estatal ambiental, pero cuyo contenido y eficacia son complementados por los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú.

IV. PERFECCIONANDO EL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN ECOLÓGICA DEL PERÚ

Una vez explicado el marco conceptual de los derechos procedimentales ambientales, en este acápite explicaremos brevemente las bases constitucionales de la regulación ambiental peruana bajo el concepto de la Constitución Ecológica, influencia del constitucionalismo colombiano, el cual se entrelazará con lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú

IV.1. Constitución Ecológica «a la colombiana»

El concepto de Constitución Ecológica proviene del desarrollo jurisprudencial de la Corte Constitucional de Colombia, la cual ha sido progresista en el reconocimiento jurídico de los derechos humanos y en colaborar para su concretización. Esta interpretación ha partido de una Constitución (1991), producto de conflictos sociales y de violencia política de décadas en Colombia, que contribuyó en la expansión constitucional de los derechos humanos. Así, los derechos relacionados a un ambiente sano no se quedaron atrás y la Constitución colombiana fue muy prolija al respecto. En ese sentido, se ha definido la Constitución Ecológica como un conjunto de normas constitucionales que señalan las principales directrices que regulan la relación armoniosa entre la comunidad humana y la naturaleza, promoviéndola, protegiéndola, conservándola o usando sosteniblemente sus elementos naturales (Corte Constitucional de Colombia, 2000). En consecuencia, la Constitución Ecológica está compuesta por tres elementos:

En ese sentido, el texto constitucional colombiano de 1991 contiene una serie de disposiciones que arrojan esa triada de derechos fundamentales, obligaciones estatales y obligaciones ciudadanas. Más de treinta y cuatro artículos le permiten generar un equilibrio frente a otros valores y fines constitucionales que se persiguen en el mismo texto constitucional, como el crecimiento económico, el libre mercado, las libertades económicas y la promoción de las inversiones (Muñoz & Lozano, 2021, p. 169).

IV.2. Constitución Ecológica «a la peruana»

La jurisprudencia constitucional colombiana tuvo una gran influencia en el Tribunal Constitucional del Perú, el cual desarrolló el concepto de Constitución Ecológica en varias sentencias (Huerta Guerrero, 2012) como un conjunto de principios, derechos y bienes constitucionales agrupados en la triada constitucional. Como modelo de obligaciones estatales en varias constituciones de América Latina, las obligaciones ambientales se han insertado en el aparato público bajo las funciones específicas de la «constitucionalización del deber ambiental», que parte de una gestión pública de lo ambiental, encumbrando el principio de conservación ambiental, pasando por limitaciones específicas del uso de los recursos naturales, buscando tornar sostenible la actividad económica y permitiendo que se reduzca el impacto negativo de dicha utilización en el ambiente, todo ello en clave constitucional. Asimismo, existen elementos transversales para la gestión ambiental, como es la concretización de los derechos fundamentales que dependen de un ambiente equilibrado (por ejemplo, el derecho a la salud), así como una buena gobernanza de los recursos naturales que permita una óptima armonía entre la comunidad humana y la naturaleza. Esto quiere decir que el aspecto relacional del derecho fundamental a gozar de la naturaleza es claro, pues de su concretización dependen otros derechos primordiales como el derecho a la vida, el derecho a la integridad física y el derecho a la salud de las personas (Huerta Guerrero, 2013, p. 71).

Por otro lado, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú recoge la triada de la Constitución Ecológica, definiendo que el derecho a gozar del ambiente es un derecho social; por tanto, siendo su naturaleza de doble dimensión, también constituye un «deber de solidaridad», es decir, obliga a los ciudadanos a ciertos parámetros de conducta para obtener bienes ambientales como bienes sociales (Tribunal Constitucional Peruano, 2008, ff. 34-35). En este caso, «el deber de solidaridad» se encuentra orientado a conducir sosteniblemente la interacción con la naturaleza.

Asimismo, la Constitución Ecológica del Perú comprendería: el derecho al ambiente sano (art. 22, núm. 22), a la salud (art. 7), el recurso de amparo para proteger este derecho fundamental (art. 200), competencias ambientales de autoridades regionales y locales (arts. 192 y 195, núms. 7 y 6, respectivamente), el derecho fundamental al agua potable (art. 7-A) y los principios del capítulo ambiental, como son el dominio eminencial de los recursos naturales, el régimen de concesiones de recursos naturales, la elaboración de una política ambiental, la estrategia de áreas protegidas y el fomento de la sostenibilidad en la Amazonía peruana (arts. 66-69). Aunque, posteriormente, el Tribunal Constitucional del Perú redujo su interpretación de Constitución Ecológica a tan solo las disposiciones de los artículos 66 al 69, sí mantuvo la triada en función a que los derechos fundamentales, en tanto derechos subjetivos, también expresan valores jurídicos del ordenamiento jurídico peruano, cuyo efecto irradiador de su naturaleza iusfundamental genera una obligación en los ciudadanos de proteger y conservar la naturaleza, y de igual manera en los poderes del Estado, constituyéndose implícitamente el principio de protección ambiental, focalizado en los artículos constitucionales arriba señalados.

Estas obligaciones ambientales son de naturaleza político-normativa. En el caso peruano, comprenden el diseño de políticas y estrategias ambientales, o la elaboración de marcos normativos, más no fines últimos como resultados de dichas acciones; es decir, no hay una «programación final» para impedir la contaminación, incrementar la resiliencia de la naturaleza, reparar los ecosistemas, etc., por lo que dicha vaguedad obliga a que el ejercicio iusfundamental de los derechos sea más activo en lo administrativo, en lo judicial.

La protección ambiental también es expresada como un deber constitucional general. Uno de los deberes del Estado es permitir la vigencia de los derechos humanos, como el derecho al ambiente y sus derechos conexos, además de promover el bienestar general mediante el desarrollo equitativo de toda la comunidad política (Constitución del Perú, 1993, art. 44), un equilibrio armonioso con la naturaleza y sus componentes, así como la capacidad de resiliencia de esta, la producción de la vida misma y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos; sin embargo, debemos tomar nota de que es necesaria la expresión legal de la obligación de protección ambiental. Así, esta interpretación sistemática de la protección ambiental debe mantenerse viva y presente para los poderes públicos, como el Parlamento, el Poder Ejecutivo y la administración de justicia, situación que no siempre ha ocurrido.

Ahora bien, el avance del principio de protección ambiental y de la regulación ambiental no ha estado exento de desafíos. Las normas ambientales se han venido desarrollando lentamente y por efecto de la presión social producto de los conflictos socioambientales, más que por los avances en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú o de la propia regulación de la Administración.

Otro desafío es que la interpretación sistemática de esta triada en la Constitución Ecológica implica una limitada organicidad inicial y no una construcción interpretativa que llene vacíos o defina campos gaseosos que obligaron a mutaciones constitucionales desde lo que inicialmente se diseñó como obligaciones ambientales constitucionalizadas. En el caso peruano, ejemplos de mutaciones constitucionales son el régimen de regalías de los recursos naturales, la inclusión en el texto constitucional del reconocimiento del derecho humano al agua potable, y las competencias ambientales de autoridades subnacionales y locales en materia ambiental.

El cuestionamiento mayor es que el poder constituyente que elaboró la Constitución del Perú de 1993 no concibió una serie de principios, derechos y obligaciones ambientales de manera orgánica; es más, se sostiene que existe un desbalance entre la protección ambiental y otros valores constitucionales, con una primacía de los principios de libertades económicas sobre los derechos económicos y sociales (Bernales, 2013, p. 40). Esto ocurrió por la impronta neoliberal y la influencia del Consenso de Washington durante el proceso de reforma constitucional impulsado por el autogolpe de Estado de Alberto Fujimori (1992). Recordemos que incluso la protección ambiental no era un valor propiamente constitucional, sino que se convierte en tal por vía de interpretación del Tribunal Constitucional del Perú, a diferencia del bien jurídico «economía social de mercado» (Constitución del Perú, 1993, art. 58).

De igual modo, es necesario reforzar el concepto de Constitución Ecológica como herramienta de interpretación constitucional no solo por sus componentes, sino, tal como se ha mencionado, a raíz de la primacía de otros valores constitucionales que han limitado la posibilidad de un modelo económico que incluya la protección ambiental de manera eficaz. En ese sentido, bajo el modelo y principio de Estado democrático de derecho presente en la Constitución del Perú (art. 43); la obligación estatal de garantizar los derechos fundamentales (art. 44); y la cláusula constitucional de numerus apertus (art. 3), la cual reconoce como derechos fundamentales a los de naturaleza análoga a los derechos ya reconocidos como fundamentales por la Constitución, se debe interpretar la incorporación de los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú a la Constitución Ecológica. Estos derechos refuerzan las obligaciones estatales, revistiéndolas del ejercicio ciudadano mediante su acción de requerir información ambiental e interponer una demanda penal o constitucional frente a un derecho ambiental posiblemente conculcado; participar en la presentación de los estudios de impacto ambiental de proyectos extractivos mineros o petroleros; y demandar la seguridad pública cuando se protege directamente una porción del bosque ante actos ilícitos que buscan deforestarlo. En fin, el ejercicio de estos derechos permite una mejor actuación de la Administración en la protección del ambiente en las funciones que realiza.

V. DISOLVIENDO LAS TENSIONES DEL PRINCIPIO DE DESARROLLO SOSTENIBLE EN PERÚ

En este acápite desarrollamos valores que entrelazan el Acuerdo de Escazú con el modelo de desarrollo y analizamos cómo este instrumento internacional puede ayudar a resolver las tensiones normativas y políticas del crecimiento económico. Primero, partimos del análisis aclaratorio de la base antropocentrista, pero reformadora del Acuerdo de Escazú; y, segundo, de cómo la incorporación de dicho acuerdo en el derecho nacional puede disolver las tensiones entre bienes constitucionales, el modelo de desarrollo sostenible y el libre mercado. Y es que una de las preocupaciones globales aún no superadas es cómo materializar y efectivizar el modelo de desarrollo sostenible (Moscoso Restovic, 2011, p. 292) en un mundo aún opresor, inequitativo e insostenible.

V.1. El antropocentrismo del Acuerdo de Escazú

Una de las principales críticas al Acuerdo de Escazú ha sido su posible planteamiento disruptivo hacia el viejo concepto de «desarrollo sostenible». Esto se abonó por un prejuicio enfocado hacia la Cepal y su supuesta posición progresista de derechos, especialmente cuando Alicia Bárcena (ex secretaria ejecutiva de la Cepal) presentaba al Acuerdo de Escazú como un «instrumento que contribuirá hacia un cambio al modelo de sociedad y del modelo de desarrollo» (Cepal, 2018, p. 8). Ahora bien, uno de los principios que se reconocían en el Acuerdo de Escazú desde la negociación es el principio intergeneracional (De Armenteras Cabot, 2021, p. 5). Y así como este principio, el Acuerdo de Escazú se sustenta en los principios del desarrollo sostenible y la democracia ambiental, elementos que vienen construyéndose en los últimos treinta y cinco años en la región. En ese sentido, el Acuerdo de Escazú incluye un menú de opciones sobre instrumentos para ejercer los derechos de acceso ambiental.

Muy por el contrario a las críticas y prejuicios señalados, el lenguaje antropocentrista está presente en el Acuerdo de Escazú; de hecho, no se aleja de los contenidos antropocentristas del constitucionalismo ambiental tradicional (Manrique Molina et al., 2020). Muchas de las instituciones ambientales no están pensadas para darle subjetividad a la naturaleza o para reconocer «los derechos de la naturaleza», ni se está contemplando introducir instituciones propuestas por el «postextractivismo» como una suerte de derecho de veto o moratoria a proyectos extractivos en ecosistemas frágiles; asimismo, estas tampoco recogen principios o valores de la visión ecologista del «Buen Vivir». Es decir, la mayoría de las instituciones ambientales no plantean relaciones jurídicas biocéntricas donde el mundo natural es incluido como sujeto en la comunidad política, ni la construcción del ser humano como condicionada a la naturaleza o a una colectividad plural donde los seres humanos son uno más entre esas subjetividades.

Asimismo, el Acuerdo de Escazú no se encuentra siquiera dentro del campo de estudio de la ecología política más progresista de América Latina (Leff, 2019, p. 395; Martínez-Allier & Silva Macher, 2021, p. 53). A lo sumo, podría acusarse al Acuerdo de Escazú de encontrarse en una situación de expansión de derechos procedimentales de acceso ambiental si lo comparamos con el Convenio Regional Europeo de Aarhus de 1998, pues existe una clara similitud en su contenido (Guzmán-Jiménez & Madrigal-Pérez, 2020, p. 43; Médici Colombo, 2018, pp. 23-24); sin embargo, el elemento novedoso que destaca en el Acuerdo de Escazú es la inclusión del artículo 9 sobre la obligación estatal de protección de defensores ambientales, que no aparece en el mencionado convenio europeo.

En ese sentido, el Acuerdo de Escazú se encuentra —por su contenidoen la línea de la democracia representativa y del desarrollo legal y reglamentario de los derechos procedimentales de las últimas décadas de la región. Es probable que una conciencia ecológica se expanda a raíz del ejercicio de estos derechos y establezca un régimen democrático ambiental más equitativo, inclusivo y justo (Leff, 2016, p. 399), pero ese será un fin que no se desprende sino del propio ejercicio de derechos y no de las normas que los esculpen. Mucho más resaltante es el llamamiento desideologizado que en su momento la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2020) recomendó al Gobierno peruano para ratificar el Acuerdo de Escazú y proteger estos derechos de acceso ambiental (p. 49).

De hecho, países como el Perú mínimamente deben ajustarse a dos presupuestos del Rule of Law:

Básicamente, los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú se encuentran sobre la base de estos dos presupuestos.

V.2. El desarrollo sostenible en el Acuerdo de Escazú

El Acuerdo de Escazú empata con el principio de sostenibilidad bajo el continuo incremento de la calidad de los sistemas naturales y societales mediante el criterio de la calidad ambiental (Torres, 2018, p. 6). El principio de sostenibilidad se ha constitucionalizado en varios países (Gorosito, 2017) y ha implicado también el establecimiento de un buen gobierno y de pactos políticos para la gobernabilidad de los recursos naturales (Castro-Buitrago et al., 2019, p. 202), el uso racional de los recursos, la lucha contra la deforestación y la degradación ambiental, y el evitamiento de la contaminación, todo ello para asegurar nuestro futuro. En el Perú, la Constitución recoge este principio específicamente para el desarrollo de la Amazonía peruana (art. 69).

Asimismo, el Tribunal Constitucional del Perú (Sentencia Exp. N.° 03343-2007-PA/TC, 2009) ha definido el desarrollo sostenible como un punto de balance entre la protección ambiental y el crecimiento económico (§ 14). En ese sentido, este tribunal interpreta que la finalidad de buscar beneficios económicos debe tomar en cuenta otras finalidades sociales como la búsqueda del respeto de valores sociales, culturales y ambientales. Esta relación armoniosa es la interacción de los sistemas naturales y societales, permitiendo que la vida, la cultura y, en general, todos los seres humanos tengan el mismo valor de protección que otros bienes constitucionales; es decir, limitando las actividades humanas para evitar el mal funcionamiento de los ecosistemas que permiten la reproducción de la vida misma (Sentencia Exp. N.° 0048-2004-PI/TC, 2005, §§ 35-36).

Debemos reconocer que el desarrollo sostenible es un concepto en disputa entre diferentes perspectivas y posiciones; es más, las narrativas nos indican que es un concepto polisémico. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional del Perú ha señalado que el concepto de desarrollo de las comunidades indígenas es «alternativo», una perspectiva de desarrollo alejada del concepto tradicional (Sentencia Exp. N.° 0020-2005-PI/TC, 2005, p. 60). En consecuencia, existe toda una percepción en Perú de que el uso de los recursos naturales está generando grandes impactos y conflictos socioambientales (Núñez et al., 2020, p. 10). De hecho, hay actores que persiguen mantener este desequilibrio entre seguir promoviendo las inversiones, cuya primacía se encuentra en el texto constitucional, frente a fortalecer el principio constitucional de protección ambiental.

Un elemento central del debate en torno al desarrollo sostenible lo plantean los sectores privados en contra de la ratificación del Acuerdo de Escazú, señalando que este acuerdo regional atenta contra la seguridad jurídica de las inversiones. Un ejemplo de esta oposición al Acuerdo de Escazú es la del Colegio de Ingenieros del Perú, que mencionaba que el Acuerdo de Escazú y la incorporación de derechos de procedimiento ambiental ahuyentarían los proyectos económicos fundados en el uso de los recursos naturales, afectando gravemente la economía nacional y generando más desigualdad (Consejo Nacional del Colegio de Ingenieros del Perú, 2020). Por el movimiento ambientalista, existe la expectativa que el Acuerdo de Escazú sea una señal para mejorar el buen gobierno sobre los recursos naturales (Torres, 2018, p. 6) y un mensaje a los inversionistas para fortalecer la gobernanza de los recursos naturales (Velásquez, 2021, p. 22).

En consecuencia, los conflictos socioambientales son expresión de una tensión normativa entre asumir el principio constitucional de protección ambiental y la promoción de las inversiones en Perú a través de la protección constitucional de libertades económicas. Este equilibrio entre principios se expresa en una política pública que promueve inversiones, pero que no ha sido capaz de reducir los impactos ambientales de estas. El concepto de «patrimonio de la nación de los recursos naturales» interactúa desde el planeamiento del aprovechamiento de estos recursos hasta la etapa de implementación, donde se aprueban distintas autorizaciones o licencias para el manejo de estos recursos (Prityi et al., 2020, p. 45). Esta etapa, no obstante, ha sufrido cambios con las reformas liberales de la década de los noventa (Constitución del Perú, 1993, art. 66), permitiendo que el sector privado participe en el uso de los recursos naturales; reduciendo el concepto de bien común, que persigue que los recursos naturales sean un bien de la comunidad; pasando a un modelo de dejar hacer al tercero, sin planeamiento estratégico; y admitiendo que mediante permisos, concesiones y autorizaciones de aprovechamiento estos privados muchas veces controlen los recursos naturales.

Por ejemplo, la regulación de los permisos para aprovechamiento de recursos naturales debe incluir condiciones de sostenibilidad (parámetros técnicos que condicionen la explotación de recursos al respeto del ambiente), pero también permitir la concretización de los derechos procedimentales ambientales. En el derecho peruano, y dada la seguridad jurídica brindada por la Constitución del Perú mediante la garantía de la inviolabilidad de los contratos suscritos entre el Estado y terceros, que implica la imposibilidad de modificarlos (Constitución del Perú, 1993, art. 62), estos permisos para aprovechamiento de recursos naturales o el estudio de impacto ambiental se convierten en fuentes de derecho y en instrumentos que ordenan el territorio, incluso influenciando la asignación de funciones de gobernanza ambiental en estos espacios. Por ello, es importante la participación ciudadana, ya que se obtiene información y retroalimentación de aquellos que pueden verse afectados por estos permisos y licencias (Dávila, 2023a, p. 692).

Estos permisos son una conexión entre las regulaciones y su cumplimiento; sin embargo, hemos visto resistencias desde el sector privado, rechazando la inclusión de estándares ambientales y sociales en estos permisos administrativos o, incluso, debilitando la institucionalidad ambiental (Diario Gestión, 2020; Saldarriaga, 2023). Muchas veces estos gremios empresariales actúan con facilidades políticas del Estado para reducir su responsabilidad en temas ambientales (Prityi et al., 2020, p. 58).

Retornando al esquema de promover el buen gobierno sobre los recursos naturales, se debería incluir la perspectiva ambiental que condicione los permisos y las concesiones de uso de recursos naturales en el planeamiento de las decisiones ambientales; no obstante, en esta etapa, el proceso o instrumento de planeamiento no contiene indicadores de medición ambiental u oportunidades de ejercicio de derechos procedimentales ambientales, como ocurre con el planeamiento del uso de la tierra o los planes de inversión sectoriales o de cuencas específicas. Posteriormente, cuando ya se ejercen estos derechos de uso de recursos naturales, su implementación no está fuertemente vinculada con la perspectiva ambiental. La inclusión de la medición de indicadores ambientales que respeten el derecho al ambiente sano y los demás derechos procedimentales, tornándose estratégica, recae en la normativa que regula los procedimientos administrativos de aprobación de la licencia ambiental, por ejemplo. Cabe señalar que esto ocurre de manera deficiente muchas veces.

En ese marco, la aparición del Acuerdo de Escazú se sitúa en un complicado escenario de intereses contrapuestos en la visión de desarrollo y en cómo enfrentar la acrecentada crisis ambiental y climática que actualmente estamos viviendo. El Acuerdo de Escazú aparece como un mecanismo más dentro de la «justicia social ambiental» (De Paz González, 2021, p. 75), uno que permite conciliar el interés económico con la sostenibilidad. Asimismo, no estamos frente a derechos cuyos ejercicios sean pacíficos ni que se encuentren solamente en contraposición al Estado, pues, en el marco de los conflictos socioambientales, la ratificación del Acuerdo de Escazú se ha convertido en una acumulación de controversias públicas, donde aparece como central una lucha por «una plataforma garantista de derechos» (Monsalve Friedman, 2022, p. 64) desde el marco de construcción de obligaciones estatales y de intereses privados en la materia. En el impacto constitucional, implicaría que el concepto de desarrollo sostenible pueda resolver sus tensiones con otros bienes y valores constitucionales, utilizando la incorporación de derechos de acceso ambiental como indicadores que se sumen y le den eficacia al derecho a gozar de la naturaleza como un bien común ambiental y no como un bien al servicio de algunos intereses privados.

VI. COMPLETANDO EL DERECHO FUNDAMENTAL AMBIENTAL CON LOS DERECHOS PROCEDIMEN-TALES AMBIENTALES

En este acápite desarrollaremos cómo se manifiesta la naturaleza jurídica de los derechos procedimentales ambientales y los efectos materiales y formales de estos derechos al incorporar el Acuerdo de Escazú al derecho nacional peruano.

VI.1. Derechos procedimentales ambientales

Los derechos humanos se encuentran en ebullición y expansión en medio de una larga y compleja realidad de abusos que incluyen desde doblegar la libertad individual hasta situaciones colectivas y de interacción con la propia naturaleza, constituyendo una suerte de test permanente en ir recreando codificaciones de derechos para los marcos políticos y legales de los Estados (Maldonado, 2018, p. 107). Frente a esta demanda social de derechos y de una permanente intervención estatal para asegurar su ejercicio, el Estado ha respondido mediante una serie de obligaciones prestacionales para la concretización de estos derechos fundamentales, como el derecho a un ambiente sano.

Ya se habla de varias singularidades del reconocimiento de este derecho a un ambiente sano desde el derecho internacional:

Pero esta emergencia de derechos ambientales no escapa de tensiones políticas. De hecho, los derechos procedimentales medioambientales también viven en un constante conflicto, no solo por el contexto de crisis climática o los múltiples casos de conflictos socioambientales, sino principalmente porque una de esas batallas se ha dado en las narrativas de la modernización, donde la emergencia de derechos ambientales se opone al modelo de desarrollo imperante que esconde un interés económico particular (Monsalve Friedman, 2022, pp. 64-65).

Algunos tratados internacionales de derechos humanos han reconocido el derecho humano al ambiente sin entrar en detalles de indicadores de cumplimiento. Por ejemplo, el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales reconoce este derecho (art. 11, núm. 1) y la obligación estatal de protección, mejora y preservación de la naturaleza (núm. 2).

De igual forma, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Opinión Consultiva OC-23/17, 2017) señala la doble dimensión del derecho al ambiente (individual y colectivo), así como la obligación estatal de garantizar y proteger esas dimensiones. Desde su dimensión colectiva, este derecho se convierte en un bien común o interés universal de todas las generaciones. La expresión individual de este derecho al ambiente se materializa cuando el individuo sufre impactos a sus derechos al afectarse negativamente la naturaleza, por ejemplo, por contaminación ambiental 59).

Tal como hemos señalado, la Constitución del Perú reconoce el derecho de toda persona «a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado al desarrollo de su vida» (art. 2, núm. 22). Asimismo, el Tribunal Constitucional del Perú se ha pronunciado en la misma línea que la Corte Interamericana sobre el derecho al ambiente sano como un derecho de dos dimensiones: por un lado, el derecho a gozar del ambiente; y, por otro lado, la obligación estatal de preservar la naturaleza, una esfera de goce que permita que prosiga la vida natural, combinada con la intervención del Estado al asumir obligaciones para mantener, promover y evitar que dicha relación armónica entre la naturaleza y el ser humano se vea alterada de manera negativa, manteniendo las condiciones adecuadas para su goce en la implementación del modelo económico constitucionalizado («economía social de mercado»). Igualmente, estas obligaciones ambientales se extienden a los privados por su participación en las actividades económicas que podrían afectar negativamente a la naturaleza (Sentencia Exp. N.° 03343-2007-PA/TC, 2009, § 4).

VI.2. Efectos materiales del Acuerdo de Escazú

El efecto que tendrá el Acuerdo de Escazú con respecto al derecho al ambiente puede sintetizarse en dos sentidos:

En cuanto al primer efecto, un elemento importante es la conexión entre el derecho al ambiente sano y los derechos de acceso ambiental que permitan que se concrete el primer derecho. Ha sido difícil definir el contenido de un derecho a gozar de un ambiente sano (Huerta Guerrero, 2013, pp. 481-485) porque es necesario escudriñar en la legislación ordinaria, así como en la reglamentación técnica y específica, todo lo que es viable ambiental y socialmente, así como lo que promueve, protege e implementa una relación armoniosa entre el ser humano y la naturaleza, pero también porque implica una serie de supuestos que le dan a este derecho un contenido, más que incierto, permanentemente polisémico.

Un ejemplo es la conexión entre la participación y el derecho al ambiente que se ve expresada en las demandas de movimientos sociales y locales por mayor participación y la necesidad de influenciar en el planeamiento de las decisiones ambientales. De hecho, los conflictos socioambientales han tenido como elemento central la exigencia de mayor participación ambiental (Squella Soto, 2021, p. 9).

Entonces, son tres efectos materiales del Acuerdo de Escazú. Primero, el derecho al ambiente sano se concretiza «a partir de garantías procedimentales como la participación» (Zapata & Mesa, 2022, p. 242), lo que implica una regulación legal que debe guiarse por los principios constitucionales. Segundo, debemos reconocer que los derechos procedimentales, como la justicia ambiental, son mecanismos necesarios para el cumplimiento de la regulación ambiental (Doreste Hernández, 2020, p. 3), así como parte esencial del derecho fundamental a un ambiente sano (G. Aguilar, 2020, p. 97), ya que siendo su objeto una cosa pública y no solo un poder del individuo, implica necesariamente la realización de otros derechos para su concretización, así como la plasmación del bien común que también persiguen como finalidad la legislación y la Administración. Y el tercer efecto es que los derechos procedimentales ambientales son elementos trascendentales para cumplir con las obligaciones nacionales e internacionales ambientales asumidas por los Estados en materia de derechos humanos.

Finalmente, el Acuerdo de Escazú es un instrumento que colabora con la satisfacción de la demanda social ambiental y que contribuye a la solución de conflictos, optimizando los derechos procedimentales que se encuentran al vaivén de la Administración por cuanto depende del fuero reglamentario definir su naturaleza y alcance. Es decir, al recoger históricamente la demanda social de una mayor participación, más información —por ejemplo, incluyendo ahora una evaluación de impacto a la salud de los ciudadanos en materia ambiental (Pakowski & Garus-Pakowska, 2021, pp. 204-205)—, más justicia y mejor protección a los defensores, se optimizan esos derechos y se ofrecen respuestas coherentes con las demandas presentadas en conflictos socioambientales que enfrentan países extractivos como el Perú.

VI.3. Efectos formales del Acuerdo de Escazú

En cuanto al efecto formal, se produce una intersección de protecciones con la incorporación del Acuerdo de Escazú en el derecho nacional: una protección constitucional y otra convencional de los derechos procedimentales ambientales con el Acuerdo de Escazú. Sobre la protección constitucional, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú, el Acuerdo de Escazú, al ser ratificado por el Congreso peruano, producirá los siguientes efectos:

Sobre la protección convencional, esta ha sufrido críticas por la convencionalización de los derechos procedimentales o de acceso ambiental, por ser una arbitraria expansión de derechos. Sin embargo, analizando ya la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú, se aplicarán los mismos supuestos de interpretación, como ha venido ocurriendo con otros derechos en el reconocimiento de su naturaleza de derecho fundamental y como ha sucedido con el Convenio 169 de la OIT sobre derechos de los pueblos indígenas.

Otro punto importante a mencionar es que si bien los tratados internacionales de derechos humanos (en general, cualquier tratado internacional) se incorporan al derecho nacional, gozando de inmediata validez y eficacia, este no necesariamente sería un proceso que acabe con su ratificación y publicidad, sino que debe realizarse todo un proceso interno de armonización normativa de la legislación nacional a lo preceptuado en el tratado internacional (Hernández Ordoñez, 2020, p. 115), no solo por su primacía o jerarquía formal, sino por su protección constitucional y convencional, que ya hemos indicado. El problema radica muchas veces en que estos procesos de adecuación normativa o impacto normativo no son realizados, dejando que las normas subsistan y entren en contacto, a la par que se producen antinomias y conflictos irresueltos por el legislador o la Administración, recayendo muchas veces en los jueces la responsabilidad de esta purificación y concordancia sistemática. Este vacío, suscitado en la acción de no detallar la manera en la que se implementarán tratados internacionales como el Acuerdo de Escazú, conlleva una serie de desafíos para la eficacia de los derechos procedimentales ambientales, que necesitan muchas veces de la ejecución activa del legislador y de la Administración.

Los tratados internacionales aprobados por el Congreso tienen un similar proceso de validez que el de la aprobación de las leyes (Constitución Política del Perú, 1993, art. 57), lo que incluye su necesaria publicidad. En ese sentido, la Constitución del Perú no señala expresamente la jerarquía normativa de los tratados internacionales incorporados en el derecho nacional, por lo que formalmente, dependiendo del instrumento o procedimiento que aprobó el acuerdo internacional, tiene una posición en la jerarquía de normas nacionales. Así, el procedimiento legal que corresponde al Acuerdo de Escazú es la aprobación congresal por ser materia reservada para dicho procedimiento; sin embargo, la formalidad de su incorporación a los tratados internacionales no define su validez, ni su eficacia u oponibilidad a otras normas. El elemento relevante es el contenido iusfundamental del tratado internacional, que le da una fuerza normativa constitucional.

Una característica de los acuerdos internacionales de derechos humanos es su superioridad y fortaleza normativa. Esta suerte de oposición o de rigidez de mutar normativamente es conocida como la fuerza activa y pasiva de la Constitución, trasladada a estos instrumentos normativos internacionales. Así, la fuerza activa de estos instrumentos internacionales es su cualidad innovadora de incorporar derechos iusfundamentales; es decir, con rango constitucional. A la par, su fuerza pasiva se encuentra en su capacidad de oponibilidad, de resistirse a los cambios de normas legales, infraconstitucionales e, incluso, constitucionales (Sentencia Exp. N.° 0025-2005-PI/TC y 0026-2005-PI/TC, 2006, f. 33); es decir, convierte a estos derechos menos vulnerables a los cambios político partidarios en el Parlamento o a los cambios burocráticos en la Administración (Pereira, 2021, p. 194), estableciendo un primer límite o protección constitucional de los derechos procedimentales ambientales cuando se incorporen al derecho nacional mediante la aprobación del Acuerdo de Escazú.

Por otro lado, la protección convencional de los derechos procedimentales del Acuerdo de Escazú proviene de la fuerza vinculante propia de toda fuente convencional. Hace un poco más de dos décadas que el Perú ratificó la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (art. 27) y, tomando en cuenta también disposiciones legales (Ley N.° 26647, art. 3; Ley N.° 26435, art. 20), se reafirma lo siguiente: las características específicas de la fuente convencional hacen que se convierta en una fuente de resistencia a los cambios normativos y, especialmente, los acuerdos internacionales de derechos humanos gozan de toda una fuerza pasiva y de la guía de diversos principios jurídicos (pro juris homine, progresividad, etc.) que los protegerá permanentemente. Así el Acuerdo de Escazú, al ser una fuente convencional, sin importar normas legales o infralegales, anteriores o posteriores, surtirá efectos vinculantes, afectando a dichas normas con la derogación, integración o inaplicación.

VII. GUIANDO LAS OBLIGACIONES ESTATALES AMBIENTALES

En este acápite final explicamos cómo las obligaciones constitucionales ambientales se plasman en la regulación ambiental y revisamos los desafíos institucionales y sociales que deben superar para su implementación, elemento que el Acuerdo de Escazú puede colaborar en superar.

VII.1. Marco de las obligaciones ambientales

La construcción de obligaciones ambientales estatales parte de los artículos 66 al 69 de la Constitución del Perú, que establecen el principio de la naturaleza como patrimonio de la nación y el régimen de concesiones para los recursos naturales trasladados a terceros; el diseño de la política ambiental, incluyendo una estrategia de conservación mediante la creación de áreas protegidas; y el fomento del desarrollo sostenible de la Amazonía peruana; pero también de otras normas relacionadas a la obligación de protección ambiental que asumen los gobiernos regionales y locales (arts. 192.7 y 195.8). Esos son los contenidos mínimos de la regulación constitucional ambiental. En resumen, la gestión pública ambiental, la estrategia de áreas naturales protegidas y la viabilidad ambiental de los proyectos económicos sobre recursos naturales (Eto Cruz, 2017, pp. 585-599), como elementos de política, se han constitucionalizado.

Podemos agregar que las principales obligaciones ambientales del derecho nacional se encuentran en la Constitución del Perú, los acuerdos e instrumentos internacionales en materia ambiental, una serie de principios, reglas e instituciones generadas por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional del Perú y la regulación ambiental que se basan en la obligación de garantizar este derecho fundamental a un ambiente sano (Huerta Guerrero, 2013, pp. 490-491). Las obligaciones estatales en temas ambientales no deben entenderse como un simple hacer o no hacer, estas deben implicar un aprendizaje y mejora continua para la protección y la búsqueda de la armonía entre ser humano y naturaleza, por lo que implica que «cada Estado se compromete a mejorar y fortalecer, sus capacidades y normativa nacional» (Brun Pereira, 2021, p. 133) en materia ambiental. Un referente en esta definición de obligaciones estatales ambientales de mejora permanente es la Opinión Consultiva OC-23/17 (2017) sobre medio ambiente y derechos humanos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual aclara la relación entre la protección ambiental y los derechos humanos, identifica obligaciones estatales ambientales, y desarrolla la relación entre el derecho al ambiente y los derechos procedimentales ambientales57).

La Corte IDH (2017) resalta la naturaleza complementaria de los derechos procedimentales ambientales al definirlos como «obligaciones de procedimiento para garantizar el derecho a la vida y a la integridad personal» (§ 211). Asimismo, se identifican obligaciones estatales específicas que plasman los principios ambientales de prevención como regular, aprobar y fiscalizar las licencias ambientales de las actividades económicas (Alva & Álvarez, 2021, p. 118), los principios de precaución y cooperación, y otras obligaciones «procedimentales» que garanticen el ejercicio de los derechos procedimentales ambientales.

En consecuencia, esta opinión consultiva y el Acuerdo de Escazú mantienen una relación estrecha entre los derechos de acceso ambiental, como necesarias estructuras del derecho a un ambiente sano (Dávila, 2023b, p. 76) y de las obligaciones estatales que deben ser implementadas por los Estados, cuyo efecto es la convencionalización de los derechos fundamentales ambientales. Sin embargo, este no es un proceso fácil ni sencillo, especialmente porque dependerá del diseño institucional, el cumplimiento legal y la regulación ambiental de cada país.

En esta interpretación integradora de la opinión consultiva y el Acuerdo de Escazú, las obligaciones ambientales pueden guiarse y guiar mediante principios incorporados en este acuerdo. Así, las obligaciones estatales deben ser interpretadas al momento de su aplicación a través de los principios recogidos en el artículo 3 del acuerdo. Por ejemplo, desde el derecho internacional, el Acuerdo de Escazú incorpora los principios de no discriminación, igualdad, no regresión del reconocimiento de derechos ambientales y pro persona, todos estos provenientes específicamente del derecho internacional y de los derechos humanos (Orellana, 2020, pp. 134-136). Es decir, estos principios moldearán las obligaciones estatales ambientales, a saber:

Asimismo, dos elementos que se insertan en estas obligaciones estatales ambientales son:

En otras experiencias ya se habla de la construcción de una «civilización ecológica» mediante la integración del interés público ambiental y la concretización de derechos fundamentales, e incluso de que el incremento de la participación ambiental permitirá construir una nueva ciudadanía ecológica constitucional (Prityi et al., 2020, p. 54).

VII.2. Obligaciones ambientales constitucionalizadas en irradiación

El Acuerdo de Escazú trae mejoras a la regulación ambiental de la región. Las innovaciones en cuanto al derecho a un ambiente saludable, la guía de principios en donde encontramos el de «no regresión», la protección de los defensores ambientales, las normas relacionadas a la vulnerabilidad de los derechos ambientales, la carga de la prueba y, especialmente, el fortalecer la capacidad estatal en materia ambiental, son algunas de estas mejoras (Stec & Jendrośka, 2019, p. 537).

En el caso del Perú, por los cambios constitucionales de fines del siglo XX durante el régimen autoritario de Alberto Fujimori, el diseño institucional fue una gestión pública dividida en sectores autónomos y con la creación de agencias independientes dentro de la Administración en un régimen político semipresidencial, donde el rol de la Administración se convirtió en una rama directa de ejecución de la regulación ambiental. En cuanto a la institucionalidad ambiental, fue creada a partir de una generalizada desconfianza de la ciudadanía sobre la autonomía de estas instituciones con respecto al sector privado y a los sectores públicos encargados de promover las inversiones. Por ejemplo, el Ministerio del Ambiente (Minam, 2008), el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA, 2009) y el Servicio Nacional de la Certificación Ambiental para las Inversiones Sostenibles (Senace, 2013) fueron creados como un sector independiente a causa de la cada vez mayor presión social, que exigió cambios institucionales para darle más autonomía política y técnica a las funciones de aprobación de la licencia ambiental y su monitoreo, así como mayor transparencia y participación ciudadana a dichos procesos. Entonces, los cambios institucionales tienen que ver con el diseño normativo de la gestión ambiental aunado a las obligaciones institucionales, pero también se moldean por la demanda ciudadana que exige un ejercicio de derechos procedimentales ambientales.

Entonces, una vez definidas las obligaciones estatales ambientales a través del Sistema Nacional de Gestión Ambiental del Perú, que reúne normas (Política Nacional del Ambiente), instituciones rectoras en lo normativo y en lo político (Ministerio del Ambiente), y procedimientos (instrumentos de gestión ambiental), es menester que todas esas funciones y agencias especializadas cumplan con estas obligaciones constitucionales y sean garantías institucionales de derechos. La crítica proveniente de los gremios empresariales es que con la incorporación del Acuerdo de Escazú se produce una bifurcación de normas y procedimientos que complejizará el cumplimiento de la regulación ambiental y las libertades económicas, siendo estas últimas su principal preocupación (Confiep et al., 2020). Una posible solución es la tradicional codificación normativa, con los riesgos que pueda significar reducir requerimientos ambientales; sin embargo, no es un tema de soluciones formales, sino una resistencia política a mejorar la implementación de derechos fundamentales mediante su inserción en los procedimientos y la organización administrativa ambiental.

Otra característica de los derechos ambientales es que su desarrollo normativo ha ido más allá de lo que se desprende como obligaciones de implementación de los derechos sociales. Si bien el derecho fundamental comparte también esa naturaleza de solidaridad por un interés colectivo o difuso, su exigibilidad radica en la relevancia de ese interés colectivo y no en la realización específica de la gravedad del caso, su vinculación con otros derechos o incluso el presupuesto asignado (Rubio, 2013, p. 218), porque estas ponderaciones ya se han realizado al estructurar el interés público en políticas, normas, procedimientos e instituciones ambientales. Desde el punto de vista del interés público donde recae la protección ambiental, perseguir el bien común es perseguir la protección de la naturaleza. El rol del Estado y, por ende, de la Administración fue determinar el interés público, distinguiéndolo del interés privado; mientras que, en el caso de la regulación ambiental, es la Administración la que velará por la protección de ese interés público configurado como protección ambiental. No obstante, la existencia de una fuerte burocracia y un rol omnipresente del Estado como representante del interés público se ha percibido en América Latina como ineficaz para lograr el desarrollo; es decir, esto ha sido permanentemente cuestionado para la persecución del interés público ambiental.

Las agencias administrativas ambientales justamente tienen como misión encargarse de ello, pero revestidas de elementos de gobernanza ambiental, lo que implica permitir ejercer muchos de los derechos de acceso ambiental mediante procedimientos administrativos. Es una conjunción donde prima el interés público ambiental, pero a partir de también permitir que los ciudadanos se involucren en ese interés público.

El asignar a estos arreglos institucionales la función del bien común ambiental, cuidar la naturaleza o permitir un adecuado uso de los recursos naturales sin generar inestabilidad social o impactos ambientales, pese a los avances normativos en la planificación ambiental o la ejecución de proyectos de extracción de recursos, no ha tenido resultados exitosos. Es más, el Acuerdo de Escazú refuerza la posibilidad de la colaboración en la conservación de la biodiversidad en espacios transfronterizos (López-Cubillos et al., 2022, pp. 9-11), donde emergen amenazas de ilicitudes contra la naturaleza cada vez más graves. Por ello, reforzar este interés público con la concretización de los derechos procedimentales ambientales se hace necesario y urgente.

La siguiente tabla resume esta intersección entre la gestión ambiental y los derechos procedimentales ambientales en el Perú.

Tabla 2. Intersección de la gestión pública y los derechos procedimentales ambientales

Derechos procedimentales

Gestión ambiental

Conservación mediante áreas protegidas

Uso sostenible de los recursos naturales

Acceso a la información

Acceso a instrumentos de gestión como límites máximos permisibles, estándares de calidad ambiental, etc.

Acceso a instrumentos de planeamiento como el Plan Director de Áreas Protegidas y planes maestro por cada área

Acceso a los estudios de impacto ambiental y programas de adecuación ambiental de proyectos de explotación de recursos

Participación ciudadana

Participación en la Comisión Ambiental, comisiones regionales y locales

Participación en los comités de gestión de las áreas protegidas nacionales y regionales

Participación en la aprobación de las licencias ambientales y los programas de vigilancia comunitaria

Acceso a la justicia

Acción de amparo a la falta de acceso o imposibilidad de participar en espacios de diseño de políticas o normativas

Acción de amparo cuando se vulneran los espacios de protección definidos en las áreas protegidas

Acción de amparo por incumplimiento de obligaciones de los estudios ambientales y otros delitos ambientales (contaminación, deforestación, degradación)

Defensores ambientales

Elaboración de políticas, normativas, programas e instrumentos de protección de defensores, con partidas presupuestarias

Implementación de mecanismos de vigilancia comunitaria para salvaguardar las áreas protegidas por comunidades aledañas

Mecanismos de vigilancia forestal, minera y de hidrocarburos donde participan miembros de comunidades

Fuente: elaboración propia.

VII.3. Desafíos de la implementación de las obligaciones ambientales constitucionalizadas

Desde los arreglos institucionales que hemos visto, encontramos dos problemas principales a afrontar con las obligaciones ambientales y los derechos procedimentales en su implementación:

  1. La baja participación y transparencia en la primera etapa de planificación, con planes de ordenamiento territorial o planes de desarrollo que no incluyen mecanismos de participación activa, divulgación de información ambiental o mecanismos de queja administrativa. Estos vacíos traen algunas consecuencias, como la falta de legitimidad y eficacia de las decisiones administrativas ambientales.
  2. Los efectos de las licencias y autorizaciones de explotación de recursos naturales van más allá de un poder o control sobre el recurso natural, generan derechos y establecen obligaciones ambientales, y pueden cambiar el territorio e introducir diferentes formas de usar los recursos naturales que podrían afectar negativamente el derecho a gozar del ambiente de terceros. Asimismo, con una planificación débil del uso de los recursos naturales y sin gobernanza, cada permiso constituye una posible afectación del medio ambiente, y muchas veces los titulares de estas concesiones asumen la responsabilidad de ordenar el territorio en el área otorgada para explotar dichos recursos naturales. En ese sentido, se hace necesario reforzar este proceso con derechos procedimentales ambientales para garantizar el derecho al ambiente sano y los elementos que lo componen.

Dentro de los hallazgos que hemos encontrado en el análisis de la legislación ambiental y lo preceptuado en el Acuerdo de Escazú, encontramos cuatro desafíos de adecuación de la legislación ambiental peruana a lo señalado por este tratado internacional de derechos ambientales:

  1. La participación ciudadana en la toma de decisiones ambientales reconocida en el Acuerdo de Escazú (art. 7.1.) implica un reto de implementación en la regulación de los permisos de otorgamiento de derechos de aprovechamiento de recursos naturales, evaluación y fiscalización ambiental, y en cuanto a homogenizar los «momentos» de la participación en todos los sectores de inversión. Por ejemplo, en el sector hidrocarburos y electricidad se producen talleres de participación antes del otorgamiento del derecho o concesión; sin embargo, en el caso del sector minero no se realizan estos talleres de participación. Asimismo, la participación ciudadana durante el desarrollo de los proyectos de inversiones en minería y electricidad se diferencia de la relacionada al sector de hidrocarburos porque en este último es de carácter voluntario1; por lo tanto, el Acuerdo de Escazú implica la revisión de la regulación infraconstitucional ambiental para darle consistencia a dicha normativa.
  2. La creación de un órgano especializado para la promoción y la garantía del ejercicio del acceso a la información ambiental en el Acuerdo de Escazú (art. 5.18) implica, en el caso peruano, de dotarle de mayor autonomía a la Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Legislativo N.° 1353), lo que puede derivarse en mayor independencia de sus órganos —es decir, garantizar su autonomía en función a la elección de sus miembros, sin injerencia o competencia de órganos de línea o de dirección en el procedimiento administrativo de apelación2— o en la creación de un nuevo organismo técnico especializado, adscrito al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
  3. Las excepciones para limitar el acceso a la información ambiental propuesto por el Acuerdo de Escazú para los países que no tuvieran tal régimen en su regulación nacional (art. 5.6) no implican, en el caso peruano, el desarrollo normativo reglamentario, más que de precisar mediante lineamientos específicos, supuestos de excepción de información ambiental que se considere; es decir, el Perú no está obligado a adoptar el régimen de excepciones del Acuerdo de Escazú. Pero tampoco hay límites expresos en el sector ambiental, por lo que el Perú debe aprobar lineamientos en materia de clasificación y desclasificación de la información ambiental, aprobados a través de decreto supremo con el voto aprobatorio del Consejo de Ministros, refrendado por el presidente del Consejo de Ministros, el ministro de Justicia y Derechos Humanos, y el ministro de Economía y Finanzas (Decreto Legislativo N.° 1353, art. 5).
  4. La incorporación de la inversión de la carga de la prueba ambiental propuesta por el Acuerdo de Escazú (art. 8.3) ya ha sido recogido por la legislación ambiental peruana3. La inversión de la carga de la prueba es una opción dentro de un elenco de posibilidades no exhaustivas y no taxativas permitidas por el artículo 8.3 (no de aplicación automática ni obligatoria); es decir, se aplica opcionalmente «cuando corresponda y sea aplicable», y «considerando las circunstancias» del Estado parte. El Perú viene desarrollando la inversión de la carga de la prueba en el sector administrativo ambiental para casos particulares; por ejemplo, en un procedimiento administrativo sancionador por contaminación ambiental la obtención de esa información puede ser costosa y, además, su acceso no es igual para todos los actores que participan del procedimiento. Las partes tienen un mejor acceso a cierta información y el costo de su producción por una de las partes puede ser menor que si la produce la Administración, por lo que la autoridad administrativa ambiental utiliza la inversión de la carga de la prueba en estos casos (Gamboa, 2023, pp. 52-70).

Asimismo, esa meta de perseguir el interés público ambiental no solo depende de agencias administrativas, sino también de órganos jurisdiccionales especializados que velen por la protección de ese interés ambiental. La implementación del derecho ambiental a través del derecho administrativo es una tradición y tendencia de la regulación ambiental, así como el incremento de casos de litigio estratégico. Ambos han permitido una colaboración administrativa entre la sociedad y las autoridades administrativas y judiciales, expresada en el amicus curiae y la participación del tercero civilmente interesado, entre otras herramientas de colaboración para este y otros derechos procedimentales (LópezCubillos et al., 2021, pp. 3-7), instituciones que el Acuerdo de Escazú promueve para mejorar la administración ambiental.

Sobre el derecho procedimental de acceso a la justicia ambiental, el litigio estratégico se ha convertido en una herramienta de protección ambiental y, a la vez, de defensa de los derechos de los pueblos indígenas, siendo un campo de interseccionalidad muy común en América Latina. Un primer problema ha sido que la eficacia de los tribunales administrativos ambientales es limitada porque sus decisiones pueden ser judicializadas posteriormente y se suspende la decisión administrativa mientras no se obtenga una decisión judicial inoponible y última, con lo que el conflicto socioambiental continuará y la afectación al medio ambiente también (Johnston et al., 2020, p. 79).

De igual manera, los conflictos socioambientales se convierten en litigios constitucionales utilizando el «amparo ambiental». El incremento de la utilización del amparo como remedio judicial constitucional está respaldado por las obligaciones constitucionales impuestas al Estado para proteger o conservar los recursos naturales, y por reformas constitucionales y legales, así como por el Tribunal Constitucional del Perú, que ha facilitado el uso de ese recurso tras el retorno pleno a la democracia el año 2000. No obstante, en las últimas dos décadas se puede apreciar la falta de conocimiento del derecho ambiental por parte de los órganos administrativos y judiciales, aunque esto se viene revirtiendo en los últimos años. Este aumento de casos judiciales y administrativos ambientales, producto del activismo judicial y el rol de organizaciones no gubernamentales, ha ido a la par de promover mecanismos de participación para solucionar conflictos socioambientales. Las mesas de diálogo, los diálogos tripartitos (Estado, empresas y sociedad civil), los mecanismos de queja y otros mecanismos de solución de conflictos no voluntarios, que son preventivos y menos costosos, han ayudado al ejercicio de este derecho de participación y a evitar el desarrollo de litigios.

De hecho, el modelo peruano, proveniente de la tradición legal del civil law, está pensado sobre todo en los términos prescriptivos del derecho; sin embargo, esta tradición está siendo superada con una aproximación preocupada por la efectividad de las normas ambientales y por lograr arreglos políticos e institucionales de gobernanza ambiental, donde se vuelve necesario que el carácter prescriptivo del derecho a gozar del ambiente se integre y se ejerza también mediante los derechos procedimentales en las acciones de la gestión pública, en las políticas ambientales de los diferentes niveles de gobierno y en el cumplimiento de la regulación ambiental.

Finalmente, vale comentar que otra característica de la regulación ambiental que podrá ser potenciada por el Acuerdo de Escazú y que no ha sido analizada a profundidad por el sector privado es la inclusión de obligaciones ambientales privadas, reguladas por el derecho civil (Prityi et al., 2020, pp. 48-49), a ser tratadas en sede administrativa o judicial. Si bien es cierto que viene creciendo el uso del argumento jurídico de responsabilidad por daño ambiental por parte de tribunales administrativos y judiciales, existe desconfianza ciudadana sobre la idea de que los procesos civiles o administrativos resuelvan conflictos socioambientales de manera eficiente, oportuna y de bajo costo. Esta desconfianza permanece en la ciudadanía al considerarlo un sistema excluyente de acceso a la justicia cuando realmente, por ejemplo, grupos excluidos de la justicia ambiental pueden recurrir a estos mecanismos, que atienden casos de responsabilidad ambiental. Hay procesos judiciales y administrativos que han tomado tiempo y no han sido reparadores de derechos, como es el caso del reciente derrame de petróleo en el litoral peruano por parte de la empresa Repsol o el caso de contaminación por Chevron Texaco en Ecuador. Estos son mecanismos útiles como complemento a otros enfoques legales y administrativos como el reconocimiento de los derechos procedimentales.

VIII. CONCLUSIONES

Queda claro que la regulación ambiental, ya sea internacional o nacional, pasa por la participación indispensable y soberana de los Estados (Schrijver, 2021, p. 110). Ciertamente, en la región de América Latina y el Caribe existe un desarrollo desigual de la regulación ambiental, para lo cual el Acuerdo de Escazú se convierte en un mínimo común denominador de cumplimiento para los Estados parte, superando vacíos o lagunas de sus legislaciones nacionales (French & Kotzé, 2019, p. 29) al momento de evaluar su implementación por la Conferencia de las Partes del Acuerdo de Escazú y sus órganos auxiliares, como es el Comité de Apoyo e Implementación. Para muchos países, el Acuerdo de Escazú implica un desafío muy importante por el poco desarrollo legislativo y reglamentario de los derechos procedimentales ambientales, pero en casos como el de Perú, que tiene una rica experiencia en la regulación ambiental, se debe definir claramente cuáles son sus brechas de implementación.

Si Perú ratifica el Acuerdo de Escazú, el ejercicio de concordancia y ajuste de la legislación nacional a este tratado internacional implicará una serie de retos de implementación. Estos retos no comprenden grandes esfuerzos de cambios normativos, institucionales y procedimentales, lo que quiere decir que se deben realizar acciones de adecuación de la legislación nacional al acuerdo, como establecer lineamientos específicos de excepciones de acceso a la información ambiental considerada reservada, secreta y confidencial; uniformizar la participación ambiental en el uso de los recursos naturales, sin que ello implique trasladar la función de aprobación de la licencia ambiental a los ciudadanos (Del Valle Mora, 2020, p. 111); aclarar el uso procedimental de la herramienta de la inversión de la carga de la prueba ambiental en la sede administrativa y judicial; implementar medidas de protección para los defensores ambientales; etc. (Gamboa, 2023, pp. 49-70).

El Acuerdo de Escazú coadyuvará a identificar estos desafíos de implementación y posibilitará que los ciudadanos participen en esa construcción política, normativa e instrumental. Ello podría implicar cambios estratégicos para la institucionalidad pública y adelantar la deliberación pública de lo ambiental, esperando que con ello se puedan solucionar los conflictos socioambientales antes de que escalen a un punto de crisis o violencia sin punto de retroceso.

Asimismo, los efectos constitucionales del Acuerdo de Escazú permiten complementar y reforzar lo ya establecido por la Constitución del Perú, así como los principios y criterios de interpretación desarrollados por el Tribunal Constitucional del Perú en estas últimas dos décadas. Estas implicancias constitucionales son las siguientes:

Como señalábamos al inicio de nuestras conclusiones, es necesaria la soberanía estatal para llevar a cabo las obligaciones ambientales, pero es insuficiente para su implementación, y es ahí donde urge el ejercicio de los derechos ambientales. Sin embargo, tanto en el Perú como en otros países se expresó la preocupación de los gremios empresariales por el posible impacto del Acuerdo de Escazú sobre la seguridad jurídica de las inversiones y el aumento del costo de sus operaciones a nivel territorial, así como por las barreras legales e institucionales que supuestamente representaría el ejercicio de estos derechos procedimentales ambientales (Marañón Tovar, 2021, pp. 14-19). Esta preocupación, cabe indicar, no tiene un claro sustento y hemos encontrado evidencias que la justifiquen en el análisis constitucional realizado; es decir, no tienen fundamento a menos que se considere que la emergencia de estos derechos sea una limitante para el uso de los recursos de la naturaleza. No obstante, cerca de tres décadas de experiencia en estas actividades nos indican que los déficits de derechos procedimentales ambientales han tenido como efecto un impacto negativo en el ambiente, así como el incremento de conflictos socioambientales que se desarrollan fuera de los marcos políticos, legales e institucionales diseñados para dicho efecto. En consecuencia, el ingreso del Acuerdo de Escazú al derecho nacional peruano traería más ventajas que desventajas para la protección ambiental en el país, aportando así a cumplir con las obligaciones ambientales emanadas de la Constitución del Perú.

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Recibido: 30/10/2022
Aprobado: 15/01/2024


1 Normas sobre participación ambiental: Reglamento de Participación Ciudadana para la realización de Actividades de Hidrocarburos (Decreto Supremo N.° 002-2019-EM), Reglamento de Participación Ciudadana en el Subsector Minero (Decreto Supremo N.° 028-2008-EM), Reglamento para la Protección Ambiental en las Actividades Eléctricas (Decreto Supremo N.° 014-2019-EM) y Lineamientos para la Participación Ciudadana en las Actividades Eléctricas (Resolución Ministerial N.° 223-2010-MEM-DM).

2 Normas relacionadas a la autoridad de transparencia ambiental: Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Legislativo N.° 1353), Reglamento del Decreto Legislativo N.° 1353 que crea la Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Supremo N.° 019-2017-JUS), Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Ley N.° 27806), y Decreto que Fortalece el Tribunal de Transparencia y Acceso a la Información Pública (Decreto Legislativo N 1416).

3 El uso de la inversión de la carga de la prueba por parte de la autoridad nacional debe ponderarse en función a la presunción de licitud e inocencia (Ley N.° 27444, art. 248); y aplicarse en mandatos particulares exigibles para los administrados para que realice «determinadas acciones que tengan como finalidad garantizar la eficacia de la fiscalización ambiental» (Ley N.° 29325, art. 16-A). El deber del administrado que tiene en su poder bienes del patrimonio forestal es «demostrar el origen legal de estos» (Ley N.° 29763, art. II, num. 10).

* Este artículo es parte del trabajo de fin de máster con que el autor optó al grado universitario del magíster en Democracia y Buen Gobierno por la Universidad de Salamanca (2022). Asimismo, el autor obtuvo el Premio Extraordinario de Máster Universitario en la Universidad de Salamanca durante el curso académico 2021/22. El autor quisiera agradecer a su tutor doctoral, Dr. Augusto Martín De la Vega, por su apoyo en esta investigación.

** Alumno del Programa Doctoral «Estado de Derecho y Gobernanza Global» de la Universidad de Salamanca (España). Abogado y doctor en Derecho y Ciencia Política por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). Asesor senior de Derecho, Ambiente y Recursos Naturales (DAR).

Código ORCID: 0000-0002-0706-765X. Correo electrónico: cesar.gamboa@usal.es



https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.002

La protección penal internacional del medio ambiente: hacia el delito de ecocidio

International Criminal Protection of the Environment: Advancing Towards the Crime of Ecocide

MARÍA DEL MAR MARTÍN ARAGÓN*

Universidad de Cádiz (España)


Resumen: Este estudio se centra en tres aspectos fundamentales relacionados con la protección internacional del medio ambiente. Así, tras una breve aproximación al estado de la cuestión medioambiental en relación a la situación de emergencia climática que enfrentamos, se aborda la cuestión del medio ambiente como un derecho humano. A continuación, se aborda el desarrollo histórico de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas. Finalmente, se profundiza en la propuesta de definición de ecocidio y las modificaciones sugeridas para el Estatuto de Roma, destacando la labor de la Fundación Stop Ecocidio y otras iniciativas en ese sentido. Este enfoque busca contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente a nivel internacional, explorando estos tres ejes centrales.

Palabras clave: Ecocidio, medio ambiente, delitos contra el medio ambiente, protección penal del medio ambiente, derecho penal internacional

Abstract: This study focuses on three fundamental aspects related to the international protection of the environment. Thus, after a brief overview of the environmental situation concerning the climate emergency we face, the issue of the environment as a human right is addressed. Subsequently, the historical development of ecocide in the context of the United Nations is examined. Finally, there is an in-depth analysis of the proposed definition of ecocide and the modifications suggested for the Rome Statute, highlighting the work of the Stop Ecocide Foundation and other similar proposals. This approach aims to contribute to the development of international environmental criminal protection by exploring these three central axes.

Keywords: Ecocide, environment, crimes against the environment, criminal protection of the environment, international criminal law

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL MEDIO AMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO.- III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO.- III.1. LA APARICIÓN DEL TÉRMIMO «ECOCIDIO» EN EL CONTEXTO DE CONFLICTOS ARMADOS Y GUERRAS.- III.2. LOS INTENTOS DE CONEXIÓN ENTRE ECOCIDIO Y GENOCIDIO.- III.3. RETORNO A LOS DAÑOS AL MEDIO AMBIENTE: ABANDONO DEL TÉRMINO «ECOCIDIO».- III.4. RENACER DEL DEBATE: HACIA LA INCLUSIÓN DEL ECOCIDIO EN EL ESTATUTO DE ROMA.- IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO.- V. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

En la actualidad podemos decir que, desde el año 2023, la destrucción de los ecosistemas naturales ya es prácticamente irreversible en demasiados aspectos, que el cambio climático es una realidad tangible y que el aumento del nivel del mar será inevitable durante «siglos o milenios» como consecuencia del calentamiento continuado de los océanos y el deshielo global (Lee et al., 2023, p. 18). El ataque continuado e indiscriminado provoca no solo un daño directo en el medio ambiente, sino también la desaparición de ciertos ecosistemas que permitirían atenuar de alguna forma los efectos del cambio climático. Así, la deforestación y degradación de los bosques supone la pérdida de las mayores reservas de carbono y biodiversidad de la Tierra (Naciones Unidas, 2023). Además, tampoco podemos perder de vista que la contaminación marina, el calentamiento global, la deforestación masiva, la destrucción de ecosistemas y el cambio climático se combinan con el tráfico ilegal de especies protegidas para dar lugar a un alto riesgo de extinción de numerosas especies animales y vegetales. En concreto, un millón de especies en el mundo se encuentran en peligro de extinción, de acuerdo con la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (ONU, 2023).

La situación de emergencia climática que enfrentamos en la actualidad, y que trae causa de años de desatención del medioambiente como bien jurídico a proteger, no solo afecta a los ecosistemas y la biodiversidad, sino también a la vida humana, conllevando fatales consecuencias como «escasez alimentaria, pérdida de viviendas e infraestructuras, migración de población, etc.» (ONU, 2023, p. 38). Sin embargo, el impacto que causa no afecta por igual a todas las regiones ni a todas las comunidades. En este sentido, las investigaciones ponen de manifiesto (Adger, 2006; Cutter et al., 2006) que la vulnerabilidad humana y de los ecosistemas son variables interdependientes, lo que significa que quienes cuentan con mayores obstáculos para el progreso se encuentran también en una situación de mayor exposición a los peligros climáticos.

Paradójicamente, las comunidades más afectadas son quienes menos han contribuido al deterioro del medio ambiente (Lee et al., 2023). Así, por ejemplo, zonas urbanas situadas en áreas bajas o pequeñas islas se ven especialmente expuestas al aumento del nivel del mar, lo que afecta cuestiones tan elementales como su economía, salud o bienestar, viéndose sus comunidades forzadas a desplazarse (ONU, 2023). En concreto, en el año 2021 fueron 22,3 millones de personas las que tuvieron que abandonar su lugar de residencia por estos motivos (Observatorio de Desplazamiento Interno y Consejo Noruego para Refugiados, 2022). En este contexto, las personas pueden enfrentar situaciones de vulneración de derechos humanos, especialmente las mujeres y los niños, que suelen ser la población desplazada más numerosa y, además, no gozan del estatus de protección de las personas refugiadas, ya que no reúnen los requisitos de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018). En cambio, los países que pueden ser señalados con una mayor cuota de responsabilidad en la crisis climática invierten mayores esfuerzos económicos en asegurar sus fronteras que en mitigar y poner fin a las causas que generan este éxodo humano, causado precisamente por la sobreexplotación y mala gestión del medio ambiente (Miller et al., 2021). Si nos centramos en los ecosistemas terrestres, se observa cómo el mayor deterioro de las superficies forestales a nivel mundial también afecta en mayor medida a países en desarrollo ubicados en América Latina, el Caribe, África subsahariana y el Sudeste asiático (ONU, 2023).

Pese a que la protección de la biodiversidad, de los ecosistemas, de la fauna, la flora y los recursos naturales debería haber sido una cuestión de primer orden en el ámbito de los Estados, la introducción de estos asuntos en la agenda internacional como una apuesta firme es relativamente nueva. Ante los desalentadores datos que nos muestra la evidencia científica, en los últimos tiempos el daño al medio ambiente se ha convertido en una preocupación creciente en la comunidad internacional y ponerle freno es una de sus prioridades. Así, el plan de acción conocido como Agenda 2030, aprobado por las Naciones Unidas en 2015, incluyó dentro de los diecisiete Objetivos de Desarrollo Sostenible tres específicamente encaminados a la protección del medio ambiente: el 13, «Acción por el Clima»; el 14, «Vida Submarina»; y el 15, «Vida de Ecosistemas Terrestres» (Resolución 70/1, 2015). Uno de los más recientes ejemplos es la adopción en marzo de 2023 del «Acuerdo en el Marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar relativo a la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica marina de las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional» (2023), comúnmente conocido como «Tratado de Alta Mar». En este instrumento se reconoce de forma expresa la degradación de los ecosistemas marinos y la pérdida de biodiversidad a causa, principalmente, del cambio climático y la contaminación.

La intensificación de esta conciencia medioambiental también se ha visto impulsada por el incansable movimiento activista y el tejido asociativo existente alrededor de los valores ecologistas y protectores del medio ambiente. Y es que la concienciación es un elemento fundamental junto a la sensibilización para prevenir y actuar contra la devastación de los ecosistemas. Precisamente en septiembre de 2023 tuvo lugar en Nueva York la Cumbre sobre la Ambición Climática con el objetivo de incrementar la conciencia medioambiental y «acelerar la toma de medidas» de los «gobiernos, las autoridades comerciales, financieras y locales y la sociedad civil». Y es que los daños al medio ambiente enfrentan una especial dificultad en cuanto a su visibilización, pues pertenecen a la categoría de los «delitos invisibles». Así, su impacto social se limita a aquellos casos en que los efectos son catastróficos y prácticamente irreversibles (Roldán Barbero, 2003). Por lo tanto, la labor de concienciación y sensibilización es especialmente dificultosa porque la víctima no es individualizable ni tangible. Pero, además, hay que tener en cuenta otra cuestión fundamental que se añade a este escenario: la adecuación social no solo de las actividades que suponen un daño al medio ambiente, sino de las entidades y los individuos que las llevan a cabo, que pertenecen habitualmente a entornos adinerados, poderosos y privilegiados (Paredes Castañón, 2013).

Uno de los propósitos de este trabajo es analizar y profundizar en la compleja relación entre el medio ambiente y los derechos humanos, temática abordada en la primera sección del documento. Posteriormente, se explora el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas, proporcionando un contexto clave para la comprensión del marco normativo internacional.

A continuación, el estudio se centra en la propuesta de definición de ecocidio —un componente esencialy las posibles modificaciones al Estatuto de Roma. Este análisis se adentra en la detallada evaluación de la propuesta presentada por la Fundación Stop Ecocidio, junto con la consideración de otras iniciativas conexas.

En resumen, este trabajo persigue contribuir al desarrollo de la protección penal del medio ambiente desde una perspectiva global, explorando tres ejes centrales: la consideración del medio ambiente como un derecho humano, el desarrollo histórico del concepto de ecocidio en la ONU, y las propuestas actuales para su tipificación y sanción. Estos objetivos se plantean con la finalidad de enriquecer la comprensión y el debate en torno a la protección jurídica del medio ambiente en el ámbito internacional.

II. EL MEDIOAMBIENTE COMO UN DERECHO HUMANO

La definición del medioambiente no es única, ya que varía según la perspectiva de la disciplina que aborde su estudio. En este trabajo se va a atender a la definición facilitada en el artículo 8 ter, numeral 2, literal e del Comentario del Panel de Expertos encargado de la definición de ecocidio; esto es: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021). Se pretende con esta conceptualización cumplir con el principio de legalidad penal, que exige una delimitación clara y precisa del bien jurídico a proteger (Lledó, 2022). Este concepto, que se entiende desde una perspectiva de interacción de los distintos elementos (Steffen et al., 2020), es similar al que el Tribunal Constitucional español expuso en su sentencia 102/1995 del 26 de junio de 1995:

El medio ambiente no puede reducirse a la mera suma o yuxtaposición de los recursos naturales y su base física, sino que es el entramado complejo de las relaciones de todos esos elementos que, por sí mismos, tienen existencia propia y anterior, pero cuya interconexión les dota de un significado trascendente más allá del individual del cada uno. Se trata de un concepto estructural cuya idea rectora es el equilibro de sus factores (f. 6).

En cualquier caso, nos encontramos ante un bien jurídico supraindividual, por cuanto que el perjuicio se causa a un colectivo, trascendiendo la mera individualidad. Pero, además, el medio ambiente como bien jurídico presenta una peculiaridad y es que protege un interés difuso, ya que afecta «a toda una colectividad» (Sentencia 529/2012, 2012). Alastuey Dobón (2004) va más allá y señala que «el medio ambiente es condición de la vida de las generaciones futuras, no sólo en el sentido de la subsistencia, sino también en lo que respecta al ejercicio de los bienes jurídicos de esas generaciones» (p. 39). Así, Borrillo (2011) habla de la «conducta ecológicamente razonable» para referirse a la obligación de restituir a las generaciones futuras un entorno «que no se encuentre sustancialmente alterado» (p. 5), en una analogía con el usufructo.

El medio ambiente se articula así en torno a una doble dimensión: una ecocéntrica, en cuanto a bien jurídico a proteger en sí mismo considerado; y una antropocéntrica en la medida que supone el reconocimiento del derecho al medio ambiente del ser humano y, en concreto, el derecho a uno adecuado para la vida. Este concepto integrador es el manejado por autoras como Matellanes Rodríguez (2008) al entender que la protección al medio ambiente debe velar por la conservación de los sistemas naturales para alcanzar un nivel de calidad de vida y de desarrollo adecuados para el ser humano.

Así surge, por lo tanto, la idea de obligación de protección del medio ambiente por el derecho que todas las personas tienen al mismo en unas condiciones que garanticen una calidad de vida digna. La superación de la protección de un derecho individual pone el foco en la importancia de proteger como comunidad un bien que nos es dado en unas condiciones que debemos cuando menos preservar, o incluso mejorar para generaciones posteriores. No se trata por tanto de proteger mi derecho al medio ambiente, sino el derecho de la humanidad al mismo. En este sentido, Bonilla Sánchez (2015) apunta al reconocimiento por un sector de la doctrina del derecho al medio ambiente como un «derecho prestacional, porque vale para mejorar la calidad de vida de los que estamos en sociedad» (p. 76). Esta dualidad característica del medio ambiente fue reconocida a nivel internacional en la Conferencia de Estocolmo de 1972, que lo entendió, por un lado, como un derecho fundamental relacionado con la dignidad y el bienestar de las personas; y, por otro, como un objeto de protección en los siguientes términos:

el hombre tiene el derecho fundamental […] al disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las obligaciones futuras (principio 1).

También opta por esta visión antropocéntrica y de obligación generacional la Declaración de Río sobre Medio ambiente y Desarrollo de 1992 al establecer en su principio 1 que «los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza». Y este espíritu es precisamente el que se recoge en numerosas constituciones nacionales que reconocen al medio ambiente en este doble sentido de derecho y obligación. Así, por ejemplo, la Constitución Española de 1978 reconoce en su artículo 45.1, dentro del título destinado a los derechos y deberes fundamentales, que «todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo». Tal y como afirma Bonilla Sánchez (2015), un sector de la doctrina encuentra una clara conexión con el derecho de libertad por cuanto que «sirve para disfrutar de los recursos naturales, tanto material como espiritualmente» (p. 76).

Esta visión, propia del constitucionalismo clásico europeo, está siendo superada en la actualidad por las corrientes neoconstitucionalistas de América Latina, más enfocadas en ideas que abogan por implantar un «nuevo modelo de sostenibilidad socioambiental capaz de balancear el uso de los recursos económicos, valorizar la diversidad histórico-cultural e implementar una mejor calidad de vida» (Iacovino, 2020, p. 272). Así, por ejemplo, el artículo 47 de la Constitución de la República Oriental de Uruguay de 1967 dispone que «la protección del medioambiente es de interés general»; el artículo 117 de la Constitución de La República de El Salvador de 1983 que «es deber del Estado proteger los recursos naturales, así como la diversidad e integridad del medio ambiente, para garantizar el desarrollo sostenible»; y, en un sentido similar, el artículo 97 de la Constitución Política de la República de Guatemala de 1993 establece que «El Estado, las municipalidades y los habitantes del territorio nacional están obligados a propiciar el desarrollo social, económico y tecnológico que prevenga la contaminación del ambiente y mantenga el equilibro ecológico».

Avanzando en esta línea, las Constituciones de Bolivia (2009) y Ecuador (2008) suponen un paso más en su configuración del medio ambiente, partiendo de una cosmovisión que integra la filosofía andina (Imparato, 2020, citado en Iacovino, 2020) que se manifiesta en el empleo de los términos «Buen Vivir» (que procede del quechua Sumak Kawsay) en Ecuador y «Vivir Bien» (que tiene su origen en el aymara Suma Qamaña) en Bolivia (Iacovino, 2020). La Constitución ecuatoriana, en su artículo 14, reconoce el derecho de la población a vivir en un entorno saludable y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el Buen Vivir. De manera similar, la Constitución boliviana aborda este tema en su artículo 33, reconociendo el derecho a un medio ambiente saludable, protegido y equilibrado. El ejercicio de este derecho debe permitir a los individuos y las colectividades de las presentes y futuras generaciones, además de a otros seres vivos, desarrollarse de manera «normal y permanente». Resulta interesante resaltar la referencia explícita a otros seres vivos, lo que supone un claro reflejo de esa filosofía holística, de unión con la naturaleza, que el mundo andino sitúa en el centro de su concepción del mundo a diferencia del ámbito europeo, que tradicionalmente viene separando sociedad de naturaleza (Iacovino, 2020).

Coincidimos con Iacovino (2020) al considerar que este enfoque necesario supone un «magnífico manifiesto de las más avanzadas teorías constitucionales en tema de derechos humanos y Estado social» (p. 287). Precisamente, esta vinculación de los derechos humanos y la protección del medio ambiente es la senda que viene siguiendo las Naciones Unidas de forma inequívoca desde hace algún tiempo. Así, el relator especial sobre la promoción y la protección de los derechos humanos en el contexto del cambio climático reconocía expresamente esta interdependencia y la necesidad de contar con un medio ambiente saludable para poder disfrutar de los derechos humanos. A esto añadía que «el ejercicio de los derechos humanos, incluidos los derechos a la libertad de expresión y de asociación, a la educación, a la información, a la participación y al acceso a recursos efectivos, es fundamental para la protección del medio ambiente» (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018b, p. 4).

Y es precisamente en este sentido que en 2021 las Naciones Unidas reconoció el derecho a un medio ambiente saludable, limpio y sostenible como un derecho humano «importante para el disfrute de los derechos humanos» en su Resolución 48/13 de 20211; y que, por lo tanto, los daños ambientales repercuten a su vez negativamente, de forma directa e indirecta, en el disfrute de todos los derechos humanos, que, por el contrario, se ven promovidos y beneficiados por el desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente. Y de la misma forma que el cambio climático y sus devastadores efectos se dejan sentir con mayor fuerza en las comunidades más vulnerables, en correlación con el argumento anterior, también los derechos humanos de las personas que las integran se ven más afectados. Las Naciones Unidas referencia expresamente a «los pueblos indígenas, las personas de edad, las personas con discapacidad y las mujeres y las niñas» (2021). Este impacto especial supone una discriminación indirecta contra la que los Estados deben adoptar medidas de acuerdo con los Principios Marco 14 y 15 sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a). Estos principios añaden a los colectivos mencionados anteriormente en la Resolución 48/13 de las Naciones Unidas a «las minorías étnicas, raciales o de otra índole y las personas desplazadas».

A nivel jurisprudencial, distintos tribunales se han pronunciado al respecto, de forma más o menos directa, afirmando que se trata efectivamente de un derecho humano. En 2019, el Tribunal Supremo de los Países Bajos resolvía el célebre caso Urgenda c. Países Bajos (Sentencia 19/00135) entendiendo que el cambio climático era una amenaza directa para los derechos humanos y que

para asegurar la adecuada protección de las amenazas a dichos derechos causadas por el cambio climático, debe ser posible invocarlos contra cualquier estado individual, también en lo que se refiere a la anteriormente mencionada responsabilidad parcial. Esto está en línea con el principio de efectiva interpretación […] y con el derecho a la protección legal efectiva (f. 5.7.9).

Se trata de la primera demanda exitosa contra un Estado por su acción insuficiente ante el cambio climático (De Vílchez Moragues, 2022). En 2022, la Corte Suprema de Brasil, en el caso seguido contra el Gobierno brasileño por no dotar de recursos al Fondo del Clima, determinó que el Acuerdo de París es un tratado de derechos humanos y que, por tanto, prevalecía sobre las leyes nacionales (PNUMA, 2022). Esto implica, tal y como señala Ribeiro D’ávila (2022), la creación de un «marco de protección privilegiado para la mitigación y la adaptación al cambio climático, uno que asegura uno de los pilares fundamentales de la acción climática: el financiamiento».

También la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha tenido la ocasión de pronunciarse en este sentido, manteniendo la estrecha vinculación entre la protección del medio ambiente y los derechos humanos desde distintas perspectivas. Así, por ejemplo, en el caso Kawas Fernández Vs. Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas (2009), se abordaba la cuestión desde el punto de vista de cómo el cambio climático y la degradación ambiental que este conlleva afectan al efectivo disfrute de los derechos humanos. Vinculando la protección del medio ambiente, el territorio ancestral y los recursos naturales con el derecho a una vida digna, encontramos los casos Comunidad Indígena Yakye Axa Vs. Paraguay. Fondo Reparaciones y Costas (2005), y Pueblos Kaliña y Lokono Vs. Surinam. Fondo, Reparaciones y Costas (2015), que centran, además, la cuestión en la especial vulnerabilidad que enfrentan a este respecto los pueblos indígenas y tribales.

En el ámbito europeo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha reconocido la vinculación entre la afectación al derecho a la vida y la degradación del medio ambiente en casos como Öneryildiz Vs. Turquía [GS], N.° 48939/99 (2004), en el que los familiares de una persona fallecida por una explosión de metano en un vertedero municipal alegaban que las autoridades nacionales eran las responsables de dicha muerte. Efectivamente, el Tribunal entendió que la obligación del Estado de salvaguardar la vida se aplicaba también en el «contexto particular de las actividades peligrosas» (§ 90). En López Ostra Vs. España, N.° 16798/90 (1994) el TEDH da un paso más y relaciona los daños graves al medio ambiente con la lesión del derecho a la vida privada y familiar, en el sentido de que «pueden afectar al bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio» (§ 51). En este mismo sentido, en Guerra y otros Vs. Italia, N.° 14967/89 (1998) se entiende que las emisiones tóxicas no solo dañan el medio ambiente, sino que también afectan el derecho a la vida privada y familiar (§ 57), y que «la contaminación medioambiental de carácter grave puede afectar al bienestar de los individuos y privarles del disfrute de sus hogares de manera que se vea afectado su derecho a la vida privada y familiar»60).

Partiendo, pues, de la premisa de que el medio ambiente constituye un derecho humano y está íntimamente relacionado con el disfrute de otros derechos humanos, el principio 13 de los Principios Marco sobre los Derechos Humanos y el Medio Ambiente (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2018a) dispone que «los Estados deben cooperar entre sí para establecer, mantener y aplicar marcos jurídicos internacionales eficaces a fin de prevenir, reducir y reparar los daños ambientales a nivel transfronterizo y mundial que interfieran con el pleno disfrute de los derechos humanos». En 2023, en el 54.° periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos, la cuestión medioambiental aparece en tres informes del relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos. En concreto, se abordaban los efectos tóxicos de algunas soluciones propuestas para hacer frente al cambio climático (relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos, 2023a), se informaba de la visita a la Organización Marítima Internacional (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023b) y de la visita al Paraguay (Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, 2023c), todo ello como parte del tema 3 de la Agenda 2030, «Promoción y protección de todos los derechos humanos, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, incluido el derecho al desarrollo». La inclusión de la temática medioambiental en la agenda de derechos humanos supone otro reconocimiento expreso en esta misma línea que refuerza su conceptualización en estos términos.

El reciente reconocimiento del medio ambiente como un derecho humano marca un momento trascendental en el cual se aprecia un aumento en la comprensión de la interconexión entre la salud del planeta y los derechos fundamentales de las personas. Este cambio de perspectiva implica que la protección del medio ambiente no se limita a preservar recursos naturales para nuestro beneficio, sino que se convierte en una obligación legal intrínseca. La comunidad internacional ahora reconoce la dignidad inherente y el valor del entorno natural.

Al establecer el medio ambiente como un derecho humano, se construye una base sólida para abordar de manera más efectiva las violaciones ambientales graves, como el ecocidio. Este delito, al representar una amenaza masiva para la biosfera y, por ende, para la calidad de vida de las personas, se alinea directamente con la conceptualización de las violaciones de derechos humanos. La inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma se presenta como una necesidad legal que expresa la responsabilidad colectiva de la humanidad hacia la preservación de nuestro hogar común.

La consideración del ecocidio como una forma de violación de derechos humanos destaca la conexión intrínseca entre la salud del medio ambiente y el bienestar humano. Este enfoque refuerza la idea de que la degradación ambiental, especialmente cuando es resultado de acciones deliberadas y devastadoras, no solo afecta la diversidad biológica y los ecosistemas, sino que también compromete directamente los derechos fundamentales de las personas a un ambiente saludable y equilibrado.

En este contexto, el reconocimiento del ecocidio como un delito grave en el Estatuto de Roma se presenta como un paso necesario para fortalecer los mecanismos legales y fomentar una mayor responsabilidad global en la protección del medio ambiente. Este enfoque busca sancionar actos que causan daño ambiental significativo y envía un mensaje claro sobre la importancia de considerar el respeto y la preservación del medio ambiente como elementos esenciales en la agenda internacional.

III. LOS PRIMEROS ESFUERZOS POR TIPIFICAR EL ECOCIDIO

III.1. La aparición del término «ecocidio» en el contexto de conflictos armados y guerras

La primera vez que se emplea el término «ecocidio» como tal es en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad en 1970. Es el profesor Arthur W. Galston quien «propone un acuerdo internacional para prohibir el Ecocidio —la destrucción intencionada del medio ambiente» (Weisberg, 1970, p. 4). Este biólogo, director del Departamento de Botánica de la Universidad de Yale, fue quien elaboró el compuesto químico, concebido primero como fertilizante, que sería posteriormente transformado en el conocido «agente naranja», utilizado por Estados Unidos en la guerra de Vietnam. El herbicida resultó ser altamente tóxico no solo para el medio ambiente, sino también para las personas (Soler Fernández, 2017). Galston llegó incluso a desplazarse personalmente a Vietnam para monitorear el impacto del «agente naranja» y acabó concluyendo que con la fumigación de este tóxico se estaba «eliminando uno de los nichos ecológicos más importantes para el ciclo vital de ciertos mariscos y peces migratorios» (Weisberg, 1970, p. 4). Además, junto al profesor Matthew S. Meselson de la Universidad de Harvard, puso de manifiesto el importante peligro que representaba para los seres humanos, como finalmente se demostró con los estudios realizados por el Departamento de Defensa. Estas presiones llevaron a que finalmente Nixon pusiera fin a su uso (Yale Interdisciplinary Center for Bioethics, s. f.). Este riesgo para la salud humana se cifró entonces por parte de las autoridades vietnamitas en torno al medio millón de niños que nacieron con defectos físicos (Soler Fernández, 2017). Sin embargo, también en la actualidad se siguen registrando casos de niños que nacen con malformaciones congénitas como consecuencia no solo de la transmisión genética, sino también por la presencia del tóxico en las tierras de cultivo o el agua, lo que hace que «los daños causados a las diversas generaciones de aquella población sean incalculables» (Pasa et al., 2020, p. 82).

Weisberg (1970), además de titular su obra Ecocidio en Indochina, aporta al hilo del análisis de las declaraciones del profesor Galston en la Conferencia del Congreso de Estados Unidos sobre Guerra y Responsabilidad una primera definición del ecocidio, y relaciona la necesidad de su configuración con la del genocidio en su momento.

no cabe duda de que el “Ecocidio” se ha originado por la reciente preocupación de que la guerra química en Viet Nam requiere de un concepto similar al del Genocidio, relacionado con la teoría de los crímenes de guerra. […] El Ecocidio es el ataque premeditado a una nación y sus recursos contra los individuos, la cultura, la flora de otro país y sus sistemas medioambientales (p. 4).

Poco después, en 1972, y en un contexto internacional, se vuelve a emplear el término «ecocidio». Se trataba de la primera conferencia a nivel mundial para abordar específicamente la cuestión medioambiental, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, conocida como la «Conferencia de Estocolmo». En su discurso de apertura, el primer ministro sueco, Olof Palme, se refirió a la cuestión de la guerra de Vietnam empleando expresamente el término «ecocidio»:

La inmensa destrucción causada por el bombardeo indiscriminado, el uso a gran escala de excavadoras y herbicidas es un ultraje a veces denominado ecocidio, que requiere una atención internacional urgente. Sabemos que el trabajo por el desarme y la paz debe ser enfocado desde una perspectiva a largo plazo. Sin embargo, es de vital importancia que la guerra ecológica cese de manera inmediata (citado en Andersen, 2022).

También en los documentos finales de trabajo de la conferencia, si bien no con la denominación de «ecocidio», la comunidad internacional dejaba traslucir esa necesidad de protección coordinada del medio ambiente por parte de todos los países y de la instauración de una serie de medidas encaminadas a responder ante el daño y, en última instancia, repararlo en la medida de lo posible, presente en los principios 22 y 24, recogidos en el anexo II de la Conferencia, denominado Informe del Grupo de Trabajo sobre la Declaración sobre el Medio Humano (United Nations, 1972). Dichos principios señalan:

22 (ex 19). Los Estados deben cooperar para continuar desarrollando el derecho internacional en lo que se refiere a la responsabilidad y a la indemnización a las víctimas de la contaminación y otros daños ambientales que las actividades realizadas dentro de la jurisdicción o bajo el control de tales Estados causen a zonas situadas fuera de su jurisdicción.

24 (ex 23). Todos los países, grandes o pequeños, deben ocuparse con espíritu de cooperación y en pie de igualdad de las cuestiones internacionales relativas a la protección y mejoramiento del medio. Es indispensable cooperar, mediante acuerdos multilaterales o bilaterales o por otros medios apropiados, para evitar, eliminar o reducir y controlar eficazmente los efectos perjudiciales que las actividades que se realicen en cualquier esfera puedan tener para el medio, teniendo en cuenta debidamente la soberanía y los intereses de todos los Estados (p. 78).

Rodríguez Vázquez de Prada (1972) entendió esta voluntad como «preconfiguración» del futuro delito de ecocidio, ya que, aunque la mención no era expresa,que lo era la finalidad de la conferencia de proteger los derechos de la naturaleza, «lo que simultáneamente significaba —y significaque se prevea lo que va contra tales derechos (y todo lo que va contra un derecho es un delito o, al menos, una falta […])» (p. 393).

Parece claro entonces que el término nació estrechamente vinculado a contextos de guerras y conflictos armados, cuyos ataques asociados al ecocidio incluyeron diversas formas de daños masivos al medioambiente como el uso de armas de destrucción masiva, los intentos de provocar desastres naturales o el desalojo continuo de especies para satisfacer estrategias militares (De Pompignan, 2007). En este mismo sentido, Weisberg (1970) señalaba que los conflictos armados y las guerras no conocen de fronteras o límites sencillos. El nacimiento del ecocidio a la sombra y como consecuencia de conflictos armados queda patente también en la estrecha relación que guarda el término con el de «genocidio». Se traza así una línea que vuelve a hacer confluir al ser humano y a la naturaleza como un todo, pues el ataque a una parte de este binomio conlleva también un daño para la otra parte.

De forma paralela a la Conferencia de Estocolmo, se celebraron foros alternativos no oficiales en los que también se analizaba la cuestión medioambiental en términos ecocidas. Así, por ejemplo, la Cumbre de los Pueblos, que configuró un grupo de trabajo para desarrollar una Ley de Genocidio y Ecocidio; y la Conferencia del grupo Dai Dong. Esta última, de carácter no gubernamental, propuso dos proyectos relacionados con la guerra y el medio ambiente. Uno de ellos consistía en la proyección de un convenio internacional sobre el ecocidio (Soler Fernández, 2017), que sería finalmente propuesto por Richard Falk en un borrador presentado a las Naciones Unidas en 1973. El texto contextualizaba al ecocidio dentro de los conflictos armados como clara consecuencia de lo sucedido en la guerra de Vietnam: «en Indochina durante la pasada década encontramos el primer caso moderno en que el medioambiente ha sido considerado como un objetivo militar apropiado para una destrucción total y sistemática» (Falk, 1973, p. 80). En su artículo II se ofrece una definición del delito de ecocidio en los siguientes términos:

Se entenderá por ecocidio a los efectos del presente convenio cualquiera de los siguientes actos realizados con intención de deteriorar o destruir, en todo o en parte, un ecosistema humano:

  1. El uso de armas de destrucción masiva, ya sean nucleares, bacteriológicas, químicas o de otro tipo;
  2. El uso de herbicidas químicos para defoliar y deforestar bosques con fines militares;
  3. El uso de bombas y artillerías en cantidad, densidad, o tamaño tales que perjudiquen la calidad del suelo o aumentan la posibilidad de enfermedades peligrosas para los seres humanos, los animales o los cultivos;
  4. El uso de equipos de excavaciones para destruir grandes extensiones de bosque o tierras de cultivo con fines militares;
  5. El uso de técnicas desarrolladas para aumentar o disminuir las precipitaciones o que de cualquier otro modo modifiquen el clima como un arma de guerra;
  6. La expulsión forzosa de personas o animales de sus núcleos habitacionales para agilizar la persecución de objetivos militares o industriales (Falk, 1973, p. 93).

Esta propuesta de tipificación adolece, efectivamente, de ser una previsión únicamente para los ataques al medioambiente acometidos dentro del curso de conflictos armados o guerras, pese al reconocimiento expreso en el texto de que los daños irreparables al medioambiente se podían causar (y, de hecho, se habían causado) también en tiempos de paz y que en ambos casos debía ser calificado como un delito por el derecho internacional (Falk, 1973). La propuesta desprotegía así otras situaciones, igualmente lesivas para el medioambiente, que se producen al margen de conflictos bélicos y dentro de una tendencia marcada por intereses puramente económicos, políticos, corporativistas o extractivos (Pasa et al., 2020). Por citar solo algunos ejemplos especialmente conocidos y sin ánimo de exhaustividad, podríamos referirnos al desastre nuclear de Chernóbil, al dumping tóxico de petróleo del caso Chevron-Texaco en la Amazonía ecuatoriana, al vertido de crudo del buque Prestige en España o al derrame de mercurio en Choropampa. Otra cuestión importante en este texto es la presencia de un elemento subjetivo específico como la «intención de deteriorar o destruir el ecosistema», que fue objeto de un intenso debate en la Convención sobre la Guerra Ecocida de las Naciones Unidas celebrada en 1978, que se basó en la propuesta presentada por Falk (1973). Por un lado, un sector consideraba que era un elemento fundamental, mientras que otro entendía que el ecocidio era más comúnmente una consecuencia del desarrollo económico que de un ataque directo al medioambiente (Soler Fernández, 2017).

A pesar de que los esfuerzos por proteger al medioambiente a nivel internacional siguieron avanzando, la ruta era la misma: las guerras y los conflictos armados como encuadre del ecocidio. Así, la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, recogía en su artículo 1 el compromiso de los Estados a «no utilizar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles que tengan efectos extensos, duraderos o graves, como medios para producir destrucciones, daños o perjuicios a otro Estado Parte». Aunque encontramos el añadido de fines hostiles a los militares, aquellos se contextualizan necesariamente también en conflictos armados, como se extrae por ejemplo del contenido y vocabulario eminentemente bélico de la sección II, «Hostilidades», del Convenio IV, relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre; y de su anexo firmado en La Haya en 1907, cuyo capítulo 1 está dedicado a «medios de herir al enemigo, asedios y bombardeos». También la definición de hostilidades a los efectos de las Reglas de la Haya sobre Guerra Aérea, elaboradas por una Comisión de Juristas de la Haya en 1922, se refiere (más allá de su revelador título) en su artículo 1 a la «transmisión durante el vuelo de información militar para uso inmediato de una de las partes beligerantes».

En esta misma línea de proteger al medioambiente dentro de los conflictos armados, se aprueba en 1977 el Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra de 1949, que en su artículo 35.3 prohíbe hacer uso de medios que hayan sido diseñados para «causar, o de los que quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural». La protección al medioambiente la dispensa en el capítulo III, dedicado a los «bienes de carácter civil», concretamente en el artículo 55, que además de indicar que «en la realización de la guerra se velará por la protección del medio ambiente natural contra daños extensos, duraderos y graves», incluye la prohibición del artículo 35, numeral 3, que añade la prohibición cuando el uso de dichos medios comprometiera la «salud o la supervivencia de la población».

III.2. Los intentos de conexión entre ecocidio y genocidio

En 1978, como consecuencia de estos debates, se publicó un borrador elaborado por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías (en adelante, SPDPM), en concreto por el relator especial Nicodème Ruhashyankiko, para la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en el que se planteaba la ampliación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 para incluir el ecocidio en la misma. Al ecocidio se dedicaba el apartado 2 del capítulo IV, denominado «Efectividad de las medidas internacionales existentes sobre el genocidio y la posibilidad de tomar nuevas acciones internacionales». En el apartado a, «Ecocidio como un crimen internacional similar al genocidio», se traía de nuevo a colación la similitud con el genocidio, pero como novedad se hace expresa referencia en la propuesta del articulado a la configuración del delito de ecocidio en tiempos «de paz o de guerra» (Ruhashyankiko, 1978, p. 129). En la tipificación de las conductas se recupera íntegramente la propuesta por Falk (1973). A este respecto, el Reino Unido se manifestó contrariamente a la inclusión del ecocidio en los siguientes términos:

No existe una definición del término ‘ecocidio’ y podría parecer que el término no es capaz de albergar ningún significado preciso. El término ha sido utilizado en ciertos debates con fines de propaganda política y sería inapropiado intentar establecer disposiciones en un convenio internacional para tratar cuestiones de este tipo (Ruhashyankiko, 1978, p. 130).

En el apartado b, «Ecocidio como crimen de guerra», se abordaba la cuestión desde esta configuración partiendo precisamente de una consideración similar a la expuesta por Reino Unido; esto es, que el término carece de un significado preciso, pero que sí se le puede encuadrar dentro de violaciones de leyes de guerra fundamentales, lo que lo convierte en un crimen de guerra (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). Se cita para sustentar esta postura a Fried (1973), que mantiene que, aunque el contenido del ecocidio se puede entender, es un término que no está legalmente definido que engloba varias formas de «devastación y destrucción que tienen en común la intención de dañar y destruir la ecología o geografía en detrimento de la vida humana, animal y vegetal» (p. 43). El problema desde este punto de vista estriba, por tanto, en la dificultad de concretar en qué actos concretos se materializa el delito, si bien esto no pareció un obstáculo para Falk (1973). Se cita también en el informe, como una propuesta encuadrada en los crímenes de guerra, la que remitió el senador estadounidense Claiborne Peel al Senado en un intento de hacer un borrador de un tratado de guerra geofísica, donde prohibía «cualquier acción militar destinada a modificar el clima, produciendo terremotos, o interfiriendo con las aguas o los sistemas oceánicos» (Ruhashyankiko, 1978, p. 131). En esta misma línea argumentativa, se hace también referencia a las enmiendas a los Convenios de Ginebra de 1949 sobre la protección a víctimas de conflictos armados internacionales presentadas durante la Conferencia de reafirmación y desarrollo de la Ley Humanitaria Internacional de Conflictos Armados de 1974, ya mencionadas anteriormente.

En el apartado c, «Prohibición de influir en el medioambiente y el clima con fines militares o de otro tipo», se hace referencia a posturas como la que guía la Convención sobre la Prohibición de Utilizar Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles, aprobada en 1976 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, ya comentada anteriormente.

De todo esto, el informe concluye que la cuestión del ecocidio ha sido abordada desde contextos distintos al del genocidio, lo que lleva al relator especial a considerar que «una extensión generalizada de la idea de genocidio a casos que solo pueden tener una relación muy lejana con el mismo puede perjudicar la efectividad de la Convención sobre el genocidio» (Ruhashyankiko, 1978, p. 134). Efectivamente, extender las conductas de genocidio para que lleguen a abarcar las de ecocidio podría suponer una desvirtuación de aquellas; no obstante, también es cierto que puede afirmarse su similitud dentro de la independencia de la configuración de cada uno de los delitos.

Sin embargo, estos intentos no prosperaron y la cuestión del ecocidio permaneció en estado de suspensión hasta 1985 con el informe del relator especial Benjamin Whitaker para la SPDPM, lo que suponía un seguimiento del informe de Ruhashyankiko de 1978. En el párrafo 33 se recoge la voluntad de algunos miembros de esta subcomisión de ampliar el término «genocidio» para incluir también el de «etnocidio» (entendido como genocidio cultural) y el de «ecocidio», aportándose una definición en los siguientes términos:

Las alteraciones nocivas, a menudo irreparables, del medio ambiente —por ejemplo, por explosiones nucleares, armas químicas, contaminación grave y lluvias ácidas, o la destrucción de las selvas pluvialesque amenazan la existencia de poblaciones enteras, ya sea deliberadamente o por negligencia culposa (Whitaker, 1985, p. 17).

Aunque la inclusión de las nuevas vertientes del genocidio —esto es, etnocidio y ecocidioestaba recibiendo apoyos de cierto sector de las Naciones Unidas especialmente preocupado con la destrucción de las culturas y comunidades indígenas, también existían fuertes opiniones que sostenían que lo correcto era entender estos actos como crímenes de lesa humanidad. De nuevo nos encontramos con que la configuración del ecocidio como un tipo específico del genocidio vuelve a suponer un obstáculo para su reconocimiento. Así, la cuestión volvió a ser pospuesta para otro momento bajo la premisa de que «debería seguir analizándose el problema, e incluso si no existiera consenso habría que estudiar la posibilidad de redactar un protocolo facultativo a ese respecto» (Whitaker, 1985, p. 18). Posteriormente, el relator especial Mubanga-Chipoya, miembro también de la SPDPM, presentó una resolución preliminar como continuación del informe de Whitaker, en la que se recoge la sugerencia de los miembros de que efectivamente Whitaker debía continuar con el estudio de las nociones de etnocidio y ecocidio (Mubanga-Chipoya, 1985). No obstante, por motivos que no constan en ninguno de estos informes, los esfuerzos iniciales de la SPDPM por avanzar en la configuración del ecocidio se diluyeron y desaparecieron (Gauger et al., 2012).

Tan solo un año después, en 1986, la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas (en adelante, CDI) introdujo la propuesta del relator especial Doudou Thiam sobre incluir los delitos contra el medio ambiente en la lista de crímenes contra la humanidad del Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad, y más precisamente dentro del artículo 12 («Actos constitutivos de crímenes contra la humanidad»), en los siguientes términos: «son crímenes contra la humanidad: 4. Toda violación grave de una obligación internacional de importancia esencial para la salvaguardia y la preservación del medio humano» (ONU, 2007, p. 18).

III.3. Retorno a los daños al medio ambiente: abandono del término «ecocidio»

En 1987, durante el 39.° periodo de sesiones de las Naciones Unidas, celebrado entre el 4 de mayo y el 17 de julio de dicho año, vuelve a aparecer el «ecocidio», en concreto para referir a la falta de oposición del relator Pawlak a que se incluyera el término como «expresión general de la necesidad de proteger y preservar el medio ambiente» (ONU, 1989, p. 59).

En 1989 desaparece el «ecocidio» y se retoma la nomenclatura de «daños al medio ambiente», sin que «exista constancia alguna de las razones ni se consigne al menos un breve debate sobre el punto» (Lledó, 2022, p. 625). Así, el relator Thiam presentó una reformulación, incluyendo los daños al medio ambiente dentro del artículo 14 («Crímenes contra la humanidad»): «constituyen crímenes contra la humanidad: 6. Todo daño grave e intencional causado a un bien de interés vital para la humanidad, como el medio humano» (ONU, 2007, p. 18). La referencia al tipo subjetivo doloso era una exigencia de ciertos miembros que entendían que en los crímenes contra la humanidad se presuponía la intencionalidad.

Finalmente, el proyecto se aprueba en 1991 y la cuestión se zanja dedicando el artículo 26 a los «Daños intencionales y graves al medio ambiente», que tomaba prácticamente de forma íntegra la regulación del Protocolo I adicional a los Convenios de Ginebra de 1949«el que intencionalmente cause daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural, u ordene que sean causados tales daños […]»—, si bien se señala que la propuesta de artículo 26 «no se limita a los conflictos armados» (ONU, 1994, p. 115). En los comentarios a la propuesta se definen claramente los conceptos clave de la tipificación. Así, del medio ambiente natural se afirma que incluye «los mares, la atmósfera, el clima, los bosques y otras coberturas vegetales, la fauna, la flora y otros elementos biológicos» (p. 116). Sobre la gravedad de los daños, se puntualiza que se debe atender a la consideración de la magnitud, la persistencia y la extensión de los mismos. Con la intencionalidad se apuntaba a que el propósito específico era causar ese daño. Este aspecto generó grandes controversias por cuanto que, así configurado, quedaban fuera todos aquellos casos en los que hubiera efectivamente un ataque doloso, pero cuya finalidad expresa no fuera causar ese daño al medio ambiente. Así, el sector que sostenía las críticas a esa parte de la redacción entendía que esto entraba en contradicción con el artículo 22 y que, por tanto, aunque mediara por ejemplo un afán de lucro con el ataque, si ello suponía la violación deliberada de reglamentos protectores del medio ambiente, se podría considerar igualmente un crimen contra la humanidad, aunque no estuviera presente ese dolo específico de causar el daño al medio ambiente (ONU, 1994, p. 116). En estos términos se expresaba, por ejemplo, Austria: «como el motivo por el que se perpetra este crimen es generalmente el afán de lucro, no debe establecerse la intencionalidad como una condición para su punibilidad» (ONU, 2007, p. 19). Algunos países, como Países Bajos o Reino Unido e Irlanda del Norte, se opusieron totalmente a la inclusión de este artículo:

71. El gobierno de los Países Bajos se opone a la inclusión en el proyecto de código de los artículos 23 a 26, ya que ninguno de ellos satisface los criterios establecidos en la parte I del comentario (Países Bajos).

[…]

31. […] Los daños ambientales pueden dar lugar a responsabilidad civil y penal con arreglo a las legislaciones nacionales, pero tipificar tales daños como un crimen contra la paz y la seguridad de la humanidad sería extender demasiado el derecho internacional (Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte) (ONU, 2007, pp. 19-20).

Otros, como Estados Unidos, fueron tal vez más sutiles en expresar sus reticencias, pero dejando traslucir su nulo interés porque la cuestión medioambiental entrara a formar parte del derecho penal internacional. Además de argumentar la vaguedad de los términos en que se había formulado la propuesta, apuntaba que, «como ocurre en otros artículos, tampoco se considera plenamente en éste el complejo entramado convencional, vigente y en elaboración, respecto a la protección del medio ambiente» (ONU, 2007, p. 19). Estos tres países, que fueron los que presentaron mayores reservas, tenían un punto en común para sustentar tal postura, y es que alojaban a empresas petroleras muy importantes y beneficiosas en términos económicos (Garzón, 2019).

Aunque —tal y como se recoge en el anuario de 1996una gran mayoría de los países2 manifestaron estar a favor de mantener la regulación de los delitos contra el medio ambiente (ONU, 2007), la CDI decidió eliminar el artículo 26 en vez de introducir mejoras o reformas en lo referente a la intencionalidad, que era precisamente el aspecto que causaba mayores desacuerdos. Sin embargo, de los comentarios recogidos se puede afirmar que esta decisión no estuvo basada en un acuerdo entre las partes (Gauger et al., 2012). De hecho, ante las discrepancias existentes, lo que se propuso en 1995 fue celebrar una reunión informal «a fin de facilitar las consultas y asegurar un intercambio verdaderamente franco de opiniones» (ONU, 1997, p. 56).

Así, en la sesión N.° 47 de 1996 se constituyó otro grupo de trabajo para abordar la cuestión (ONU, 2007). Este grupo generó el informe Documento sobre los delitos contra el medio ambiente, elaborado por Tomuschat. En cuanto a la controvertida cuestión del elemento subjetivo específico que requería intencionalidad de dañar el medio ambiente, se entendía que debía mantenerse dicho requisito, aunque quedaran fuera los que se cometieran con ánimo de lucro, ya que el objetivo de esta tipificación era «hacer frente a situaciones que no pueden ser tratadas de la manera tradicional por la maquinaria ya existente para el enjuiciamiento de hechos delictivos» (Tomuschat, 1996b, p. 25). Con respecto a la configuración del delito contra el medio ambiente, se propusieron tres opciones: entenderlo como una categoría autónoma, como parte de los crímenes de guerra o de los delitos contra la humanidad (Tomuschat, 1996b). Sin embargo, en la sesión 2431 de 1996, la primera opción no fue sometida a la votación del grupo de trabajo a pesar de la oposición de Szekely, que recordó al presidente Mahiou que «debería darse a los miembros la oportunidad de votar sobre las tres propuestas» (ONU, 1998, p. 15).

En cualquier caso, el término «ecocidio» y también el artículo 26 desparecieron definitivamente de lo que sería el futuro Estatuto de la Corte Penal Internacional (en adelante, CPI), finalmente aprobado en 1998. Esta «misteriosa» desaparición no pasó desapercibida para quienes participaron en el proceso.

No se puede evitar la impresión de que las armas nucleares han jugado un papel decisivo para muchos de los que han optado por la versión final del texto que ha sido reducido hasta tal punto que sus condiciones de aplicabilidad casi nunca se darán incluso aunque la humanidad haya pasado por las catástrofes más atroces a causa de acciones conscientes de quienes estaban completamente al tanto de las fatales consecuencias que sus decisiones acarrearían (Tomuschat, 1996a, p. 243).

III.4. Renacer del debate: hacia la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma

Una de las voces fundamentales en el debate del ecocidio es la de Mark Allan Gray (1996), que como novedad a todos los intentos anteriores de tipificación del ecocidio añade el criterio del «desperdicio», por entender que el ecocidio «despilfarra recursos preciosos, impide alternativas eficientes y amplía las disparidades de riqueza» (p. 218). Este elemento es el que según el autor hace de esta conducta un hecho «moralmente reprochable» y lo que permitiría elevarlo a la categoría de «crimen internacional» (p. 217). Y esta, efectivamente, como señala Serra Palao (2019), además de introducir esta novedad, es la primera vez que se trata de descomponer el concepto de ecocidio para analizar pormenorizadamente cada uno de los elementos que lo componen. No obstante, la propuesta de Gray adolecía de una visión práctica para la configuración del ecocidio (Serra Palao, 2020).

La entrada en vigor del Estatuto de Roma se produce en el año 2002 y hasta 2013 no se vuelve a abordar de forma específica la cuestión medioambiental. Es el fiscal de la CPI quien plantea la evaluación del daño ambiental como un criterio para valorar la gravedad de un hecho (Fiscalía de la CPI, 2013). Tan solo tres años después, en 2016, la propia Fiscalía vuelve de nuevo a poner el acento en el medio ambiente como elemento para valorar la gravedad de un caso y dispone que

se prestará especial atención al enjuiciamiento de los crímenes del Estatuto de Roma que se cometan mediante o que tengan como consecuencia, entre otras cosas, la destrucción del medio ambiente, la explotación ilegal de los recursos naturales o el despojo ilegal de tierras (Office of the Prosecuter, 2016, p. 14).

Aunque sea de una forma implícita, el medio ambiente comienza de nuevo a ser un tema de interés y a reavivar el debate sobre la importancia de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, sobre todo tras la inclusión en 2018 del crimen de agresión. En este sentido, son los Estados de Vanuatu y Maldivas, fuertemente golpeados —como muchos territorios insularespor las consecuencias del cambio climático, quienes solicitaron en la 18.a reunión de la Asamblea de la CPI que se vuelva a considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma. Vanuatu, tras referir la situación de emergencia climática que enfrenta, propone que «esta idea radical merece un debate serio ante las recientes pruebas científicas que muestran cómo el cambio climático supone una amenaza existencial para las civilizaciones» (Licht, 2019, p. 4). Mucho más directo y explícito resultó el Gobierno de Maldivas:

Los países en primera línea del cambio climático, como Maldivas, no pueden permitirse el lujo de negociar otro instrumento jurídico internacional para la lucha contra los delitos medioambientales. Creemos que ha llegado el momento de estudiar una enmienda al Estatuto de Roma que tipifique los actos de Ecocidio (Saleem, 2019, p. 2).

A esta petición ante la CPI se sumaría por primera vez un país europeo —Bélgicaen el año 2020, que de una forma más similar a la de Vanuatu resaltaba la oportunidad de volver sobre la «tragedia de los crímenes medioambientales graves» y la utilidad de «examinar la posibilidad de introducir los llamados crímenes de ecocidio en el sistema del Estatuto de Roma» (Wilmès, 2020).

Poco después, ese mismo año, el Parlamento Europeo aprobó dos informes relativos al ecocidio. El elaborado por la Comisión de Asuntos Jurídicos (2021) solicitaba de forma explícita, por un lado, a la Comisión que «estudie la pertinencia del ecocidio en el marco del Derecho y la diplomacia de la Unión» (p. 10), y, por otro, a la Unión que promueva «la ampliación del ámbito de competencias de la Corte Penal Internacional para que reconozca los delitos equivalentes a un ecocidio con arreglo al Estatuto de Roma» (p. 22). El otro informe provenía de la Comisión de Asuntos Exteriores (2021) y, en la misma línea, animaba a los Estados miembros y a la propia Unión a reconocer y apoyar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como una medida para «luchar contra la impunidad de los autores de delitos medioambientales a escala mundial y allanar el camino en el seno de la Corte Penal Internacional hacia nuevas negociaciones entre las partes» (p. 12).

Casi de forma paralela, la Unión Interparlamentaria aprobaba en mayo de 2021 una resolución en la que incluía una cláusula sobre el ecocidio solicitando a todos los parlamentos integrantes de la Unión que reforzaran su sistema penal

para prevenir y castigar el daño generalizado, duradero y grave al medio ambiente, ya sea causado en tiempo de paz o de guerra, y que examinen la posibilidad de reconocer el crimen de ecocidio para prevenir las amenazas y los conflictos derivados de los desastres relacionados con el clima y sus consecuencias (Standing Committee on Peace and International Security of the Inter-Parliamentary Union, 2021, p. 6).

La propuesta fue respaldada por todos los países salvo Nicaragua, India y Turquía. Estos dos últimos presentaron reservas a la totalidad del texto.

Finalmente, sería un Panel de Expertos Independientes convocado por la Fundación Stop Ecocidio el que en junio de 2021 presentaría un proyecto de enmienda al Estatuto de Roma para incluir el ecocidio (Sands QC et al., 2021).

IV. LAS CONFIGURACIONES ACTUALES DEL DELITO DE ECOCIDIO

En 2010, la activista y abogada británica Polly Higgins presentó ante la Comisión Jurídica de Naciones Unidas una definición de ecocidio: «el ecocidio es la pérdida extensiva, el daño o la destrucción generalizada de los ecosistemas de un territorio(s) determinado(s) […] de tal manera que el disfrute pacífico de sus habitantes ha sido o será gravemente disminuido» (Lescano, 2021, p. 2). Siete años después, Higgins fundaría junto a Jojo Mehta la organización Stop Ecocidio, cuya fundación benéfica Stop Ecocidio (fuente principal de recursos económicos) convocó a petición de un grupo de parlamentarios suecos un panel de expertos independientes internacionales (en adelante, el Panel) para que llevaran a cabo una definición legal de ecocidio (Stop Ecocidio, s.f.-b). Esto acabó cristalizando en junio de 2021 en una propuesta de definición del ecocidio por parte del Panel mediante la adición de un artículo 8 ter al Estatuto de Roma en los siguientes términos: «cualquier acto ilícito o arbitrario perpetrado a sabiendas de que existe una probabilidad sustancial de que cause daños graves que sean extensos o duraderos al medioambiente» (Sands QC et al., 2021, p. 5). A continuación, y como segundo párrafo de este nuevo artículo, se incluía una definición de los términos «arbitrario», «grave», «extenso», «duradero» y «medioambiente». Esta estructura guarda cierto paralelismo con la utilizada en el propio Estatuto para la tipificación de los crímenes de genocidio, lesa humanidad, agresión y crímenes de guerra. Sin embargo, no incluye, como sí lo hacen el artículo 7 —relativo a los crímenes de lesa humanidado la propuesta inicial de Falk (1973), un listado de acciones u omisiones a castigar dentro del crimen. La intención subyacente, según indica uno de los propios panelistas, era no limitar las posibles conductas, apostando así por una definición «que fuera autosuficiente y que se ajustara a lo que se necesita proteger» (Lledó, 2022, p. 635).

En cuanto al tipo objetivo, en la tipificación solo se hace referencia a la acción; no obstante, en los comentarios del documento (fuera del articulado propuesto) se explica que la conducta punible incluye tanto acciones y omisiones individuales como el cúmulo de las mismas. Esta cláusula relativa a los actos acumulados es una fórmula bastante extendida en los delitos contra el medio ambiente. Así, por ejemplo, la Directiva 2009/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo del 21 de octubre de 2009 dispone que serán infracción penal «los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua». La justificación que subyace, dada por la Unión Europea, es la siguiente:

Dada la necesidad de garantizar un elevado nivel de seguridad y de protección del medio ambiente en el sector del transporte marítimo, así como la de garantizar la eficacia del principio según el cual la parte contaminadora paga por los daños causados al medio ambiente, los casos repetidos de menor importancia que produzcan, no singularmente sino conjuntamente, un deterioro de la calidad del agua, deben considerarse infracción penal (Directiva 2009/123/CE, 2009, considerando 10).

Se trata de una aplicación de la teoría de los «delitos cumulativos» en la que el acto individual en sí mismo considerado no es suficiente para colmar las exigencias del tipo, pero sí verificaría el riesgo jurídico-penalmente relevante en el caso de realizarse de forma acumulada. Lo que se persigue con la aplicación de esta teoría al ámbito medioambiental, por tanto, no es solo evitar un daño nuevo, sino también que aumente el ya existente (De Vicente Martínez, 2017). Este entendimiento es el que ha permitido, por ejemplo, al Tribunal Supremo español condenar por vertidos en ríos que estaban previamente en un estado de deterioro muy avanzado por considerar que se estaba perjudicando la capacidad de recuperación del ecosistema (Sentencia 940/2004, 2004).

La ilicitud remite a la necesidad de que el acto esté prohibido previamente por el derecho, tanto nacional como internacional, con la intención de cubrir posibles lagunas, ya que como el propio Panel indica, el hecho de que una conducta sea lícita en el derecho interno no puede ser justificación para unos actos que son ilícitos en la legislación internacional, del mismo modo que «no hay ningún motivo para que una ilicitud nacional —en particular, una relativa al derecho penal internono forme parte de una definición en derecho internacional» (Sands QC et al., 2021, p. 10). Alternativamente, el hecho puede ser también arbitrario, de manera que un acto lícito (nacional o internacionalmente considerado) puede ser arbitrario y, por tanto, constitutivo de delito. Este término, también de amplia tradición el derecho penal internacional, nos reconduce a la idea de «hacer caso omiso de manera temeraria respecto de unas consecuencias prohibidas» (Lledó, 2022, p. 642), que en el caso del ecocidio lo constituiría un daño al medio ambiente de carácter «manifiestamente excesivo en relación con la ventaja social o económica prevista» (Sands QC et al., 2021, p. 10). La definición no está exenta de críticas en la academia y, en este sentido, Morelle Hungría (2021) señala la falta de concreción en los siguientes términos:

algunas de las acciones u omisiones derivadas de algunas actividades antrópicas pueden generar daños ambientales de gravedad, pero éstos pueden ser lícitos por lo tanto estaríamos ante una actividad lícita y no se contemplaría la posible aplicación de esta nueva modalidad criminal, ya que faltaría el requisito de la antijuricidad de la conducta (p. 7).

En lo que se refiere al objeto material, se considerarán típicos aquellos daños en el medioambiente graves, extensos y duraderos. Para dotar de contenido al término «medioambiente», el Panel ofrece su propia definición: «la Tierra, su biosfera, criosfera, litosfera, hidrosfera y atmósfera así como el espacio ultraterrestre» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Aunque se planteó la posibilidad de no definir el término para poder adaptarse a eventuales cambios en el futuro, finalmente, para respetar el principio de legalidad, se decidió elaborar un concepto únicamente a efectos del tipo de ecocidio sin mayores pretensiones (Lledó, 2022). Una vez que tenemos claro qué se va a entender por medioambiente, debemos analizar el tipo de daño punible; esto es, aquel grave, extenso y duradero. El daño tiene que reunir, por tanto, estas tres características, que han sido claramente definidas por el Panel en el documento: «se entenderá por grave el daño que cause cambios muy adversos, perturbaciones o daños notorios para cualquier elemento del medioambiente, incluidos los efectos serios para la vida humana o los recursos naturales, culturales o económicos» (Sands QC et al., 2021, p. 8); «se entenderá por extenso el daño que vaya más allá de una zona geográfica limitada, rebase las fronteras estatales o afecte a la totalidad de un ecosistema o una especie o a un gran número de seres humanos» (p. 9); y «se entenderá por duradero el daño irreversible o que no se pueda reparar mediante su regeneración natural en un plazo razonable» (p. 9).

Sin embargo, estamos ante un tipo de peligro, por cuanto que no es necesario para la consumación que efectivamente se produzca el daño, basta con que del acto ilícito o arbitrario se derive una «probabilidad sustancial» del mismo. Esta estructura ya existe en el propio Estatuto de Roma, por ejemplo, en el artículo 8, numerales 2.b.i a iii, que castiga por la comisión del acto con la intención específica de destruir total o parcialmente el grupo, con independencia de si efectivamente se produjo o no dicho resultado (Lledó, 2022). El uso de la estructura del delito de peligro obedece a la especialidad del bien jurídico y los objetos en que se concreta, y en esto coinciden doctrina y jurisprudencia, ya que los daños que se condenan (graves, extensos y duraderos) convierten en especialmente dificultoso —cuando no imposiblerestaurar el medio ambiente y sus elementos (Prat García & Soler Matutes, 2000).

Queda ahora, por tanto, determinar si estamos ante un tipo de peligro abstracto, concreto o hipotético. Aquí se entiende que estamos ante un delito de peligro hipotético, pues ni el tenor literal del tipo ni su estructura exigen un peligro concreto, sino que lo que se castiga es un «comportamiento idóneo para producir peligro para el bien jurídico protegido; la situación de peligro no es elemento del tipo, pero sí lo es la idoneidad del comportamiento efectivamente realizado para producir dicho peligro» (De Vicente Martínez, 2017, p. 89). En consonancia con esta idea, no sería necesario comprobar la existencia del nexo causal entre el acto y el daño, sino un «pronóstico de causalidad» respecto al acto peligroso (p. 89).

Con respecto al tipo subjetivo, el Panel quiso en su redacción dar cabida a supuestos que, partiendo de lo regulado en el artículo 30 del Estatuto, quedarían sin castigo, ya que este se ciñe a castigar supuestos de dolo directo. De este modo, en el ecocidio se cubren también aquellas conductas llevadas a cabo mediante dolo eventual, subjetividad que el Panel considera «suficientemente onerosa para asegurar que solo se exigirán responsabilidades de las personas con culpabilidad significativa respecto de daños graves» (Sands QC et al., 2021, p. 11). Esta previsión permite castigar estas conductas en tiempos de paz y ser más acorde con la dinámica y realidad de estos delitos, por cuanto que lo que ocurre normalmente es que las empresas, para obtener los máximos beneficios económicos, causan estos daños mediante conductas riesgosas por omitir medidas de prevención cuya implantación les supone un elevado coste (Lledó, 2022). Autores como Heller (2021) se muestran críticos con esta configuración del tipo subjetivo que califica de «profundamente confusa», apuntando a que la definición de «conocimiento» que se maneja se está refiriendo realmente a imprudencia o a dolo eventual.

La inclusión del ecocidio en el Estatuto venía acompañada con la consiguiente recomendación de enmiendas (además de la ya mencionada del artículo 8) al mismo para dotar de coherencia y aplicabilidad al precepto y su espíritu. Así, se incluye un párrafo 2 bis en el preámbulo que contextualiza el nuevo delito al señalar: «preocupados por la amenaza constante a la que el medioambiente está siendo sometido como resultado de su grave destrucción y degradación que ponen en serio peligro los sistemas naturales y humanos en todo el mundo» (Sands QC et al., 2021, p. 5); y también una letra (la «e») al párrafo 1 del arculo 5: «El crimen de ecocidio».

Esta propuesta, según indica Lledó (2022), miembro del Panel, pretendía ofrecer un concepto que pudiera ser fácilmente aceptado por buena parte de los países con la intención de integrarse a un organismo operativo y existente como la CPI. De esta forma, se entendía como un proyecto a corto plazo que supusiera el punto de partida para abordar la situación de emergencia climática.

Otra propuesta es la impulsada por Neyret (2017), que proporciona la definición de ecocidio en los siguientes términos:

actos intencionados cometidos en el contexto de una acción generalizada y sistemática que tienen un impacto adverso en la seguridad del planeta tales como los actos que se definen a continuación:

  1. La descarga, emisión o introducción de sustancias o radiaciones ionizantes en el aire, en la atmósfera, en la tierra, en las aguas o en los medios acuáticos;
  2. La recogida, transporte, recuperación o la eliminación de residuos, incluyendo la supervisión de dichas operaciones y el cuidado posterior de los vertederos, e incluidas las actuaciones realizadas en calidad de negociante o agente en el marco de cualquier actividad relacionada con la gestión de residuos;
  3. La explotación de una instalación en la que se lleven a cabo actividades peligrosas o en las que se almacenen o utilicen sustancias o compuestos peligrosos;
  4. La producción, procesamiento, manipulación, uso, posesión, almacenamiento, transporte, importación, exportación o la eliminación de material nuclear u otro tipo de sustancias radiactivas peligrosas;
  5. La muerte, destrucción, posesión o apropiación de especímenes salvajes de flora y fauna tanto si están protegidas como si no; otros actos de carácter análogo cometidos de forma intencional que afecten negativamente a la seguridad del planeta (pp. 37-38).

En lo que se refiere al tipo objetivo, en esta conceptualización, a diferencia de la llevada a cabo por Stop Ecocidio, sí que encontramos un listado de acciones concretas que van a formar parte de la definición del ecocidio, que se enuncia como un delito de resultado al exigir un «impacto adverso en la seguridad del planeta», a diferencia del tipo de peligro previsto por Stop Ecocidio. Este impacto se va a entender como producido cuando los actos mencionados anteriormente causen:

  1. Una degradación extensa, duradera y grave de la calidad del aire, de la atmósfera, del suelo, de las aguas, de la fauna y la flora o de sus funciones ecológicas; o
  2. La muerte, invalidez permanente u otras enfermedades graves incurables a una población o la despojen definitivamente de sus tierras, territorios o recursos (Neyret, 2017, p. 38).

También el objeto material es diferente. Mientras Neyret (2017) se refiere a la «seguridad del planeta», Stop Ecocidio menciona al medio ambiente como elemento diferenciador; esto es, «el ecosistema y el disfrute pacífico del mismo por sus habitantes (independientemente de la especie)» (Serra Palao, 2019, p. 40).

En cuanto al tipo subjetivo, también encontramos diferencias, ya que para Neyret (2017) se requiere necesariamente la intencionalidad, cabiendo también la imprudencia grave al referir que se entenderá que hay intención si quien lleva a cabo las conductas «supiera o debiera haber sabido que existía una alta probabilidad de que sus actos afectaran de forma adversa a la seguridad del planeta» (p. 38).

En España este debate está sobre la mesa desde que en diciembre de 2020 el Grupo Parlamentario Plural, a instancias de una diputada (Mariona Illamola) y un diputado (Jaume Alonso-Cuevillas) de Junts per Catalunya, presentara ante el Congreso de los Diputados su «Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español». Destacaba en su exposición de motivos cómo, a pesar de lo dispuesto en el arculo 8, literal b, numeral iv del Estatuto de Roma, nadie había sido enjuiciado por dichos actos, lo que evidenciaba «la necesidad de adaptar el marco normativo existente a fin de preservar un ecosistema terrestre habitable», considerando que «la Corte Penal Internacional ofrece, en este momento, el marco más adecuado y coherente a nivel mundial para la persecución del delito de ecocidio», apoyando así la propuesta de Maldivas y Vanuatu de modificación del Estatuto de Roma. Además, señalaban la pertinencia de complementar esta iniciativa con la regulación nacional de dicho delito (Proposición no de Ley para la inclusión del delito de ecocidio en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y en el Derecho Penal español, 2020, exposición de motivos).

Dos años después, en la Comisión de Transición Ecológica del Congreso de los Diputados, se aprobaba una proposición no de ley a propuesta del Grupo Parlamentario Confederal de Unidas Podemos-En Común Podem-Galicia en Común, en la que se insta al Gobierno a impulsar el ecocidio como un delito internacional en el sentido propuesto por el Panel, así como su inclusión en el Código Penal nacional. Quien presentara la propuesta, López de Uralde Garmendia, presidente de la Comisión, recordaba casos acaecidos en España que bien podrían ser considerados ecocidios a la luz de la propuesta del Panel, como el de los vertidos de la mina de Aznalcóllar en el entorno del Parque Nacional de Doñana o el vertido de crudo en las costas gallegas por el Prestige (Congreso de los Diputados, 2022).

El último de los pasos en este sentido se dio en julio de 2023, cuando se inició en el Parlamento catalán un procedimiento para llevar al Congreso de los Diputados una «Propuesta de Ley para modificar la ley del Estado 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, para incorporar el crimen de ecocidio al Tribunal Penal Internacional», redactada y registrada en 2022 por el Grup Parlamentari de la Candidatura d’Unitat Popular. En el artículo único de esta propuesta se plantea la incorporación de un capítulo denominado «Del delito de ecocidio» dentro del título XXIV de los «Delitos contra la comunidad internacional». Se tipifica así el ecocidio en un sentido bastante similar al propuesto por el Panel, lo que no es de extrañar, ya que la propuesta estaba impulsada, además de por la Xarxa per la Justícia Climàtica y la SETEM Cataluña, por Stop Ecocidio:

Todo acto ilegal o derivado de un defecto grave de previsión o de precaución cometido por estados, empresas públicas o privadas (incluyendo directores, accionistas e inversores) o individuos y grupos de individuos sabiendo que es altamente probable que cause un daño grave, extenso y duradero al medio ambiente (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, p. 3).

Una de las grandes diferencias es que aquí se hace una descripción amplia y expresa respecto de los posibles sujetos activos, en los que se incluyen también las personas jurídicas. Esto cobra especial importancia por cuanto que, tal y como apunta García Ruiz (2022), «los principales destinatarios de la norma penal ecocida no serían la mayoría de los sujetos individuales, sino aquellos que conforman las estructuras más poderosas de las sociedades, como las corporaciones y los Estados» (p. 62). A esta misma idea apuntaba ya Gray (1996) cuando ponía de manifiesto cómo este tipo de conductas acababan produciendo beneficios solo en un determinado sector poderoso y que, en caso de que se produjera algún beneficio social, se vería «ampliamente superado por los costes sociales» (p. 218).

Además, se prevé la aplicación de la prisión permanente revisable para las personas físicas (equivalente a la cadena perpetua y, por lo tanto, la pena más grave actualmente en el Código Penal español) y una indemnización económica a las víctimas por un valor mínimo de los beneficios obtenidos por parte de las personas físicas y/o jurídicas responsables del delito de ecocidio en casos

extremos, como la destrucción mayor de ecosistemas, hábitats y especies clasificadas ecológicamente de acuerdo con el Convenio sobre Diversidad Biológica de Naciones Unidas, la desviación sensible de los objetivos climáticos y los que vengan a actualizarlos o el asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias en zonas en conflicto ambiental (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, p. 3).

Esta agravación plantea ciertas cuestiones en cuanto a su penología. Se propone la prisión permanente revisable para una variante más grave del delito de ecocidio, pero que no implica un ataque a la vida humana dependiente, que es para lo que inicialmente se diseñó esta pena. Habría que plantearse la pertinencia, en términos de proporcionalidad, de la ampliación de supuestos de aplicabilidad de una pena —indeterminada, por ciertocuya constitucionalidad ha sido tan debatida, incluso tras su ratificación por el Tribunal Constitucional español. Por otro lado, con respecto a la solicitud de aplicarla en caso de asesinato de portavoces de organizaciones ambientalistas y comunitarias, debemos tener en cuenta que si se tratara de un asesinato cometido dentro de un contexto de genocidio o de lesa humanidad, ya estaría prevista su aplicación. En el supuesto de que se tratara de un asesinato fuera de dicho contexto, cuya víctima no cumpliera los requisitos establecidos en el artículo 140 del Código Penal para aplicar la prisión permanente revisable, se podría acudir a la agravante genérica del artículo 22.4 relativa a cometer el delito por motivos discriminatorios basados en la ideología o las creencias de las víctimas, lo que permitiría aplicar la pena en su mitad superior. Distinto sería si el asesinato fuera cometido por quien pertenece a un grupo u organización criminal, en cuyo caso también está prevista la aplicación de prisión permanente revisable.

Tras esta propuesta de tipificación, se insta al Estado a que apoye las iniciativas de Vanuatu y Maldivas de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma y a que tome la iniciativa de crear un grupo «de estados pilotos encargados de preparar la redacción de un proyecto de nueva convención internacional relativa a la represión del crimen de ecocidio» (Proposició de llei de modificació de la Lley de l’Estat 10/1995, 2022, pp. 3-4).

De hecho, el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reconoció en septiembre de 2023 acoger «con beneplácito esta posibilidad así como otras medidas diseñadas para ampliar la exigencia de responsabilidades por daños medioambientales, tanto a nivel nacional como internacional», en un contexto de «necesidad de combatir la impunidad de la que disfrutan personas y empresas quienes expolian en gran medida nuestro medio ambiente» (Türk, 2023). Türk insistía en la vinculación del medio ambiente con los derechos humanos —«las personas de cualquier punto del planeta quieren, y tienen derecho, a […] un medioambiente limpio, saludable y sostenible»y también en la importancia de abordar la cuestión climática desde esta perspectiva de una forma urgente —«esta espiral de daños supone una emergencia de derechos humanos»—.

Otro avance importante en la línea de configurar el delito de ecocidio a nivel europeo es la propuesta presentada en enero de 2023 por el Instituto de Derecho Europeo (en adelante, IDE) con el nombre de Informe sobre ecocidio: reglas modelo para una directiva de la UE y una del Consejo. Partiendo de la definición del Panel, el IDE ofrece la suya propia que, aunque más extensa, viene a hacer una tipificación prácticamente idéntica, aunque incluyendo lo que en el documento del Panel formaba parte de los comentarios como parte del texto, salvo en lo que se refiere a la intencionalidad:

toda conducta definida en los párrafos 4 o 5, cometida intencionalmente, que pueda causar, o contribuir de manera sustancial a causar un daño grave y duradero o un daño grave e irreparable o irreversible a un ecosistema o ecosistemas en el medio natural (IDE, 2023, p. 35).

El avance más reciente ha sido el proyecto de ley para prevenir y tipificar el ecocidio presentado en septiembre de 2023 por Alleanza Verdi e Sinistra en el Parlamento italiano, basado en la propuesta de tipificación del Panel (Stop Ecocidio, 2023).

Así, aunque la propuesta cuenta con un amplio apoyo en la comunidad internacional, con al menos veinticuatro países miembros de la CPI que están abordando la cuestión a nivel parlamentario y/o gubernamental, y docenas de otros países, lo cierto es que las mejores previsiones por parte de Stop Ecocidio auguran que el ecocidio podría ser una realidad para 2025 o 2026 (Stop Ecocidio, s.f.-a).

V. CONCLUSIONES

Preservar la biodiversidad y los recursos naturales que conforman nuestro entorno no solo constituye una responsabilidad hacia las generaciones venideras, sino también una obligación intrínseca con el equilibrio y la armonía del medio ambiente, así como con la diversidad de especies que coexisten en nuestro planeta. En este contexto, se destaca la importancia de considerar la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un paso significativo hacia la responsabilidad colectiva en la preservación del medio ambiente, subrayando la necesidad de salvaguardar nuestro planeta como un patrimonio compartido que trasciende las fronteras nacionales.

Desde sus inicios, el concepto de ecocidio como delito autónomo fue controvertido no solo por la dificultad de definición del bien jurídico, sino también, y sobre todo, por el elemento subjetivo del tipo y la necesidad de exigir o no un dolo específico referido a la intención de causar daños al medio ambiente. Otro de los caballos de batalla fue si restringirlo al ámbito de los conflictos armados o no. Todos estos obstáculos vienen motivados, en buena parte, por la visión que siempre se ha tenido del medio ambiente como un bien al servicio del ser humano que se configura partiendo de sus necesidades.

Superada esta visión del constitucionalismo clásico europeo, las ideas propugnadas por el ecologismo y el neoconstitucionalismo de América Latina han permitido abrir el concepto y enfocarlo hacia las necesidades propias de la naturaleza y los ecosistemas naturales. Precisamente por ser de todos los seres que lo habitan, el mundo no es de ninguno de ellos en concreto. De ahí que, a pesar de que existan numerosos países que condenan en sus códigos penales el delito de ecocidio, resulte fundamental configurarlo como un delito que afecta a toda la comunidad internacional.

Aunque hay varias definiciones en diferentes códigos penales, la que se maneja a nivel internacional y se ha propuesto para ser incluida en el Estatuto de Roma ha sido la elaborada por el Panel a iniciativa de Stop Ecocidio. Esta propone un tipo de peligro hipotético, lo que, además de incidir en la función preventiva respecto a la conducta, supone un adelantamiento de la protección fundamental en cuanto a la irreversibilidad de los daños que se pueden causar al medio ambiente. Se reserva además este delito de ecocidio, como no podía ser de otra manera, a aquellos daños graves, extensos y duraderos. El apoyo de numerosos países a esta propuesta y la petición expresa y reciente de Vanuatu y Maldivas, territorios especialmente golpeados por el cambio climático, de incluir el ecocidio en el Estatuto de Roma, dibujan sin duda un futuro esperanzador en cuanto a que el ecocidio sea una realidad en pocos años.

En este trabajo se respalda la inclusión del ecocidio en el Estatuto de Roma como un tipo autónomo, respondiendo a la creciente conciencia global sobre los impactos ambientales devastadores derivados de diversas actividades humanas. Así, tal y como señalan Merz et al. (2014), dotar a este delito de autonomía permitiría el reconocimiento no solo de los derechos de la naturaleza, sino también de los pueblos indígenas y las generaciones futuras, mientras que lo contrario «reduciría su ámbito de aplicación y mantendría una visión legal antropocéntrica» (p.16). La necesidad de una revisión sustancial en el marco penal internacional se vuelve cada vez más evidente al contemplar la magnitud de los daños medioambientales, instando a una reflexión sobre la eficacia de la normativa existente.

Esta posición se basa en la premisa de considerar la inclusión de este delito como un paso clave para abordar de manera más efectiva los daños ambientales a gran escala. La argumentación se centra en la necesidad de establecer una base legal sólida que permita la responsabilización de quienes lleven a cabo conductas que resulten en impactos significativos en el medio ambiente. Más allá de la mera sanción, se entiende aquí que esta medida fortalecería los esfuerzos globales para preservar la salud y la integridad del planeta, proporcionando un marco más robusto para la protección del medio ambiente. Así, García Ruiz (2018) señala la importancia de adoptar una «posición firme e inequívoca» en este ámbito, destacando la «importancia y legitimidad de una ley penal internacional consagrada al medio ambiente» (p. 35).

Para concluir, referiré las acertadas palabras de Marques (2020): «el colapso ambiental ya no es un escenario eventual del futuro, con todo el peso de incertidumbre que se reserva a esta palabra» (s.p.).

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Resolución de la Unión Parlamentaria sobre estrategias para fortalecer la paz y la seguridad contra amenazas y conflictos resultantes de desastres relacionados con el clima y sus consecuencias (Standing Committee on Peace and International Security of the Inter-Parliamentary Union, 2021). https://www.ipu.org/documents/2021-05/resolution-parliamentary-strategies-strengthen-peace-and-security-against-threats-and-conflicts-resulting-climate-related-disasters

Sentencia 102/1991 (Tribunal Constitucional [España], 20 de abril de 1991).

Sentencia 45/1995 (Audiencia Provincial de Córdoba [España], 18 de enero de 1995).

Sentencia 529/2012 (Tribunal Supremo [España], 21 de junio de 2012).

Sentencia 940/2004 (Tribunal Supremo [España], 22 de julio de 2004).

Sentencia 19/00135 (Tribunal Supremo [Países Bajos], Urgenda c. Países Bajos, 20 de diciembre de 2019).

Recibido: 21/10/2023
Aprobado: 13/02/2024


1 La resolución fue aprobada con cuarenta y tres votos (Alemania, Argentina, Armenia, Austria, Bahamas, Baréin, Bangladesh, Bolivia, Brasil, Bulgaria, Burkina Faso, Camerún, Costa de Marfil, Cuba, Chequia, Dinamarca, Eritrea, Fiyi, Filipinas, Francia, Gabón, Indonesia, Islas Marshall, Italia, Libia, Malawi, Mauritania, México, Namibia, Nepal, Países Bajos, Pakistán, Polonia, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, República de Corea, Senegal, Somalia, Sudán, Togo, Ucrania, Uruguay, Uzbekistán y Venezuela) y cuatro abstenciones (China, Rusia, India y Japón).

2 Guatemala, Bulgaria, Croacia, Suiza, Chile, Eslovenia, Bielorrusia, Trinidad y Tobago, Marruecos, Egipto, Jamaica, Burkina Faso, Malasia, Italia y Bangladesh.

* Profesora ayudante. Doctora en el Departamento de Derecho Internacional Público, Penal y Procesal de la Universidad de Cádiz (España), y doctora en Ciencias Sociales y Jurídicas por la misma casa de estudios.

Código ORCID: 0000-0002-3873-3889. Correo electrónico: mariadelmar.martin@uca.es



https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.003

Ordenamiento territorial y concesiones mineras en el Perú: bases para un sistema integrado y armónico con el desarrollo sostenible*

Land-Use Planning and Mining Concessions in Peru: Foundations for an Integrated System Compatible with Sustainable Development

Ady Chinchay Tuesta**

Universidad de Princeton (Estados Unidos)

Martin Scurrah***

Hunter Renewal (Australia)


Resumen: Las actividades mineras y demás actividades económicas se realizan sobre el territorio; por ende, influyen en el ambiente y el entorno humano en el que se desenvuelven. Por ello, es trascendental garantizar que estas actividades humanas sean ejecutadas de forma respetuosa con el ambiente y la sociedad para así evitar futuros y eventuales conflictos socioambientales. Una de las herramientas más poderosas para lograr este equilibrio entre actividades humanas y desarrollo sostenible es el ordenamiento territorial (OT), entendido como la institución encargada de organizar las actividades humanas para lograr dicho equilibrio. Con base en esta premisa, este artículo tiene un triple objetivo: a) complementa la literatura sobre OT, explicando la interconexión entre esta institución y el régimen de concesiones mineras; b) identifica y analiza los principales problemas del procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras en el Perú; y c) propone los fundamentos de un futuro sistema integrado de concesiones mineras y OT que contiene principios comunes y mecanismos participativos para conciliar las tensiones entre los intereses y valores de todos los interesados, además de brindar alternativas de solución a los problemas actuales del régimen de concesiones mineras. Para ello, se adopta una metodología cualitativa que combina análisis documental, revisión de reportes oficiales y entrevistas semiestructuradas con actores clave. Teniendo en cuenta los objetivos planteados, esta investigación concluye que: a) para lograr el desarrollo sostenible y evitar la futura aparición de conflictos, las concesiones mineras deben ser otorgadas con base en una planificación del territorio que el Estado (a nivel nacional, regional y local) debe realizar previa y conjuntamente con la sociedad civil; b) el procedimiento de concesiones mineras carece de mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social; y c) como alternativa de solución a dichos problemas, se sugiere la creación de un sistema integrado de OT y concesiones mineras que sea vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas e intercultural.

Palabras clave: Ordenamiento territorial, zonificación económica-ecológica, planeamiento multinivel, industrias extractivas, capacidad estatal, conflictos socioambientales

Abstract: Mining and other economic activities are carried out on a particular territory and, thus, affect the natural and human environment in which they operate. As a consequence and in order to avoid future and eventual socio-environmental conflicts, it is essential to guarantee that these human activities are conducted in a manner that respects both environment and society. One of the most powerful tools to achieve this balance between human activities and sustainable development is Land-Use Planning (LUP), understood as the institution charged with organizing human activities to achieve that balance. Bearing this in mind, the present article has three objectives: a) complement the literature on LUP by explaining the interconnection between LUP and the mining concessions regime, b) identify and analyze the main problems with the procedures for granting mining concessions in Peru, and c) propose the foundations for a future integrated system of mining concessions and LUP based on common principles and participatory mechanisms to reconcile tensions between the interests and values of all stakeholders, in addition to providing alternative solutions to the current problems with the mining concessions regime. To analyze the mining concessions regime and LUP a qualitative methodology is adopted, combining documentary analysis, review of official reports, and semi-structured interviews with key actors. Taking into consideration the stated objectives, this research concludes that: a) to achieve sustainable development and prevent the future emergence of conflicts, mining concessions must be granted based on territorial planning that the State (at the national, regional and local levels) should undertake prior to and in conjunction with civil society; b) the mining concession procedure lacks mechanisms of good governance, environmental sustainability and social justice; and c) as an alternative solution to these issues, this research suggests the creation of an integrated system of LUP and mining concessions, one that is binding, efficient, gradual, investor-friendly and intercultural.

Keywords: Land-use planning, ecological-economic zoning, multi-level planning, extractive industries, state capacity, socio-environmental conflicts

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. EL OTORGAMIENTO DE DERECHOS MINEROS Y EL OT: DOS HISTORIAS Y ENFOQUES DISTINTOS.- III. LOS PROCEDIMIENTOS PARA EL OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS.- III.1. EL PROCEDIMIENTO ORDINARIO MINERO PARA LAS CONCESIONES DE EXPLORACIÓN Y EXPLOTACIÓN.- III.2. ANÁLISIS Y PROPUESTAS AL PROCEDIMIENTO DE OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS.- IV. LA ZEE Y EL OT.- IV.1. LA ZEE Y EL OT: HERRAMIENTAS INDISPENSABLES PARA UNA GOBERNANZA JUSTA Y SOSTENIBLE DEL TERRITORIO.- IV.2. ACIERTOS, DESACIERTOS Y SUGERENCIAS AL PROYECTO DE LEY DE OT.- V. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN SISTEMA INTEGRADO DE OT Y DE CONCESIONES MINERAS ARMÓNICO CON EL DESARROLLO SOSTENIBLE.- V.1. EL MODELO IDEAL DE OT: UN SISTEMA ÚNICO QUE CONTEMPLE EL RÉGIMEN DE CONCESIONES MINERAS.- V.2. REFORMAS NECESARIAS PARA IMPLEMENTAR UN SISTEMA ÚNICO DE OT.- VI. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

Con la captura de Abimael Guzmán y la reducción de la amenaza de Sendero Luminoso, el gobierno de Alberto Fujimori adoptó medidas para enfrentar la crisis económica y así reorientar y reestructurar la economía. Una de las tareas planteadas implicaba atraer inversión directa extranjera hacia la minería como medida para reactivar la economía. Por ello, en 1992 se promulgó la Ley General de Minería, aprobada por el Decreto Supremo N.° 014-92-EM, para ofrecer incentivos tributarios y crear condiciones legales favorables para la inversión minera.

Durante el mismo periodo y sin coordinación alguna, iba surgiendo un sistema de planificación territorial regional, primero bajo la rectoría del Consejo Nacional del Ambiente (Conam) y, posteriormente, del Ministerio del Ambiente (Minam) (Gustafsson & Scurrah, 2019a, 2019c). Este sistema de planificación, basado en la zonificación económica-ecológica (ZEE) y el ordenamiento territorial (OT) regional, surgió como un mecanismo para, entre otras cuestiones, otorgar a los gobiernos regionales un papel en la gobernanza de las actividades extractivas (Gustafsson & Scurrah, 2019c, p. 134).

El «OT» es un término polisémico y puede ser entendido desde diversas disciplinas y enfoques1. Para efectos del presente artículo, se le debe entender como una institución ambiental que busca identificar el lugar adecuado para cada actividad, de modo tal que se aprovechen los recursos naturales asegurando el mínimo de perturbación [a] la naturaleza y el ambiente. Esta definición se aleja de una concepción más restringida del OT, que lo define como una herramienta técnica, despojada de su naturaleza política, que implica la toma de decisiones sobre el territorio2. En contraste, esta investigación se fundamenta en la premisa de que el OT, además de tener un componente técnico, también posee un componente político y, por ende, incluye el proceso de decidir qué se puede y qué no se puede hacer en el territorio.

La introducción dentro del Estado de dos políticas diferentes para orientar la explotación de los recursos naturales, con criterios y enfoques distintos y contradictorios, creó las condiciones para el surgimiento de conflictos y tensiones alrededor del proceso de expansión de la actividad minera en el Perú y limitó la capacidad del Estado para resolver los conflictos. Por un lado, el sistema de otorgamiento de concesiones mineras reflejaba una política de prioridad casi absoluta para la actividad minera; mientras que, por otro lado, el sistema de OT relativizaba la importancia de la minería frente a los demás actores y actividades al priorizar la conservación de los recursos y la sostenibilidad de las actividades de explotación de estos. Aunque la paralización de los procesos de OT en 2011 inclinó la balanza a favor de las actividades extractivas, no eliminó las tensiones entre estos dos enfoques y tampoco aumentó la capacidad del Estado para gestionar los conflictos asociados con la expansión minera.

El continuado estancamiento de proyectos de inversión minera importantes, como Conga y Tía María, y la ausencia de nuevas inversiones mineras de envergadura en los últimos años, se deben en gran parte a la falta de mecanismos estatales para conciliar estos dos enfoques sobre la explotación de los recursos mineros: el fortalecimiento de la minería como motor del desarrollo económico y la promoción del desarrollo sostenible con base en la conservación de recursos naturales.

Este artículo presenta las lógicas que sustentan los dos mecanismos en conflicto —otorgamiento de concesiones mineras y OT—, analiza cada mecanismo en detalle y ofrece sugerencias para su mejora. De esta manera, se busca presentar los fundamentos para integrar ambos instrumentos en un sistema de planeamiento territorial multinivel (nacional, regional y local). Este sistema incorporaría el otorgamiento de los derechos mineros, la ZEE y el OT en un solo sistema con principios comunes y mecanismos participativos para conciliar las tensiones entre los intereses y valores en juego.

Este artículo se organiza en seis secciones. La segunda sección desarrolla la evolución y los enfoques seguidos por el régimen de concesiones mineras y por el OT en el Perú. La tercera sección presenta los procedimientos de otorgamiento de concesiones mineras del Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico (Ingemmet), y analiza su relación con los mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social. La cuarta sección explica las trayectorias de la ZEE y del OT en el Perú y examina el proyecto de ley de OT de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), al que los autores tuvieron acceso en el año 2020. La quinta sección presenta las bases para lograr un sistema único de OT en el Perú que integre el procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras. La sexta sección, por último, presenta argumentos y comentarios finales a modo de conclusión.

II. EL OTORGAMIENTO DE DERECHOS MINEROS Y EL OT: DOS HISTORIAS Y ENFOQUES DISTINTOS

Un elemento importante de la estrategia de otorgamiento de los derechos mineros era simplificar y agilizar el proceso mediante el fortalecimiento del Ingemmet y, con ello, brindar cierta seguridad jurídica a favor de los empresarios para así atraer inversión extranjera. En ese sentido, Bastida (2001) argumenta que el factor clave para atraer la inversión extranjera en la minería es asegurar la seguridad del título, minimizando los riesgos y estableciendo reglas claras y predecibles (p. 32). Siguiendo la misma línea, Morgan (2002, p. B166) concuerda que las empresas extranjeras quieren marcos legales y fiscales seguros para garantizar la seguridad del título minero, y añade que son aspectos clave de un sistema de administración efectiva de las concesiones mineras (pp. B168-B169). Por eso, Salazar (2014, p. 371) sostiene que el título de concesión minera debe ser habilitante, aunque también señala que, en sistemas legales basados en el dominio eminente3, como el caso peruano, el derecho a la concesión minera implica deberes y obligaciones en atención a los fines públicos (pp. 368-369). De modo similar, Ferrero (2002) también caracteriza a la minería como de interés público, razón por la que considera que el Estado debe facilitar las concesiones mineras.

Con base en estos argumentos se ha construido una narrativa que sostiene que, por la dotación de recursos mineros que tiene el país y por el legado minero imperante en el Perú —que data de la Colonia—, la minería está destinada a ser el motor de la economía y la inversión minera el sustento del crecimiento económico. Dada la magnitud de muchos proyectos mineros y las exigencias tecnológicas para su explotación, una parte estratégica de esta inversión corresponde a la inversión extranjera directa. Para atraer esta inversión, especialmente en la década de los noventa, la tesis de la simplificación reglamentaria y la creación de las condiciones para la seguridad del título estaban fuera de discusión, y el sistema de otorgamiento de concesiones en Ingemmet ha respondido eficazmente a esta demanda.

Durante las dos décadas posteriores a estos cambios normativos hubo una expansión del número de derechos mineros otorgados, de los niveles de inversión directa extranjera en la minería y del número de proyectos mineros puestos en marcha (Cooperacción, 2016, 2017). Esta expansión rápida y descoordinada de las actividades mineras generó el sobreposicionamiento entre las concesiones mineras y los recursos naturales que sostenían las vidas de los pueblos rurales, especialmente de los Andes, y un número creciente de conflictos socioambientales (Defensoría del Pueblo, 2020; Gustafsson & Scurrah, 2020; Bebbington & Bury, 2009, p. 17296; Preciado et al., 2014, p. 104). Inclusive, Bebbington y Bury (2009) argumentan que las simples concesiones mineras —aún sin exploración o explotacióngeneraron «mapas de incertidumbre» (p. 17299) y exacerbaron tensiones en las zonas con una alta densidad de concesiones (Slack, 2014; Cuba et al., 2014).

De esta manera, la expansión rápida de la minería, junto con la reestructuración neoliberal del Estado y la economía, crearon las condiciones para un aumento en el número de conflictos sociales (Gustafsson & Scurrah, 2020). El hecho, por ejemplo, de que el catastro minero manejado por el Ingemmet no estuviera integrado con otros catastros del Estado (Comisión para el Desarrollo Minero Sostenible, 2020), especialmente el catastro rural manejado por el Ministerio de Agricultura y Riego, abría la posibilidad para el surgimiento de conflictos sobre las prioridades para el uso de la tierra.

En un estudio econométrico riguroso, Del Pozo y Paucarmayta (2015) concluyeron: «Se ha encontrado evidencia que indica que la minería y la agricultura serían actividades económicas excluyentes entre sí dentro de un mismo espacio territorial en Perú» (p. 10). En cierto sentido, este proceso de expansión poco regulado terminó generando una planificación territorial no explícitamente intencionada con un marcado sesgo favorable a la actividad minera (Gustafsson & Scurrah, 2019b).

Estas condiciones han creado una situación denominada por Terry Karl (1997) como la «paradoja de la abundancia» para hacer referencia a los Estados petroleros que permanecen como países con ingresos que provienen de esta actividad extractiva, pero sin lograr madurez organizacional, situación que se refuerza con el paso del tiempo (Karl, 1997). Este fenómeno también es advertido por Bebbington y Bury (2009), quienes analizan otros contextos donde la expansión minera frecuentemente ha antecedido la institucionalización estatal debido a la preferencia otorgada a la inversión directa extranjera. Entonces, la importancia que el legado minero posee en las entidades estatales peruanas se debe, en parte, a que su desarrollo se remonta a siglos antes de la creación del Estado peruano y a su desarrollo institucional (p. 17299).

Aunque esta propuesta de planificación territorial centrada a nivel regional no tuvo en sus orígenes una preocupación por las actividades extractivas sino, más bien, por el manejo sostenible de los bosques amazónicos, con el tiempo se perfilaba como un potencial mecanismo para conciliar los intereses contrapuestos sobre el uso de la tierra y los recursos naturales no solo en la Amazonía, sino en todo el territorio nacional. En la actualidad, esta institución debe adquirir un protagonismo trascendental en la agenda estatal debido a su potencial para reducir la generación de futuras pandemias como la producida por el COVID-19. En efecto, la sobreexplotación de la naturaleza y, en especial, la expansión desenfrenada de actividades económicas en los bosques amazónicos, impulsa la zoonosis y la transferencia de virus desde los animales hacia los seres humanos, como sucedió con el COVID-19. Frente a esta peligrosa y latente amenaza biológica a la humanidad, generada como consecuencia de esta sobreexplotación, el OT puede concebirse como un instrumento que podrá contribuir a prevenir posibles epidemias futuras y también con el uso más sostenible de la tierra y los recursos naturales.

Gustafsson y Scurrah (2019c) argumentan que el hecho de que los proyectos mineros no tomen en cuenta los impactos cumulativos sugiere que la planificación territorial con base en la ZEE y el OT debe considerarse en el proceso de otorgamiento de las concesiones mineras (p. 136). Por su lado, la Plataforma para el Ordenamiento Territorial ha sostenido que la integración de la ZEE y el OT con el sistema de otorgamiento de las concesiones mineras fomentaría la gobernanza inclusiva y sostenible de los recursos naturales en la presencia minera (Campana & Gómez, 2017, p. 31).

Sin embargo, en la práctica, estas aspiraciones de que el sistema de ordenamiento territorial contribuya a la resolución de conflictos surgidos alrededor de la expansión minera y a la gobernanza sostenible de los recursos naturales colisionaban, por un lado, con la oposición del sector minero, que temía la subordinación del proceso de otorgamiento de las concesiones mineras al OT; y, por otro lado, con la difícil resolución de conflictos por los usos de los recursos entre distintos actores. Estas tensiones llegaron a un momento de crisis alrededor de la aprobación del proyecto minero Conga en Cajamarca, a fines de 2011, y tuvo como desenlace el congelamiento del proyecto y la paralización de los procesos de OT (Gustafsson & Scurrah, 2019a, 2020; De Echave & Díaz, 2013).

A continuación, las secciones III y IV identificarán y analizarán los principales problemas del procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet y del OT en el Perú.

III. LOS PROCEDIMIENTOS PARA EL OTORGAMIENTO DE CONCESIONES MINERAS

Las concesiones mineras son derechos otorgados por el Estado para realizar actividades orientadas al aprovechamiento de los recursos naturales existentes en el subsuelo de una zona determinada (Decreto Supremo N.° 014-92-EM, art. 9)4. La presente sección analiza el procedimiento para el otorgamiento de concesiones de exploración y explotación de la gran y mediana minería en el Perú con la finalidad de identificar si cuentan con mecanismos de buena gobernanza5, sostenibilidad ambiental6 y justicia social7, además de reflejar los criterios de seguridad legal y eficiencia. Luego, se realiza una crítica constructiva del referido procedimiento y se brindan alternativas que incorporan estos mecanismos.

III.1. El procedimiento ordinario minero para las concesiones de exploración y explotación

El procedimiento contempla una serie de pasos, que separamos en dos momentos solo por motivos didácticos. El primer momento inicia con la presentación del petitorio minero (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 16.3) y culmina cuando el peticionario informa al Ingemmet que realizó la publicación del petitorio. El segundo momento inicia con el análisis del Ingemmet para resolver las oposiciones y continúa hasta la emisión de la resolución que otorga la concesión.

En el primer momento, la Dirección de Concesiones Mineras del Ingemmet verifica que el petitorio cumpla con diversos requisitos que permitan continuar con el trámite. Si el petitorio no puede ser subsanado porque adolece de una causal de rechazo o de inadmisibilidad, el petitorio se rechazará (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, arts. 26-27)8. Si el petitorio adolece de una omisión que puede ser subsanada, el Ingemmet le brinda diez días hábiles al peticionario para subsanar y, de no hacerlo en dicho plazo, el petitorio es rechazado (art. 26). Si el petitorio no se encuentra incurso en ninguna de estas causales, el procedimiento continúa y la Dirección de Concesiones Mineras le notifica de ello al peticionario y a los titulares de concesiones mineras anteriores cuyas áreas se encuentren ubicadas en toda o en parte del área peticionada (arts. 31.2 y 33.4). Según el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, desde la presentación del petitorio hasta la notificación que realiza el Ingemmet no pasan más de siete días hábiles (art. 31.2).

La notificación al peticionario contiene los avisos para que este publique información del petitorio en el Diario Oficial El Peruano y en el diario encargado de la publicación de los avisos judiciales de la capital del departamento donde se encuentre ubicada el área solicitada (art. 33)9. Luego de haber sido notificado, el peticionario tiene hasta treinta días hábiles para publicar el aviso (art. 31.3) y este debe contener el «Nombre y código del petitorio, titular, zona, coordenadas UTM WGS84 de los vértices de la cuadrícula o conjunto de cuadrículas solicitadas, extensión, departamento, provincia y distrito donde se ubica, fecha y hora de presentación» (art. 33.3). La misma información es notificada a los titulares de concesiones mineras anteriores con la finalidad de que evalúen si interpondrán una oposición. Una vez publicado el aviso, el peticionario tiene sesenta días calendario para entregar al Ingemmet la constancia de publicación (art. 31.3).

Con la comunicación del peticionario al Ingemmet culmina el primer momento del procedimiento de concesiones mineras. En este momento se observa que el Ingemmet realiza un primer análisis de gabinete de las coordenadas y verifica si la zona solicitada por el nuevo petitorio coincide con otros petitorios y concesiones previas para abrir la ventana de oportunidad a que estos mineros se opongan al nuevo petitorio.

El segundo momento inicia cuando la Dirección de Concesiones Mineras verifica si alguien se opuso al petitorio. El Decreto Supremo N.° 014-92-EM dispone que la oposición es un procedimiento administrativo para impugnar la validez del petitorio de una concesión minera y que puede ser formulada por cualquier persona natural o jurídica que se considere afectada en su derecho (art. 144). Al respecto, el anterior reglamento de procedimientos mineros no limitaba el ejercicio de la oposición a ninguna persona; en cambio, la norma vigente establece que la oposición solo puede ser interpuesta por el titular de una concesión minera con título definitivo en todo o parte del área peticionada (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 111). De este modo, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM excluye a todas las personas que no ostenten derechos mineros (personas naturales, propietarios, comunidades, municipalidades, otros), a pesar de sentirse afectadas con este nuevo petitorio. En realidad, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM solo formalizó una práctica que el Ingemmet venía realizando con respecto a la oposición, que consiste en desestimar categóricamente las oposiciones realizadas por aquellos que no ostenten un derecho minero (entrevista 3).

Si hubo oposición, el Ingemmet inicia un procedimiento para evaluar las razones y pruebas (otorgadas por el opositor u ordenadas por el Ingemmet). La oposición tiene éxito cuando la superposición entre derechos mineros es total o parcial al área peticionada. Si la superposición de derechos mineros es total al área peticionada, se cancela el nuevo petitorio, y si la superposición de derechos mineros es parcial y la cuadrícula peticionada aún cuenta con área libre, se continúa el procedimiento respecto de esta área libre (entrevista 3). Cuando la oposición no tiene éxito, el trámite del petitorio minero sigue su curso. Si no hubo oposición, la Dirección de Concesiones Mineras emite unos dictámenes técnicos y legales (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 31.4)10. Con base en estos dictámenes, el presidente ejecutivo del Ingemmet emite una resolución otorgando el título de concesión minera (arts. 31.4-31.5)11.

El Decreto Supremo N.° 020-2020-EM no dispone que la resolución que otorga la concesión sea publicada, sino solo dispone que sea publicada en el Diario Oficial El Peruano una relación o lista de los títulos otorgados en el mes anterior (art. 38). Una vez publicada dicha lista, se tiene hasta quince días hábiles para interponer un recurso de revisión contra la resolución ante el Consejo de Minería. Contra la resolución que emita el Consejo de Minería solo corresponde iniciar un proceso contencioso-administrativo en sede judicial. Entonces, en el segundo momento del procedimiento de concesiones mineras, el Ingemmet analiza y resuelve posibles oposiciones de terceros contra el petitorio minero, culminando con una resolución que otorga la concesión.

Sobre el tiempo que demora obtener una concesión ante el Ingemmet, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM indica que el procedimiento para otorgamiento de una concesión minera tiene un plazo de treinta y siete días hábiles desde presentada la solicitud (art. 31.1). Sin embargo, este plazo se encuentra bastante alejado de la realidad, puesto que no contempla el tiempo usado por otras entidades estatales para elaborar y enviar sus opiniones al Ingemmet, ni contempla diversas complejidades que el petitorio puede presentar, como sucede cuando el peticionario debe subsanar ciertos requisitos, cuando existe oposición, cuando se interpone un recurso de revisión contra alguna resolución o cuando existen dos o más petitorios sobre la misma área, entre otros. En específico, la exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet estima que en la práctica solo el 20 % o 30 % de petitorios obtienen una concesión en cuatro o seis meses, y que el porcentaje restante demora mucho más por presentar una o más de estas complejidades (entrevista 3).

Sobre los derechos que otorga una concesión, es importante precisar que el título de concesión no autoriza por sí mismo a realizar las actividades mineras de exploración ni explotación, ya que previamente se requiere que el concesionario cuente con una certificación ambiental; con las declaraciones, autorizaciones o certificados del Ministerio de Cultura; y que obtenga el permiso del propietario del terreno superficial o haya obtenido una servidumbre administrativa, entre otros requisitos (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 37.3). Asimismo, aunque el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM no hace referencia al Catastro de Áreas Restringidas a la Actividad Minera, de acuerdo con una entrevista realizada a una funcionaria del Ingemmet, esta entidad revisa si el área peticionada coincide con alguna de estas áreas restringidas y, de existir dicha coincidencia, el Ingemmet verifica si esta área restringida admite la actividad minera con ciertas restricciones o si de plano no la admite (entrevista 3).

En resumen, el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet tiene dos momentos. El primero se caracteriza por implicar un análisis solo con información del Ingemmet, y el segundo implica un análisis con información proporcionada por terceros, en caso de que exista alguna oposición. La siguiente subsección analiza algunos puntos clave del procedimiento descrito previamente y plantea propuestas para su mejora.

III.2. Análisis y propuestas al procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras

El procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet está diseñado para crear una serie de hechos consumados que hacen cada vez más difícil evitar la concesión. La teoría o política de los hechos consumados es una táctica tomada en una negociación o conflicto para imponer una ganancia unilateral con la creencia de que el adversario acabará optando por ceder. Esta teoría es aplicada para explicar reacciones internacionales en conflictos armados (Olar, 2019; Karakatsanis & Swarts, 2018; Friedman, 2018) y también es usada para explicar procesos de negociación en los que una de las partes modifica el acuerdo primigenio con la intención de que la otra parte acepte la modificación sin objeciones para cerrar el trato a la brevedad (Buskirk, 1989; Valbuena, 2003, p. 109; Olaz, 2016, p. 124).

Afirmamos que el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras representa el empleo de la táctica de los hechos consumados porque genera permisos y registros rápidamente, y solo brinda la oportunidad para presentar observaciones u objeciones una vez que el proceso está avanzado y con plazos cortos. Así, este procedimiento concibe como opositores a las partes interesadas —que podrían sentirse perjudicadas por el otorgamiento del derechoy permite que estas partes sean sorprendidas con hechos consumados, o casi consumados, con la esperanza de que desistan de realizar objeciones o defender sus derechos. Por el contrario, nosotros consideramos necesario que el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM establezca una estrategia opuesta a los hechos consumados, caracterizada por una amplia difusión de información sobre el proceso, y que también otorgue plazos generosos para observar y objetar, amplíe la oposición para aquellas personas que no posean un derecho minero e incluya la consulta previa, así como mecanismos de participación ciudadana.

Asimismo, el vigente procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras está pensado para lograr otorgar la concesión en el menor tiempo posible. Sin embargo, este procedimiento evita enfrentarse a problemas que podrían devenir en futuros conflictos sociales y ambientales en etapas posteriores (durante la certificación ambiental, el otorgamiento de títulos habilitantes y después de comenzada la actividad minera). Así, actualmente no hay mecanismos que permitan abrir un espacio durante el otorgamiento de concesiones mineras para tratar los conflictos, tensiones y problemáticas que surgen en esta etapa (entrevista 2). Nuestro objetivo no es obstaculizar el proceso de otorgamiento de concesiones mineras, sino fortalecer la seguridad del título otorgado, minimizar la aparición de conflictos posteriores y evitar los costos asociados con estos.

En este escenario, urge la incorporación de los mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social en el otorgamiento de concesiones mineras, y esta incorporación tiene un doble sustento. Por un lado, se sustenta en el derecho que todo ser humano tiene a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado para el desarrollo de la vida, derecho que posee un lugar privilegiado en la escala de ponderación por haber sido reconocido por la Constitución Política. Por otro lado, es razonable que los inversionistas conozcan la viabilidad de sus proyectos mineros para evitar realizar gastos innecesarios e imposibles de ser recuperados a largo plazo (costos hundidos)12. Por tanto, aun siguiendo una lógica exclusivamente económica, en la que se prioriza la inversión por encima del derecho al ambiente, es mejor discutir y resolver las posibles objeciones y problemas desde la etapa de concesión que más adelante, cuando el peticionario ya ha gastado muchos recursos en el proceso. No obstante, el procedimiento de concesiones mineras vigente en el Perú no contempla ni el derecho a gozar de un ambiente adecuado, ni busca evitar costos hundidos. Esto, a su vez, crea incentivos perversos para que los peticionarios busquen continuar con el proyecto minero para no perder lo invertido, aun cuando este proyecto genere impactos negativos en el ambiente y la salud de las personas. Similarmente, el Estado tendrá incentivos para continuar con el proyecto minero y evitar enfrentar demandas de indemnización en su contra si cancela la concesión y/o no brinda condiciones necesarias para el desarrollo del proyecto.

Asimismo, muchos de los principios considerados en el Decreto Supremo N.° 014-92-EM y el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM13 son solo meras formalidades o trámites sin mecanismos que aseguren su implementación práctica. Por ejemplo, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM solo menciona a algunos de estos principios cuando solicita que el peticionario presente, junto con su petitorio, una declaración jurada en la que se compromete a respetar los principios de desarrollo sostenible, excelencia ambiental y social, cumplimiento de acuerdos, relacionamiento responsable, empleo local, desarrollo económico, y diálogo continuo (art. 30.2.f.). Este decreto se limita a indicar que estos principios se reflejarán en medidas concretas en la certificación ambiental (art. 30.3), pero carece de disposiciones específicas que indiquen cuándo y cómo se llevará a cabo la participación social, cómo el peticionario contribuirá con la diversificación económica, cómo se hará efectivo el diálogo continuo y, en general, cuáles son los mecanismos que traducen estos principios en acciones claras. De forma similar, tampoco establece un seguimiento o verificación por parte de la entidad que otorga la concesión para identificar si el peticionario viene cumpliendo con estos principios, ni establece una consecuencia o sanción administrativa cuando la autoridad detecta incumplimientos.

En aras de lograr un procedimiento de concesiones mineras más justo y equitativo, los siguientes párrafos identificarán la existencia —o inexistenciade mecanismos de buena gobernanza, sostenibilidad ambiental y justicia social en el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM con la finalidad de proponer alternativas de solución.

Respecto de mecanismos democráticos y de prevención de conflictos socioambientales, el comentado decreto prevé la consulta previa solo luego de la presentación de la solicitud de autorización y antes de emitirse la resolución de autorización de inicio de actividades de exploración (art. 98). Sin embargo, en este momento el titular ya cuenta con la certificación ambiental; es decir, las normas mineras no prevén la consulta previa durante la etapa de otorgamiento de concesiones, ni si quiera lo hacen durante la etapa de certificación ambiental, sino que la consulta previa está prevista para la etapa de autorizaciones y permisos (como sucede, por ejemplo, con la autorización de inicio de actividades de exploración y explotación). Consideramos imperioso incorporar la consulta previa en los procedimientos de concesiones mineras, puesto que tiene sustento legal en el Convenio 169 de la OIT y en la Ley N.° 29785, Ley de Consulta Previa. De forma similar, es imperioso que el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM disponga de forma clara cómo y cuándo se hará efectiva la participación ciudadana.

Sobre los mecanismos de transparencia, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM los establece en tres momentos: a) con la notificación del nuevo petitorio a los titulares de petitorios o concesiones mineras anteriores cuyas áreas coincidan con el área peticionada (en todo o en parte), b) con la publicación del petitorio minero en el Diario Oficial El Peruano y en el diario de la capital del departamento en el que se encuentra el área peticionada, y c) con la publicación en el Diario Oficial El Peruano de la lista de las concesiones mineras otorgadas el mes anterior por el Ingemmet. No obstante, estos mecanismos de transparencia son insuficientes y presentan serias deficiencias que deben ser subsanadas.

Primero, el tratamiento que le brinda a los posibles afectados con la concesión es diferenciado. Así, mientras que los titulares de concesiones mineras anteriores reciben una notificación directa del Ingemmet sobre el nuevo petitorio, todos los demás posibles afectados con la concesión (por ejemplo, municipalidad, gobierno regional, pueblos indígenas, centros poblados y otros que habitan en el área peticionada) solo pueden enterarse mediante una publicación en el Diario Oficial El Peruano. Este tratamiento diferenciado limita que todos estos posibles afectados tengan acceso a la información de que existe un petitorio en un área que poseen, habitan o gestionan y, con ello, disminuye la posibilidad de interponer una oposición en contra del nuevo petitorio. Asimismo, en caso de que estos posibles afectados se enterasen del nuevo petitorio, la información que poseen es tan precaria e incompleta que generará nulas posibilidades de lograr una oposición exitosa.

Comprendemos que es inviable que el Ingemmet conozca a todos estos posibles afectados con la nueva concesión (no es su función) y que tampoco es factible que notifique a cada uno de ellos, dada la gran cantidad de petitorios mineros anuales14. No obstante, debido a la importancia de transparentar el proceso de otorgamiento de concesiones mineras, sugerimos que sea el Ingemmet el que notifique a los gobiernos subnacionales (regionales y locales) mediante un sistema informático de alertas que envíe una alerta al gobierno regional y a gobiernos locales cada vez que se presente un petitorio minero en su jurisdicción. Luego, los gobiernos subnacionales serán los encargados de notificar la existencia de petitorios mineros a los interesados en sus respectivas jurisdicciones. Adicionalmente a ello, se sugiere mantener la publicación en diarios como medio de información complementario. Si bien la tarea de identificar a los propietarios y habitantes de una zona parece casi imposible, este es un trabajo necesario que deben realizar los gobiernos subnacionales y que se encuentra algo avanzado en algunos departamentos con ZEE aprobados. En efecto, hay un trabajo participativo y de mapeo e involucramiento previo de actores y representantes interesados, y este trabajo debe ser aprovechado por el Estado con miras a desarrollar consensos con estos actores sobre el uso de sus territorios15.

Sobre la necesidad de notificar directamente a los propietarios de las áreas peticionadas en concesión para que puedan oponerse, comprendemos que jurídicamente las concesiones son derechos distintos a los derechos de propiedad del terreno en el que se encuentran. Sin embargo, en la práctica, esta superposición de derechos sí restringe el uso y disfrute de la propiedad (individual y comunal), así sea de forma expectante, porque la concesión que existe allí genera una restricción (entrevista 2). Entonces, si el solo otorgamiento de una concesión genera una restricción al desarrollo de los propietarios y a cómo quieren vivir, todo aquel que siente afectado su derecho de propiedad debe tener disponible la vía legal para poder oponerse a dicha concesión.

Segundo, la sola publicación en el Diario Oficial El Peruano de la lista de concesiones mineras otorgadas en el mes anterior no garantiza que las decisiones administrativas lleguen a todos los interesados ni que la información arribe de forma completa. En la práctica, las comunidades son las últimas en enterarse de que su territorio está superpuesto a una concesión minera (entrevista 2). Como solución se propone que, adicionalmente a esta publicación que resume la información, el Ingemmet envíe una alerta a los gobiernos subnacionales en los que se encuentra dicha área y permita la visualización de la resolución administrativa que otorga la concesión para que estos, a su vez, se encarguen de informar a los propietarios y las poblaciones que habitan en esta área. Asimismo, el acceso a la resolución que otorga la concesión a todos los interesados debe estar secundado por la posibilidad de plantear una impugnación contra esa decisión. Aunque cualquiera puede interponer un recurso de revisión contra la resolución que otorga la concesión (entrevista 3), en la práctica son solo aquellos con derechos mineros precedentes los que tienen opciones de tener éxito en esta impugnación. Asimismo, y en coherencia con las dos propuestas previamente mencionadas, el Decreto Supremo N.° 020-2020-EM debe incorporar el principio de transparencia en el procedimiento de concesiones mineras.

Tercero, sugerimos que la información a los propietarios y habitantes del área peticionada y la publicación en diarios debe incluir no solo las coordenadas, sino también un mapa de la zona, para que así los terceros puedan identificar fácilmente si el área peticionada coincide con el lugar en que habitan. Si bien la publicación de un mapa puede generar aumento de costos, estos deben ser asumidos por el peticionario y debe realizarse por ser un mecanismo necesario en beneficio de la transparencia a la información.

En lo referido a los mecanismos de descentralización, los procedimientos de concesiones mineras para la gran y mediana minería están centralizados. Esto se advierte, primero, porque es el Ingemmet el que otorga las concesiones de la gran y mediana minería y no los gobiernos regionales; y, segundo, porque estos procedimientos tampoco prevén ningún tipo de coordinación ni consulta con los gobiernos regionales, esto es, no existen mecanismos de coordinación multinivel. Para lograr mayor coordinación y sintonía entre el Ingemmet y los gobiernos regionales, consideramos que se debe incidir en dos puntos: en mejorar los mecanismos para lograr una visión de OT consensuada entre el ámbito nacional y regional, y en el envío de información del Ingemmet a los gobiernos regionales. Para lograr consensos sobre la visión del territorio consideramos necesario que los planes de OT (inexistentes aún en el Perú) sean elaborados por los gobiernos regionales en coordinación con el Gobierno nacional. Para ello, será imperativo que, previamente, todos los sectores a nivel nacional coordinen, conversen y adopten una visión y propuesta de actividades en una región16. En lo referido al envío de información, recordamos nuestra propuesta de notificación mediante un sistema informático de alertas.

Con respecto a la ZEE, se advierte que el procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras no prevé la verificación de la ZEE aprobada por el gobierno regional competente. Esto se debe a que la ZEE, en vez de ser fortalecida, ha sido debilitada por distintas normas, como sucedió con la Ley N.° 30230 de julio de 2014, cuyo artículo 22 establece que la ZEE y el OT no son vinculantes. Consideramos que es imperativo que todos los procedimientos de concesiones incorporen la revisión de la ZEE para verificar si la concesión solicitada coincide, en todo o en parte, con el uso recomendado por la ZEE. Si la ZEE recomienda la actividad minera, la concesión puede otorgarse, y si la ZEE no recomienda la actividad minera, la concesión minera deberá ser rechazada. En el anexo 1, presentamos un gráfico resumen del procedimiento de concesiones mineras y una tabla que resume nuestras principales propuestas para mejorar el procedimiento de otorgamiento de concesiones.

Tabla 1. Propuestas para mejorar el procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras

Tema

Situación actual

Propuesta de mejora

Propósito del procedimiento

Lograr hechos consumados

Procedimiento más abierto y transparente

Plazos

Plazos cortos

Plazos generosos para observar y objetar

Información

Información limitada para terceros

Amplia difusión de información sobre el proceso

Publicación

La información publicada se limita a mencionar las coordenadas

La información publicada debe, además, incluir un mapa de la zona

Igualdad de tratamiento entre los posibles afectados

Brinda un tratamiento diferenciado entre titulares de derechos, mineros y otros

Brinda un tratamiento igualitario entre titulares de derechos, mineros y demás personas que se sientan afectadas con la concesión

Oposición

Solo puede ser planteada por una persona con otro derecho minero

La oposición puede ser planteada por cualquier persona

Costos hundidos

No busca evitar costos hundidos

Busca evitar costos hundidos

Seguridad del título

Concesiones con dificultades para iniciar operaciones por tensiones y conflictos socioambientales

Fortalece la seguridad del título y minimiza la aparición de conflictos posteriores

Coordinación multinivel con gobiernos regionales

Sin coordinación ni consulta con los gobiernos regionales

Incorpora mecanismos de coordinación multinivel con gobiernos regionales

Notificación a gobiernos subnacionales

Ingemmet no notifica a los gobiernos subnacionales sobre los petitorios mineros

Ingemmet envía alertas automáticas a los gobiernos subnacionales (regionales y locales) sobre los nuevos petitorios

Consulta previa y participación ciudadana

Sin consulta previa ni participación ciudadana

Con consulta previa y participación ciudadana antes del otorgamiento de la concesión

ZEE aprobadas

No considera a las ZEE aprobadas

Respeta las recomendaciones de uso de las ZEE aprobadas

Fuente: elaboración propia.

IV. LA ZEE Y EL OT

El presente acápite tiene un doble objetivo. Primero, busca definir y explicar la importancia de la ZEE y del OT, así como resumir sus avances y retrocesos en el Perú. Segundo, analiza el proyecto de Ley de OT elaborado por la PCM17 y realiza algunas sugerencias para que el OT logre una real implementación.

IV.1. La ZEE y el OT: herramientas indispensables para una gobernanza justa y sostenible del territorio

La ZEE y el OT son mencionados de forma oficial en el Perú por primera vez en la Estrategia para la ZEE y el Monitoreo Geográfico de la Amazonía peruana de 1996 (en adelante, la Estrategia). La Estrategia define al OT como un proceso integral cuyo propósito es la organización espacial del territorio y la planificación de su ocupación adecuada para promover la mejora de los activos sociales y económicos, y lograr un desarrollo productivo en armonía con el medio ambiente (Inrena & TCA, 1996, p. 22). El OT comprende dos fases: un diagnóstico territorial, que es la ZEE, y una evaluación prospectiva territorial. Por un lado, la ZEE es un instrumento neutral18 que proporciona información a los usuarios sobre el territorio para que luego puedan decidir de forma consensuada qué uso le darán a este (pp. 19-20). Por otro lado, la evaluación prospectiva territorial implica identificar los problemas del territorio, clasificarlos e identificar alternativas viables que resuelvan esos problemas (pp. 22-23). Entonces, desde su ingreso al Perú quedaba claro que mientras que la ZEE constituía una herramienta neutral, la evaluación prospectiva territorial sí es una herramienta política. Por tanto, el OT es una institución técnica y política que implica decidir qué uso darle al territorio.

La Estrategia nace como producto de un compromiso internacional asumido por el Estado peruano en el marco del Tratado de Cooperación Amazónica, hoy OTCA (Postigo, 2017, p. 5). En sus inicios, la ZEE estaba relacionada con la reducción del cambio climático, la tala de árboles y la protección de biodiversidad en la Amazonía. Sin embargo, al advertirse su potencial para ser aplicada a cualquier territorio, la Ley N.° 26821, Ley Orgánica para el Aprovechamiento Sostenible de los Recursos Naturales de 1997, insertó en el sistema jurídico peruano a la ZEE y al OT.

El proceso de oficialización o institucionalización del OT en el Perú no fue lineal y, desde su formalización en 1997, ha pasado por diversos avances y retrocesos. Durante la década del 2000, la ZEE mostró avances en varias regiones del Perú, los cuales continuaron en la década de 2010, pero con menos entusiasmo. Así, al 2024, dieciocho gobiernos regionales lograron aprobar sus respectivas ZEE, y solo los gobiernos regionales de Tacna y Junín han logrado aprobar sus respectivos Planes de OT19. El punto de quiebre entre este entusiasmo primigenio y el estancamiento inicen 2010, luego de que el Grupo Norte manifestara desconfianza del proceso ZEE en Cajamarca20, lo cual devino en una serie de acciones por parte del Minam y del Gobierno nacional que terminaron por frenar los procesos de ZEE no solo en Cajamarca, sino también en las demás regiones.

Primero, en mayo de 2013, el Minam aprobó una Guía Metodológica para la Elaboración de los Instrumentos Técnicos Sustentatorios para el OT21. Esta guía incorporó a los estudios especializados (EE) y al diagnóstico integrado del territorio (DIT) como nuevos requisitos técnicos —además de la ZEEpara lograr la aprobación del OT. Aunque el Minam ha venido defendiendo la tecnicidad y necesidad de ambos instrumentos desde 2013, algunos expertos consideran que estos son innecesarios para el proceso de OT (Postigo, 2017, pp. 6-8), lo que estaría retardando el OT al convertirlo en un proceso más engorroso y burocrático. Adicionalmente, esta guía incorporó la opinión previa favorable del Minam como un requisito para aprobar estos instrumentos, lo que implicó retrasos. Segundo, en julio de 2014, el Congreso de la República aprobó la Ley N.° 30230, Ley que establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país. Esta ley, por un lado, niega de forma expresa que la ZEE y el OT puedan decidir el uso del territorio; y, por otro lado, excluye su carácter vinculante, es decir, aunque es obligatorio contar con una ZEE y un OT, su contenido es meramente referencial para las autoridades al momento de decidir otorgar concesiones, permisos, licencias u otro derecho. Tercero, en febrero de 2017 el Gobierno peruano emitió un decreto que creó el Viceministerio de Gobernanza Territorial dentro de la PCM22 y determinó que el Minam solamente fuese el responsable de aprobar un «OT ambiental». Este decreto creó un vacío legal con respecto a la entidad encargada de aprobar el OT y disminuyó las competencias previamente otorgadas al Minam en dicha materia.

Las razones que explican el estancamiento de los procesos ZEE y OT en todo el Perú son múltiples. Por un lado, el Estado peruano no ha logrado crear una institucionalidad que favorezca a la ZEE ni al OT. Esto se advierte en la falta de capacidades en los tres niveles de gobierno, en la carencia de mecanismos efectivos de coordinación (a nivel sectorial y multinivel), y en la falta de un marco normativo adecuado, como una Ley de OT, que establezca de forma clara las funciones y entidades encargadas de aprobar las ZEE y el OT, identifique un ente rector, elimine la superposición de competencias entre entidades, disponga su carácter vinculante para todos, y genere incentivos y mecanismos de coerción para que la ZEE y el OT sean implementados con prontitud.

Por otro lado, el Estado no es el único responsable de la paralización de los procesos de ZEE y OT, pues las empresas y los actores internacionales también tienen cierta cuota de responsabilidad. En efecto, los cuestionamientos contra la ZEE y el OT comenzaron en 2010 y provinieron de empresas mineras por considerarlos como un mecanismo que limitaría sus actividades. El panorama y los malentendidos aumentaron cuando el ex presidente regional de Cajamarca, Gregorio Santos, se manifestó en contra de las actividades mineras en la región23. Al respecto, ni la ZEE ni el OT buscan limitar la minería. Lo que estas instituciones pretenden es lograr que esa minería y demás actividades humanas sean realizadas en los lugares adecuados; esto es, en lugares con potencial para ser explotados sin que se generen daños ambientales y contra la salud humana. Asimismo, aunque la cooperación internacional fue un aliado importante durante el inicio de los procesos de ZEE en varias regiones, cuando comenzaron los cuestionamientos en contra de la ZEE y el OT el apoyo internacional cesó en la mayoría de las regiones, y esto también contribuyó a la paralización de los procesos de ZEE y OT (Gustafsson et al., 2020).

El OT es una herramienta trascendental para que el Estado pueda planificar y organizar las actividades humanas en el territorio de forma integral y bajo una misma visión de país. Asimismo, mediante el OT, el Estado puede planificar y decidir qué y cuántas actividades humanas se pueden realizar en ciertas áreas geográficas para evitar afectar al ambiente y proteger vidas humanas24. Actualmente, el Estado no posee esta visión integral del Perú y se limita a otorgar de forma fragmentada y descoordinadaderechos sobre el territorio para el desarrollo de actividades humanas. Esto se advierte, por ejemplo, cuando se otorgan concesiones, certificaciones ambientales y títulos habilitantes para iniciar actividades económicas en zonas específicas, como si los estudios de impacto ambiental (EIA) y demás instrumentos de gestión ambiental sustituyesen al OT. En realidad, los EIA son útiles, permiten identificar si un proyecto cumple con ciertos requisitos y están pensados para una zona en específico, pero de ningún modo reemplazan la mirada integral del territorio que solo el OT brinda.

Con respecto a la evaluación ambiental estratégica (EAE), es legalmente entendida como una evaluación que hace el Minam respecto de planes, programas y políticas aprobadas por otras entidades estatales para verificar su impacto ambiental. No obstante, la EAE no ha sido implementada en la práctica en el Perú y existe poco consenso sobre su contenido y en qué circunstancias debe ser aplicada. En cualquier caso, la EAE tampoco reemplazaría al OT porque, mientras que la EAE analiza planes, programas y políticas que se enfocan en determinado ámbito geográfico, el OT implica la toma de decisiones sobre el territorio de forma integral.

IV.2. Aciertos, desaciertos y sugerencias al Proyecto de Ley de OT

Desde el año 2019, la PCM ha venido trabajando un Proyecto de Ley de OT (en adelante, el Proyecto) que ha sido producto de reuniones con ministerios, gobiernos regionales y organizaciones de la sociedad civil. A continuación, se analiza la versión más reciente del Proyecto y su exposición de motivos25, y se plantean algunas sugerencias.

El Proyecto acierta en crear un sistema funcional de OT, en otorgarle a la PCM el carácter de ente rector, en estipular que son los gobiernos regionales los responsables de la conducción, formulación e implementación de los planes de OT, y en derogar el artículo 22 de la Ley N.° 30230, que le quitaba carácter vinculante al OT26. No obstante, el Proyecto falla al enfocarse en la organización del Estado más que en el OT en sí mismo y al ser demasiado general e incompleto, dejando muchas precisiones importantes a los reglamentos posteriores27.

En lo referido a los problemas de falta de claridad y superposición de funciones y competencias, estos no son exclusivos del OT, sino endémicos a todo el Estado. Comprendemos que, debido al actual desorden estatal, el Proyecto incorpore cuestiones relacionadas a la organización del Estado, pero ello no debe situar al OT en un segundo plano. Con respecto a la falta de precisión del Proyecto, se recuerda que los reglamentos (aprobados usualmente mediante decretos supremos) solo desarrollan cómo ciertas entidades cumplirán con sus funciones, pero de ningún modo establecen competencias que solo pueden ser otorgadas por una ley. Así, en aras de lograr una norma clara, el Proyecto debe precisar qué órgano de la PCM asumirá la rectoría del OT (podría ser el Viceministerio de Gobernanza Territorial, el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico [Ceplan] u otra entidad). En cualquier caso, es imprescindible que este organismo cuente con suficiente fortaleza institucional para tener poder de convocatoria en todas las entidades estatales y suficiente fuerza coercitiva para lograr avances en materia de OT. Al respecto, la PCM evaluó la creación de una nueva secretaría para OT, que se denominaría Secretaría de Ordenamiento Territorial y Gestión del Riesgo de Desastres y tendría a cargo la rectoría del OT a nivel nacional (Gestión, 2019; entrevista 4). Si bien estamos de acuerdo en que la nueva secretaría de la PCM asuma la rectoría del OT y con integrar el OT con la gestión de riesgos de desastres, consideramos necesario que esta rectoría se encuentre delimitada y establecida de forma clara y expresa en el Proyecto.

Asimismo, el Proyecto debe distinguir las funciones, responsabilidades y competencias del Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM, del Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento, y del Ceplan, a fin de evitar eventuales conflictos por superposición de competencias en materia de OT. De modo similar, el Proyecto debe establecer los mecanismos de coordinación y articulación entre este nuevo sistema funcional de OT y el Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (Sinagerd).

El Proyecto omite referirse al ordenamiento territorial ambiental (OTA), que se encuentra en manos del Minam. Si bien consideramos necesario eliminar el OTA y hablar solo de OT, cuya naturaleza ambiental le es inherente, resulta necesario que el Proyecto indique expresamente que toda referencia al OTA debe entenderse como OT. Asimismo, el Proyecto debe dejar en claro que el Minam ya no será el encargado de fomentar la ZEE, sino que este instrumento y los demás del OT deberán ser fomentados por la PCM, lo que implicaría una transferencia de competencias. En cualquier caso, carece de sentido dividir las funciones en materia de OT en dos entidades distintas, debiendo ser una sola entidad a nivel nacional la que ostente estas competencias. Asimismo, la tercera disposición final complementaria del Proyecto dispone que toda referencia al acondicionamiento territorial (AT) debe entenderse como OT, lo cual es un acierto si consideramos que, en términos prácticos, el AT es también OT. Sin embargo, el Proyecto no explica qué sucederá con los planes de AT que ya cuentan con aprobación municipal: ¿serán considerados como plan de ordenamiento territorial (POT) a nivel municipal?, ¿serán considerados solo un insumo para la futura elaboración de POT municipales? Al respecto, sugerimos que estos planes de AT sean considerados como planes de OT a nivel micro en zonas urbanas que, luego, deberán ser complementados con planes de OT más integrales.

El artículo 6 del Proyecto define al OT como un

Proceso político, técnico y administrativo, facilitador de la toma de decisiones y de acciones consensuadas y planificadas en torno a la ocupación, uso y aprovechamiento del espacio con el ambiente natural y social, que contribuya al desarrollo de modos de vida regidos por valores éticos, culturales, ambientales, políticos y económicos.

Sugerimos que la definición indique claramente que el OT no solo facilita la toma de decisiones, sino que constituye un proceso por el que se toman decisiones sobre el territorio. De otro modo, el OT seguirá siendo no vinculante.

En congruencia con esta definición, el Proyecto debe establecer de forma expresa que la ZEE y el OT son de obligatorio cumplimiento y son vinculantes para el Estado, en todos sus sectores y niveles, y para la ciudadanía en general. Asimismo, el Proyecto debe prever una consecuencia jurídica como producto de su incumplimiento para dotarle de fuerza coercitiva, y establecer incentivos y mecanismos coercitivos para que la ZEE y el OT sean aprobados e implementados en la práctica. Por ejemplo, el Reglamento de la ZEE de San Martín de 200928 estableció, por un lado, que todo acto administrativo que implicase el uso, aprovechamiento u otorgamiento de derechos sobre el suelo debía ser previamente validado y estar de acuerdo con la ZEE (art. 10); y, por otro lado, estableció que el gobierno regional podría iniciar acciones legales contra los funcionarios que incumpliesen la disposición anterior (art. 43).

Asimismo, la Ley de Bosques Nativos de Argentina estableció un mecanismo de coerción y un incentivo para que las provincias aprobasen sus respectivos ordenamientos territoriales de bosques nativos (OTBN) con celeridad. Así, dicha ley dispuso que las provincias no podían otorgar permisos para desmontes hasta que hubieran aprobado sus respectivos OTBN y que podrían acceder a un nuevo fondo de compensación solo si previamente cumplían con aprobar sus OTBN (Gutiérrez, 2017, p. 294). En el caso peruano, debemos trabajar con un régimen de incentivos para que los gobiernos regionales y el Gobierno nacional agilicen el desarrollo de los POT, lo que se lograría, por ejemplo, dando un plazo de gracia de dos o tres años para su elaboración, luego de lo cual ninguna estancia estatal podría otorgar derechos sobre el territorio hasta que los POT se aprueben. Asimismo, de forma transitoria hasta que los POT sean aprobados, sugerimos que se debe evitar dar concesiones en contra de las recomendaciones de uso de las ZEE ya aprobadas por los gobiernos regionales29.

En sintonía con el establecimiento de incentivos y mecanismos de coerción para el respeto de la ZEE y el OT, es necesario que el Proyecto disponga que todas las ZEE aprobadas a nivel regional sean de revisión obligatoria por todos los funcionarios y servidores antes del otorgamiento de derechos sobre el territorio.

Para verificar si la zona peticionada coincide con las actividades recomendadas por las ZEE, se recomienda que el Proyecto disponga que la información (recomendaciones de uso) de las ZEE sea incorporada en un catastro nacional. Ese catastro puede ser el Catastro Nacional Integrado (creado por la Ley N.° 28294, que aún no ha sido implementado)30 o un nuevo catastro, que sería creado y administrado por la PCM, o un sistema integrado que conjugue todos los catastros ya existentes en las distintas entidades estatales. Para ello, el Proyecto podría crear en una de sus disposiciones finales una comisión encargada de dilucidar cómo lograr esta sinergia entre catastros. Hasta que eso suceda, se recomienda que el Catastro de Áreas Restringidas a la Actividad Minera incorpore todas las zonas consideradas como no aptas para la minería en las ZEE ya aprobadas.

Toda decisión sobre el territorio requiere una única visión de país; sin embargo, el Estado no ha logrado ponerse de acuerdo con respecto a cómo quiere ver al Perú en unos años31. Para que la ZEE y el OT sean diseñados e implementados con éxito recomendamos que el Proyecto especifique de forma clara los mecanismos que asegurarán la consistencia de planes de OT entre los tres niveles de gobierno. Con ese objeto, a nivel nacional, el ente rector debe establecer lineamientos generales para los gobiernos subnacionales. Se sugiere incorporar como uno de estos lineamientos a la identificación de una visión común de país y de desarrollo, que deberá ser respetada por todos los gobiernos subnacionales y por el mismo Gobierno nacional. Esta visión de país no debe ser adoptada unilateralmente por el Gobierno nacional, ni impuesta hacia los gobiernos subnacionales y la ciudadanía, sino que debe ser adoptada mediante consensos, negociaciones y conciliaciones que aseguren el respeto por las diversas y distintas culturas que coexisten en el Perú.

Por otro lado, cuando se trate de elegir visiones de desarrollo a nivel regional y local, sugerimos que sean las autoridades subnacionales quienes decidan el modelo de desarrollo que desean adoptar con base en su conocimiento y experiencia, pero siempre resguardando de no contravenir la visión de país establecida por el Gobierno nacional. En procesos tan complejos como el OT, los desacuerdos son inevitables y habrá conflictos respecto de las visiones de desarrollo a ser adoptadas en cada departamento, que pueden colisionar entre sí cuando dos departamentos o dos provincias tienen visiones y planes distintos para una zona ubicada en ambas jurisdicciones. Para resolver estos supuestos, se sugiere que el Proyecto indique mecanismos claros que permitan resolver estas discrepancias y que le otorguen al ente rector la potestad para negociar y, eventualmente, dirimir estos supuestos.

A fin de reducir posibles tensiones y desacuerdos entre sectores y los tres niveles de gobierno, el Proyecto debe manifestar claridad respecto de las competencias de cada gobierno para evitar la superposición de funciones y lograr un proceso de OT con coherencia dentro del Estado32, debiendo indicar también en qué medida estos gobiernos (nacional y subnacionales) podrán recomendar usos en el territorio.

Debido a que el proceso de OT es participativo, el Proyecto debe considerar mecanismos para evitar desacuerdos y resolver conflictos cuando la ciudadanía manifiesta una visión de desarrollo distinta a la adoptada por el Estado. Se sugiere que en estos supuestos de desacuerdo sea el Estado el que dirima, pero con la advertencia de que este poder para dirimir (y decidir) será aplicado como último recurso; es decir, será aplicable exclusivamente cuando se hayan agotado todos los esfuerzos e instancias de diálogo y negociación. De este modo, se reduce el peligro de que el diálogo entre Estado y sociedad se convierta en un mero formalismo. De forma similar, el Proyecto debe adoptar mecanismos que garanticen el respeto por la autonomía de pueblos indígenas que pueden construir sus propias normas para ordenar su territorio. Existen múltiples ejemplos de la disconformidad de los pueblos indígenas por el modo en que el Estado peruano viene ordenando su territorio y el Proyecto debe apuntar a evitar futuros enfrentamientos y conflictos en estos supuestos.

Los cambios sugeridos al Proyecto servirían de poco si el Estado no fortalece la descentralización y si no garantiza que los gobiernos regionales y el mismo Gobierno nacional adquieran capacidades (económicas, políticas) que permitan diseñar e implementar la ZEE y el OT en la práctica. Finalmente, dada la actual coyuntura, manifestamos preocupación por el futuro del OT en el Perú al no ser considerado parte de la agenda prioritaria. Desde una mirada cortoplacista, los Estados han optado por flexibilizar sus regulaciones ambientales, laborales y otros derechos para enfrentar la crisis económica generada por el COVID-19. En cambio, consideramos estratégico adoptar una mirada de mediano y largo plazo para reducir la probabilidad de futuras pandemias. Así, la aparición del COVID-19 debe alzarse como una oportunidad para que el OT asuma el protagonismo que se merece en las políticas públicas, evitando que el ser humano interfiera en la vida silvestre y, con ello, posibles procesos de zoonosis. Ciertamente, el OT debe tener el poder para planificar y determinar qué se puede y qué no se puede hacer en un área geográfica, y así convertirse en una herramienta fundamental para reducir invasiones antropogénicas en territorios naturales, disminuyendo con ello las probabilidades de crear zoonosis y evitando así futuras pandemias como la causada por el COVID-19. A pesar de esta importancia, el Estado ha preferido solo centrarse en una visión a corto plazo en la que prima la recuperación económica de forma desordenada, cuando podría estar aprovechando esta oportunidad para potenciar el OT, reactivar la economía con mayor orden y reducir los riesgos de nuevas epidemias.

V. HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN SISTEMA INTE-GRADO DE OT Y DE CONCESIONES MINERAS ARMÓNICO CON EL DESARROLLO SOSTENIBLE

Las actividades humanas en el territorio peruano han ido en aumento de forma desordenada, lo que viene perjudicando a los seres humanos, la naturaleza y los empresarios, quienes pueden perder lo invertido si su actividad económica no llega a ser viable33. Así, el escenario actual muestra a un territorio particionado y con gran número de actividades realizadas en zonas sin vocación para ellas. Los intentos del Estado peruano para planificar las actividades sobre su territorio de forma integrada no han tenido éxito34 y en la actualidad nos encontramos frente a un régimen de planificación incompleto, particionado, sectorializado y privatizado. Es incompleta porque no existe una visión integrada del territorio peruano, es particionada porque solo se viene realizando en algunas zonas del Perú, es sectorializada porque el otorgamiento de derechos sobre el territorio recae en distintos ministerios sin coordinación previa, y ha sido privatizada porque la elección y el estudio del territorio se encuentra en manos de terceros, como sucede con la elaboración de líneas de base antes de la aprobación de los EIA.

Nuestro objetivo con este artículo es contribuir a la construcción de un sistema único de OT que fusione coherentemente los regímenes de otorgamiento de concesiones mineras y de OT, de modo tal que esta planificación realizada por el Estado sea posteriormente usada por los privados y se logre el desarrollo sustentable. Para ello, las secciones III y IV del presente artículo analizaron el sistema de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet y el sistema de OT. La presente sección, por su parte, tiene por objetivo presentar las bases de este sistema único de OT.

V.1. El modelo ideal de OT: un sistema único que contemple el régimen de concesiones mineras

A continuación, proponemos algunos lineamientos para visualizar el régimen de otorgamiento de concesiones del Ingemmet como parte de un sistema único de OT; no obstante, su construcción y modo de implementación requerirá un desarrollo más fino que podrá ser trabajado con posterioridad. Bajo este modelo ideal, la planificación sobre el territorio que el Estado realiza debe anteceder a las concesiones y proveer el marco de prioridades y exclusiones dentro del cual se otorgarían estas concesiones. Así, el nuevo sistema de OT que proponemos es un modelo integrado, vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas y con enfoque intercultural.

Es integrado a nivel geográfico porque cada una de las áreas (por ejemplo, las cuencas) que conforman el territorio peruano será analizada bajo la premisa de que lo que se haga o deje de hacer en ella influirá en las demás áreas que conforman el territorio nacional, como si fuesen piezas de un rompecabezas. Esta visión se distancia del modelo actual de planificación del territorio, en el que son los terceros quienes ven potencialidad en un área específica, sin que previamente exista una planificación territorial del Estado. Así, estos terceros ejercen la planificación del uso del territorio en forma consistente con sus objetivos y necesidades particulares, sin necesariamente tomar en cuenta los objetivos y necesidades de la comunidad en conjunto.

Es vinculante porque comprende los diversos regímenes de otorgamiento de derechos (concesiones, títulos habilitantes, autorizaciones, permisos, etc.). Por tanto, todas las instancias del Estado con competencia para otorgar derechos sobre el territorio deberán verificar si la zona solicitada es apta para la actividad que se pretende desarrollar allí, tanto por sus características físicas como sociales. Así, se podrá realizar cualquier actividad económica que no vulnere la planificación estatal adoptada previamente en dicha zona. Un ejemplo de cómo lograr que el OT a nivel regional sea vinculante y que puede servir de modelo para el sistema de OT a nivel nacional son los mecanismos coercitivos considerados en el Reglamento de la ZEE del Gobierno Regional de San Martín descritos en la sección III.

Es eficiente porque un sistema de planificación territorial que vincule a todas las entidades estatales permitirá acortar el tiempo de los procedimientos de otorgamiento de derechos, aligerando la burocracia y reduciendo los costos de los inversionistas a mediano y largo plazo. Por ejemplo, los intercambios de opinión, como réplicas y contrarréplicas entre entidades estatales durante el procedimiento de otorgamiento de concesiones, no tendrían cabida en este sistema de OT porque, al momento en que el tercero solicita un derecho sobre una zona, ya existirá un acuerdo y una planificación previa por parte de todas las entidades del Estado sobre dicha zona. De modo similar, con este sistema de OT se brindan mayores garantías de que la zona en la que se otorga el derecho cuenta con viabilidad física y social para la realización de una actividad económica.

Es escalonado porque va desde el Gobierno nacional hasta la ciudadanía y viceversa, pasando por los gobiernos regionales y locales. En ese sentido, el Gobierno nacional debe definir los lineamientos generales que rigen el sistema de OT y estos deben ser elaborados luego de haber escuchado muy atenta y detalladamente las propuestas, aspiraciones y necesidades de los gobiernos subnacionales y de la ciudadanía. Una vez en funcionamiento, el sistema de OT debe involucrar un ida y vuelta continuo entre los diferentes niveles de gobierno. En cualquier caso, la coordinación y el diálogo constante entre los tres niveles de gobierno es imprescindible en todo momento. Si no se llega a un consenso, el Gobierno nacional deberá tomar una decisión final solo si previamente se han agotado todas las vías de diálogo y coordinación posibles entre los diferentes niveles de gobierno.

Por ejemplo, el ente rector en materia de OT debe trabajar desde dos flancos en la identificación y el consenso de una visión común sobre lo que se debe y no se debe hacer en el territorio nacional. Por un lado, el ente rector en materia de OT debe convocar a todos los sectores y construir una propuesta de visión única de país en diez o veinte años. Por otro lado, el Gobierno nacional debe conversar con y escuchar a los gobiernos regionales sobre cómo quieren que sean sus regiones en diez o veinte años; esto es, si buscan una región minera, agrícola, con prioridad en salud pública, educación, desarrollo urbano, etc. De modo similar, los gobiernos regionales deben trabajar de la mano con los gobiernos locales para que expliquen cómo quieren que sea su territorio en unos años. A su vez, los gobiernos locales deben de convocar al diálogo y debate a la ciudadanía para escuchar sus aspiraciones y preocupaciones respecto del territorio que habitan para que puedan trasladarlas hacia las demás instancias estatales y que sean tomadas en consideración al momento de elaborar los POT. Luego, el ente rector en materia de OT debe revisar las visiones de cada región y verificar que estas no se alejen de la visión de país.

Es amigable con los inversionistas, pues el sistema de OT propuesto presupone un conjunto de lineamientos claros sobre cómo organizar y planificar las actividades dentro del territorio, lineamientos que son seguidos y consensuados por todos los niveles de gobierno y por los mismos habitantes. De esta manera, los beneficios económicos del propuesto sistema de OT a favor de los inversionistas extranjeros son múltiples. Por un lado, las compañías extranjeras podrían mejorar su imagen en el mercado internacional al mostrarse como ecoamigables y con actividades que no conllevan conflictos sociales; por otro, el sistema de OT propuesto garantizaría la seguridad jurídica del derecho otorgado y reduciría la incertidumbre económico-financiera. A su vez, operar en zonas con baja conflictividad genera condiciones de financiamiento más favorables, dado que, al reducirse el riesgo de la actividad (por ser realizada sin conflictos), también se reduce el costo de financiamiento y los inversionistas pueden acceder a tasas de interés más atractivas. Adicionalmente, este sistema dotaría de mayor rapidez a los procedimientos de otorgamiento de concesiones, permisos y autorizaciones.

Tiene un enfoque intercultural porque garantiza la participación de la sociedad civil y busca consensos entre los habitantes del territorio y el Estado, minimizando así futuros conflictos con respecto a las actividades a realizarse. El enfoque intercultural en el actual régimen de concesiones mineras culmina con la presentación de una declaración jurada por parte del peticionario. En cambio, nosotros proponemos un sistema que respete la autodeterminación de los pueblos indígenas y que incorpore la consulta previa y la participación ciudadana.

Con respecto a la autodeterminación de los pueblos indígenas, el sistema de OT propuesto respeta la planificación de actividades y el OT que estos pueblos hayan elegido para sus territorios35. Sobre la consulta previa y la participación ciudadana, comprendemos que es inviable realizar una consulta previa y un proceso de participación ciudadana por cada petitorio minero, dado el alto volumen de petitorios recibidos por el Ingemmet (que bordea los ocho mil por año)36. En respuesta, proponemos que ambos procesos se lleven a cabo antes del otorgamiento de concesiones mineras para que, cuando estas sean peticionadas y otorgadas, los habitantes de la zona ya hayan sido previamente informados y hayan brindado su consentimiento a la actividad minera en principio, no generando sorpresas y evitando tensiones.

Así, proponemos un proceso de consulta previa y de participación ciudadana durante la elaboración de las ZEE y los POT. Esta información, de la mano con los datos técnicos que hayan sido recolectados por los gobiernos regionales para elaborar la ZEE, debe bastar para lograr un POT consensuado. De este modo, la consulta previa y la participación ciudadana durante la elaboración de las ZEE y del POT implican procesos de diálogo continuo con los habitantes que anteceden a todas las concesiones. Con posterioridad, cuando ya exista un proyecto minero con actividades más específicas, se requerirá un nuevo proceso de consulta previa y participación ciudadana con información nueva y detallada de las actividades propuestas por la empresa37.

V.2. Reformas necesarias para implementar un sistema único de OT

La implementación del sistema de OT propuesto es un camino de largo aliento. Para ello, sugerimos una serie de pasos y reformas.

El primer paso es lograr que el OT ingrese como un tema prioritario a la agenda del Gobierno. Para ello, se recomienda al Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM convocar a un debate público sobre OT. Así, todos los actores interesados podrán expresar con libertad sus intereses, preocupaciones y sugerencias para que este sistema sea implementado en la práctica. Comprendemos que han existido acercamientos previos38; sin embargo, consideramos pertinente, además de un gesto de apertura, que se muestre una disposición a escuchar a todas las partes interesadas en el OT.

El segundo paso implica que el Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM perfeccione el Proyecto de Ley Orgánica de OT que ha venido trabajando desde 2019 con base en las preocupaciones y los aportes brindados durante el debate público. Este Proyecto de Ley de OT debe establecer los lineamientos generales, básicos y más importantes que deberán ser seguidos por las demás entidades de los tres niveles de gobierno y por la ciudadanía. Estos son:

El tercer paso consiste en adoptar un conjunto de acciones que preparen el camino para la implementación de la Ley de OT con las características antes descritas, conforme mencionamos a continuación:

A modo de resumen, la presente sección presentó algunas propuestas para la construcción de un sistema integrado de OT en el Perú, como iniciar un debate público, aprobar una ley de OT que designe un ente rector y contenga principios básicos (integración, obligatoriedad, eficiencia, enfoque escalonado, amigabilidad hacia los inversionistas, interculturalidad), entre otros. A fin de lograr su aplicación práctica, esta sección presentó algunos pasos que el Gobierno podría adoptar para formar las bases de este sistema integrado de OT como, por ejemplo, potenciar la labor educativa y de información hacia la sociedad civil, y adoptar las recomendaciones de la ZEE hasta que se logre la aprobación de un sistema integrado de OT, entre otros. Al respecto, este artículo reconoce que este sistema integrado de OT constituye un objetivo de largo aliento y, por tanto, también se proponen algunas alternativas a corto plazo para reducir los impactos ambientales y evitar futuros conflictos sociales por el otorgamiento de derechos en zonas con aptitudes diferentes y sin licencia social.

VI. CONCLUSIONES

En este artículo hemos hecho una crítica constructiva del procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras y del sistema de OT, proponiendo modificaciones para unificar ambos regímenes en un sistema único y así generar una serie de beneficios para el Estado, los inversionistas y la ciudadanía.

El procedimiento actual de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet busca rapidez y, por ello, establece plazos cortos, limita el universo de terceros con interés para oponerse a un petitorio minero y prefiere omitir resolver problemas que podrían devenir en futuros conflictos, los que terminan apareciendo en fases posteriores. Sin embargo, en vez de favorecer a los empresarios, esto les genera costos innecesarios y no les brinda seguridad de que un futuro proyecto será viable en la zona. En este artículo hemos sugerido modificaciones al procedimiento para el otorgamiento de concesiones mineras basadas en una amplia difusión de información, la incorporación de plazos suficientes para que los terceros puedan objetar, la ampliación de la oposición a favor de todos los que consideren que la concesión minera podría afectarles —incluyendo a aquellos sin derechos mineros—, y la inclusión del proceso de consulta previa y participación ciudadana.

El OT vigente en el Perú no ha tenido mayor éxito a pesar de diversos esfuerzos y de haber sido adoptado por el Estado peruano hace más de dos décadas. Esto se debe, entre otras razones, a la falta de una institucionalidad suficientemente sólida para su diseño e implementación, así como a una oposición del sector empresarial por temor a que esta institución merme sus intereses. No obstante, se debe cambiar la percepción del OT porque este no busca limitar la minería, sino ubicar a esta actividad y a las demás actividades económicas en los lugares adecuados, de modo tal que no generen daños a las personas y el ambiente. Asimismo, el Estado debe trabajar arduamente en el fortalecimiento de sus capacidades en los tres niveles de gobierno para que puedan diseñar e implementar el OT.

El Proyecto de Ley de OT de la PCM tiene aciertos, pero también tiene lagunas que deben resolverse en el texto de la misma ley y no en sus posteriores reglamentos. Por ello, recomendamos que este Proyecto defina al OT como un proceso vinculante por el que se decide qué hacer con el territorio, que incorpore los principios que guiarán el sistema de OT y que establezca lineamientos generales que todos los POT deben seguir obligatoriamente. Asimismo, debe designar a un ente rector de OT con poder de convocatoria y de solución de controversias en la materia, introducir incentivos para que el ente rector y los gobiernos subnacionales aprueben sus POT lo antes posible, y disponer que todos los derechos otorgados en el territorio deben coincidir con las actividades recomendadas por las ZEE ya aprobadas.

Los cambios sugeridos al procedimiento de otorgamiento de concesiones mineras del Ingemmet deben ir de la mano con el diseño e implementación de un nuevo sistema de OT para que sean viables y adquieran sentido. Así, sugerimos adoptar un sistema de OT que contemple a las concesiones dentro de este y que sea un modelo integrado, vinculante, eficiente, escalonado, amigable con los inversionistas y con enfoque intercultural.

Las ventajas del procedimiento propuesto de otorgamiento de concesiones mineras incluyen la reducción de costos de los inversionistas, rapidez, mayor seguridad —porque se reducen las probabilidades de que el proyecto presente oposiciones y conflictos socioambientalesy la reducción de los incentivos perversos que hacían a los empresarios persistir con los trámites para iniciar o continuar con la actividad, a pesar de que el proyecto generase impactos negativos en la salud de las personas y en el ambiente.

La amenaza del cambio climático y los impactos en ello de la depredación descontrolada de los recursos naturales, especialmente la deforestación en la cuenca amazónica, requieren el desarrollo de mecanismos eficaces, como el OT, para conservar los recursos naturales esenciales para la supervivencia humana en el planeta. Asimismo, la pandemia de COVID-19, que ha impactado fuertemente al país, nos ha alertado sobre la necesidad de tener mecanismos eficaces, como el OT, para controlar los impactos de las actividades humanas en la naturaleza.

El proceso de expansión minera en el Perú en las últimas décadas ha sido una de los más conflictivos en el mundo y ha conducido a una polarización entre las actitudes pro y antimineras. Frente a ello, este artículo propone un diseño y puesta en marcha de un sistema de OT con legitimidad, que priorice el uso y la conservación de los recursos naturales y concilie los intereses de los actores involucrados para procurar el bien común. De esta forma, este sistema de OT ofrece mayores posibilidades para asegurar la legitimidad y sostenibilidad de la actividad minera en el país a largo plazo que las prácticas tradicionales de imposición y empleo de influencias políticas.

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Lista de entrevistas

Entrevista 1 (10 de octubre de 2020) y N° 6 (17 de noviembre de 2020): excoordinadora del Proceso de ZEE y de OT de Cajamarca, y exsubgerente de Acondicionamiento Territorial del Gobierno Regional de Cajamarca.

Entrevista 2 (16 de octubre de 2020): coordinador del Área Legal del Instituto del Bien Común, miembro de la Plataforma de Ordenamiento Territorial.

Entrevista 3 (18 de octubre de 2020): jefa de la Unidad de Áreas Restringidas y exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet.

Entrevista 4 (19 de octubre de 2020): coordinadora de la Unidad Funcional de Ordenamiento Territorial y Gestión de Riesgo de Desastres del Despacho Viceministerial de Gobernanza Territorial de la PCM.

Entrevista 5 (30 de octubre de 2020): exviceministro de Interculturalidad y exadjunto para la Defensoría del Pueblo para el Medio Ambiente, Servicios Públicos y Pueblos Indígenas.

Recibido: 25/10/2023
Aprobado: 15/02/2024


1 Un estudio detallado de las diversas definiciones y enfoques sobre OT puede advertirse en la tesis doctoral de Chinchay (2022).

2 Esta concepción restringida del OT fue adoptada en el artículo 22 de la Ley N.° 30230, Ley que establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país. En efecto, dicho artículo indica que el OT no puede establecer usos ni exclusiones de usos.

3 Entendido como «la facultad del Estado de disponer, en caso de necesidad pública, de los bienes de propiedad privada que existen dentro del territorio» (Hernández, 2011, p. 188).

4 Existen dos procedimientos diferenciados para el otorgamiento de concesiones: a) el procedimiento ordinario minero, dirigido a las concesiones para la exploración y explotación; y b) los procedimientos especiales, aplicables a las concesiones de beneficio, labor general y transporte minero.

5 El término «buena gobernanza» nace para diferenciarse de la administración pública tradicional al incorporar la participación de actores no gubernamentales, la responsabilidad de la Administración, el deber de rendir cuentas y el derecho de los ciudadanos de exigir resultados (Chica, 2015, p. 86). Así, la buena gobernanza puede ser definida como el «conjunto de reglas, procesos y conductas que afectan a la forma en la que se ejerce el poder, en concreto, en lo relacionado con la apertura, la participación, la rendición de cuentas, la eficacia y la coherencia» (Villoria, 2012, p. 11).

6 La sostenibilidad ambiental implica una visión más profunda sobre el componente ambiental del desarrollo sostenible. Así, la sostenibilidad ambiental es una condición de equilibrio, resiliencia e interconexión que permite a la sociedad humana satisfacer sus necesidades sin exceder la capacidad de los ecosistemas que los sustentan para continuar regenerando los servicios necesarios para satisfacer esas necesidades ni disminuir la diversidad biológica mediante nuestras acciones (Morelli, 2011, p. 5).

7 El término «justicia social» puede ser entendido desde diversos enfoques. Este artículo se adhiere a la definición amplia planteada por Craig (2008), quien considera a la justicia social como un marco de objetivos políticos que acepta las diferencias y la diversidad, que se fundamenta en valores de dignidad, igualdad, satisfacción de necesidades básicas, reducción de desigualdades sustanciales y participación de todos, y cuyo logro implica la aplicación de políticas sociales, económicas y ambientales (p. 236). Así, la justicia social debe trascender un enfoque meramente redistributivo, incluyendo también el respeto por las diferencias multiculturales, la aceptación de desigualdades estructurales, y la necesidad de aplicar mecanismos de participación ciudadana.

8 A modo de ejemplo, son causales de rechazo no adjuntar constancia de pago del derecho de vigencia o que este pago sea incompleto, no indicar fecha y número de la constancia de pago, entre otros aspectos formales (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 26). Son causales de inadmisibilidad el no consignar las coordenadas UTM WGS84 del área solicitada, no identificar correctamente la cuadrícula o poligonal cerrada, que se exceda el área máxima establecida por el Decreto Supremo N.° 014-92-EM , que sean peticionados por extranjeros en zona de frontera, que sean formulados en áreas de no admisión de petitorios, o que corresponda a área urbana, entre otras causales (art. 27).

9 Si el área peticionada abarca dos departamentos, solo se publicará en el departamento donde se encuentra la mayor área (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 33.1).

10 Para emitir tales dictámenes, el Ingemmet cuenta con treinta días hábiles, contados desde la recepción de la publicación de avisos.

11 Esta resolución deberá ser emitida no antes de treinta días calendario de efectuada la última publicación del petitorio minero (Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, art. 31.5).

12 Como sucede con los costos hundidos, los empresarios tendrán un comportamiento con tendencia a continuar su esfuerzo inicial una vez que hayan realizado una inversión de dinero, esfuerzo y tiempo (Arkes & Ayton, 1999).

13 El Decreto Supremo N.° 014-92-EM, Ley General de Minería, reconoce a la certeza, simplicidad, publicidad, uniformidad y eficiencia como principios de los procedimientos mineros. El Decreto Supremo N.° 020-2020-EM, Reglamento de Procedimientos Mineros, dispone que el peticionario debe presentar una declaración jurada en la que se compromete a cumplir con los principios de enfoque de desarrollo sostenible, excelencia ambiental y social, cumplimiento de acuerdos, relacionamiento responsable, empleo local, desarrollo económico y diálogo continuo.

14 La exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet comentó que, de enero a octubre de 2020, esta institución estaba tramitando un aproximado de ocho mil solicitudes de concesión minera, y que este número ha disminuido a comparación de otros años debido al COVID-19 (entrevista 3).

15 La cuarta sección de este artículo desarrolla más esta propuesta y explica su viabilidad en la práctica, luego de algunos cambios necesarios en el régimen de otorgamiento de concesiones mineras y en el régimen de OT.

16 Este ejercicio es imprescindible para lograr uniformizar visiones sobre lo que se espera para una región en particular, propuesta que deberá ser conversada con el respectivo gobierno regional.

17 Los autores agradecemos a la coordinadora de la Unidad Funcional de Ordenamiento Territorial y Gestión de Riesgo de Desastres del Despacho Viceministerial de Gobernanza Territorial de la PCM por compartir el referido proyecto de ley en el año 2020.

18 Consideramos que la ZEE es un instrumento que pretende ser neutral; sin embargo, la realidad ha demostrado que el proceso de ZEE puede generar controversias.

19 El Plan de Ordenamiento Territorial del departamento de Tacna fue aprobado mediante la Ordenanza Regional N.° 028-2021-CR/GOB.REG.TACNA. El Plan de Ordenamiento Territorial de Junín fue aprobado mediante Ordenanza Regional N.° 379-2023-GRJ/CR.

20 En 2010, el Grupo Norte solicitó al GORE Cajamarca no aprobar el proyecto de ZEE que venía trabajando por varios años. Como el GORE hizo caso omiso a este pedido, el Grupo Norte presentó un recurso de reconsideración ante el GORE y una queja ante el Minam (Barrantes et al., 2012, p. 200). En respuesta, en diciembre de 2010, el exministro del Ambiente, Antonio Brack (2008-2011), manifestó de forma pública su decisión de iniciar un proceso de inconstitucionalidad contra la ZEE aprobada en Cajamarca por considerarla como un impedimento para el desarrollo de las actividades mineras (Brack, 2010).

21 Esta guía fue aprobada mediante la Resolución Ministerial N.° 135-2013-MINAM.

22 Decreto Supremo N.° 022-2017-PCM, Reglamento de Organización y Funciones de la Presidencia del Consejo de Ministros, publicado el 28 de febrero de 2017.

23 Santos Guerrero se manifestó en contra del proyecto minero Conga y de las actividades mineras en la región por considerar que «Cajamarca ya cumplió con su cuota al Estado peruano», y por estimar que Cajamarca ya había sido sobreexplotada por la minería durante muchos años (La República, 2011).

24 El enfoque de cuencas constituye un criterio de planificación del territorio acertado y que deja de lado demarcaciones políticas.

25 El Proyecto y su exposición de motivos fueron compartidos por la PCM con organizaciones de la sociedad civil y fueron presentados en un taller virtual organizado por la PCM el 16 de julio de 2020.

26 La derogación del artículo 22 de la Ley N.° 30230 es un acierto, pero esta derogación es solo una victoria pírrica para aquellos que defienden el carácter obligatorio y vinculante de la ZEE y del OT. En efecto, de nada sirve derogar este artículo si, a su vez, el Estado no adopta mecanismos que doten de fuerza vinculante a la ZEE y al OT.

27 Comprendemos que buscar consensos entre todos los sectores en materia de OT es un reto muy grande, pero estos consensos son necesarios y deben estar establecidos con claridad en una ley puesto que vincularán a todas las entidades estatales, que deben estar alineadas y bajo el mismo enfoque.

28 Aprobada mediante el Decreto Regional N.° 002-2009-GRSM/PGR, Aprueban el Reglamento para la aplicación de la ZEE.

29 Comprendemos que estos mecanismos de coerción e incentivos deben establecerse no solo respecto de los gobiernos subnacionales, sino también respecto del Gobierno nacional, para que así este promueva la coordinación intersectorial dentro del Estado e intensifique su apoyo a los gobiernos subnacionales en la aprobación de sus respectivos planes de OT.

30 La recomendación de implementar el Catastro Nacional Integrado también constituye una conclusión del Informe de la Comisión para el Desarrollo Minero Sostenible (2020, p. 32).

31 La existencia de múltiples visiones distintas se pone de manifiesto, por ejemplo, en el gran número de planes existentes en los gobiernos municipales, los gobiernos regionales y los diferentes ministerios del Gobierno nacional, los cuales no guardan relación entre sí y pueden llegar a ser contradictorios.

32 Es importante que la delimitación de competencias entre los gobiernos (nacional, regional y local) sea establecida en una ley y no en un reglamento (que es aprobado con normas de menor rango que una ley).

33 Como sucede cuando en la zona elegida existen tensiones o conflictos socioambientales.

34 Como se dio con los planes elaborados por el extinto Instituto Nacional de Planificación (INP) en las décadas de 1970 y 1980, y como ha sucedido con los planes de OT impulsados desde inicios de la década del 2000 y que aún son inexistentes en el Perú. Para más información sobre las actividades realizadas por el INP y su historia de creación y disolución, se recomienda el estudio realizado por Dargent (2019). De modo similar, una narración del aporte del INP a la planificación del territorio puede verse en Rendón (2019).

35 Comprendemos que uno de los cambios deseables para hacer esta propuesta viable a favor de los pueblos indígenas implica que la Constitución Política del Perú reconozca al Estado peruano como un Estado plurinacional.

36 De acuerdo con información brindada por la exdirectora de Concesiones Mineras del Ingemmet (entrevista 3).

37 Consideramos que este proceso de consulta previa y participación ciudadana debe darse, con esta información más específica, antes del otorgamiento de la certificación ambiental; esto es, durante la evaluación del EIA.

38 En referencia al trabajo de elaboración del Proyecto de Ley Orgánica de OT que el Viceministerio de Gobernanza Territorial de la PCM trabajó durante 2019 y 2020, y que compartió con miembros de la sociedad civil.

39 La institución que asuma la rectoría del OT podría ser el Viceministerio de Gobernanza Territorial o el Ceplan. Comprendemos que el Ceplan es una entidad pequeña aún, pero ello no impide que pueda asumir el encargo si se le dota de suficientes recursos humanos y presupuestales para hacer frente a esta nueva tarea. Existe experiencia previa con el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA), que pasó de ser una institución pequeña en 2010 a ser una que ha ido consolidando su fuerza en la última década.

40 El Perú cuenta con la Política 34: Ordenamiento y Gestión Territorial, aprobada el 24 de septiembre de 2013, y con los Lineamientos de Política para el Ordenamiento Territorial, aprobados por la Resolución Ministerial N.° 026-2010-MINAM. No obstante, esta política es muy general y sus lineamientos son insuficientes. Por ejemplo, no menciona el carácter multiescalar, multidimensional ni sistémico del OT, como sí lo menciona expresamente el Documento Marco de Política General de OT de Colombia. Además, ni la política ni sus lineamientos en el Perú prevén mecanismos de resolución de controversias frente a intereses y visiones en oposición por parte de los gobiernos nacional, regional y local sobre cómo buscan planificar su territorio.

41 Este tipo de incentivo ha sido adoptado por la Ley de Bosques Nativos de Argentina, que dispuso un periodo de gracia para que las provincias aprueben sus OTBN. Si este plazo se incumplía, las provincias estaban impedidas de otorgar permisos para desmontes hasta que aprobasen sus respectivos OTBN (Gutiérrez, 2017).

42 De modo similar, el contar con un OTBN constituía un requisito necesario para que las provincias accedieran a un nuevo fondo de compensación (Gutiérrez, 2017).

43 De nada serviría ampliar los supuestos para oponerse si la Administración seguirá considerando a estos supuestos como insuficientes para rechazar un petitorio minero.

44 La alternativa planteada implica que la actividad minera continúe, pero respetando los compromisos socioambientales. El cumplimiento de estos compromisos corresponde a la entidad de fiscalización ambiental y, eventualmente, a la entidad de certificación ambiental, cuando estos compromisos requieran ser revisados o modificados.

45 Los dos escenarios expuestos se relacionan, en parte, con la tipología de conflictos desarrollada por Arellano Yanguas (2011), en específico con el tipo de conflicto antiminero y el tipo en el que se pide mayor poder de negociación y mejores condiciones laborales.

46 La teoría de los derechos adquiridos en derecho no impide que el Estado desconozca los derechos otorgados a particulares previamente cuando estos vulneran otros derechos. La discusión es amplia, solo a modo de ejemplo recomendamos la lectura de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Área de Conservación Regional Cordillera Escalera (Exp. N.° 03343-2007-PA/TC), en especial el considerando 49.

47 Estos talleres fueron promovidos por el Minam hace más de una década y convocaban no solo a técnicos de diversos niveles de gobierno (regional y local), sino también a académicos y sociedad civil en general. En ese sentido, consideramos que estos talleres deben retomarse, pero desde un nuevo enfoque integral de OT.

* Los autores expresan su agradecimiento al Centro de Estudios sobre Minería y Sostenibilidad (CEMS) de la Universidad del Pacífico por su apoyo durante el desarrollo del presente artículo.

** Investigadora postdoctoral asociada del Princeton Institute for International and Regional Studies (PIIRS) de la Universidad de Princeton (Estados Unidos). Abogada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). Doctora en Sociología por la Pontificia Universidad Católica del Perú (Perú).

Código ORCID: 0009-0009-2928-8611. Correo electrónico: ac1541@princeton.edu

*** Investigador y consultor del proyecto Hunter Renewal de la Universidad de Newcastle (Australia). Economista por la Universidad de Tasmania (Australia). Máster en Administración de Negocios por la Universidad de Washington (Estados Unidos). PhD en Administración Pública por la Universidad Cornell (Estados Unidos).

Código ORCID: 0000-0002-5991-5446. Correo electrónico: mascurrah@gmail.com

Anexo 1. Procedimiento de concesiones mineras de exploración y explotación

Fuente: elaboración propia.

Nota: si la oposición tiene éxito porque la superposición entre derechos mineros es total al área peticionada, el nuevo petitorio se cancela; en cambio, si la oposición tiene éxito porque la superposición de derechos mineros es parcial y la cuadrícula peticionada aún cuenta con área libre, se continúa el procedimiento respecto de esta área libre.



https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.004

El consumo sustentable: un principio implícito en el sistema chileno de consumo

Sustainable Consumption: An Implicit Principle in the Chilean Consumer Law

Erika Isler Soto*

Universidad Autónoma de Chile (Chile)


Resumen: La Ley de Protección al Consumidor chilena no menciona al consumo sustentable como un principio explícito. En este contexto, el objetivo del presente trabajo radica en indagar su posible vigencia como un principio general del derecho de consumo en Chile. La investigación logró acreditar la hipótesis inicial, que postulaba la eficacia jurígena del consumo sustentable como principio general del derecho de consumo. En efecto, a partir de la utilización de la metodología dogmática, se llegó a la conclusión de que su vigencia puede ser derivada igualmente de una interpretación armónica y sistemática de los principios y las reglas que el ordenamiento jurídico chileno de hecho contiene. En concreto, la eficacia normativa del consumo sustentable puede desprenderse a partir de dos vías dentro de las técnicas del positivismo jurídico. La primera de ellas consiste en una concretización de principios generales, los cuales, en el supuesto planteado, corresponderían al pro natura y el pro homine. En segundo término, el consumo sustentable como principio general sería obtenido de una generalización realizada a partir de manifestaciones específicas. Estas últimas se encontrarían radicadas en la consagración de los derechos básicos de los consumidores, la disciplina de la información y la publicidad, así como en la instauración de mecanismos de extensión de la durabilidad de los bienes.

Palabras clave: Consumidor, derecho de consumo, principios generales del derecho, consumo sustentable, desarrollo sostenible, principios implícitos

Abstract: The Chilean Consumer Protection Law does not mention sustainable consumption as an explicit principle. In this context, the objective of this work lies in investigating its possible validity as a general principle of consumer law in Chile. The research managed to prove the initial hypothesis that postulated the legal effectiveness of sustainable consumption as a general principle of consumer law. In fact, from the use of the dogmatic methodology, it was concluded that its validity can also be derived from a harmonious and systematic interpretation of the principles and rules that the Chilean legal system actually contains. Specifically, the normative effectiveness of sustainable consumption can be derived from two ways within the techniques of legal positivism. The first of them consists of a concretization of general principles, which, in the hypothesis presented, would correspond to pro natura and pro homine. Secondly, sustainable consumption as a general principle would be obtained from a generalization made from specific manifestations. The latter would be rooted in the consecration of basic consumer rights, the discipline of information and advertising, as well as the establishment of mechanisms to extend the durability of goods.

Keywords: Consumer, consumer law, general principles of law, sustainable consumption, sustainable development, implicit principles

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. UNA APROXIMACIÓN A LOS PRINCIPIOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.1. LOS PRINCIPIOS Y SUS APTITUDES JURÍGENAS.- II.2. LOS PRINCIPIOS EXPLÍCITOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3. LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3.1. APROXIMACIÓN CONCEPTUAL A LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS.- II.3.2. FUENTES NORMATIVAS DE LOS PRINCIPIOS IMPLÍCITOS Y SU APLICACIÓN AL DERECHO DE CONSUMO CHILENO.- II.3.2.1. EL PRINCIPIO IMPLÍCITO COMO UNA ESPECIFICACIÓN DE UN PRINCIPIO EXPLÍCITO MÁS GENERAL.- II.3.2.2. EL PRINCIPIO IMPLÍCITO COMO GENERALIZACIÓN DE UN CONJUNTO DE NORMAS ESPECÍFICAS. III. FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LA IMPLICITUD DEL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE.- III.1. EL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE COMO ESPECIFICACIÓN DE UN PRINCIPIO EXPLÍCITO MÁS GENERAL.- III.1.1. EL PRINCIPIO PRO NATURALEZA O PRO MEDIO AMBIENTE.- III.1.2. EL PRINCIPIO PRO HOMINE.- III.2. EL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE COMO GENERALIZACIÓN DE UN CONJUNTO DE DECLARACIONES ESPECÍFICAS.- III.2.1. LOS DERECHOS BÁSICOS DE LOS CONSUMIDORES.- III.2.2. INFORMACIÓN Y PUBLICIDAD.- III.2.3. EXIGENCIAS TENDIENTES A LA DISMINUCIÓN Y TRATAMIENTO DE DESECHOS.- IV. CONCLUSIONES.

¿Cómo expresar, hoy en día, la belleza del Mundo, el frágil esplendor de la totalidad de la Tierra más que la gloria antigua del paisaje local? Una vez más, ¿cómo expresar la frágil belleza de la Tierra?

Michel Serres (1991, p. 5)

I. Introducción

Es de público conocimiento la grave crisis ambiental y climática por la cual atraviesa nuestro planeta. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), de hecho, ha denunciado recientemente que al menos nueve millones de personas mueren al año a causa de la contaminación ambiental (ONU, 2022). En Chile este panorama se manifiesta en diversos ámbitos. Así, por ejemplo, desde hace algunos años se ha venido verificando una escasez hídrica de larga duración que ha implicado, entre otros efectos, la supresión de servicios sanitarios —más grave aún en pandemia—, así como la muerte de especies vegetales y animales. Por otra parte, el aumento de las emisiones de efecto invernadero y el incremento sustancial de residuos sólidos deviene en una contaminación de espacios terrestres, marítimos, lacustres y aéreos incompatible con la vida en nuestro territorio en un espacio no tan lejano.

Si bien este preocupante panorama es multifactorial, lo cierto es que el consumo de bienes y servicios ocupa un importantísimo rol en ello. Únicamente a modo de ejemplo, cabe recordar la mundialmente conocida calificación de «cementerio tóxico» del desierto de Atacama, luego de que saliera a la luz que al menos 39 000 toneladas de ropa que demoran doscientos años en desintegrarse son desechadas en él (Reyes, 2021). El panorama es más dramático si se considera la altísima cantidad de agua que se necesita para fabricar una prenda textil —2000 litros para una polera y 10 850 para un pantalóny que Chile es el país de Latinoamérica que más desechos tecnológicos genera.

Este contexto obliga a que la preocupación por un consumo sustentable haya dejado de ser un objetivo que secunda el crecimiento económico para pasar a ocupar uno de los principales resultados que persigue o debe buscar perseguir la economía —y el derecho actualmente. El reconocimiento de que ya «No da lo mismo cómo se consume», como pregona Pinochet Olave (2015, p. 409), ha dado lugar a la formulación de un principio de consumo sustentable o de desarrollo sostenible, concebido como aquel

proceso destinado a la satisfacción plena de las necesidades del hombre y de toda la sociedad no solo presente, sino también y principalmente, futura, con el objeto de mejorar la calidad de vida, fundada en principios de equidad y protección del medio ambiente (Gonzáles Silva, 2001, p. 273).

Esta noción ha sido recogida además por la Agenda para el Desarrollo Sostenible (2015) de la ONU (Objetivos 3 y 12), organismo al cual pertenece nuestro país y que ha sido refrendado además por la reciente aprobación de la suscripción del Acuerdo de Escazú (2022).

Se trata de una directriz que ha de informar todas las actividades públicas y privadas, y que devela la íntima relación que existe entre el derecho del consumidor y el derecho ambiental (Frustagli & Hernández, 2015, p. 360; Frustagli, 2016, p. 445). Con todo, en otros países ha sido reconocida de manera expresa como principio general explícito. Así, el artículo 1094 del Código Civil y Comercial de la Nación argentina lo instituye como un principio general del derecho, a la vez que Bolivia lo sitúa en el estatuto consumeril (Ley N.° 453, art. 6, num. 2).

En Chile la situación es diversa, en el sentido de que hasta el momento ni la Ley de Protección de los Derechos de los Consumidores (LPDC) ni ningún otro cuerpo normativo vinculado con el consumo lo enuncian como un principio de general aplicación, lo que podría tornar en incierta su vigencia dentro de su territorio con graves consecuencias para el resguardo del medio ambiente. En efecto, la ausencia de una mención explícita al consumo sustentable o al desarrollo sostenible como directriz fundamental y básica que debe dirigir la actividad de proveedores y consumidores —los consumidores también tienen deberespodría llevar a la conclusión de que su eficacia se reduce únicamente a sus manifestaciones concretas que sí han sido tipificadas por el ordenamiento jurídico o bien a una buena práctica empresarial.

El Servicio Nacional del Consumidor, en tanto, aunque se le ha conferido la facultad para interpretar las disposiciones de la LPDC (art. 58, inc. 2, lit. b)1, ha decidido ejercerla respecto de otras materias (garantía legal, mercado inmobiliario, publicidad nativa, etc.), sin que hasta el momento haya dictado una circular que profundice de manera sistemática acerca de la eficacia de los imperativos derivados del consumo sustentable a la relación de consumo.

El propósito de este trabajo, en este contexto, radica en indagar la posible vigencia del consumo sustentable o del desarrollo sostenible como un principio general del derecho de consumo en Chile. La hipótesis que se buscará validar dice relación con la defensa de su eficacia implícita en el sistema de consumo chileno, por la cual cumpliría funciones jurígenas propias de los principios generales del derecho que trascienden las menciones particulares típicas. Para tal efecto, el texto se divide en tres partes: la revisión de la noción de principios, el examen de los principios generales del derecho de consumo chileno y la enunciación de las fuentes que jurídicamente sustentan la validez del consumo sustentable como principio general del derecho de consumo chileno.

II. UNA APROXIMACIÓN A LOS PRINCIPIOS EN EL DERECHO DE CONSUMO CHILENO

A continuación, se realizará una aproximación a los principios jurídicos y a su recepción en el sistema chileno de consumo. Las reflexiones contenidas en esta primera parte se incorporan con la finalidad de sustentar la posterior defensa de la vigencia del consumo sustentable como principio implícito en el ordenamiento jurídico indicado.

II.1. Los principios y sus aptitudes jurígenas

Aunque los principios y las reglas son verdaderas normas, presentan diferencias de las cuales se derivarán también disímiles consecuencias jurídicas. Con todo, la distinción entre unos y otras no ha sido pacífico.

Conforme a una primera propuesta —que Aarnio (2000) llama de la «demarcación débil» (p. 594)—, los principios y las reglas cumplirían un papel similar en el discurso jurídico, sin que exista entre ellos una verdadera separación lógica (Moreno, 2015, p. 323). La diferencia estaría dada por el grado (Aarnio, 2000, p. 594), en el sentido de que poseerían un nivel de determinación diversa (Dworkin, 1984, p. 75).

En este esquema los principios serían más generales y se caracterizarían por no establecer —o establecer de manera difusasu ámbito de procedencia, enunciando una razón unidireccional que no exige una decisión particular (Dworkin, 1984, p. 76), tal como ocurriría con la inocuidad o la buena fe. Su amplitud y abstracción, por otra parte, alcanzarían tanto al supuesto de hecho como a la consecuencia jurídica (Ruiz Ruiz, 2012, p. 147) derivada de la norma.

Las reglas, por el contrario, contienen una prescripción precisa, disciplinando supuestos particulares desde una perspectiva concreta (Saffie Gatica, 2005, p. 383). Por tal razón, la labor del intérprete en la determinación de las guías de conducta contenidas en ellas disminuye considerablemente, en el sentido de que no requerirían de deliberación (p. 383).

La doctrina de la «demarcación débil», entonces, les atribuiría una forma de operar disyuntiva; esto es, bajo la lógica del «todo o nada»: «se aplican o no se aplican, se siguen o no se siguen, y no hay una tercera posibilidad. Las reglas son válidas o no válidas» (Orozco Henríquez, 2003, p. 144).

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el deber de no dañar consagrado en el artículo 932 del Código Civil chileno (en adelante, CC)2, por el cual se confiere a quien tema que la ruina de un edificio le pare perjuicio una acción destinada a solicitar su destrucción si no admitiere reparación.

Una segunda tesis —de la «demarcación fuerte», en la terminología de Aarnio (2000, p. 593)postula que la distinción entre los principios y las reglas no obedecería únicamente a una mayor o menor generalización de su enunciado, sino a un factor cualitativo. Se trataría, por lo tanto, de categorías diversas sustentadas en lógicas también disímiles (p. 593).

Alexy (1988), en ese sentido, aunque reconoce en el grado de generalidad una diferencia importante entre los principios y las reglas, agrega que el contraste no se agota en ello (p. 141), pues su eficacia y fuerza vinculante serían distintas. Así, entiende que mientras los primeros conducirían a un «mandato de optimización» (Alexy, 1988, p. 143; 1993, p. 86), las reglas no admitirían un término medio: o se cumplen o no (Aarnio, 2000, p. 593). Aarnio, en esa línea, explica: «Las reglas pueden compararse a las vías de ferrocarril: o las sigues o no. No existe una tercera alternativa. Esto se aplica a todas las reglas y, por tanto, también a las jurídicas» (p. 593).

Por otra parte, a los principios se les reconocería una dimensión de peso o importancia del que las reglas carecen (Dworkin, 184, p. 78), lo que los habilitaría para cumplir funciones políticas (p. 77) o, incluso, de sistematización de un determinado ordenamiento jurídico.

Con todo, la importancia de reconocer a un imperativo el carácter de principio general del derecho radica en las aptitudes que se le pueden atribuir. No es neutra, por lo tanto, la calificación, puesto que, de ostentar tal calidad, podrá pregonarse que cumplen las funciones jurígenas propias de los principios y que su vigencia puede deducirse de manera explícita o implícita, a saber: interpretativa, de integración, de resolución de antinomias, de distribución de la carga de la prueba, etc.

II.2. Los principios explícitos en el derecho de consumo chileno

Ruiz Ruiz explica (2012) que los principios explícitos son aquellos que cuentan con un reconocimiento efectivo y expreso en una fuente de producción jurídica (p. 148). Por tal razón, su validez no suele ser cuestionada, a diferencia de lo que ocurre con los implícitos, cuya vigencia debe ser extraída de otras fuentes típicas o autónomas en los términos que se indicarán más adelante.

Con todo, la LPDC chilena comenzó a consagrar directrices de este tipo en una primera etapa a propósito de ciertas materias particulares. Así, somete las prácticas de cobranza extrajudicial a los imperativos de proporcionalidad, razonabilidad, justificación, transparencia, veracidad, respeto a la dignidad y a la integridad física y psíquica del consumidor, y privacidad del hogar (art. 37, inc. 10). Para los procedimientos voluntarios de protección del interés colectivo o difuso de los consumidores, en tanto, se consagran los principios de indemnidad, economía procesal, publicidad, integridad y debido proceso (art. 54 H).

En el año 2021 la entrada en vigencia de la Ley 21.398 trajo consigo la introducción en la parte preliminar de la LPDC de un nuevo artículo 2 ter, que reconocía expresamente un principio explícito general: el pro consumidor. La norma en concreto señala: «Las normas contenidas en esta ley se interpretarán siempre en favor de los consumidores, de acuerdo con el principio pro consumidor, y, de manera complementaria, según las reglas contenidas en el párrafo 4° del Título Preliminar del Código Civil».

Ahora bien, la fórmula escogida por el legislador para tipificar el pro consumatore ha dado lugar a diversas dudas interpretativas. Una de ellas guarda relación con la vinculación que existe entre la directriz exegética del artículo 2 ter y la interpretación reglada del CC (arts. 19-24). En efecto, la voz «complementaria» mencionada en la norma no permite determinar de manera diáfana si la disciplina del derecho común en esta parte es supletoria, preferente o concurrente a la que se deriva del pro consumidor interpretativo reconocido en la LPDC.

Sobre este punto, Rodríguez Diez (2021) niega el privilegio del artículo 2 ter:

Esta complementariedad, de más está decirlo, no puede implicar una primacía del ‘principio pro consumidor’ sobre las reglas del Código Civil, ya que de ser así, el intérprete podría incluso desentenderse del tenor literal de la ley o de su sentido natural y obvio. En caso de que este nuevo principio efectivamente opere de manera complementaria al art. 23 del Código Civil, su ámbito de aplicación será prácticamente nulo.

No obstante, pienso que es posible también otorgarle una segunda lectura a la norma. Podría considerarse, en efecto, que el artículo 2 ter de la LPDC sí consagra una jerarquía en cuanto a los mecanismos de interpretación de las leyes, dada la prescripción de que sus disposiciones se interpretarán «siempre» con un enfoque pro consumidor y solo «de manera complementaria» por las reglas del CC, las cuales, por lo tanto, tendrían un carácter secundario.

Por otra parte, se debe considerar que, aun cuando el derecho común corresponde al régimen supletorio de la LPDC, dicho efecto es limitado en un doble sentido. En primer lugar, atendiendo a que solo resulta aplicable a las acciones civiles y no necesariamente a la responsabilidad contravencional, la cual debe remitirse al derecho sancionatorio. En segundo término, porque la reconducción resultará procedente únicamente en la medida que el derecho subsidiario sea compatible con la naturaleza y las peculiaridades de la relación de consumo.

No obstante, aun aceptándose la aplicabilidad del CC al vínculo que se forma entre un proveedor y un consumidor, lo cierto es que difícilmente podría considerarse que el derecho común chileno tiene como directriz programática un principio «pro medio ambiente», pese a que de alguna de sus disposiciones pueda derivarse parte de la tutela medioambiental (arts. 937, 948, 2333, etc.).

II.3. Los principios implícitos en el derecho de consumo chileno

III.3.1. Aproximación conceptual a los principios implícitos

Los principios implícitos, a diferencia de los explícitos, no cuentan con un reconocimiento estatal expreso, por lo que su vigencia ha de extraerse de una fuente distinta de la legislada directa. Así, Ruiz Ruiz (2012) explica en términos generales que «son deducidos por el aplicador del derecho a partir de disposiciones expresas del Ordenamiento jurídico» (p. 148).

Se trata por lo tanto de enunciaciones que, si bien no cuentan con una tipificación estatal, presentan una eficacia que puede ser deducida del ordenamiento jurídico de que se trate. De ser lo anterior correcto, el programa de un determinado estatuto —por ejemplo, el de consumono solo está integrado por aquellas directrices que el legislador expresamente ha enunciado como tal, sino también por otras que es posible derivar del sistema jurídico que le sirve de contexto.

Concebidos así los principios implícitos, el rol que el intérprete o juez cumple respecto de su identificación dentro de un ordenamiento jurídico, así como en lo relativo a la determinación de las funciones que válidamente cumplen, es considerablemente mayor que aquel que desempeñan al aplicar principios explícitos. En efecto, la tesis de los principios implícitos amplía la discrecionalidad del tribunal, en el sentido de que, en su función interpretativa e integradora, podrá sustentar sus decisiones en normas —los principios lo sonque exceden la literalidad positiva. Así, explica Alonso (2018b): «La posibilidad de admitir principios implícitos con arreglo a la tesis juspositivista de las fuentes sociales del derecho puede impactar en el modo en que se concibe la llamada tesis de la ‘discreción judicial fuerte’, usualmente atribuida al juspositivismo» (p. 148).

Ahora bien, atendiendo a que los principios cumplen diversas funcionalidades dentro del orden normativo, puede ocurrir también que algunas de ellas cuenten con un reconocimiento expreso (explicitud) y otras sean extraídas por el intérprete (implicitud) (Isler Soto, 2023, p. 93). Un ejemplo de esta última situación se manifiesta en la eficacia del principio pro consumidor en el ordenamiento jurídico chileno, el cual solo se encuentra reconocido expresamente en su función interpretativa (art. 2 ter), debiendo extraerse la juridicidad de las demás —mecanismo de resolución de antinomias, integración, etc.a partir de otras técnicas normativas mediante un esfuerzo interpretativo (Isler Soto, 2024).

Con todo, antes de analizar la fuerza obligatoria de los principios implícitos —o de sus funcionesy las fuentes de las cuales es posible derivarlos, cabe prevenir que no existe unanimidad en torno a reconocerle la misma naturaleza que los principios explícitos. Así por ejemplo Ruiz Ruiz (2012) señala que corresponden a los denominados principios generales del derecho (p. 148). Moreno (2015), en tanto, ha sostenido que la distinción entre principios y reglas no siempre es conciliable con la reconstrucción lógica del razonamiento sobre principios implícitos, particularmente si se lo analiza desde una perspectiva positivista (p. 340). A partir de lo anterior podría surgir entonces una doble interpretación: atribuirles idénticas características que los principios explícitos o bien considerarlos como una categoría normativa diferente (tertius genus). En uno y otro caso, las argumentaciones tendientes a defender su vigencia serán también diversas (p. 340).

Con todo, los principios implícitos en el derecho de consumo chileno presentan una particular relevancia, dado que la LPDC se muestra bastante parca al momento de reconocer, en su parte preliminar, principios generales que alcancen a todos los vínculos jurídicos de consumo. En efecto, salvo el pro consumatore interpretativo (LPDC, art. 2 ter) y la enunciación de los derechos básicos (art. 3)3, el legislador consumeril nacional silencia un programa explícito y claro de las relaciones de consumo.

II.3.2. Fuentes normativas de los principios implícitos y su aplicación al derecho de consumo

Los principios implícitos y sus funciones, desde el punto de vista del positivismo jurídico, pueden ser fundamentados a partir de la invocación de una norma estatal que se encuentre actualmente vigente. En este caso, se recurre a «alguna fuente normativa como punto de partida» (Alonso, 2018a, p. 65), por lo que se asume igualmente que el fundamento último del principio en comento corresponde a una declaración expresa del Estado. Esta vez, como explica Alonso Vidal (2012), se trataría de una «subsunción de un principio explícito ya reconocido por el ordenamiento jurídico» (p. 169). El programa por lo tanto, se obtendría a partir de procesos de abstracciones lógicas sucesivas del derecho positivo (Ruiz Ruiz, 2012, p. 148).

Lo que se invoca, por lo tanto, en esta ocasión como fundamento del principio implícito es una fuente normativa, por lo que en última instancia es el propio ordenamiento positivo el que sustenta su eficacia. Así, señala Alonso (2018b): «los principios se obtienen a partir del material normativo positivo considerado como punto de partida, con utilización de un modelo de verificación basado en herramientas inductivas y abductivas» (p. 219).

Como se puede apreciar, en este caso no se rechaza el poder estatal al momento de deducir la vigencia de los principios implícitos, sino que, al contrario, se persiste en su utilización. A consecuencia de lo anterior, esta justificación permitiría continuar situando la normatividad de los principios implícitos dentro del mismo positivismo jurídico4.

No obstante, la defensa de los fundamentos normativos como únicas fuentes de los principios implícitos excluye su autonomía y, por ello, la reconducción a un orden externo al estatal como sustento de su eficacia. De esta manera,

El carácter juspositivista del modelo estriba en que el contenido de los principios implícitos viene determinado exclusivamente por el contenido de las normas usadas para obtenerlos. Para la configuración de los principios implícitos no se ha considerado ningún contenido externo al sistema de normas de referencia (Alonso, 2018b, p. 219).

Ahora bien, como todo principio implícito, la labor del intérprete-juez al momento de identificarlo y justificar su vigencia suele ser muy relevante, de acuerdo con lo señalado con anterioridad. No obstante, la discrecionalidad suele ser menor en este grupo de principios implícitos —los obtenidos de otras normas del ordenamiento jurídicoque aquella otra que es requerida para sustentar su autonomía, en el sentido de que la asunción de esta última característica implica el reconocimiento de que es posible recurrir a fundamentos diversos de los positivos —incluso metajurídicospara sustentar un juicio jurídico válido, como podría ser el orden natural, la ratio legis, etc.

Con todo, desde la teoría de las fuentes del derecho, se suelen distinguir a su vez dos posibles vías de justificación de la eficacia normativa de los principios implícitos: la especificación a partir de un principio general y la generalización surgida de normas particulares. En ambos casos, se asume la generalidad como una de las virtudes a las cuales el derecho debe aspirar —de hecho, integra uno de los «principios implícitos de legalidad», según Fuller5—, solo que se la obtiene a partir de dos procesos inversos, que se pasarán a comentar a continuación.

II.3.2.1. El principio implícito como especificación de un principio explícito más general

Una de las formas de derivar los principios implícitos de una fuente normativa positiva (Alonso, 2018b, p. 225) dice relación con su obtención a partir de otros principios más generales, que efectivamente han sido reconocidos de forma expresa por el ordenamiento jurídico. A consecuencia de lo anterior, el principio implícito en esta concepción corresponde a una especificación de otro principio explícito de mayor amplitud (Alonso, 2018a, p. 65; 2018b, p. 225).

Como se puede apreciar, el fundamento último de su vigencia correspondería a una norma positiva emanada de un órgano del Estado (Alonso, 2018b, p. 225) en ejercicio válido de las facultades que le confiere el mismo ordenamiento jurídico, por lo que su defensa no pugna con la doctrina positivista.

Ahora bien, desde el punto de vista del razonamiento jurídico, se trataría de un proceso deductivo; esto es, un argumento lógico cuya conclusión viene determinada por premisas anteriores (Bengoetxea, 2010, p. 275). En este esquema, el principio implícito tomaría el lugar de la conclusión, en tanto que los explícitos corresponderían a las premisas.

Por otra parte, esta técnica se encontraría conteste con la universalidad exigida por la justicia formal y la consistencia del derecho (p. 275), así como con la supletoriedad que se le atribuye a los principios generales.

En Chile, algunos de los principios que integran el sistema de consumo también pueden ser derivados de otros principios explícitos más generales, por lo que adscriben a esta categoría.

La primera norma que podría invocarse en este procedimiento, por lo tanto, es la carta fundamental, considerando que tradicionalmente corresponde al continente normativo que suele alojar los principios generales aplicables a un sistema jurídico6.

Esta doctrina fue recogida en la sentencia Aguilar González c. Promotora CMR Falabella S.A. y Estudio Jurídico GNA Abogados (2021), por la cual la Corte de Apelaciones de Santiago reconoció la plena vigencia de principios aplicables a las prácticas de cobranza extrajudicial antes de que fuesen explicitados, si se derivaban del resguardo de los derechos fundamentales. En este sentido, argumentó:

Que si bien la norma transcrita fue introducida a la Ley 19.496 por la Ley 21.320 y entró en vigencia el 20 de abril de este año, no puede esta Corte desconocer que la forma en que se efectuó la cobranza extrajudicial por las recurridas al actor no se ajustó a los principios de proporcionalidad, razonabilidad, respeto a la dignidad, a la integridad psíquica del consumidor y a la privacidad de su hogar, los que pese a no haber estado plasmados a esa fecha en una disposición legal, son inherentes a una actuación de este tipo y debieron ser respetados por las recurridas siempre (considerando 8).

Otro ejemplo de especificación de un principio más general lo encontramos en la buena fe del derecho común (CC, chileno, art. 1546), cuyas funciones se proyectan también a la relación de consumo7. Así, en la sentencia Amenábar Borgheresi c. United Airlines Agencia en Chile (2021), la Corte de Apelaciones de Santiago rechazó la acción interpuesta por un consumidor que reclamaba el respeto del precio de un pasaje aéreo que por error había sido publicado con un monto considerablemente inferior al ordinario, precisamente invocando los imperativos de la buena fe, los cuales serían reclamables de ambas partes de la relación de consumo.

Lo propio puede sostenerse respecto del principio de inocuidad, el cual, pese a no tener una consagración expresa con tal nomenclatura, es sin embargo derivado del derecho básico a la seguridad en el consumo (LPDC, art. 3, lit. d), así como de las garantías fundamentales a la vida y a la integridad física y psíquica (CPR, art. 19, num. 1) reconocidas en nuestra actual carta fundamental.

Similar operación puede realizarse respecto de principios explicitados en otros cuerpos normativos, distintos de la LPDC, pero que, no obstante, son apropiados por el sistema de consumo nacional. Es lo que ocurre, en primer lugar, con el ya mencionado programa constitucional y sus imperativos.

También puede mencionarse el principio del interés superior de niños, niñas y adolescentes (NNA), reconocido ampliamente en la reciente Ley 21.430 sobre Garantías y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y la Adolescencia (art. 7), así como en la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 3.1). Se trata de un principio general de todo el derecho, cuya eficacia amplia se encuentra reconocida en la misma Ley 21.430, a propósito de su función interpretativa. Así, su artículo 3, inciso 1 señala:

En la interpretación de las leyes y normas reglamentarias referidas a la garantía, restablecimiento, promoción, prevención, participación o protección de los derechos del niño, niña o adolescente, se deberá atender especialmente a los derechos y principios contenidos en la Constitución Política de la República, en la Convención sobre los Derechos del Niño, en los demás tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Chile que se encuentren vigentes y en esta ley .

Posteriormente, la misma disposición agrega que «Dicha interpretación deberá fundarse primordialmente en el principio de la aplicación más favorable a la vigencia efectiva del derecho conforme al interés superior del niño, niña o adolescente, y se aplicará de forma prevaleciente y sistemática» (Ley 21.430, art. 3, inc. 2).

Como se puede apreciar, la eficacia del principio rector del interés superior de los NNA alcanza igualmente a los vínculos que se forman entre consumidores y proveedores, sobre todo considerando que la misma Ley 21.430 reconoce expresamente el carácter y el rol de consumidores que los NNA cumplen en la sociedad actual (arts. 53-55)8.

Finalmente, los principios tutelares de las personas mayores se entienden vigentes respecto de la relación de consumo, aun cuando la LPDC los omita, e incluso si el estatuto regulador de la relación de consumo nada dice acerca de la vigencia de la categoría particular de consumidores vulnerables, de la cual podrían derivarse reglas más beneficiosas para las personas mayores. En esta ocasión, la fuerza obligatoria de estos imperativos se suele desprender de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (2015)9.

II.3.2.2. El principio implícito como generalización de un conjunto de normas específicas

Una segunda forma de comprender los principios implícitos, sin abandonar su sustento positivo, consiste en obtenerlos a partir de una generalización de un conjunto de normas particulares que contempla el ordenamiento jurídico de manera expresa. Como explica Alonso (2018a, p. 65; 2018b, p. 255), en esta concepción los principios implícitos se derivarían de un conjunto de normas jurídicas más específicas mediante un proceso de generalización.

Comparte, por lo tanto, con el procedimiento anterior la fuente primaria en el sentido de que ambos invocan una norma positiva (Alonso, 2018b, p. 225), aunque se diferencia de él en la forma en que ello se realiza. En efecto, si con anterioridad el principio se alcanza desde la deducción de una generalidad, en esta ocasión se lo obtiene del proceso inverso; esto es, de una generalización desde la identificación de un conjunto de normas particulares.

Esta técnica también es coherente con la universalidad exigida al derecho, en el sentido de la obtención de normas generales a partir de prescripciones específicas, e implica la asunción de que entre las últimas existen elementos comunes que precisamente permiten la abstracción. Desde este punto de vista, la defensa de la vigencia de un principio implícito, surgido de su deducción de reglas y principios explícitos de carácter particular, asume que ellas comparten fundamento o al menos la consecuencia lógica que se deriva de la solución legislativa. De esta manera, las decisiones particulares no serían más que manifestaciones del principio deducido mediante ejercicios de interpretación.

El derecho de consumo suele ser también sede de principios implícitos derivados de la generalización de instituciones, principios y reglas particulares. Un ejemplo lo encontramos en la transparencia, a la cual la dogmática consumeril chilena ha atribuido el carácter de verdadero principio general del derecho de consumo (Baraona Gonzáles, 2019, p. 16; Cortez Matcovich, 2004, p. 4). En efecto, aunque no ha sido reconocida como tal en la parte preliminar de la LPDC —a diferencia de lo que ocurre con el pro consumidor interpretativo (LPDC, art. 2 ter)—, se lo puede derivar de sus manifestaciones que sí contempla la LPDC.

En concreto, la transparencia se encontraría detrás del reconocimiento del derecho básico a una información veraz y oportuna (LPDC, art. 3, lit. b), de las exigencias acerca de que la información básica comercial debe ser puesta a disposición del consumidor de manera comprensible (arts. 1, num. 3, y 31, inc. 1), así como de la prescripción de que los contratos por adhesión deben ser inteligibles para los consumidores destinatarios de la prestación (arts. 17 y 17B), por citar algunos ejemplos. Adicionalmente, la transparencia puede reconocerse a propósito de la cobranza extrajudicial (LPDC, art. 37) y de los procedimientos voluntarios para la protección de los intereses supraindividuales de los consumidores (art. 54 H). Todas las anteriores instituciones y reglas darían cuenta de una directriz mayor: que la información que se otorga a los consumidores debe ser asequible y comprensible10.

Lo propio ocurre con la profesionalidad en tanto estándar de diligencia o deber de conducta: si bien no es enunciada de manera explícita como una prescripción general que informa todo el sistema de consumo chileno, se la ha intentado desprender de ciertas alusiones particulares que la LPDC sí reconoce de manera expresa11.

Así, en primer lugar, se invoca la «habitualidad» que se exige a una persona natural o jurídica para ser considerada un «proveedor» en el régimen de la LPDC (art. 1, num. 2), asumiéndose que quien realiza una actividad de manera reiterada y frecuente debería encontrarse en condiciones de ofrecer a los consumidores una prestación segura y de calidad. De la misma manera, la mención de la «profesionalidad» como parámetro de adecuación de la responsabilidad infraccional (LPDC, art. 24) daría cuenta de que el legislador le asigna un rol determinante del reproche contravencional.

III. FUNDAMENTOS NORMATIVOS DE LA IMPLICITUD DEL PRINCIPIO DE CONSUMO SUSTENTABLE

El principio de consumo sustentable, como se indicó, no cuenta con un reconocimiento expreso general en el ordenamiento chileno de consumo. No obstante, ello no implica que no rija, desde que su vigencia puede igualmente ser defendida, mediante la invocación de alguna de las fuentes de los principios implícitos, en los términos ya indicados.

De ser correcto lo anterior, los imperativos del consumo sustentable podrán cumplir válidamente funciones jurígenas, atendida su naturaleza de principio general del derecho y, como tal, de norma jurídica. Podrá, por lo tanto, ser invocado al momento de interpretar textos con relevancia jurídica, resolver antinomias o bien al integrar vacíos normativos, por citar algunos ejemplos.

A continuación, se revisarán aquellos fundamentos de los principios que se ajustan al modelo positivista; esto es, que se sustentan sobre la base del recurso a una norma positiva que sí se encuentra reconocida expresamente en el sistema chileno de consumo. En particular, se analizará su forma de obtención mediante la especificación y la generalización, atendiendo a que es posible que un mismo principio cuente con más de una fuente jurídica.

III.1. El principio de consumo sustentable como especi-ficación de un principio explícito más general

El principio de consumo sustentable puede obtenerse, en primer lugar, a partir de su especificación surgida de un principio explícito más general. En este contexto, y considerando que los principios suelen insertarse en las cartas fundamentales, corresponde analizar las disposiciones de la Constitución Política de la República (CPR) chilena con la finalidad de deducir de ellas el principio de consumo sustentable aplicable a las relaciones de consumo.

Para tal efecto, se dividirá el análisis en dos ámbitos vinculados con bienes jurídicos no disponibles: el cuidado directo de la naturaleza (pro natura) y su tutela indirecta a partir de la intención de resguardar la integridad del ser humano (pro homine).

III.1.1. El principio pro naturaleza o pro medio ambiente

Una vez que se asentó la necesidad de tutelar de manera particular a los débiles jurídicos (favor debilis), se comenzó a advertir la urgencia por resguardar el medio ambiente. Este fenómeno surgió no solo como paso secundario que siguió a la orientación del derecho a la persona humana (pro homine), sino que también a la visualización simultánea de las crisis medioambientales por las que atravesaba —y atraviesanuestro planeta12. En efecto, «la gravedad de los problemas de contaminación ha llevado a una mayor toma de conciencia de los mismos» (Bertelsen Repetto, 1998, p. 140). Así también explica González Silva (2001):

No es un misterio que las relaciones entre el ser humano y la naturaleza han cambiado. En el contexto mundial, se aprecia una sobreexplotación de los recursos naturales, todo lo cual traerá, sin lugar a dudas, importantes consecuencias a las generaciones futuras. Ante esta realidad, el Derecho está haciendo esfuerzos importantes, creando instituciones que sean capaces de conciliar el progreso y el desarrollo, con la protección del derecho a la vida y a vivir en un medio ambiente sano y adecuado (p. 271).

Por tal razón, los juristas propusieron la vigencia de un principio general pro medio ambiente (pro natura)13, por el cual la interpretación y aplicación de los sistemas jurídicos deben también tender hacia el resguardo del entorno en el cual se desenvuelve el ser humano, puesto que solo de esa forma se podrá preservar nuestra especie y las otras que la circundan.

La equidad, asimismo, en tanto principio general del derecho, adquiere la forma de justicia ambiental (Lanegra Quispe, 2009, pp. 263-274), la cual debe servir también de programa para todo el sistema jurídico. Esta consideración ha sido plasmada en las cartas fundamentales, en tanto fuente de principios jurídicos, tal como explica Bertelsen Repetto (1998):

La valoración cada vez mayor del medio ambiente no podía dejar de repercutir en el plano constitucional y ello explica que en las últimas dos décadas ha sido cada vez más frecuente la aparición en las Cartas Fundamentales de disposiciones sobre la materia (p. 139).

En Chile, el cuidado del medio ambiente se desprende en la Constitución actual del derecho de toda persona «a vivir en un medio ambiente libre de contaminación» (art. 19, num. 8)14. En esta configuración jurídica:

Toda persona natural, […] tiene la facultad de desarrollar su existencia en un entorno no contaminado, y de ahí que la obligación que pesa erga omnes sobre órganos del Estado, personas jurídicas de cualquier tipo y personas naturales, es no contaminar, esto es, abstenerse —obligación de no hacerde conductas que degraden el ambiente (Bertelsen Repetto, 1998, p. 141).

La Ley 19.300 sobre Bases Generales del Medio Ambiente (1994) reitera el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la necesidad de proteger la naturaleza (art. 1)15, así como el deber del Estado y sus organismos de permitir el acceso a la información ambiental, promover campañas educativas en pro del cuidado del medio ambiente y propender a su adecuada conservación, desarrollo y fortalecimiento (art. 4)16.

Lo anterior, además, es reforzado por la reciente Ley 21.430 sobre garantías y protección integral de los derechos de la niñez y la adolescencia (2022), la cual consagra el derecho de todo NNA a vivir en condiciones adecuadas para su desarrollo (art. 15, inc. 2) en un ambiente saludable y sostenible (art. 48), y a la educación, uno de cuyos propósitos es el respeto del medio ambiente (art. 41, inc. 1)17. Adicionalmente establece el deber del Estado de adoptar actividades de goce y disfrute de las riquezas naturales de la nación (art. 48), lo cual, desde luego, no se logrará en la medida de que el territorio se encuentre contaminado.

Se trata de una garantía cuyo sujeto pasivo son todos los individuos de la sociedad chilena, en la medida que les corresponda. Deben propender a la consecución de un ambiente compatible con la vida actual y futura del ser humano y las demás especies no solo el Estado, sino también los privados, consideración que alcanza a la relación de consumo, por lo que a ello deben someterse tanto proveedores como consumidores, cada uno dentro de sus ámbitos de competencia y acción.

El constituyente instituye además al Estado como depositario del deber de velar para que tal garantía no sea afectada, así como de tutelar la preservación de la naturaleza (art. 19, num. 8), para lo cual puede recurrir a sus diversos poderes; esto es, Legislativo, Judicial y Ejecutivo. De hecho, la misma norma constitucional reconoce la posibilidad de que la ley establezca restricciones al ejercicio de determinados derechos o libertades para resguardar el medio ambiente (art. 19, num. 8), dentro de las cuales se pueden ubicar la libertad de empresa y el ejercicio de las decisiones de consumo por parte del consumidor.

Con todo, el principio de consumo sustentable se fundamenta no solo en la naturaleza en tanto bien jurídico autónomo, sino también en la tutela del ser humano, tal como se expondrá a continuación.

III.1.2. El principio pro homine

Tal como se adelantó, el siglo XX vino a rebatir la literalidad y la impronta patrimonial del derecho que había propuesto el siglo XIX, no solo en lo relativo al derecho de la persona y de familia, sino también en lo referente al derecho privado patrimonial. Las guerras mundiales incrementaron este proceso (Aguilar Cavallo, 2016, p. 20), una vez advertido el daño que un ser humano podía realizar a su alteridad. Barcia Lehmann (2014) señala:

el Derecho moderno, aunque es el Derecho de la abundancia, responde a los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Esta diferencia dará lugar a unos sistemas jurídicos sustentados sobre los derechos fundamentales, los que desplazaran a un derecho basado en una economía de la escasez (p. 62).

Se asentó entonces la dignidad humana como un bien jurídico inalienable hacia el cual todo el derecho debía orientarse en resguardo del ser humano (Aguilar Cavallo, 2016, p. 20). En el mismo sentido, se consolidó además la defensa de la configuración y vigencia a todo evento —implícita, si es necesariode un principio general pro homine (favor personae), que devino en una de las más importantes causas de la redirección de los órdenes internos a la persona (Barocelli, 2015, p. 15; Schötz, 2013, p. 117; Tolosa Villabona, 2017, p. 15).

Con todo, esta directriz —pro hominetambién puede ser invocada al momento de fundamentar la implicitud del pro natura18. En efecto, tal como se indicó, la urgencia por el cuidado del medio ambiente no solo obedece a un espíritu altruista, sino por sobre todo a la necesidad de proporcionar al ser humano, en sus actuales y futuras generaciones, un entorno que haga viable su desarrollo físico y espiritual. Lanegra Quispe (2009) sostiene: «La mejora de la calidad ambiental amplía las posibilidades de desarrollo de las personas y aumenta sus libertades reales. Su deterioro, en cambio, afecta en mayor grado a los más vulnerables» (p. 274).

De hecho, la incorporación en la carta fundamental chilena de la aludida garantía de toda persona «a vivir en un medio ambiente libre de contaminación» (art. 19, num. 8) tuvo por objeto, en un inicio, la efectiva protección de la vida y la salud de los ciudadanos (Navarro Beltrán, 1993, p. 596; Silva Silva, 1993, p. 673).

Otro fundamento lo podemos encontrar en el deber del Estado, reconocido en las Bases de la Institucionalidad, de «contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible» (CPR, art. 1, inc. 5), en el sentido de que ello solo se logrará en tanto habite un entorno que lo permita. Así, González Silva (2001) explica:

Sin lugar a dudas [sic] que el camino para lograr esta realización material y espiritual es a través del desarrollo económico, social, político y cultural, cuyo objetivo principal es mejorar la calidad de vida de las personas. Este concepto de calidad de vida, va mucho más allá que el satisfacer el ‘nivel de vida’ de una sociedad, pues, en él concurren necesidades más profundas, que dicen relación con el hombre y la comunidad, como su entorno. No podemos pretender la calidad de vida si al mismo tiempo estamos deteriorando el medio ambiente (p. 272).

Con posterioridad agrega que «las necesidades que determinan una calidad de vida, no son solo materiales, sino también espirituales, y deben beneficiar no solo al hombre en su plenitud, sino también al ecosistema del cual depende» (p. 272).

A consecuencia de lo anterior, y considerando que el pro homine y las garantías fundamentales constituyen valores esenciales del ordenamiento jurídico (Aguilar Cavallo, 2016, p. 55) y principios informantes generales, pueden especificarse en otros principios subsumidos en ellos, tales como el de consumo sustentable.

III.2. El principio de consumo sustentable como generalización de un conjunto de declaraciones específicas

Finalmente, el principio de consumo sustentable puede obtenerse a partir de un proceso de generalización de manifestaciones particulares reconocidas de manera típica en el ordenamiento jurídico. En concreto, el sistema chileno de consumo establece expresamente deberes e instituciones que tienen como fundamento común el resguardo del medio ambiente, del cual se puede desprender un principio de vigencia general. A continuación, se los revisará.

III.2.1. Los derechos básicos de los consumidores

Una primera manifestación la encontramos en el reconocimiento de los derechos básicos de los consumidores (LPDC, art. 3, inc. 1)19. Es así que se le reconoce al consumidor la garantía de la «protección del medio ambiente» (art. 3, lit. d) en el mismo literal que consagra el derecho a la seguridad en el consumo. Dicha ubicación, en primer lugar, evidencia la filosofía del legislador consumeril en orden a asociar el cuidado del medio ambiente con la integridad física y psíquica de los consumidores, tal como también lo realizó el constituyente de acuerdo con lo señalado previamente. De hecho, así lo consideró la Corte de Apelaciones de Santiago en la sentencia Orellana Orellana con Cencosud (2010):

La seguridad de que habla este artículo, está referida, en cambio, al bien mismo que se consume o bien al servicio mismo que se presta, en cuanto a los riesgos que pueden presentar o representar para la salud y el medio ambiente (considerando 7).

Por otra parte, el contexto normativo del derecho al cuidado del medio ambiente —junto a la seguridadimplica que también le resulten aplicables las prescripciones referentes a la seguridad (arts. 1, num. 3; 3, lit. d; 20; 23; 24; 44 y ss.; 50 F).

Lo anterior es refrendado a propósito de las prestaciones turísticas, en el sentido de que la Ley 20.423 expresa que uno de sus objetivos es la conservación de los recursos y atractivos turísticos nacionales (art. 1), entre los cuales se encuentran los medioambientales. Adicionalmente, se tipifica el deber genérico del proveedor de productos y servicios turísticos de «velar por la preservación del patrimonio turístico que sea objeto de su actividad» (art. 45, lit. e), el cual puede ser material o inmaterial (art. 5, lit. d)20.

Con todo, naturalmente, el beneficiario de las prácticas que tiendan a ello no solo será el individuo que intervenga materialmente con la prestación, sino la sociedad toda.

También se agrega el derecho a «la educación para un consumo responsable» (LPDC, art. 3, lit. f), dentro del cual se ubica el fomento al consumo «sustentable», como lo expresan la legislación ecuatoriana (Ley 2000-21, art. 4, num. 7) y la extremeña (Ley 6/2019, art. 26, lits. d-e); y como, además, lo ha consignado la ONU en su ya reseñada Agenda 2030 (2015, Objetivo 12).

Un fundamento normativo adicional se advierte en la reciente Ley 21.430, la cual, además de reconocerle a los NNA su protección como consumidores (arts. 53 y 55), tipifica el deber de los órganos de la Administración del Estado, en el ámbito de sus competencias, de fomentar «la sensibilización y la educación de los niños, niñas y adolescentes sobre el consumo sostenible y responsable» (art. 53, inc. 3). Lo anterior, además, es refrendado por la exigencia de promover «programas formativos, divulgativos y de sensibilización para el uso responsable y sostenible de los recursos naturales y la adquisición de hábitos positivos para la conservación del medio ambiente y de mitigación de los efectos del cambio climático» (art. 48, inc. 3). Como se puede apreciar, a propósito de este especial colectivo, el legislador de 2022 ya enuncia el «consumo sustentable» con tal denominación.

III.2.2. Información y publicidad

El derecho a una información veraz y oportuna (LPDC, art. 3, lit. b) se concretiza en la disciplina de la información y la publicidad, en las cuales igualmente podemos reconocer imperativos vinculados con el cuidado del medio ambiente. Así, en primer lugar, respecto de los bienes durables, la LPDC tipifica el deber de informar su duración en condiciones previsibles de uso, incluido el plazo en que el proveedor se obliga a disponer de repuestos y servicio técnico para su reparación (art. 1, num. 3, inc. 3).

Por otra parte, la normativa sectorial de la LPDC consagra deberes de rotulación vinculados con el desarrollo sostenible. A modo de ejemplo, pueden mencionarse el de incorporar una etiqueta de eficiencia energética de edificios en la publicidad de venta de inmuebles (Ley 21.305, art. 3). Similar regla rige para los productos durables que utilicen consumo energético (Decreto 64/MinEn/2014), tales como refrigeradores, microondas, etc. De la misma manera, se obliga a informar el plazo de expiración de los productos corruptibles, entendido como aquel más allá del cual no es posible esperar que conserve su estabilidad, tal como ocurre con los cosméticos (Decreto 239/MinSal/2003, art. 40) o con productos farmacéuticos (Decreto 3/MinSal/2011, arts. 74 y 142), por citar únicamente algunos ejemplos. Asimismo, se puede desprender un deber general de información relativo al cuidado del medio ambiente en lo relativo a las declaraciones dirigidas a los NNA (Ley 21.430, art. 55, nums. 5-6).

Otro estadio de protección lo encontramos a propósito de las prácticas publicitarias, las cuales se diferencian de la mera información en que buscan deliberadamente obtener la preferencia del consumidor, así como la celebración de un contrato de consumo. Esta materia se encuentra regulada en los artículos 28 y ss. de la LPDC, los cuales igualmente evidencian el pro medio ambiente.

Así, la Ley 19.496 sanciona a quien «a sabiendas o debiendo saberlo y a través de cualquier tipo de mensaje publicitario induce a error o engaño» (art. 28, inc. 1) acerca de «su condición de no producir daño al medio ambiente, a la calidad de vida y de ser reciclable o reutilizable» (art. 28, lit. f). La fórmula escogida por el legislador puede configurarse, a su vez, a partir de dos situaciones.

Un primer ilícito concurrirá si se difunde un soporte publicitario que induzca a su destinatario a creer que un producto o servicio es inocuo para el medio ambiente en circunstancias en que sí lo lesiona. Tampoco cumple con el estándar de legalidad exigido si se da a entender que la prestación daña al medio ambiente en menor medida de lo que efectivamente realiza.

En segundo término, también será falsa o engañosa aquella publicidad por la cual se ofrecen productos o servicios a los que se les atribuye la virtud de resguardar el medio ambiente, en la medida de que ello no sea efectivo. Una conducta como la descrita podría dar lugar a la técnica del green washing o ecoblanqueo, que persigue exhibir al público una imagen corporativa de resguardo al medio ambiente que no se ajusta a la realidad.

Adicionalmente, cabe recordar que en la actualidad la Ley 21.430 se refiere a esta temática a propósito del público infanto-juvenil, enunciando verdaderos principios en tal sentido. Así, prescribe que la publicidad dirigida a estos colectivos debe respetar los principios de la «publicidad informativa respecto de la sustentabilidad ecológica de los bienes y servicios ofrecidos» (art. 55, num. 5), y de «no incitación al consumo desmedido, sin supervisión de adultos responsables» (num. 6).

III.2.3. Exigencias tendientes a la disminución y tratamiento de desechos

Finalmente, un imperativo general de consumo sustentable puede desprenderse de las exigencias que el sistema chileno de consumo establece destinadas a extender en el tiempo la durabilidad o funcionalidad de una determinada prestación. Al respecto, cabe prevenir que, aunque Chile no cuenta con una regulación acerca de la obsolescencia programada, sí prohíbe la comercialización de productos de durabilidad menor a la normativamente deseable.

Así, por ejemplo, en nuestro país se proscribió la entrega de bolsas plásticas en el comercio (Ley 21.100, 2018), la comercialización de ampolletas incandescentes (Resolución Exenta 60, 2013) y se limitó la puesta a disposición del público de la entrega de plásticos de un solo uso (Ley 21.368, 2021).

IV. CONCLUSIONES

De las anteriores consideraciones es posible desprender que el sistema chileno de protección de los consumidores se encuentra conformado no solo por reglas, sino también por principios. Estos últimos pueden, a su vez, tener el carácter de explícitos o implícitos, según si cuentan o no con una norma que los enuncie de manera expresa, directa e inmediata.

Son ejemplos de los primeros aquellos que han sido reconocidos a propósito de la cobranza extrajudicial y los procedimientos voluntarios para la protección del interés supraindividual de los consumidores, además del pro consumidor interpretativo, que tiene un ámbito de aplicación amplio.

Dentro de los principios implícitos, en tanto, se encuentra el de consumo sustentable en el sentido de que, si bien no es explicitado por el legislador, puede no obstante derivarse su vigencia de una interpretación armónica y sistémica de los principios y reglas que la LPDC efectivamente contiene. Lo anterior se realiza a partir de la utilización de dos técnicas que se insertan dentro del positivismo jurídico.

La primera de ellas —especificaciónconsiste en una concretización de principios generales típicos, de los cuales se obtendría el implícito. En el supuesto planteado, las directrices que servirían de fuente al consumo sustentable corresponderían al pro natura y el pro homine, reconocidos ambos en la carta fundamental chilena y en otras leyes que se han dictado bajo su amparo.

En segundo término, el programa en análisis podría ser obtenido a partir del proceso inverso; esto es, de una generalización conseguida de manifestaciones específicas, en la medida de que ellas cuenten con un fundamento común. Esta vez, revisado el sistema chileno de protección de los derechos de los consumidores, es posible encontrar en la tipificación de los derechos básicos de los consumidores —seguridad, inocuidad y medio ambiente—, de la disciplina de la información y la publicidad, así como en la instauración de mecanismos de extensión de la durabilidad de los bienes, fuentes idóneas de las cuales puede derivarse un principio general de consumo sustentable.

Finalmente, cabe concluir que reconocerle al consumo sustentable el carácter de principio general del derecho de consumo lo habilita para cumplir las funciones que se le suelen atribuir a este tipo de normas, tales como servir de elemento de interpretación, integración y resolución de antinomias jurídicas.

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Recibido: 31/10/2023
Aprobado: 01/04/2024


1 «Corresponderán especialmente al Servicio Nacional del Consumidor las siguientes funciones: b) Interpretar administrativamente la normativa de protección de los derechos de los consumidores que le corresponde vigilar. Dichas interpretaciones sólo serán obligatorias para los funcionarios del Servicio».

2 «El que tema que la ruina de un edificio vecino le pare perjuicio, tiene derecho de querellarse al juez para que se mande al dueño de tal edificio derribarlo, si estuviere tan deteriorado que no admita reparación; o para que, si la admite, se le ordene hacerla inmediatamente; y si el querellado no procediere a cumplir el fallo judicial, se derribará el edificio o se hará la reparación a su costa» (CC, chileno, art. 932, inc.1).

3 Acerca del carácter programático de los derechos básicos de los consumidores, ver Acedo Penco (2003, pp. 345- 350), Álvarez Moreno (2015, p. 41), Barrientos Zamorano (2013, p. 101), Contardo González (2013, p. 119), Corral Talciani (2013, p. 109), Espada Mallorquín (2013, p. 136), Faúndez Vergara (2018, p. 83), Isler Soto (2019, pp. 244-247), Reich (1999, p. 16) y Stiglitz (1997, p. 12).

4 La defensa de los principios implícitos no pugna con el positivismo. Al respecto, ver Alonso (2013, pp. 358-357; 2018a, pp. 63-83; 2018b, pp. 224-226).

5 De acuerdo a Fuller (1967), los ocho requisitos de la moralidad interna —«principios de legalidad»del derecho son la generalidad de las leyes, la publicidad de las leyes, la evitación de la retroactividad de las leyes, la claridad de las leyes, la ausencia de contradicción entre leyes, la falta de exigencia de conductas imposibles de cumplir, la estabilidad razonable de las leyes, y la congruencia entre la actitud de los órganos públicos frente al ciudadano y el texto de la ley (pp. 56-107).

6 Zagrebelsky (2016) explica que uno de los criterios de distinción entre los principios y las reglas radica en su ubicación, dado que las normas legislativas mayoritariamente corresponderían a reglas, mientras que las constitucionales sobre derechos y sobre la justicia darían lugar a principios, a consecuencia de lo cual solo las segundas cumplirían una función constitucional (pp. 109-110). Así, ejemplifica: «Cuando la ley establece que los trabajadores en huelga deben garantizar en todo caso determinadas prestaciones en los servicios públicos esenciales estamos en presencia de reglas, pero cuando la Constitución dice que la huelga es un derecho estamos ante un principio» (p. 110).

7 La buena fe es un principio general del derecho de consumo. Para Chile, ver Cortez Matcovich (2004, p. 4); para Brasil, Junqueira (2018, p. 205).

8 Acerca de la protección del menor consumidor, ver Álvarez Rubio (2017, pp. 281-298), López Díaz (2022) y Mondaca Miranda (2021, pp. 111-142).

9 Acerca de la aplicabilidad directa a las relaciones de consumo de los principios contenidos en instrumentos internacionales sobre personas mayores, revisar Pinochet Olave (2019, pp. 63-89).

10 La transparencia exige un estadio de protección mayor al solo otorgamiento de información, consistente en dos elementos: asequibilidad y comprensibilidad. Sobre esta temática se puede revisar Asua González (2017, p. 70), Barrientos Camus (2018, p. 1011), De la Maza Gazmuri y Momberg Uribe (2018, p. 89), Mato Pacín (2019, p. 197) y Miranda Anguita (2023, p. 244).

11 Acerca del deber de profesionalidad, ver Gatica Rodríguez y Morales Ortiz (2022).

12 Incluso se ha mencionado la instauración de un principio que se traduce en el aforismo: «No hagas a la naturaleza lo que no quieres que te hagan a ti» (Silva Silva, 1993, p. 670).

13 Galdós (1997) defiende la vigencia de un principio pro ambiente, in dubio pro ambiente (p. 42).

14 Acerca de esta garantía, ver Bertelsen Repetto (1998, pp. 139-174), González Silva (2001, pp. 271-276), Navarro Beltrán (1993, pp. 595-602), Polanco Frontera (2014, pp. 117-124) y Silva Silva (1993, pp. 669-686).

15 «El derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, la protección del medio ambiente, la preservación de la naturaleza y la conservación del patrimonio ambiental se regularán por las disposiciones de esta ley, sin perjuicio de lo que otras normas legales establezcan sobre la materia» (Ley 19.300, art. 1).

16 «Es deber del Estado facilitar la participación ciudadana, permitir el acceso a la información ambiental y promover campañas educativas destinadas a la protección del medio ambiente.

Los órganos del Estado, en el ejercicio de sus competencias ambientales y en la aplicación de los instrumentos de gestión ambiental, deberán propender por la adecuada conservación, desarrollo y fortalecimiento de la identidad, idiomas, instituciones y tradiciones sociales y culturales de los pueblos, comunidades y personas indígenas, de conformidad a lo señalado en la ley y en los convenios internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes» (Ley 19.300, art. 4).

17 «Derecho a la educación. Los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a ser educados en el desarrollo de su personalidad, aptitudes y capacidades hasta el máximo de sus posibilidades. La educación tendrá entre sus propósitos esenciales inculcar al niño, niña o adolescente el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como el respeto de sus padres y/o madres, de su propia identidad cultural, de su idioma, sus valores y el medio ambiente» (Ley 21.430, art. 1, inc. 1).

18 Colman Vega (2018) desprende, además del pro homine, el principio pro consumidor (p. 177).

19 Se distinguen los derechos básicos y los que no tienen tal carácter. Los primeros se atribuyen tanto al consumidor material —quien disfruta o utiliza el bien o serviciocomo al jurídico —quien contrata con el proveedor—. Los segundos se conceden a ciertos y determinados individuos, como podría ser, por ejemplo, el comprador en la garantía legal. Al respecto, se puede revisar Jara Amigo (1999, p. 62) e Isler Soto (2019, pp. 196-198).

20 «Patrimonio turístico: conjunto de bienes materiales e inmateriales que pueden utilizarse para satisfacer la demanda turística» (LPDC, art. 5, lit. d).

* Profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Chile (Chile). Abogada, licenciada en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad Austral de Chile (Chile); licenciada en Estética por la Pontificia Universidad Católica de Chile (Chile); magíster en Derecho con mención Derecho Privado por la Universidad de Chile (Chile); magíster en Ciencia Jurídica por la Pontificia Universidad Católica de Chile; y doctora en Derecho por la misma casa de estudios.

Código ORCID: 0000-0002-2545-9331. Correo electrónico: erika.isler@uautonoma.cl



https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.005

Implicancias jurídicas del modelo social de discapacidad en la imputabilidad penal*

Legal Implications of the Social Model of Disability in Criminal Accountability

Analucía Torres Flor**

Universidad Católica San Pablo (Perú)

Percy Vladimiro Bedoya Perales***

Universidad Católica San Pablo (Perú)


Resumen: La entrada en vigencia del Decreto Legislativo N.° 1384 supuso que el Perú incorpore a su legislación en materia de capacidad jurídica el paradigma del modelo social de discapacidad contenido en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006). Esto ha significado un cambio rotundo sobre la comprensión de la noción de capacidad y la interacción existente entre el sistema jurídico y toda persona que presente deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas, pues ahora lo que inicialmente suponía un impedimento para el ejercicio de sus derechos y obligaciones deja de serlo, y se asume que toda persona goza de plena capacidad para desplegar su esfera jurídica. Ahora bien, considerando que el derecho se presenta como un sistema normativo que responde a criterios de lógica y coherencia interna, y que sus consideraciones parten de un factor común como es la persona y su comportamiento, surge la siguiente pregunta: ¿cuáles son las implicancias que este cambio ocasiona en el tratamiento jurídico de la capacidad para ser sujeto de imputación penal? Desde esta perspectiva, analizamos cómo esta nueva concepción de la capacidad operaría en el ámbito del derecho penal, principalmente la referida a las nociones de imputabilidad y culpabilidad. Esto responde a que estas categorías también se estructuran sobre la noción de capacidad como aptitud para motivarse conforme a la norma o, en su caso, para infringirla y, con ello, ser considerado responsable del injusto típico, haciéndose merecedor del castigo. En esta línea, consideramos que el modelo social de discapacidad implicaría que en el ámbito penal también se reformulen los fundamentos de la sanción, contenidos en las mencionadas categorías, pues la noción de capacidad es un elemento unánime al razonamiento jurídico que se asienta en la lógica del deber que tiene toda persona de adecuar su conducta al derecho, la cual no puede ser considerada de forma abstracta por el ordenamiento jurídico, como lo haría la legislación inspirada en el mencionado modelo.

Palabras clave: Modelo social de discapacidad, capacidad jurídica, persona con discapacidad, imputabilidad, culpabilidad, vigencia normativa

Abstract: The entry into force of Legislative Decree No. 1384 meant that Peru incorporated into its legislation on legal capacity the paradigm of the Social Model of Disability contained in the Convention on the Rights of Persons with Disabilities (2006). This has meant a resounding change in the understanding of the notion of capacity and the existing interaction between the legal system and any person who presents psychosocial, intellectual and/or cognitive deficiencies, since now what was initially an impediment to the exercise of their rights and obligations is no longer an impediment and it is assumed that every person enjoys full legal capacity to deploy their legal sphere. Now, considering that the Law is presented as a normative system that responds to criteria of logic and internal coherence and that its considerations are based on a common factor such as the person and his behavior, the following question arises: what are the implications that this change causes in the legal treatment of the capacity to be subject to criminal charges? From this perspective, we analyze how this new conception of capacity would operate in the field of criminal law, mainly that referring to the notions of imputability and culpability. This responds to the fact that these categories are also structured on the notion of capacity as aptitude to be motivated in accordance with the norm or to infringe it and, thus, be considered responsible for the typical wrongdoing and deserving of punishment. In this line, we consider that the Social Model of Disability would imply that the bases of the sanction in the criminal field, contained in the mentioned categories, are also reformulated, since the notion of capacity is a unanimous element to the legal reasoning that is based on the logic of the duty that every person has to adapt his conduct to the Law, which cannot be considered in an abstract way by the legal system, as the legislation inspired by the mentioned model would do.

Keywords: Social model of disability, legal capacity, person with a disability, imputability, guilt, regulatory validity

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. LA NOCIÓN DE CAPACIDAD JURÍDICA EN EL DERECHO CIVIL PERUANO.- III. EL MSD: SU IMPACTO EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO.- III.1. LA CONVENCIÓN SOBRE LOS DERECHOS DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD (CDPD).- III.2. LA CAPACIDAD JURÍDICA DE LA PERSONA CON DISCAPACIDAD A PARTIR DEL DL 1384.- IV. CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA UNIDAD Y COHERENCIA DEL SISTEMA NORMATIVO.- V. CULPABILIDAD E IMPUTABILIDAD: PRESUPUESTOS DEL REPROCHE PENAL.- V.1. CULPABILIDAD: CUESTIONES SOBRE SU FUNDAMENTO EN LA LÓGICA DEL CASTIGO.- V.2. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: CUESTIONES SOBRE EL MERECIMIENTO EN EL REPROCHE PENAL.- VI. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: EL DEBER COMO NÚCLEO DEL REPROCHE.- VII. REFLEXIONES EN TORNO A LA CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD: CUESTIONES SOBRE EL IMPACTO DEL MSD EN EL DERECHO PENAL.- VIII. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

Según la primera encuesta nacional especializada sobre discapacidad (INEI, 2012), en el Perú el 5,2 % de la población total nacional padecía de alguna discapacidad. Para el año 2017, según el resultado del último censo nacional, este porcentaje prácticamente se había duplicado, ya que el 10,4 % de la población nacional padecería de algún tipo de discapacidad. Respecto del total de peruanos con discapacidad, los porcentajes se distribuían de la siguiente forma: el 48,3 % tenía dificultad para ver, el 15,1 % para moverse o caminar, el 7,6 % para oír, el 4,2 % para aprender o entender, el 3,2 % presentaría problemas para relacionarse con los demás, y el 3,1 % para hablar o comunicarse (INEI, 2017).

No obstante, ¿qué se entiende por discapacidad? Según la Ley General de la persona con discapacidad (en adelante, LGPD):

La persona con discapacidad es aquella que tiene una o más deficiencias físicas, sensoriales, mentales e intelectuales de carácter permanente que, al interactuar con diversas barreras actitudinales y del entorno, no ejerza o pueda verse impedida en el ejercicio de sus derechos y su inclusión plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones que las demás (Ley N.° 29973, 2012, art. 2).

Sobre esto último, fue a través de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (en adelante, CDPD) que se reconoció la necesidad de garantizar el ejercicio pleno de los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas que adolezcan de alguna discapacidad. Al respecto, su artículo 12 reconoce la capacidad jurídica de la persona con discapacidad en igualdad de condiciones que las demás personas en todos los aspectos de la vida. Tal reconocimiento exige de los Estados parte «la adopción de las medidas necesarias para proporcionar el acceso y apoyo necesario para el ejercicio pleno de su capacidad jurídica» (CDPD, 2006).

En este sentido, las legislaciones nacionales han ido adaptando y modificando su ordenamiento jurídico interno para dar cumplimiento a la CDPD. El Perú no ha sido la excepción y en esta línea, a través de las disposiciones contenidas en la LGPD del año 2012, se estableció el marco legal para la promoción, protección y realización en condiciones de igualdad de los derechos de las personas con discapacidad. Si bien es cierto que el reconocimiento de la capacidad jurídica de ejercicio de la persona con discapacidad —recogido por la LGPDdio origen a la derogación del numeral 3 del artículo 43, del numeral 4 del artículo 241, de los artículos 693 y 694, y del numeral 2 del artículo 705 del Código Civil peruano (en adelante, CC) —todos ellos referidos a la incapacidad absoluta de ejercicio de derechos personales y/o patrimoniales de los sordomudos, ciegosordos y ciegomudos que no pudieran expresar su voluntad de manera indubitable—, fue a través del Decreto Legislativo N.° 1384 (en adelante, DL 1384) que se modificaron veintinueve artículos del CC peruano. Asimismo, se incorporaron tres artículos y se añadió un nuevo capítulo al libro III del CC, todos ellos referidos al tratamiento de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad, principalmente psicosocial, intelectual y/o cognitiva.

Esto ha traído consigo una trasformación de la regulación del concepto de capacidad jurídica, el cual no alcanza solo a las personas con discapacidad, sino también a la regulación de la capacidad jurídica de menores de edad (Torres & Carpio, 2021, pp. 486-487). Sin lugar a duda, nos encontramos ante un nuevo paradigma a partir del cual la privación de discernimiento, la enfermedad y/o el deterioro mental ya no pueden ser causa de restricción sobre la capacidad de ejercicio de derechos personales y/o patrimoniales, como lo era hasta antes del DL 1384. Por tanto, el goce y ejercicio de todos los derechos se encontrarían garantizados para las personas con discapacidad en igualdad de condiciones y en todos los aspectos de la vida (DL 1384, 2018, art. 3), lo cual obviamente incluiría a las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva.

Como recordamos, conforme a la regulación previa al DL 1384, el ordenamiento jurídico contemplaba que los privados de discernimiento eran absolutamente incapaces, mientras que los enfermos mentales y las personas con deterioro mental que les impidiera manifestar su voluntad indubitablemente eran considerados incapaces relativos. Ante esta situación, su respectiva protección y representación, tanto para el ejercicio de derechos personales como patrimoniales, recaía sobre la figura de la curatela. En el modelo actual, al no existir restricciones sobre el ejercicio de la capacidad jurídica por razón de discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva, estas personas no requerirían ya de protección jurídica ni representación forzosa por parte de un curador. Es decir, se abandona completamente el modelo sustitutivo de la voluntad. No obstante, la nueva regulación de la capacidad jurídica del DL ha incluido la figura de apoyos y ajustes razonables para el ejercicio de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad (DL 1384, 2018, art. 45).

Sin embargo, como se sabe, toda atribución de derechos y, por lo tanto, su ejercicio, necesariamente generan obligaciones (Espinoza, 2021, pp. 205-206). Por ello, no es de extrañar que exista preocupación en la doctrina nacional (Chipana, 2019, pp. 48-49; Castillo & Chipana, 2018, p. 48) sobre las obligaciones jurídicas que el ejercicio de derechos, tanto personales como patrimoniales, generaría a las personas con discapacidad. Cuestión aún más problemática es la de determinar la atribución de la responsabilidad civil derivada del incumplimiento de cláusulas contractuales (Código Civil, 1984, art. 1321), así como la originada en la infracción de un deber de cuidado (art. 1969) por parte de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva.

En esta misma línea nos preguntamos si el reconocimiento de la plena capacidad jurídica de ejercicio de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva tendría implicancias en el ámbito de la atribución de la responsabilidad penal. Esta cuestión obedece a que las disposiciones contenidas en el DL 1384 no han generado modificaciones en la legislación penal; no obstante, el cambio de criterio en torno a la noción de capacidad jurídica podría generar impacto en las categorías dogmáticas de la imputabilidad, inimputabilidad y culpabilidad. Esto como consecuencia de considerar que la actuación del sistema jurídico presupone un conjunto de axiomas que demandan que la actuación normativa se despliegue bajo un criterio de unidad y coherencia. De esta forma, las disposiciones legales que ordenan la conducta humana pueden operar bajo un mismo criterio de exigencia en el cumplimiento de los deberes que les corresponden a los ciudadanos. Del mismo modo, esta cuestión no resulta baladí si consideramos que, según la doctrina alemana, dentro de la capacidad de ejercicio —también denominada «capacidad de obrar»se distingue entre la capacidad negocial, la capacidad de imputación o delictual, y la capacidad procesal, siendo la capacidad de imputación delictual «la aptitud para quedar obligados por los propios hechos ilícitos que se cometan» (Espinoza, 2021, p. 207). Bajo esta perspectiva, al ser que el concepto de capacidad de ejercicio sería equivalente al de capacidad de responsabilidad penal (en una relación de género a especie), surgen las preguntas respecto a: ¿cuáles serían las implicancias de la nueva noción de capacidad en el ámbito de la imputabilidad penal?, ¿supondría esto una reformulación de los fundamentos de las categorías penales de culpabilidad e imputabilidad?, ¿se debería seguir distinguiendo entre imputables e inimputables, y con ello entre penas y medidas de seguridad?, y ¿puede el derecho penal partir de una consideración abstracta de la capacidad de responsabilidad para aplicar el castigo?

Por estas razones, el presente artículo tiene como objetivo analizar si existe relación entre el concepto de capacidad jurídica del derecho civil y las nociones de capacidad de imputabilidad y culpabilidad propias del derecho penal, todo ello para dar respuesta a las interrogantes anteriormente planteadas y evidenciar las implicancias del cambio de paradigma propio del modelo social de discapacidad (en adelante, MSD) en el ámbito del derecho penal. A tales efectos, se ha propuesto el siguiente camino metodológico: primero, nos detendremos sobre la noción de capacidad jurídica en el derecho civil peruano; asimismo, se describirá brevemente el impacto del MSD en el ordenamiento jurídico nacional. Luego, abordaremos la cuestión sobre la unidad y coherencia del sistema normativo, para así poder desarrollar las categorías de culpabilidad e imputabilidad como fundamentos del reproche penal. A continuación, analizaremos la relación entre capacidad jurídica de ejercicio y capacidad para ser sujeto de imputación penal desde la noción del deber como núcleo del reproche para, finalmente, reflexionar sobre la responsabilidad penal de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Por último, culminaremos con las conclusiones de la investigación.

II. LA NOCIÓN DE CAPACIDAD JURÍDICA EN EL DERECHO CIVIL PERUANO

Existe unanimidad para definir a la capacidad jurídica como la aptitud para ser titular de derechos y ejercerlos (Cifuentes, 1988, p. 70; Abelenda, 1980, p. 239; García, 1979, p. 399). De esta forma, la capacidad jurídica se concibe en una doble manifestación: la capacidad de goce y la capacidad de ejercicio. La capacidad de goce se define como la aptitud para ser titular de relaciones jurídicas y le es reconocida a todas las personas humanas. Por su parte, la capacidad de ejercicio se define como la aptitud para ejercer por sí mismo los derechos y deberes de los que se es titular (Torres, 2019b, pp. 90-91), la cual —siguiendo a la doctrina clásicano poseerían todos sus titulares (p. 91).

Con lo que respecta a su clasificación, la capacidad jurídica ha sido catalogada tanto por la doctrina francesa como por la alemana de la siguiente forma: la primera distingue entre la capacidad de goce o de derecho y la capacidad de ejercicio o de hecho; mientras que la segunda, admitiendo la actual doctrina francesa, distingue dentro de la capacidad de ejercicio las nociones de capacidad negocial, capacidad de imputación penal o delictual, y capacidad procesal (Espinoza, 2021, p. 207). Justamente, esta manifestación de la capacidad como supuesto para ser sancionado penalmente abre la cuestión referente a si es que existe una relación directa entre el concepto de capacidad jurídica propio del derecho civil y la noción de capacidad para ser sujeto de imputación penal, aspecto que resulta necesario abordar a efectos de determinar las implicancias que el MSD generaría en el ius puniendi.

Volviendo sobre la capacidad de ejercicio, esta presupone necesariamente la capacidad de goce y, a su vez, puede distinguirse entre capacidad general y especial. La primera corresponde a la capacidad atribuida para ejercer todos los actos jurídicos permitidos por la ley, mientras que la segunda es la capacidad atribuida para determinados actos singulares (Torres, 2019b, p. 91). Asimismo, la capacidad general puede ser plena o atenuada. Será plena cuando el sujeto puede realizar todos los actos que son de su interés y que, en el caso peruano, se adquiere al cumplir los 18 años (p. 91), tal como establece el recientemente modificado artículo 42 del CC con ocasión de la prohibición del matrimonio de personas menores de edad (Ley N.° 31945, 2023, art. 1).

De otro lado, la capacidad de ejercicio será atenuada cuando el sujeto puede realizar algunos actos que sean de su interés; no obstante, para los actos de disposición y gravamen se requiere de autorización de su representante legal. En este sentido, el artículo 44 del CC prevé los casos de capacidad de ejercicio restringida. Así las cosas, pareciera que las modificaciones introducidas por el referido DL 1384 no son de gran relevancia, ya que persiste paralelamente la curatela en tanto modelo sustitutivo de la voluntad. No obstante, antes de explicarlas, nos detendremos brevemente a desarrollar en qué consiste el MSD, el cual fundamenta la CDPD y, consecuentemente, los recientes cambios legislativos de nuestro ordenamiento jurídico.

III. EL MSD: SU IMPACTO EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO PERUANO

A lo largo de la historia, el tratamiento jurídico de las personas con discapacidad ha sido abordado a través de diversos modelos, los cuales enfocan la discusión desde diversos puntos de vista, permitiendo comprender la discapacidad. Esto constituye un dato relevante, ya que cómo se aproximan el Estado y la sociedad a las personas con discapacidad dependerá del paradigma que se asuma (Bolaños, 2018, p. 160). En este sentido, se puede distinguir entre: a) el modelo de prescindencia, que presenta a su vez dos submodelos, el eugenésico y el de marginación; b) el modelo médico o rehabilitador; y c) el modelo conocido como MSD (Palacios, 2008, pp. 26-27).

El modelo de prescindencia asocia la discapacidad a cuestiones mágico-religiosas, siendo la discapacidad considerada un castigo divino. Según este, las personas con discapacidad no aportaban nada a la sociedad y, por tanto, se podía prescindir de ellas. De esta idea surge el submodelo eugenésico, para el cual la práctica del infanticidio y el genocidio era socialmente aceptada. Por su parte, para el submodelo de la marginación, las personas con discapacidad podían ser abandonadas y confinadas. Según esta perspectiva, las personas con discapacidad no eran consideradas ciudadanos ni mucho menos sujetos de derecho, pudiendo prescindirse de ellos a través de la muerte, el aislamiento o encarcelamiento (Palacios, 2008, pp. 37-61). Aquí es interesante advertir que, salvando las distancias, la lógica de la marginación se asemeja a los efectos que se derivan del criterio correspondiente a las medidas de seguridad, las cuales se fundan en un factor preventivo de la peligrosidad objetiva del autor y en el ámbito penal han supuesto la distinción entre imputables e inimputables. Esta cuestión se abordará más adelante, ya que existen posiciones referidas a que la consideración a priori de sujetos inimputables por parte del derecho penal supone un criterio discriminatorio que es contrario al paradigma de igualdad que sostiene el MSD, extremo que —de considerarsedebería llevar a la erradicación de las medidas de seguridad como reacción punitiva por parte del Estado.

Por su parte, el modelo médico o rehabilitador considera a la discapacidad como una enfermedad que, por tanto, requiere de cura. Este abandona las causas mágico-religiosas del primer modelo, considerándolas más bien científicas, por lo que la rehabilitación o normalización de la deficiencia que padezca la persona con discapacidad permitiría su reinserción en la sociedad. Entonces, este modelo busca que la persona con discapacidad se adapte a la sociedad para normalizarla (Palacios, 2008, pp. 66-90). Asimismo, cabe precisar que considera a la persona como un objeto de protección jurídica (Bolaños, 2018, p. 161).

Finalmente, el MSD se consolida normativamente con la aprobación de la CDPD y se halla íntimamente ligado al llamado «enfoque de derechos humanos» (De Asís, 2013). Para este modelo, la discapacidad «es una situación derivada de estructuras y condicionamientos sociales y de hábitos mentales que son los que deben ser objeto de revisión» (Cuenca, 2018, p. 21). En este sentido, la sociedad tendría que adaptarse a las necesidades de las personas con discapacidad para que ellas puedan participar plenamente en la comunidad. Las limitaciones y restricciones impuestas al ejercicio de sus derechos serían resultado de la interacción del diseño de la estructura social; de igual forma, obedecerían a las condiciones del ejercicio de los derechos, el cual estaría construido artificialmente bajo patrones de normalidad, así como de relaciones de poder. De esta manera, todas ellas ocasionarían barreras de acceso para las personas con discapacidad, quiénes no se encontrarían bajo los estándares de normalidad socialmente exigidos (Cuenca, 2012, pp. 21-22).

Por tanto, el MSD implica ineludiblemente el reconocimiento de las personas con discapacidad bajo una perspectiva abstracta de igualdad ante la ley. Esto exigiría que las personas con discapacidad sean reconocidas como sujetos con capacidad jurídica de ejercicio plena, lo cual supone entender que a priori toda persona puede ejercer la totalidad de sus derechos, tal como ha sido recogido en los incisos 1 y 2 del artículo 12 de la CDPD, situación que procedemos a analizar.

III.1. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD)

Si bien el MSD aún no ha sido agotado conceptualmente, la entrada en vigor de la CDPD el 3 de mayo de 2008 ha hecho que alcance reconocimiento internacional. Nos encontramos frente al primer tratado internacional de los derechos humanos que protege específicamente a las personas con discapacidad. Esto ha generado que todos los Estados ratificantes de la CDPD estén obligados a interpretar y regular los derechos de las personas con discapacidad de conformidad con los principios del MSD (Tantaleán, 2019, p. 202).

El MSD se fundamenta en cuatro principios. El primero se refiere al cambio de paradigma sobre la toma de decisiones de la persona con discapacidad, pasando de un modelo de sustitución en la toma de decisiones a uno de apoyos. El segundo principio garantiza el goce y ejercicio de los derechos de la persona con discapacidad en condiciones de igualdad y no discriminación. El tercer principio refiere a la situación de discriminación que mujeres y niñas con discapacidad enfrentan en todos los aspectos de la vida social. Finalmente, para el cuarto principio, el derecho a la educación de la persona con discapacidad debiera ofrecerse con base en la igualdad de oportunidades (Palacios, 2008).

Estos principios, a su vez, han sido plasmados en los veinticinco incisos de su preámbulo y los cincuenta artículos que integran la CDPD, conformando un catálogo de derechos individuales y civiles, políticos y económicos, sociales y culturales. No obstante, la CDPD (2006) recoge sus propios principios generales (art. 3), los que van desde el reconocimiento de la dignidad humana inherente (art. 3, inc. a), la que se encontraría desvinculada «de la posesión de una u otras capacidades y que relaciona con la autonomía, la independencia y la libertad en la toma de decisiones» (Cuenca, 2018, p. 23). Asimismo, el reconocimiento del principio de igualdad y no discriminación (CDPD, 2006, art. 3, incs. b y e), el principio de participación e inclusión plenas y efectivas en la sociedad (art. 3, inc. c), el principio de accesibilidad universal (art. 3, inc. f), y el principio de igualdad entre hombre y mujer (art. 3, inc. g).

Particularmente, los principios de dignidad inherente, igualdad y no discriminación, así como el principio de participación e inclusión plena y efectiva en la sociedad, sostendrían el reconocimiento de la igualdad ante la ley (art. 12), la cual se proyecta sobre el reconocimiento de igual capacidad jurídica de la persona con discapacidad y en la obligación de los Estados de promover y garantizar la participación de las personas con discapacidad en todos los aspectos de la vida social, y que irremediablemente se traduce en reformas legislativas que —tal como hemos señaladohan alcanzado al ordenamiento jurídico peruano.

En este sentido, la LGPD (2012) establece el marco jurídico «para la promoción, protección y realización, en condiciones de igualdad, de los derechos de la persona con discapacidad» (art. 1). Con lo que respecta al tema que nos ocupa, el artículo 9, en su inciso 1, reconoce la capacidad jurídica de la persona con discapacidad en igualdad de condiciones con los demás en todos los aspectos de la vida —premisa que, junto a las disposiciones del DL 1384, genera la interrogante de si esto también implicaría las decisiones autónomamente determinadas para comportarse de forma contraria a derecho y, con ello, ser merecedor de sanción penal—, mientras que el inciso 2 determina la obligación del Estado de garantizar tanto los derechos patrimoniales y/o personales de la persona con discapacidad. Así, entre los primeros se refiere expresamente el derecho de propiedad, herencia y a contratar libremente, así como el derecho a acceder a seguros, préstamos bancarios, hipotecas y otras modalidades de crédito financiero en igualdad de condiciones con los demás. En cuanto a los derechos personales, se alude al derecho a contraer matrimonio, y a decidir sobre el ejercicio libre de su sexualidad y sobre su fertilidad.

Sin embargo, no fue hasta el DL 1384 que se realizaron las modificaciones necesarias sobre la capacidad de ejercicio de la persona con discapacidad psicosocial, mental y/o cognitiva regulada en el CC para que esta pueda ejercer los derechos antes referidos. Como adelantamos en la introducción de nuestra investigación, la LGPD derogó el supuesto de incapacidad absoluta de los ciegosordos, ciegomudos y sordomudos que no pudieran manifestar su voluntad de manera indubitable (Código Civil peruano derogado por la única disposición complementaria derogatoria de la Ley N.° 29973, 2012, art. 43, inc. 3), sin tocar las causales de incapacidad absoluta de privación de discernimiento e incapacidad relativa por las causales de retardo mental y deterioro mental que impida expresar la libre voluntad. Fue el DL 1384 el que se encargó de derogarlas, tal como explicaremos a continuación.

III.2. La capacidad jurídica de la persona con discapacidad a partir del DL 1384

El DL 1384 ha transformado el tratamiento jurídico de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Al respecto, la nueva regulación introducida por la referida norma se sostiene sobre «el reconocimiento de la capacidad de ejercicio en igualdad de condiciones, de las personas con discapacidad, en todos los aspectos de la vida» (DL 1384, 2018, art. 3). En esta línea, el artículo 42 del CC reconoce la capacidad plena de ejercicio:

toda persona mayor de dieciocho años tiene plena capacidad de ejercicio. Esto incluye a todas las personas con discapacidad, en igualdad de condiciones con las demás y en todos los aspectos de la vida, independientemente de si usan o requieren de ajustes razonables o apoyos para la manifestación de su voluntad (Ley N.° 31945, 2023, art. 1).

El reconocimiento de la capacidad plena de ejercicio del artículo 42 del CC ha traído como consecuencia lógica la derogación de las causales de incapacidad absoluta y relativa, referidas a la incapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva. Estas son, respectivamente, la privación de discernimiento por cualquier causa, y el retardo y el deterioro mental que impida la manifestación libre de la voluntad. Consecuentemente, la figura de la curatela ha sido también suprimida para las referidas causales. En su lugar, el artículo 45 del CC ha previsto la figura de los ajustes razonables y apoyos para el ejercicio de su capacidad jurídica, los mismos que pueden ser solicitados o designados de acuerdo con su libre elección. Como puede notarse, esta figura se aparta de la figura del curador, el cual sustituía la voluntad del incapaz conforme a la regulación previa al DL 1384.

En este sentido, la nueva regulación introduce dos nuevos conceptos: ajustes razonables (CDPD, 2006, art. 2, § 4; Ley N.° 29973, 2012, art. 51; DL 1384, 2018, art. 45; Decreto Supremo N.° 016-2019-MMP, 2019, art. 5) y apoyos. Según la CDPD, los ajustes razonables se definen como:

las modificaciones y adaptaciones necesarias y adecuadas que no impongan carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones con los demás, de todos los derechos humanos y libertades (CDPD, 2006, art. 2, § 4).

Si bien la CDPD no ha desarrollado el concepto del término «apoyo», la Observación General N.° 1 del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2014) refiere que:

se trata de un término amplio ya que puede incluir a una o más personas escogidas por la persona con discapacidad para que le ayuden en la toma de decisiones, así como medidas relacionadas a la accesibilidad, diseño universal, medios de comunicación, entre otras.

Es menester aclarar que la curatela —en tanto modelo sustitutivo de la voluntadpersiste para las causales de capacidad de ejercicio restringida de prodigalidad, mala gestión, ebriedad habitual, toxicomanía y pena que lleva anexa la interdicción civil (CC, 1984, art. 44, incs. 4-8); mientras que para el supuesto de la persona que se encuentra en estado de coma, que no haya designado apoyos con anterioridad, el legislador ha previsto el nombramiento judicial de apoyos y salvaguardias (DL 1384, 2018, art. 44, inc. 9).

Habiendo intentado exponer sucintamente las principales modificaciones introducidas por el DL 1384 sobre el reconocimiento de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad, queda claro el marcado espíritu de la norma que se rige por el paradigma del MSD. Este modelo, en consonancia con la CDPD, serviría a la finalidad de garantizar la igualdad ante la ley de las personas con discapacidad y el ejercicio pleno de todos sus derechos personales y/o patrimoniales, lo cual sería posible incluso sin la necesidad de recurrir al nombramiento voluntario o judicial de la figura del apoyo.

No obstante, este escenario da paso a una cuestión fundamental, que es la relativa a los deberes que surgen tras el reconocimiento de la capacidad de ejercicio de todas las personas con discapacidad. Así pues, al ser que la lógica de la igualdad ante la ley contenida en el DL 1384 obliga a aceptar que toda persona cuenta con plena capacidad de ejercicio de sus derechos, al mismo tiempo tendría que aceptarse que dicha persona también cuenta con capacidad para responder respecto a las obligaciones de índole jurídica que surjan de dichos atributos. De esta forma, este criterio indiferenciado de atribución de derechos que prescinde de la consideración de las deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas de los seres humanos en el despliegue de su comportamiento, también alcanza a la imposición de deberes por parte del orden jurídico, por lo que pareciera ser que la persona con discapacidad también puede ser considerada responsable de todo tipo de obligaciones contractuales o las derivadas de actos jurídicos personalísimos como la celebración del matrimonio o el reconocimiento de sus hijos.

La cuestión trasciende al ámbito del derecho civil, ya que al ser la capacidad jurídica un elemento transversal a todo el sistema jurídico, y dado que el criterio del deber responde a un mismo criterio de antijuridicidad normativa —como se verá más adelante—, surge la interrogante relativa a cuáles son las implicancias que esta consideración abstracta de la capacidad genera en el ámbito de la capacidad para ser penalmente responsable. Ahora bien, para poder dar respuesta a esta interrogante, resulta necesario determinar si la actuación del sistema jurídico debe regirse con base en un principio de unidad y coherencia de las disposiciones normativas, situación que procedemos a abordar.

IV. CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA UNIDAD Y COHERENCIA DEL SISTEMA NORMATIVO

Aunque el objetivo de este trabajo es analizar si el MSD impacta sobre la lógica de la imputabilidad penal, previamente resulta necesario transitar sobre la cuestión referida a si en el proceder del sistema normativo existe un principio de unidad y coherencia que delimita su accionar. Efectivamente, el análisis de los conceptos de capacidad en el ámbito civil y capacidad de imputabilidad penal nos invitan a analizar si la valoración jurídica que realiza el sistema normativo parte o no de una aproximación unitaria al momento de valorar el comportamiento humano que se regula en las distintas esferas del orden jurídico y, con ello, las consecuencias jurídicas sobrevinientes.

En nuestra consideración resulta necesario entender que el sistema jurídico se estructura como un todo ordenado que responde a un mismo criterio al momento de asignar derechos, establecer deberes e imponer castigos. En definitiva, esto es consecuencia de que la consideración jurídica del obrar humano parte de un fundamento principal, que es la noción del ser humano que libremente es capaz de autodeterminarse y, de esta forma, motivarse conforme a los axiomas de las normas. Como lo señala Pawlik (2016), una de las ideas principales del lenguaje político, jurídico y moral parte de la noción de autodeterminación que se caracteriza por un orden de prelación entre mandato y obediencia (pp. 36-34). Bajo esta premisa, las normas jurídicas estructuran sus postulados entendiendo que sus prohibiciones o mandatos comparten un mismo criterio de finalidad, que en buena cuenta explica los fines político-jurídicos de la sociedad.

De esta forma, no puede olvidarse que «el derecho, como objeto de lo justo, no puede establecer orientaciones de conducta contradictorias entre sí, aunque se trate de normas que proceden de diversas ramas del derecho» (Pérez del Valle, 2022, p. 152). Esta es una cuestión importante que por momentos suele ser olvidada, principalmente porque pareciera ser que la multidisciplinariedad que caracteriza a la ciencia jurídica hace pensar que no existe conexión entre la diversa y específica regulación normativa que compone el sistema; sino, más bien, que cada rama del derecho opera de forma autónoma bajo sus propios criterios de comprensión del factor jurídico.

Si bien es cierto que existen particularidades en la forma como se contempla el dinamismo jurídico, las distinciones metodológicas de las diversas disciplinas jurídicas no supone ajenidad entre las mismas, pues la consideración del derecho como ciencia del accionar humano práctico lleva a entender que existen extremos que comparten un mismo fundamento y que incluso se muestran como presupuestos del propio sistema normativo. Tal es el caso de la noción de capacidad como supuesto habilitante para el goce de los derechos y la atribución del castigo, o de la propia idea de dignidad que sustenta todo el sistema de normas que, a su vez, se integran desde el sistema unitario de principios contenidos en la Constitución. Desconocer esta idea de unidad en el ordenamiento jurídico haría imposible entender la presencia de instituciones tales como la antijuridicidad, que en el campo penal y civil constituye un elemento esencial del juicio normativo.

Es precisamente bajo la lógica de la antijuridicidad donde mejor se aprecia este principio de unidad del sistema. Así, la valoración del hecho antijurídico no solo implica analizar la presencia de causas de justificación contempladas por la ley que anulan la posibilidad del castigo o de la indemnización, sino que vincula una valoración integral de los axiomas que sostienen el sistema al momento de valorar el comportamiento humano. Así, como lo señalan Bustos Ramírez y Hormazábal Malarée (2006): «la valoración como antijurídica o como conforme a derecho de una conducta en cualquier ámbito del ordenamiento jurídico tiene validez general y lo es, también, en cada uno de los campos que lo integran» (p. 242).

Para graficar lo señalado, resulta paradigmático recordar lo ya mencionado en torno a que tanto el ordenamiento civil como el ordenamiento penal peruanos parecen reconocer el criterio de unidad y coherencia al que hacíamos referencia. De esta manera tenemos que al reparar sobre el contenido del artículo 20 del Código Penal (en adelante, CP), podemos encontrar un conjunto de situaciones (causas de justificación) que eximen de responsabilidad penal —por ejemplo, la legítima defensa o el ejercicio legítimo de un derecho—, y el mismo criterio aparece en lo normado por el artículo 1971 del CC, el cual expresamente reconoce la inexistencia de responsabilidad ante el ejercicio regular de un derecho o el ejercicio de la legítima defensa. Esta misma situación vuelve a aparecer al analizar el contenido de una de las instituciones principales que aparecen en la imputación penal, como es el caso de la autopuesta en peligro de la víctima. Conforme a esta noción, «cuando el titular de un bien jurídico (“víctima”) emprende conjuntamente con otro (“autor”) una actividad que puede producir una lesión de ese bien jurídico, la actividad generadora del riesgo debe ser imputada al ámbito de responsabilidad preferente de la víctima» (Cancio, 2022, p. 377). Precisamente, de forma coherente, esta misma idea también es reconocida por el artículo 1972 del CC cuando señala que, en los casos del ejercicio de una actividad riesgosa, el autor no está obligado a la reparación cuando el daño fue consecuencia de la imprudencia de quien lo padece.

En esta perspectiva, consideramos que la sistemática normativa se ordena con base en un conjunto de axiomas que explican y dan coherencia a la actuación jurídica, ya sea en el ámbito del reconocimiento de derechos, en el de atribución de obligaciones o en el de la imposición del castigo. Esta es una cuestión importante que en el fondo contribuye al análisis de la legitimidad del dispositivo normativo, pues las decisiones del legislador no pueden darse sin observar el carácter coherente y programático que las normas han de ostentar al momento de regular la configuración política de la sociedad. Así pues, al ser el sistema de normas el resultado de un proceso de acción política, estas quedan sujetas a la evaluación y crítica de su contenido, como sucede con toda injerencia estatal. De esta forma, como bien señala Muñoz Arenas (2016): «El análisis de la política legislativa tiene mucho que ver con la necesidad de averiguar si las leyes son o no útiles, racionales, coherentes y eficaces. Si sirven al propósito para el que fueron aprobadas» (p. 25).

Precisamente, es por las razones expuestas que, al reparar en el contenido del DL 1384 surge la interrogante en torno a si esta medida observa dichos criterios de coherencia y unidad al momento de establecer una nueva noción de capacidad que, en una valoración conjunta del sistema, nos hace pensar en posibles situaciones dilemáticas que podrían suscitarse en el campo de la imputabilidad a razón de los fundamentos valorativos que sostiene el MSD, situación que desarrollaremos más adelante.

V. CULPABILIDAD E IMPUTABILIDAD: PRESUPUES-TOS DEL REPROCHE PENAL

Desarrolladas las cuestiones referentes al MSD asumido por la legislación peruana y al habernos referido a la coherencia lógica del sistema jurídico, corresponde tratar los elementos jurídico-penales que vinculan la noción de capacidad con la lógica del reproche penal. De manera principal, interesa enfocarse en la cuestión de la imputabilidad o capacidad de culpabilidad para así poder dar respuesta a la pregunta relativa a si las consideraciones contempladas en el DL 1384 impactan o no en la atribución de responsabilidad penal, y si también se debiera tomar en cuenta este cambio de paradigma en el fundamento de la imputabilidad al momento de aplicar la sanción punitiva. Desde esta perspectiva analizaremos cuáles son los elementos sobre los que se desarrolla el juicio de atribución de responsabilidad y la imposición del castigo. Para estos efectos, primero debemos transitar por las ideas medulares que sostienen el concepto de culpabilidad toda vez que esta categoría ha integrado la noción de imputabilidad (Díez, 2007, p. 15).

V.1. Culpabilidad: cuestiones sobre su fundamento en la lógica del castigo

El derecho penal interviene ante la constatación de un hecho que vulnera injustificadamente una norma de carácter punitivo que prohíbe u ordena determinada conducta. No obstante, este proceso de sanción no es desplegado por el juzgador de forma automática, sino que precisa confirmar que la persona a la cual se pretende sancionar es capaz de responder penalmente. Todas estas cuestiones corresponden a la categoría jurídico-penal de la culpabilidad, la cual se identifica como el ámbito de aplicación del reproche que de manera personal es aplicado por el sistema normativo sobre los individuos que considera aptos para ser destinatarios y portadores de un deber (Sánchez, 2018, pp. 214-215).

Obsérvese que el núcleo de la culpabilidad se constituye por la capacidad que la persona manifiesta de comprender y ser capaz de desplegar el injusto típico. Por tanto, la atribución del castigo responde a un criterio comunicativo; esto es, que la sanción surge como consecuencia del rechazo al mensaje normativo que la persona expresa con su conducta. En consecuencia, el reproche penal da cuenta de la relación subjetiva que existe «entre el individuo y el delito acontecido» (Yacobucci, 2021, p. 1). De esta manera, la comisión de un delito no se asume como un mero proceso que afecta el sistema normativo y los intereses penalmente protegidos; sino que, de forma principal, el delito se entiende como una expresión de la conducta humana que vincula al sujeto y su hecho ilícito a la infracción normativa.

Bajo esta óptica, la atribución de responsabilidad obedece a que todo delito se asume como obra de una persona que puede comprender el contenido antijurídico y desvalorado de su acción. Por este motivo, la relación existente entre delito y sanción requiere de la concurrencia de diversos factores que legitimen la atribución de responsabilidad. En este punto, los criterios doctrinales son divergentes al establecer cuáles serían los factores que presuponen el reproche. En la doctrina sobre la culpabilidad y la imputabilidad se ha suscitado un intenso debate sobre el fundamento de estas categorías. De manera somera, en el evolucionar de estos conceptos podemos ver que la doctrina se movió entre dos perspectivas: la primera, correspondiente a un enfoque psicológico de la culpabilidad, por el cual se le entendía como la conexión subjetiva del sujeto con el resultado, y que comprendía al dolo y la culpa como formas de culpabilidad, con lo cual esta se fundamentaba en una relación puramente descriptiva o fáctica (Luzón-Peña, 2013, p. 344); y la segunda perspectiva, que planteó una concepción normativa de la culpabilidad, la cual expresa un juicio de valoración de la acción delictiva en referencia al sustrato axiológico de la norma.

Luego de varias interpretaciones, el concepto normativo de culpabilidad terminó imponiéndose en la doctrina penal. En esta perspectiva, con los matices que puedan presentarse —ya que al interior del mismo concepto normativo se ha suscitado una variedad de perspectivas relativas al fundamento material de la culpabilidad (por ejemplo: las «subcategorías» de imputabilidad, evitabilidad, motivabilidad, inexigibilidad, etc.)—, lo cierto es que la atribución de culpabilidad responde a un proceso que valora la contraposición que existe entre el hecho delictivo y un deber de naturaleza normativa que corresponde a todas las personas que son capaces de motivarse conforme a la norma, lo cual impacta en los fines preventivos de la política criminal (Roxin, 1997, pp. 794-797).

Con ello, el juicio de culpabilidad demanda que el juzgador observe la concurrencia de elementos imprescindibles a valorar antes de imponer el castigo. Esto obedece a que un ejercicio legítimo de la sanción punitiva presupone determinar que la conducta delictiva manifestó contrariedad al ordenamiento jurídico. De esta forma, la atribución de culpabilidad que observa en la persona —un sujeto capaz de entender el mensaje de la norma y adecuar su comportamiento a la regla de conductaresponde a la racionalidad que impera en la lógica de la sanción. Como lo desarrolla Pawlik (2019), la imposición del castigo por parte de los tribunales manifiesta un criterio de merecimiento de pena, el mismo que expresa una negación de la conducta delictiva que, a su vez, resolvió libremente rechazar el mensaje normativo (pp. 60-61).

Con lo desarrollado se cae en cuenta de que en el derecho penal la atribución de culpabilidad es incompatible con una concepción eminentemente retributiva de la sanción; es decir, en un Estado de derecho el juez no opera como simple aplicador de la norma, sino que detrás de la reacción que el orden jurídico ofrece al delito se expresa toda una racionalidad que manifiesta la coherencia del sistema. De igual modo, la culpabilidad se sostiene principalmente sobre el entendimiento del ser humano como sujeto responsable, capaz de autodeterminarse; de ahí que la culpabilidad también se exprese como un principio que delimita el actuar del ius puniendi y que a nivel jurisprudencial se ha desarrollado siguiendo la lógica reseñada. Así, el Tribunal Constitucional peruano, a través de la sentencia recaída en el expediente N.° 014-2006-AI/TC de 2006, ha señalado que:

el principio de la culpabilidad es uno de los pilares sobre los que descansa el derecho penal. Concretamente, constituye la justificación de la imposición de penas dentro del modelo de represión que da sentido a nuestra legislación en materia penal y, consecuentemente, a la política de persecución criminal, en el marco del Estado constitucional. El principio de culpabilidad brinda la justificación de la imposición de penas cuando la realización de delitos sea reprobable a quien los cometió. La reprobabilidad del delito es un requisito para poder atribuir a alguien la responsabilidad penal de las consecuencias que el delito o la conducta dañosa ha generado (f. 25).

Relacionado a esto también se presenta otro aspecto, que es el referido a la cuestión de la libertad en las acciones humanas. Este es uno de los elementos que mayor polémica ha presentado en el fundamento de la culpabilidad pues, como se sabe, la controversia en torno a la existencia del libre albedrío es un extremo que ha sido abordado ampliamente a través de posturas divergentes que podrían etiquetarse como aproximaciones deterministas e indeterministas (por ejemplo, en el derecho penal son conocidas las investigaciones sobre neurociencias y derecho penal, donde el debate sobre el libre albedrío se presenta de manera álgida). Esta realidad ha llevado a que cierto sector de la doctrina concluya que se trata de un debate innecesario e infructuoso en el tratamiento de la culpabilidad e imputabilidad (Martínez, 2005a, p. 264), pues la prueba científica de la libertad es un propósito irrealizable. Al respecto, esta imposibilidad en nada afecta la fundamentación de la culpabilidad. Esto obedece a que en la realidad resulta posible partir de otros criterios que conllevan a advertir que en el ser humano existe un espacio donde el mismo se experimenta capaz de autodeterminarse. En este sentido:

la existencia de la libertad en el hombre se puede captar mediante algunas experiencias profundamente humanas, entre las cuales pueden mencionarse las siguientes: a) En primera instancia […] la experiencia personal […] b) También experimentamos la libertad cuando captamos la no necesidad de nuestras acciones. Es decir, no sólo estamos libres de agentes externos, sino que en nosotros mismos captamos que no hay ningún principio intrínseco que nos fuerce a obrar de una manera u otra […] c) En tercer lugar, la experiencia de la responsabilidad manifiesta nuestra libertad, porque ser libre quiere decir “ser dueño de mis acciones”, lo que implica también ser responsable de las mismas. Ser responsable equivale a ser capaz de “responder” de los propios actos, y esto lo hacemos en la medida en que esos actos nos “pertenecen”: por esta razón podemos explicar sus motivaciones. Si no se asume la responsabilidad de los actos estamos negando que se hicieran libremente. Responsabilidad es otro nombre de libertad o, si se prefiere, dos caras de la misma moneda (García, 2010, p. 152).

En este sentido, en la consideración jurídica de la pena y la culpabilidad, la libertad es un criterio indispensable. El hecho de que su existencia o inexistencia pareciera ser inaccesible desde una perspectiva empírica no anula su trascendencia al momento de fundamentar la lógica del castigo, aunque de lo que sí daría cuenta es de la inconveniencia de pretender aplicar métodos propios de las ciencias naturales al análisis jurídico (Roxin, 2007, pp. 305-306). Junto a ello, también vemos que si el juicio de culpabilidad se estructura sobre criterios valorativos, este mismo enfoque se presenta al plantear el reproche penal sobre la premisa de que la persona obró de manera libre. De esta forma, se puede argumentar que el fundamento del reproche de culpabilidad se da en la consideración de que el hombre dispuso su accionar autodeterminándose de manera responsable y, por tanto, optando por infringir los deberes jurídicos de adecuación a la norma (Hirsch, 2013, p. 48) o, como lo expresa Silva Sánchez (2018):

la constatación de la existencia de libertad en el sujeto que realizó el hecho delictivo, así como la identidad entre él y el sujeto sometido a juicio por el delito, es condición necesaria para atribuir a ese último una responsabilidad que se asocie a un “reproche merecido” (p. 67).

V.2. Capacidad de imputabilidad: cuestiones sobre el merecimiento en el reproche penal

Hemos señalado que la culpabilidad es el espacio que la teoría del delito reservó para desarrollar la cuestión de la imputabilidad. De esta manera, pareciera ser que ambas categorías comparten el mismo fundamento principalmente porque, ante la ausencia de imputabilidad, el juicio de culpabilidad se rompe generando la exculpación del sujeto. Si bien es cierto que en el fundamento de estos conceptos existen premisas comunes, tales como la cuestión de la acción humana libremente determinada o que ambos constituyen supuestos habilitantes del castigo, creemos que entre ellos existen extremos que operan de manera particular al momento de justificar la sanción penal y que se deben destacar para tener una mejor comprensión de cómo opera el criterio de atribución de responsabilidad en el derecho penal.

Bajo esta perspectiva, cuando se afirma que el juicio de culpabilidad no puede darse si es que previamente no se confirmó la concurrencia de un sujeto imputable y, a su vez, que esta posibilidad de imputar está supeditada a que la persona tenga capacidad para responder por sus acciones, no queda claro cuál es el fundamento de la imputabilidad o, dicho de otro modo, qué se entiende por capacidad en el ámbito del derecho penal y qué criterios hacen que una persona tenga capacidad para ser sujeto de imputación. Así, como bien lo diagnóstica Martínez Muñoz (2005), al momento de pensar la relación que existe entre capacidad, imputabilidad, culpabilidad y delito, se repara en que:

[e]n estas nociones no se explica, ni remotamente, la relación que pudiera tener el delito con la capacidad jurídica de la persona que lo realiza. Pero […] esa relación es del todo necesaria para que el delincuente pueda comprender el significado del delito que comete, a sí mismo como autor y, también, para que el juez pueda enjuiciarlo y el legislador tipificarlo. Lo primero está directamente vinculado a la capacidad jurídica de la persona y lo segundo, está relacionado de manera derivada (p. 201).

Siendo así, es importante clarificar este extremo, pues pareciera ser que la capacidad como presupuesto de la imputabilidad penal es una cuestión abierta, lo cual resulta llamativo dado que, a pesar de que en el desarrollo de la imputabilidad se constata que las posturas son unánimes al definirla como «la capacidad que tiene una persona para poder responder jurídicamente por sus acciones» (García, 2021, p. 675), no se evidencia cómo es que esta capacidad es concebida y asumida en la sanción penal para determinar que una persona pueda ser imputable. En lugar de esto, la lógica de la imputabilidad suele «formularse a través de su referente negativo; esto es la inimputabilidad, por la cual se formulan supuestos de carácter biológico; psicológico o mixto» (Martínez, 2005, p. 57) que, al manifestarse en el caso en concreto, anulan la posibilidad de atribuir la sanción. Este es un criterio recurrente en los cuerpos normativos de los cuales el Perú es parte, toda vez que en nuestro CP únicamente se determinan los supuestos en que no existe la concurrencia de capacidad de imputabilidad a través del artículo 20.

Relacionado a esto, podría señalarse que no es necesario que todos los presupuestos de la imputabilidad estén absolutamente determinados, pues el derecho puede concretar sus contenidos sobre la base de conocimientos externos a la misma ciencia jurídica, como de hecho parece darse en la noción de capacidad que se enfoca desde criterios biológicos, psicológicos e, incluso, sociológicos, y que en el caso en concreto serán determinados por el profesional especializado en dichas materias. No obstante, debe quedar claro que el elemento psicológico de la imputabilidad por sí solo resulta insuficiente, por lo que se requiere de un componente normativo al momento de precisarla. Por tanto, al igual que la culpabilidad, la noción de imputabilidad termina siendo en estricto una cuestión jurídico-valorativa; esto es, que más allá de la opinión técnica que pueda expresar el perito, la determinación sobre la capacidad o incapacidad para ser sujeto de imputación penal corresponde a la valoración del juez, que se encarga de precisar si el sujeto podía comprender el ilícito y configurar su comportamiento conforme a ese entendimiento (García, 2021, p. 693).

De este modo, el problema en torno a la capacidad de imputabilidad escapa de su fundamento eminentemente psicológico y se enfoca en la cuestión valorativa, pues al señalarse que una persona es capaz de imputabilidad se genera una relación comunicativa entre el comportamiento y los parámetros de conducta debida contenidos en la norma prohibitiva o prescriptiva. Esta cuestión es lo que la doctrina ha identificado como el carácter motivable de la conducta, toda vez que la imposición de la pena no solo se enfoca en el aspecto subjetivo que demuestra el sujeto con su comportamiento, sino que se halla determinado por otros factores que le permiten establecer su ámbito de organización en conformidad o contrariedad con la norma. De esta manera, el problema de la capacidad de imputabilidad también debe reflexionarse tomando en cuenta que la acción penalmente reprochable implica «un proceso de interacción social que supone la convivencia de las personas, las cuales se ven obligadas a mantener comunicación con los demás, desarrollando una serie de facultades que le permiten conocer las normas y regirse conforme a las mismas» (Muñoz & García, 2019, p. 346).

Tras reparar en este criterio comunicativo, creemos que la capacidad de imputabilidad encuentra su fundamento en la lógica del merecimiento de pena que sobreviene a la comisión delictiva; esto es, que el carácter de imputable responde al hecho de que la persona tenía las facultades para organizar su ámbito de competencia conforme a la norma de comportamiento (motivación) y que, tras una decisión libre y consciente, se dispuso a obrar de forma contraria a derecho, ya sea creando un riesgo jurídicamente desaprobado o infringiendo el deber objetivo de cuidado, por lo que la determinación jurídica de su personalidad imputable deviene en necesaria para que la norma pueda recobrar la vigencia quebrantada por la acción delictiva. De esta manera, cuando se habla de merecimiento, se apela a las razones que el orden jurídico contempla para imponer o no una sanción, las cuales en último término se encontrarán en la acción humana autónomamente determinada para contravenir el mensaje normativo en situaciones donde la exigibilidad del comportamiento conforme a derecho era plena y no así en una mera consideración abstracta de la capacidad —como pareciera darse en el MSD—. Por tanto, como afirma Pawlik (2019):

[l]a praxis de responsabilizar según la medida de lo merecido se puede definir y legitimar en un sistema de imputación ética y jurídica que opere bajo la idea de libertad como expresión de respeto ante el autor que se ha servido de su capacidad para configurar el mundo arbitrariamente de un modo concreto (esto es, de forma contraria a deber) y o de otro (esto es, conforme a deber) (p. 57).

De ahí que en la doctrina podamos encontrar algunas líneas de interpretación en torno a lo que se entiende por capacidad de imputabilidad, en la cual se plantea que esta capacidad se expresa de dos formas: por un lado, la posibilidad del imputable de comprender el mensaje de la norma; y, por otro, la posibilidad de autodeterminar sus actos conforme a esa comprensión (Jescheck & Weigend 2014, pp. 637-640). Esta cuestión es asumida por la jurisprudencia peruana al establecer que «la imputabilidad sería la facultad que tenía la persona, al tiempo de la comisión del hecho punible, de comprender el carácter delictuoso de su acto o de orientar su voluntad conforme a dicha comprensión» (Casación N.° 460-2019 HUÁNUCO, 2019).

Adicionalmente, sobre el criterio de la motivación y el merecimiento que asienta la capacidad de imputabilidad, debe señalarse que este es un componente que opera de forma general en la imposición de toda sanción penal. Nos explicamos: como se sabe, el derecho penal contempla diversas reacciones para las personas que inciden en cometer un injusto típico; de esta forma, es común graficar este criterio a través de la dualidad penas-medidas de seguridad. Las primeras obedecen a un criterio de aplicación vinculado a la plena imputabilidad del sujeto y las segundas a un criterio de prevención dirigido a mitigar el riesgo o probabilidad de que nuevamente se dé la comisión de un delito a futuro por parte de la persona incapaz de imputabilidad. A razón de esto, podría argumentarse que el criterio de la motivación y el merecimiento no tendría sentido al referirse a las medidas de seguridad, pues por definición estas se aplican a las personas que no pueden motivarse conforme a la norma y, consiguientemente, no pueden merecer una sanción. Sin embargo, se debe tomar en cuenta que el carácter preventivo-especial que guardan las medidas de seguridad también responde a los criterios de motivación y merecimiento que, en último término, desembocan en una cuestión de necesidad. Así, la imposición de una medida de seguridad con base en la prospección del riesgo futuro da cuenta de que la misma solo será válida en la medida que sea necesaria socialmente para evitar dicho peligro (Meini, 2013, p. 161).

Tras esto, resulta interesante advertir que en el derecho penal la distinción entre imputables e inimputables pareciera referirse únicamente a la clase de sanción que se va a imponer, siendo que la lógica de atribución penal parte de la premisa de que incluso los llamados «sujetos inimputables» son capaces de establecer un proceso de comunicación con la norma de esta manera:

tanto las personas a quienes la ley denomina imputables como a quienes califica de inimputables comparten la capacidad para vulnerar la norma de conducta y perpetrar comportamientos penalmente antijurídicos. Ambos, por tanto, merecen sanción. La razón que explica que unos necesiten “penas” y otros necesiten “medidas de seguridad” se ubica en la distinta intensidad con que se les exige adecuar sus actos al mandato normativo: quienes tienen la capacidad para comprender a cabalidad el sentido normativo de sus actos —imputablesresponden con una pena, pero quienes solo han empezado a desarrollar dicha capacidad, y al momento de la comisión del hecho antijurídico no han alcanzado todavía el nivel que les permita comprender plenamente el sentido normativo de sus actos, no han logrado desarrollar toda su capacidad para comprender el sentido normativo de sus actos o la han perdido —inimputablesresponden con medidas de seguridad (Meini, 2013, p. 163).

Con lo señalado, confirmamos que la concepción de la imputabilidad y la capacidad que la sostiene dependen de la valoración jurídica que se le asigne; esto es, que la fundamentación de la capacidad de imputabilidad obedece a criterios de relación entre la persona y la norma que se expresan a través de las facultades que tiene el sujeto para motivarse conforme a la norma y, con ello, merecer la sanción punitiva.

VI. CAPACIDAD DE IMPUTABILIDAD: EL DEBER COMO NÚCLEO DEL REPROCHE

En los párrafos precedentes hemos señalado que para el derecho penal la capacidad de imputabilidad se explica a través de los criterios de motivación y merecimiento de pena en el injusto típico, todo esto entendido desde la relación comunicativa entre el comportamiento humano y la regulación jurídica que delimita la interacción social. Ahora bien, tras ello subyace una cuestión medular que constituye una de las causas últimas que explican la actuación del derecho penal; nos referimos al deber personal como núcleo del reproche.

Afirmamos que la noción de deber constituye una de las causas últimas o primeros principios de la intervención punitiva, pues al observar cómo operan las distintas categorías del derecho penal nos damos cuenta de que la idea del deber es una constante al momento de definir la imputación. De este modo, en la teoría de la tipicidad delictiva se contempla la presencia del deber al momento de fundamentar categorías delictivas específicas, como los llamados «delitos de infracción de deber». A nivel de la tipicidad subjetiva, la noción de culpa o imprudencia se sostiene en la idea de la infracción de un deber objetivo de cuidado en contraposición a la creación de un riesgo prohibido. Asimismo, en la imputación objetiva de las llamadas «conductas neutrales», la referencia al rol socialmente estereotipado comparte los criterios del deber que sustenta el comportamiento humano. En la misma línea, la imputación en los delitos omisivos se sustenta en la inobservancia del deber de actuar o, en su caso, en la infracción del deber de garante que asume el sujeto, aunque incluso en este ámbito se habla de un deber general de solidaridad. Los nuevos modelos de imputación penal también contemplan esta noción del deber; por ejemplo, en la discusión sobre la responsabilidad penal de la persona jurídica se contemplan los deberes de vigilancia propios de los programas de cumplimiento, entre otros supuestos.

Efectivamente, la noción de deber ha alcanzado a trascender en la dogmática penal y, con ello, recibido un desarrollo bastante amplio, situación que se extiende hacia los conceptos de culpabilidad e imputabilidad, los cuales también se construyen sobre esta perspectiva. De esta forma, recordando que la imposición del castigo sigue la relación comunicativa que la persona establece con su comportamiento contrario a la norma:

es correcto señalar que cuando una persona tiene impuesto un determinado comportamiento por una norma jurídica entonces esa persona tiene un deber de comportarse como exige la norma. Así, desde una perspectiva normativa de la responsabilidad penal, el fundamento de ésta viene dado por la existencia y vulneración de deberes negativos y deberes positivos (Navas, 2018, p. 19).

Es importante precisar que tanto la atribución de derechos como la imposición de castigos precisan que se contemple a la persona como ser relacional; esto es, que la interacción jurídica se genera en el momento en que el ser humano entra en contacto con sus congéneres en el espacio social. Este encuentro hace posible el desarrollo del factor jurídico, toda vez que los contactos humanos precisan de orden y regulación, además que habilitan a las personas a ser titulares de derechos y deberes; o, en palabras de Jakobs (2000), todo orden personal que se despliega en la sociedad funda sus raíces en los deberes que obligan a las personas a contribuir con el mantenimiento del orden social (p. 342).

Desde el derecho penal adquiere especial relevancia el criterio del deber, pues este supedita la intervención penal a la infracción de este; ergo, solo se puede imputar un comportamiento en la medida que a la persona se le podía obligar a cumplir con el deber de atención normativa. Ahora bien, cuando señalamos esto no nos referimos en estricto al criterio de tipicidad conformado por los delitos de infracción de deber; sino a la imposición de una obligación personal de adecuar el comportamiento al mensaje de la norma. En esta perspectiva, cuando el ordenamiento jurídico resuelve considerar imputable o inimputable a una persona, lo hace bajo el entendimiento de que esta contravino el deber de respeto y observancia a la norma en situaciones donde era capaz de autodeterminarse y motivar su comportamiento en condiciones de normalidad jurídica.

De esta forma, la noción de capacidad se identifica con el atributo de la personalidad pues permite entrañar la aptitud para ostentar derechos y obligaciones que fundan el carácter responsable del comportamiento, aspecto que atañe tanto al derecho civil como al derecho penal, pues si la persona es capaz de ser centro de atribución de derechos y obligaciones también lo es para ser responsable de su comportamiento (Martínez, 2005, pp. 208-209). Precisamente, esta relación entre el deber y la capacidad constituye uno de los pilares del MSD que genera impacto en la noción de inimputabilidad, pues en su intención de eliminar las barreras en la inserción social de las personas con discapacidad:

es pertinente recordar que la satisfacción de derechos entraña el cumplimiento de ciertos deberes también, y que hablar de personas con discapacidad como verdaderos sujetos de derechos que ejercen ciudadanía y se desenvuelven como actores (activos) de esta sociedad, implica la generación de responsabilidades sociales (Bregaglio & Rodríguez, 2017, p. 148).

De esta forma, la noción de capacidad se vincula al criterio del deber, pues cuando el derecho penal resuelve sancionar a alguien, parte de constatar que dicha persona tenía las facultades necesarias (las cuales pueden ser de distinto orden, llámese biológico, psicológico o mixto) para atender a la obligación que surgió en el momento en que el sujeto desplegó relaciones de correspondencia con la sociedad y el orden jurídico. Siendo así, la infracción del deber normativo que define el comportamiento delictivo constituye el núcleo de la capacidad de imputabilidad.

Ahora bien, esta consideración del deber como elemento fundante de la imputabilidad no solo aparece en el momento de la comisión del hecho delictivo, sino que ya se da en un estadio anterior a la imputación en estricto; esto es, que se halla presente en el momento mismo en que el sistema jurídico establece los lineamientos para relacionarse con las personas. En ese punto, para poder desplegar sus potestades de tutela y control de los comportamientos, requiere tomar en cuenta un conjunto de condiciones que doten de coherencia a la interacción que se establece entre el derecho y las personas, pues ciertamente la regulación normativa no puede reducirse a un acto formal del legislador, sino que debe contener un programa que refleje un factor teleológico coherente y razonable con la lógica que sostiene la noción de antijuridicidad, conforme lo hemos desarrollado.

En suma, la capacidad de imputabilidad se determina sobre la constatación jurídica que opera ante dos situaciones específicas: la primera referida al carácter próximo de la acción manifiestamente determinada para inobservar el deber de cuya competencia se es consciente, y la segunda referida al reconocimiento de la persona como sujeto capaz de desplegar su juridicidad y establecer vínculos en referencia a otras personas y al orden jurídico. Todo esto en relación con la composición del injusto típico, el cual precisa de diversos elementos materiales para su reproche, tales como la valoración social de los estándares de conducta, la relevancia de la conducta típica, la comisión de hechos por parte de sujetos incapaces de cuestionar el derecho y los injustos de gravedad atribuidos a sujetos competentes por la infracción del deber de observancia normativa, entre otros (Pastor, 2019, p. 87).

Subsiste una cuestión adicional, que es la correspondiente al criterio ontológico de la imputabilidad penal. En apariencia, cuando señalamos que la capacidad de imputabilidad se vincula a la cuestión de la capacidad jurídica que, en general, se construye sobre el criterio del deber, podría oponerse la idea referida a que esta es una fundamentación de carácter prejurídico toda vez que, al fijar el núcleo de la imputabilidad en el concepto de deber personal, se estarían sobredimensionando los elementos de la personalidad en la atribución de consecuencias jurídicas; de esta forma, estaríamos en contradicción con el fundamento normativo que predicáramos de la imputabilidad. Al respecto, es preciso entender que la concepción normativa del derecho no debe identificarse con un rechazo de las cuestiones correspondientes a la esencia de los objetos o atributos esenciales de la naturaleza humana. Al contrario, el mismo juicio normativo precisa de estos componentes ontológicos, pues gracias a ellos resulta posible elaborar el concepto jurídico que encuentra sus raíces en la propia entidad y contribuye a la coherencia valorativa interna que el juicio normativo debe tener para, con ello, articular «el orden axiológico que se deriva de la Constitución» (Sánchez-Ostiz, 2019, p. 55), cuestión sobre la que volveremos más adelante.

De esta forma, consideramos que la noción del deber como núcleo de la imputabilidad se presenta como un elemento de referencia obligatoria para el tratamiento jurídico. Por tanto, cuando el sistema penal pretende responsabilizar a un sujeto, forzosamente precisa partir de la constatación de que la persona tenía la capacidad de ser portador del deber de mantener una relación comunicativa de respeto con la norma; es decir, podía motivarse conforme al precepto jurídico. Por consiguiente, la imputabilidad de una persona encuentra sus raíces en la idea de deber jurídico toda vez que, para proceder a responsabilizarla, se precisa confirmar que el sujeto determinó su comportamiento a través del uso correcto de sus facultades cognoscitivas y volitivas, lo cual constituye un dato objetivo que el sistema jurídico debe asumir en primera línea, pues sin esta consideración el subsiguiente proceso de valoración normativa no resulta posible. Por tanto, omitir estos presupuestos haría que la imposición de la sanción penal se torne en un ejercicio desprovisto de los fines preventivos y de garantía que la culpabilidad pretende en la imposición del castigo (Silva, 2012, p. 662).

VII. REFLEXIONES EN TORNO A LA CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD: CUESTIONES SOBRE EL IMPACTO DEL MSD EN EL DERECHO PENAL

Luego de fundamentar las bases sobre las que operan los conceptos jurídicos de capacidad, imputabilidad y culpabilidad como presupuestos del castigo penal, corresponde analizar algunas de las consecuencias que el MSD asumido por el Perú podría tener en el ámbito de la imputación penal.

Como se señaló, el DL 1384 supuso la adhesión del ordenamiento peruano en materia de capacidad de ejercicio de las personas con discapacidad a los parámetros de la CDPD. En esta perspectiva, la lógica de diversidad funcional que expresa este modelo supone que el Estado peruano realice acciones tendientes para que la interacción de las personas con discapacidad se dé en condiciones de igualdad en todos los ámbitos de la vida social (Torres, 2019a, p. 156). En respuesta, surge la pregunta respecto a si esto implica también un tratamiento indiferenciado en la imputación penal y, con ello, una readecuación de los criterios normativos de culpabilidad e imputabilidad con los que el derecho penal opera.

Debe recordarse que en función a lo señalado por el artículo 1 de la CDPD, el MSD tendría como objetivo promover, proteger y asegurar el goce pleno de los derechos y libertades de las personas con discapacidad. Con ello se busca garantizar que la persona con discapacidad despliegue su comportamiento de manera plena y efectiva en la interacción social que autodetermine, por lo que el ordenamiento jurídico reconoce en ella a un sujeto que cuenta con todas las facultades para poder establecer el proceso de comunicación con el sistema jurídico y social.

Asimismo, es importante destacar que, como desarrollamos, en el artículo 3 se precisa el criterio de respeto a su autonomía personal como uno de los principios generales de protección a los derechos de las personas con discapacidad, que incluye la libertad de tomar sus propias decisiones. Incluso en el artículo 12 se precisa que los Estados parte reconocen que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica para desarrollar todos los aspectos de su vida en condiciones de igualdad.

Observados estos lineamientos, queda claro que el marcado sentido de igualdad que propone el MSD lleva a asumir a priori que, en cualquier condición, la persona es un sujeto capaz de autodeterminar su comportamiento y relacionarse con los demás en referencia al sistema normativo. De esta forma, se presume que en todos los casos la persona es capaz de asumir el deber de respeto a la norma y, así, de motivarse conforme a derecho.

Trasladado este criterio a los postulados aquí desarrollados, tendríamos que el razonamiento en torno a la imputabilidad supondría admitir que toda persona cuenta con la capacidad de asumir el deber jurídico de respeto a la norma y, consecuentemente, motivarse en correspondencia con la misma; es decir, toda persona cuenta con capacidad de imputabilidad. De esa manera, en el derecho penal tampoco tendría cabida distinguir entre imputables e inimputables, por lo que la división entre penas y medidas de seguridad se vería como un criterio cuestionable y la lógica del merecimiento y necesidad del castigo sería relativizada. Asimismo, el tratamiento indiferenciado de personas que sostiene el MSD incluso ha llevado a señalar que, en el ámbito de la defensa penal de los llamados inimputables, no se busque la exculpación de los mismos a través de las defensas tradicionales que invocan los supuestos de inimputabilidad. Esto porque dichas categorías perpetuarían la consideración de la persona inimputable como un ser incapaz de comprender el mensaje normativo y, con ello, una estigmatización y marginación de las personas con discapacidad (Mercurio, 2023, p. 294).

Siendo así, un punto a determinar es si la lógica de la capacidad de goce y ejercicio de los derechos guarda relación con la imputabilidad como capacidad para responder penalmente. Reconociendo lo complejo del tema, en nuestra consideración el criterio de la capacidad en el fondo hace referencia al comportamiento humano y, por eso, se constituye como un elemento universal del razonamiento jurídico. Ahora bien, con los matices que se presentan en el tratamiento específico que el derecho reserva para cada conducta —entiéndase, la regulación desde los preceptos del derecho público o privado—, lo cierto es que la valoración de las consecuencias jurídicas que las acciones producen en la sociedad se adecúa a un único criterio de antijuridicidad, pues —como lo señalamos anteriormentetodo sistema normativo obedece o debería obedecer algunos de los primeros principios del razonamiento humano, como los de no contradicción y coherencia interna, los cuales se presentan como principios analíticos y normativos con los que se evita la presencia de antinomias y cuya observancia se requiere para garantizar la democracia constitucional (Ferrajoli, 2013, p. 26), que en efecto garantiza el respeto de la dignidad personal.

Al respecto, podría señalarse que el cambio introducido a través del DL 1384 únicamente despliega sus efectos en el ámbito civil y que la cuestión penal difícilmente se vería afectada por sus postulados, ya que estos dos extremos operan de manera autónoma y en distintos niveles de la valoración jurídica. No obstante, las opiniones que la doctrina ha dado sobre el tema coinciden en señalar que el logro del ideal igualitario que sostiene el MSD debe trascender de la esfera civil a todos aquellos espacios donde exista valoración jurídica del comportamiento de la persona con discapacidad, tal como se daría en el ámbito de la responsabilidad penal. En este sentido, como bien lo reconocen Bregaglio y Rodríguez (2017), el MSD conlleva a redefinir la noción de inimputabilidad, de forma tal que las personas con discapacidad no sean tratadas automáticamente como sujetos inimputables (pues esto implicaría un trato discriminatorio) y asumiendo con ello la consecuencia lógica de que el reproche penal puede ejercerse plenamente sobre los sujetos que adolezcan de alguna discapacidad mental (p. 146). Siendo así, vemos que el análisis integral del aparato normativo lleva a reconocer el impacto que el MSD generaría en el ámbito penal, lo cual es corolario de la coherencia que rige el sistema y que, como ya lo vimos, hace que el análisis de la validez de la política legislativa implique reconocer un sistema de valoraciones que sostiene el accionar de la regulación normativa. Bajo esta lógica:

la dogmática debe someter las relaciones en cuestión a un test de control de los distintos razonamientos que pueden explicar los fundamentos de las valoraciones reconocidas en relaciones estructurales determinadas positivamente y, a partir de la determinación del fundamento más convincente de la estructura particular de esas relaciones, depurar el sistema de relaciones de valoración por medio de la construcción de un sistema axiológico preciso, el cual luego debe [sic] reaplicado al sistema de Derecho positivo del que las valoraciones en cuestión son subyacentes para lograr una reconstrucción sistemática consistente (Wilenmann, 2017, p. 64).

Bajo esta perspectiva, la noción de capacidad como centro de atribución de derechos y obligaciones o centro de imputación de responsabilidad penal no puede entenderse de manera segmentada, sino que precisa de un referente común en su fundamento, que a nuestro juicio radica en la idea del deber normativo desarrollado anteriormente. Siendo así, la capacidad jurídica se expresa en los distintos niveles del sistema jurídico, ya sea como aptitud atribuida o reconocida para ser titular y ejercer derechos y deberes, o para hacerse competente por la inobservancia injustificada de los deberes impuestos por los mandatos de la norma prohibitiva o prescriptiva del derecho penal (Torres, 2019c, p. 130). Por lo tanto, la capacidad de goce y ejercicio propias del derecho civil y la capacidad de imputabilidad en el derecho penal terminan siendo dos caras de la misma moneda que, en conjunto, obedecen al criterio del comportamiento humano susceptible de desplegar procesos de comprensión con los parámetros de conducta que las normas establecen o, como lo expresa Rodríguez (2016):

si la imputabilidad se refiere a la capacidad penal, es lógico que ésta pertenezca a su vez a la capacidad jurídica. En esta medida, la fundamentación de la imputabilidad debe ser la misma que de la capacidad jurídica. Esto es, el reconocimiento social intersubjetivo (p. 157).

Un criterio similar se ha establecido en la opinión formulada por la Alianza de Organizaciones Latinoamericanas (2014), la cual, al plantear sus aportes para la elaboración de la Observación General N.° 1 sobre el artículo 12 de la CDPD, declara que «el derecho a la capacidad jurídica también involucra el reconocimiento de la aptitud para afrontar la responsabilidad penal ante la comisión de hechos considerados delitos por la legislación de cada Estado» (p. 6).

Seguidamente, otra cuestión a la que debemos dar respuesta es si el MSD automáticamente hace que todas las personas puedan ser consideradas imputables y, con ello, abre paso a la modificación de los criterios legales que regulan la inimputabilidad en nuestro CP. Efectivamente, el componente axiológico del MSD obliga al ordenamiento jurídico nacional a observar el criterio de igualdad y no discriminación en la interacción que las personas entablan con la ley. De esta forma, una interpretación coherente y conforme a la no contradicción del orden legal llevaría a afirmar que los supuestos de inimputabilidad regulados en los códigos penales constituyen supuestos de discriminación indirecta para las personas que adolezcan de alguna discapacidad (Alianza de Organizaciones Latinoamericanas, 2014, p. 6). Con ello, el ordenamiento jurídico penal claramente se ve impactado con la asunción de este nuevo criterio, abriéndose un cúmulo de cuestiones a dirimir para la ciencia penal. Entre ellas, el debate respecto a si las causales de inimputabilidad deben mantenerse en el CP; si el fundamento de la inimputabilidad debe seguir dándose desde criterios psicobiológicos o si hay que reconducir todo al componente normativo; si aún resulta admisible que la sanción penal se reparta entre los supuestos de penas o medidas de seguridad, o si simplemente debiera regir un criterio unánime de sanción para todos los sujetos y, con ello, para los problemas derivados que se generarían a nivel del proceso penal y, principalmente, en el ámbito de la ejecución penal, entre otras cuestiones que se harán evidentes a medida que la nueva legislación en materia de capacidad vaya desplegando sus efectos.

Ahora bien, en el estadio actual de la cuestión en torno a la capacidad e imputabilidad, pareciera ser que la única forma de conciliar este nuevo paradigma con la atribución de responsabilidad penal está en concebir la imputabilidad penal bajo los criterios de la autodeterminación y posibilidad de motivarse conforme a derecho. Efectivamente, si la premisa es que el derecho debe reconocer que toda persona se encuentra en capacidad de autodeterminar su comportamiento —es decir, de ejercer válidamente el deber jurídico de respeto a la norma—, entonces la atribución de responsabilidad penal y las causales de inimputabilidad deben quedar reservadas únicamente a aquellos casos donde la ausencia de posibilidades para determinarse conforme al deber es absoluta. Ante esto, podría señalarse que el MSD no erraría al equiparar a todas las personas como sujetos pasibles de imputación, sino que solo estaría variando el criterio de valoración socionormativa que funda a la imputabilidad penal, ya que para cumplir con el ideal de igualdad plena lo único que se estaría haciendo es reducir el espectro de situaciones jurídicas de inimputabilidad a supuestos donde las personas no entienden las normas, criterio que sería compatible con la formulación de la culpabilidad e imputabilidad como categorías de naturaleza normativa.

En esta línea, Slobogin (2000) ha señalado que si bien es cierto que la consideración de la persona con discapacidad como sujeto plenamente imputable llevaría a que se le considere delincuente, esto no constituye un problema, pues tal valoración resulta menos estigmatizante que la que normalmente se hace al considerarlo como un sujeto carente de capacidad para ser reprochado penalmente (p. 40). Al respecto, consideramos que tal criterio resulta cuestionable, pues más allá de la cuestión normativa o de la valoración social, las dificultades radican al momento de valorar la capacidad y el criterio de igualdad abstracta que el MSD plantea. A nuestro entender, esto podría ocasionar situaciones indeseadas en la injerencia punitiva, pues la imposición de penas, aún en casos donde fácticamente las personas ostenten deficiencias psicosociales, intelectuales y/o cognitivas, pero se les entienda jurídicamente como sujetos con plena capacidad de ejercicio, generaría situaciones de desigualdad y desprotección ante el proceder agresivo que por definición guarda el derecho a pena, situación que se ve complicada al reparar en los efectos colaterales que se derivan tras la imposición de una condena; por ejemplo, las condiciones endebles que actualmente presenta el sistema carcelario y que dificultan un adecuado tratamiento del penado y la consecución del ideal resocializador.

En este sentido, resulta problemático asumir el MSD en el ámbito penal pues, cuando se fundamenta la culpabilidad como criterio normativo de reprochabilidad, el análisis del hecho delictivo no parte de una consideración abstracta de la imputabilidad, sino de una comprensión del accionar humano concreto que se despliega en la realidad de la persona con sus congéneres y la esfera social. De ahí que en el derecho penal la culpabilidad se fundamente como un criterio normativo de reprochabilidad, pues ante la constatación del comportamiento ilícito se procede a imputar el hecho (imputatio facti) y, posteriormente, se añade la atribución del reproche por tratarse de un comportamiento jurídicamente desvalorado (imputatio iuris) (Sánchez-Ostiz, 2018, pp. 40-41).

VIII. CONCLUSIONES

La CDPD, se sostiene sobre los principios del MSD. Según este modelo, la discapacidad radica en la sociedad y no en la persona; por tanto, es la sociedad la que debe adaptarse a las necesidades de la persona con discapacidad y, por ello, los Estados deben promover y garantizar la participación de estos individuos en todos los aspectos de la vida social. Por su parte, el artículo 12 de la CDPD reconoce la capacidad de ejercicio pleno de las personas con discapacidad, la que en el ordenamiento jurídico peruano fue recogida por el artículo 9 de la LGPD. Esta última, antecede las modificaciones introducidas en la regulación de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva por el DL 1384.

Antes del DL 1384, el ejercicio de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva recaía sobre la curatela a través del proceso de interdicción. El legislador nacional, entendió que, dada la condición de discapacidad psicosocial intelectual y o cognitiva de la persona, era necesaria la sustitución de su voluntad en la figura del curador para garantizar su protección en diversos aspectos de la vida y en el ejercicio de sus derechos personales y/o patrimoniales. En este contexto, fueron considerados como absolutamente incapaces los que, por cualquier causa, se encuentran privados de discernimiento; mientras que los retardados mentales y los que adolecen de deterioro mental que les impide expresar su libre voluntad fueron considerados como relativamente incapaces. Asimismo, la nueva regulación introducida por el DL 1384 se sostiene sobre el reconocimiento de la plena capacidad de ejercicio en igualdad de condiciones de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva en todos los aspectos de la vida, independientemente de si usan o requieren ajustes razonables o apoyos para la manifestación de su voluntad.

Las modificaciones de la regulación de la capacidad jurídica de la persona con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva ha traído como consecuencia la adaptación de las normas de nuestro CC para garantizar que puedan ejercer plenamente su capacidad jurídica y, consecuentemente, sus derechos personales y/o patrimoniales, con independencia de que requieran de apoyos o ajustes razonables para ello.

La consideración del derecho como ciencia del accionar humano práctico implica reconocer que su actuación se encuentra regida por un principio de unidad y coherencia del ordenamiento normativo. Es bajo esta perspectiva que debe analizarse la noción de capacidad, la cual se constituye como un fundamento del sistema legal y se manifiesta como presupuesto habilitante para el goce de derechos y la atribución del castigo. Sin esta idea de unidad y orden lógico sería imposible entender y valorar el carácter antijurídico de la conducta humana, cualidad que en el campo penal y civil constituye un elemento esencial del juicio normativo.

La culpabilidad y la imputabilidad son categorías normativas del derecho penal que centran su fundamento en la noción del ser humano capaz de autodeterminarse conforme a derecho. De esta manera, su sustrato se constituye por el carácter comunicativo que la persona establece con las normas y cuya interacción supone la capacidad del sujeto de comprender y adecuar su comportamiento a los mandatos normativos.

En lo que respecta a la imposición del castigo, la imputabilidad penal se manifiesta como una expresión de la capacidad humana que la persona debe presentar para hacerse competente por la conducta delictiva. De esta forma, la noción de capacidad en el derecho penal debe ser revestida de contenido y debe fundamentar la imputabilidad desde la constatación de la persona como sujeto capaz de motivar su conducta conforme a la norma y, con ello, merecedora del castigo que sobreviene a la infracción normativa. Por esta razón, la consideración de la capacidad de imputabilidad no puede darse desde una aproximación abstracta, sino que precisa de una fundamentación valorativa que parta de conceptos relativos al propio ser humano, en conjunto con la interacción que genera en sociedad.

Resulta posible entender que la capacidad es un atributo que rige de manera universal en el ámbito jurídico. De esta forma, la capacidad para gozar y ejercer derechos y obligaciones, así como la capacidad para ser sujeto de imputación penal, obedecen a un mismo criterio de valoración jurídica que encuentra su fundamento en el criterio del deber personal que se desprende de la acción humana. Por tanto, la noción de capacidad que se postula en el derecho civil y la noción de capacidad de imputabilidad para ser responsabilizado penalmente se muestran como dos manifestaciones de un mismo criterio de atribución normativa.

La noción de deber como fundamento de la capacidad implica entender que la atribución de responsabilidad penal es el resultado de confirmar la realización de un injusto típico por parte de la persona a quien el derecho asignó el deber fundamental de respeto hacia las normas y que, pudiendo observarlo en situaciones de exigibilidad jurídica, decide no hacerlo. Bajo esta perspectiva, la noción del deber se presenta como el contenido de la capacidad de imputabilidad que opera en dos momentos: el primero, en la atribución de derechos y obligaciones con los que el orden jurídico interactúa con las personas; y el segundo, referido al momento del hecho típico donde el sujeto, haciendo uso de sus facultades cognitivas y de autodeterminación, opta por infringir el deber de respeto a la norma.

En lo que refiere al paradigma del MSD, el asunto está en analizar cuáles son las consecuencias que su aplicación genera en el sistema jurídico en general. Esto supone entender que, más allá del propósito manifiesto de incentivar el trato igualitario de las personas con discapacidad psicosocial, intelectual y/o cognitiva, el derecho debe actuar bajo una lógica coherente que atañe a la noción de antijuridicidad. De esta manera, en el ámbito de la imputación penal, las premisas del MSD podrían resultar incompatibles con algunos criterios imprescindibles para la imputación y atribución del castigo, puesto que si se reconoce que toda persona —con independencia de las condiciones físicas o mentales que pueda presentar— cuenta con la facultad para autodeterminar su comportamiento, entonces se debería asumir que per se también cuenta con la posibilidad de comprender y motivarse en referencia a la norma penal y, con ello, de ser sujeto de imputación delictiva. Esto se presenta problemático al tomar en consideración el carácter agresivo de la injerencia punitiva y cómo es que opera la reacción penal ante el hecho delictivo, el cual precisa constatar el ejercicio de la acción humana en situaciones de regularidad para la motivación y exigibilidad normativa.

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Decreto Legislativo N.° 295, Ley que modifica el Código Civil, a fin de prohibir el matrimonio de personas menores de edad, Ley N.° 31945 (Poder Ejecutivo [Perú)], 2023). Diario Oficial El Peruano, 25 de noviembre de 2023.

Decreto Supremo N.° 016-2019-MIMP, que aprueba el Reglamento que regula el otorgamiento de ajustes razonables, designación de apoyos e implementación de salvaguardias para el ejercicio de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad (Congreso de la República [Perú], 2019). Diario Oficial El Peruano, 25 de agosto de 2019.

Expediente N.° 014-2006-AI/TC (Tribunal Constitucional [Perú], 19 de enero de 2007).

Ley N.° 29973, Ley General de la Persona con Discapacidad (Congreso de la República [Perú]). Diario Oficial El Peruano, 24 de diciembre de 2012.

Observación General N.° 1 (Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad de la ONU, 2014). http://www.convenciondiscapacidad.es/wp-content/uploads/2019/01/Observaci%C3%B3n-1-Art%C3%ADculo-12-Capacidad-jur%C3%ADdica.pdf

Recibido: 27/02/2023
Aprobado: 15/01/2024


1 Modificado por el artículo 2 del Decreto Legislativo N.° 1417, de 2018.

* Esta investigación ha sido desarrollada gracias al financiamiento del Concurso de Proyectos de Investigación 2021 de la Universidad Católica San Pablo (Perú).

** Magíster en Derecho por la Universidad Austral de Buenos Aires (Argentina). Abogada. Profesora de Derecho Civil del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Católica San Pablo.

Código ORCID: 0000-0002-4719-8646. Correo electrónico: atorresf@ucsp.edu.pe

*** Magíster en Derecho Penal por la Universidad Austral de Buenos Aires. Abogado. Profesor de Derecho Penal del Departamento de Derecho y Ciencia Política por la Universidad Católica San Pablo.

Código ORCID: 0000-0001-7307-4578. Correo electrónico: pvbedoya@ucsp.edu.pe



https://doi.org/10.18800/derechopucp.202401.006

¿Qué es convivir en pareja? Los supuestos espaciales de la Corte Suprema colombiana en casos de pensión de sobrevivientes*

What is Cohabitation? The Colombian Supreme Court’s Spatial Assumptions in Survivor’s Pension Cases

Andrés Rodríguez Morales*

Universidad de los Andes (Colombia)


Resumen: En este artículo utilizo la geografía legal para analizar la forma en que la jurisprudencia de la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia de Colombia asume imaginarios espaciales sobre el estándar probatorio de la convivencia en pareja. El patrón fáctico elegido es el estudio del posible reconocimiento de la pensión de sobrevivientes para la pareja del causante, para lo cual presento dos argumentos. En primer lugar, que los supuestos espaciales sobre los que se construye el concepto de convivencia en pareja son contradictorios. En segundo lugar, que tratándose de la existencia de las relaciones sexuales en el marco de la relación de pareja, la Corte Suprema utiliza el binario público/privado, tradicionalmente utilizado para oprimir a las mujeres, para emanciparlas.

Palabras clave: Pensión de sobrevivientes, convivencia en pareja, relaciones sexuales, supuestos espaciales, geografía legal, derecho probatorio

Abstract: In this article I use legal geography to analyze the way in which the jurisprudence of the Labor Cassation Chamber of the Colombian Supreme Court of Justice assumes spatial imaginaries on the evidentiary standard of cohabitation as a couple. The factual pattern chosen is the study of the possible recognition of the survivor’s pension for the partner of the deceased; therefore, I present two arguments. First, that the spatial assumptions on which the concept of cohabitation as a couple is built are contradictory. Secondly, that when it comes to the existence of sexual relations within the framework of the couple’s relationship, the Supreme Court uses the public/private binary, traditionally used to oppress women, to emancipate them.

Keywords: Survivor’s pensions, domestic partnership, sexual relations, spatial assumptions, legal geography, evidence law

CONTENIDO: I. INTRODUCCIÓN.- II. LA PENSIÓN DE SOBREVIVIENTES COMO MECANISMO PARA CUBRIR EL RIESGO DE LA VIUDEZ.- III. LA CONVIVENCIA EN PAREJA: DEL VÍNCULO A LA COMUNIDAD DE VIDA.- III.1. DEL «TECHO» A LA COMUNIDAD DE VIDA.- III.2. EL «LECHO»: UNA PRUEBA INCONDUCENTE.- III.2.1. LAS CRÍTICAS AL BINARIO PÚBLICO/PRIVADO.- III.2.2. ¿LAS RELACIONES SEXUALES PERTENECEN A LO PRIVADO? EL USO IDEOLÓGICO DEL BINARIO POR LA CSJ.- IV. CONCLUSIONES.

I. INTRODUCCIÓN

El derecho es una fe profundamente antigeográfica. Los jueces son sus sumos sacerdotes, los tribunales son sus santuarios, las facultades de derecho sus seminarios. Sus escrituras son «autoridades» transmitidas de generación en generación por oráculos designados. Su dios es una «racionalidad» descontextualizada, profundamente abstracta y despersonalizada. Los contextos de cualquier tipo —de género, clase, religiosos, culturales, políticos, históricos o espacialesson los enemigos del derecho. En toda su majestuosidad, el derecho es la antítesis de la región, la localidad, el lugar, la comunidad. Este «sentido común» jurídico acumula abstracción sobre abstracción. Es un sinsentido geográfico: antigeografía.

Pue (1990, citado en Castro, 2020, p. 13).

Como un joven abogado graduado de la que quizás es la escuela de derecho más tradicional de Colombia, puedo afirmar —al igual que Puecon tranquilidad que los abogados solemos pensar poco en el espacio. Y, cuando lo hacemos, incurrimos en un error común: solemos pensar el espacio como un área delimitada (en dos dimensiones). Por ejemplo, en el derecho civil, la propiedad se delimita a través de unos linderos o unos mojones ubicados en un plano. Al hacerlo, el derecho omite que el espacio tiene otras dimensiones más complejas que se pueden ver a través del volumen (en tres dimensiones) (Elden, 2013).

La geografía legal (en adelante, GL) es un marco teórico para situar esos contextos en los que el derecho es aplicado, así como también devela el rol central que tiene el derecho en la construcción del espacio. Los estudios de GL han denunciado que la forma en la que el derecho construye los espacios es problemática porque sobresimplifica la realidad (Freeman & Blomley, 2019). Esto sucede, entre otras razones, porque el derecho utiliza categorías abstractas, espaciales y estáticas para describir el mundo, ignorando las complejidades particulares de la realidad y el contexto móvil en el que suceden los fenómenos sociales (Castro, 2020).

Por ello, la GL defiende la necesidad de romper con la suposición de que el espacio es un lugar fijo y predeterminado donde suceden las cosas, la cual es predominante en el derecho liberal (Ojeda & Blomley, 2024). Esto la hace un marco teórico útil para describir y analizar cómo el derecho no es neutro en la construcción del espacio; sino que, por el contrario, este participa en la forma en la que se construye y preforma constantemente este (Olarte Olarte & Rua Wall, 2012).

En este artículo, mi objetivo es mostrar las suposiciones espaciales de las que parte la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia de Colombia (en adelante, CSJ) para resolver casos en los que debe determinar si hay convivencia en pareja o no como requisito previo para poder reconocer la pensión de sobrevivientes.

A pesar de que no tenemos cifras suficientes para determinar en cuántos procesos laborales se discute el reconocimiento de este tipo específico de pensiones, sí sabemos que se trata de una causa frecuentemente litigada. Conforme a la información cualitativa recogida en el reciente informe de la Misión de Empleo de 2021, entre un 60 % y 80 % de los procesos laborales ordinarios versan sobre el derecho de la seguridad social, «por ejemplo, con el reconocimiento de pensiones, traslado entre regímenes pensionales, conflictos sobre tiempo de servicio, aportes no realizados al sistema por parte del empleador pese a haberlos laborado el trabajador»(Ramírez Bustamante, 2021, p. 90).

Metodológicamente, utilizo las técnicas de análisis estático y dinámico de decisiones judiciales propuestas por Diego López Medina (2006) con el fin de identificar qué decisiones judiciales se acoplan al patrón fáctico escogido. Posteriormente, realizo un análisis del discurso de las decisiones judiciales, en particular de los fragmentos que muestran cómo el derecho trata de gobernar (Cortés Nieto, 2022) sobre cierto tipo de relaciones sentimentales como condición para acceder a la pensión de sobrevivientes.

Teóricamente, utilizo tres marcos teóricos en el análisis. En primer lugar, como ya lo anticipé, usaré a la geografía legal con el fin de explicar las suposiciones espaciales detrás de los estándares probatorios establecidos por la CSJ para probar la convivencia en pareja. En segundo lugar, emplearé las críticas feministas al derecho para mostrar cómo las subreglas bajo análisis no son neutras en términos de género y generan arreglos distributivos positivos o negativos (Alviar García & Jaramillo Sierra, 2012; Jaramillo Sierra, 2000). Finalmente, en tercer lugar, también compartiré una de las ideas centrales de los critical legal studies (en adelante, CLS): que el estudio de la adjudicación judicial es importante, pues contrariamente a como lo sostienen las teorías liberales, la ideología de los jueces impacta en la forma en la que aplican y crean el derecho.

Conforme a los críticos, dependiendo del caso y de la interpretación que realicen los jueces, el derecho se convierte en un instrumento de emancipación o de opresión (Kennedy, 1998). En los casos elegidos, esa interpretación judicial es aún más relevante tratándose de la CSJ, toda vez que es el órgano de cierre de la especialidad laboral de la jurisdicción ordinaria y, como tal, determina cómo se deben interpretar las normas para todos los jueces de trabajo en el país (Porras & Caselles, 2019, p. 253).

Tras esta introducción, este artículo se divide en tres partes. En la segunda sección, explico la importancia de la figura de la pensión de sobrevivientes y los requisitos legales necesarios para que esta sea reconocida. En la tercera, describo en detalle en qué consiste «la comunidad de vida», el estándar probatorio establecido por la CSJ para definir si existe convivencia. Finalmente, en la cuarta y última sección, presento las conclusiones.

Concluyo el texto argumentando que los supuestos especiales alrededor de los cuales se construye el estándar probatorio de la convivencia en pareja son contradictorios, pues aunque se dice que la conformación de una comunidad de vida es el elemento que configura la convivencia, en realidad se privilegia vivir bajo un mismo techo (en adelante, cohabitación).

II. LA PENSIÓN DE SOBREVIVIENTES COMO MECANISMO PARA CUBRIR EL RIESGO DE LA VIUDEZ

El sistema de seguridad social colombiano está diseñado para cubrir riesgos. Todos los seres humanos afrontamos el riesgo de la muerte. Cualquier día, de la forma menos esperada, uno de nosotros o uno de nuestros familiares más cercanos puede fallecer, y esto podría tener consecuencias económicas graves ante la ausencia de una fuente usual de ingresos en